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ArribaAbajoManuel de la Revilla, crítico de Galdós

Marta CRISTINA CARBONELL


Universidad de Barcelona

En febrero de 1877 veían la luz, de forma casi simultánea, las dos reseñas que, desde las páginas de la Revista Europea y El Solfeo, respectivamente, dedicaba Leopoldo Alas a Gloria, merecedora de atención larga y detenida en la pluma de quien había de convertirse en el lector más agudo y el crítico más atento y perspicaz de la vasta producción novelesca galdosiana, haciendo de ella privilegiado instrumento de exploración de las posibilidades y límites de un género que con Galdós había descubierto y en Galdós había aprendido a leer.167

En una y otra, el nombre de Manuel de la Revilla y el juicio con que unas semanas antes había sancionado categóricamente Gloria como la mejor obra de Galdós y una de las mejores novelas españolas contemporáneas, aparecían, explícitamente invocados, para dejar constancia del reconocimiento del joven «Clarín» hacia la figura del que no dudó en señalar, pese a las discrepancias que les separaron en no pocas ocasiones, como uno de sus maestros en las lides de la crítica y para el que reclamaría, a su muerte, el mérito de haber sido el primero en reconocer en Galdós al mejor novelista contemporáneo.168 Y ello, a pesar de que Revilla no pudo alcanzar siquiera a conocer La desheredada; su lectura crítica de Galdós, interrumpida por su temprana desaparición en 1881, hubo de circunscribirse, forzosamente, y al margen de los Episodios Nacionales de los que fue dando cuenta desde 1874, a las novelas de lo que «Clarín» llamó su «época tendenciosa», período que señala, a la par, aquél en que Revilla desplegó de forma más brillante su quehacer intelectual y en el que dio, como crítico literario, las mejores muestras de su talento y su fino olfato lector, especialmente desde su tribuna de la Revista Contemporánea, cuyas «Revistas Críticas» trazaron, entre 1875 y 1879, un completo panorama de la vida cultural y literaria de la España de su tiempo, iluminando, con ello, la progresiva evolución ideológica de este inquieto intelectual liberal de formación krausista y hegeliana hacia los dominios del neokantismo y el positivismo.169

Reflejo de este significado tránsito, la ponderada defensa de los principios artísticos del realismo que caracteriza el pensamiento estético de Revilla en los últimos compases de los 70, encuentra su correlato en el creciente aprecio y atención que dispensa, en aquellas mismas páginas, a la novela galdosiana, de la que verá arrancar el movimiento de regeneración de la novela española por la vía del compromiso con la realidad social y moral de su tiempo, y desde cuyo empeño verdaderamente realista, que Revilla entiende también, al modo de Leopoldo Alas, como aquel que «dejando lo puramente accidental y elevándose a considerar lo temporal y transitorio en su fundamento, sabe tratar dignamente los asuntos comunes y ordinarios, porque adivina en ellos y luego estudia lo que tienen de trascendental y eterno»,170 defenderá la radical licitud y oportunidad de su quehacer novelesco, erigiéndolo en verdadero modelo del ideal de mimesis artística que para la novela propugna al finalizar la década.

Hasta entonces, la atención crítica que Revilla ha venido consagrando a Galdós encuentra su primer punto de referencia importante a la altura de 1876: el 15 de julio de ese año abría su habitual «Revista Crítica» en las páginas de la todavía joven Revista Contemporánea disponiéndose a dar noticia de lo que juzgaba «sin duda» como la producción literaria de mayor importancia que en estos días ha visto la luz»; se trataba de Doña Perfecta y, con ella, de lo que atisbaba como un esperado «nuevo rumbo» en la trayectoria del novelista que desde tiempo atrás venía señalando sin vacilar como el principal artífice del renacer de la novela al que estaba asistiendo la España de los albores de la Restauración. Renacer del que había dejado constancia en la programática declaración de intenciones que constituye la primera de sus «Revistas Críticas» en el número inicial de la Revista Contemporánea, en diciembre de 1875, donde Galdós, Alarcón y Valera -Revilla soslaya, y seguirá haciéndolo en los años siguientes, por razones que nunca llega a explicitar, la obra de Pereda- vienen a encabezar, a su juicio, un emergente panorama novelesco171 que ya un año antes había sabido entrever al ocuparse por vez primera y con cierta extensión de una obra galdosiana: Cádiz, el octavo de los Episodios Nacionales de la Primera Serie, había proporcionado a Manuel de la Revilla en noviembre de 1874 -reciente todavía la publicación de Pepita Jiménez y a la espera de conocer El escándalo alarconiano- la oportunidad de presentar a su autor «sin género de duda» como el forjador de un nuevo lenguaje novelesco cuyas lecciones de verosimilitud, naturalidad y sencillez -dispensadas con éxito mediante la sabia utilización de «dos resortes poderosos en España», como son la política (en La fontana de oro o El audaz) y el amor patrio (en los Episodios Nacionales)-, empezaban a dar sus frutos en el camino que mostraban emprender Alarcón y Valera.172

Camino que al año siguiente, y ya a la luz de El escándalo y Las ilusiones del doctor Faustino, definirá Revilla en los márgenes del que considera «tipo ideal de la novela contemporánea en sus vanas manifestaciones», pues «ora aspire a dilucidar temerosos problemas filosóficos y sociales, ora a trazar animado cuadro de las actuales costumbres, ora se encierre en los límites de un carácter y revista las proporciones de un simple retrato, es la novela propia de nuestro siglo, la que mejor simboliza su carácter y satisface sus aspiraciones»: la verdadera novela psicológica o psicológico-social, aquélla

«en que se analizan con la maestría del filósofo, pintándolas juntamente con el talento del artista, esas varias manifestaciones de la humana naturaleza que se llaman caracteres y tipos... fiel y delicada pintura de las pasiones y los caracteres humanos bajo la cual se oculta un importante problema o una profunda e intencionada enseñanza.»173



Nutrido de «pensamiento, intención y trascendencia», el género psicológico-social que Alarcón y Valera se esfuerzan por aclimatar, desde presupuestos ideológicos y morales bien divergentes, a la altura de 1875 es saludado por Manuel de la Revilla -y aun a pesar de su abierta discrepancia con los que edifican la novela del primero, discrepancia que no hará sino agrandarse en los años inmediatos- como la más lícita y oportuna de las posibilidades de novelar en el presente momento histórico, por cuanto «la sociedad moderna -afirma- prefiere a las obras de arte que sólo hacen gozar, las que hacen juntamente gozar y sentir, y que a estas mismas antepone las que además obligan a pensar»174 «legítima exigencia de nuestro siglo» a cuya satisfacción ha de concurrir, por lo tanto, una novela que, sin renunciar en modo alguno a su sustantiva finalidad estética, y sin caer en los excesos del arte docente, sea capaz de encarnar los ideales que lo animan, desde las posibilidades que encierra contemporáneamente, por su misma naturaleza, un género del que había destacado, en sus Principios Generales de Literatura, su condición de

«género amplio, flexible, sintético, que se amolda a todos los asuntos, formas y tonos. Representación fidelísima y completa de la vida humana que... poniéndose al servicio de todos los ideales y de todos los fines de la vida... ejerce necesariamente poderosísima influencia y alcanza extraordinaria popularidad [...] Atraído el lector por estas narraciones familiares y prosaicas, en que ve retratada con pasmosa fidelidad la vida, identifícase con los personajes que en ellas figuran, interésase por su acción, y fácilmente se insinúan en su alma las doctrinas que el novelista encierra bajo tan amena forma.»175



Desde estos presupuestos, que preludian las consideraciones vertidas, dos años después, en su ensayo acerca de «La tendencia docente en la literatura contemporánea», y con los que de hecho Revilla se está adelantando, en su exaltación de la novela como privilegiado reflejo histórico de los vaivenes ideológicos de su tiempo, a las consideraciones de Leopoldo Alas en «El libre examen y nuestra literatura presente»,176 el talante expectante con que este atento seguidor del quehacer novelesco galdosiano acoge en 1876 la publicación de Doña Perfecta adquiere pleno sentido a la luz de la lectura crítica que, unos meses después, lleva a cabo de Gloria, desde la que Doña Perfecta se verá confirmada, retrospectivamente, como una primera -aunque no del todo lograda- incursión galdosiana en los dominios del difícil y peligroso género de la novela psicológico-social, limitada por su propia condición de lo que Revilla había acertado a definir como «delicioso y acabado cuadro de costumbres que encierra no poca trascendencia bajo su forma ligera y humorística», pues obedeciendo a la voluntad -que reconoce principalísima- de mostrar los «letales frutos» de la influencia ultramontana en una levítica ciudad provinciana, símbolo «de esas ciudades clericales que abundan en España y que siendo cabezas de diócesis sin ser capitales de provincia, son otros tantos focos de atraso y oscurantismo», veía sin embargo perjudicado su «efecto estético... sin conseguir despertar en el lector la trágica emoción que da carácter artístico a la catástrofe»177 por las dificultades de su autor a la hora de armonizar su indiscutible talento en la pintura de caracteres y en la descripción de tipos y lugares -aspecto que desde 1874 viene destacando Revilla en el arte narrativo de Galdós, y por el que este ameno cuadro de género se erige en lo que juzga un «modelo acabado de la novela realista», con la exigencia compositiva de una acción verosímil conducente a un desenlace ajustado. Aspecto este último que no será Revilla el único en poner de manifiesto, y que, vertebrando el juicio crítico que consagra a la novela, viene a incidir en lo que por estas fechas se le aparece como singular deficiencia de la narrativa galdosiana, puesta ya de manifiesto en su reseña de Cádiz: aquella «falta de calor y animación... frialdad en el fondo como en la forma... impasibilidad británica que hace recordar siempre, al leer estas novelas, a Dickens o Wilkie Collins, nunca a Víctor Hugo o Dumas, ni siquiera a Feuillet, Balzac u Jorge Sand»,178 y que en Doña Perfecta redunda en la incapacidad de dotar a los personajes del calor y de la enjundia pasional necesaria para explicar, a través de una acción lo bastante «complicada» e «interesante», un desenlace trágico que se antoja aquí «inútil» por injustificado,179 siendo así que la «concepción artística» de la novela cede en favor de su muy notable «concepción moral y filosófica», haciéndose presente aquel desequilibrio acerca del cual había prevenido en su reseña de El escándalo alarconiano.

De ahí que para Manuel de la Revilla, que había insistido un año antes en la idoneidad de aquella novela «que mejor acierte a pintar el corazón humano y que más intención y enseñanza entrañe», ponderando la superioridad de la novela psicológico-social si entendida como

«aquélla cuyo principal objeto es pintar con vivos colores el drama íntimo que se desarrolla en los senos profundos de la conciencia, y de que sólo es reflejo y traducción sensible el drama exterior y material que se anuda en el terreno de los hechos»,180



venga a ser Gloria, donde el talento descriptivo y caracterizador de Galdós se aleja del cuadro de costumbres o la narración histórica para ceñirse en los márgenes de un profundo y «bellísimo estudio psicológico», la obra que asegura, a su juicio, la esperada entrada del autor de Doña Perfecta «en el campo vastísimo de la novela psicológico-social», y, con ella,

«acreditándose de pensador profundo cuanto de observador atento, se coloca de un golpe en aquellas alturas en que el artista confina con el filósofo, y la obra de arte es a la vez acabada manifestación de la belleza y fuente de trascendentales enseñanzas».181



Pues en Gloria, el grave problema religioso que Doña Perfecta presentaba a través de la lucha del librepensamiento frente al fanatismo y la hipocresía adquiere contornos por fin más complejos y -subraya Revilla- mucho más sutiles desde el drama íntimo de unos personajes en los que destaca la mano maestra con que Galdós ha sabido representar, en sus varios aspectos, la agitada conciencia religiosa del momento presente, para poner al descubierto, con valentía y sin falsos optimismos conciliadores, la perturbadora tiranía de la intolerancia: verdadero desafío social y literario que la segunda parte de la novela mostrará -a diferencia de lo acontecido con Doña Perfecta- hábilmente resuelto a través de una acción «sencilla, patética y en alto grado interesante», cuyo verosímil desenlace armoniza equilibradamente exigencias artísticas y filosóficas en la verdad «profundamente humana» de unos personajes que certifican «un gran talento observador en el Sr. Galdós», propio de quien ha comprendido que el arte «no ha de inspirarse en excepciones, sino en lo general y constante».182

Esta es, a su entender, la clave de los grandes méritos que, como concepción artística y filosófica, avalan Gloria como «la novela más trascendental que en nuestros días se ha escrito en castellano, y que basta para declarar a su autor el primero de los novelistas españoles»: la profundidad de la mirada observadora con que Galdós ha sabido penetrar la complejidad ideológica y social de la realidad presente para extraer de ella unos personajes cuya condición de «caracteres llenos de vida y de verdad» y el limpio ajuste de su conflicto interior «al medio social en que se mueven y las ideas que los inspiran» los aleja de la frialdad de su anterior trazado a la inglesa para que en ellos y en su drama de conciencia, sabiamente conducido, se haga presente el ideal estético desde el que Revilla viene formulando y valorando las líneas maestras de lo que ha definido como «novela psicológico-social», y cuya más acabada expresión se halla contemporáneamente, en las páginas de su ensayo acerca de «La tendencia docente en la literatura contemporánea», donde advertirá, repitiendo palabras de 1875, que

«Con ser la obra poética realización de la belleza, es expresión del pensamiento también... Creemos firmemente que el fin capital y primero de la obra poética es la realización de lo bello, y creemos también que en la forma existe la verdadera creación artística y radica el valor estético de la obra, sin negar que éste pueda hallarse también en la idea. Afirmamos a la vez que la trascendencia, profundidad y alcance científico y social del pensamiento es un elemento importantísimo que contribuye poderosamente a dar a la producción, no belleza, sino interés, influencia e importancia, y que el artista hará bien (sin estar obligado a ello) en reunir a la belleza el bien y la verdad, concertando en su obra el valor estético y el valor ideal y social. Preferimos, en igualdad de circunstancias, las obras que hacen pensar, sentir y gozar a las que sólo hacen gozar y sentir, pero no anteponemos las obras de idea sin forma a las de forma sin idea, sino todo lo contrario».183



Rechazando abiertamente el exclusivismo con que los partidarios del arte docente erigen en canon del arte la importancia moral de la obra poética, y proclamando abiertamente, desde la filiación idealista de su pensamiento estético, que «nuestra fórmula es la del arte por el arte, o mejor por la belleza», Revilla invita, sin embargo a no desconocer, antes al contrario, el «doble valor» que su propia naturaleza le otorga, mirando en ella «no sólo la realización independiente y sustantiva de lo bello, sino el medio de expresar un ideal», con lo cual «será tanto más perfecta (como producción social influyente y educadora) cuanto más profunda y elevada sea la idea en que se inspire».184

Desde estos presupuestos, iluminadores de su lúcida lectura de la tendencia con que la novela de su tiempo se vincula históricamente al presente,185 Revilla empieza a reconocer al filo de 1877 -así lo apunta ya su lectura crítica de Gloria- en Galdós y en sus novelas del «realismo tendencioso», al igual que lo hará Leopoldo Alas, la mejor contribución, desde el abrazo sincero a la libertad de pensamiento y al ideal de progreso, a la tarea docente y regeneradora que, así entendida, tiene encomendada la novela moderna en España. Tarea que valora, por lo demás, en términos que van poniendo de manifiesto un paulatino alejamiento del inicial marco psicológico en favor de una novela que, conjugando al modo galdosiano «acabadas pinturas de la sociedad y delicados análisis del corazón», se muestre capaz de abarcar la complejidad ideológica y social de una realidad que, como materia novelable, aspira a verse reflejada, afirma Revilla, «tal como es», aunque

«dentro del carácter ideal de la obra de arte, deduciendo de la acción que refiere consecuencias morales y enseñanzas prácticas que sirvan para fortalecer [en el lector] su carácter moral en la lucha de la vida.»186



Así lo reflejará el «Boceto Literario» que en marzo de 1878 dedicará al autor de Gloria en las páginas de la Revista Contemporánea, donde se anudan las líneas maestras de su lectura crítica de Galdós hasta la fecha, y donde la voluntad de empezar subrayando su mérito por haber comprendido, antes que nadie, que

«la novela había de ser el drama palpitante de la vida real, en que los hechos exteriores son el producto de los íntimos hechos de conciencia, y los personajes interesan tanto como los sucesos, y éstos como aquéllos adquieren valor moral y artístico... por lo que de humanos y verdaderos tienen,»187



da cuenta -en lo que tiene de significativa matización de sus apreciaciones de 1875- de la creciente permeabilidad de Manuel de la Revilla hacia los presupuestos estéticos del realismo que viene encamando el quehacer galdosiano, a través de su decidida defensa de una novela abiertamente comprometida en la tarea de ser «vivo retrato de la agitada y compleja conciencia contemporánea, y plantear los arduos problemas de toda especie que tan hondamente perturban la vida pública y privada de nuestra sociedad.»188

Convicción que le lleva a interpretar retrospectivamente el conjunto de la narrativa galdosiana en lo que tiene de verdadero empeño, sucesivamente modulado, por dotar a España de una novela moderna,189 valorando muy especialmente lo que en esta fundamental y pionera tarea de regeneración supone la etapa de sus novelas psicológico-sociales, y desde la que saludará en febrero de 1879 La familia de León Roch, novela con la que Galdós, entiende Revilla, agota con brillantez las posibilidades de aquel trascendente propósito de análisis y reflexión acerca del más grave de los problemas sociales y morales contemporáneos, el problema religioso y sus consecuencias, que iniciaba con Doña Perfecta y que culmina en el complejo trenzado de pasiones con que la novela de 1878 viene a cerrar definitivamente el proceso abierto a ese «foco perenne de perturbaciones en la familia y en la sociedad» que es la intolerancia religiosa, por éste que califica significativamente de «denodado campeón de la santa causa del progreso.»190 De ahí que juzgando a esta novela que -merece destacarse contempla como necesario final de un ciclo, «muy superior, como concepción moral y social», a Gloria, si bien inferior a ella «como concepción poética», subraye nuevamente -y a pesar de sus deficiencias estructurales, consecuencia de lo ambicioso del propósito de abordar, junto al «problema religioso», la no menos importante cuestión del divorcio- su valor de ejemplo culminante del talento galdosiano para plantear con verdad, acierto y energía, la realidad de un «drama conmovedor y terrible que se presenta todos los días en el seno de muchas familias», y donde el matizado trazado de caracteres, así como el planteamiento de acciones y situaciones, revela «un conocimiento del corazón humano y de la sociedad presente que verdaderamente asombra.»191

Son éstas precisamente las cualidades que le habían llevado a exaltar unos meses antes las novelas galdosianas como un «modelo de perfecto realismo... no de ese realismo que está reñido con toda belleza y todo ideal, sino de aquel otro que, sin traspasar nunca los límites de la verdad, sabe idealizar discreta y delicadamente lo que la realidad nos ofrece», y a celebrar, en consecuencia, la eficacia con que su autor «sin sacrificar jamás la forma a la idea, ni caer en los extravíos del arte docente, en todas ellas ha sabido encerrar un pensamiento filosófico, moral o político de tanta profundidad como trascendencia»,192 términos que consagran al Galdós de Doña Perfecta, Gloria y La familia de León Roch como cabal encarnación del realismo que, en 1879, y desde las páginas de su ensayo acerca de «El Naturalismo en el arte», invocará Revilla como la más oportuna y legítima de las doctrinas estéticas, desde el ideal de un arte que, sobre la base de la prevalencia, que siempre defendió, de la realización independiente y sustantiva de lo bello a través de la forma, conjugase con ello un valor docente y educador mediante su vinculación, desde un sentido liberal y de progreso, con los ideales y problemas de la sociedad contemporánea, de modo que, arrancando de las entrañas mismas de la realidad, reconociéndola como «la verdadera fuente de inspiración del artista, [a la que] debe amoldarse aun cuando con mayor libertad crea» aspirase a ser «no mera idealidad ni copia servil de lo real», sino

«idealización de lo real por la fantasía creadora... y también realización sensible de lo ideal que el artista, con mirada escrutadora, sabe adivinar en el seno mismo de la realidad».193



Gracias a esta mirada, que Revilla había querido conscientemente rastrear, las novelas galdosianas de la primera época, ante las que no dudará en sentenciar que «obligación es de cuantos abrigan sentimientos liberales coadyuvar al triunfo del Sr. Pérez Galdós, y ver en el distinguido novelista, no solo una gloria de nuestra patria, sino uno de los más ilustres representantes de la causa nobilísima que defendemos», pues «presentar a los ojos de la humanidad el espectáculo de la belleza es sin duda empresa meritoria; pero ¡cuán más grande es llevar una piedra al magnífico edificio del progreso y contribuir al glorioso triunfo de la verdad y el bien!»,194 son, al propio tiempo, novelas en las que Revilla está percibiendo exactamente el mismo valor que pondrá de manifiesto Leopoldo Alas en 1878 cuando, reseñando a su vez La familia de León Roch, diga de las Novelas Contemporáneas de Galdós que

«Son tendenciosas, sí, pero no se plantea en ellas tal o cual problema social, como suele decir la gacetilla, sino que como son copia artística de la realidad, es decir, copia hecha con reflexión, no de pedazos inconexos, sino de relaciones que abarcan una finalidad, sin lo cual no serían bellas, encierran profunda enseñanza, ni más ni menos, como la realidad misma también la encierra, para el que sabe ver, para el que encuentra la relación de finalidad y otras de razón entre los sucesos y los sucesos, los objetos y los objetos.»195



Así también Revilla, que supo reconocer tempranamente en su autor -y frente al conservadurismo moral que, oscureciendo el innegable talento de Alarcón, acaba por llevarle a una novela que afecta desconocer por completo la realidad, sacrificando verdad y belleza en el altar de sus tesis ultramontanas, o frente a la incapacidad que, en su progresivo acercamiento a los moldes del realismo galdosiano, ha ido notando con creciente desagrado en Valera para traspasar los márgenes de sus exquisitos estudios psicológicos, abriéndose a una novela vinculada a los ideales de la sociedad presente196 al más profundo y perspicaz observador de una realidad humana y social en cuya propia complejidad latía la tendencia que sostenía sus creaciones novelescas, y que sólo precisaba de la mirada escrutadora del artista para ver brotar «el ideal» que ella misma encerraba.

Con ello, Manuel de la Revilla estaba contribuyendo eficazmente a poner de manifiesto hasta qué punto poseía Benito Pérez Galdós, desde su propio talento y saber ver de novelista realista, las mejores condiciones para acometer, al filo de los 80, e imprimiendo otro necesario rumbo a su novela, el nuevo acercamiento que esa realidad dominada y penetrada artísticamente para ponerse al servicio de los grandes intereses de la vida contemporánea empezaba a reclamar históricamente. Su prematura muerte, en 1881, le privó del tiempo necesario para justipreciar la oportunidad del naturalismo y de la conquista literaria de la realidad que traía consigo, descalificándolo, precisamente, en nombre de un ideal estético que vio, en los últimos compases de los 70, encamado en la novela de quien, consciente de esa oportunidad histórica, había de convertirse, en breve, en el autor de La desheredada;197 no impediría, sin embargo, que a la luz de los sucesivos artículos que hasta 1879 dedica a la narrativa galdosiana, pueda reconocerse como el crítico que, junto a Leopoldo Alas, mejor supo leer y valorar históricamente las claves desde las que había necesariamente de conquistar su lugar y su sentido, en este tiempo de hipersensibilidad ideológica, política y religiosa que presta su savia a la novela, aquel empeño que, formulado en 1870, había de hacer de Galdós, como ambos acertaron a ver, el fundador de la moderna novela realista española:

«La novela moderna de costumbres ha de ser la expresión de cuanto bueno y malo existe en el fondo [de la clase media], de la incesante agitación que la elabora, de ese desempeño que manifiesta por encontrar ciertos ideales y resolver ciertos problemas que preocupan a todos, y conocer el origen de ciertos males que turban las familias. La grande aspiración del arte literario en nuestro tiempo es dar forma a todo esto. [...] Basta mirar con alguna atención el mundo que nos rodea para comprender esta verdad. Esta clase es... la que posee la clave de los intereses, elemento poderoso de la vida actual, que da origen en las relaciones a tantos dramas y tan raras peripecias [...] Sabemos que no es el novelista el que ha de decidir directamente estas graves cuestiones, pero sí tiene la misión de reflejar esta turbación honda, esta lucha incesante de principios y hechos que constituye el maravilloso drama de la vida actual.»198