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El agua contribuía a definir la distribución y jerarquización de los espacios urbanos, públicos y privados. La importancia de la combinación de actividades productivas al interior de las casas habitación queda de manifiesto con la descripción que hacen los mayordomos de dos monasterios al decir:

la renta obtenida [en las casas habitación] sería mas elevada que en casas en las que no se contaba con el abasto del líquido y más aún cuando en estas casas donde se introducen las aguas son de trato de comercio en donde se verifica mucho consumo de agua aorrandose de que entren y salgan los que la acarrean con notable perjuicio de los comerciantes que las habitan102 .



Fueron continuos los problemas que enfrentaron los habitantes de la ciudad durante la época colonial respecto al abasto y distribución del agua en sus casas. Los mayordomos conventuales se quejaban del hurto que del agua de las fuentes hacia el público, haciendo «sangrías, secando materialmente las fuentes»103.

Estas formas fueron justificables o no, depende de que se considere que en 1746 Puebla tenía 50 000 habitantes aproximadamente y eran necesarios un mínimo de 500 000 litros diarios de agua, es decir, 10 litros por persona104 . Por medio de las mercedes se abastecía únicamente 2% de las casas de la ciudad. El resto de la población se proveía de las fuentes públicas.

La distribución del agua dulce definió la zona que básicamente coincidía con el asentamiento poblacional español, en las parroquias del Sagrario y San José gracias a las mercedes de que gozaban las instituciones eclesiásticas y las familias poderosas, frecuentemente ligadas al ayuntamiento.

Esta distribución desigual que definió diferenciaciones sociales a partir de cierta privacidad, hizo aparecer a los monasterios femeninos como intermediarios y articuladores de un espacio mayor a partir de la recreación de formas de sociabilidad urbana en torno al abasto de agua.




Los derrames, las pilas y las fuentes

Dado que las mercedes conventuales eran mucho más grandes que las concedidas a cualquier particular, no toda el agua era aprovechada en su interior, ocasionando derrames hacia las calles circundantes, por lo que los monasterios femeninos optaron por canalizar éstos al abasto público por medio de pilas y fuentes, lo que implicó el desarrollo de formas de convivencia a su alrededor y determinó ciertas características del paisaje urbano como los lodazales.

En torno a las pilas de los monasterios se desarrollaban diversas formas de sociabilidad colectiva, estableciéndose una asociación casi directa entre el abasto del agua al público y la utilización de sus remanentes. Por ejemplo:

Juan de Çameça, poseedor de unas casa ubicadas en el frontero de la cerca del convento de la Concepción, dice que en la calle que va a santa Catalina (3 sur-norte) se reciben grandes perjuicios de un lavadero que nuevamente an introducido las negras mulatas y gente de servicio en el agua que sale del dicho convento de la Concepción, por que además de que echan a perder la calles y están todo el día sojuzgando lo que pasa en mi cassa, esto no es permitido conforme a la buena policía, propongo que se quite el lavadero y obligue al convento a recoger sus remanentes de agua105.



Otras formas de integración fueron las plazas delante o detrás de los monasterios donde se ubicaban fuentes públicas. Se conocieron dos, la de Santa Inés en la que confluían transversalmente el monasterio de La Concepción y la iglesia de La Concordia (donde daba vuelta la procesión de Corpus) y San Luis, la otra plazuela. Aunque no lleva nombre de monasterio femenino estaba ubicada en su parte trasera, en lo que debieron ser alguna vez las huertas de Santa Teresa. Ahí se solicitó una fuente pública «semejante a la de santa Ynes pues la que tiene no es capaz de abastecer cumplidamente al público»106.

De esta manera los conventos no sólo se integraron sino que definieron el tipo de paisaje que vieron los poblanos y viajeros durante siglos, a partir de los derrames de las alcantarillas y fuentes situadas en sus paredes.

El agua de los manantiales que bajaba a la ciudad tenía escurrimientos que por diversos declives desembocaban en los alrededores de los monasterios. A ello se añadía el agua que se derramaba de sus pilas y fuentes.

Además de los derrames ocasionados por la insuficiencia o destrucción de los galápagos o presas, existía otro tipo de derrames que «ensuciaban y enlodaban a la ciudad». Éstos provenían de las fuentes que eran abastecidas por los manantiales. Las fuentes se componían de cuatro elementos principales que eran el surtidor, el depósito, la toma y el acceso. Una vez llena la fuente, a determinada altura empezaba a salir el agua al exterior del recipiente. Esto era el remanente, que cuando no se utilizaba causaba problemas en su entorno. Este problema fue observado desde 1575 cuando el cabildo informó que «del remanente de las aguas que salen así de la fuente principal que esta en la plaza de esta ciudad como la de los monasterios e demas vecinos particulares que tienen fuentes en sus casas, traen gran perjuicio a las calles de esta ciudad por los oyos y otros inconvenientes que en ella se hacen»107.

Si la mayoría de las pilas se ubicaban en los extramuros de los conventos, existía una asociación casi directa entre el abasto del agua al público y la utilización de sus remanentes. Un ejemplo de ello es el convento de Santa Rosa donde:

La madre María de la Encarnación, presidenta del beaterio de santa Rosa dice que el dicho (beaterio) cuenta con una merced de una paja de agua concedida el 29 de mayo de 1699. Reconociendo el beaterio que las derramas de su merced se pierden por que les sobra y no tiene en que aprovecharla y decidiendo hacer bien común a tenido por conveniente y acto de piedad y servicio de costear una pileta en la calle que sale de su portería para la plazuela de san Antonio108.



Y vaya que se tenía necesidad de redistribuir el derrame del agua entre el público que vivía en las inmediaciones, pues dentro del monasterio

[...] por no tener conducto el convento por donde desaguarla y siendo tan abundante el agua, de treinta y tres años a esta parte ha sido materia imposible secar todas las oficinas de abajo (del convento) que son las que más se habitan, de tal suerte que hasta hoy día por donde andan las religiosas, dejan estampados los pies109 .



Para la ciudad, los derrames trajeron consigo serios problemas. Dos eran las zonas conflictivas respecto a los derrames del agua de las fuentes o de las alcantarillas, Santa Catalina, y La Santísima Trinidad.

Siguiendo el eje de abasto de agua dulce, posiblemente procedente del convento de La Merced o de San Marcos, sobre la actual calle 5 norte, hubo un derrame importante en torno al convento de Santa Catalina de Sena, donde a espaldas de dicho monasterio se encontraba «la pila de Carrasco»110 misma que ocasionaba en 1745 lodazales una cuadra «arriba y otra abajo»111. A las inmundicias hubo que agregar los desagües de los albañales de las casas situados en la dicha calle que originaban que estuviera «sumamente inmunda», proponiéndose la construcción de una «tarjea que incorpore dichos albañales y se hagan empedrados»112.

En la prolongación del eje de la que hoy es la calle 3 norte estaba la alcantarilla «pegada a la Iglesia de La Santísima Trinidad, cuyos derrames tenían constituida la calle en estado de ciénaga por la derrama crecida de agua que no solo dificulta el tránsito libre de la calle por la fuerza del lodo que causa»113.

Por un lado los monasterios desempeñaron un papel importante en el abasto de agua mediante sus derrames y fuentes, lo que atraía a grupos principalmente populares que recreaban a su alrededor centros de sociabilidad, y por otro, formaban parte de un área de aislamiento urbano como causantes de la pestilencia y humedad permanente en su entorno, al parecer de viajeros y cabildantes.

El suelo de tierra de las calles, al no tener la capacidad de drenar el agua procedente de los derrames de las fuentes y alcantarillas, originaba lodazales. En la segunda mitad del siglo XVIII se propusieron dos soluciones al respecto: construir atarjeas que condujeran el agua de los remanentes hasta el río y empedrar las principales vialidades. Estos proyectos provocaron enfrentamientos entre las autoridades y los mayordomos de los conventos por el pago de impuestos sobre las casas de propiedad de los monasterios.

A partir de este periodo y durante la primera mitad del siglo XIX los conventos tuvieron problemas en la administración de sus fincas. El principal de ellos fue el pago de impuestos en el ramo de policía para empedrar y colocar atarjeas que evitaran los lodazales causados por sus remanentes. El clero argumentaba que las pensiones municipales fuesen pagadas por el inquilino y no por el propietario, ya que redundaban en beneficio del primero. Los cobradores y mayordomos se negaron a servir de intermediarios entre el ayuntamiento y el inquilino, ya que consideraban esta labor «tan difícil como recolectar la renta o quizá mayor por repugnarse tanto por lo general los impuestos»114.






ArribaAbajoUn modelo de fundación conventual. El caso de Santa Rosa

De entrada, los españoles en América encararon el problema de establecer una relación permanente y satisfactoria con su país de origen, al cual estaban atados por una serie de lazos institucionales, económicos y psicológicos115 . Procurando crear un vínculo de identificación con su país materno, recrearon en la nueva tierra patrones culturales definidos que se prolongaran en los criollos, mestizos y población indígena.

El arraigo a la tierra local fue un componente esencial en la formación de la imagen colectiva. La transformación del paisaje, con la construcción y el diseño de los elementos que conformaron las ciudades -en este caso los monasterios femeninos-, constituyó un punto importante en la definición de la identidad bajo objetivos específicos, uno de los cuales fue el sentido del compromiso «evangelizador y civilizatorio».

La fundación de un convento no debe ser considerada como un solo momento concreto y preciso. Se trata de un proceso de longitud temporal variable descompuesto en diversos pasos que, sin guardar un orden exacto, se podían suceder de cierta manera aisladamente hasta alcanzar su definitiva erección y reconocimiento formal116 .

Tomaremos el caso de Santa Rosa y veremos las diversas etapas que llevaron a la transformación de un patronato urbano en advocación de un monasterio.

El convento de Santa Rosa fue el producto de la maduración de una idea que con el tiempo tomó forma y se cristalizó en un fruto importante no sólo para la ciudad de Puebla sino también para el criollismo iberoamericano del siglo XVIII. En este largo y abrupto camino la meta no estuvo claramente definida desde un principio. La iniciativa que habría de desembocar en la fundación del convento de Santa Rosa nació primero con el simple objetivo de formar una cofradía con la advocación de Santa Inés en 1671. Poco después, surgió la idea de transformar cofradía en un beaterio, lo que implicó otro cambio importante: la advocación de la hermandad que originalmente había sido de Santa Inés se transmutó, hacia 1683, en Santa Rosa117 . Si bien ambas santas estaban hermanadas por pertenecer al panteón dominico, a Santa Rosa se le identificó -según el cronista de la orden- como la Patrona de las Indias Occidentales, esta nueva advocación surgida en el último tercio del siglo XVIII se adoptó rápida y decisivamente en Puebla y con ella se buscó un modelo de perfección más elevado, correspondiente a su estatus.

El convento se fundó formalmente hasta 1740, y las vicisitudes de los actos previos a ella, cuyo origen se remonta hasta 1671, muestran el compromiso de los grupos urbanos en su establecimiento y la influencia cultural del surgimiento de un monasterio de mujeres en la ciudad.


«De pobres y vergonzantes»118 a beatas de Santa Inés

En el año de 1671 el dominico fray Bernardo de Andía, con limosnas de varios bienhechores y licencia que obtuvo de sus superiores y prelados, fundó en su mismo convento de Puebla una cofradía dedicada a la gloriosísima virgen Santa Inés del Monte Policiano con la anuencia del convento dominico para mujeres que, con la misma advocación, había sido ya fundado en 1626.

En la escritura fundación, el fraile se reservó ciertos derechos propios del patronato como lo era la administración de los bienes. Así, dispuso de las donaciones que anualmente se hacían en favor de la santa, incorporando a la celebración a las mujeres «pobres y vergonzantes» que recibían mantos y sayas gracias a su generosidad, además de contar con las oraciones de agradecimiento de las religiosas pobres de los conventos de esta ciudad, quienes disfrutaban de doscientos pesos de oro común que destinaba como ayuda a sus necesidades119.

Con la intención de promover una mayor devoción a la santa dominica, Andía decidió transformar la cofradía en beaterio dedicado a la misma advocación y para ello se dio a la tarea de buscar doncellas para que, «motivadas por el amor a Dios y por el culto a santa Ynés», se establecieran en el nuevo instituto. Empezó a funcionar el beaterio con parte del capital de la hermandad, lo que además favoreció porque los dominicos cedieron algunas de sus propiedades para su sostenimiento. La escritura de donación expresaba textualmente que Andía:

[...] por el servicio de Dios Nuestro señor hacia fundación de un beaterio de la tercera orden de santo Domingo, para cuyo efecto a costa del patronato destinola para beaterio bajo al devoción y patrocinio de la virgen de santa Ynes del Monte Policiano donde están en clausura quince mujeres120.



La nueva fundación fue admitida por diversas instancias de la orden en capítulo provincial y capítulo general de los dominicos121 y avalada por las autoridades eclesiásticas locales. Sin embargo el reconocimiento real y pontificio del beaterio no se realizó sino tras largos trámites.

Contando con medios económicos y los permisos pertinentes para empezar a funcionar, restaba construir en un espacio más idóneo el recogimiento o beaterio. Para lograrlo, se asoció con el capitán don Idelfonso Raboso, personaje que, de acuerdo con la opinión de los dominicos, era nobilísimo, de conocidas prendas, realzada virtud, poderoso y muy caritativo. La religiosidad familiar de los Raboso era notable ya que tenía tres hijas en el convento de Santa Catalina de Sena122 . Por su posición social acomodada y su gran apego a los predicadores, Idelfonso Raboso se integró a la tarea de fundar un patronato para tal fin.

La familia Raboso tomó la nueva fundación con entusiasmo e iniciativa. De acuerdo con la crónica, fueron sus hijas, las religiosas dominicas, las que le pidieron a Raboso, «con encarecidas ansias y desmedidos anhelos» que fundara, en lugar del beaterio con dedicación a Santa Inés, un convento de religiosas dominicas dedicado a Santa Rosa, patrona de las Indias, para que, una vez construido, «pasasen a poblarlo y adquirieran el gloriosísimo renombre de fundadoras en él». La familia comprendió que si se convertía en benefactora de una fundación con mayores alcances, sus miembros podían llegar a ser patronos de ella, hecho de honor y prestigio en una sociedad profundamente religiosa como la poblana.

El beaterio bajo la advocación de Santa Inés tuvo que cambiar de nombre pese a que el padre Andía tenía una especial devoción por la santa y parecía redundante la existencia de un convento bajo la misma advocación, adquiriendo finalmente el de Santa Rosa pues coincidió que para esos años, una dominica y criolla se había convertido recientemente en patrona de la ciudad (1672). Su devoción tuvo gran importancia para el criollismo novohispano123, pues se le asoció muy estrechamente con la evangelización americana, influida quizás por su contacto previo con el trabajo de los catequistas, lo cual le llevó a decir que nada era más agradable a Dios que la actividad de los misioneros. Murió en 1617 y Clemente XII la canonizó en 1672.




«Comían de fiado por lo que pedían al Padre Eterno el pan de cada día»124

Una vez que quedó establecido el beaterio bajo la titularidad de santa Rosa, continuó funcionando en su lugar original y se designó un padre vicario, capellán y presbítero responsable que además oficiara las misas para la comunidad. Andía desempeñó tal función hasta 1692 en que fue electo como ministro provincial. Al poco tiempo, con la muerte de sus benefactores, se descuidó el estado de los bienes y rentas del beaterio y, por falta de una buena administración, sus ingresos disminuyeron notoriamente. El lunes de Pascua de 1697, el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz visitó el beaterio y se enteró de la crisis económica por la que pasaba; las beatas debían doscientos pesos, además de «comer de fiado, por lo que pedían al Padre Eterno el pan de cada día» ya que, de acuerdo con la crónica, sólo contaban con tortillas para alimentarse125 . A los problemas materiales existentes se les sumó otro: la postura de la albacea principal de Miguel Raboso de la Plaza, respecto al financiamiento del edificio que se estaba construyendo para el recogimiento. Thomasa Gárate, la viuda del fundador, también atravesaba por dificultades económicas y propuso un remedio que dejaría satisfechas, según ella, las necesidades financieras de las beatas y a salvo gran parte de la herencia del benefactor: vender el beaterio inconcluso y abandonar la empresa del patronato.

Ante la presión del intento de venta del edificio, las beatas y los dominicos se apresuraron a solicitar la licencia de transformarlo en convento formal. El pleito por el patronato del convento se había iniciado y ante estos problemas, para delimitar jurisdicciones legales, el obispo Santa Cruz decidió intervenir personalmente. Por un lado, los dominicos no tenían documentos comprobatorios del acuerdo entre Andía y Raboso respecto al patronato, ni escrituras formales en las que se expresara alguna obligación jurídica por parte de los patrones. Por el otro, para la transformación a convento formal era un requisito que la iglesia y las oficinas conventuales estuvieran terminadas, trámite que no se había cubierto a la fecha del litigio por falta de financiamiento y liquidez de las interesadas. Al respecto declaró doña Juana, hija legítima de Miguel Raboso y heredera real del patronato, «hallarse sin dinero ya que se había consumido todo el caudal de su padre, en la fábrica del convento y en una de las paredes de la iglesia»126.

Alguien debía asumir el patronato legalmente y terminar el convento. Como alternativa, se les ocurrió a las beatas pedir un préstamo al señor obispo, obligándose a pagarle réditos con sus costuras y afianzando, con sus personas, el capital prestado.

El obispo tomó en sus manos el caso, comprometiéndose a terminar la fábrica del que sería el nuevo beaterio para fines de agosto, el día de la festividad de Santa Rosa, para el cual faltaban únicamente cuatro meses. De hecho, el recogimiento quedaba bajo tutela de quien lo terminó: el obispo127. Por su parte, las Raboso, dada «su mucha pobreza»128, perdieron el patronato.

El traslado de las religiosas se efectuó en la madrugada del 29 de agosto de 1697, «con el respeto y veneración debida acomodaron en los forlones a las 18 religiosas que salían del viejo beaterio hacia su nueva casa, las calles estaban apretadas de gente [...] las beatas llegaron a las puertas del Beaterio, se apearon tomando posesión de la hermosa y bien dispuesta portería»129.




«... Que se funde [...] según la naturaleza de todos los beaterios»130

El beaterio estaba funcionando desde 1683, pero fue entre 1736 y 1740 cuando se concedió su aprobación, tras librar varios obstáculos legales, de pasar a constituirse como convento formal. La promoción de esta fundación obedeció a varios intereses; los dominicos pretendían exaltar valores propios de su orden, pues la santa había egresado de las filas de terciarias dominicas, pero también era la primera santa americana criolla, hecho que debía hacerse patente para toda la Iglesia de América y de España.

En 1690 se informó al rey sobre el estado del beaterio y se planteó nuevamente la posibilidad de transformarlo en convento formal bajo los dominicos. En 1695, el Consejo de Indias consideraba que tenía los suficientes elementos para emitir un dictamen sobre

[...] las consecuencias y utilidades que se seguirían si se servía conceder su licencia para al fundación de un convento o beaterio en la ciudad de Puebla con nombre de santa Rosa con los bienes que dono y señalo [...] Don Miguel Rabosso de la Plaza y Guevara, que fuera Alguacil Mayor de ella y de la destinación de caudales que hay del beaterio hecha por fray Bernardo de Andía del orden de santo Domingo131.



El resultado del dictamen del Consejo de Indias fue enteramente desfavorable, pues el fiscal argumentó «el no ser conveniente esta fundación por haber en la ciudad siete conventos de religiosas y no convenir añadir este número»132. El sueño de un beaterio y las esperanzas de su convento se desvanecían.

Seis años después, por el año de 1701, los dominicos retomaron el problema de la institucionalidad del beaterio argumentando las conveniencias y utilidades de esta fundación para su orden, esgrimiendo, además, que los cuarenta mil pesos que se habían invertido en la fábrica material del convento e iglesia, desde hacía once años, se perderían al no espiritualizarse este capital. Partiendo de los antecedentes legales, el procurador general de los dominicos volvió a solicitar el reconocimiento real del beaterio de Santa Rosa, esta vez con éxito. En ese mismo año, el 19 de abril de 1701, el rey resolvió dar licencia y permiso para la fundación del beaterio de Santa Rosa

[...] con este mismo nombre y no con otro título, ni uso, sin clausura ni forma regular sino según la naturaleza de todos los beaterios y sujeto y subordinado enteramente a vos y a los obispos que os sucedieren en esa Iglesia de Puebla [...] he resuelto encargaos del recobro de los bienes que fueron donados y legados a este fin y que procuréis por todos los medios para que se apliquen no solo a las quince doncellas españolas sino a todas las que pudieren recogerse y que fueran capaces de mantener y sustentar133.



Según esta nueva disposición varias cosas se aclaraban y el beaterio de Santa Rosa quedaba institucionalmente reconocido. Sin embargo se continuaría insistiendo en su conversión a convento formal. Nuevamente se elevaron súplicas al rey para que se concediera licencia para tal transformación, bajo el instituto y regla de los dominicos y con la advocación de dicha santa, patrona de estos reinos, «por no tener en ellos convento alguno de religiosas ni iglesia consagrada a su devoción»134. Los dominicos estaban casi seguros de lograr este intento de convertir el beaterio en convento formal bajo su jurisdicción135. Para estas fechas ya había nueve conventos de monjas en la ciudad de Puebla, pero esta advocación contenía una nueva significación social, argumento que al parecer llamaría la atención de Carlos II136.

Para emitir su respuesta definitiva, el monarca pidió que se le informara sobre el estado de los demás conventos, la opinión de los mismos sobre tal fundación, el verdadero valor de las rentas que tenía este beaterio, y un informe sobre el estado de la fábrica material del convento. Una vez obtenida la información, tomaría la resolución que más conviniera a los reales intereses137.

Menuda sorpresa se llevaron los padres dominicos cuando se enteraron que don Diego de Perea, prebendado de la santa iglesia catedral y abogado de la Real Audiencia de México, quien era el encargado de hacer el informe al rey, había recibido una real cédula en donde se indicaba que el beaterio pasaba definitivamente a la jurisdicción del obispado y, por consiguiente, los dominicos debían abandonar la dirección espiritual que hasta entonces habían ejercido sobre el mismo.




De beatas a monjas «para estrechar más su vida»138

A pesar de que todo parecía señalar que el nuevo convento no se fundaría, se hizo un último intento. Sorpresivamente se vencieron las resistencias y el 2 de marzo de 1736 llegó a esta ciudad una carta de Madrid escrita por el padre Juan Ignacio de Uribe, religioso profeso de la Sagrada Compañía de Jesús, diciendo que su majestad y su Real Consejo de Indias habían resuelto la transformación del beaterio en convento formal, dando su real permiso y licencia para la profesión tan deseada por las beatas.

Las autoridades eclesiásticas acudieron pronto a dar sus parabienes a las próximas monjas profesas. Al día siguiente se cantó misa de gracias y Te Deum Laudamus con el Divino Señor descubierto, difundiéndose la noticia por toda la ciudad. En 1736 llegó la cédula de su majestad, misma que decía:

Por cuanto por parte del Beaterio de santa Rosa de santa María de la Ciudad de la Puebla de los Ángeles en el reino de la nueva España se ha representado estar fundado desde el año de 1683 desde cuio tiempo han deseado beatas se erija en convento formal para estrechar más su vida [...] y que habiéndolo pedido así fui servido de mandar informasen de la conveniencia de la mencionada erección en convento, [...] Dado que en el reino de la Nueva España no había alguno del Instituto de santa Rosa siendo esta santa Indiana y patrona de aquellas provincias, [...] he resuelto este 31 de agosto del año próximo pasado (1735) conceder la mencionado beaterio de santa Rosa de santa María de la ciudad de Puebla de los Ángeles, la licencia que solicitan para pasar a convento formal139.



Una vez recibida la autorización real, faltaba solamente la bula papal. Ésta tardó en llegar a la ciudad más de tres años «a causa de hallarse el mar apestado de corsarios y enemigos por haberse declarado por este tiempo las sangrientas guerras de España con Inglaterra [...] no parece sino que el demonio astuto enemigo de insaciables mañas, modos y trazas de impedir la maior Gloria de Dios revolvió atajando por todas vías los puertos, serrando las puertas para que estas esposas de Cristo viviesen crusificadas [más tiempo]»140.

Finalmente llegó la bula firmada por Clemente XII. Reproducimos los fragmentos más sobresalientes del documento:

He sabido -dijo el Papa- por parte de las amadas hijas en Cristo niñas llamadas de la Virgen que habitan en un conservatorio debajo de la invocación de santa Rosa de Lima fundado en la ciudad de la Puebla en las partes de la América de quarenta años a esta parte, [...] y las mujeres que en el habitan no parecen diferenciarse de las verdaderas y solemnes monjas profesas monjas, deseando mucho que este conservatorio sea reconocido por nosotros como monasterio con clausura formal con todas sus solemnidades que se acostumbran [...]141



Aun cuando dependiera del obispo, al igual que en los otros monasterios, se respetaba la advocación y la regla dominica como modelo de comportamiento para las nuevas monjas. Éste era el verdadero y único triunfo de los dominicos.

Llegó la bula de Roma a Puebla el tres de julio de 1740, cerca de las ocho de la noche; el mayordomo causó terrible alboroto no sólo en el convento sino en todo el vecindario, al notificar a las religiosas que «había Dios puesto fin a su purgatorio». Tras una larga lucha, la ciudad afianzaba su criollismo religioso al obtener un convento más para las familias locales y un nuevo símbolo devocional completamente americano.

La institucionalización de las fiestas de los conventos de mujeres, ya fueran de poblamiento del edificio monacal o de consagración como en el caso de la pura y limpia Concepción, La Soledad o Santa Rosa, pueden verse como elementos integradores de la cultura urbana142 en la medida en que participaban todos los sectores sociales. En la fiesta de aprobación fundacional de Santa Rosa, al igual que en las otras fiestas eclesiásticas, el paisaje urbano se convertía en la escenografía de tales acontecimientos.

Especial esmero se puso en el adorno de la ciudad cuando en septiembre de 1740, por medio de «vando de Real justicia», se conminó a todos los habitantes de la Angelópolis a participar en las festividades durante los tres primeros días de la dedicación de la iglesia de Santa Rosa como patrona de este reino de las Indias, y se ordenó que:

en toda la ciudad se colgasen las calles y pusiesen luminarias todos los vecinos [...] brotando llamas de fuego por las puertas y balcones y ventanas. Quedo sumamente vistosa la torre de la santa iglesia de Catedral con más de trescientas lámparas de aceite con que la adornaron, convirtiéndose las tenebrosas noches con tantas luces en claros y alegres días143.



Las fiestas y las procesiones funcionaban como parte del esquema de reproducción de modelos simbólicos poseídos socialmente por los grupos dominantes144 que se incorporaban al resto de la sociedad mediante su reiteración cíclica como en las celebraciones antes mencionadas de 1740 que:

Dieron principio a procesión tan singular todas las cofradías de los curatos de esta ciudad y circunvecinas traiendo sus estandartes con hachas encendidas [...] seguianse a éstas en gran número los ciudadanos o gremios de todos los oficios, después toda la nobleza de republicanos, cada una de las sagradas religiones vino con su cruz y ciriales con riquisimos ornamentos, por cosa singular dividida (la Orden) de san Francisco de la de los Dieguinos cargando cada una a las matriarcas, la de Bethlem a santa Ynes, la del gloriosisimo san Roque a santa Catarina de Sena, la de san Juan de Dios a santa Catarina de Bolonia, la que corrió por santa Coleta equivocandose por ser un mismo vestuario y la misma imagen que sirve a una y otra [...] a las sagradas comunidades les siguió el lucidisimo clero que se componía de más de quinientos sobre pellises [...] quiénes traían en el medio a santa Rosa como padrinos, detrás del Divino venía la Nobilísima ciudad su Alcalde mayor debajo de mazas repicandose a huella de esquilas todas las iglesias de la ciudad todo el tiempo que duró la procesión»145.



Las celebraciones conventuales eran importantes porque expresaban simbólicamente la consolidación de la identidad del grupo político y socialmente dominante en la ciudad de Puebla configurando una forma de identidad cultural146.

Las fiestas de consagración de las iglesias de los monasterios se llevaban a cabo cuando se había concluido su construcción, al menos en sus estructuras más elementales. A este acto seguía un proceso de continua adaptación y modificaciones de las iglesias e interiores de los conventos.

Las lujosas celebraciones festivas de fundación, consagración o poblamiento eran reflejo del auge que habían alcanzado las fundaciones conventuales. Dentro de sus muros convivían grandes y heterogéneos conjuntos de mujeres que daban vida y relevancia a los claustros. El prestigio y el honor familiar quedaban garantizados por medio de las profesiones de jóvenes de origen español que perpetuaban con su comportamiento la identidad del grupo social y étnico al que pertenecían. La vida al interior de los monasterios no fue sencilla, a la dureza de la regla y su seguimiento se añadieron formas de sociabilidad y convivencia que permitía a las religiosas sobrellevar de diversas maneras las exigencias del mundo claustral.

El estudio de las formas de interacción social dentro de los monasterios a lo largo de los siglos contribuirá a entender el contexto que permitió a las religiosas cumplir con la difícil tarea de vivir enclaustradas en honor de su «amado esposo», razón de ser de su vida y de su búsqueda de perfección.








ArribaAbajoSegunda parte

Las tensiones y los cambios del siglo XVIII. «Vida privada» versus «vida común»



ArribaAbajoIntroducción

Un arrebato místico podía llevar a las jóvenes doncellas a profesar en un convento, pero lo que se presentaba ante ellas a lo largo del resto de su vida era una rutinaria serie de fórmulas cotidianas que sometían su conducta a arcaicas reglas y cambiaban radicalmente sus hábitos. ¿Cómo se puede explicar el desenvolvimiento de la vida cotidiana en el interior de los monasterios y qué significado tuvieron esas prácticas en la configuración del modelo de vida de perfección?

Este esquema tuvo su origen en las distintas reglas monásticas que plagadas de imposiciones prácticas eran una expresión extrema de la actitud que correspondía a quienes elegían la vida de perfección. Así las reglas benedictinas, citercienses o de San Agustín definieron la vida religiosa147 ideal de hombres y mujeres en el viejo y en el nuevo mundo.

La fundación de los conventos significó la apertura de espacios físicos socialmente idóneos para las hispanas y criollas que decidían abrazar la vida religiosa. El papel más importante de los monasterios de mujeres estuvo ligado al resguardo de la castidad y pureza femeninas, valores exaltados por la sociedad colonial. Al interior de los conventos se desarrollaron prácticas cotidianas, individuales y colectivas, encaminadas a la salvaguarda de tan importantes valores. La vida sexual, controlada por la castidad, la voluntad doblegada ante la obediencia, así como la pobreza, que negaba al cuerpo las satisfacciones del bienestar material, fueron el origen de todas las normas de conducta de las religiosas.

El estudio de la vida cotidiana conventual muestra la complejidad de las relaciones individuales, colectivas, públicas y privadas de sus habitantes en un ámbito estrictamente restringido. Las relaciones ahí fraguadas rebasaron los muros claustrales y se reprodujeron al exterior como parte de un modelo de civilidad secular148.

La coexistencia de las diferentes concepciones de la religiosidad conventual muestra la compleja interacción de prácticas diferenciadas de convivencia que dieron por resultado conductas jerarquizadas en el interior de los monasterios. Esta problemática contribuye a explicar el cambio del papel de los monasterios en la sociedad y la posterior crisis de la vida religiosa a fines del siglo XVIII y principios del XIX149.

Para comprender el desarrollo de la vida cotidiana conventual se debe considerar la interacción de los variados grupos que conformaban la población monacal y las funciones que desempeñaban dentro de la compleja cotidianidad claustral. El orden de los oficios desempeñados por cada religiosa determinaba el tiempo y el lugar preciso de sus acciones, mismas que a su vez se relacionaban con el colectivo en su conjunto150.

Actividades y espacios fueron elementos indisociables de una realidad social y formaban parte de un discurso religioso que expresaba la forma precisa como debía ser comprendida la religiosidad conventual que, a su vez, proyectaba hacia el exterior normas de convivencia y civilidad que formaron parte de un modelo de comportamiento individual y colectivo que debía ser aceptado, y en cierta medida imitado como una configuración válida de comportamiento público y privado. Este discurso quedó expresado en las reglas y constituciones de cada orden, en el papel del diocesano en ellas y, a nivel más general, en la relación entre la corona y la Iglesia.

Los aspectos privados y colectivos que conformaron la vida cotidiana conventual presentaron múltiples variantes: así, las calzadas, descalzas y recoletas vivieron la pobreza comunitaria e individual de manera diferente151. Esto expresó modalidades en el desarrollo de la vida monástica que en el transcurso de más de trescientos años muestran que las formas de convivencia cotidiana generada dentro de los conventos era parte de un continuo proceso de adecuaciones civilizatorias. Así veremos cómo las diferentes actividades conventuales, definidas por espacios y horarios estrictos fueron expresión de ligeras variaciones en el acatamiento de los votos monásticos, dependiendo su interpretación de la orden a la que se ligaba el monasterio. Al ser estos hechos socialmente aceptados y establecidos como un valor humano se constituyeron en un modelo de comportamiento femenino imitable y transferible.

La relación determinada entre actividades individuales y colectivas dentro del monasterio expresó un ideal de vida cotidiana específica, por lo que sus cambios y permanencias fueron decisivos para entender el modelo de comportamiento enseñado y transmitido por los conventos. El marco histórico que delimita este apartado hará referencia directa a las reformas conventuales introducidas por el arzobispo Francisco Antonio Lorenzana (1766 a 1772) y el obispo de Puebla Francisco Fabián y Fuero (1765 a 1773). Durante su estancia en la Nueva España, ellos instrumentaron una serie de cambios que en resumen se refieren a: la prohibición de la construcción, compra y venta de celdas para el uso privado de las monjas. La expulsión de las niñas seglares de los claustros, la limitación del número de sirvientas que servían de manera particular a cada monja. Se impuso la observancia estricta del número de religiosas numerarias de velo negro, de velo blanco y supernumerarias, la disminución de los gastos de las festividades y el cambio en la duración de cada priorato, pasando de tres años a uno y medio. Con estas medidas se modificaron algunos puntos sustanciales de la vida conventual.

Estas reformas surgieron como parte de la política regalista de Carlos III152. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII se cuestionaron de manera sistemática las diferentes interpretaciones que se hacían de los votos monásticos y de las constituciones dentro de los claustros de calzadas. Esto llevó a la confrontación entre dos modelos de vida conventual denominados «vida privada» y «vida común» que sintetizaban las tensiones entre las diversas formas de comportamiento monacal. Específicamente fueron afectados mediante las disposiciones relativas, los conventos de calzadas de las ciudades de México, Querétaro y Puebla153.

Con el argumento de restablecer un modo de vida más austero dentro de los conventos y con el objeto de volver a las prácticas de una Iglesia «primitiva» representada por el modo de «vida común» se pretendió alterar el esquema de relaciones comunitarias que se había gestado durante siglos. Esta variación significó la introducción de un modelo nuevo de religiosidad y cambios en sus representaciones sociales.

En este apartado estudiaremos las características principales de la religiosidad conventual que se conformó a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Iniciaremos con un análisis de las formas de convivencia y religiosidad de las habitantes de los monasterios para continuar con el estudio de la sociabilidad externa. El conjunto de los espacios conventuales hacia el exterior giraba alrededor de la iglesia, y el elemento articulador entre ambos fue el coro. En él se desarrolló la religiosidad colectiva y particular de las monjas. Desde ahí se puso de manifiesto una jerarquía entre las religiosas que es necesario explicar, ya que no todas usaban el espacio sacralizado de la misma manera. Para el estudio específico de las actividad es dentro del monasterio hemos partido del significado simbólico de los votos de pobreza, castidad y obediencia, relacionándolos con los espacios y las actividades de las religiosas.




ArribaAbajoLas formas de convivencia y religiosidad

Además de los colegios, los conventos femeninos fueron una de las alternativas educativas más recurrentes, en ellos niñas y jóvenes seglares siguieron la regla y el modo de vida conventual y reprodujeron un estilo de educación que servía de modelo ideal al que las mujeres de «buenas familias» podían aspirar154.

En Puebla existieron conventos de diferentes órdenes y reglas, distinguiéndose en el siglo XVIII las de descalzas, las recoletas y las calzadas. Las descalzas de Santa Teresa (1604) y La Soledad (1748) se caracterizaron por su rigurosísima reglamentación y rígida austeridad señalada a partir de la reforma carmelitana. Ahí, la vida contemplativa estuvo condicionada por un número limitado de veintiún monjas profesas y de velo blanco. De manera semejante pero siguiendo la regla franciscana estuvieron las clarisas (1607) y las capuchinas (1700). Las recoletas, que habían empezado su vida como beatas, se caracterizaban por el seguimiento de la vida austera y ascética una vez que formalizaban sus votos perpetuos como monjas. Pertenecían a este tipo las agustinas de Santa Mónica (1680), y las dominicas de Santa Rosa (1740). El otro tipo de convento lo representaban las calzadas, que como las recoletas o descalzas también seguían los votos monásticos como sus más importantes preceptos pero interpretados de diferente forma, lo que daba lugar a una cierta flexibilidad en su aplicación. Los conventos de calzadas que se establecieron en Puebla fueron Santa Catalina de Sena (1568), La Concepción (1593), San Jerónimo (1597), La Santísima Trinidad (1619) y Santa Inés del Monte Policiano (1620).

Lejos de pensar que los conventos fueron instancias sociales cerradas, nos encontramos con sitios donde convivían jerarquizadamente un conjunto diferenciado de mujeres que interactuaban en el espacio cotidiano conventual. En el siglo XVIII distinguimos cinco grupos de mujeres que daban vida a los monasterios: las monjas de velo negro y coro, que podían ser numerarias y supernumerarias, las legas o monjas de velo blanco, las niñas y las mozas o modernas155. A estas residentes conventuales correspondieron características económicas, sociales y étnicas diferentes, así como un lugar específico dentro del espacio claustral. La heterogénea composición de estos grupos definió los modelos de convivencia desarrollados dentro de los monasterios. Las reformas introducidas por Fabián y Fuero modificaron la interrelación entre estos grupos, lo que cambió también su vida cotidiana.

Algunos datos de 1765 muestran la importancia numérica que llegaron a tener estos diferentes sectores sociales en el interior de los conventos de calzadas en Puebla.

Cuadro 4

Calidad de los habitantes de los monasterios de calzadas en Puebla hacia 1765

Convento Monjas Niñas Mozas
Santa Catalina 96 72 90
Santa Inés 63 61 65
Santísima Trinidad 64 63 60
San Jerónimo 76 74 76
La Concepción 79 44 -
378 314 291

FUENTE: Número de religiosas en los conventos de calzadas. Diversos informes al obispo de Puebla.

El grupo de las monjas se refiere a las religiosas de velo negro y coro que estaba compuesto por todas aquellas que reunían un conjunto de requisitos que incluían además del pago de una dote de tres mil pesos para el siglo XVIII, el certificado de pureza de sangre, una copia del acta de bautizo con la cual comprobaba ser mayor de 15 años y menor de veinticinco y ser ante todo hija legítima, además de haber sido aceptada por el conjunto de la comunidad después del noviciado como religiosa profesa. La principal ocupación de estas monjas consistía en leer y rezar el oficio divino156 en el coro, de allí su nombre.


«No se admitiera religiosa alguna si no fuere capas de leer latín...»157

Además de los rezos acostumbrados, la Iglesia mandaba que se leyeran en comunidad, a dos coros o voces los salmos bíblicos158, lo que condicionó de cierta manera el manejo de la lectoescritura para las profesas. Esta práctica se describe desde las crónicas del siglo XVI:

[...] las religiosas asistian a Vísperas y completas, que son a las tres de la tarde y después inmediatamente los Maitines y Laudes. Da gusto asistir por el orden, modestia, compustura y devoción con que rezan pronunciando tan bien el latín y sus acentos que parece lo estudiaron en las clases [...]159



En algunos casos y como continuidad de este requerimento para poder profesar como monja, en las constituciones concepcionistas, se especificó a lo largo del siglo XVIII, que «no se admitiera religiosa alguna si no fuere capas de leer latín para el resado»160.

En todos los conventos, las constituciones señalaban un número restringido de religiosas. Sin embargo, en los de calzadas se permitió el ingreso como monjas de velo negro a otras mujeres, con la categoría de «supernumerarias». Éstas, a diferencia de las numerarias, subsistían de los réditos de su dote, desentendiéndose el monasterio de su alimentación, vestuario, habitación y gastos, mismos que corrían por cuenta de sus padres o parientes.

También profesaban como monjas de coro, pero exentas parcial o totalmente del pago de dote, al mostrar determinadas cualidades, como saber contar muy bien o por ser buenas músicas o «bajoneras». En el mismo caso se encontraban las que podían comprobar ser descendientes directas de los fundadores de los monasterios y entonces tomaban el puesto de capellanas, mismo que salía vacante a su muerte. Leonardo Ruiz de la Peña, el fundador de La Concepción especificó en la novena cláusula de su testamento que habían de ingresar en el monasterio:

dos monjas sin dote, y estas an de ser perpetuas para siempre jamás, que en muriéndose cualquiera de ellas sean de nombrar y poner otras en su lugar sin dote y sin poner en ello excusa ni dilación alguna por manera que siempre ha de haber en el dicho monasterio dos monjas perpetuas de limosna [...] elegidas a voluntad de dichos patrones a los cuales se les encargará que habiendo deudas o parientas mías se nombren antes que otras [...]161



Como se puede ver, no todas las religiosas de coro forzosamente pagaron dote, ni todas tenían una celda particular, esclavas y mozas. Las había pobres y huérfanas que ingresaban a través de las obras pías162. Estas obras de caridad consistían en apoyos económicos destinados al pago de la dote de algunas doncellas españolas y carentes de padres. Por lo regular la ayuda ascendía a trescientos pesos y la aspirante tenía que reunir el resto hasta completar lo requerido como dote. Ésta se llegaba a conseguir mediante las donaciones de diez obras pías. Cuando no se completaba la dote, la novicia sólo podía profesar como lega.

Las obras pías, al igual que cualquier fundación piadosa en la época colonial, beneficiaban directamente a los familiares o descendientes de los fundadores. De esta manera profesó Josepha Antonia Ortiz Casqueta Yañez163, Su madre María Teresa Yañez Remuzgo de Vera ejerció el patronato de una obra pía que fundó su hermana la muy reverenda madre María de la Encarnación Yañez de Vera, monja del convento de la Encarnación de México. Le fue asignado el beneficio de un capital de cuatro mil pesos con el cual hizo profesar a cuatro de sus hijas. Aunque este linaje ostentaba título de nobleza, la riqueza familiar había venido a menos. En estos casos las obras pías fundadas por familiares aligeraban la carga económica familiar y aseguraba un lugar digno para sus descendientes.

Como se puede ver, los lazos de parentesco desempeñaron un importante papel en la determinación de la pertenencia a una comunidad religiosa y la relación entre la aspirante y el grupo al que deseaba incorporarse.

Las profesas fueron el grupo más importante y su existencia fue la razón de ser del convento. Aun dentro de este grupo había diferenciaciones pues no todas las monjas de velo negro y coro tenían derecho a votar o ser votadas en la elección de prioras y abadesas. Estas prerrogativas correspondían a las que tenían más de dos años de vivir en el monasterio en calidad de profesas164. Ellas, reunidas en capítulo, tenían el derecho a opinar sobre el funcionamiento y la política del monasterio y avalar la propuesta de la priora en la designación de los oficios de superioras, porteras, torneras, maestra de novicias y contadoras o calvarias como en el caso de las Carmelitas Descalzas.

Otro conjunto femenino, no incluido en el cuadro, lo conformaban las novicias. Estas jóvenes, una vez terminado el año de noviciado165, se sometían a un examen en el cual la priora y dos madres del concejo la examinaban en materia de religión y en su capacidad de integrarse a la comunidad de velo negro y coro o de velo blanco, según el caso. Su aceptación dependía también de ser aprobada por la comunidad de profesas.

Las monjas legas, «leguitas» o de velo blanco fueron las religiosas que no pudieron llenar alguno de los requisitos indispensables para profesar de velo negro, generalmente por la incapacidad para pagar los tres mil pesos de dote, por lo que mantuvieron marcadas diferencias con las de coro. Normalmente profesaban a los dieciocho años de edad, que «es la edad en la que ya tienen fuerza para servir», en virtud de una mayor fortaleza física y no desde los quince como en el caso de las monjas de velo negro166. La desigualdad también se expresaba atendiendo al mayor número de rezos167; además del conocimiento del oficio parvo168. A ellas les estuvo prohibido cantar en el coro y el rezo del oficio divino. Su importancia estuvo en relación con la calidad de los trabajos que desempeñaban en el servicio y mantenimiento cotidiano de todo el monasterio.

En ocasiones cuando se estaba conformando alguna comunidad se permitió que su número variara como en el caso de las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa, donde Juana de la Esperanza, una esclava negra que al morir su ama fue cedida al convento y «se convirtió en hermanita de velo blanco entre tanto se conformaba la comunidad»169.

Se especificaba en las constituciones que las legas tenían como primer cuidado «humillarse y servir de muy buena gana en el oficio a todas las religiosas» y como «son recibidas para el servicio del monasterio deben comer el pan con el sudor de su rostro, entrar en un número moderado que no rebase el de quince»170. En los conventos de calzadas, a lo largo de los siglos, los lugares vacantes al morir las legas eran solicitados con apremio pues garantizaban una forma de ingreso al monasterio más o menos rápida, presentándose casos en que la aspirante podía entrar de velo blanco y luego completar la dote de tres mil pesos y pasar a ser monja de velo negro.




«... nos es mas fácil morir que salir del convento»171

Otra circunstancia que contribuyó al éxito de los conventos femeninos fue que la exigencia selectiva para el ingreso sólo se aplicaba a las aspirantes a religiosas, legas o de velo negro, pero en cambio fue más flexible en cuanto a la incorporación de seglares172. Podían hacer ingresar como niñas o acompañantes de las monjas, quienes lo solicitasen, aunque no pudiesen presentar los consabidos certificados de pureza de sangre173.

Así pudieron ingresar numerosas «niñas» educandas que corresidían junto con las religiosas en el monasterio. Algunas jóvenes que pagaban su manutención procedían de familias pudientes que enviaban a sus hijas por varios años para el aprendizaje de las labores mujeriles. Las menores que acompañaban a las religiosas también tenían la obligación de ir al coro a determinadas horas y de realizar prácticas piadosas tales como las meditaciones, lecturas ejemplares, examen diario de conciencia y celebraciones litúrgicas especiales en determinadas festividades174.

La edad de ingreso de las niñas fue variable. En Santa Catalina se prohibían menores de 10 años pero en otros eran recibidas a partir de los dos años. Por lo regular ya jóvenes y una vez terminado su periodo de preparación, salían del convento para contraer matrimonio. También algunas permanecían en el monasterio con el ánimo de profesar al alcanzar la edad convenida. De esta manera se garantizaba la reproducción del ideal de perfección femenino ya que del convento salían las esposas educadas para recrear este modelo de comportamiento o permanecían en él las que manifestaban vocación religiosa o aceptaban las sugerencias de sus familias para permanecer en la clausura perpetua.

La mayoría de ellas ingresaban desde su infancia y garantizaba su permanencia en el monasterio mientras sus padres pagaran regularmente «su piso», «niñado», «pupilaje» y alimentos. Eran, pues, descendientes de familias pudientes que preparaban a sus hijas para el buen desempeño de sus labores femeninas, ya como madres de familia o como religiosas; de esta manera el ser «niñas» en un convento era un estado transitorio. Permanecerían reclusas en los monasterios conviviendo con las monjas durante cierto tiempo. Las excepción a esta práctica fue el colegio de Jesús María, donde las educandas vivían separadas de las religiosas175.

Sin embargo, en el siglo XVIII notamos una transformación en la composición social de las niñas. Posiblemente en aras de permanecer en el monasterio éstas declararon, entre 1765 y 1773, «ser pobres», «huérfanas» y «enfermas». Dejaron ver que habían establecido estrechos lazos de dependencia económica y afectiva con las monjas que las tenían consigo, compartiendo con ellas sus celdas y alimentos «pues no conocían el mundo exterior y no tenían donde vivir». Tenemos otros casos en que familias con posibilidades mantenían a sus familiares en calidad de niñas «por estar enfermas», sosteniéndolas dentro de los claustros durante toda la vida. Esto muestra que el niñado no era más un estado transitorio, sino permanente para algunas mujeres. Veamos el caso de una niña del convento de la Santísima Trinidad. La abadesa, mediante un memorial, pide al obispo que...

le permita quedarse con dos indijuelas por que ni a la niña ni a las indijuelas les da nada el convento [...] esta niña está siempre retirada en su cuarto por que aun siendo todabia niña esta tan mostrosamente gorda que ni a la cabeza se puede llevar la mano por que no le alcanza solo para coser, poniéndole la costura delante tiene movimiento, ni vestirse ni desnudarse puede, ni nada, no puede moverse de la gota y la mucha carne que tiene [...]176



Resulta evidente que en algunos casos el monasterio funcionó como asilo al hacerse continua alusión a las enfermedades como: epilepsia, ceguera, e invalidez dada la avanzada edad de algunas de «las niñas». En el siglo XVIII se llegó a calcular que había una menor en promedio por religiosa. Esta estrecha y numerosa convivencia con seglares nos hace pensar en varias propuestas explicativas. Una de ellas atañe al cambio en la composición económica familiar de los grupos cercanos a los monasterios. Al parecer los parientes que no habían podido cubrir alguno de los requisitos indispensables para que pudiesen profesar sus descendientes como monjas las hacían ingresar buscando un medio de prestigio, seguro y honesto para garantizar su sobrevivencia. De esta manera el monasterio se convertía, de manera primordial, en un refugio para mujeres solteras, pobres y enfermas, y no sólo en un lugar de reproducción de la vida de perfección que comprendía el estricto acato a los votos monásticos. Se constata un ejemplo de ello en 1765 cuando declararon a Michaela Muñoz y Josepha Sardo, niñas en el convento de San Jerónimo:

las menores y más rendidas huérfanas, manifestamos que una y otra entramos en este convento de edad de solo cuatro años donde nos hemos mantenido hasta el presente en que pasamos de cincuenta años, sin tener una y otra padres ni quien en el siglo nos socorra ni donde acogernos, además una de nosotras se halla tullida y sin poder dar paso...177



Durante la segunda mitad siglo XVIII, nos encontramos ante el hecho de que gran parte de las «niñas» no se sostenían ya del pupilaje que sus parientes aportaban, sino que dependían por completo de una religiosa de velo negro a la que llamaban «madre o nanita». La presencia de las «niñas» fue cuestionada pues representaba ciertamente una carga financiera para los conventos, pero no se debe olvidar que junto con las mozas, estas mujeres constituían pequeños núcleos familiares corresidentes con las monjas, cohesionadas todas por antiguas relaciones afectivas.

En algunos casos, además de las niñas, también vivían con las religiosas otras parientas en su misma celda particular. Así Mariana del Niño Jesús, monja profesa del convento de la Santísima Trinidad, suplicó al obispo se le permitiera continuar viviendo con su madre, pues

[...] es una pobre viuda de setenta y ocho años y tan enferma que por la delicadeza de su conciencia le amenaza próximamente en la perdida del juicio, durante mucho tiempo la e conservado y ayudado en su vejez sirviéndole y atendiéndole en compañía de una moza fiel que a mas de quarenta años que la asiste y una seculara niña que también le ayuda178.



La implantación de las reformas de Fabián y Fuero, que contemplaban la salida forzosa de las seglares, dio origen a múltiples peticiones, suplicándole les concediera licencia de permanecer dentro de los monasterios. Algunas argumentaron que:

Hemos vivido desde nuestros tiernos años, y otras que ya grandes nos venimos a retirar por vivir aquí escondidas de las olas del mar tempestuoso y estar en la religión porque nos hallábamos en total desamparo [...] y por que somos de este sexo tan débil para resistir y nos hallamos sin tener casas a donde ir ni amparo ninguno, por que entre todas las que estamos sólo cinco o seis al que tengan padres y casas a donde salir, ni tenemos la ropa que es necesaria para estar en el mundo como sallas y mantas y lo que es mas pensar que hemos de salir de nuestra amada clausura se nos acaba la vida y aun eso nos sirve de consuelo porque nos es mas fácil morir que salir del convento179.



La política seguida tras las reformas no afectó únicamente a las niñas. También se expulsó a las mozas, privándoles del claustro que les daba albergue y permitía su supervivencia. En adelante sólo permanecerían dentro de los monasterios en un número limitado y éstas serían en su totalidad para la comunidad, prohibiéndose en adelante tenerlas privadamente.

Ante la propuesta del prelado de quedarse únicamente con las sirvientas necesarias para la comunidad conventual y no de manera particular, las prioras enviaron listas de las que se necesitaban para el servicio de la comunidad. Setenta y dos mozas declaró necesitar la abadesa de la Purísima Concepción, de las cuales cuarenta y dos estaban relacionadas con la limpieza y lavado directo de la ropa y los trastes, ya sea en la enfermería, en el refectorio o en la cocina, limpiando los patios o lavando las pilas de agua. Distinta carga sería la que tenían las asignadas para el chocolatero (moler y batir el chocolate) o las de la portería, tornos o locutorios, noviciado, sacristía, confesionario y contaduría, quienes se en cargarían de auxiliar a las religiosas asignadas para esas oficinas180. Además se necesitaban doce mozas para hacer el atole y las tortillas. Se debía considerar entre sus labores la limpieza y aseo de los dormitorios, las celdas, claustros y de la iluminación de todo el convento, incluyendo preparar por las mañanas el agua del baño de las religiosas que lo necesitaren. Como vemos, con este tipo de informes se esbozaban cambios en la interacción entre las legas y las mozas al compartir sus actividades en espacios de trabajo colectivo como patios, cocinas y claustros.

Fue hasta 1765 cuando el papel de las religiosas de velo blanco se definió más precisamente al redistribuirse el trabajo del mantenimiento de los espacios comunitarios de monasterio también entre las monjas profesas que en adelante se ocuparían de las roperías, refectorios y enfermerías. Con la salida de las niñas, la disminución del número de mozas, y la desaparición de sirvientas particulares, cambiaron espacios, actividades y relaciones al interior del monasterio. Con ello se modificaba el tipo de vida que ofrecía el monasterio a las hijas de las familias acomodadas.






ArribaAbajoEl convento como espacio de la vida religiosa

No sin razón, Georges Duby consideraba a los conventos medievales como el modelo de vida privada por excelencia. Al igual que los monasterios benedictinos europeos, los de América continuaron en cierta medida reproduciendo esa imagen de ciudades cerradas limitadas por monumentales muros con accesos181 estrictamente controlados.

Convento de La Soledad

Figura 2. Convento de La Soledad. Detalle del plano del siglo XVIII

Al exterior el conjunto convento-iglesia debió dar una idea de fortaleza inaccesible, lo cual es parcialmente cierto. Si bien los muros altos y las ventanas enrejadas que rodeaban al monasterio cumplían la función del resguardo del voto de castidad, la iglesia permitía la vinculación del conjunto arquitectónico y de sus habitantes con el resto de la sociedad.


«Del altar mayor es uno de los mas primorosos que al presente ay en la ciudad»182

El volumen y la composición interior de las iglesias conventuales se conformaba de presbiterio, sacristía, confesionarios, coros y criptas. El objetivo de la centralización de los componentes constructivos, dentro de los cánones de la arquitectura española y colonial, era concentrar y unificar a los fieles. Se trataba de que todos tuvieran una vista óptima del ritual religioso desde cualquier punto interior de la iglesia; llevar la atención de los asistentes, ya fuera el altar o el púlpito, fue uno de los objetivos de la distribución espacial de los templos de monjas, para ello se recurrió a la utilización arquitectónica de la nave de cañón corrido183 y al recubrimiento barroco de sus interiores.

La altura de este tipo de naves por lo regular fluctuaba entre 18 y 20 metros en los claros; los volúmenes diferenciados de los templos se situaban en sus extremos: en el presbiterio y en el coro. Estos dos elementos, en conjunto, sumaban la mitad de la longitud total de la iglesia y estuvieron delimitados por grandes arcos. La descripción de la iglesia de Capuchinas nos ilustrará sobre las proporciones entre la estructura principal y los elementos mencionados:

La planta de la iglesia es en la distancia de 50 varas de longitud, 10 y media de latitud y 16 y media de profundidad; se divide en cuatro porciones, la una que forma el coro alto, la segunda el cuerpo de la iglesia, la tercera la capilla mayor y la cuarta el presbiterio184.



La relación entre la nave, el presbiterio y el coro, en términos de volumen y disposición, fue manejada en forma diferente por las distintas órdenes de acuerdo con la época.

Continuando con la tendencia a la concentración espacial, el área del presbiterio o santuario estaba diferenciada jerárquicamente del resto de la iglesia por medio de gradas que la rodeaban por sus tres lados. La tradición litúrgica y arquitectónica cristiana aprovechó el ábside de la basílica romana para poder celebrar en él los ritos sagrados. Su disposición permitía la participación activa de cada uno de los presentes en la misa al tener siempre a la vista al sacerdote oficiante. El conjunto se enriquecía artística y simbólicamente con los maravillosos altares que lo enmarcaban. La descripción de la iglesia de Santa Teresa es rica y sugerente.

Al presbyterio se sube por tres gradas de cantería donde tenemos que admirar y ver la hermosa fábrica del altar mayor es uno de los mas primorosos que al presente ay en la ciudad [...] que se dedicó el año de 1698 [...] se compone su fábrica de tres cuerpos proporcionados a lo que pide el arte y demanda el sitio, todas las columnas son salomónicas [...] tienen todas vistosas labores de ramos y frutos entretexidos en los relieves y huecos, que hacen, todas caladas con exquisito artificio, que realza los primores de la obra185.



Convento de Santa Teresa

Figura 3. Convento de Santa Teresa. Detalle de plano del siglo XVIII

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