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- XXVII -

     APROVECHANDO las sombras de la noche, que había sido harto tenebrosa, y desafiando arrogante al ejército confederado, adelantábase Abu-Saîd, y al frente de buen golpe de jinetes berberiscos salía de la ciudad, llegando a Pinos Puente, cerca de donde se encontraban los nassaríes de don Pedro.

     Separaba a ambas huestes la miserable puente de Valillos; y tomadas al amanecer del día siguiente las últimas disposiciones, a presencia de los granadinos, dábase a los castellanos la orden de avanzar, como lo efectuaban con el mayor orden y sin que les intimidase el aparato de las tropas musulmanas.

     Formaban el ejército cristiano, fuera de los peones, que eran numerosos, y gentes todas de las tierras de Castilla y de León, de Galicia y de Andalucía, seis mil jinetes, figurando al frente de las indicadas fuerzas don Fernando de Castro, don Garci Álvarez de Toledo, maestre de Santiago, don Diego García de Padilla, maestre de Calatrava, don Gutier Gómez de Toledo, prior de San Juan, y otros muchos ricos-omes, grandes y fijos-dalgo de Castilla, a quienes se incorporaba en el campamento don Suero Martínez, maestre de Alcántara.

     Antes, sin embargo, de que diera comienzo el combate, llegaba jadeante a los reales de don Pedro un caballero berberisco, cuya cabalgadura se desplomaba espirante y sin alientos. Saltando de ella veloz, penetraba entre las tiendas preguntando por el Sultán Mohammad, y aunque iba cubierto de barro y lodo, apresurábase a presentarse a Abd-ul-Lah, para quien traía cartas de la mayor urgencia.

     Hallábase en aquel momento el acongojado Príncipe a la cabeza de sus rondeños; y apartándose a un lado con extraña agitación, recibía de manos del mensajero dos cartas que éste le entregaba, casi sin poder articular palabra alguna.

     -�De dónde vienes?-preguntole Abd-ul-Lah, antes de abrir ambas misivas.

     -Ocho días hace, �oh señor mío! que salí de Fez por orden de mi dueño el Sultán generoso y pío Abu-Zeyyan, a quien Allah proteja-replicó el africano saludando,-y aquí he llegado sin descansar por encontrarte.

     Había entre tanto Mohammad leído con febril impaciencia una de las dos cartas, y regocijado con la noticia que en ella le comunicaban, abrió la otra, y la llevó a sus labios con transporte.

     Después, sin poder ocultar la alegría que se retrató en su semblante, despojábase del valioso collar de ricas piedras que llevaba al cuello, y entregándoselo al berberisco que le miraba, exclamó:

     -No puedo hoy, como quisiera, �oh feliz mensajero de mi ventura! galardonar cual se merecen las gratas noticias de que has sido fiel portador, y la diligencia que has puesto en llegar hasta mí... Recibe, sin embargo, en muestra de gratitud este recuerdo; y cuando vuelva a asentar mis plantas en Granada, ven a mí, y entonces conocerás cuán grande es mi agradecimiento.

     Y picando espuelas al brioso corcel que montaba, desanublada la faz, los labios sonrientes y el aspecto feliz, se incorporó a sus jinetes rondeños, dando orden a Ebn-ul-Jathib de que atendiera al mensajero del Sultán de los Beni-Merines de la mejor manera que en aquellas críticas circunstancias era factible.

     Ya, entre tanto, seguidos de algunas compañías, habían cruzado el puente de Valillos los primeros de todos, Furtado Díaz de Mendoza y Martín López de Molina, doncel a la jineta del rey don Pedro, quienes recibían por honra suya los primeros golpes, pasando en pos el resto de la fuerza, con los nobles caballeros que la comandaban, y entre ellos, mezclados, los rondeños y el mismo rey de Castilla, a quien se había incorporado Mohammad.

     Esperábanlos, formados en apretado haz, los granadinos; y trabada la pelea, después de algunos personales encuentros, como quiera que entre los combatientes se buscasen de propósito el destronado Príncipe y Abu-Saîd, habiéndose mutuamente reconocido, corrieron el uno hacia el otro, apellidándose con grandes voces.

     Luchaban los granadinos con notable esfuerzo, digno de mejor causa, aunque no era menor su número al de las tropas de los nassaríes, enconándose más los jinetes de Ronda, quienes se lanzaban sobre las de Granada como el carnicero gerifalte se precipita sobre su presa, cuando la encuentra en el espacio.

     Alentados los de Castilla por el ejemplo de Furtado Díaz de Mendoza y de Martín López de Molina, que se habían arrojado en el grueso del enemigo, y estimulados los muslimes de Ronda por el amor que a Mohammad tenían, cayeron tan poderosamente sobre los jinetes granadinos, que, rotas las escuadras de éstos y desbaratadas con grandes pérdidas los haces, veíanse forzados a volver grupas, perseguidos y acosados de cerca por los nassaríes, quienes les acuchillaban sin compasión, yéndoles a los alcances.

     Bien porque les atemorizase la crueldad insaciable del Bermejo, bien porque fuesen hechura suya, es lo cierto que, contra lo que Mohammad esperaba, no hubo jinete que se pasase al campo del Príncipe destronado, aunque no lo es menos que lo fuerte y reñido de la lid tampoco se lo permitía.

     Aclaradas con los fugitivos las filas de los jinetes de Abu-Saîd, no fue difícil que en la confusión del combate se distinguiesen de uno a otro campo el usurpador y el destituido, encontrándose frente a frente después de haberse buscado, y llamándose a grandes voces, como queda dicho.

     Venía el déspota cubierto de sangre, y blandía colérico la espada, denostando a Abd-ul-Lah; traía el semblante descompuesto por la cólera, que le daba aspecto verdaderamente siniestro, y aunque algunos de los suyos pretendieron seguirle al ver la decisión con que se metía por entre lo más reñido de la lid, alejoles de su lado con imperioso acento, adelantando solo a donde le aguardaba su odiado rival y enemigo.

     Éste, por su parte, había avanzado también, y despidiendo con tono breve a Ebn-ul-Jathib y a algunos otros de los rondeños, se halló a poco en presencia de su primo, a quien miró con desprecio, aunque amenazador, llevando en alto la espada.

     -�Estás ahí, cobarde, mal muslime, engendro reprobado del demonio, maldito por Allah?...-decía el Bermejo con acento iracundo.-�Bendita sea su misericordia, que me permite poner término de un solo golpe a la guerra nefanda en que te complaces, derramando la sangre de los buenos muslimes!

     -Sí, aquí estoy, Abu-Saîd,-replicó Mohammad,-y en breve me tendrás en mi alcázar de la Alhambra, que has manchado tú con la inocente sangre de mis hermanos!..

     -Antes morirás a los golpes de mi espada, judío, hijo de judío, êlche maldito! Pero, arroja ese acero que ostentas ocioso en la diestra, pues cuadra en ella mejor la rueca con que las mujeres hilan el lino de mis campos! �Por qué no esgrimiste esa espada cuando te buscaba afanoso para darte muerte la noche en que huiste, cobarde, a Guadix, disfrazado con las ropas de mi esclava?.. Porque, la que tú llamas tu esposa, la que tanto adoras, es mi esclava, y no volverás a verla nunca!

     -Pon a un lado �oh Abu-Saîd! los insultos, que son más propios de mujeres, y deja hablar las espadas, que son más elocuentes entre hombres y en este sitio. Pero antes de que haya ido tu alma extraviada y maldita de Allah a esconderse entre las pavorosas sombras del infierno, antes de que mi mano desate el nudo de tu vida, quiero que sepas que Aixa, la Sultana de Granada, aquella a quien tú llamas tu esclava y crees tener en tu poder para mortificarme, es libre, libre como esas aves que cruzan el espacio, y tú no puedes hacerle daño alguno, asesino!

     -No tardará mucho, así tenga yo segura mi parte de Paraíso, en reunirse contigo en los brazos de Thagut,-replicó el rey Bermejo arrojando espuma por la boca, y lanzándose sobre su primo.

     Pero éste había tenido tiempo de parar el golpe que le dirigía Abu-Saîd, encabritando su caballo, y dio otro tan fuerte con el pomo de la espada sobre la cabeza del usurpador, que, sorprendido, soltó las riendas del fogoso bruto que montaba y se tambaleó en la silla, a la cual se asió instintivamente.

     -Ya ves,-dijo entonces Mohammad,-lo que valen tus bravatas... Podría sepultar ahora la hoja de mi gumía en tu garganta; pero no quiero que me llames asesino.

     Y como la espada de Abu-Saîd había caído en tierra, arrojó la suya al suelo Abd-ul-Lah, y sacando la gumía, esperó a que su primo imitara su ejemplo.

     El Bermejo, sin embargo de lo terrible de su cólera, no hizo ademán alguno; y como viese que sus jinetes todos, en confuso tropel volvían las espaldas, desbandándose por la campiña en dirección de la ciudad, perseguidos por los nassaríes,-prorrumpió, palideciendo intensamente, en horribles amenazas, y clavando los agudos acicates en los ijares de su montura, que relinchó de dolor, partió como un relámpago en seguimiento de los suyos.

     -Por Allah,-exclamaba al propio tiempo,-yo te juro, renegado, que nos encontraremos otra vez, y que entonces no quedará por tu parte la victoria!

     -Que Allah el Excelso te ilumine, desventurado!-replicó Mohammad viéndole partir, y recogiendo su espada y la del intruso, que permanecían en el suelo.

     Volvió después los ojos en torno suyo, y encontrando a su lado al valiente guazir Lisan-ed-Din, lleno de sangre que atestiguaba su presencia en el combate, sin pronunciar palabra, comenzó a andar en silencio hacia el lugar donde se recogían y reconcentraban los castellanos.

     Como durante todo el día anterior había estado lloviendo, el campo se hallaba fangoso y blando, y había muchos charcos, cuyas aguas cenagosas aparecían después de la batalla teñidas de rojo, descubriéndose entre los caballos muertos gran número de cadáveres de muslimes granadinos y de cristianos, mezclados y confundidos sobre el barro, armas ensangrentadas, y despojos del combate, esparcidos en desorden por todos lados.

     No pudo Mohammad contener a la presencia de aquel pungente espectáculo los impulsos de su magnánimo carácter; y mientras al ver tan gran destrozo alzaba al cielo los ojos, dos lágrimas brillantes surcaron sus mejillas, desapareciendo en el haique de lana que le envolvía.

     -Vamos de aquí!-exclamó al cabo, dirigiéndose a Ebn-ul-Jathib.-Mi corazón padece horriblemente contemplando estos ensangrentados trofeos de la muerte! �Que Allah derrame benéfico los tesoros de su misericordia sobre aquellos que han perecido! Que Allah me perdone a mí clemente el daño que ocasiona a los fieles muslimes esta guerra infanda y sacrílega, a que me provocan la ambición desmedida de mi primo, y la deslealtad de los que fueron mis vasallos!

     -Hubo un tiempo,-prosiguió mientras caminaba,-en que los fieles musulmanes sucumbían, mártires de la fe, en los campos de batalla!

     Pero morían con la esperanza lisonjera de resucitar luego en el Paraíso, donde estaban destinados a gozar eterna ventura! Mas estos infortunados que ahí yacen para pasto de las fieras y de los buitres, estos desventurados que no han sucumbido defendiendo contra los cafres(75) la ley del Islam, no gozarán de la presencia de Allah, y sus almas errarán por los espacios invisibles, lanzando maldiciones contra el tirano que ha sido con su perfidia causa de la muerte de ellos, y contra mí también, que no he sabido someterme a las inclemencias del destino! El día del juicio, cuando Allah desde al-ârxe, su trono resplandeciente, juzgue nuestras acciones, allí estarán para deponer contra mí, y pedir a la justicia del Excelso que me aflija con el peso de mis culpas, negándome la entrada en el Paraíso!

     -Desecha, señor, los temores que te asaltan,-replicó Ebn-ul-Jathib, conmovido a pesar suyo. La causa que defiendes es la causa eterna de la justicia. Como en otro tiempo los mequinenses defendían contra Mahoma (�complázcase Allah en él!) las imposturas de la idolatría que cegaba sus ojos y entenebrecía sus almas, ellos han defendido contra ti, que eres sombra de Allah, la maldad y la alevosía de Abu-Saîd, cegando la codicia sus ojos, y entenebreciendo sus almas el afán reprobado del lucro! Allah es justo! Él es el más misericordioso entre los misericordiosos! Ve en el fondo de tu alma, y el día del juicio no depondrán contra ti los que en el campo quedan insepultos, porque Allah es sabio y conocedor de todas las cosas! Todo cuanto hay en los cielos y en la tierra es suyo! Alabado sea!

     -En vano pretendes �oh Ebn-ul-Jathib! desvanecer con los rayos de tu elocuencia la verdad de mis culpas, que conozco. �No he visto yo los fértiles campos de los fieles islamitas, devastados sin piedad por esa hueste de idólatras que acompaña al Sultán de Castilla?... �No he visto sus ganados robados?... �No he visto sus aduares destruídos, incendiadas sus alquerías, violadas sus mujeres, cautivos a los mismos infelices, y ahora, ahora, �no he visto correr su sangre por sus heridas, para teñir con ella el cieno revuelto de ese campo, que debiera llamarse campo del arrepentimiento, por el que en mi corazón se despierta?...

     -Mira,-continuó.-�Sabes tú lo que me anunciaban las dos cartas que antes de comenzar el combate puso en mis manos ese berberisco, enviado hasta mí por el Sultán de los Beni-Merines?... En una de ellas me decía el Sultán que Aixa no había salido de Fez; pues en lugar suyo, el mensajero del Bermejo había por error llevado del alcázar a Amina; y la otra, es la carta en que la propia Aixa me refiere todo lo ocurrido y me atestigua de su amor, que es mi alegría! Pues bien, Lisan-ed-Din: ya que Ronda y su distrito me reconocen voluntariamente por su señor, ya que Málaga procede de igual manera, y ya que entre mis rondeños gozo de paz, sin que haya ojos que por mi culpa viertan una sola lágrima, me contentaré con ser Amir de Ronda, si es que no puedo fiar en la gente de Málaga, y con el cariño de Aixa, a quien tú mismo irás de mi parte a buscar a Ifriquia.

     -Oh soberano señor y dueño mío! Que Allah bendiga tu alma, que es tan hermosa como la luz del sol, y tan buena como la lluvia! Tu magnanimidad es tan grande, como son grandes los misterios de Allah! Hágase como deseas; pero antes de resignarte a abandonar lo que es tuyo, piensa y medita bien lo que vas a hacer, y no olvides que los buenos musulmanes no te agradecerán lo que pretendes,-contestó Ebn-ul-Jathib, en ocasión en que habían llegado ya a los reales.

     Saltó allí de su bridón Mohammad, y dando las riendas al guazir, se dirigió a la tienda de don Pedro, rogando a los donceles del monarca de Castilla anunciasen a éste su presencia.

     Poco después se hallaba delante del Sultán de los nassaríes, quien al verle se levantó de su asiento y corrió al encuentro del Príncipe.

     Iba el granadino sombrío y meditabundo, con el dolor pintado en el semblante; y llevando a su corazón primero, y a los labios después, la mano que le tendía don Pedro, se inclinó respetuoso delante de él, esperando a que le dirigiera la palabra.

     -Ya habéis visto, señor,-dijo don Pedro en tono festivo,-como Dios favorece vuestra causa, concediéndonos la victoria sobre vuestros enemigos, que lo son míos también y de mi reino. Regocijaos, señor, pues mañana habremos de penetrar en Granada; que tengo empeño en que mis mesnaderos y soldados os acompañen hasta vuestro famoso alcázar de la Alhambra.

     -Grandes son, �oh señor y Sultán mío soberano! las mercedes que te debo, y quisiera poder mostrarte mi corazón para que vieras en él y en mis entrañas lo inmenso de mi gratitud hacia ti; pero, señor, mientras hasta Allah (�ensalzado sea!) levanto mi espíritu para rendirle gracias por su misericordia; mientras escucho ahora el regocijado rumor que llena estos reales, en pos de la victoria que sobre las gentes de Abu-Saîd han conseguido tus nassaríes, oigo también lágrimas y quejas, e imprecaciones y sollozos que llenan de dolor mi pecho, y me hacen una vez más maldecir la guerra y la ambición de los hombres!

     -No me extraña, conociendo la bondad de vuestro ánimo y la triste pena que os embarga, la cual reconozco ser mayor que la que a mí me aflige; no me extraña, repito, oíros, señor, expresaros en tales términos, cuando tan cercano está el momento de ver coronadas vuestras esperanzas, en pos del triunfo conseguido, y que yo creí que os llenaría de júbilo, replicó don Pedro cortésmente.

     -Has dicho verdad �oh egregio Sultán de Castilla!... El día de la victoria está cercano; pero debo abrirte mi pecho en prueba de lealtad, para manifestarte lo inmenso del dolor que en medio del júbilo, produce en mi espíritu el espectáculo ofrecido a los ojos por la que fue mi Granada. El fuego execrable de la discordia, encendido con mano vil por el que hoy se hace llamar señor de estos dominios y heredero de los Anssares, es ya formidable y voraz incendio... Nada hay que lo ataje y lo contenga, señor mío, sino eres tú, si no es tu brazo poderoso! Y vengo a ti, atribulado y lleno de congoja, para implorar de tu ánimo clemente pongas remedio al mal, y sofoques el incendio que ya amenaza destruirlo todo.

     -Por mi fe, señor Mohammad,-repuso el de Castilla,-que os estoy oyendo, y no consigo comprender el sentido de vuestras enigmáticas palabras, por más esfuerzos que hago... Ruégoos, señor, por tanto, que expreséis con mayor claridad vuestro pensamiento,-añadió con alguna impaciencia,-pues, por Dios, que de otro modo habrá de serme difícil el contestaros.

     -Pues bien, soberano señor y dueño mío,-dijo Abd-ul-Lah,-préstame benigno oído, y comprenderás lo que deseo y lo que espero de tu amistad, nunca desmentida. Señor: desde que con generosa resolución viniste en acordarme tu poderoso amparo para recuperar el trono que Abu-Saîd usurpa, la suerte ha sido próspera para nosotros; muchos han sido los lugares y las fortalezas que, a tu presencia sólo, han abierto al Príncipe destronado sus puertas. También han sido muchos los que las han conservado cerradas, abriéndolas tus bravos nassaríes por fuerza de armas... Bien sé, enaltecido Sultán don Pedro, que cuando tu hermano y enemigo el conde don Enrique penetró por Soria, devastando aquellos campos, y sembrando en ellos la desolación y la muerte; que cuando el infante de Aragón, don Fernando, entró por tierra de Murcia, esparciendo el luto y la destrucción en su camino; que cuando el mismo don Enrique sorprendió de rebato a Nájera, maltratando sus indefensos pobladores, e inundando de sangre la alcana de los judíos, en cuyos bienes se cebó la rapiña,-bien sé cuánto padeció tu corazón magnánimo, viendo destruidas las cosechas, asesinados vilmente los pacíficos ciudadanos, y presa tu reino del incendio voraz que lo aniquilaba y consumía todo... �Cómo quieres, señor, que yo mire sin verter lágrimas de sangre, y con los ojos enjutos y el ánimo tranquilo e indiferente, las desdichas que pesan sobre mi amada patria?... �Cómo quieres que permanezca sordo a los clamores de mi conciencia, al ver este hermoso reino devorado por el incendio maldito de la guerra, que mi orgullo y sólo mi orgullo ha promovido?... La sangre de los que han muerto combatiendo, cae gota a gota sobre mi cabeza; veo a mi paso, que semeja al del Simun en el desierto, destruídos los campos, antes fértiles y lozanos, asolados los aduares, arruinadas las alquerías, maltratados los fieles muslimes, dichosos antes de que yo viniera; violadas las mujeres, saqueadas las haciendas, amedrentadas las poblaciones, desmanteladas las fortalezas, deshabitados los lugares... Las acequias con que el laborioso campesino regaba sus ya estériles tierras, no llevan agua, sino sangre; y por donde quiera que voy, me parece que va conmigo la maldición de Allah (�ensalzado sea!)

     -No es, a la verdad, señor, grandemente lisonjera para vos y para nuestra hueste, la pintura que de la actual campaña acabáis de hacer �oh Mohammad! Los azares de la guerra son los que habéis tan minuciosamente enumerado; pero...

     -Escucha, Príncipe y señor mío,-añadió Abd-ul-Lah interrumpiendo al castellano.-Si es exacto el cuadro de horrores que he presentado a tu vista, vengo a ti en esta ocasión solemne para suplicarte que extremes más aún tus bondades para conmigo, accediendo benévolo a mis ruegos. El invierno avanza; las dificultades de la campaña abierta con tanta fortuna para nosotros, crecen; la melancolía se ha apoderado de mi espíritu, y el desengaño le trabaja...

     -Ya os comprendo, señor,-interrumpió a su vez don Pedro levantándose.-Las amenazas del Bermejo, en cuyo poder se halla vuestra esposa y señora, pueden en vuestro corazón más que el deseo de reconquistar el trono, y queréis �vive Dios! que ahora, que estamos frente a Granada, que ahora, que acabamos de vencer al usurpador, me retire a Castilla con mis mesnadas y mis caballeros... Ya conocéis, señor, que lo que hoy me pedís es imposible... Que es tarde para retroceder, y que no sois vos solo quien se halla realmente interesado en esta empresa. La vida de vuestra esposa no correrá, yo os lo juro, riesgo de especie alguna, pues hoy mismo estaremos sobre Granada.

     -No es eso, Sultán excelso, lo que me hace desistir de mis legítimas reclamaciones,-contestó Mohammad mostrando a don Pedro las cartas de Abu-Zeyyan y de Aixa.-Mi amada Aixa, por altos designios del Señor de los cielos y de la tierra, no ha salido de Ifriquia, y permanece en el alcázar del Sultán de los Beni-Merines... Lee, lee su carta, y por ella verás cuán grande es mi alegría,-prosiguió el jazrechita animándose.-Es, que mejor quiero vivir siendo señor de Ronda solamente, que recobrar el reino arrebatado a mis manos por la traición y la perfidia; que ver a los siervos del Misericordioso destrozados por los nassaríes... Es, que me bastan el oscuro retiro que aquella encrespada Sierra de Ronda me ofrece, y el amor de Aixa, y no apetezco ya ceñir a mis sienes una corona manchada con la sangre de los fieles musulmanes.

     -Bien está en vuestros labios, señor,-repuso don Pedro,-cuanto acabáis de manifestar con vuestras palabras, que dan indicio de lo noble de vuestra alma y de lo generoso de vuestro corazón; pero olvidáis por vuestra parte que al tomar nos bajo nuestro patrocinio la defensa de vuestros derechos, hallábamos nos interesados viva y poderosamente en hacer triunfar la justicia de vuestra causa, pues no puede dar Castilla al olvido en momento alguno, que vos y vuestros antecesores y vuestros descendientes, habéis sido, sois y seréis vasallos de los monarcas que heredaron de nuestro ilustre abuelo don Fernando, el conqueridor de Córdoba, de Sevilla, de Jaén y de Murcia, el señorío sobre vuestro reino... Interesa pues, a la tranquilidad de Castilla, señor, que vos rijáis los destinos del pueblo muslime en nuestra España, y no seremos nos quienes retrocedamos en la campaña.

     Aún resistió don Pedro largo rato las súplicas y los deseos que el descendiente de los Anssares reiteraba insinuante; pero labrando al cabo en el ánimo del castellano las razones que el musulmán le expuso, y llamado además a Castilla por sus propios intereses, cedía bien que no de buen grado al postre; y estrechando no obstante entre sus brazos al granadino, pronunció con tono solemne las siguientes palabras:

     -Pésame, señor, que cuando la fortuna nos sonreía, y el éxito coronaba nuestros afanes, abandonemos la campaña. Pero nos, en virtud del señorío que sobre vos habemos, no somos venidos sino a ampararos y serviros, y servicio vuestro es, cual pretendéis de nos, el de que volvamos a Castilla.

     A nuestros reinos, que reclaman nuestra presencia, volveremos; y no olvidéis, señor, que pudiendo hoy mismo asentaros de nuevo en el trono de Granada, repugnáis hacerlo vos mismo. El día, pues, que necesitéis de nos, volved a nos confiadamente; y entonces, como ahora, os serviremos de buena voluntad con todo nuestro poder y nuestro esfuerzo.

     Abrazó a su vez Mohammad, lleno de reconocimiento, a don Pedro, y aunque no sin sorpresa de las huestes castellanas y de sus caudillos valerosos, tomaba el ejército de los nassaríes aquella tarde misma la vuelta de Al-calaât Yahsob (Alcalá la Real), donde, con grandes muestras de amistad, se separaban el rey de Castilla y el Príncipe granadino: el primero, para volver a sus estados, y para regresar a Ronda el segundo, con los muslimes que le seguían y formaban su mesnada.

     Grande fue el regocijo con que los leales rondeños recibían a Abu-Abd-il-Lah Mohammad, cuya llegada había anunciado Ebn-ul-Jathib por medio del berberisco mensajero de Abu-Zeyyan, quien con los jinetes de Mohammad cabalgaba.

     Y aunque el tiempo era crudo, por acontecer este suceso en los postreros días de la luna de Safar de aquel año 763 de la Hégira(76), no por eso dejaron de salir con hachones encendidos y lelilíes, la noche de su llegada a Ronda a festejar al Príncipe proscripto, de cuya magnanimidad tenían noticia por el africano, presentando pintoresco aspecto aquellos lugares agrestes y montañosos, donde no había peña, ni pliegue del terreno, desde el cual no fueran agitadas las antorchas y extremadas las señas del general contento.



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- XXVIII -

     CUANDO Abu-Saîd, humillado y maltrecho, llegó tras de la rota de Pinos Puente a Granada, silencioso y nada lisonjero fue con verdad el recibimiento que le hicieron sus vasallos.

     Agolpadas estaban las gentes en los adarves del recinto amurallado, y desde allí, con sobresalto los unos, con alegría los otros, y todos conmovidos, veían volver en desorden y al galope de sus ligeros corceles a aquellos bravos campeones, a cuya sola presencia creían que habían de huir espantados cual gacelas los guerreros nassaríes.

     Sombrío y ceñudo, llevando en el semblante retratada la cólera que le poseía, pasó el tirano por entre la muchedumbre atónita, sin que un solo grito de salutación o de simpatía saliese de los labios de nadie.

     Así, acompañado del africano Idrís-ben-Abu-l-Ola, que había cobrado sobre él grande ascendiente, y seguido de algunos caudillos, atravesó parte de la ciudad, penetrando por Bib-Elbira, y subió la empinada cuesta que conduce a Bib-Aluxar, entrando en el recinto de la Alhambra, desde cuyo foso subía por Bib-Algodor a la meseta de la colina roja, llegando al alcázar sin haber pronunciado palabra alguna.

     La victoria alcanzada por los nassaríes, y el frío recibimiento de los granadinos, no pesaban tanto en su ánimo como el triunfo que sobre él había personalmente conseguido su enemigo Abu-Abd-il-Lah-Mohammad, en cuyo trono mancillado se sentaba.

     Valiente y animoso, amante de los peligros y de la lucha, Abu-Saîd el Bermejo no podía creer que a aquel joven, a que había despojado y a quien juzgaba sólo diestro en las artes cortesanas, le fuera dado jamás esgrimir la espada de combate, y menos aún vencer, como lo había hecho, al que era león en la pelea.

     En sus oídos resonaban todavía las serenas frases de Mohammad, y, sobre todo, y con extraña insistencia, aquellas relativas a Aixa, no acertando a explicarse cómo estando, cual a su juicio estaba la joven, reducida en el recinto de aquella fortaleza desde que fue conducida allí a su llegada de Fez; cuando él se había apoderado de ella cual prenda e instrumento para conseguir el pacífico disfrute del usurpado trono, mostraba tal seguridad y tal confianza en su libertad su primo.

     En aquella misma cámara espléndida y lujosa en la que el desposeído Abd-ul-Lah festejaba lleno de amor a la hechicera Aixa; sentado sobre aquel mismo sofá, donde tantas veces trémula de pasión había reposado la joven,-Abu-Saîd, colérico y soberbio, decretaba con bárbara crueldad y repugnante complacencia la estéril muerte de los adalides que habían en Pinos Puente huido, y daba orden a Idrís-Abu-l-Ola para que hiciera comparecer a su presencia a la cautiva, que permanecía en el Al-Hissan de la Alhambra.

     No había osado, por cierto, el favorito desplegarlos labios, aun dada la confianza que con su señor el Bermejo tenía; y poniendo por obra la orden del Sultán, regresaba al poco tiempo seguido de una mujer, cuyas formas esbeltas y redondas se dibujaban a través del ropaje que vestía, y en cuyos ojos, única parte descubierta de su semblante, brillaban a la par la curiosidad y el asombro.

     Alzó Abu-Saîd la cabeza cuando advirtió la llegada de la joven, y fijando en ella la mirada, preñada de amenazas, hizo que Idrís despejase con los demás guazires el aposento, quedando solos en él el gavilán y la paloma.

     -Descúbrete, mujer,-exclamó entonces con tono breve y reconcentrado, dirigiéndose a la muchacha; mas como viese que ésta vacilaba en obedecerle, alzose de su asiento, y con rabiosa mano desgarró el al-haryme que ocultaba el rostro de la cautiva.

     -No me engañaba!-rugió lleno de ira.-Era verdad lo que Mohammad me había dicho! Tú no eres Aixa, miserable criatura!-añadió encarándose con la joven que temblaba de miedo.-�Quién eres tú, y cómo ocupas el lugar de esa esclava que hice traer de Ifriquia?

     -Oh señor mío!-acertó a decir la muchacha cayendo de rodillas a los pies del tirano.-No: yo no soy Aixa... Aixa quedó en Ifriquia, en el alcázar del poderoso Abu-Zeyyan (�protéjale Allah!)... Presta a mis palabras tus oídos, señor, y sabrás por qué extraño cúmulo de circunstancias ocupo yo el lugar de aquella cuya posesión sin duda codicias.

     -Por Allah, que mientes, insensata!... Jamás he codiciado cosa tan miserable como esa esclava, sierva de Xaythan, a quien Allah maldiga! Habla pronto, y por tu cabeza, dime cómo te encuentras tú en su puesto, y cómo has burlado al Sultán de Granada!-interrumpió Abu-Saîd, pálido de coraje.

     Entonces la joven, que no era otra sino Amina, anegada en llanto, trémula y sollozante, refirió al rey Bermejo de qué forma había sido regalada en señal de amistad, juntamente con Kamar, al destronado Príncipe Mohammad por el Sultán Abu-Salem, a quien Allah haya perdonado; cómo desde el primer momento Aixa,-unida allí ante el cadhí de la Mezquita de Muley Idrís en matrimonio con el Príncipe,-había sabido granjearse por sus virtudes y cariñoso trato el afecto sincero de ambas jóvenes, y cómo al partir para emprender Abd-ul-Lah la guerra contra Abu-l-Gualid Ismaîl en Al-Andalus, había quedado Aixa con ellas triste y acongojada en el alcázar de Abu-Salem, no ocultando detalle alguno tampoco del pánico invencible que se apoderó de las tres mujeres, cuando, después del asesinato del Sultán de los Beni-Merines, la soldadesca y el populacho asaltaron el palacio de la sultanía, ni callando la benignidad de Abu-Zeyyan, antes de la fatal misiva enviada por el mismo Abu-Saîd, en reclamación de la esposa legítima de su primo, como esclava fugada del propio rey Bermejo.

     -Fue entonces,-prosiguió Amina,-cuando concebí la idea de suplantar la persona de Aixa, a quien tanto ama mi dueño; y así que Abd-ur-Rahim, el jefe de los guardias del Sultán, se hubo separado de nosotras, después de habernos comunicado la orden en que Abu-Zeyyan ponía a disposición de tu mensajero la princesa Aixa,-no vacilé en exponer mi pensamiento a la esposa de mi señor, ponderándole los riesgos que iba a correr si se entregaba en manos de los enemigos de Mohammad. Larga fue y porfiada, �oh señor mío! la lucha que entablamos; pero ella era madre, y aunque ansiaba respirar el mismo ambiente que su enamorado, aunque anhelaba que a ambos cobijase el mismo hermoso cielo de Chezirat-al-Andalus, pude vencer al cabo, y cuando a la mañana siguiente tu enviado se presentaba a recoger su presa, ataviada yo con las ropas de Aixa, ocupé su puesto, y en él me tienes �oh egregio y poderoso Sultán de Granada!

     Así dijo la joven, sin abandonar la postura humilde en que se hallaba, a los pies del tirano.

     Guardó este angustioso silencio por algunos instantes, durante los cuales contempló con aire feroz a la desconsolada Amina.

     Ni la hermosura de su angelical semblante, ni las transparentes lágrimas que brotaban de sus fascinadores ojos, ni los sollozos reiterados que agitaban su seno, conmovieron a Abu-Saîd, quien, llamando a Idrís-ben-Abu-l-Ola, dábale orden de llevar de allí a la cautiva, a quien sentenciaba a muerte su crueldad insaciable y sin nombre.

     Al escuchar Amina la terrible determinación del Sultán, volvía a él sus miradas atónita, como si no hubiese llegado a comprender; hasta que al fin, suplicante, extraviada y como fuera de sí, corriendo a las plantas del déspota, asíase a las vestiduras de éste, exclamando con desgarrador acento:

     -Oh! No! No, Sultán mío! Conmuévante mi juventud y mis lágrimas, y lo generoso del propósito que me ha traído a tu presencia! �Qué triunfo habrás de conseguir con la muerte de esta infeliz mujer? Mira mis mejillas, frescas como el capullo de la rosa; mis labios, húmedos y rojos como la flor del granado en la alborada; mis ojos, que brillan con el esplendor de la juventud... �No habrá, señor y dueño mío, no habrá en tu corazón magnánimo un solo sentimiento compasivo que interceda por mí, y te decida a que revoques la crueldad de la orden aterradora, dictada en mi propia presencia?

     -Que Allah te maldiga tantas veces como cabellos tienes en la cabeza, miserable!-replicó el rey Bermejo, separando a Amina con coraje.

     -Perdón! Perdón! Una palabra de clemencia en tus labios, y bendeciré constantemente tu nombre!-replicó la joven, arrastrándose a los pies de su implacable verdugo.

     -Por Allah el Excelso te juro,-prosiguió Amina con voz apenas inteligible por los sollozos,-que yo no sabía el mal que pudiera causarte la suplantación con que he salvado a Aixa! Tú, que eres aquí en Granada, sombra e imagen del más Misericordioso entre los misericordiosos, que eres su vicario, apiádate, señor, de mi quebranto, y otórgame tu perdón! Iré a esconderme donde tú dispongas, o seré tu esclava fiel y sumisa... Haré cuanto ordenares, y procuraré templar la pena que aflige tu corazón, al ver que no soy Aixa, cual lo creías!

     -Otra vez ese nombre maldito!- rugió Abu-Saîd con acento destemplado.-Calla! Calla, esclava, o yo mismo ahogaré con mis propias manos tu voz en los impuros labios! Y tú, añadió dirigiéndose a su favorito, quien había permanecido mudo e imperturbable contemplando aquella escena,-lleva de aquí a esta mujer, antes de que me sea por más tiempo posible contener la cólera... �Ay entonces de Granada y de cuantos me rodean!

     Asió Idrís a la infeliz Amina por ambos brazos, y sin conseguir acallar sus lamentos y sus gritos desgarradores, la sacó de la estancia.

     Aguardaba el mexuar o ejecutor de las sentencias a la puerta de la cámara de Abu-Saîd, después de cumplida en los adalides la dictada sin apelación contra ellos por el Sultán; y, apoderándose allí de la joven, llevábala en sus nervudos brazos casi exánime, para conducirla al Al-Hissan, donde debía poner por obra la orden del sanguinario rey Bermejo, cuando se presentaba de improviso ante él el joven Isa-ben-Yâcub-Al-Jaulani,-pues no otro era el nombre del emisario que había desde Fez acompañado a la esclava,-y atajándole en su marcha, exclamó:

     -Detén tu paso fúnebre, �oh ministro de malak-al-maut!

     -�Vienes acaso en nombre de nuestro señor y dueño el Sultán?- interrogó el mexuar deteniéndose.

     Habían, con efecto, dada la intimidad en que desde Ifriquia vinieron Amina y él, causado extraña impresión en Isa los encantos de la muchacha, cuyo cautiverio procuró endulzar, merced a la amistad que con el déspota le unía.

     Oculto tras de los tapices de la cámara de Abu-Saîd, había presenciado la conmovedora escena ya pasada; y en tanto que su corazón latía con inacostumbrada violencia, al saber que aquella cuyas gracias le habían subyugado, no era la mujer a quien tanto aborrecía el Sultán,-horrorizado por la crueldad con que éste condenaba a muerte a Amina, y gozoso por que veía posible ya la realización de sus secretos deseos,-no vaciló un momento, y saliendo del alcázar, llegó a tiempo de detener al mexuar, como lo hizo.

     Fiado en la amistad que el Bermejo le dispensaba, al escuchar la pregunta del ejecutor, concibió el proyecto de salvar a Amina, y sin meditar las consecuencias, respondió rápidamente:

     -Así place a Allah... Vengo, pues, a que me entregues esa muchacha.

     Conociendo por su parte el mexuar el favor de que Isa disfrutaba, no tuvo inconveniente en dar crédito al cortesano, y depositando en sus brazos el cuerpo de la desvanecida joven, se retiró tranquilo e indiferente.

     -Por la cabeza de mi padre!-exclamaba en tanto Isa, dirigiéndose a la al-medina con su precioso fardo.-Que no sea yo musulmán, si te arranca ahora Abu-Saîd de mi poder, y si allí, a mi lado y con mi amor, no recobras la tranquilidad, y no eres tan dichosa cual mereces!

     Al volver en sí, Amina, con los ojos extraviados, oscurecida momentáneamente la luz de su razón, derramó sus miradas, llena de sobresalto, por la estancia en que se encontraba y que era para ella completamente desconocida.

     Cubrían las paredes ricas telas de Persia, peregrinamente tejidas de sedas y oro figurando con ellas vistosos dibujos, cuyo vivo colorido destacaba brillante sobre el alicatado y sobre la franja de pintada yesería que, a modo de orla o arrabaâ, recorría los ángulos de los muros, sirviendo de marco a los paños de oro referidos.

     Al frente, abríase gallardo un arco peraltado, cuyos caireles se recortaban sobre el transparente celaje, y daba paso a una escalera de marmóreos peldaños, la cual caía sobre vistoso jardín cubierto de arrayanes y de murta, de naranjos y limoneros, de bananos y laureles, rosas y otro sin fin de arbustos y de plantas que, a pesar de la estación, comenzaban a verdeguear en el fecundo suelo granadino.

     Un ajimez de labradas celosías que, fingiendo trastornadora combinación geométrica, ostentaban en el centro de caprichoso modo calada la sagrada frase inicial y llena de virtudes: bism-il-Lah-ir-Rahman-ir-Rahim(77), abríase en uno de los muros, mientras en el otro volteaba, aunque de menores proporciones que el del frente, otro arco, cerrado por delicada puerta de ensamblaje.

     Agrupadas en forma de complicadísima estrella, formaban el techo multitud de coloridas estalactitas o colgantes, y de su centro, por medio de fuerte y resistente cordón de grana y oro, pendía una corona de luz, labrada en alabastro.

     Alzándose del mullido sofá en que se encontraba, adelantose Amina hacia el jardín; y dirigiéndose luego al ajimez, espació la mirada mal segura por entre la calada celosía, volviendo luego a la puerta cerrada, delante de la cual se detuvo, llena de indecisiones.

     -�Oh Allah, el Omnipotente, el Misericordioso!-exclamó cayendo de rodillas sobre la bordada alfombra o alcatifa, en actitud orante.-Tú solo eres grande! Tú solo eres poderoso! Tú solo eres quien pueda, con un soplo, humillar al soberbio y ensalzar al humilde!... �Ilumina, Señor, mi razón que se extravía, y dime si es un sueño todo cuanto ha pasado, o estoy quizás en alguno de los lugares del Paraíso, separada ya mi alma de mi cuerpo!

     Pero no-prosiguió reconociéndose.-Estos jirones que rodean mi cuello, son los del al-haryme que desgarró con su propia mano ese déspota cruel que me ha sentenciado a muerte!... Estas son las mismas vestiduras con que salí de Fez, acompañada de aquel joven Isa, que murmuraba en mis oídos encantadoras frases!... �Oh, sí!... Todo ha sido un sueño!... Pero-añadió deteniéndose en medio de sus incoherencias,-�dónde estoy?... �Qué lugar es éste en que me encuentro, y que parece por los genios mismos fabricado?... �Qué jardín es ese que ante mi vista tengo, y qué es lo que ha ocurrido para que me halle aquí, en vez de encontrarme en la fría prisión en que hasta ahora he permanecido?... �No habrá nadie que pueda explicarme todo esto?...

     -Sí, hermosa Amina-dijo una voz dulce y melodiosa que resonó en el aposento, haciendo que la joven volviese la vista hacia el punto de donde había partido.-Sí, hermosa Amina-repitió el joven Isa-ben-Yâcub apareciendo en aquel instante.-Sí; yo, si me lo permites, podré explicarte lo que tu razón no comprende ni puede comprender todavía.

     -�Eres tú, Isa?-exclamó la joven con acento gozoso y tranquila confianza.-Ven, ven a mi lado, como lo estabas durante el viaje que hice contigo desde Ifriquia; ven, y desvanece con tu palabra las nieblas que rodean y oscurecen mi razón casi extraviada!

     Adelantó Isa por extremo agitado, y fijando los ojos amorosos en el semblante de la bella africana, a quien por vez primera veía descubierta, tomó asiento a su lado.

     -No ha sido, �oh encantadora criatura!-dijo-sueño, cual imaginas, nada de cuanto en confuso tropel se agolpa a tu memoria. Los designios de Allah, son verdaderamente inescrutables! El crimen que cometiste suplantando a Aixa, ha sido, en realidad, castigado con la muerte por el Sultán de Granada, en cuya presencia estabas ha un momento. Su mano colérica ha sido la que ha desgarrado tu al-haryme, permitiendo que yo pueda gozar ahora del supremo bien de contemplar tu hermosura...

     -Luego �es cierto-interrumpió Amina con insegura voz, y ocultando instintivamente el rostro en los restos del velo, es cierto que estoy condenada a muerte?...

     -Sí, es cierto-repuso el joven.-La voluntad inexorable de mi señor y dueño el Sultán, te ha condenado a muerte; pero puedes estar tranquila, porque si para él has muerto, vives en cambio para mí... Allah me inspiró el separar de tu cuello la horrible cuchilla del verdugo, y traerte aquí, donde nadie habrá de buscarte.

     -�Tú?... �Has sido tú, señor, quien ha ahuyentado a malak-al-maut, cuyas negras alas sentí agitarse sobre mí amenazadoras?... Que Allah prolongue tus días, y te preserve del fuego eterno y de los hijos del pecado!...-dijo la muchacha toda trémula, y fijando con gratitud en Isa la mirada.

     -Sí: yo he sido, Amina... Yo, que no podía consentir que de ese modo perecieses tú, la más bella de las obras de Allah! Yo, que he callado tanto tiempo temeroso... Durante aquellos días en que cruzábamos al paso de nuestras cabalgaduras las tierras de Ifriquia, �no te dijeron nunca mis ojos, hermosa criatura, lo íntimo de mis afanes, lo secreto de mis ansias?... �No leíste jamás en ellos �oh Amina! el tormento sin nombre que mi corazón sufría, la pasión sin límites que devoraba en mis entrañas!... Si he callado hasta este momento-prosiguió Isa animándose,-si mis labios jamás osaron declararte mis sentimientos, ha sido porque no creí nunca que el Sultán mi señor (�prospérele Allah!), me hiciera reclamar a Aixa, por quien te he tenido hasta aquí, sino para aumentar con ella las hermosas mujeres de su harem; pero hoy, hoy que he visto que no eres quien todos presumíamos; hoy que he visto la crueldad del Amir para contigo; hoy, que te ha sentenciado a muerte, puedo ya libremente caer a tus plantas y decirte que te amo: que sin ti es la vida para mí insufrible tormento, y que una palabra tuya puede hacerme la más feliz de las criaturas, anticipándome las dulzuras inefables y eternas del prometido Paraíso!

     No dio Amina respuesta inmediata a las apasionadas frases del mancebo; el rubor de sus mejillas, el centelleo de sus ojos, bajos y con insistencia fijos en el pavimento, la agitación de todo su ser, bien claro manifestaban que la joven berberisca, llena de gratitud, no era insensible tampoco a aquellas muestras de cariño con que, al volverla a la vida, le atestiguaba su amor el favorito del tirano de Granada.

     Al fin, y como el enamorado doncel permaneciese de rodillas, levantó Amina la cabeza, y mirándole confusa, exclamó en voz baja y conmovida:

     -Todo eso que dices, señor, me lo han dicho tus miradas... En ellas leí tu pasión y tus sentimientos... Así Allah me salve, �crees, por ventura, que no sé quién era el misterioso cantor que, durante las nocturnas y forzadas estaciones de nuestro viaje, entonaba endechas tan sentidas al lado de la tienda donde yo reposaba?... �Crees tú que no comprendía yo por qué, cuando galopabas a mi lado, ibas triste y silencioso como la imagen de la muerte?... Sí: todo cuanto ahora tus labios me declaran, todo lo conocí... �Qué otra cosa está a nosotras, pobres mujeres, reservada, si no conocemos la impresión que producimos?... Si tú no has olvidado aquellos días, tampoco yo, encerrada en la prisión en que he permanecido en esta ciudad, que tan hermosa se presentó a mi vista, he dado al olvido aquellos recuerdos, ni se desvaneció para mí tu imagen... Tú eras mi único amigo aquí, en esta tierra extraña, donde me encuentro sola, y tan lejos del suelo donde vi la luz primera!

     Pero-añadió arrancándose totalmente los restos del al-haryme-yo no me pertenezco!... Lee �oh Isa! lee lo que estas letras bordadas en oro sobre la fina gasa de mi velo dicen, y comprenderás por tu parte cuán grande será mi pena, cuando sintiéndome arrastrada hacia ti por la pasión y por la gratitud que te debo, me hallo imposibilitada de acceder a tus deseos, que son también los míos!

     Y mientras que en su semblante encantador, enardecido, se retrataba vivamente el sentimiento de que se hallaba en realidad poseída, presentaba a los ojos del joven los jirones del velo que debía cubrirla.

     -�Es cierto!-exclamó Isa con tristeza.-Es cierto que en él se lee el nombre de tu dueño Abu-Abd-il-Lah Mohammad, Sultán un día de los muslimes granadinos; pero tu señor no te ama, y está muy lejos de aquí para que pueda impedir que nos amemos nosotros. Desecha �oh amada mía! esos temores, y pues estás muerta para todos, gocemos en este retiro, que mi amor te entrega, las venturas que nuestra pasión nos brinda...

     -�Nunca!-interrumpió la africana con resolución.-Jamás seré tuya, mientras no me dé libertad mi dueño, y autorice nuestro amor!... Si tú me amas, cual me dices; si es verdadera la pasión que he leído tantas veces en tus ojos y hoy ratifican tus labios, ayúdame a conseguir de mi señor la libertad, y con ella el derecho de amarte... Amina es mi nombre y amina(78) he de ser para aquel a quien persigue la suerte de tan cruel manera... Tú eres, señor, poderoso, según me has dicho, en Granada!... �Por qué no vuelves los ojos al legítimo Sultán de este hermoso reino, favoreciendo su restauración en la sultanía que Abu-Saîd le usurpa?...

     -Por Allah,... �qué dices?...-exclamó Isa sorprendido.-Que no goce del Paraíso, Amina, si no desvarías en este momento, y si tu espíritu no está poseído por el mismo Iblís!... Que Allah (�ensalzado sea!) te ilumine, porque no sabes lo que has dicho... Bien sé que Abu-Saîd, por lo cruel y lo sanguinario, es indigno del trono de los Anssares... Bien sé que, lejos de esgrimir con mano fuerte, como esperaban los muslimes, la espada del Islam, sólo piensa en acumular riquezas e imponerse por el terror entre los fieles..; pero yo no puedo abandonarle, ni puedo olvidar lo que le debo, ni tu señor Mohammad habrá jamás de perdonarme la parte que en su caída tuve, ni la amistad que el príncipe Bermejo me dispensa, ni menos aún la misión de que fui encargado a Fez, gracias a la cual consintió la benevolencia del Excelso que te amase!...

     -Oh! No le conoces tú, señor, no le conoces, cuando hablas de ese modo, ni es tu amor hacia mí tan grande como le has pintado, cuando vacilas! No hay en la tierra corazón más noble y magnánimo que el de ese Príncipe, a quien aborrece tu Sultán, ni hay bondad comparable con la suya!-dijo Amina con verdadero entusiasmo.

     -Tus palabras me lastiman, Amina,-replicó Isa sintiéndose herido por los celos.-Hablas con demasiado calor de Mohammad, para que no te crea interesada en su defensa.

     -Te equivocas,-repuso la joven.-Jamás de los labios del Sultán Mohammad ha salido palabra alguna de amor, ni para mí ni para Kamar, mi hermana, que allá en Ifriquia llorará con Aixa mi ausencia, juzgándome ya muerta! Su amor es de Aixa, y hace bien por Allah, porque ella es como la luna llena, y nosotras sólo somos luceros a su lado!

     Brilló en los ojos del mancebo un relámpago de alegría al escuchar la ingenua declaración de la berberisca, y templando el ardor de la desconfianza, dijo:

     -Si fuera cual supones la magnanimidad del Príncipe tu señor, no habría ciertamente buscado en los idólatras de Castilla el amparo que le negaban los muslimes, ni hubiese talado nuestras campiñas, ni asolado nuestras ciudades, ni derramado la sangre de los fieles como él lo ha hecho!

     -�Ha hecho eso?-exclamó regocijada la esclava.-Que Allah le ampare y le proteja! Entonces, pronto volverá a su Granada, y yo a sus pies imploraré la piedad de su corazón para contigo, y seremos felices!

     Y con rápido y voluptuoso movimiento, echó sus brazos al cuello de Isa, estrechándole en ellos cariñosa.

     Poco después, quedaba entre ambos jóvenes concertado el pacto por el cual Isa trabajaría en favor de Mohammad, temeroso de que Abu-Saîd descubriese el paradero de Amina, e hiciera caer sobre la cabeza del mancebo el rayo rencoroso de su cólera.



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- XXIX -

     RODEADO del amor, de que tantas y tan señaladas pruebas le tenían dadas los leales rondeños, y reconocido sin contradicción en aquel montuoso distrito, donde jamás pensó inquietarle su contrario,-mientras conformándose voluntariamente con la suerte, desistía Mohammad de todo intento para recuperar el trono por la fuerza, no sin disgusto con verdad de Ebn-ul-Jathib y del mayor número de sus partidarios,-consagrábase por entero a procurar la felicidad de aquellos que le habían acogido como señor en los aciagos días de su desventura, acrecentando por tal camino la estimación y el respeto que hacia él sentían sus vasallos.

     Con frecuencia, y de las diversas coras del reino, recibía noticias que le aseguraban ser muchos los que, cansados de la tiranía del Bermejo, deseaban ardientemente que fuera el déspota castigado, y que el hijo de Yusuf I volviese a ocupar el trono; pero en su imaginación tenía demasiado vivos Abd-ul-Lah los cuadros de devastación y de horrores que había presenciado durante la campaña en que le ayudó tan eficazmente el rey de Castilla, y labraban tan poderosamente en su ánimo los temores que le habían decidido a desistir de aquella empresa, cuando era quizás llegada la ocasión del triunfo,-que no apetecía con verdad volver a Granada, si para ello era preciso causar daño alguno a los muslimes.

     Altamente sorprendido quedaba por su parte el sanguinario Abu-Saîd, después de la derrota de Pinos-Puente, cuando transcurridos algunos días, y no dudando de que don Pedro y Mohammad se aprovecharían del triunfo intentando apoderarse de la capital, veía que nassaríes y rondeños se separaban, volviendo a Castilla los primeros y a los riscos y espesuras de su sierra los segundos, sin avanzar más en su empeño, y desistiendo al parecer de él, siendo así que hasta entonces les había sido próspera la fortuna.

     Sin comprender las causas de aquella resolución, y recelando que los enemigos volverían acaso en breve con mayores fuerzas para acometer a Granada, mantuvo en pie de guerra y vigilantes sus huestes, mandando a los caudillos de las fronteras que permaneciesen a la expectativa, a fin de hallarse siempre prevenidos.

     Había en tanto el rey de Castilla regresado a su corte, sin haber abandonado el propósito de castigar, al rey Bermejo, no ya en nombre y representación de Mohammad, a cuyos ruegos había noblemente deferido retirándose de la vega de Granada, sino en el suyo propio y en uso de la legítima autoridad que como a señor le correspondía, por lo alevoso de la conducta del muslime, que tantos daños le había ocasionado, al obligarle, con la paz del aragonés, a restituir a éste lo que en la última campaña tenía conquistado.

     Ni dejaba tampoco de moverle la consideración de que convenía altamente para sus intereses el traer ocupada la atención de la voluble nobleza castellana; pues aunque el conde de Trastamara y sus hermanos continuaban, allende el Pirineo, sirviendo al rey de Francia, sabía por experiencia que la paz exterior para los ricos-hombres y los magnates era en sus reinos ocasionada a bullicios, desórdenes y asonadas, que cedían siempre en desprestigio y daño de la corona.

     Bien que sin ánimo de emular el ejemplo de sus ilustres predecesores, ni el de rescatar tampoco de la servidumbre islamita aquella fértil región de Al-Andalus que constituía el reino granadino,-daba por tanto a sus fronteros orden de verificar, cuando lo estimasen conveniente, cabalgadas y correrías por el territorio muslime, a fin de debilitar al rey Bermejo, y obligarle a solicitar clemencia de aquel su soberano, a quien tenía por tantas causas ofendido.

     Obedeciendo la consigna recibida, no mucho después de la retirada de don Pedro, concertábanse en Jaén el maestre de Calatrava, el Adelantado mayor de la frontera, el caudillo del Obispado y otros caballeros vasallos del rey, que estaban fronteros con ellos en dicho Obispado, y decidían dar comienzo a la serie de cabalgadas y rebatos en tierra de muslimes, inaugurándolo el día 14 de Enero de 1362(79), fecha en la cual penetraban por la frontera, dirigiéndose desde allí seguidamente a la villa de Guadix, con ánimo de sorprenderla.

     Formaban el ejército de los nassaríes como hasta mil caballos y doble número de peones; y si bien no todos iban de la mejor voluntad, por no haber sido favorables los augurios con que habían salido de los dominios castellanos, pues en las tierras de la frontera las gentes de guerra se guiaban mucho de tales señales, aunque era gran pecado,-caminaron todo el día dejando a Huelma y su castillo a la izquierda, y a Hissn-al-Lauz (Hiznalloz) a la derecha, para llegar cerca de Guadix muy de mañana, en el siguiente, sin haber encontrado en su marcha tropiezo ni inconveniente alguno.

     Tenía ya noticia Abu-Saîd por sus torreros de la entrada de los nassaríes; y en tanto que, guiados como adalid por el maestre de Calatrava, marchaban éstos en dirección de Guadix, el granadino enviaba a dicha villa seiscientos jinetes, y eran recogidos de la comarca no menos de cuatro mil peones dentro de la población, sin contar la gente guadiceña, permaneciendo todos dentro de los muros, sin dar señales de existencia.

     Confiados los castellanos, por la felicidad con que hasta allí habían hecho su camino, no dejaron de extrañar, llegados cerca de la villa, que no pareciera fuerza alguna de los mahometanos para atajarles en su marcha; y engañados por el sosiego que todo en su redor respiraba, convenían con desdichado acuerdo, dividir las compañas en dos batallas o cuerpos, la una de las cuales debía correr la tierra de Val de Alhama, en tanto que la otra permanecía en observación, esperando su regreso en las mismas posiciones en que se encontraba.

     Advirtiendo los guadiceños que las tropas del maestre se dividían y apartaban de aquel modo, salían de la ciudad; y pasando el puente que les separaba de los cristianos, trabose allí la lid, en la cual los del Bermejo llevaron la peor parte, por lo que se vieron obligados a repasar en desorden el puente, acosados por los nassaríes, quienes los acuchillaban y perseguían hasta las puertas mismas de la villa.

     Sin tomar parte en la contienda, el maestre de Calatrava y el Adelantado mayor habían permanecido inmóviles con el grueso de la fuerza que les había quedado; y como notaran los de Guadix que eran pocos los cristianos que hasta allí habían osado llegar,-salían en mayor número de nuevo, y caían de tropel sobre ellos, forzándoles a volver grupas, y muriendo allí algunos caballeros al pasar el puente.

     Desde aquel sitio, oponiéndose al paso de los granadinos, y habiendo pedido al maestre que los socorriera, dispuso éste ayudarles; hecho lo cual, bien a disgusto de los cristianos, trabábase el combate con los del maestre, los cuales comenzaron a cejar y a desbandarse, dando por segura su perdición, conforme habían augurado los adalides, al darles cuenta de la mala señal con que salieron de la frontera.

     Con esto, aflojó el ánimo de los que peleaban; y creciendo el de los muslimes, cuyo número aumentaba por momentos, hiciéronse éstos dueños del campo, matando muchos caballeros y cautivando no pocos, entre quienes se contaba el mismo maestre de Calatrava, con Pero Gómez de Porres el Viejo, Ruy González de Torquemada, Sancho Pérez de Ayala, Lope Ferrández de Valbuena, y otros muchos caballeros que luego fueron conducidos a Granada.

     Grande era el regocijo con que Abu-Saîd recibía en su alcázar a los prisioneros, no sólo por el triunfo alcanzado sobre los nassaríes, sino también porque de aquella manera, y teniendo en su poder al maestre de Calatrava, tío de doña María de Padilla, cuya muerte ignoraba,-podía conseguir del monarca de Castilla el que, apartándose de la protección que dispensaba a su odiado rival Mohammad, le favoreciese a él, asegurándole en el trono, ya que la causa del bastardo don Enrique no parecía prosperar, como había creído hasta entonces.

     Llevado de semejante propósito, y creyendo ganar por este medio la voluntad del castellano, pasados algunos días, otorgaba libertad al maestre con otros caballeros de los que con él fueron en Guadix hechos cautivos, a quienes daba joyas y ricos paños de oro, fruto de la industria granadina, con otros presentes para don Pedro; pero lejos de influir con aquella interesada determinación en la voluntad del monarca de los nassaríes,-en quien la noticia del desastre de Guadix había producido muy mal efecto,-acogía don Pedro al maestre con grandes muestras de disgusto, así por lo desacertado de su conducta en la cabalgada, como por haber perdido mucho de su antiguo favor en el real ánimo los parientes de la Padilla, cuya ambición tampoco se saciaba, a despecho de los inmerecidos honores de que les había colmado.

     No por otras razones, y resuelto el hijo del vencedor del Salado a demostrar al rey Bermejo que no hacían mella en su justicia las dádivas y los presentes de que el maestre había sido portador,-disponía sus huestes, y penetraba con ellas en territorio granadino, ya en los postreros días de la luna de Rabiê segunda(80), tomando allí a Hissn-Axar (Hiznajar), Cesna y el fuerte de Beni-Moguits(81) , con el de Ax-Xarra (la Sagra), y tornando a Sevilla por Córdoba, donde se le reunían el conde de Armagnac, su vasallo, el inglés Mosén Hugo de Caureley, y don Pedro de Xérica, caballero aragonés de muy ilustre prosapia, escribía desde aquella ciudad a don Pedro IV el Ceremonioso, dándole a 10 de Mayo de aquel año noticia de su expedición por Granada.

     De confusión y de espanto llenaba a Abu-Saîd la conducta del rey don Pedro, a quien había creído ganar con la libertad otorgada por él al maestre de Calatrava; y en tanto que saciaba su impotente cólera en los inofensivos cautivos de Guadix que aún le quedaban,-el castellano volvía por segunda vez a invadir en persona los dominios islamitas, apoderándose de Al-Borch (El Burgo), Sajra-Hardarex (la peña de Hardarex, Ardales), Hissn-Cannith (Cañete la Real), Turón y Algaraín, con gran número de fortalezas y castillos pertenecientes los unos a la cora o provincia malagueña, y los otros a la de Ronda, y que no habían reconocido el señorío de Mohammad.

     Devastadas las campiñas, taladas las vegas, arruinados los alcores, y sembrado el desconcierto por tal manera,-ni Abu-Saîd era poderoso para impedir que don Pedro reprodujese sus afortunadas excursiones, ni para amparar tampoco a los muslimes, entre quienes al postre se levantaba unánime clamor que llenaba con sus ecos de mortal pavura al asesino de Ismaîl, augurando su ruina.

     La inesperada saña del castellano parecía a los mahometanos granadinos incomprensible, explicándosela sólo por la amistad que le unía al destronado Mohammad, razón por la cual el descontento cundía entre ellos, no recatándose en manifestar en altas voces, aun dentro del mismo alcázar de Granada, lo que repetían en todas partes, y era que, todo aquel mal sobrevenido con la guerra, no reconocía otra causa sino el tesón con que el Bermejo pretendía seguir ocupando el trono, a despecho de Mohammad V.

     Retirado en Ronda, y doliéndose de la desdicha de los musulmanes, Abd-ul-Lah permanecía sin tomar parte alguna en aquellos acontecimientos que, labrando en el ánimo del pueblo, le tornaban todas las voluntades, siendo la primera ciudad que se determinaba a alzar bandera por el destronado, la hermosa ciudad de Málaga, cuyos habitantes recorrían las calles y asaltaban la alcazaba, dando muerte al alcaide, y prorrumpiendo en grandes gritos contra el tirano.

     Verificábase la rebelión de Málaga al mediar de la luna de Chumada segunda(82); y si bien habían en ella influido principalmente los acontecimientos, no dejaba de tener parte en su éxito el joven Isa-ben-Yâcub Al-Jaulaní, siguiendo en esto los consejos de la bella Amina.

     Cierto era que Abu-Saîd, juzgando cumplida en la africana la sentencia de muerte que en la exaltación de su cólera había dictado contra ella, no había tampoco tenido en realidad tiempo de acordarse de la joven, con lo cual los temores de Isa quedaron por completo desvanecidos; pero empeñada la fiel amiga de Aixa en procurar por cuantos medios estuvieran a su alcance, el bien de su amado señor, resistía valerosa los impulsos de su pasión, negándose a complacer a su enamorado mientras no hubiese Mohammad conseguido el triunfo y otorgado la libertad que le era necesaria para entregarse a los deleites de aquel amor, nacido de sus desdichas mismas.

     Por esta causa, pues, había Isa tomado muy activa participación en el levantamiento de Málaga, excitando los sentimientos populares, y la fantástica imaginación de los malagueños, con recordarles que Abu-Abd-ul-Lah Mohammad V, a quien ya comenzaban a apellidar Al-Gani-bil-Lah, o el contento con la protección de Allah, era representante de aquella dinastía fundada por el príncipe malagueño Abu-l-Gualid Ismaîl I, ora pintando con vivo colorido las extrañas aventuras del Sultán destronado, y ora, por último, poniendo ante sus ojos de relieve y con exageradas proporciones, las funestas consecuencias que para los islamitas traía la usurpación de Abu-Saîd, concitando contra ellos el odio terrible de Castilla.

     Si sorprendía a Mohammad, en medio de la tranquila vida que llevaba en Ronda, la nueva de su calurosa proclamación en Málaga, cuando había desistido de sus pretensiones,-no era por cierto menor la sorpresa que recibía el rey Bermejo al tener noticia de aquella sublevación popular, que hallando eco en toda la cora malagueña, amenazaba propagarse a la de Bachana (Almería), y a la misma de Elbira (Granada), de lo cual daba claros indicios el descontento general que se leía en todos los rostros.

     Recordábase en público las virtudes del destronado Príncipe, ponderando su magnanimidad y su paternal gobierno, y a la par se recordaba también las crueldades y las tiranías de Abu-Saîd, las cuales, si habían satisfecho a aquellos que por interés propio le exaltaron, produjeron muy grave perturbación en los negocios públicos; y aquel clamor general, que iba poco a poco extendiéndose por todos los límites del imperio granadino, tomaba cuerpo insensiblemente, sin temerla cólera terrible del déspota, cuyas zozobras crecían, presintiendo ya cercana para él la catástrofe que sus mismos desaciertos habían preparado.

     En situación,-tan angustiosa, volvió Abu-Saîd los ojos a aquellos mismos a quienes había engrandecido; pero no es la gratitud el fruto que de sus prodigalidades reciben los tiranos, no habiendo por tanto uno solo de sus caudillos que se atreviese a defender al asesino de Ismaîl y de Caîs, cuyos crímenes, en la hora del infortunio, les parecían execrables.

     Lejos, muy lejos, se encontraba el conde don Enrique de Trastamara, su natural aliado, para que pudiese socorrerle, y el rey de Aragón, a quien había hecho sus pleitesías, no contestaba ahora, sordo a sus lamentos y a sus quejas, y avenido con don Pedro de Castilla.

     Revolvíase, pues, el Bermejo en las solitarias estancias de la Alhambra, lleno de impotente coraje, como la fiera encarcelada, sin que hallase camino alguno para conjurar la tormenta rugiente y amenazadora que sobre su cabeza se cernía.

     Allí, a su lado, no obstante, permanecía en pie, sombrío y silencioso, el único de sus amigos que le había sido fiel, el africano Idrís-ben-Abu-l-Ola, hijo de aquel célebre guerrillero Otsmán Abu-l-Ola, a quien tanto debía la dinastía malagueña.

     -�Será posible, �oh Idrís!-exclamó Abu-Saîd deteniéndose delante de su amigo, una de aquellas eternas tardes de inquietud y de soledad en que vivía,-será posible, que Allah nos haya abandonado?... �Será posible que haya sonado para nosotros la hora de la ruina? Por la sagrada ley de Mahoma si tuviera a mi lado un centenar de jinetes, como aquellos que mandaba y dirigía tu ilustre padre, yo sabría poner remedio a cuanto ocurre. La sangre de los traidores inundaría las calles de Granada, aumentando el caudal del Darro, y las cabezas de los miserables que me abandonan serían sangrientas colgadas en el Al-Hissan, como vistoso trofeo para la ciudad entera! No saben ellos �desdichados! que mi causa es la suya; que al ofenderme a mí, cual ahora hacen, ofenden al Islam! Porque por él, por la independencia de Granada, me he negado a reconocer el señorío de Castilla sobre los muslimes de Al-Andalus; por él, fingiendo someterme, he procurado mantener en ese hijo de judía, que se llama don Pedro, la creencia de que era su vasallo, para poder herirle sin compasión y a mansalva, extendiendo el imperio del Islam por todas las regiones de Al-Andalus, que arrebataron los nassaríes en tiempos ya pasados a los siervos de Allah; por él, he fingido concertarme con harta repugnancia mía, con el cobarde bastardo de Trastamara, a quien serví, y que hoy me abandona, mientras mi primo Mohammad representa la causa de los nassaríes, para perdición del Islam y de los musulmanes!

     Tú mismo,-prosiguió exaltándose,-le has visto buscar afanoso la amistad de los cristianos; tú le has visto ayudarles en Murcia y en Córdoba, y humillarse ante don Pedro, como el esclavo se humilla delante de su señor... Tú le has visto después llamar en su auxilio a las gentes de Castilla, y presenciar regocijado la ruina de los muslimes, celebrando con aquellos nefando pacto!... Y sin embargo, ahora esos musulmanes, por cuya seguridad y por cuya independencia me afano, son los mismos que se arrojan al camino de su perdición, abriendo al renegado Mohammad las puertas de la prosperidad, que yo tenía para él cerradas! Maldición sobre él!

     -Cálmate, señor y dueño mío,-replicó Idrís.-Si los buenos musulmanes te hubieran escuchado como yo, no hay duda que desistirían de sus reprobados intentos. Pero aún no está todo perdido: recobra el ánimo valiente con que hasta aquí has luchado; vuelve a ser el león, pero el león acosado por el enemigo, y verás cómo todos tiemblan a tu presencia, huyendo de tu enojo. �Por qué no intentas, señor, la reconciliación con el Sultán de los nassaríes? Quién sabe si, prometiéndole mayores ventajas que tu rival odiado, conseguirás apartar aplacada la tormenta!... �No dicen que sólo mueve a don Pedro la ambición? Pues lisonjea en él este vicio, y acaso trueques entonces en regocijo la pena que hoy te devora.

     -Calla, calla y no prosigas, Idrís!-repuso el tirano.-Quieres que imite yo el ejemplo del renegado Mohammad, a quien Allah maldiga, y venda a los muslimes para conservar el trono?... �Quieres que me humille ante el hijo de judía que llaman su rey los castellanos?... Nunca! Nunca!

     -Poderoso señor y soberano mío,-contestó el africano, no quiero yo ni tu humillación ni la de los muslimes (�Allah los proteja!) pero tampoco quiero tu destrucción... Piensa que implorar la clemencia de don Pedro es el único recurso que te han dejado; no lo desprecies, señor, que tiempo tienes después, con los leones de la guerra, de sacudir el yugo que ahora momentáneamente te impusieres. El maestre de Calatrava y los castellanos a quienes diste generosa libertad, te ayudarán en tu empresa. Ten confianza en Allah, y antes de que el incendio hoy comprimido estalle en tu misma corte, y devore tu palacio; antes de que el fanatismo de los que proclaman a Mohammad guíe sus armas contra ti, abandona tu reino, dispón tus más ricas joyas y preseas para tentar la codicia del cristiano y cegarle con ellas, y ve a la corte de don Pedro... �Qué más puede ocurrirte que perder el trono?... Por ventura, �lo tienes hoy asegurado?... �No te dice nada cuanto ocurre en tu reino?... �No has oído conmigo, al recorrer de noche la ciudad, cómo todos murmuran de ti, y apetecen tu ruina?... Ármate de valor; y sin que nadie lo sospeche, sin que nadie pueda atacar tus pasos, estaremos en Ixbilia (Sevilla), aquella hermosa ciudad que riega el Nahr-al-Kibir (el Guadalquivir), y que llenaron de encantos los siervos del Misericordioso! Acaso el rey don Pedro, deslumbrado por la riqueza de tus dones y la cuantía de tus ofrecimientos, accederá a lo que de él solicites, concediéndote su amparo! �Puede, por dicha tuya, brindarle Mohammad, como tú, con tan espléndidos presentes?... Si vuelves a Granada, auxiliado por los nassaríes, podrás así esperar cómodamente a que triunfe mañana la causa del conde de Trastamara, y entonces podrás también, cual ambicionas, dilatar los dominios del Islam por Al-Andalus. Volverán a poder de los muslimes Córdoba, la antigua Córdoba, asiento de los Califas, ennoblecida por el excelso Abd-er-Rahman III, a quien Allah haya perdonado; Chien (Jaén) y todo su distrito, en el que aún te queda alguna parte; la misma Ixbilia, y luego, más adelante, Tholaithola (Toledo), Valencia, Murcia y Saracosta (Zaragoza). Mira el porvenir que te aguarda... No vaciles �oh Príncipe mío! Vas en pos de la gloria, y mañana tu nombre será bendito de todos los muslimes, como serás tú uno de los hijos predilectos de Allah el Excelso en el Paraíso!

     Honda fue la impresión que en el combatido espíritu del rey Bermejo produjeron las entusiastas palabras del africano; y tentado por la codicia y por la sed de gloria que le prometían las quiméricas empresas soñadas por Idrís,-no sin larga lucha cedía al postre a los consejos de éste, convencido de que, por el pronto, no había para él remedio, sino era con la protección del Sultán de Castilla.

     Recogidas cuantas joyas, dineros y piezas de riquísimos paños de oro existían de antiguos tiempos atesorados en el alcázar de los Beni-Nassares, y allegado en hermosas doblas y ad-dinares todo el caudal del tesoro público,-tomaba de allí a pocos días Abu-Saîd el camino de la corte del rey don Pedro, seguido de Idrís Abu-l-Ola y de algunos otros fieles partidarios, tras de quienes iban, conduciendo los bagajes, dromedarios y mulas conducidos por esclavos.



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- XXX -

     TAN sigilosa había sido la marcha de Abu-Saîd, verificada el 24 de la luna de Chumada segunda(83), que nadie tuvo conocimiento de ella hasta el día siguiente, en que algunos grupos, amotinados, se presentaban en actitud hostil a las puertas de la al-medina, pidiendo a grandes voces la destitución del tirano.

     Figuraba a la cabeza de aquellos grupos, distinguiéndose por su talante, el joven Isa-ben-Yâcub-Al-Jaulaní, ahora decidido partidario de Mohammad; y cuando el arráez de la guardia de la fortaleza marchó a poner en conocimiento del Sultán Bermejo lo que ocurría, halló, lleno de sobresalto, desierta la cámara del Príncipe, a quien en balde buscó por todo el alcázar, interrogando a los servidores.

     Con esto, la actitud amenazadora de las turbas, y la circunstancia de hallarse en Málaga el destronado Abd-ul-Lah, donde había sido nuevamente reconocido Amir de los muslimes,-aumentose el desconcierto entre las tropas que guarnecían la al-medina, y creció el motín, tomando proporciones verdaderamente formidables.

     En tanto, encubriendo su persona, y haciéndose pasar en todas partes por comerciante, cruzaba Abu-Saîd el territorio granadino, convenciéndose por sí propio de la poca simpatía de que gozaba entre los musulmanes, a quienes había causado tanto daño su ambición insaciable.

     En Loja, en Archidona y Antequera, hasta salir del reino, conservó Abu-Saîd las apariencias de mercader, sin infundir sospechas; pero al trasponer la frontera e internarse por Baena en los dominios del rey don Pedro, diese a conocer como Sultán de Granada, con lo cual consiguió hacer sin obstáculos su camino.

     A la caída de la tarde del día 26, llegaba fatigado a Alcalá de Guadaira, ya cerca de Sevilla; y deseando penetrar en la corte del castellano a hora más conveniente, deteníase allí toda la noche, hospedándose en el humilde hogar de un campesino.

     El tiempo estaba hermoso; la luna brillaba ya en el horizonte, limpia y serena, y la apacible brisa de la tarde agitaba juguetona las ramas de los árboles, embalsamada con el aroma de los naranjos y de los limoneros en flor.

     Esbelta y arrogante, sobre una elevación a cuyos pies corría tranquilo y sosegado el cristalino Guadaira,-erguíase aún allí la fortaleza que habían en otro tiempo construido los muslimes, y ahora permanecía cautiva de los cristianos; y al contemplar el aspecto pintoresco de la población, la situación de la fortaleza, cuyos muros rojizos se destacaban sobre frondosas arboledas, mirándose en las aguas de aquel río de márgenes cubiertas con exuberancia de mimbres y espadañas, hondo suspiro se exhaló del pecho de Abu-Saîd, recordando a Granada.

     -Mañana, si Allah quiere,-exclamó dirigiéndose a Idrís,-mañana entraremos en Ixbilia! Grande es la pena que conmigo llevo, y no puedo ocultarte que, al recorrer estos lugares en que imperan los idólatras, más de una vez me he acordado de Mohammad, comparando su suerte con la mía! �Cuál será el recibimiento que me hará el Sultán de Castilla? Dicen que su presencia inspira miedo, y por Allah te juro que, aunque nunca temblé delante de hombre alguno, no sé qué extraño temor se apodera de mí en estos momentos.

     -�Qué temes de don Pedro?-replicó Idrís-�No vas a dejar en sus manos tus tesoros?... Con lo que vale cuanto contigo llevas, bien podría comprarse un reino más poderoso que Castilla. No tiembles, pues, y piensa en la envidiable suerte que te tiene reservada el destino, si consigues, como espero, volver a Granada. �Te humilla, acaso, el implorar, señor la protección de los nassaríes? Pues, �no imploraron ellos del grande Abd-er-Rahman III igual apoyo para reponer en el trono a Sancho el Craso? No lo dudes: la misericordia de Allah es infinita, y Allah no puede abandonarte cuando vienes en servicio suyo!

     -Quién sabe!-dijo Abu-Saîd, pensativo, respondiendo al cabo de una pausa.-Cúmplase la voluntad del Omnipotente! Sólo Allah, el Excelso, conoce los destinos futuros de las criaturas! Nadie, fuera de Él, sabe en qué lugar de la tierra ha de morir el hombre! Allah sea en mi amparo!

     Cerró la noche, y mientras que Idrís y los demás caballeros preparaban todas las cosas necesarias para entrar en Sevilla con la ostentación y el aparato debidos, en vano el Bermejo buscaba el reposo e invocaba el sueño.

     Ante su excitada imaginación aparecían extrañas y siniestras fantasías; y presa de horrible pesadilla, veía, allá en el caos incomprensible de sombras y de nubes que se había formado en su cerebro, alzarse ensangrentada la figura de Ismaîl, que le miraba amenazadora, lanzando sobre él la maldición eterna; y Caîs, y todos aquellos a quienes había a su ambición, a su crueldad y a su tiranía sacrificado, se presentaban ahora como espantosa falange ante sus ojos asombrados, para maldecirle y anonadarle.

     Luego, veía el puente de as-sirath tendido a su presencia. En el extremo opuesto, un ángel de blancas y grandes alas y sonriente faz, parecía aguardarle, invitándole a que pasara; pero el puente era largo, estrecho y fino como un cabello, y a los lados y debajo de él se abría el abismo, en cuyo fondo sin límites resplandecían aterradoras las llamas perennales del chahanem.

     Malak-al-maut, el ángel siniestro de la muerte, negro y amenazador, se hallaba a su lado impulsándole; y aunque él resistía con todas sus fuerzas, le obligaba a poner el pie sobre el as-sirath. Entonces, retumbando en sus oídos las maldiciones de todas sus víctimas, que le rodeaban vagando en el espacio, con paso trémulo y vacilante comenzó a andar, y cayó precipitado al abismo.

     La conmoción fue tan grande, que Abu-Saîd abrió los ojos despavorido, dirigiendo miradas espantadas en torno del aposento en que se hallaba.

     El sol brillaba ya en el espacio, y saltando del lecho, vistiose apresurado el lujoso traje de ceremonia con que debía hacer su entrada en Sevilla, y cuyas piezas tenía delante sobre un taburete.

     Después, bajo la influencia todavía del terrible ensueño en que tanto había padecido, sin dar a conocer a nadie sus temores, montaba a caballo y salía de Alcalá de Guadaira sombrío y silencioso.

     Poco más tarde, al descender una cuesta para bajar al llano, tropezaba uno de los caballos de la escolta, y lanzando al jinete de la silla, quebraba la lanza de éste sobre el suelo.

     Mal presagio era para el granadino aquel accidente; y encadenándole y relacionándole con la pesadilla de la noche, extendiose por el rostro del rey Bermejo la niebla tenebrosa que envolvía su espíritu, y sin apartar los ojos de la tierra, ni pronunciar palabra, siguió caminando en dirección de Sevilla.

     Al cabo de cerca de tres cuartos de hora, daba vista la lucida cabalgata a la hermosa ciudad del Nahr-al-Kibir, la sultana de Al-Andalus, cuyas mil torres se destacaban bizarramente sobre el fondo verdegueante de la feraz campiña que la cerca, y entre todas ellas, derecha como la palma del desierto, alta como los picos nevados de Chebel-ax-Xolair con su cúpula de brillantes reflejos de oro y sus tres manzanas doradas por remate, se levantaba la Giralda, apareciendo por bajo de ella las dentelladas almenas que coronaban los muros de la antigua Mezquita-Aljama, convertida en Catedral por San Fernando.

     -Señor,-exclamó entonces Idrís-ben-Abu-l-Ola adelantándose hasta emparejar con el Bermejo,-cerca, muy cerca está ya la encantadora Ixbilia... Mira cómo brilla, herida por los rayos del sol, la cúpula de oro del alminar de la Mezquita Aljama! Señor, si me lo permitieras, me atrevería a decirte compusieses el rostro, que tan sombrío llevas!

     No replicó palabra el Bermejo; pero deteniendo su cabalgadura, apeábase en un altozano, desde el cual se dominaba la antigua corte de los Abbaditas, y prosternándose allí, levantaba al cielo los ojos, de los que brotaron dos lágrimas.

     -�Lloras, señor?-preguntole Idrís.

     -Sí! Lloro!-dijo al cabo de un momento el granadino.-Lloro, y mi llanto no es de temor, Idrís! Lloro, porque al contemplar tanta hermosura, al distinguir desde este sitio el Nahr-al-Kibir, que parece una espada bruñida, comprendo cuán grande debe ser el crimen cometido por los musulmanes, cuando el clemente Allah ha consentido que esta joya resplandeciente sea cautiva de los nassaríes! Sólo Granada, la Damasco del Magreb, puede comparársele en belleza; pero ni el Darro ni el Genil valen reunidos lo que ese río, cuyo caudal aumentan!

     -Pero marchemos,-prosiguió reponiéndose y montando de nuevo.-� Quiera el excelso Allah que un día pueda Ixbilia volver al regazo del Islam, para no separarse de él ya nunca!

     Y poniéndose en marcha la comitiva, llegaba en breve a las puertas de la ciudad, por entre cuyas estrechas calles penetraba, en medio del asombro de los sevillanos.

     Exagerada y abultada por extremo, había aquella mañana circulado por Sevilla la noticia de que un ejército de muslimes iba sobre la ciudad; y menestrales y soldados, mujeres y pecheros, niños y ancianos, todos habían corrido a la muralla, contemplando desde el adarve la comitiva, que avanzaba por el camino de Alcalá en actitud que nada tenía de belicosa.

     Por esta causa pues, mientras se desvanecían los harto infundados temores de los sevillanos, y terminaban las disputas entre ellos suscitadas por aquel inacostumbrado acontecimiento, había acudido muchedumbre de gentes a las puertas de la ciudad, esperando ansiosa la presencia de los musulmanes, y dando ocasión con esto a que el Bermejo y los suyos desfilaran en silencio por entre los grupos de curiosos, agolpados a su entrada, en disposición de ánimo un tanto equívoca por cierto.

     No sólo por el mensaje que desde Alcalá de Guadaira había la noche anterior enviado con uno de sus jinetes el Prior de San Juan, quien, desde la villa de Baena, donde estaba por frontero, iban acompañando al granadino, sino por el bullir de la gente en toda la ciudad, y especialmente en las inmediaciones del alcázar,-tenía conocimiento el rey don Pedro de la llegada de Abu-Saîd a la corte del poderoso reino castellano.

     Harto sentía el monarca que las obras ejecutadas por su orden en el alcázar estuvieran aún bastante atrasadas, impidiéndole, por tanto, ofrecerse a los ojos del rey Bermejo con aquel aspecto de severa majestad que tan de su agrado era; y bien que no reunía las condiciones apetecibles, ni en suntuosidad ni en proporciones, sentado en el trono aguardaba la llegada de Abu-Saîd en el Salón a que después dieron nombre de Justicia, rodeado de ricos-omes, prelados, caballeros y señores de su corte.

     Hallábase el Salón colgado de hermosos paños de oro, que dejaban al descubierto la labrada yesería de la parte superior de los muros, obra de artífices mudéjares, y por entre el calado de la alta fenestra,-donde se leía en caracteres cúficos dos veces repetida la palabra felicidad,-penetraba la espléndida luz del sol que, resbalando por los muros, daba peregrina entonación y relieve a las labores de yesería.

     Frente a frente del trono real, se abría un arco angrelado que daba paso a otra habitación entrelarga y más espaciosa, puesta en comunicación con el llamado Palacio del Yeso, y guarnecida de ventanales que recibían luz del Patio de la Montería, y hacía oficio de antesala.

     Llena estaba de caballeros y de hidalgos, quienes al tener noticia de la entrada del rey Bermejo, salían en gallardos corceles a recibirle, encontrándole ya muy cerca de la inmediata aljama de los judíos.

     En esta forma, escoltado por los servidores del rey, el Prior de San Juan y el populacho, llegaba al recinto amurallado del alcázar Abu-Saîd, penetrando en el Patio de la Montería, y descabalgando allí con los caballeros granadinos que le acompañaban, y los cristianos que con él venían.

     Latíale vivamente el corazón a Abu-Saîd al pisar el marmóreo pavimento, y al verse en aquella forma rodeado de tantas gentes, pensando en el recibimiento que le haría el Sultán de los nassaríes; pero puesto en el trance, atravesó sin vacilar y tranquilo en apariencia por entre los magnates y los hidalgos, que se abrieron en dos filas respetuosamente a su presencia, entrando por fin en el Salón, donde le aguardaba el castellano.

     El aspecto que el Salón presentaba, era en realidad imponente.

     Sentado en alto sitial blasonado, a cuyo pie se mantenían derechos dos maceros, vestidas las férreas cotas y las fuertes mazas levantadas, hallábase don Pedro, severo y majestuoso, envuelto en los pliegues de anchuroso manto de fino veludillo de seda, forrado de armiño, que le cubría los pies, llegando hasta las gradas del trono.

     A uno y otro lado, y en pos de los reyes de armas, ricamente vestidos, aparecían en dos alas los principales caballeros, severos también, como lo estaba el príncipe, y con grave y respetuoso continente.

     Al trasponer Abu-Saîd el arco, detúvose suspenso; y fijando en el semblante impasible de don Pedro sus miradas, hacíale allí gran reverencia en silencio, mientras penetraban Idrís-ben-Abu-l-Ola y los esclavos, quienes en bandejas de oro llevaban las joyas todas que el granadino había sacado de su alcázar.

     Pedida la competente venia, adelantábase Idrís, y prosternándose a los pies del trono, tomaba en nombre de su señor la palabra, expresándose en los siguientes términos, y hablando el lenguaje cristianego:

     -Oh tú, el muy alto, el muy poderoso, el excelso, el egregio, el justo, el sabio, el valeroso, el magnánimo y conqueridor don Pedro, Sultán de Castilla! Glorificado sea tu imperio, y colmada veas de felicidad tu vida, que Allah prolongue y perpetúe! Señor: el muy alto, el muy poderoso, el puro, el guerrero y último límite de la conducta justa entre los fieles, Abu-Ab-dil-Lah Mohammad, mi señor y dueño el Sultán de Granada, que aquí está delante de la tu merced, conosçe e sabe, así Allah (�ensalzado sea!) le proteja, que los Sultanes de Granada, de donde él viene, son e fueron siempre vasallos de los Sultanes de Castilla, de donde tú, señor, vienes, cada vez que han treguas entre sí nassaríes y muslimes, e dieron parias e presentes muy grandes en señal y reconosçimiento del señorío de los Sultanes de Castilla, y les tovieron siempre por señores en todos sus fechos. E mientra aceptas en muestra y señal de vasallaje las parias e los presentes que aquí te ofrece mi señor, reconociendo e confiando con toda su grande voluntad el tu señorío sobre el su regno y sobre la su persona, por ende, tiene mi señor el Sultán, que pues él ha pleito con Mohammad, Sultán que se llama de Granada, e tú eres su señor, tú debes ser juez deste fecho, y por ende viene a la tu merced. E éste Sultán de Granada, que está delante de la tu merced, ha pleyto con el dicho Mohammad, porque usa mal contra los muslimes del reino de Granada, por lo cual todos le aborresçieron e le quieren grand mal, e todos tomaron a mi señor, el Sultán que está delante de la tu merced, por su Amir y su señor, que viene de linaje de Sultanes, e lo debe ser. Y señor: quanto a la guerra que el dicho Mohammad le podría hacer, él no la temería; empero no puede defenderse de ti, que eres su rey y su señor, a cuya obediencia él debe estar. E para esto ovo su consejo conmigo, Idrís-ben-Abu-l-Ola, que aquí estó con él delante la tu merced, y otrosí con muchos caballeros musulmanes de la corte de Granada, de quienes se fía, e quieren la honra y servicio de la casa de Granada, cómo haría, o cómo debía hacer en tal priesa como ésta; e todos le consejaron que se viniese poner en la tu merced y en tu poder: e su acuerdo dél, y de todos los que con él vienen, es poner todos sus fechos e contiendas que ha con el dicho Mohammad por el regno de Granada, en la tu mano e en el tu juicio. E por ende, señor, en la tu merced es él, e todos los que aquí vienen con él: e muestra, señor, en esto agora tu grandeza, e la nobleza de la corona de Castilla, e ten piedad dél, que se pone en la tu misericordia, e ayúdale en su derecho; así Alla te ayude y te proteja, e acresciente la tu pró, e perpetúe la tu gloria!

     Escuchó don Pedro en silencio la larga plática que en algarabía había Idrís pronunciado; y valiéndose no obstante del trujamán, así contestó a la demanda del granadino:

     -Plácenos, señor don Idrís, grandemente de la venida del vuestro señor a nos e a la nuestra merced e autoridad, e otrosí del reconosçimiento que por ende face del nuestro señorío sobre las cosas e los fechos del regno de Granada; ca grande era la dubda que nos habiemos en ello, por los fechos que el vuestro señor tenía fechos contra nos, quando la guerra con el Aragón, ya fenesçida. E pues viene a la nuestra merced, nos somos contentos, e nos pondremos mano en el pleyto que con Mohammad, que es otrosí vasallo nuestro, trae, e entendemos tener sobre ello tales maneras cómo se libre bien e prontamente e conforme a razón e a derecho, que es lo que de nos se reclama.

     Tradujo el trujamán las palabras del castellano a Idrís, y entonces éste replicó por el mismo conducto:

     -Si es la su merced del Sultán de Castilla (�prolongue Allah su permanencia en la tierra!) tomar este pleyto en la su mano, fará en ello obra de rev e de príncipe muy grande e piadoso, e él la puede muy bien librar entre el dicho Mohammad, que se llama Sultán de Granada, e éste mi señor e dueño soberano, que a la su merced es venido. E si la su voluntad fuere en otra guisa, sea la su merced de poner al Sultán mi señor, que aquí está delante de la su merced, e a los que con él vienen, allén la mar, en tierra de muslimes.

     Informado el rey de las razones de Idrís-ben-Abu-l-Ola,

     -Nos faremos justicia-dijo-en el pleyto que somete el rey Bermejo a la nuestra autoridad como vasallo. Que sea por ende seguro de que ansí faremos.

     Al oír tal declaración, Abu-Saîd, Idrís, y los demás caballeros granadinos, mostráronse satisfechos y alegres; y haciendo a la par una gran reverencia, exclamaron:

     -Allah �oh magnánimo señor nuestro! prolongue benigno tus días y perpetúe tu felicidad! Porque en esta confianza de que farás justiçia, como tienes fama, a la demanda sobre nuestros fechos, somos a ti venidos, y todos esperamos en la tu merced el alivio a nuestros males, e los de los muslimes del regno de Granada... Que Allah, el alto, te ilumine, señor y dueño nuestro, y bendiga tu espíritu, para que puedas juzgar derechamente! Que la paz de Allah sea contigo!

     Alzose con esto el rey del trono, dando por terminado el acto, y en tanto que tornaban los granadinos a hacerle grande y respetuosa reverencia, dispuso don Pedro fueran Abu-Saîd y los suyos convenientemente aposentados en la cercana judería, ocupando en ella las casas que habían sido de su almoxarife y tesorero mayor Simuel-Ha-Leví, ya difunto.

     Hubo el rey después su consejo, y expuesta allí la demanda de Abu-Saîd, tras de larga discusión y diversos pareceres, era, en definitiva por voto unánime, condenado a muerte, con los caballeros, sus partidarios, que le acompañaban.

     Y con efecto: la justicia, escarnecida y vilipendiada por el antiguo cómplice de la sultana Seti-Mariem, por el asesino implacable de Ismaîl y de Caîs, por el usurpador del trono y del señorío de Granada, reclamaban en verdad el castigo inmediato del criminal, sólo por estas causas; mas no se habría seguramente don Pedro determinado a ello, si no militasen otras razones de poderosa eficacia, las cuales no podían ser en manera alguna dadas al olvido.

     Constituídos los Sultanes de Granada desde los días de Abu-Abd-il-Lah Mohammad I, el fundador de la dinastía de los Al-Ahmares, en vasallos de Castilla, por el temor legítimo que la triunfante espada de Fernando III el Santo les infundía, no sólo, cual había acontecido con Mohammad I Al-Galib-bil-Lah, debían concurrir con los otros señores y caballeros vasallos del rey de Castilla cuando éste fuera en hueste contra sus enemigos, razón por la cual el referido Príncipe granadino tomó parte tan principal en el feliz rescate de Sevilla (1248), sino que se hallaban obligados a concurrir también a las Cortes que Castilla celebrase, apareciendo sus nombres entre los de los confirmantes en muchos documentos y privilegios de aquel tiempo.

     Bajo tal concepto pues, y equiparados los Sultanes granadinos, para los efectos legales, a los que tenían ciudades, castillos o fortalezas por el rey, el rey debía ser, y era en realidad, señor soberano de sus vidas y de sus haciendas, puntos todos ellos que, maduramente quilatados en el consejo celebrado por don Pedro a consecuencia de la demanda del rey Bermejo, no fueron puestos por nadie en duda, tanto más cuanto que Al-Galib-bil-Lah había sido armado caballero a la usanza cristiana por el mismo Fernando III, de quien recibía tal merced con el blasón ostentado por los Beni-Nassares.

     Las prescripciones, por otra parte, contenidas en las leyes de Partida que, desde el famoso Ordenamiento de Alcalá (1348), habían adquirido entre los nassaríes fuerza y valor legales, claramente determinaban lo que en caso tal debía hacerse para desagravio de la justicia; y considerando que Abu-Saîd, al rebelarse contra su legítimo señor el Sultán Mohammad V, su primo, se había rebelado también contra el soberano de Castilla, pues aquél era sólo vasallo y feudatario de su corona; considerando que para conseguir el Bermejo su exaltación al trono había cometido grandes crímenes en las personas y en las cosas; considerando a más que había hecho pacto y alianza con los enemigos del castellano, poniendo a éste en el trance de firmar las paces con el monarca de Aragón en condiciones nada ventajosas para Castilla,-la sentencia de muerte que contra el dicho Abu-Saîd dictaba, de acuerdo con los de su consejo el rey, no era sino muy conforme a la razón y a la justicia, una y otra invocadas ahora por el Bermejo, cuando se veía odiado de los granadinos, y sin fuerzas para resistir a Mohammad V.



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- XXXI -

     BIEN ajeno por cierto se hallaba Abu-Saîd de que el rey don Pedro llevase a tal extremo su rigor para con él, después de los presentes que le había ofrecido. Desconociendo sin duda las leyes castellanas y la obligación que como vasallo tenía, y juzgando haber deslumbrado al de Castilla con el aparato de joyas y riquezas que había a sus ojos presentado, confiaba en que muy pronto había de volver a Granada triunfante de su rival, o que por lo menos podría, pasar a Ifriquia, donde acabaría sus días al servicio del Sultán de los Beni-Merines.

     Pero Allah, en sus altos designios, lo había dispuesto de otro modo.

     -Grande es-decía Abu-Saîd, conversando con su leal amigo y confidente Abu-l-Ola-la majestad del Sultán de los nassaríes, y por Allah y su santa ley te juro �oh Idrís! que no pensé nunca que mi corazón temblase como ha temblado a la presencia de don Pedro!... �Crees tú-prosiguió-que las dádivas podrán influir en él para que nos dé su auxilio?...

     -Oh señor mío!-replicó el africano.-Aunque las palabras con que te ha recibido han sido de templanza y de paz, y aunque los dones que le has presentado son de valía, por mi cabeza y la de mis hijos, que temo que su justicia sea tan severa como lo es su rostro.

     -Y �en qué te fundas, para pensar de tal suerte?...

     -Señor: su respuesta no ha sido tan explícita como yo la esperaba... o no es éste el don Pedro que te pintó el conde de Trastamara, o la pintura no era fiel, así Allah me salve!... �A qué negarlo?... Tú, señor, le causaste grave mal con tu alianza con sus hermanos los bastardos, y quizás no olvide que ahora él es el más fuerte... Pobre de ti y de nosotros, si tal sucediera!

     -Pues �qué sospechas!...

     -Quién sabe, señor!... Sólo Allah conoce lo que se oculta en las entrañas de los hombres!...

     -Si así fuera...-dijo Abu-Saîd, quedando pensativo.-Pero no-repuso,-no puede ser... La hospitalidad es sagrada, y el rey don Pedro no puede faltar a ella.

     -Acaso, señor, digas verdad...; pero tú te has presentado al Sultán de los nassaríes como su vasallo, y el señor, ya lo sabes, es dueño de la vida de sus súbditos-contestó Idrís gravemente.

     -Oh! Eso lo veremos!-exclamó el Bermejo, cuyo semblante palideció de cólera.

     -Somos los más débiles, y sucumbiremos-se contentó con replicar Idrís.

     -Lúgubre estás, �oh Abu-l-Ola!, y no veo por fortuna señales de que tus tristes vaticinios hayan �por Allah! de cumplirse-repuso Abu-Saîd, tratando de recobrarse del mal efecto que le producían las palabras de su amigo.

     -Quiéralo Allah!-replicó el africano.

     La sombría actitud de su confidente y leal partidario, cuyas palabras fatídicas aumentaban las sospechas que en vano procuraba el Bermejo alejar de su espíritu, no dejaron de afectar al Príncipe, quien, recogiéndose, guardó de allí adelante silencio, sin que volviese a hablar con Idrís, ni con ninguno de los granadinos que componían su cortejo.

     Entre tanto, había seguido avanzando el día, y cuando cayó la tarde, después de hecha la oración de al-magrib, Abu-Saîd se sentó a la mesa, acompañado de los suyos, que le servían.

     Sin que ninguno fuera osado a romper el silencio que obstinadamente guardaba el Príncipe, hallábanse en esta disposición los granadinos, cuando, inesperadamente, se oyó ruido en las antecámaras, apareciendo a poco en el dintel de la puerta de aquella estancia, seguidos de algunos hombres de armas, el Maestre de Santiago, don Garci Álvarez de Toledo, y Martín López de Córdoba, Camarero del rey don Pedro y su Repostero mayor, quienes traían el rostro demudado.

     Alzose Abu-Saîd de su asiento para recibirles, y aunque no sin sobresalto, invitábales a pasar adelante; pero avanzando entre todos Martín López de Córdoba, ponía mano sobre el Bermejo, exclamando:

     -En nombre de mi señor el rey don Pedro, daos a prisión, Abu-Saîd.

     - �Cómo!-dijo éste asombrado, retrocediendo con mortal estupor.

     -�Estaba escrito!-interrumpió Idrís levantándose a su vez, y corriendo al lado de su señor, decidido.

     -El muy alto y poderoso rey de Castilla y de León, vuestro señor y el mío, oída la demanda que ante él hoy habéis presentado, manda que vos y los vuestros seáis hoy mismo constituídos en prisión, sin más tardanza.

     -�En prisión!... Jamás!..-exclamó Abu-Saîd, de quien ya se había apoderado la cólera.-Di tú, miserable, que osas poner la mano sobre mí-añadió desasiéndose por un esfuerzo,-di a tu rey y señor, de quien nunca �Allah, es testigo! esperé semejante alevosía, que Abu-Saîd, el Sultán de Granada, no se entrega!... �Son éstas, por ventura, las leyes de la hospitalidad entre vosotros los nassaríes?...

     Y mientras pronunciaba estas palabras, daba al aire su acero, imitándole todos los musulmanes, ya agrupados en torno suyo y dispuestos a defenderse.

     -Toda resistencia es inútil, señor-replicó Martín López sin inmutarse por la actitud del Bermejo y de los suyos, y dejando paso a los hombres de armas, que penetraron silenciosos en el aposento.

     -�Inútil! Acercaos, judíos, hijos de judíos!... Acercaos, y veréis de qué modo mueren los siervos del Misericordioso!-rugió Abu-Saîd, lanzándose sobre el Repostero del rey.

     Éste había ya por su parte desenvainado la espada, y los ballesteros del rey adelantaron hacia el grupo que formaban sañudos los muslimes.

     Entonces se trabó horrible combate que duró breve tiempo; pues vencido el Bermejo, y con él algunos de los suyos, era conducido aquella noche misma del 28 de Chumada segunda(84) a las Atarazanas, y encerrado allí en oscuro calabozo.

     La mayor parte de los granadinos, y entre ellos el africano Idrís Abu-l-Ola, habían muerto en la lucha, y sus cadáveres ensangrentados manchaban el pavimento de la estancia, donde quedaban abandonados.

......................

     Dos días más tarde era notificada al rey Bermejo la sentencia del monarca de Castilla, por la cual se le condenaba a muerte como traidor y como asesino; y al escuchar Abu-Saîd los cargos que en aquel documento se le hacían, no pudo contenerse, y prorrumpió en grandes imprecaciones contra don Pedro. Pero su voz, resonando lúgubremente, se perdió en la soledad de la prisión en que se hallaba, y fueron inútiles cuantas quejas y lamentos salieron de sus labios.

     El aspecto que presentaba Sevilla, al siguiente día, 27 de Abril(85), era en verdad grandioso.

     Muchedumbre de gentes se agolpaba en torno de las Atarazanas desde bien temprano, y por el camino de Tablada se veía circular, cual si fuese a asistir a alguna romería, multitud de menestrales, peones y caballeros, dando con esto señales de que se preparaba acontecimiento de importancia, del cual querían sin duda disfrutar los sevillanos.

     A las doce del día, seguido de los principales dignatarios, de su corte, salía el rey don Pedro del alcázar, y tomaba la dirección del campo de Tablada, entre los grupos de curiosos, mientras eran sacados de su prisión el rey Bermejo y los pocos caballeros granadinos que habían sobrevivido, siendo conducidos entre ballesteros y hombres de armas al sitio donde se encaminaba la gente en son de fiesta.

     Iba Abu-Saîd completamente demudado; y aunque se esforzaba por aparecer sereno e indiferente, leíase en su rostro como en un libro lo que en su corazón pasaba.

     A su lado, procurando consolarle, caminaba triste y cabizbajo el Maestre de Calatrava, Diego García de Padilla, y detrás seguían, montados como el Bermejo, los demás granadinos, sombríos y ceñudos, como aquellos a quienes no se les ocultaba la suerte que les estaba reservada.

     En esta disposición, llegaron a Tablada, a donde ya el rey don Pedro les había precedido, y donde se había levantado un cadalso; y al ver Abu-Saîd al rey de Castilla, que permanecía severo e impasible, exclamó sin poder contenerse:

     -Así �oh Sultán de los nassaríes! Así cumples las leyes de la hospitalidad! Yo vine a ti fiado en la tu merced y en la tu misericordia, y tú me das la muerte! Allah lo ha dispuesto! Cúmplase su voluntad! Que Allah te perdone, pues yo no puedo perdonarte la alevosía con que procedes, la mala caballería haces hoy conmigo ciertamente! No contestó palabra el castellano; y descabalgando Abu-Saîd, a una indicación del Escribano real y del jefe de los ballesteros, subió con ambos al cadalso, donde fue decapitado con los demás muslimes, mientras la muchedumbre contemplaba atónita aquel sangriento espectáculo, y el pregonero gritaba:

     -�Esta justicia manda hacer el rey, nuestro señor, en estos traidores, que fueron en la muerte del rey Ismaîl, su rey e su señor, que fueron desleales a su rey e su señor Mohammad, e que movieron guerra a su rey e su señor don Pedro!

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     Cuando la noticia de todos estos sucesos llegó a Abd-ul-Lah, no pudo éste contener las lágrimas, al considerar lo duro del castigo impuesto por don Pedro a su primo y su enemigo más encarnizado, pidiendo a Allah ferviente que en el día del juicio perdonase al rey Bermejo todas sus culpas, y le diese entrada en el Paraíso; pero Allah no preservó su espíritu, y Xaythan vagó con él de valle en valle, pues no dejó loores en la boca de los hombres, ni compasión en sus corazones tampoco!

     Desde Málaga, donde Mohammad se encontraba, tomó el camino de la corte granadina, acompañado de muchas compañías, del clamoreo del pueblo, y de casi toda la gente principal de aquella ciudad que quería más honrarle, y presenciar su entrada en la hermosa Granada.

     Ya en ella se sabía la trágica muerte del asesino de Ismaîl; y, al tener conocimiento de que, cumpliendo así todos los votos, Mohammad se aproximaba, salían a recibirle los granadinos con demostraciones no interrumpidas de entusiasmo.

     �El júbilo más puro embargaba el ánimo de todos los ciudadanos,-dicen las historias,-y en el Zacatín, en Bib-ar-Rambla, en las angostas calles del Albaicín, veíanse grupos de soldados, de artesanos, de personas de todas clases y condiciones, que se daban mutuamente la enhorabuena por el regreso del rey legítimo, y hasta los partidarios mismos del usurpador, temerosos de mayores desventuras, le besaron las manos en señal de sumisión�.

     Venía Mohammad sobre un poderoso potro cordobés, de fina estampa y elegantes movimientos, y que braceaba con tal gallardía, levantando acompasadamente la cabeza, que no parecía sino orgulloso de llevar sobre sí, al término dichoso de todas sus desdichas, a aquel egregio Príncipe, a quien debió Granada los días más esplendorosos de su existencia; a su lado, conmovida profundamente, y derramando lágrimas silenciosas de regocijo, sobre una jaca blanca marchaba Aixa, rebujada en el solham que la cubría, y dejando adivinar a través del velo que ocultaba la parte principal del rostro, las perfecciones de aquel semblante que no sin razón los poetas comparaban a la luna llena; detrás, conmovido también, como lo iba el Sultán, caminaba el fiel y valeroso Lisan-ed-Din, llevando a su derecha al alcaide de Ronda y a su izquierda al de Málaga, siguiendo en pos, mezclados, caballeros rondeños y malagueños en vistoso grupo, sucediendo luego los granadinos, y las fuerzas que acompañaban a Abd-ul-Lah y que cerraban el cortejo.

     De todas partes, al paso de la comitiva por la larga y estrecha calle de Elbira, resonaban las albórbolas y los lelilíes con que las mujeres, detrás de las celosías de los edificios y en las azoteas de las casas, aclamaban al Sultán, dándole la bienvenida, mientras en la calle, ápostados entre los muros de las viviendas, los hombres repetían entusiasmados las aclamaciones, con la esperanza de recobrar la paz perdida, y el deseo de obtener el perdón de las pasadas culpas.

     Cuando Mohammad, trasponiendo la Bib-Xarea o Puerta de Justicia, donde tantas veces la había administrado en otros tiempos, se halló en su alcázar, aquel alcázar con que tantas veces soñó en su destierro, y donde al cabo, y por designio de Allah, había al lado de Aixa gozado tantas y tan dulces alegrías; cuando volvió a ocupar otra vez aquel trono, por el que tanto había suspirado, tornó los ojos lleno de gratitud al Omnipotente Allah, y cayó de rodillas bendiciéndole.

     Terminadas las ceremonias públicas,-en aquella misma cámara, donde años antes había el Amir celebrado tantas fiestas en honor de su adorada, donde lucieron su ingenio Lisan-ed-Din, Redhuan, Ebn-Zemrec, y otros no menos notables poetas de la corte, quedaron solos Aixa y el Sultán, quienes movidos por un mismo y simultáneo impulso, se arrojaron en brazos la una del otro, exclamando el Príncipe, visiblemente emocionado:

     -Alabado sea Allah, el Misericordioso, el Justo, el Dispensador de todos los beneficios! Él solo es grande! Todo cuanto hay en los cielos y en la tierra es suyo! Él prueba con el infortunio a aquellos a quienes elige, y Él premia y castiga a aquellos que lo merecen! Bendito sea su santo nombre, Aixa! Bendito una y mil veces! Y como el ángel guardián del séptimo cielo en el Paraíso, que con las setenta mil lenguas de cada una de sus setenta mil bocas, abiertas en cada una de sus setenta mil cabezas, canta en setenta mil idiomas a la vez alabanzas eternas a Allah el Único, el Inmutable,-empleemos nuestra vida en dar gracias al Señor de ambos mundos, por los beneficios que nos dispensa! Él ha sido quien tocando el corazón de los que fueron desleales vasallos, los trae hoy a mis pies sumisos como corderillos; Él quien derribando con el poderoso impulso de su voluntad el alcázar de la iniquidad y del crimen erigido por Abu-Saîd, mi primo, le ha hecho morir vergonzosamente a manos de los nassaríes! Él, quien nos ha salvado, y quien nos reúne en la hora de la felicidad, como nos tuvo reunidos en la hora del infortunio! Que sea eterno nuestro amor, oh Aixa, esposa mía, como es eterna la voluntad de Aquel por quien hoy nos vemos en este alcázar fabricado por mis predecesores; y si a nosotros no nos es dado rescatar en esta hermosa tierra de Al-Andalus cuanto fue dominio del Islam, en ella, que nuestros hijos, más felices que nosotros, y recogiendo la herencia de ventura que Allah con larga mano nos otorga en su clemencia inagotable, difundan la santa ley de Allah por cuanto rodean el mar de Siria y el mar de las Tinieblas, y limitan Afrancha y Az-Zocac por Norte y por Mediodía!

     Así, por disposición del creador de cielos y de tierra, hallaban término los azares, las inquietudes, las zozobras de aquel Príncipe insigne, y así también recibía el premio merecido, aquella mujer que, humilde y menesterosa, había años antes llegado a Granada en busca de su madre, fiando en la protección de Allah, y que jamás supo que era hija de la sultana Seti-Mariem (a quien Allah haya perdonado), viendo al postre coronadas todas sus aspiraciones y realizadas todas sus esperanzas!

     �Allah es Omnipotente y Sabio, y su misericordia es infinita!

......................

     Años después, para honrar la memoria de la Sultana Aixa, mandaba Mohammad V, ya apellidado Al-Gani-bil-Lah, construir en su palacio un ad-dar o edificio especial, destinado a las mujeres, y unido a él otro independiente, en los cuales extremó su magnificencia, y agotaron los artífices granadinos su ingenio. El primero, algún tanto deformado después de la conquista por los mismos Reyes Católicos, y principalmente por las construcciones y agregaciones hechas en tiempo del Emperador Carlos de Gante, ha conservado hasta nuestros días su propio nombre, y parte de las bellezas que atesoraba, siendo hoy designado en la Alhambra con el título de Cuarto de los Leones; el segundo, desapareció con dichas agregaciones y reformas; pero formando como un agregado de la Sala de las Dos Hermanas, existe aún, cual recuerdo, el Mirador llamado de Lindaraja, nombre fantástico, compuesto, como es entre los conocedores del idioma arábigo sabido, por la corrupción de tres palabras de esta lengua-âin-dar-Aixa o Axa-según más generalmente hubo de pronunciarse, que textualmente significan: Mirador de la casa de Aixa.











































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