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Hacia un feminismo hispánico: la Eva moderna y la mujer intelectual de Concepción Gimeno de Flaquer

Ana María Díaz Marcos





«Los feministas son adalides del altruismo, campeones del oprimido, heraldos de la justicia, paladines de la moral, redentoristas».





Concepción Gimeno de Flaquer1 (Alcañiz, ¿1850?2-Madrid, 1919) se inició temprano en el periodismo con la publicación de un artículo titulado «A los impugnadores del bello sexo» marcado por el tono combativo con que denunciaba los discursos misóginos y las injusticias que se cometían contra la mujer. La preocupación por su sexo y el deseo de refutar la propaganda negativa vertida por sus detractores constituyen los pilares centrales de su programa literario y ese empeño justificó que Juan Tomás Salvany la bautizara con el apelativo de la Cantora de la Mujer (1885: 5). Gimeno se mudó luego a Madrid donde se movió en círculos literarios, asistiendo a la tertulia de la duquesa de la Torre donde habría conocido a personalidades del mundo literario como Carolina Coronado o Juan Valera (Bieder, 1993: 220). Fundó en la capital en 1873 el periódico La Ilustración de la Mujer y a partir de ese momento combinó la publicación de ensayos y novelas con la actividad periodística y las conferencias sobre sus temas predilectos: apología y defensa de la mujer, denuncia de la misoginia y reclamación del derecho a la educación y el trabajo. Sus ensayos resultan contundentes y reivindicativos, expresión de una ideología que ella define como «feminismo moderado» (1900: 118) mientras que las novelas se caracterizan por mostrar una subordinación del proyecto feminista a las convenciones de la ficción romántica (Bieder, 1990: 474)3. Bianchi divide la producción ensayística de Gimeno en dos grupos de textos: aquellos dedicados al pensamiento y la teoría feminista y otros donde narra biografías y compilaciones sobre mujeres ejemplares, pero lo cierto es que ambas categorías están íntimamente relacionadas pues la indagación en la historia de las mujeres y la recopilación de esas enciclopédicas «galerías de damas ilustres» es una estrategia más de su programa feminista.

Gimeno desempeñó una intensa labor como ensayista, intelectual, activista y periodista a ambos lados del Atlántico ya que en 1883 se mudó a México con su marido, el periodista Francisco de Paula Flaquer. Al poco de instalarse fundó allí el periódico El Álbum de la Mujer que se publicó semanalmente hasta 1889, poco después el matrimonio regresó a Madrid y Gimeno se hizo cargo de la dirección de El Álbum Ibero-Americano. Una carta de Juan Valera escrita en 1886 a Menéndez Pelayo documenta el hecho de que era un personaje influyente que desplegaba una intensa actividad literaria en México: «Se ha ganado las voluntades; es admirada e influye y puede influir más aún en la divulgación allí de nuestra cultura y en que muchos libros se vendan y se lean» (Valera, 1946: 272). A este respecto Ramos-Escandón considera que su larga experiencia en México y su actividad como promotora de la cultura hispánica la convierten en una intermediaria cultural por excelencia entre la Península y América Latina (2002: 120). Un buen ejemplo de esta actividad lo constituye su conferencia de 1890 en el Ateneo de Madrid que era un recinto intelectual históricamente masculino. Para esa ocasión eligió un tema que muestra una vocación intelectual trasatlántica al hablar de las culturas indígenas mexicanas ante el público madrileño ofreciendo una interpretación de la cultura azteca que insiste en su sofisticación y su carácter civilizado en vez de bárbaro. Esta tarea de difusión cultural le valió la Medalla de Honor concedida por el gobierno de Venezuela para premiar su labor como propagadora de la instrucción pública, sus trabajos de tema americanista fueron galardonados por el gobierno mexicano (Ramírez Gómez, 2000: 165) y recibió diversas condecoraciones en Argentina, Colombia, Ecuador, Cuba, Chile y Perú (Díaz Pérez, 1988: 60).

A pesar de la fama alcanzada en su época esta autora no ha recibido excesiva atención crítica. Existen algunos excelentes estudios sobre aspectos específicos de su producción siendo especialmente destacables los de Bianchi (2007), Bieder (1990, 1992, 1993), Hibbs (2006), Ramos-Escandón (2001, 2002) y Sánchez Llama (2004) pero no se ha publicado hasta ahora ningún estudio comprensivo de su obra. No existe ninguna reedición moderna de su elocuente ensayo Evangelios de la mujer (1900) en el que ofrece una documentada panorámica de los progresos del movimiento feminista en Europa y América analizando en profundidad la situación española, ni tampoco de El problema feminista (1903), un breve texto que resulta clave para entender el desarrollo del movimiento de mujeres en la Península a principios del siglo XX.

Gimeno utiliza en ocasiones un lenguaje crudo para referirse a la explotación sexual de la mujer y a la necesidad de mantenerla simbólicamente ciega para que no pueda ser testigo de las iniquidades de los hombres a quienes dedica una extensa serie de epítetos peyorativos como «pedantes», «aturdidos» o «insensatos» al tiempo que los acusa de haber impedido el desarrollo intelectual y personal de la mujer. La ensayista se querella reiteradamente en sus textos contra esa tiranía masculina recurriendo a la forma del femenino plural para mostrar la necesidad de una comprensión y solidaridad femeninas que alude constantemente al nosotras y vosotras sugiriendo ideales de camaradería al tiempo que articula una vehemente denuncia contra los hombres sin tratar de suavizar en ningún momento un tono indignado que incide en la incapacidad del varón para ser imparcial. El vehemente acento de Gimeno es bastante singular en el contexto decimonónico y es preciso subrayar su habilidad para mantener el prestigio intelectual como escritora y periodista manejando con destreza un discurso que incrimina a los hombres y transpira desobediencia. El sexo fuerte es visto por la autora como una «rémora» histórica de la mujer y un tirano que abusa de su autoridad y esta idea resulta especialmente llamativa porque le da la vuelta a la visión prevalente de la mujer como un ente obstructor del progreso. Gimeno, por el contrario, dibuja al hombre como un lastre que ha obstaculizado el desarrollo intelectual de su compañera por tener poderosos intereses para supeditarla y la crudeza de esta denuncia confiere una relevancia singular a su voz feminista:

«El hombre ha querido ciega a su compañera para que no le viese caminar por sendas cubiertas de fango vil, la ha querido sin criterio para que no le pidiera cuenta de su conducta ligera, y para subyugarla sin razonamiento de ninguna especie ante las despóticas leyes de su caprichosa fantasía [...] ha mutilado sus facultades intelectuales y la ha sepultado en las tinieblas, sumiéndola en la más oscura ignorancia, para que se estrellara indefensa y sola en los escollos de la vida. Sola, repito; la ha dejado sola [...] para ejercer en su hogar un predominio tiránico, que le permita calmar, ya que no extinguir, la ardiente sed que siente de una dominación más vasta sobre el universo [...] para hacerla su juguete, para explotar su debilidad; permítasenos esta frase que se escapa a nuestra indignación y que repugna a nuestra delicadeza, frase que no borramos por no encontrar otra más gráfica para lo que queremos expresar».


(1877: 144-145)                


Este tono insumiso que no se retracta a la hora de tocar temas absolutamente tabú para la sociedad decimonónica -en este caso la visión de la mujer como objeto sexual del hombre- caracterizó toda la producción ensayística de esta escritora cuya voz airada descuella en el cambio de siglo, atreviéndose a disputar con el hombre al tiempo que intenta demostrar la agencia femenina en la historia arrojando luz sobre las acciones del sexo.


La Cantora de la Mujer

El ensayo de Gimeno de Flaquer La mujer juzgada por una mujer fue publicado en 1882 y alcanzó nueve ediciones (Simón Palmer, 1991: 363). Sus «Dos palabras» escritas a modo de prefacio y dirigidas explícitamente a un público lector femenino constituyen un buen ejemplo de la forma en que la autora vincula el género con su voz autorial para hablar como mujer a favor de su sexo representándolo y juzgándolo «desde dentro» frente a la imagen tergiversada que ha venido ofreciendo la cultura patriarcal. Para esta escritora la mujer es su lectora ideal y su «heroína» y sus palabras se dirigen directamente a ella por considerar que «una mujer observadora es más apta para juzgar a la mujer, que un hombre de gran talento. Nunca nos juzgan los hombres con serenidad» (1887: 7) y en sus ensayos trata de poner en evidencia esa parcialidad. La ensayista considera que ella es la persona idónea para representar al sexo de una manera veraz desde la posición de una igual que comparte su experiencia y por ello dedica su producción ensayística a rebatir el discurso histórico que la representa erróneamente ofreciendo bosquejos deformes:

«Me creo autorizada a decir estas verdades a la mujer, porque he consagrado un libro de más de doscientas páginas a enaltecerla, a la reivindicación de sus derechos, a contestar a las impugnaciones que se le han dirigido, cuando éstas han sido injustas».


(1997: 132)                


En La mujer española la autora incluye dos llamativos apéndices, un «Catálogo de las escritoras y artistas más reputadas españolas y extranjeras» que recoge casi trescientos nombres (la inmensa mayoría hijas del siglo XIX) y un apéndice de veintiséis páginas de aforismos y citas que lleva por título «Pensamientos de hombres eminentes en pro de la mujer». Su intención era ilustrar el debate entre detractores y aduladores de la mujer insistiendo en el derecho de ésta a representarse a sí misma frente a lo que han dicho sobre ella los hombres que, divididos en dos bandos como ginecómanos o misóginos (1899: 203), se demostraban incapaces de comprender su naturaleza, dejando un considerable espacio en blanco donde se podía inscribir a la inmensa mayoría de las mujeres:

«Como si la mujer fuera de naturaleza enigmática, incomprensible, los pueblos antiguos vacilan entre su menosprecio y glorificación, entre el vilipendio y la apoteosis. No aciertan a explicarse si es sirena peligrosa o genio del bien, la rebajan hasta la vil condición de esclava y le confieren la muy alta misión de profetisa, la denominan inferior y la declaran musa inspiradora».


(1907a: 7)                


En este sentido la ausencia de una visión ecuánime constituía una de las causas de la invisibilidad histórica del sexo, una situación que Gimeno trató de solventar con sus numerosas galerías de mujeres que recuperan a esas protagonistas de la historia al tiempo que declaraba abiertamente su pretensión de ofrecer una visión objetiva: «para definiros debo ser imparcial: si no lo fuera, mis opiniones no tendrían fuerza» (1887: 7). Gimeno expone la imposibilidad de capturar la esencia femenina a través de la lente patriarcal y subraya que la mujer ha constituido un enigma para los hombres4 que han tratado de describirla y analizarla sin éxito, escarneciéndola con epigramas o elevándola a un estatus casi sobrenatural sin conseguir nunca llevar a cabo una descripción objetiva:

«El corazón de la mujer es para el hombre un jeroglífico indescifrable, un insondable arcano, un enigma de problemática solución [...]. Los escritores de todas las épocas, los filósofos antiguos y modernos han pretendido describirla; mas al retratar su fisonomía moral, han pintado una ridícula caricatura que no ha tenido semejanza alguna con el original [...]. Porque la mujer se escapa a la investigadora mirada del observador, al minucioso examen del sabio y al escrutador escalpelo del filósofo. No digáis nunca que la conocéis, si no queréis exponeros a llevar un mentís terrible».


(1887: 150-151, mi énfasis)                


Gimeno justifica su papel como estudiosa y defensora de la mujer basándose en la idea de que el pudor impide al sexo mostrarse abiertamente a los ojos de un hombre y utiliza para ello la metáfora del escalpelo quirúrgico que ha sido analizada con enorme lucidez por Bieder en su estudio sobre la complicada integración de la autora al modelo realista. En La mujer española se interpreta el bisturí como destructor, vinculándolo al frío análisis científico ya que «descompone el cuerpo de la luciérnaga, reduce la bella mariposa a mísero esqueleto» (1877: 117), quehacer opuesto al del poeta que reproduce e imita la vida plasmando el batir de las alas y los colores de esa mariposa en pleno vuelo. Esa fuerza creativa del poeta se asocia con lo femenino puesto que «el poeta y la mujer se asimilan en su fisonomía moral» (1877: 109) y esto capacita a la mujer para ser una perfecta fotógrafa de la creación. Bieder sugiere que el bisturí destruye y el lápiz crea (1992: 210) y, en este sentido, Gimeno propone que la mujer utiliza una mirada y un lenguaje propios de forma que cuando analiza a sus congéneres es capaz de capturar detalles que escaparían al ojo masculino porque ambos miran a la mujer desde posiciones radicalmente opuestas: una mirada analítica y escrutadora característica del hombre, ante la cual ella se repliega y esconde sus secretos por pudor, y una mirada delicada de una mujer hacia otra que justifica su convicción de que sólo ella puede cantar las excelencias de su propio sexo y llegar a conocerlo porque éste se resiste el análisis y se oculta «si pretende estudiarla una mirada masculina» (1887: 164). Esta cita sugiere que ambos sexos articulan una mirada diferente sobre las cosas, una «mirada clínica» masculina desvinculada del objeto y que opera de una forma similar a la manera en que el médico explora el cuerpo y los síntomas de un paciente (Foucault, 1973: 107-108) y una mirada más fluida, delicada y sutil procedente de otra mujer que realizará su retrato de forma más eficiente y será capaz de narrar su experiencia de otra forma. Según esto, la mirada está fuertemente marcada por el género sexual, tal y como ha subrayado Berger: «Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se contemplan a sí mismas mientras son admiradas [...]. El que inspecciona a la mujer es siempre un hombre» (1988: 47). Gimeno establece además que la distinta percepción de ambos sexos genera interpretaciones diferentes de la realidad ya que «el hombre sintetiza las cosas, la mujer las detalla; a la mirada del hombre se escapan muchos perfiles que la mujer distingue claramente» (1887: 62) porque los procesos cognitivos también difieren ya que la mujer llega con el instinto y la perspicacia a las mismas conclusiones que el hombre con la razón (1908)5. Esta percepción singular que Gimeno atribuye a la mujer está directamente vinculada con una mirada distintiva6 que le permite crear obras grandiosas que poseen atributos diferentes a las masculinas, primando el principio de armonía sobre la simetría perfecta con el fin de provocar una reacción estética que se vincula con el «verdadero genio», mientras que el academicismo masculino se identifica con el dominio de la geometría y la técnica:

«No os hablamos de una simetría perfecta, que resultaría dura, fría y monótona, sino de una unidad de armonía, envuelta en el esplendor de sensibilidad, que irradian los destellos del verdadero genio [...]. La mujer tiene idoneidad para obras grandiosas: nos referimos a la grandiosidad estética que depende de las relaciones ópticas, que hieren los sentidos y el espíritu, pues la grandiosidad geométrica supone muy poco».


(1877: 65)                


A través de esa visión esencialista de la mujer basada en la idea de la diferencia Gimeno sugiere que la peculiar forma de mirar femenina le proporciona las herramientas para representar la especificidad de su sexo, convirtiéndola en la intérprete por excelencia de la experiencia de sus semejantes, la única persona capaz de acceder a su intimidad y conocer sus misterios:

«Yo me propongo levantar una punta del misterioso cendal en que se envuelve la mujer mexicana; yo intentaré traspasar los muros alzados por su modestia; yo cantaré sus virtudes, no con trompetas y clarines, no con brioso acento, no con vigor viril, pues ella no toleraría tan estridentes sones: cantaré sus méritos con suaves notas de cítara femenina».


(1887: 165)                


Esta cita recurre a la imagen musical de la suavidad de la cítara frente al ímpetu del clarín y la trompeta que transmiten poderosas connotaciones de batalla y conquista y hace referencia al estado subalterno de la mujer cuyos méritos sólo pueden ser reconocidos y cantados por aquella que entiende su pudor y no hará revelaciones indiscretas que pudieran comprometer a sus compañeras. Gimeno declara poseer un conocimiento profundo de los engaños sutiles que la mujer ha fabricado para defenderse y que constituyen una forma de escudo frente a la tiranía misógina. Pero esta misma idea evidencia que también en su representación existe parcialidad y favoritismo pues siente que debe proteger al sexo de las asechanzas de los hombres por lo que elude revelar cuáles son las armas de la mujer. La utilización de símbolos bélicos muestra una visión crítica de la cultura patriarcal que pone todo tipo de obstáculos e impedimentos al desarrollo de la mujer: «alza ante su paso lazos infames, abre abismos y cloacas inmundas, y luego, en vez de tenderle una mano cuando ella implora caridad, le arroja despiadadamente guijarros al rostro» (1877: 120). Ese recelo hacia los hombres impide a la autora adherirse plenamente a su propósito de neutralidad precisamente porque su profunda vocación como defensora de la mujer la obliga a adoptar una posición más defensiva que ecuánime: «¡Mujeres, protejámonos y cubramos nuestras imperfecciones con el manto de la benevolencia y la caridad!» (1877: 227). Semejante actitud explica que Cansinos Assens la considerara una figura señera de la «apologética feminista» (1925: 272) dada la convicción de la autora de que las mujeres debían defenderse entre sí porque el sometimiento se veía agravado por la inexistencia de una solidaridad femenina. Gimeno consideraba que la amistad femenina sólo sería posible cuando éstas se educaran:

«La mujer de los feministas es culta, y la cultura despoja de toda puerilidad o necia preocupación. Cuanto más se eleve la mujer, más benigna será para su sexo [...] y podrá ser leal amiga de otra mujer».


(1900: 200)                


La mujer feminista sería la encarnación de esos ideales y esto permite a la autora presentarse como paladín por excelencia de su sexo al que dirige su voz amiga en calidad de mujer intelectual, feminista y culta:

«Las mujeres debiéramos aliarnos en vez de hacernos la guerra, y seríamos más fuertes contra el enemigo común. Nos herimos delante de ellos; las armas que usamos en tal combate son nuestras pequeñas pasiones [...]. ¿Por qué nos hemos de querer mal? Unámonos, que la unión es la fuerza. Nosotras tenemos secretos que estamos interesadas en guardar, porque convienen a nuestros propios planes».


(1899: 202-203)                


En La mujer española aparece la sugerente imagen del hijo varón que se rebela contra su madre después de que ella le ha otorgado vida y palabra, utilizando el lenguaje que acaba de enseñarle para injuriarla (1877: 35). Esta idea de un aprendizaje de la palabra a través de la mujer, representada como educadora y «maestra del género humano» (1899: 18) se transforma aquí en la historia de una traición: la de los hijos hacia sus madres al despreciar al sexo que les ha dado la vida y enseñado la lengua materna7. De esta forma Gimeno acusa a los impugnadores de la mujer no sólo de perfidia sino también de cobardía por considerar que el hombre le niega el derecho a acceder a la cultura y la educación porque tiene miedo de que se le dispute «la hoja de laurel para nuestras frentes» (1877: 43). Gimeno expone que ese recelo sería la causa de que el hombre haya monopolizado el acceso a la cultura y el saber, cerrándole a las mujeres todas las puertas y negándoles su papel en la historia por temor a que pueda convertirse en una rival para la trayectoria masculina. Este sentimiento de amenaza se ilustra con otro símbolo infantil que refuerza la visión del hombre como «niño» que no puede resolver sus emociones ambivalentes ante una madre universal y poderosa: «Yo pienso que muchos, al referirse a la mujer, les ocurre lo que a los niños cuando se ven solos: cantan de miedo» (1900: 95). En La mujer juzgada por la mujer se proclamaba esa aprensión conminando al hombre a utilizar su poder de forma adecuada y cuestionando su capacidad de mando dado que la distinción entre sexo débil y sexo fuerte estaba cambiando de signo y los papeles de género se hallaban en proceso de negociación:

«Hombres, no os disputamos el cetro; pero advertid que si no lo empuñáis bien, nos veremos obligadas a tomarlo para que no se os caiga de las manos. Ya no es exacto el calificativo de fuerte, aplicado al sexo masculino, ni el de débil al femenino, porque a medida que los hombres se han hecho débiles, las mujeres se han hecho fuertes. Los hombres de hoy son varones-hembras: observad que no hay exageración en este aserto [...]. Cuando veo a los hombres reclinados muellemente sobre los almohadones de raso, y enervados en el más voluptuoso sibaritismo, pienso con dolor que desaparece el sexo fuerte [...]. La degeneración de la raza masculina no es solamente física, también es moral».


(1887: 76, mi énfasis)                


Esta reflexión sobre el papel de la mujer fuerte e influyente, la madre dadora del lenguaje o el «eterno femenino» (1907a: 7) se vincula también con el elogio del potencial creativo de la mujer subrayado por Gimeno en numerosos ensayos que destacan su capacidad como hacedora de vida, palabra y belleza: «La mujer ama lo bello, y no lo destruye, cual el hombre, con el cuchillo anatómico» (1877: 65). Esta idea choca con la visión prevalente del varón como demiurgo propuesta por la mayoría de sus colegas masculinos que estaban convencidos de la centralidad del hombre en la creación y lo consideraban el sujeto innovador por excelencia mientras que la mujer era vista como una fuerza pasiva (musa y objeto en vez de sujeto), una especie de útero universal, sin capacidad creativa autónoma, asociado a posiciones retrógradas, como exponía Clarín:

«El macho es reformista, innovador, las variaciones en la especie se le deben a él. La hembra es más misoneísta [...] tiende a conservar, el macho a renovar, a inventar y a ensayar».


(González Molina, 1987: 491-492)                


Esta visión del poder agente del macho creador estaba firmemente asentada y procedía ya del mundo clásico pues Aristóteles definía el cuerpo materno como «una suerte de taller o de receptáculo que sólo alberga y nutre al embrión, una sustancia inerte a la espera de ser activada» (Adrián Escudero, 2004: 281). La implantación del pensamiento positivista a finales del XIX no supuso un rechazo de estas ideas sino que las reforzó convirtiendo la biología en destino (Aresti Esteban, 2000: 378). Gimeno, en cambio, toma distancia con respecto a esos motivos de pasividad e inercia y acumula imágenes que enfatizan el poder creativo y el genio de la mujer como generadora de vida, palabra y conocimiento, cuestionando su supuesta apatía fisiológica para privilegiar su función creadora. En la conferencia «Iniciativas de la mujer en higiene moral social» la ensayista refuta la extendida creencia en una paternidad exclusivamente masculina, un mito que seguía circulando a pesar de los avances científicos. Karl Ernst von Baer había descubierto el óvulo en los mamíferos en 1827, pero a lo largo del XIX se debatió ampliamente en círculos médicos y científicos cuál era la verdadera naturaleza y función de éste (Tubert, 1999: 73) y, en muchos casos, se sostenía que estaba formado principalmente de componentes nutritivos. En sus artículos «Psicología del sexo» (1894) Clarín expone que el hombre y la mujer hacen idéntica aportación al embrión que recibe «una porción matemáticamente igual de sustancia del padre y de sustancia de la madre» (González Molina, 1987: 489), pero esa igualdad embriológica originaria quedaba parcialmente inhabilitada como consecuencia de una definición de las células en términos de diferencia sexual que destacan la función nutricia de una célula femenina pasiva frente a la actividad celular masculina. Este sugerente planteamiento fue utilizado en la controversia sobre la educación y la emancipación femenina porque permitía resaltar la diferencia entre los sexos transformando lo fisiológico en marca psíquica indeleble, tal y como subrayaba el antifeminista González Serrano en una carta a Adolfo Posada: «No lo dude usted: el calor del ovario enfría el cerebro» (1897: 383). La conferencia de Gimeno en marzo de 1908 «Iniciativas de la mujer en higiene moral social» resulta provocativa porque tocaba estos temas controvertidos ya que en el imaginario cultural perduraba la idea de que lo masculino tenía una función más relevante en la procreación. La ensayista no duda en refutar la teoría aristotélica revisando el mito del parricidio perpetrado por parte de Orestes en la figura de su madre Clitemnestra, asesinato del que fue absuelto por no considerar que hubiera parricidio: «la madre no crea al hijo, ya que el claustro materno no es más que un receptáculo inerte» (1908: 12). Y esta teoría remite a los versos de la tragedia clásica Las Euménides:

«No es la que llaman madre la que engendra al hijo, sino que es sólo la nodriza del embrión recién sembrado. Engendra el que fecunda, mientras que ella sólo conserva el brote».


(Esquilo, 1986: 523)                


Frente a esta creencia basada en el mito del cuerpo materno como mero receptáculo de la semilla creadora masculina Gimeno opone el discurso científico moderno de la embriología para afianzar la idea de que son tan necesarios el óvulo como el espermatozoide, pero, además, subraya que es la madre quien gesta al hijo en su seno y, por tanto, reivindica una superior influencia maternal en la generación de la prole:

«Respecto a que solo el padre sea creador, se carece de datos indiscutibles, modernas teorías científicas están destruyendo arraigadas convicciones y en este asunto todavía no ha dicho la ciencia su última palabra. Estudios embriogénicos llevados a cabo en el Laboratorio de Zoología Marítima de Nápoles han descubierto que la célula que aporta el macho a la generación tiene la misma importancia que la célula de la hembra. Es lógico que en la morfología del ser humano ejerza más influencia la madre».


(1908: 12)                


Gimeno maneja hábilmente la argumentación científica para desacreditar las teorías misóginas basadas en el principio de la pasividad fisiológica oponiendo unos postulados que subrayan el valor de lo «científico» y «moderno» con el fin de sostener la tesis de que ambos sexos poseen idéntico potencial creador a nivel genético pero, además, se propone que la mujer influye activamente en la morfología del ser en tanto que lo gesta en su vientre, lo nutre y ejerce una tarea de «lactancia moral» (Monlau, 1858: 416). Frente a la visión de la mujer como ser pasivo incapaz de creación autónoma Gimeno destaca el ejercicio trascendental de la madre como formadora de la familia, de la patria y del alma masculina, tal y como expone en su llamativo recuento de la maternidad en la obra Madres de hombres célebres donde se refuerza el protagonismo materno que logra dar vida y forjar conciencia, crear subjetividad e inspirar la trayectoria de hombres y mujeres:

«[...] me propongo demostrar en este libro que las ideas y costumbres de la madre influyen en el carácter, en los sentimientos, en la educación de los hijos, en sus apreciaciones políticas y religiosas, y hasta en el género artístico o literario que cultivan».


(1885: 15)                


Este planteamiento es muy sofisticado pues retoma la figura central de la madre para definir una fuerza vital creativa femenina identificada no sólo con la reproducción de la especie y la constitución de la familia sino con la conformación del estado (a nivel político) y con la forma literaria (a nivel intelectual) de forma que la mujer moderna puede afirmar que su poder es «más fuerte que el estado» (1885: 16) y, además, propone que el estilo literario procede de la madre en tanto que ella forja la inteligencia, alimenta el espíritu e instila subjetividad: «Se ha dicho que el estilo es el hombre, yo me permitiría decir, ahondando más en tal pensamiento que "el estilo es la madre", porque el estilo de cada autor refleja la fisionomía moral de la que le dio el ser» (1885: 15). La frase alude a la conocida cita del naturalista francés Buffon (1707-1788) «le style c'est l'homme même» (1872: 24) quien, dirigiéndose al público conservador de la Academia Francesa, se refería al hecho de escribir como un «hombre de bien» (en el sentido ilustrado del término) primando la racionalidad y el conocimiento (Saisselin, 1958: 357), pero Gimeno le da la vuelta al argumento para lanzar la arriesgada propuesta de que el estilo literario no se define en función de lo masculino sino de una fuerza primaria femenina que deja su impronta en las creaciones de los hombres, una especie de soplo demiúrgico maternal que coloca a la mujer en una posición privilegiada como creadora de conciencia. Según esto existe una «fuerza pasiva engendradora» de naturaleza femenina (1900: 264), cuya complejidad se materializa en el notable oxímoron de esa expresión que alude al mismo tiempo a la pasividad y la creación, identificando esa fuerza indefinible con el eterno femenino que posee un valor de principio engendrador absoluto:

«El eterno femenino, símbolo sintético de atracción e influencia, elemento moral moderador del poder dinámico, encarnación de una fuerza pasiva engendradora de todas las actividades, es, como principio, a la vez que mítico real».


(Ibidem)                


Esta reflexión sobre la misión de la mujer en la sociedad aparece obsesivamente en casi todos los textos de Gimeno donde se cuestiona de manera explícita el discurso de las esferas separadas y la insistencia en confinar a la mujer en el hogar, empeño que se asocia con la idea de esclavitud y restricción: «¡No encerréis a la mujer en un estrecho círculo de hierro! ¡No le impongáis su misión, que se la imponga ella espontáneamente!» (1877: 59). Esta idea de que la mujer debe imponerse su misión es significativa porque alude a toda una serie de discursos prescriptivos que relegan al sexo al ámbito doméstico cerrando su conexión con el mundo y, en este sentido, en el artículo «La misión de la mujer» la escritora planteaba una actitud conciliadora al considerar el hogar como un espacio lleno de ramificaciones, lo que venía a negar que pudiera existir una separación radical entre lo público-masculino y lo privado-femenino:

«La misión de la mujer radica en el hogar, es cierto, pero en él puede tener mil ramificaciones esa misión, sin que sean incompatibles con los deberes de la familia».


(1883: 35)                


En los Evangelios, en cambio, se produce una ruptura absoluta con los aspectos opresivos del modelo doméstico al proclamar que «la misión de la mujer es aquella hacia la que se siente inclinada» (1900: 65) lo que implica que cada mujer tiene una misión distinta, tratando de impedir que los prejuicios en torno al sexo en general se convirtieran en obstáculos para las mujeres como individuos al ser percibidas como un grupo homogéneo. Es preciso subrayar, no obstante, que las novelas de Gimeno exhiben un discurso que difiere del compromiso feminista planteado en los ensayos (Bieder, 1990) y las heroínas de estas obras renuncian al amor o al deseo cuando se ven forzadas a elegir entre lo que quieren y lo que deben hacer, como le sucede a Luisa, protagonista de Una Eva moderna que huye de la tentación de adulterio y permanece con el esposo sin amarlo para seguir encargándose de la educación de su hija. Esa sumisión a los valores de la tradición, el honor y la rectitud moral muestra la difícil posición de Gimeno que aplica la teoría feminista en sus ensayos al tiempo que expone la vivencia práctica en sus novelas reflejando una dinámica compleja que no ofrece resolución. La ensayista exigirá que se abra «plaza a la mujer» y que no se le imponga una misión porque ella misma sabrá hacerlo pero esa responsabilidad supone acatar la autoridad patriarcal que sus mismos escritos resisten. Por eso mismo las protagonistas de sus novelas se muestran capaces de asumir sus obligaciones y llevar a cabo su «misión» vital -como hace Luisa- pero deben pagar el precio y demostrar su «heroísmo del corazón»8 que implica renunciar al deseo privilegiando ideales de sacrificio sobre cualquier búsqueda de realización personal. La voz feminista inscrita en los ensayos de Gimeno exige que no se obligue a la mujer a llevar a cabo una misión prefijada, pero cuando personajes como Victorina o Luisa se la asignan a sí mismas ponen de manifiesto que siguen insertas dentro del mismo sistema opresivo y, aunque actúen de forma autónoma, lo hacen respondiendo a lo que la sociedad espera de ellas. Esta alternancia de discursos ilustra muy bien el desequilibrio existente entre los pequeños avances del feminismo a nivel teórico, político y de derechos y la dificultad para que la sociedad finisecular absorbiera y aceptara esos cambios. En este sentido la querella constante de Gimeno contra los hombres contrasta con la sumisión de estos personajes novelescos que acatan ideales de abnegación y sufrimiento como única forma posible de goce y trascendencia, temática que ilustra a la perfección el masoquismo presente en muchos textos escritos por mujeres en este período y que ha sido interpretado por Charnon-Deustch como una especie de conciencia colectiva femenina que trata de negociar con la experiencia de la opresión (1994: 11).




Un feminismo conservador y cristiano

En 1900 Gimeno publica los Evangelios de la mujer, un ambicioso ensayo feminista que consta de tres partes: la primera está dedicada a demostrar la igualdad moral e intelectual de los sexos, la segunda analiza el movimiento feminista, sus conquistas y su fortuna en diferentes naciones europeas y en América Latina y el último apartado reitera el tema de la necesidad de la educación e instrucción femeninas. En la segunda parte se ofrece un documentado estudio y análisis del movimiento feminista decimonónico y en esa coyuntura Gimeno exhibe una ideología que ella define como feminismo moderado o feminismo conservador caracterizado por una actitud pacífica que concuerda mucho con el ideal antirrevolucionario que había expuesto Concepción Arenal unas décadas antes. Gimeno aboga aquí por la emancipación parcial de la mujer que atiende al ámbito intelectual y económico pero todavía no pide derechos políticos. Uno de los caballos de batalla que genera la distinción entre el feminismo conservador y el radical gira precisamente en torno al sufragio femenino que Gimeno considera en principio una demanda propia del movimiento más extremista. En su libro de etiqueta En el salón y en el tocador planteó una visión antisufragio que luego modificó sensiblemente:

«La mujer española debe la consideración que inspira a que es muy mujer, el día en que pidiera derecho electoral [...] el día en que se masculinizara, perdería todos sus encantos, y con ellos, todas las adoraciones del sexo dominador, al que sabemos vencer con una sonrisa».


(1899: 296)                


Otros planteamientos posteriores son muy distintos como se hace patente en su última novela Una Eva moderna (1909) y en el ensayo «Iniciativas de la mujer en higiene moral social» (1908). Hacia 1900 Gimeno se veía a sí misma todavía como una feminista templada y definía sus ideales centrándose en el derecho a la educación, el trabajo y las profesiones, la independencia económica y la protección laboral:

«El feminismo moderado o conservador no es, como el radical, partidario de las soluciones violentas, no desquicia ni descoyunta, no es demoledor ni alza barricadas; es, como ha dicho un feminista, una revolución sin R. Las exageraciones y excentricidades de algunos desprestigian la nueva doctrina [...]. He aquí los ideales del feminismo moderado:

  1. Evitar todo obstáculo a las manifestaciones de las facultades intelectuales de la mujer.
  2. Educar esas facultades para que puedan utilizarse, teniendo en cuenta que las mentales, como las musculares, se atrofian si no se ejercitan.
  3. Darle trabajo bien remunerado que la defienda de toda inmoralidad.
  4. Concederle la libre disposición del capital adquirido con su trabajo, por dote o herencia.
  5. Favorecer al sexo femenino en los talleres y fábricas, teniendo en cuenta que la mujer está más condenada por la naturaleza al dolor físico que el hombre.
  6. Destruir la trata de blancas, tan punible como lo fue en otros tiempos la trata de negros.
  7. Permitirle el derecho a ejercer las profesiones y cargos dignos de sus aptitudes, muy especialmente la medicina, para curar las enfermedades de las mujeres y las de los niños».

(1900: 117-119)                


Esta teorización no resulta excesivamente novedosa aunque es preciso destacar que la autora maneja con soltura temas y términos que en la España del momento poseían una enorme carga negativa. En sus Evangelios denuncia el misoneísmo que lleva al rechazo del feminismo, una palabra que despertaba recelo por lo novedoso del término y el ideal implícitos, hasta el punto de que en 1908 Gimeno todavía se sentía obligada a aclarar que el vocablo no implica ni la guerra de los sexos ni la masculinización de la mujer, estableciendo que se trata únicamente de un movimiento social vinculado al progreso humano:

«[...] el feminismo, equivalencia natural e igualdad social de los dos factores del género humano, es un efecto del progreso indefinido, que no es guerra al hombre, liga de odio, ni masculinización».


(1908: 21)                


Esta referencia a la mujer masculina responde al empeño de la escritora en destacar el «aroma femenil» de la mujer feminista frente a la monstruosidad del «ser insexuado» (ibidem), aspecto que se pone también de manifiesto en su definición del feminismo conservador como feminismo femenino frente al feminismo masculino (en el sentido de «radical») que, a decir de la ensayista, «no se aclimata en nuestra raza» (1904: 241) lo que supone una alusión directa a la especificidad de un feminismo latino frente al feminismo anglosajón (Bianchi, 2007: 104). Estas ideas toman cuerpo en su última novela Una Eva moderna donde a través del diálogo entre la pareja protagonista Luisa y Carlos, cuyas opiniones son favorables a la causa de la mujer, se critica la rebeldía y el activismo de las sufragistas inglesas que en aquellos años protagonizaron altercados del orden público9:

«-Procurad que no ocurra aquí lo que cuentan los periódicos de las sufragistas inglesas.

-Aquello fue espantoso. Nos ha hecho retroceder en la opinión. La violencia no es buena para nada. Hay que ir lentamente a las reformas. Para que se acepten los nuevos ideales deben rodearse de respeto.

-Se pusieron muy en ridículo aquellas mujeres en Londres.

-Eso es lo grave: chillaron como furias, parecían euménides [...]. Eso no es feminismo, es histerismo».


(1909: 7)                


La postura de Gimeno, tal y como refleja la novela, supone que ese feminismo inglés vinculado al escándalo, la protesta pública y la insumisión podía «desacreditar la más sacrosanta de las causas» (ibidem) y lo consideraba una imprudencia porque reforzaba imágenes asociadas a la mujer histérica decimonónica y a la furia desmelenada mitológica que constituían representaciones de lo femenino interpretado como encarnación de fuerzas irracionales. Si en la literatura finisecular los términos «histeria» y «femenino» se habían vuelto intercambiables por identificarse con la emotividad del sexo (Showalter, 1985: 129) lo cierto es que la histeria también podía convertirse en arma arrojadiza y por eso la protesta histérica de las sufragistas es susceptible de interpretarse como «una forma genuina de resistencia al orden patriarcal» (Showalter, 1985: 161). Gimeno decide tomar distancia con respecto a esa imagen de la sufragista histérica porque la relaciona con ciertos ademanes ajenos al modelo de mujer intelectual, polifacética y mentalmente equilibrada que ella proponía y que se caracterizaba por una «existencia psíquica halagüeña» (1904: 252). Con estas críticas la ensayista desvinculaba su proyecto del británico o norteamericano, distanciándose de la controversia suscitada por la acción política directa de las suffragettes10 en las calles que se agudiza a partir de 1905, momento en que empiezan a utilizar tácticas más violentas para llamar la atención del público como el intento de tomar la Casa de los Comunes en 1908, que es probablemente el episodio de «histerismo» que están comentando Luisa y Carlos en la novela. Las declaraciones de los protagonistas de Una Eva moderna poseen un notable interés porque la escritora se distancia del activismo y la visibilidad de las suffragettes al considerar -como hacía la prensa del momento11- que esta rebeldía era contraproducente y creaba antipatía hacia la causa. Los «excesos» de las sufragistas se interpretaban como muestra de irracionalidad e inmadurez y era un argumento al que los misóginos le podían dar fácilmente la vuelta utilizándolo para demostrar que las mujeres eran «naturalmente» exaltadas y por eso mismo estaban incapacitadas para ejercer el voto. Si Emmeline Pankhurst manifestaba en 1911 que romper cristales era el mejor argumento que se podía esgrimir en la política moderna lo cierto es que otras compatriotas que eran sufragistas moderadas valoraban la visibilidad conseguida mediante ese activismo directo. Gimeno, en cambio, transformó su visión inicialmente positiva del feminismo anglosajón en el momento en que éste se radicalizó. Es preciso recordar que en los Evangelios y en La mujer intelectual se valoraba intensamente la trayectoria de las feministas angloamericanas por considerar que la semilla del movimiento había fructificado en Inglaterra y Norteamérica y sus ciudadanas eran la encarnación de la mujer moderna:

«Hay que buscar el génesis del feminismo en la raza angloamericana. Cábele la gloria de haber trabajado con gran actividad y perseverancia por la causa de la mujer. Desde mitad de siglo no ha cedido un instante en sus propósitos, marchando siempre a la vanguardia de la moderna cruzada [...]. Las mujeres de esas naciones son más prácticas que nosotras; no viven del hoy, viven del mañana».


(1900: 135-142)                


Unos pocos años más tarde Gimeno reconsideró su postura al hilo de los acontecimientos porque la escritora no simpatizaba con los excesos de las suffragettes y sentía que ese giro de tendencia radical suponía un peligro para una causa por la que ella había abogado portando el estandarte de la moderación y por eso mismo rechazó los nuevos derroteros que estaba tomando el sufragismo. Semejante cambio de actitud no sólo estaba motivado por los sucesos en Londres ya que en España también se había producido un acontecimiento político relevante: la petición de una enmienda que permitiera el voto administrativo para las mujeres que cumplieran los requisitos de estar emancipadas y no sujetas a autoridad marital12. A pesar de que la enmienda no fue aprobada lo cierto es que el fenómeno tuvo una notable repercusión y Gimeno aludió explícitamente a esos sucesos políticos en la conferencia «Iniciativas de la mujer en higiene moral social» dedicada precisamente: «A los señores senadores y diputados que han pedido en las Cámaras la concesión del voto administrativo para la mujer», para luego retomar el tema de forma ficcional en Una Eva moderna13. Lo llamativo del caso es que esta anécdota política genera una doble respuesta en Gimeno: por un lado ella misma se vuelve en este momento favorable al voto femenino porque sólo así se conseguirá «llevar a las Cámaras defensores de nuestros intereses» (1909: 7) y por otro rechaza el modelo del feminismo anglosajón que hasta entonces le había parecido una inspiración positiva y lo hace por considerar que se acerca peligrosamente al feminismo entendido más como «revolución» que como «evolución» con todos los riesgos implícitos en un proyecto insurgente que ella había rechazado siempre. De hecho, el tono de la dedicatoria de su ensayo «Influencia» y la dinámica de la relación entre Luisa y Carlos en Una Eva moderna vienen a destacar que la mujer en vez de luchar directamente debe apoyarse en paladines políticos masculinos que logren cambiar las leyes, es decir, debe ser liberada por los hombres que simpatizan ideológicamente con la causa aunque para ello se vean inspirados por las mujeres que abrazan el ideal del feminismo moderado. En 1899 Gimeno consideraba que era más práctico incitar a los hombres a llevar a cabo la tarea en nombre de las mujeres «haciendo uso de la indiscutible influencia que sobre ellos ejercemos» (1899: 205).

A pesar del fuerte compromiso ideológico de los Evangelios la autora no pidió en 1100 ni el voto ni los puestos políticos para las mujeres sino su «emancipación intelectual y económica» (1900: 191-192), pero a partir de los debates políticos de 1907 Gimeno empezará a considerar que la situación es injuriosa para el sexo y defenderá el sufragio femenino descartando el temor de muchos progresistas a concedérselo por miedo a que su voto fuera reaccionario14. Con este cambio de actitud Gimeno se convierte en la única intelectual española de su generación que se atrevió a pedir el sufragio femenino15.

«Pienso que la mujer tiene derecho al voto, porque paga a la patria con la maternidad el impuesto de sangre, y con la contribución el impuesto económico. Existe el temor de que la española vota a los reaccionarios. No lo creáis, ella anhela llevar al Congreso defensores de sus intereses, que reformen las leyes que tanto la perjudican, y sabe muy bien que los hombres regresivos, fosilizados, no son los que reforman los Códigos».


(1908: 22)                


Frente a la visión negativa de las enardecidas sufragistas inglesas Gimeno propone en su ensayo Mujeres de raza latina el «feminismo femenino» de la mujer francesa, aprovechando así el potencial simbólico del país vecino que tenía una arraigada tradición feminista. Después de rechazar los excesos de las feministas angloamericanas, Gimeno elige a la mujer francesa y su feminismo histórico como modelos a seguir por considerarla «la mujer de raza latina que más ha luchado por la dignificación de su sexo» (1904: 293) y ese modelo de feminista femenina alejaba toda sospecha de androginia eliminando cualquier acusación de transgredir las fronteras sexuales y los códigos de género en un contexto sumamente hostil como muestra el hecho de que Pascual Santacruz en la Revista Ilustrada lo denominara con la provocativa expresión de «siglo de los marimachos» (1907: 79), ilustrando así los recelos que despertaba la idea de la mujer asexuada o masculinizada vista como una amenaza vinculada a la aberración, la esterilidad y la homosexualidad (Mangini, 2001: 101):

«¡Lejos de mí las librepensadoras que se burlan del sentimiento religioso, de Dios y del Estado, y llaman tirano al hombre porque no supieron hacerse amar de él! ¡Lejos de mí las contrahechas, los viragos, los marimachos de alquiler! Venga a mí la hembra dulce y piadosa que cree con intrépida ceguera en el cielo y en su marido».


(Santacruz, 1907: 82)                


Si el modelo del feminismo radical fue identificado por muchos con la «machorra» que violaba todas las expectativas de género, el feminismo propuesto por Gimeno rechaza abiertamente la solución «nórdica» adoptada por Nora, la protagonista de Ibsen que abandona el hogar al final de la obra Casa de muñecas (1879) y abraza en cambio modelos propuestos desde la literatura ibérica como los que aparecen en Electra (1905) de Galdós o la comedia de Benavente Rosas de otoño donde «el feminismo no derrumba el hogar ni desquicia católicos principios, ni convierte a la mujer en virago o en culta latiniparla» (1908: 21) proponiendo un ideal que busca aplacar los miedos que despierta la feminista al ser percibida como ser disidente y masculinizado por ese proceso reivindicativo. Frente al monstruo foráneo simbolizado por la Nora de Ibsen o las beligerantes suffragettes Gimeno esboza un feminismo autóctono no agresivo asociado a una feminidad española ortodoxa16:

«Convencida está de que su poder radica en su aroma femenil y por nada renunciaría a los encantos femeninos [...] segura se halla de que al masculinizarse cual Tiresias echaría de menos el poético encanto de la perdida femineidad».


(Ibidem)                


El feminismo francés podía funcionar como prototipo para la España de principios del siglo XX donde no existía un verdadero «movimiento» ni proyecto coherente en esa dirección:

«Poca parte ha tomado nuestra nación hasta hoy en el movimiento feminista. No existe en España ninguna agrupación que sostenga su bandera, ningún partido militante, programa alguno oficial».


(1900: 157)                


Frente al radicalismo de las suffragettes inglesas, Gimeno veía a la española encadenada a ideales de abnegación y obediencia y sometida por un código caballeresco que permitía que se le profesara verbalmente «idolátrico entusiasmo» (1900: 158) al tiempo que se la menospreciaba en la vida real. La ensayista se rebela contra esa caballerosidad que interpreta como una estrategia para subyugar a la mujer con la excusa de elevarla simbólicamente, dándole todo tipo de prebendas ficticias para negarle los derechos más básicos, con lo que estaba cuestionando el discurso de la galantería y su capacidad para someter a la mujer. Con ello la escritora condenaba la manipulación a la que se sometía a la española cuando se la instaba a renunciar a los avances para poder seguir conservando los supuestos privilegios que le aportaba la proverbial galantería:

«Se nos dice que, aun cuando las leyes no nos sean favorables, contamos con los sentimientos caballerescos de nuestros hombres; pero no hay que fiarse en tal compensación, porque las ideas caballerescas van desapareciendo y el Código queda».


(1900: 168)                


España se dibuja así como una tierra de la galantería donde la mujer vive sometida sin atreverse a tomar parte del movimiento universal que en otros países va alcanzando logros notables y por eso Gimeno la exhorta a la acción política pacífica considerando que la española debería dirigir peticiones al Parlamento «como lo han hecho sus hermanas de raza latina» (ibidem). Ante ese vacío programático el «feminismo sensato» francés podía convertirse en un buen modelo porque era posible vincularlo con el catolicismo alejando cualquier tipo de temor ante posibles «huracanes anárquicos» (1904: 244) al tiempo que ahuyentaba la sombra del librepensamiento, como ella misma reconocía: «el feminismo de la francesa no es el demoledor feminismo librepensante; es una doctrina que enlaza el progreso a la religión católica» (1904: 242) lo que permitía acortar distancias con los sectores más conservadores entre los que el prejuicio antifeminista estaba muy extendido.




La «raza»: mujer, religión y cultura

Ramos-Escandón ha subrayado que en los ensayos de Gimeno «la cultura femenina en general y las mujeres en particular se convierten en las grandes constructoras de la nacionalidad» (2001: 374) y, en este sentido, su obra Mujeres de raza latina ofrece un retrato costumbrista de las mujeres de las distintas regiones de la Península y de América Latina incluyendo también a la francesa, italiana, rumana, portuguesa o la filipina descendiente de españoles. La autora maneja un criterio de «raza» de carácter estrictamente cultural relacionado con un sustrato común que hace referencia al ámbito románico y al parentesco lingüístico en tanto que esas lenguas nacionales proceden del latín, como ella misma propone al incluir a Rumanía entre las naciones latinas «por su origen romano» (1907a: 171). La «raza» remite también a la controversia finisecular sobre la oposición entre la raza germánica y la raza latina y la especificidad de ambas en relación con su temperamento17. Rafael María Labra en un artículo publicado en la Revista Contemporánea comenta que en el año 1871 tuvo lugar en el Ateneo de Madrid una conferencia que llevó el significativo título de «Caracteres distintivos de las razas latina y germánica. Causas de su oposición histórica. ¿Es de tal manera inherente la idea católica a la raza latina, que la actual decadencia de ésta pueda explicarse por la de aquélla?» (1878: 343)18. Este llamativo título muestra que esa visión de la «raza» está íntimamente vinculada al catolicismo y, de hecho, el feminismo de Gimeno encuentra un albergue propicio bajo el paraguas del pensamiento cristiano que resulta un vehículo capaz de autorizar su proyecto intelectual y darle visibilidad esbozando los caracteres básicos de un «feminismo latino» vinculado a un proyecto moderado, apegado a la familia y el catolicismo y opuesto a las barricadas y los extremismos19.

A finales del XIX tiene lugar en España lo que Lannon denomina un «renacimiento católico» (1987: 81) vinculado a la vitalidad de las congregaciones religiosas que coincide con la Restauración monárquica. Los abundantes esbozos biográficos de las reinas de España ilustran que el análisis histórico de Gimeno se asienta en buena medida sobre los pilares centrales de religión y monarquía asociados a ideales de progreso y civilización para la patria:

«[...] la mujer medieval coadyuvó a la Iglesia en la fundación de las monarquías, transformando los pueblos bárbaros establecidos sobre las ruinas del Imperio romano, cristianizando el poder».


(1907a: 15)                


Ambos ideales -religión y monarquía- aparecen en su argumentación feminista a través de imágenes de poder espiritual femenino (la Virgen María) y de poder mundano y político: las reinas de España que han dejado una huella en la historia.

La estrategia de identificar a la mujer con la maternidad, la familia y el sentimiento religioso resultaba muy rentable y permite caracterizar el feminismo de Gimeno no sólo como un proyecto conservador sino también ostensiblemente cristiano. El mismo título de la obra Evangelios de la mujer implica una amplia gama de connotaciones asociadas al juego de palabras en tanto que se presenta el cristianismo como la religión de la mujer y ambos movimientos (cristianismo y feminismo) se relacionan a su vez con el concepto del «evangelio» entendido como texto prestigioso y doctrinario, estableciendo así paralelos entre la narración de los cuatro evangelistas y el texto de Gimeno que aspira a erigirse en una especie de «biblia feminista». Una breve cita que antecede a este ensayo pone de manifiesto la doble lectura del título:

«¡Evangelios! Hermosa palabra que nos revela verdad, doctrina, buena nueva. Sí, buena nueva para la mujer es la esperanza de que en breve se realizarán los ideales acariciados por tanto tiempo».


(1900: 11)                


El cristianismo y el feminismo se interpretan como narraciones de una doctrina liberadora que ha supuesto una redención para comunidades (cristianos y mujeres) que se han visto marginadas y sometidas, estableciendo un lazo simbólico entre ambas: «esa nueva religión denominada feminismo, en la que se encuentran altruismos cristianos» (1907a: 210). Este vínculo persistente entre el cristianismo y el feminismo tiene como objeto hacer viables sus reivindicaciones en torno a la cuestión femenina al contar con el apoyo del sector católico conservador que podía convertirse en su más duro detractor pero que también podía apoyar enormemente la causa de la mujer. La ensayista avala su «feminismo sensato» proponiendo que Jesucristo había sido precursor de ese mensaje (1900: 107) lo que privilegia una visión del feminismo y el cristianismo como redentores, moralizantes y defensores de una minoría oprimida:

«No podían ser antitéticos el cristianismo y la doctrina feminista. El cristianismo es la religión de los débiles, de los oprimidos, del infortunado, lo mismo que el feminismo.

Esta doctrina se propone redimir del cautiverio social a la mujer, dándole derecho a las profesiones liberales, industriales y científicas, para que la liberten de la miseria [...]. Como el cristianismo, el evangelio feminista es redentor; no quiere a la mujer esclava o cortesana cual lo fue en las sociedades antiguas [...]. El feminismo es moralizador; por eso no es extraño que sea protegido por el clero».


(1900: 128, mi énfasis)                


Se establece así una intensa vinculación de la Iglesia y el cristianismo con la mujer considerando que la primera ha enaltecido y dignificado al sexo (1900: 24) y que el cristianismo la redime y favorece hasta el punto de que «algunos sectarios de otras religiones han apellidado al cristianismo la religión de las mujeres» (1885: 44, mi énfasis). Detrás de estos planteamientos palpitaba la retórica bíblica que subraya que ambos sexos habían sido fabricados a imagen y semejanza de Dios por lo que su alma era idéntica. En el siglo XIX se produce una feminización de la religiosidad que tiene lugar tanto en el mundo católico como en el protestante20 y este proceso obedecía a un «alejamiento progresivo de los hombres con respecto a la Iglesia» (Aresti Esteban, 2000: 387). Esta actitud generaba recelo ante lo que se percibía como un enfriamiento de la fe y una pérdida de espiritualidad que se reflejaba en la relajación de costumbres que debía ser contrarrestada con una fuerza benéfica que forzosamente tenía que ser femenina (Santa Teresa, 1931: 5). Concepción Arenal en La mujer del porvenir había subrayado esta tendencia destacando que la mujer era «la que conserva en el hogar el fuego sagrado de los sentimientos religiosos» (1974d: 145). Esta idea concuerda con la interpretación que ofrece Gimeno del cristianismo como religión basada en el principio de amor al prójimo que la hace especialmente atractiva para las mujeres. Se describe así el cristianismo como una religión humana, dulce, compasiva -rasgos que se identifican también con la mujer- y sin pompa mundana, es decir, es una religión más «espiritual» -valga la redundancia- y por eso ha tenido en el sexo un valedor dado que «las mujeres son espiritualistas» (Gimeno, 1885: 40), lo que ejemplifica la filiación progresiva de la mujer con la religión y la espiritualidad que se interpretan como atributos de la feminidad (Blasco Herranz, 2005: 123). Se consideraba que el descreimiento masculino sólo podía ser contrarrestado mediante la devoción y la piedad femenina. Esto implica una escisión ideológica cada vez más marcada que identifica a los hombres con el progreso, la ciencia y el laicismo y a las mujeres con la espiritualidad, la tradición y la religión. Cabrera Bosch considera que la Iglesia contribuyó a retrasar el avance del feminismo en España porque el catolicismo percibía este movimiento como un atentado contra la institución familiar (2007: 50). Al mismo tiempo, la Iglesia católica vio en esta coyuntura una oportunidad de acercamiento a las mujeres y acuñó un concepto de «feminismo católico» que podía hacer frente al fantasma del feminismo beligerante y radical de la misma forma en que se pretendía que el sindicato católico aplacara los odios de clase, tal y como declara el arzobispo de Montevideo en 1906 en su carta de apoyo al discurso de Laura Carreras de Bastos sobre el «Feminismo cristiano» entendiendo éste como feminismo verdadero, sano y legítimo frente al falso feminismo que es visto como radical, subversivo, libertario y dañino para el orden y la moral pública:

«Hay, pues, que defender al verdadero y sano feminismo; lo que es hoy más necesario que nunca, para salvar la sociedad actual, tan amenazada por las teorías disolventes del socialismo y del anticristianismo con sus ideas libertarias y anárquicas de la mujer libre».


(1907: 10)                


Por esta razón se desarrolló una pastoral específica con el objeto de reconquistar a los hombres a través de las mujeres para devolver a la nación «la moralidad y la dicha que le arrebataron las malas doctrinas, el abandono de la fe y el desprecio de la religión» (López-Cordón Cortezo, 1982: 91). Esta imagen de la mujer como propagadora activa de la fe católica (Gimeno, 1907b: 156) la convirtió en el sexo devoto por excelencia, considerado instintivamente inclinado al fervor religioso: «La Iglesia llama al femenino el sexo pío, y en efecto, es la mujer más propensa a la piedad que el varón» (Ruiz Amado, 1929: 113). En este sentido el ateísmo femenino se interpretaba como una anomalía y la propia Concepción Arenal en su carta «A las corrigendas» manifestaba que la falta absoluta de fe no era común entre las internas y cuando se encontraba excepcionalmente alguno de estos casos se consideraba como deformidad o locura, una desviación contraria a su naturaleza:

«La mujer que no ama y que no cree, la que no tiene algún afecto en este mundo y alguna idea del otro, es un ser tan extraño y tan monstruoso, que casi siempre me parece ver allí algún trastorno físico, algún estado nervioso semejante a una enfermedad, y tengo impulsos de decir: "Hay que llamar al médico para esta mujer que no cree en Dios"».


(1894: 52)                


Esta estrecha vinculación entre la mujer y la religiosidad en el ámbito decimonónico propicia que el renacimiento católico finisecular que afectó especialmente a Francia y España -y del que Gimeno constituye una buena exponente- fuera un fenómeno fundamentalmente femenino (Blasco Herranz, 2005: 122). El lazo mujer-religión se fue estrechando y era susceptible de interpretarse desde posturas irreconciliables21. Gimeno de Flaquer optó por articular en sus textos una defensa vigorosa del catolicismo, del matrimonio y de la Iglesia considerando que el cristianismo había nivelado a los sexos en tanto que el matrimonio suponía una unión entre iguales que reposa sobre un lazo indisoluble que protege a la mujer para que no sea víctima del repudio como ocurría en las sociedades paganas. Para la ensayista la fe constituye un aspecto crucial de la cultura de la mujer y defiende los beneficios del cristianismo para el sexo aportando ejemplos de marginación y sometimiento en otras culturas donde la mujer era menospreciada o repudiada y el nacimiento de una niña se consideraba una maldición (1907b: 151-154). Resulta de sumo interés recordar que en 1907 -sólo un año antes de producirse el cambio de opinión que la hace mostrarse favorable al sufragio femenino- la ensayista publica su libro devoto La Virgen Madre y sus advocaciones y la coincidencia cronológica muestra que para ella el ideario feminista y la devoción mariana no eran incompatibles y la imagen de la Virgen o de la esposa-compañera del Evangelio se ve como un acicate y no como un obstáculo para el desarrollo de una conciencia feminista. Se hace preciso, por tanto, considerar hasta qué punto el catolicismo pudo servir también de motor para la causa feminista y reflexionar sobre el significado global del «feminismo católico». Adolfo Posada consideraba que el alto clero francés era muy favorable a mejorar la educación y la instrucción femeninas y lo mismo podría decirse que sucedía en la jerarquía eclesiástica en general. De hecho, el papa Pío XI fue quien empezó a utilizar la expresión «militante» para referirse a la activa mujer católica ya que la Iglesia era consciente de su potencial proselitista (Davies, 1998: 100-102). Sin embargo, un sector de la crítica feminista más reciente ha interpretado esta estrategia para promover la militancia femenina como una actitud oportunista y manipuladora que se hace palpable, por ejemplo, en el entusiasta llamamiento del jesuita Julio Alarcón y Meléndez que alude a la necesidad de encauzar la energía femenina antes de que otros se adelanten:

«Sí, la mujer todavía puede salvar a España, salvar al mundo; pero la mujer con Dios, la mujer sin Dios acabará de perder al mundo y a España, sin remedio [...] es imperdonable dejar que los enemigos de la Iglesia nos tomen la delantera, como se puede decir que la van tomando en la cuestión del proletariado. Por eso hay que defender la causa de la mujer, como la ha defendido siempre, y ahora está más dispuesta que nunca a defenderla la Iglesia».


(1908: 36-37)                


Según esto la Iglesia aprovechó la oportunidad para promocionar el feminismo católico que supuestamente era el único válido, sensato y aceptable frente al feminismo radical que se interpretaba como una fuerza que desmoronaría la institución familiar justamente en el momento en que más necesitada estaba de una influencia benigna. No obstante, esta maniobra no implica que el activismo femenino y las organizaciones de mujeres vinculadas a los ideales del feminismo católico fueran resultado exclusivo de las maquinaciones de sus padres espirituales ni permite negar a priori que estas mujeres pudieran ser feministas22. Esa visión de las mujeres como instrumentos del clero niega protagonismo no sólo a las activistas sino también a los adelantos derivados de ese movimiento concreto porque se insiste en considerarlas únicamente como títeres de la Iglesia mientras que la posición adoptada por ellas -y el esfuerzo intelectual de Gimeno constituye un buen ejemplo- muestra una situación mucho más compleja. En este sentido Geraldine Scanlon considera que la palabrería pro mujer procedente de la jerarquía eclesiástica no es más que papel mojado, una especie de versión modernizada de la perfecta casada que no aspiraba a modificar seriamente las relaciones entre sexos y obedecía a la intención de frenar el avance de ideologías consideradas disolventes y no a un deseo real de mejorar la posición de la mujer (1986: 221-222). No obstante, es preciso considerar que estas lecturas se centran exclusivamente en uno de los agentes, la institución eclesiástica, mientras que las mujeres quedan fuera del análisis y su militancia y esfuerzos de movilización se han interpretado con frecuencia como obediencia ciega a la Iglesia. A este respecto el movimiento de mujeres en España a principios del siglo XX muestra que en ocasiones las militantes católicas no estuvieron dispuestas a ser manejadas. Fagoaga comenta, por ejemplo, el activismo de Consuelo González Ramos23 que trató sin éxito de organizar un grupo que uniera a «todas las mujeres que de algún modo se habían significado a favor de la mujer» (1985: 123) bajo la bandera de un feminismo conservador y apolítico pero lo hizo desde presupuestos de aconfesionalidad, obstaculizando la participación de la Iglesia no para defender el laicismo sino para evitar «la injerencia de los hombres en las organizaciones de nuestros ideales, que dentro de las doctrinas cristianas, seguíamos y aconsejábamos» (ibidem), actitud que ilustra el empeño de las mujeres en organizarse y tener autonomía frente a la institución eclesiástica. No obstante, la propia Fagoaga rechaza las expresiones «feminismo católico» o «feminismo conservador»24 remitiendo a una visión de éste como una ideología estrechamente identificada con la lucha por el sufragio:

«La claridad con que se plantea desde los medios católicos la no aceptación de la igualdad de derechos resulta útil para rechazar falsas categorías, como pudiera ser la de dar aceptación a un feminismo católico o feminismo conservador, ya que la igualdad ante las leyes como reivindicación que da origen a un movimiento social que se extiende internacionalmente con el nombre de movimiento feminista o, en sus orígenes, movimiento sufragista es lo que da entidad a esta acción colectiva y a esta corriente de pensamiento».


(1985: 176)                


El problema de estas interpretaciones es que silencian la voz y el esfuerzo de numerosas escritoras y activistas, contribuyendo a marginar a las intelectuales españolas del siglo XIX que no reclamaron el sufragio en su momento pero cuya intensa labor a favor de la dignificación de la mujer y su posición crítica e insumisa frente al patriarcado las convierte por derecho propio en figuras relevantes del feminismo histórico en la España del XIX. En este sentido el análisis del elemento cristiano presente en el discurso de Gimeno de Flaquer resulta ilustrativo pues permite establecer hasta qué punto la religión estimuló su argumentación en vez de limitarla. A este respecto la ensayista articuló un vibrante discurso que logró conjugar la ortodoxia religiosa con la heterodoxia feminista. En sus ensayos está presente una defensa del cristianismo y de la Iglesia como redentores de la mujer pero se lleva a cabo también un cuidadoso proceso de selección de imágenes de una feminidad poderosa y consciente tomadas de esa historia religiosa, recogiendo una iconografía específica que se utiliza en favor de su evangelio feminista. Gimeno destaca en las Advocaciones que es una injusticia afirmar que «la Iglesia ha tratado mal a la mujer» (1907b: 155) y proclama que el cristianismo la ha beneficiado colocándola en posición de compañera del hombre, reconociéndole un alma igual e idéntica posibilidad de salvación. Según esto Jesucristo fue el primer feminista al rodearse de mujeres y proclamar la religión del amor y, por consiguiente, esa Iglesia de Jesús se percibe como más humana, simpatizante con los marginados y altamente positiva para la mujer (1907b: 152). El carmelita Santa Teresa proponía en este sentido que la mujer debía todo lo que era a la Iglesia

«[...] que ha sostenido, con firmeza de titán, luchas seculares por hacerla libre; a esa Iglesia que comenzó por poner sobre la cúspide de la sociedad cristiana a una mujer y reconocerle realeza divina».


(1931: 6)                


El proyecto feminista de Gimeno adopta una posición leal a la Iglesia y recurre al simbolismo religioso para promover la causa de la mujer:

«Siempre la religión ha prestado su apoyo, ha enaltecido, ha dignificado a nuestro sexo. Con los albores del cristianismo fue redimido, levantado de la abyección en que yacía, y desde entonces la Iglesia viene protegiéndolo».


(1900: 24)                


La escritora maneja con soltura un campo semántico relacionado con la devoción y el dogma religioso utilizando en sus Evangelios expresiones y palabras con un poderoso contenido devoto y por eso califica al feminismo como una «moderna cruzada» (1900: 134) considerando que «el evangelio feminista es redentor» (1900: 128) y define su imagen de la Eva moderna en términos de sacerdocio y apostolado: «La Eva moderna dignifica a los sexos y es la sacerdotisa de las ideas redentoras y el apóstol de la regeneración» (1901: 10). Esta idea resultaba especialmente atractiva y permitía, además, revisar el mito del Génesis tomando distancia de la Eva antigua (que simbolizaba el germen del pecado y también el sometimiento) para presentar Una Eva moderna identificada con la mujer fuerte y comprometida frente a la «neurótica» que es producto del medio ambiguo en el que ha vivido la mujer convertida a un tiempo en ídolo trovadoresco y en esclava: «La Eva antigua, caprichosa, tímida, llorona, neurótica, mimada y adulada no valió lo que vale la mujer moderna, que lucha, resiste y vence» (1901: 14). Esa nueva mujer moderna se identifica con la civilización y con virtudes activas que sustituyen a la abnegación y es retratada como una personalidad robusta, moralizadora, científica, activa, emancipada e intelectual, capaz de redimir a la sociedad, militante a favor de causas nobles pero nunca como una virago pues posee la notable capacidad de compatibilizar diferentes funciones sin desnaturalizarse ya que sigue siendo aún una madre solícita:

«Los enemigos de la Eva científica se reconciliarían con ella si conocieran a Helina, mujer casera a quien no estorbó la muceta para amamantar a su hija, el escalpelo para manejar la aguja, ni el latín para distinguir las faenas domésticas».


(1901: 252)                


Esta imagen de la Eva moderna vista como sacerdotisa y mujer de ciencia se relaciona con otras imágenes asociadas a ideales de sabiduría, renovación y profecía al sugerir que esa nueva mujer es una «sibila cristiana» (1887: 125) y una «nueva pitonisa» (1908: 27), prototipos que ilustran una meticulosa selección del material por parte de la autora en lo que respecta a las referencias religiosas utilizadas. Resulta llamativo que Gimeno al tiempo que proclama su acatamiento de la pastoral eclesiástica adopta una de las tácticas que ha sido utilizada posteriormente por la teología feminista al «recoger tradiciones olvidadas de mayor igualitarismo sexual dentro de la Iglesia» (Tarducci, 1992: 107). La autora presta relieve a figuras y momentos históricos que pueden servir de apoyo a su causa feminista y, en este sentido, es revelador su análisis del sacerdocio femenino a lo largo de la historia, la preeminencia concedida a las mujeres que acompañaron a Jesús y la representación de la Virgen y algunas santas como modelos de una feminidad devota y enérgica. Gimeno comenta, por ejemplo, el poder que tuvieron los conventos femeninos durante la época de las cruzadas haciendo referencia a la superioridad de las congregaciones religiosas femeninas que

«[...] en todos los grados eran superiores a los monjes. Hubo conventos en los cuales las abadesas disfrutaban tan alto poderío, que hasta fueron mitradas, teniendo casi todas las atribuciones del obispo».


(1887: 139)                


En su artículo sobre las «Sacerdotisas cristianas y paganas» la escritora toca un asunto que resultaba bastante espinoso porque había despertado el interés de los grupos espiritistas considerados heréticos (Lacalzada Mateo, 2005: 377) pero que le permitía reivindicar el poder que la mujer había ostentado en distintos momentos dentro de la Iglesia. En este sentido Gimeno destaca la importancia del sacerdocio femenino en Grecia y en Asia mencionando los casos de las druidesas en la sociedad celta y las pitonisas, sibilas y vestales en el mundo clásico. Además de estas tradiciones paganas la ensayista hurga en los cimientos de la primitiva Iglesia cristiana para restaurar la importancia del sector femenino destacando que hubo un cuerpo de diaconisas que «formaron parte del clero y eran ordenadas de un modo semejante a los diáconos» (1893: 144). Aunque la autora no defiende directamente el derecho al sacerdocio femenino -como había hecho Concepción Arenal- la figura de la diaconisa opone una imagen de experiencia y autoridad femenina dentro de la Iglesia que cuestiona indirectamente la exclusión de la mujer del sacerdocio, un planteamiento que resulta notablemente heterodoxo. Gimeno alude también al hecho de que hubo mayor número de mujeres mártires que hombres (1907b: 150), aporta una nómina extensa de santas (1900: 129-130) y aborda específicamente la personalidad de Juana de Arco que representaba un ideal militante (la mujer soldado) inseparable de la piedad religiosa y, de hecho, la doncella de Orleans era una figura de actualidad con notable potencial simbólico pues fue beatificada en 1908. Este discurso viene a reforzar el protagonismo femenino en la formación del cristianismo y en la propagación de la doctrina al ofrecer una imagen de Jesús acompañado y apoyado constantemente por mujeres, deformando de alguna manera la imagen más popular de Cristo rodeado de los apóstoles y en este proceso de recontar la historia bíblica se da realce a figuras como las de María Magdalena o María Egipciaca:

«Desde que Jesucristo aparece predicando su doctrina hasta que se levanta de su tumba para remontarse al cielo, no se vio ni un momento abandonado por las mujeres. Durante su pasión le acompañaron su Madre, María de Cleofás, María Salomé, María de Bethania y María Magdalena [...]. Las mujeres prestaron al Salvador importantes servicios durante su Pasión [...]. Distinguidas concesiones hizo Jesucristo a las mujeres».


(1885: 41-42)                


Gimeno caracteriza a la mujer española por su devoción mariana conectándola así con la figura de la Virgen que es la protagonista indiscutible del ensayo dedicado a sus Advocaciones25 recogiendo veinte de ellas que incluyen a la mexicana Virgen de Guadalupe, lo que le permitía asignar esa piedad no sólo a la mujer española sino también a la hispanoamericana reforzando su caracterización de la «mujer de raza latina» al identificarla no sólo con la religiosidad sino con el culto mariano:

«La mujer americana, con un esplendor que corresponde a su fe católica, ha contribuido a que este culto sea uno de los más grandiosos que el orbe cristiano tributa a la Virgen».


(1907b: 72)                


La madre de Jesús se describe en esta obra como pura y sencilla, patrocinadora del hombre y madre universal26 pero no se la presenta exclusivamente como progenitora sino como mujer ilustrada creando una imagen en la que confluyen religión y cultura al comentar que se hallaba instruida en las Sagradas Escrituras (1907b: 23). El capítulo XVII de esta obra se dedica a la «Presentación de Nuestra Señora», una festividad que celebra la presentación de la Virgen niña en el templo a la edad de tres años. Esta historia en particular permite hacer un retrato de la Virgen que enfatiza el hecho de que era culta e instruida, destacando no sólo su fe sino su instrucción religiosa. Este episodio no se narra en los Evangelios canónicos sino que procede de un Evangelio apócrifo que podría datar del siglo II, el Protoevangelio de Santiago, una especie de leyenda hagiográfica sobre la Virgen María que gozó de gran popularidad entre los escritores católicos y devotos marianos. En esta narración Gimeno destaca que María fue educada en el templo junto con una élite de niñas hebreas27, sorprendiendo a los sabios por su precocidad y recibiendo una educación «profundamente religiosa» (1907b: 121), lo que permite vincular la fe con la cultura para proponer un ideal de piedad ilustrada en consonancia con su propio posicionamiento intelectual:

«Si la mujer posee una piedad ilustrada no caerá en estúpidos fanatismos: la ignorancia para nada es buena y para todo perjudica. No son incompatibles la práctica de la virtud y la religión con la cultura del espíritu femenino».


(1907b: 10)                


En este sentido figuras como santa Teresa, la Virgen María y otras como santa Paula, santa Marcela o santa Catalina de Siena28 constituyen un excelente ejemplo del intento de armonizar la devoción con la adquisición de cultura: «Sin fe y sin piedad no hay educación posible. La cultura de la mujer debe acrecentarse en ambas como rocas inamovibles de la civilización cristiana en el planeta» (1907b: 122). Este énfasis en las mujeres fuertes y poderosas en el ámbito de la religión en general y la Iglesia católica en particular ayuda a interpretar el cierre apoteósico del ensayo Mujeres de raza latina que culmina con un discurso de alabanza de la mujer nueva a la que se le otorga el nombre de Eva futura que posee un marcado valor redentor al subrayarse que ha llegado el momento del «advenimiento de la mujer» (1904: 251-252). Esta imagen de la «mujer mesías» enlaza de alguna manera con la propuesta de Enfantin, seguidor de Saint-Simon29 que había hecho circular la idea de que la mujer-mesías daría a luz a un nuevo salvador pero Gimeno menciona otra fuente para este concepto: el escritor ocultista francés Jules Bois (1868-1943) que expuso la idea de que la supermujer engendraría al superhombre, coincidiendo con el planteamiento de la ensayista que insistía en que las madres emancipadas traerían al mundo «hombres libres» (1908: 21), poniendo de relieve el motivo de la heroicidad maternal y trascendente30. La escritora no considera que el advenimiento de una mujer sea un suceso extraordinario sino que se extraña de que ese momento haya tardado tanto y justifica esta visión realizando un extenso recorrido histórico del devenir del sexo a través de ciertos momentos cumbres: el martirio de las primeras cristianas, la mujer poderosa de las Cruzadas, la culta del Renacimiento o la que sube al cadalso en la Francia de la Revolución. De este modo la fe, la religiosidad y la militancia de la mujer han hecho posible su elevación desde la «Eva caída» por el pecado a la «Eva futura» que se constituirá en mesías de la humanidad.




Las mujeres han tenido su epopeya: contra la invisibilidad histórica del sexo

El ensayista e historiador escocés Thomas Carlyle en un ensayo titulado «El héroe como divinidad» (1840) establecía que «la historia universal, la historia de lo que el hombre ha logrado en este mundo es, en el fondo, la historia de los grandes hombres que han trabajado en él» (1897: 1). Un siglo más tarde la escritora mexicana Rosario Castellanos reflexionaba sobre esa naturaleza patriarcal del archivo histórico considerando que

«La historia es el archivo de los hechos cumplidos por el hombre y todo lo que queda fuera de él pertenece al reino de la conjetura, de la fábula, de la leyenda, de la mentira».


(1973: 7)                


La experiencia de la mujer ha sido relegada por los historiadores que, interesados en la esfera de los poderosos, han practicado una historia sin mujeres (Gordon, Buhle et al., 1971: 3) centrándose en los héroes y las batallas para obviar toda posible heroicidad femenina, ignorando también una experiencia cotidiana o intrahistórica que no se considera digna de pasar a los anales de grandes hechos. En este sentido la historia ha sido un campo de reflexión para la crítica feminista desde mucho antes de que floreciera el área de estudio de «Historia de las Mujeres» que ha adquirido gran relevancia en las últimas décadas. Virginia Woolf en Una habitación propia (1929) establecía que las mujeres ocupaban los libros de poesía de la primera a la última página pero estaban, en cambio, totalmente ausentes de la historia (1957: 43). Simone de Beauvoir, por su parte, expuso una idea similar en El segundo sexo considerando que la mujer había sido relegada al papel de espectadora pasiva, convertida en «el otro» que no merecía siquiera la dignidad de persona sino que constituía un patrimonio más del hombre (1974: 93). Las visiones de Beauvoir y Woolf contrastan vivamente con la postura intelectual adoptada por Mary Beard en su obra La mujer como fuerza histórica al subrayar el dinamismo histórico de las mujeres retratadas como «combatientes intransigentes» (1946: 1) que han superado todo tipo de obstáculos. Gimeno de Flaquer percibe también a la mujer como una fuerza histórica y propone la agencia femenina en vez de su pasividad para llevar a cabo una importante tarea historiográfica que busca elaborar «un suplemento» a esa historia al uso. Sus ensayos se esfuerzan por rellenar los espacios en blanco del discurso histórico tradicional que ha soslayado la experiencia femenina, empeñándose en un quehacer que podría describirse como una forma de «historia compensatoria» (Lerner, 1975: 5) al ofrecer numerosos estudios, retratos y bosquejos en una serie de «galerías de mujeres» que, aunque no permiten conocer la experiencia global del sexo, consiguen revelar historias de mujeres excepcionales cuyos logros han sido muchas veces olvidados. En este sentido los ensayos Mujeres de la Revolución Francesa, Mujeres: vidas paralelas, La mujer juzgada por una mujer, Madres de hombres célebres y Mujeres de regia estirpe evidencian no sólo un excelente manejo del «telescopio de la historia» (1885: 75) sino un esfuerzo por rescatar una extensa lista de mujeres notables de todos los tiempos para reclamar su puesto en la historia, llevando a cabo una empresa intelectual comprometida que se centra en la existencia de la mujer con el objeto de reclamar un espacio en esa narración que la ha relegado a los márgenes y al silencio. Esta tarea «compensatoria» supone un primer paso para un futuro intento de reescritura de la historia en otros términos como la propia Gimeno parece sugerir al proponer otra denominación para esa realidad que enfatice la colaboración de ambos sexos en vez de recoger exclusivamente la agencia masculina:

«Los historiadores han cometido una omisión denominando siglo de Pericles a la época más notable de Grecia, debieron denominarla siglo de Pericles y Aspasia, ya que ésta fue la inspiradora del restaurador de Atenas».


(1893: 158)                


Esta reivindicación de la figura de Aspasia hace hincapié en la relevancia histórica del personaje al reconocer su celebridad y su habilidad en los campos de la oratoria, la política y la estética. Frente a la mujer encerrada en el gineceo Gimeno subraya la condición de Aspasia como hetaira31 dando relieve a este prototipo de feminidad marcado por la elevada educación, la independencia y una posición cultural privilegiada:

«Se educaba a la hetaira en el colegio, enseñándosele música, poesía y todas las hechicerías que encierra el arte de agradar [...]. La hetaira no aceptaba más que un amante: al hastiarse de él, le sustituía por otro. La hetaira visitaba el taller del artista y servía a éste de modelo, conversaba con los filósofos y discutía con los polemistas».


(1893: 161)                


Esa representación de Aspasia permite a la ensayista adentrarse en el campo de la historia cotidiana de esta élite femenina para contrastarla con las escasas posibilidades de independencia y poder para la mujer en una sociedad donde permanecía recluida en el gineceo sin acceso a la vida pública. Al ensalzar el papel protagonista del personaje histórico y su derecho a compartir una parte de la fama de Pericles se pone de manifiesto la necesidad de reconocer la tarea desempeñada no sólo por hombres ilustres sino también por mujeres notables. La reivindicación de la hetaira Aspasia como ejemplo de una feminidad culta, poderosa e independiente y el énfasis en recuperar figuras históricas sacándolas del limbo de la existencia mítica constituye un buen ejemplo de la tarea intelectual de Gimeno como historiadora empeñada en dar visibilidad y protagonismo al sexo confirmando una genealogía de reinas, madres, guerrilleras y heroínas. Es preciso destacar también el esfuerzo de la autora por denunciar un discurso filosófico, histórico y literario que insiste obsesivamente en recordar y convertir en memoria la experiencia masculina al tiempo que transforma lo femenino en leyenda o mito, condenándolo a no existir, como Gimeno deduce que es la intención que mueve al filósofo Proudhon al negar la capacidad de la mujer para el pensamiento convirtiéndola en un ser primario y negándole cualquier razón de ser:

«Fáltale al espíritu de la mujer, según Proudhon, la capacidad de producir gérmenes, es decir, ideas [...]. Esto es negarle a la mujer de forma vergonzante la capacidad de pensar. Según el aforismo de Descartes, "pienso, luego soy", el pensamiento es lo que revela nuestra existencia; si la mujer no piensa (según Proudhon), la mujer no existe, es un ser mítico que ha forjado la fantasía [...]. ¡Hasta qué dislates conducen las alambicaciones de los que se creen pensadores, por haber descubierto que la mujer no piensa, que la mujer no es!».


(1891: 4)                


Frente al esfuerzo de muchos autores por ocultar a la mujer convirtiéndola en mito o leyenda, la Cantora de la Mujer insiste en celebrar sus biografías y logros históricos en todos sus ensayos. Gimeno se define a sí misma como una historiadora centrada específicamente en la trayectoria universal femenina:

«Me he deleitado recorriendo la historia de todos los países, para buscar en ella los nombres de mujeres célebres, y recordarles a los hombres de hoy que en todas las épocas han brillado mujeres eminentes».


(1887: 6)                


La autora acota así su campo de estudio y subraya la crucial especificidad de género en tanto que se trata de recuperar una memoria de mujer que había sido encubierta. Frente a esa invisibilidad ya en el primer ensayo La mujer española se establece que

«Las mujeres han tenido su epopeya: si existió un Pelayo, Temístocles, Alejandro [...] y otros muchos, contamos con una Semíramis, Artemisa, Juana de Monford, María la Valiente, Agustina de Aragón, María Pacheco, [...] la interesante e inspirada Juana de Arco».


(1877: 148)                


Se delimita así un espacio para la mujer en la historia exigiendo su derecho a disfrutar de una parte de los laureles del triunfo que se le ha negado tradicionalmente a las hazañas femeninas que han sido omitidas como consecuencia de la primacía concedida a las acciones de los grandes hombres. Gimeno, por el contrario, se constituye en historiadora que produce textos apologéticos centrados en la epopeya ignota de las mujeres y en su heroicidad en los momentos supremos estableciendo que «el valor también es patrimonio de las mujeres» (1893: 127) para ofrecer un argumento que resulta marcadamente feminista en tanto que busca conscientemente individualizar a la mujer y darle relieve:

«La filosofía de la historia al presentar a la mujer desempeñando heroico papel en momentos épicos, elevándose a las más altas cimas del pensamiento humano, colaborando con el hombre en la obra del progreso, es dato antropológico importantísimo que presta gran relieve a su individualidad mental y psicológica».


(1907a: 213)                


Carlyle había subrayado la divinidad del héroe digno de aplauso y Gimeno, a su vez, proclama que la heroína lo es con más razón por desafiar múltiples obstáculos añadidos siendo capaz de igualarse a los héroes en las grandes ocasiones por lo que su acción era doblemente heroica (1887: 314). Se pone así de relieve la obligación moral de la historiadora empeñada en pregonar las hazañas de esas esforzadas protagonistas para reclamar la porción de gloria que le había sido negada al sexo:

«Y los héroes contaban con el premio: para ellos había charreteras, bandas, fajas, condecoraciones; para ellos había historiadores y vates, que con cien trompetas proclamarían sus hazañas y sus nombres inmortalizándolos, mientras la mujer, si perecía en la lucha, había de quedar sepultada entre las ruinas, olvidada y desconocida; y si se salvaba milagrosamente de las balas enemigas, se retiraría a su hogar donde no la buscaría ningún cronista para pedirle datos y presentarla ante el mundo como actriz de la cruenta tragedia, como heroína de la espantosa catástrofe».


(1887: 306)                


Gimeno se acredita así como cronista de esa experiencia femenina denunciando la omisión y el descuido inmemorial en lo que respecta a los nombres de mujer que no pasan a formar parte de anales ni archivos. Las heroínas, reinas y mujeres ilustres se convierten así en protagonistas por excelencia de su narrativa histórica. La ensayista se esfuerza en dar credibilidad a su voz distinguiendo su investigación por el uso de estrategias como la observación directa y la utilización de fuentes alternativas que le permiten llevar a cabo su tarea de integrar un nuevo sujeto dentro de la narración. Si antes defendía la idoneidad de la mujer escritora para definir a otra mujer, proclama ahora que corresponde también a su sexo rescatar el nombre de sus hermanas para otorgarles la gloria ya que no hay «nada tan satisfactorio para una mujer, como ensalzar los esclarecidos talentos de otras mujeres» (1887: 129). Esa especificidad de género y objetivo supone también una metodología distinta que enfatiza la experiencia y el trabajo de campo frente al academicismo de los historiadores masculinos. A la hora de distinguir su quehacer como historiadora en el ámbito americano Gimeno privilegia su trabajo sobre el terreno, la vocación arqueológica y el manejo de distintos tipos de fuentes que le permiten un conocimiento singular a partir de su experiencia personal como residente en México, que le habría dado acceso a fuentes y testimonios directos. Esta experiencia le confería una posición excepcional a la hora de hablar de los pueblos aztecas, como hizo en el Ateneo de Madrid en 1890 proponiendo que esa cultura era sofisticada y altamente civilizada en vez de bárbara como planteaban otros historiadores:

«[...] tanto los tolteca, como los acolhua, cholulteca, maya y zapoteca, han dejado claros testimonios de sus aptitudes para el cultivo de las ciencias y las artes, como pienso demostrar, no fiándome de historiadores de gabinete que escriben la historia de los pueblos americanos sin haber salido de Berlín, Roma o Viena, sino valiéndome de opiniones propias cimentadas en mis observaciones, al visitar las ruinas, archivos y museos de México. Para determinar la civilización de los pueblos, deben conocerse sus monumentos arquitectónicos, las representaciones de sus dioses, artes decorativas, estatuaria, alfarería, amuletos, joyas y toda clase de utensilios empleados en la vida doméstica, a cuyo estudio me han llevado mis aficiones arqueológicas».


(1890: 114-115, mi énfasis)                


El trabajo investigador de Gimeno privilegia la experiencia directa, el trabajo arqueológico y la utilización de fuentes variadas que prestan atención a lo cotidiano. Su énfasis en analizar las artes decorativas, la alfarería o los artículos domésticos implica también un acercamiento a la «historia» que no se centra exclusivamente en las manifestaciones sublimes y las hazañas memorables sino también en la vida diaria, haciendo posible documentar la cultura de esos pueblos vinculada intensamente a la intrahistoria y la experiencia femenina y no exclusivamente a manifestaciones artísticas elitistas. Según esto su experiencia personal en México la capacitaría para hablar de los pueblos aztecas con más autoridad que los académicos de gabinete que recurrían exclusivamente a fuentes bibliográficas a la hora de articular sus narraciones. La ensayista examina también la historia nacional contemporánea y en el discurso-ensayo «Heroínas catalanas» se analiza la agencia femenina durante el sitio de Gerona en la guerra de la Independencia, realizando un esfuerzo propio del historicismo feminista para recuperar los nombres de las valientes que tomaron parte en el sitio de Gerona pero no estaban presentes en ninguna de las crónicas al uso:

«He leído varias historias de la guerra de la Independencia [...]; mas en ninguna se ha consagrado una página a las famosas mujeres del sitio de Gerona. A excepción de Adolfo Blanch que les dedica un artículo, los demás historiadores han guardado un silencio censurable acerca de las valientes mujeres de aquella época [...]. A las acciones dignas de loa, conviene darles gran propaganda para que tengan imitadores. Hoy los rasgos sublimes, las acciones delicadas que a cada paso pueden admirarse en la mujer, pasan inadvertidas porque no tenemos apologistas, sino detractores».


(1887: 308-309, mi énfasis)                


Esta cita muestra una conciencia del inmenso valor del ejemplo histórico pero también de la propaganda positiva que puede derivarse de la utilización estratégica de ese discurso para apoyar la causa feminista demostrando el valor de las mujeres y desmintiendo las representaciones misóginas. Al otorgarle a la mujer el espacio que le corresponde por derecho en el pasado se crea una tradición que no sólo justifica el feminismo del presente sino que constituye una herramienta de cambio para el futuro. En este sentido las fuentes históricas tienen un valor transcendental para Gimeno, ya que muchas de esas crónicas escritas por historiadores han olvidado a las mujeres valientes y por ello se hace preciso indagar en otras fuentes alternativas para recuperar la memoria extraviada inaugurando un espacio discursivo nuevo que hable de lo que se ha silenciado. En el caso de las heroínas gerundenses la autora refuerza su crédito como historiadora recurriendo a una fuente alternativa que le permite rescatar los nombres de mujeres valerosas a través de cartas privadas, sacando a la luz a personajes sumidos en el anonimato por el olvido premeditado de los historiadores y por el énfasis en analizar exclusivamente textos canónicos masculinos. El ejercicio de Gimeno como historiadora implicaba, según esto, no sólo la observación directa de fuentes arqueológicas sino la recuperación de textos privados que permitían aportar nuevos datos sobre la experiencia histórica de la mujer en España. La historiografía feminista del siglo XX encontró especialmente útil este tipo de indagación que recurre a fuentes alternativas y, en este sentido, Lerner subraya que en los años setenta del siglo pasado -con el auge del feminismo y los estudios de la historia de las mujeres- estos cambios de métodos y fuentes dieron paso a nuevas interpretaciones al sustituir las fuentes literarias «canónicas» masculinas por la indagación en cartas, diarios, autobiografías e historias orales (1975: 10), estrategia y métodos que utilizó Gimeno de Flaquer al elaborar su estudio sobre «Las heroínas catalanas»:

«Puedo consignar muchos nombres de mujeres que dispararon un cañón, nombres que ningún cronista menciona, pero que conozco, debido a la feliz casualidad de hallarse en mi poder cartas particulares que no han visto la luz pública, y que fueron escritas después del sitio, por una heroína gerundense, dirigidas a una amiga ausente».


(1887: 313)                


Existe, por tanto, una historia íntima que circula entre mujeres o reposa en ciertos archivos no convencionales y debe ser recobrada para aspirar a una historia universal que permita elevar de su estado subalterno demostrando su agencia y valor a la mujer en lugar de definirla como mera espectadora.

En los últimos cuarenta años se ha llevado a cabo un proceso de recuperación de la historia femenina y ese procedimiento cuenta con el precedente de la labor historiográfica llevada a cabo por autoras como Gimeno que fueron pioneras en sus esfuerzos. La historia hasta ese momento había sido contada mayoritariamente por los poderosos con el fin de justificar y perpetuar su posición pero también podía ser un instrumento sumamente útil para aquellos individuos privados de la capacidad de contar por su estado subalterno, como era el caso de las mujeres (Alberti, 2002: 2). La tradición apologética de las mujeres resultaba valiosa en ese sentido pues se remontaba a Plutarco y a la querella de las mujeres en Europa32 de modo que la referencia incesante a esa «gran turba de las que merecieron nombres» -como denominó sor Juana Inés de la Cruz a su propia lista de mujeres notables (78)- constituirá un excelente método para impulsar el proyecto feminista dando a conocer una genealogía matriarcal y una saga inmemorial de mujeres ejemplares.

Las galerías de mujeres notables constituyen un género en auge en la Europa del momento y existen ejemplos tan notorios como las Mujeres de la Revolución Francesa de Michelet (1855), Les etoiles du monde de Eugène D'Araquy (1858), Memoirs of Queens de Mary Hay (1821), los nueve volúmenes de la Galería de mujeres célebres (1864-1869) de Pilar Sinués o los ocho de la Galería histórica de mujeres célebres de Emilio Castelar (1886). Autoras como Sinués y Gimeno se esforzaron por dar relieve a las personalidades literarias e intelectuales que permitían proyectar imágenes de una feminidad ilustrada presentando a protagonistas de la historia identificadas con ideales de poder y heroicidad. Esta predilección de las escritoras decimonónicas por las vidas de mujeres célebres obedece al hecho de que estas narraciones permitían establecer conexiones explícitas entre las vidas de las protagonistas del pasado y el movimiento de las mujeres en el presente, mostrando los cambios que era preciso implantar para alterar de forma positiva la vida de las mujeres (Gordon, Buhle et al., 1971: 4). El énfasis de estas autoras que en el siglo XIX dedican su pluma a la biografía y la historiografía constituye una estrategia que ya había sido expuesta por el propio Feijoo cuando proponía que era preciso sustituir la fisiología por la historia para así convencer de la capacidad de las mujeres mediante el ejemplo:

«Ya es tiempo de salir de las asperezas de la Física a las amenidades de la Historia, y persuadir con ejemplos, que no es menos hábil el entendimiento de las mujeres que el de los hombres, aun para las ciencias más difíciles».


(1997: 59)                


Narraciones como las de Gimeno suponen una contraargumentación que rebate con ejemplos históricos los discursos misóginos basados en la idea de la inferioridad fisiológica o el menor tamaño del cerebro femenino para exponer en cambio el heroísmo y las hazañas de la mujer otorgándole no sólo un papel como agente histórico sino también una caracterización psicológica vinculada al valor. Esto no implica en absoluto que todos los textos apologéticos tuvieran una orientación feminista, como prueba el hecho de que Maulde-la-Clavière en su ensayo sobre las mujeres del Renacimiento alabara la fuerza, bondad y dulzura de personajes históricos de ese período recalcando, no obstante, su renuncia a vivir como hombres dejándoles a ellos las actividades más intensas como las leyes, la política y las cuestiones militares (1900: 311) para subrayar finalmente que las mujeres debían renunciar a la vida pública. Otro texto llamativo en este sentido es el ensayo de Armando Palacio Valdés El gobierno de las mujeres que lleva el subtítulo de «Ensayo histórico de política femenina» donde plantea que «los historiadores en general son misóginos» (1931: 99) y viene a proponer la idea de que las mujeres, por su moralidad superior, eran las gobernantes idóneas, como se esfuerza en probar a través de las biografías de distintas reinas para sostener que «la política debe ser confiada íntegramente al sexo femenino» (1931: 5) aunque fuera a cambio de renunciar a formar parte de otras esferas que se consideran patrimonio del hombre: la religión, la ciencia, el arte y la industria. De esta forma con la excusa de otorgarle el cetro de la política se la excluye de todo ámbito, espacio y actividad, lo que viene a probar que las propuestas de autores como Palacio Valdés o Maulde-la-Clavière ensalzan a la mujer del pasado pero todavía la constriñen en el presente. Gimeno, en cambio, trata de inspirar a las lectoras mediante modelos de mujeres ejemplares inscritas en ensayos de difusión de contenido histórico. Este tipo de narraciones además de seducir con una trama histórica contada con recursos novelescos permitían recalcar el hecho de que siempre habían existido mujeres ilustres y poderosas que podían servir de inspiración para las lectoras promoviendo el cambio feminista y creando un paradigma diferente para el porvenir.


Una historia para las mujeres: la doble heroicidad

Los ensayos de Gimeno demostraban la agencia de la mujer poniendo de relieve ciertos períodos históricos que ella consideraba que habían sido más favorables al sexo como la época de las Cruzadas, el Renacimiento o la Revolución Francesa. La historiadora hereda la periodización masculina y adopta de forma acrítica las etapas ya establecidas pero se centra en analizar aquellas que han sido más positivas para la mujer con el objeto de trazar un hilo histórico progresivo que va desde su sometimiento (la barbarie) hasta su emancipación (la civilización). Gimeno explora momentos cumbres de esa evolución histórica que pueden contribuir a una nueva comprensión de la actividad femenina. Para la escritora las Cruzadas constituyen una época memorable por la oportunidad que representaron para las mujeres que pudieron verse, hasta cierto punto, libres y dueñas de su destino, acumulando autoridad, tareas y derechos y ejerciendo todo tipo de funciones de rango político y económico en ausencia de los hombres que se habían incorporado como combatientes a la guerra santa (1887: 137-141). El Renacimiento se considera también un momento relevante dado que algunas damas ejercieron su mecenazgo y la mujer «comprendió el Renacimiento y lo alentó con todas sus fuerzas» (1900: 113) para lograr salir de la noche oscura de la Edad Media en la que sobresalían únicamente unos pocos personajes eminentes como la reina María de Molina que se dibuja como un «astro refulgente que ilumina la prolongada y tenebrosa noche del sexo femenino en la Edad Media» (1907a: 31), sugiriendo así que incluso en períodos históricamente adversos, han sobresalido figuras femeninas relevantes. La revolución de 1789 en Francia supone también un momento emblemático ya que inaugura la historia moderna y, por esa razón, Gimeno dedicó un ensayo completo a narrar la experiencia de la mujer durante la Revolución Francesa, subrayando las acciones de realistas y republicanas de distintas clases sociales con el fin de resaltar la masiva participación femenina en el proceso revolucionario:

«Las mujeres crean en Francia las revoluciones y contrarrevoluciones. ¿Quién hizo pedir al grave Condorcet, al último filósofo del siglo XVIII, el derecho de ciudadanía para el sexo femenino? Las mujeres. ¿Quién dictó a Robert el acta primitiva de la República para no reconocer ni a Luis XVI ni a otro rey? Su esposa. ¿Quién alentó las sociedades secretas de las mujeres? Olimpia de Gouges, con esta frase: "Las mujeres tienen derecho a subir a la tribuna, ya que suben al cadalso". ¿Quién destruyó La Bastilla? Mme. Legros».


(1891: 151)                


Los textos de Gimeno documentan no sólo una búsqueda de la genealogía femenina sino un intento de recuperar su experiencia con el fin de mostrar la individualidad de las mujeres y sus acciones. La historiadora no reevalúa la cronología establecida sino que incorpora a la mujer a las categorías históricas preexistentes -Renacimiento, Reconquista, conquista de América- pero otorgándole el espacio que le pertenece por derecho. Se integra así a la mujer como heroína en el tiempo de la historia subrayando su papel y hablando desde su perspectiva, lo que implica una vocación instintiva de contar lo que la crítica feminista anglosajona ha denominado herstory33: la historia específica de la mujer y de su experiencia (Wallach Scott, 1983: 147). Gimeno consideraba que la historia podía proporcionar herramientas para la regeneración nacional, un proyecto en el cual la mujer tendría un papel protagonista dado que su energía y vigor permanecían intactos:

«El ideal femenino no se ha encarnado todavía en España, sigue inédito, virgen [...]. Aprovéchese la acción femenina, sea su influencia en la vida nacional un antiséptico contra toda corrupción [...]. No alcanzaréis la deseada regeneración de la patria mientras no contéis con la influencia femenina. La mujer es la más poderosa palanca, el más fuerte motor».


(1900: 262-265)                


Según esto la fuerza del «eterno femenino» no era un mito sino un poder real y activo que representaba la única esperanza para la regeneración patria, de manera que las lecciones de la historia y el programa feminista constituían los motores esenciales para salir de la postración y, por eso mismo, en El problema feminista se exigía la asociación de la mujer a la vida nacional para que no se perdiera su acción regeneradora sin la cual no se podría levantar a España del letargo. El discurso de Gimeno se inserta aquí dentro de la corriente regeneracionista finisecular34, coincidiendo con Rosario de Acuña en su visión del papel decisivo de la mujer en ese proyecto de rehabilitación nacional: «La mujer ha de ser la vestal que no deje extinguir el entusiasmo y la fe [...] ha de borrar epitafios puestos a la patria» (1908: 27). Con estas ideas la autora se rebela a la visión de España como un pueblo en decadencia, aludiendo al discurso pronunciado por el primer ministro británico Lord Salisbury en 1898 en el que establecía una distinción radical entre las grandes naciones y las «sociedades que podemos llamar moribundas» (dying nations) en alusión indirecta a España (Álvarez Junco, 2001: 586). Gimeno rechaza esa visión para privilegiar la idea de una patria española nueva y poderosa mediante metáforas de gestación y crianza que aluden explícitamente a la influencia de la mujer y su vigor inextinguible capaz de dar nuevo aliento a la nación:

«La mujer ha de corregir al hombre su desmayado gesto, ha de hacer que acabe la detestable canturía de nuestra degeneración, la soporífera salmodia por la pasada catástrofe [...] ha de borrar epitafios puestos a la patria [...]. Se ha dicho que España es un pueblo agónico: esos antropólogos de ocasión no han sabido tomarle el pulso. La patria se halla en un momento crepuscular, pero no es el que precede a la noche sino el que anuncia la alborada. España está en período de gestación, incubando vida nueva: que no se tome por sepulcro lo que es cuna».


(1908: 27)                


Con este discurso Gimeno sustituye la imagen de una nación moribunda por la de una España en proceso de renacimiento gracias a las fuerzas vivas, sanas y nunca gastadas de la mujer española ejerciendo su acción social. Esa mujer maternal, comprometida, culta y valerosa, científica e intelectual se ensalza como el individuo que alberga toda la vitalidad necesaria para salir del agotamiento. Los modelos para el activismo social de esa mujer contemporánea regeneradora los proporcionaban precisamente las mujeres notables y valientes del pasado nacional. Los ensayos históricos de Gimeno se esfuerzan en recuperar y celebrar la memoria de una multitud de mujeres singulares al tiempo que inciden en las acciones colectivas femeninas como las emprendidas por las mujeres españolas durante la Conquista y por las mexicanas durante la guerra de Independencia que se narran en el capítulo titulado «Heroínas mexicanas y españolas» en la obra Mujeres: vidas paralelas. En sus ensayos históricos aparecen una multitud de protagonistas individuales: reinas y princesas, algunas santas como Teresa de Ávila o Juana de Arco, escritoras como María de Zayas, Fernán Caballero o Madame de Staël, mujeres cultas e intelectuales como Beatriz de Galindo o Isidra de Guzmán, heroínas como Agustina de Aragón, revolucionarias, sacerdotisas, feministas y un largo etcétera que incluye personajes míticos e históricos de multitud de culturas y orígenes. Gimeno estudia diferentes mujeres de todas las épocas y países pero hay un predominio abrumador de europeas y, además, se encomia especialmente el «heroísmo de las mujeres de raza latina» (1900: 79) lo que le hace trabajar con singular ahínco en una narración de la historia de España que desdeña los prejuicios misóginos:

«España es la patria de Ximena, la viuda del Cid, que peleó contra los moros, cual Isabel la Católica35; la patria de Berenguela, defensora de Toledo; la patria de Catalina Erauso, de María Estrada, María Pita y Mariana Pineda, la cual subió al cadalso valerosamente por no revelar los nombres de los que proyectaban enarbolar la bandera de la libertad [...]. Algunos extranjeros no saben el lugar geográfico que ocupa Aragón, pero todos conocen el nombre de Agustina».


(1900: 73-74)                


Los ensayos feministas de Gimeno de Flaquer se apoyan en narrativas dispares como el discurso histórico encomiástico de las mujeres célebres y otros más ortodoxos como la pastoral católica y la retórica monárquica36 pero todos ellos sirven de estímulo y soporte para su proyecto feminista que se apoya en la revalorización de la agencia femenina en la historia. Su revisión del papel de la mujer en la Iglesia le permitió esbozar un programa feminista que no se enfrenta a la doctrina católica y que podía contar con el apoyo de los sectores más conservadores. El mérito de Gimeno consiste precisamente en que su vehemente proyecto feminista se establece sobre las coordenadas de religión y monarquía interpretadas desde una perspectiva progresista por considerar que ambas instituciones podían aportar un impulso decisivo al proceso de modernización. En este sentido las reinas, gobernantes, santas y mujeres notables servían de musas para la mujer moderna: la Eva futura, científica e intelectual que sabría ser valiente y dinámica se inspiraba en mujeres del pasado que habían sido poderosas y cultas.









 
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