Los diccionarios académicos y el problema de los neologismos
Manuel Alvar
Hace años que el problema de los neologismos está entre las preocupaciones cotidianas de los lingüistas. Unas veces se habla de palabras nuevas y se les dedican diccionarios1, otras se suscitan problemas generales en una actividad que se llama neología2.
Pero en este
simple planteamiento hay algo que debemos aclarar:
¿Qué es un neologismo? Porque la acepción que
neologismo tiene en el Diccionario académico,
«vocablo, acepción o giro nuevo en
una lengua»
, no resulta suficiente o no deja de tener
ambigüedad. Pues en ella vale tanto la nueva acepción
como la palabra recién inventada, el préstamo como el
tecnicismo y, sin embargo, obedecen a causas totalmente diferentes,
con unos resultados que tampoco pueden ser idénticos. Porque
es obvio que neologismo significa novedad, pero con una infinidad
de matices que hacen ser compleja a la palabra. Se nos dice que hay
un neologismo ordinario en el que una «forma» y un
«sentido» surgen al mundo de la luz en el que no
vivían, y existen neologismos de sentido que son
los que dan una acepción nueva a cierta unidad
previa3.
Pero la simplicidad que esto denuncia tampoco nos resulta
totalmente válida, pues, además de esos tipos
evidentes, son neologismos unas formaciones en las que la
unión de morfemas actualizan los «sentidos» ya
existentes: digamos, por ejemplo, la infinidad de sufijos activos,
tradicionalmente fosilizados en unos valores, y que se unen a unos
lexemas bien conocidos para formar unidades nuevas. Esto
podrá ser una palabra nueva, pero no lo son sus elementos
constitutivos. Tampoco se encuentra en el mismo plano la
adquisición de extranjerismos, con todos los procesos de
adaptación que exigen: desde el crudo reconocimiento de
forma y contenido a la remodelación de los significantes o
al desvío de los significados. Ni son de la misma naturaleza
los neologismos que, a millares, inventan cada día los
técnicos, pues la forma «nueva» tantas veces
está tomada de otras viejas que no eran lo que ahora son y
cuyo contenido, existente sin duda, necesita presentarse ante
técnicas nuevas. Estas formas suscitan una idea de prestigio
que no debe desdeñarse cuando hablamos del neologismo,
porque podólogo tal vez no diga lo mismo que
pedicuro y oftalmólogo tanto como
oculista. Vemos que hay abiertas numerosas brechas que
deben ser atendidas. La neología es, ciertamente,
la producción de unidades léxicas nuevas4,
pero el campo que se abre ante el observador es mucho más
complejo de lo que se descubre en tan simple enunciado: de una
parte está la capacidad de creación; de otra, la de
recepción, pues no se trata sino de establecer una
comunicación entre el transmisor y el oyente y, como en
cualquier hecho lingüístico, a la complejidad del que
enuncia se aparea la sorpresa del que recibe. Y la sorpresa tiene
mil maneras de manifestarse y otras tantas de descodificar el
mensaje. Por tanto no podrán situarse en el mismo nivel los
neologismos, digamos, neutros de un físico; los activos de
un economista y los agresivos de un político. Con lo que se
nos plantean nuevos problemas en el estudio de unas cuestiones al
parecer sencillas: unas afectan a la forma con su intrincado mundo
de variantes; otras, al estilo de cada metalenguaje particular. Y
esto nos lleva a una cuestión que en este momento me
atañe: ¿cómo acceden tan variados elementos al
diccionario? Pues si el diccionario es un repertorio sancionado por
el uso de la colectividad, será ésta la que motive la
aceptación o el repudio. Porque una cosa es redactar un
lexicón para médicos5,
otro para técnicos de informática6,
otro para botánicos7
u otros para economistas8,
por no citar sino unos cuantos testimonios, y otra cosa muy
distinta es considerar qué debe acceder a un diccionario
para todos los hablantes y no para un mundo especializado. Ni
siquiera nos valen entonces los diccionarios de tipo general, como
el que redactó el Conseil International de la Langue
Française9
o los que se han ido publicando recientemente10.
Tenemos que ir pensando en los caminos que llevan hasta la
aceptación y que recorren todas las sendas que he ido
anotando y otras muchas que pisarán nuestras plantas. Porque
el hablante de hoy se encuentra con un estado de lengua, y lo
acepta. Pero hubo otro hablante que se encontró con esas
mismas palabras, pero en un claro enfrentamiento, y tuvo que
decidir, y en su decisión pesaron razones de prestigio, de
novedad o de necesidad. El español no lingüista
difícilmente podrá entender que
jardín no sea palabra española; cierto que
hoy lo es inalienablemente, y con unos valores específicos
bien diferentes de los que tenía el término
patrimonial huerto. Hemos adquirido un préstamo,
pero resultó útil y las ordenaciones significativas
se establecieron con rigor. Huerto es una cosa y
jardín otra y aun pueden darse casos sorprendentes:
que huerto se olvide y jardín
señoree todos los dominios, tal y como ocurre en el dialecto
de los isleños de Luisiana que, en la parroquia de San
Bernardo, mantienen tercamente el español canario del siglo
XVII: para ellos, el huertecillo donde cultivan tomates y
pimientos, coles y apio es, precisamente, el
jardín. No es necesario abrumar: ahí queda
el jamón frente al pernil que aún
dura en muchos sitios y el tocino de pernil que nunca es
suplantado por *tocino de jamón. O nuestro
jayán que, galicismo de nuevo, atestigua una
evolución del francés antes de que el latín
gigante se convirtiera en géant. Hoy nadie duda del
carácter «patrimonial» de
jardín, de jamón o de
jayán, pero un día fueron términos
conflictivos que se emplearon frente a otros
«tradicionales» junto a los que se asentaron, o a los
que sustituyeron. No pensemos que adquirir un término, o mil
términos, sea desdichado proceder, sino una necesidad
sentida de muchos modos, y esa necesidad puede cambiarse al actuar
en el nuevo ámbito en el que se inserta. Conceptos como
bosque faltaban en nuestra lengua y se buscaron donde
estaban: bosque, a través del catalán,
llegó del francés al español11,
tomamos también foresta, pero había una
proximidad significativa y esta foresta se
domesticó en un bello término, floresta, que
poco tenía que ver con su origen, pero que era claro en su
nueva significación. El problema de la transmisión de
esos términos nuevos se ha suscitado siempre, y cada vez que
dos lenguas se ponen en contacto. Los préstamos significan
esos neologismos en los que forma y sentido desconocidos advienen a
una lengua en un momento determinado. Qué duda cabe que el
autor de un diccionario, la Academia en nuestro caso, debe atender
a unas necesidades y a unos usos. Remontemos al año 1743 en
que se formulan las Reglas, que se explayaron en el
Prólogo de la novena edición (1843), y
allí se leen palabras que, acaso, sorprendan a más de
un lector, pero que nos dan motivo para alguna meditación.
Consideremos estas pocas líneas:
Así, pues,
nuestros antecesores se tuvieron que enfrentar a los problemas
teóricos que he mencionado y, enfrentarse también, a
una actividad lexicográfica que está implícita
en el arte de realizar los diccionarios. Qué duda cabe que
el neologismo está ahí, agazapado para dar el salto
en un momento determinado: comité,
secundar entraron en el Diccionario cuando la necesidad y
el uso lo exigieron. De ahí los diccionarios bilingües
que ayudarán a resolver las dudas que se puedan plantear en
el nuestro e, implícitamente, dar solución a
cuestiones que están en esa necesidad de comunicarse.
Válganos un ejemplo de hoy: en el lenguaje de nuestros
políticos vestidos de economistas aparece una familia a la
que pertenecen deflactar, deflacción,
deflactación y, a su lado, inflación,
inflacionista. El español que no sabe mucho de este
lenguaje críptico recurre a los diccionarios técnicos
(Tamames, Lozano) y la palabra deflactación no
figura en ellos; sin embargo, deflactar sí y
además con una definición que nos deja con los pies
fríos y la cabeza caliente: «Operación por la cual se transforma una
determinada cantidad, expresada en términos monetarios
nominales, en otros en términos reales, es decir, en moneda
constante referida a un año concreto. Para ello, se emplea
un deflector, que se calcula por la relación nominal y el
índice de precios de consumo»
. ¿Qué
hacer? De momento esperar que las cosas se aclaren y por eso en el
Diccionario figura deflación con una
definición harto sencilla: «reducción de la circulación
fiduciaria cuando ha adquirido excesivo volumen por efecto de una
inflación»
. Además constan dos derivados
bien lógicos: deflacionario, deflacionista, pero
ninguno más. En el Diccionario Manual, más
desenfadado que el usual, la nómina no se aumenta y
tendremos que esperar a que esos intrusos se acomoden o se
purifiquen, pero no podemos proceder con prisas cuando ni siquiera
las tienen los técnicos de la economía.
Tal es el proceder
académico, velar por la pureza de la lengua hasta los
límites en que los hablantes lo toleren, pues no se puede
creer que la gente vaya por un camino y los lexicógrafos
oficiales por otro. Por eso la Academia no puede claudicar de
inmediato ante modas efímeras, aunque la resistencia
también tiene sus límites. En 1817 (5.ª
edición), el instituto había manifestado su rigor
para aceptar términos de «uso
pasagero»
, pero en 1832 (7.ª edición) fue
más explícita: no admitió las voces que no
estuvieran autorizadas o no fueran de uso general, «así que ha excluido los nombres
caprichosos y pasajeros de trajes y modas que hoy se emplean y
mañana desaparecen para no volverse a oír
nunca»
, en 1843 (novena edición) sus apreciaciones
no estaban exentas de dureza:
Hay sin embargo en el lenguaje social voces de uso corriente, que por designar objetos frívolos, transitorios y casi siempre de origen y, estructura extranjera no deben tener entrada en el Diccionario de una lengua, y si bien no faltan en el nuestro vocablos de esta clase pertenecientes a tiempos pasados, la Academia está persuadida de que no deben admitirse. Tales son los que se refieren a modas pasajeras y fugaces, como canesú, bandolina, capota y otros de este tenor que hacen hoy y mueren mañana sin dejar más vestigios que la burla que de ellos suele hacer para diversión del público algún escritor satírico o dramático12. |
La perspicacia no acompañó a este juicio y, a partir de 1884 en que penetró canesú, todas esas palabras proscritas fueron tomando acomodo en el Diccionario. La vida moderna ha exigido modificar no pocos criterios y la adopción de extranjerismos ha obligado a cambiar otras tantas ideas sobre el purismo. Ahí tenemos blocao, colectivo «conjunto de personas», control, chester especie de queso inglés, chequeo o pizza por no poner sino un botón de muestra de cada lengua con la que nos relacionamos.
Cierto que el hablante no es tan sólo un elemento pasivo en esta transmisión, sino que manifiesta sus preferencias y con ella la suerte de las palabras. Para ejemplificar tomemos un deporte y la terminología que le es pertinente. La difusión del futbol ha sido enorme, bien lo sabemos, pero ni siquiera el nombre del juego estuvo exento de vacilaciones, pues se conoce la acentuación fútbol o futból y el fallido intento de la traducción del anglicismo: balompié, que como un arcaísmo se conserva en la designación de un famoso equipo. Que fútbol fue activo lo demuestran sus derivados futbolista, futbolero, futbolín. Hay que aceptar la designación del deporte con la voz inglesa. Por el contrario, el basquet ball de hace cosa de medio siglo sucumbió ante el hispánico baloncesto. Si nos volvemos hacia el fútbol, veremos como el keeper o el back han sido reemplazados por portero o arquero y defensa, fault por falta, etc.; que se mantiene el uso incierto de chut (shoot) y tiro, de corner y saque de esquina; que se ha aclimatado penalty (he incluso se ha hecho productivo: «tener un hijo de penalty») y que, perdidos otros, se han perpeturado en locuciones coloquiales: orsay (off side) ha decaído ante fuera de juego, pero estar en orsay sigue siendo usado13. La terminología de otros deportes, a pesar de los asedios televisivos, sigue siéndonos ajena: golf, tenis. La adaptación, y luego adopción, de los extranjerismos está sometida a modas, caminos de introducción, etc., y así, por mala que fuera la adopción de orsay significaba una recepción oral que no tuvo sidecar.
A través de
los prólogos del Diccionario académico hemos
visto unos planteamientos que las exigencias de la vida moderna han
impuesto a nuestros diccionaristas. Es un camino, no el
único, para acercamos a la aparición de los
neologismos. Los ejemplos aducidos, a pesar de su parvedad, nos
muestran bien a las claras cómo en las compilaciones
académicas hay un riquísimo venero para estudiar la
introducción de términos nuevos en nuestro
léxico. Tarea que no es cómoda en estos momentos,
pero que se alumbrará fácilmente el día que
poseamos el Diccionario histórico. No deja de ser
útil la reedición de los repertorios
académicos que, desde 1780, nos facilitan los materiales
para el estudio de éste y de otros problemas relativos a la
historia del léxico y de la semántica. Pero, hasta
que poseamos ese corpus documental, no estará de más
hacer calas en determinados momentos de la historia o del
léxico. Pienso en un trabajo de Gregorio Salvador en el que
las adquisiciones léxicas dieciochescas nos sirven para
conocer el valor de los diccionarios académicos y su
significado para identificar la incorporación de palabras a
nuestra lengua: se ve entonces cuándo y por qué
llegan al léxico general términos que hoy nos son
habituales, como social, como realizar, como
sistema, como jefe, como régimen,
como base14.
Estamos pensando en las sátiras antigongorinas y las
fórmulas para ser cultos en un sólo día, pero,
a pesar de los detractores, ahí quedan candor, joven,
presentir, armonía, etc., de las que ya no podemos prescindir,
como tampoco de los términos dieciochescos que nos torturan
hoy con su reiteración (sistema, jefe,
régimen) o con su conversión en constelaciones
dependientes: queden ahí social con su bien
próximo a nosotros espacio social «preocupaciones sociales»
, y, sin salir
del Diccionario académico: régimen
como «constituciones o
reglamentos», «dependencia que entre sí tienen
las palabras en la oración», «preposición
que pide cada verbo», «uso metódico de
dieta»
. Serie nada sencilla, que se enriquece mucho en el
Diccionario manual con las acepciones de «modo regular de producirse una cosa»,
«conjunto de normas», «conjunto de instituciones
políticas», «funcionamiento de una
máquina eléctrica», «modelo que
representa una forma determinada de funcionar un fluido»,
«conjunto de normas alimentarias referentes a la naturaleza,
cantidad, etc., de los
alimentos», «situación de la economía de
una nación», «variación experimentada por
el canal de una corriente fluvial»
. Si nos
fijáramos en otro de los términos aducidos,
base es en el diccionario usual «conjunto de personas representadas por un
mandatario», «cantidad a que ha de elevarse una
potencia», «basa de una columna»,
«término del juego de béisbol»,
«línea o superficie de una figura»,
«cuerpos que se combinan con los ácidos para formar
sales», «recta que se mide el terreno»,
«aeropuerto militar», «porción inferior
del cráneo», «lugar donde se prepara un
ejército para la guerra», «puerto en el que se
pertrechan las fuerzas navales»
. Bástenos estos
ejemplos que, así y todo, abruman: los neologismos surgen en
un momento. Sus causas son múltiples y se habla de
necesidad, de concisión15,
de restricciones selectivas, de recategorización,
etc.16
Si fijamos nuestra mirada en los parvos testimonios que acabo de
aducir, nos sentiremos abrumados: palabras que en el siglo XVIII
eran nuevas, o que el Diccionario retrasó su
incorporación, han desarrollado un caudal de significados,
no diré impensable, pero si imprevisible. La Academia ha
incorporado esos muchísimos valores y el Diccionario
manual, con su carácter pionero, aún aumenta la
nómina. No estamos en un punto final, sino en unas
consideraciones para saber cómo se ha procedido y
cómo podrá procederse: alguna acepción
podrá quedarse en el camino y nunca llegará al
diccionario de uso, pero lo que no podemos imaginar es el destino
que espera a esos neologismos recientes, recientes porque poco son
doscientos años en la historia de una lengua. Y tendremos
que justificar su presencia por algo que aún no hemos
escuchado: la precisión que el hablante busca y la claridad
que pretende. Precisión es, tratándose del
lenguaje, «concisión y exactitud
rigurosa»
; claridad, la calidad de «distinguir bien»
. Las palabras
incorporadas tardíamente han entrado en un sistema solar en
el que ayudan a exponer con brevedad, exactitud y distinguiendo
bien. Ahí están las claves para que el neologismo
siga viviendo y aun disparando las partículas alfa que le
permitan reaccionar desde el núcleo inicial. Claro que
frente a este afán en busca de concisión y exactitud
puede darse el opuesto, que se cumple, necesariamente, en las
lexías complejas: es la tendencia a las perífrasis
que sustituyen un verbum proprium por un conjunto de datos que pueden
explicar la cosa referida. Digamos lo que hacen nuestros
políticos al llamar velocidad de crecimiento de las
expectativas al «aumento
esperado»
, estructura presupuestaria al «presupuesto»
, tonalidad
tecnocrática al «aspecto
técnico»
aritmética electoral del
futuro a la «captación de
votos»
17.
Pero es difícil que todo esto, por muy neológico que
se presente, acceda a la lengua común y, por tanto, no
llegará al Diccionario, pues falta a los principios
de precisión y claridad que he establecido y son unas
lexías tan complejas que muchas de ellas se evaden de la
pura lexicografía para caer en las formaciones
metafóricas o en la difusión mental. La lengua tiene
capacidad para defenderse, pues los hablantes poseen un buen
criterio suficiente para esquivar las sombras que se quieren tender
sobre ellos.
De una u otra
forma nos hemos asomado a dos diccionarios académicos (el
usual y el manual), y hemos visto como la
necesidad de admitir los neologismos se acepta y se acomoda a la
realidad de cada tiempo. Al Diccionario general, con su
validez, no pueden acceder todos los términos que llegan a
nuestro conocimiento, pues es necesaria una generalización
entre los hablantes, unas autoridades que los empleen y una
estabilidad que no los haga aves de paso. Es posible que el proceso
parezca lento, pero no cabe de otro modo. Recuerdo que en mis
días de estudiante leíamos a Cervantes:
servilla era explicada como «especie de zapato topolino»
. Los
escolares de hoy, si tuvieran que usar la misma edición,
tendrían que ser ilustrados en lo que topolino
quería decir aplicado a una clase de calzado, y
tendrían que ilustrarse en una metáfora que hoy es
inoperante: aquellos cochecillos que tenían una forma que
evocaba la de la suela y tacón unidos en una sola pieza,
como la cuña. Estamos volviendo a lo que significó el
neologismo para los hombres del siglo XVIII. Desde la incertidumbre
marchamos a la certeza, pero en el camino se han ido quedando
muchas cosas. El Diccionario manual puede servirnos de
piedra de toque. No voy a considerar tecnicismos, ni regionalismos,
sino palabras corrientes que no han llegado al Diccionario
usual. Ahí están abestiarse por
«embrutecerse»
,
abogadil «perteneciente a los
abogados»
, abolsado «que forma bolsas»
, aborregado
«persona gregaria»
,
abrecoches «guardián de
coches, o actividades semejantes para obtener una
propina»
, etc. Es
evidente que todas estas formas se constituyen de acuerdo con lo
que puede ser el espíritu de la lengua. Nada tienen, pues,
de objetables. Más aún, algunas de ellas pertenecen
ya a nuestras conversaciones cotidianas, ¿Hasta
cuándo? El día que se hayan generalizado o que se
documenten con una cierta difusión, se incorporarán
al léxico común y su entrada no habrá sido ni
sorprendente ni abusiva. Pero vemos que muchas de estas palabras se
han formado con prefijos o con sufijos tradicionales, y con ello
tenemos planteada otra cuestión: lo nuevo que se elabora con
elementos viejos y su proliferación actual.
Permítaseme una apostilla: este procedimiento fue usual
entre los judíos españoles, y su empleo nos debe
hacer meditar. De una parte, el ladino o «lengua formada por la traducción verbo a
verbo»
vino a ampliar el campo de nuestro vocabulario con
términos que probablemente no han existido en
español. Pensemos en aveviguar «dejar con vida»
, aformociguar
«glorificar»
, atemar
«terminarse»
, barbes
«carnero»
, engravecer
«morir»
, enrollo
«brote»
, etc.18,
Paralelamente, el judeo-español tiene multitud de
términos creados no por enriquecimiento, sino porque la
lengua que un día estuvo fuertemente trabada, perdió
las amarras y surgieron señales de vacilación. Tal
sería el caso de las muchas que ha estudiado Marius
Sala19
en la premonición de muerte que amaga contra el
judeo-español.
Estos ejemplos nos
sirven para acercamos a un problema morfológico que afecta a
los neologismos. Para M. Aronoff, «la
tarea más sencilla de una morfología es la
enumeración de la clase de palabras que puede haber en un
lenguaje»
20,
lo que necesariamente nos lleva a los conceptos chomskianos de la
gramaticalidad o no de las formaciones. Desde el punto de vista
morfológico, todas las composiciones judeoespañolas
que he señalado son perfectamente
«gramaticales», pero no lo resultan para la competencia
de los hispanohablantes. Nos encontramos con una situación a
la que, en muchos casos, sólo la historia puede responder:
lo que en un momento es reprobable, en otro podrá no serlo.
En este sentido son útiles las interpretaciones de los
hechos morfológicos que, a partir de Saussure, realiza Van
Marle21:
el tradicional enseignement se ha enriquecido con otras aportaciones
que van más allá de lo que el ginebrino
asentó, y se motiva una situación
paradigmática como la que Lévy-Strauss
estableció para la antropología. Desde aquí
llegaremos al sistema de unas relaciones que manifestará la
productividad morfológica a partir de una base en la que
tenemos el concepto nacional22.
Fijémonos en unos cuantos motivos. En español de hoy
cuentan con vitalidad elementos compositivos como anti-, auto-,
des-, in-, infra-, ínter-, macro-, pre-, re-, por no
citar sino unos cuantos. De ellos los hay antiguos (des-, pre-,
re-) pero otros son de difusión moderna. Si recurrimos
al Diccionario manual veremos queda apostilla con que se
acompañan algunos de estos elementos («entra en la formación de algunas voces
españolas»
) no es tan limitativa como
pudiéramos creer, a menos que precisemos el valor
numérico de algunas: anti- abunda en el lenguaje
científico o técnico (antiálcali,
antiapoplético, anticatarral, anticorrosivo,
etc.), lo mismo que
auto- (autofinanciación, autoinfección,
automaticidad, automoción, etc.), infra- (infraglotal,
infrasonidos, infravalorar, etc.), ínter-
(interfase, interferente, interfijo, interglaciar,
etc.), macro-
(macrobiótico, macromolecular). Nos vamos
acostumbrando a estas formaciones y no sé si nos
extraña que los políticos digan anticompetitivos,
autocomplacencia, autosatisfacción,
deslegitimización, desdramatizar, desproporcionalizar,
desacomplejado, inasumible, interprofesional,
macroeconómico, macroestructurales, macromagnitudes,
etc. Lo cierto es que unas de
estas formaciones nos repelen por cacofónicas o largas, pero
otras no. Ninguna de estas razones vale para pensar en el futuro.
Hoy están aquí, fuera del Diccionario usual,
pero ya en el Manual, o ni siquiera, pero ni aún de
estas podremos decir que estén condenadas, pues caben dentro
del espíritu de la lengua23.
Si fijáramos nuestra mirada en los sufijos, volveríamos a observar lo mismo: -al, -dad, -ismo, -ista, -ción nos están abrumando y competencial, *representatividad, conflictividad, confidencialidad, armamentismo, hegemonismo, electoralista, catastrofista, corresponsabilización, flexibilización, precarización, etc. son buenos compañeros de los verbos en -izar (*compatibilizar, *institucionalizar, autonomizar, etc.24). Unas palabras son necesarias: otras, menos; muchas disuenan por su estructura -tan larga- ajena a la tradición del español, pero ésta es una cuestión de que me he ocupado en otro sitio. Ahora sólo quiero decir que bajo tanta minucia subyace un problema muy general, al que aún no se ha podido resolver y es la participación del hablante como masa y no como creador. Porque un político, un investigador, un artista puede poner en circulación cualquiera de las formas que he considerado hasta aquí (y también las que luego pueda considerar), pero nunca prosperarán si no hay una colectividad que las haga suya, y les dé una vida que no tenían al nacer. Mortureux nos da un ejemplo muy valioso en el que vemos cómo no resultaron pertinentes las «manipulaciones personales»: Saussure creó la forma *interventionnaire que es gramatical, pero la masa hablante no la aceptó, sino que dignificó interventionniste creada mucho después, por 1931. Es esa «masa hablante» la que determina la difusión25 y de ella depende lo que nosotros podamos decidir. La Academia conoce esas creaciones neológicas, muchas han llegado al Diccionario manual, otras esperan en sus ficheros. Pero no se puede proceder con prisas. Es una limitación, bien lo sé, pero las rectificaciones podrían inducir a yerros todavía mayores que la dilación. ¿Son creaciones estables? ¿Se difundirán? La existencia de dos diccionarios (los llamados de uso y manual) acaso faciliten una adopción progresiva: primero en el repertorio que no tiene valor normativo; después, si el neologismo resulta válido, en el común. Desde este punto he de volver a mis presupuestos iniciales.
Hemos considerado
casos en los que el neologismo se produce porque la
variación de la forma ha condicionado no pocas veces la
modificación del sentido, pero puede haber cambios de
éste sin que aquélla se haya alterado26.
Es lo que los lexicógrafos llamamos deslizamientos
y metáforas, entendiendo por aquellos un
encadenamiento natural con la idea inicial y por estas el traslado
de un sentido recto a otro figurado en una comparación
tácita27.
Pongamos unos breves ejemplos: desde «traer a
sí», asumir puede pasar a ser «aceptar»
; ultimar, a «concluir»
; o inmediatividad,
a «rapidez»
, mientras que son
usos metafóricos los de clave como «interpretación»
,
óptica «perspectiva»
, textualidad
«interpretación»
. Si
abriéramos el Diccionario manual veríamos
que censurable por «respectable»
, centrar por
«atraer alguien sobre sí la
atención»
, envolver por «rodear o cubrir una cosa a otra por todas sus
partes»
o nieve por «hielo artificial»
serían
deslizamientos significativos fácilmente comprensibles,
mientras que los usos metafóricos se habrían
lexicalizado al llamar delicia a un «bizcocho relleno de mermelada»
,
embeber al «quedarse el toro
parado y con la cabeza alta cuando recibe la estocada»
o
perdigonada a una «enfermedad de
los frutales de hueso, por que puede recordar las señales de
unos perdigones»
. Evidentemente estas acepciones
-deslizadas o metafóricas- que no figuran en el
Diccionario usual pueden tener acceso a él, como
otros tantos miles que ya se han recogido. Es evidente que los
cambios de significado son propios de actividades que el hombre
practica y que recuerdan de algún modo los términos
de la lengua común. De ahí que en cualquier
metalenguaje hallemos una fuente de enriquecimiento: sin salir del
léxico de las bellas artes, encuentro infinidad de ejemplos
para lo que aquí digo. En el Diccionario de
términos artísticos, de José Luis Morales
(Zaragoza, 1982 señalé cambios de significado en una
enorme cantidad de términos: (aballar «dar vaguedad a la pintura»
,
abocinar «dar más
ensanche a un arco»
, aboquillada «achaflanada»
, abrevadero
«intersticio»
,
acastillado «perfil
almenado»
, etc.28
No se trata de ningún problema especial, sino del
común a los lenguajes especializados: las exigencias que
cualquier técnica busca en el acervo común,
adaptándolo y luego devolviéndolo enriquecido. Es una
forma de crear esos neologismos de contenido a los que me estoy
refiriendo. Pero, al mismo tiempo nos viene a suscitar una
cuestión metodológica que afecta a nuestro
Diccionario: me he fijado en unos neologismos y me
pregunto, ¿todos deben acceder a la obra académica?
La respuesta es difícil por cuanto el repertorio recoge unos
valores que están en situación parigual a estos y nos
encontramos con diversidad de criterios a lo largo de la
realización del Diccionario. Con lo que se nos
motiva qué debe acogerse en una obra de carácter
común y no especializada, qué términos deben
incorporarse al repertorio general y qué otros a un tesoro
pancrónico, pantópico y panestrático de la
lengua29.
Pasos bien
contados nos han traído a una nueva fuente de
creación neológica: es la que se llama lenguaje
técnico. Qué duda hay que las bellas artes o las
ciencias naturales poseen léxicos propios en los que se
refleja la vida común. Cierto, pero hay también unas
creaciones absolutamente «modernas» que son neologismo
por lo que tienen de invención nueva y que nos llegan desde
lenguas extranjeras. Pero este problema lo tuvieron ya los primeros
académicos y se ha ido considerando durante los más
de doscientos años que nos separan de la edición de
1780. No choca que el problema hoy nos resulte
abrumador30:
Jeudy ha hablado del «delirio
neológico intermediario entre la perversión y la
neurosis»
y eso que no da especial cabida a lo que es el
vocabulario técnico: se ha escrito que unas treinta mil
palabras se inventan cada año y que doscientas mil tienen el
diccionario que preparó el Consejo de Terminología
Científica y Técnica de la India31.
Ante este aluvión que indiscriminadamente nos llega, hay que
intentar una defensa. ¿Qué hacer para que no nos
alcancen la perversión y la neurosis? He hablado de un
diccionario de las bellas artes. Sin salir de la a,
encontramos acrílico «color hecho con poliester»
(lat. acer «picante» +
oleum
«aceite»), aeropintura «técnica pictórica realizada con
pistola de aire comprimido»
, aglomerante
«sustancia que hace la unión de
otras»
(lat.
glomus
«ovillo»), antequino
«moldura cóncava»
(contra + equino),
arcatura «arcada
figurada»
, etc. Es
cierto que las técnicas han invadido todos los campos, pero
las lenguas pueden caer en un abismo de oscuridad. La Academia
expresó sus temores en 1843 y Bello, en el
Prólogo a su Gramática de la lengua
castellana (1847), habló del «adelantamiento prodigioso de todas las
ciencias»
que exige «la
introducción de vocablos flamantes»
, aunque
temía por la afectación y el mal gusto que pudiera
invadirnos. Los académicos de todos los tiempos manifestaron
los mismo temores: los de 1817 (5.ª edición) hablaron
de los adelantamientos «de estos
últimos tiempos»
, pero salían en defensa
del espíritu de la propia lengua; en 1832 (7.ª
edición) se suscitaron cuestiones más amplias a las
que no debieron ser ajenos nuestros científicos. Más
aún, en 1788, Juan Manuel Aréjula publicó unas
mesuradas Reflexiones sobre la nueva nomenclatura
técnica que alguna vez he aducido por su buen
criterio.
Pero nuestros
días hacen difícil la defensa de la propia lengua,
pues una terminología internacional afecta a todas las
lenguas y no sólo a la nuestra. Los académicos de
1837 se habían dado cuenta y escribían: «Habiéndose aumentado desmedidamente la
nomenclatura de origen griego32
[hoy diríamos inglés] [...] acuden los curiosos al
Diccionario en busca de los hombres de aquella
procedencia, y no hallándolos en él, lo acusan de
pobre y diminuto. La Academia se ve por tanto en la
precisión de advertir que tales nombres pertenecen menos al
caudal de los idiomas vulgares, que al lenguaje
técnico»
. Estas justas palabras siguen
insistiéndonos en la cuestión de qué
tecnicismos deben acceder al Diccionario común.
Porque no basta con cerrar las puertas a lo que todos los
días oímos, ni abrirlas para que todo entre
indiscriminadamente. En la lengua hay palabras tradicionales, otras
de nuevo cuño, extranjerismos. Todas nos afectan y no
podemos esconder la cabeza bajo el ala para ignorarlas. Más
aún ¿cuántos términos técnicos
no utilizamos todos? ¿Cómo renunciar a ellos si los
periódicos, las emisiones orales, la propia
conversación nos fuerza a un léxico de
economía, de informática, de psicología que
hace unos años no existía? Es imposible zafarse de lo
que hoy significan la radio, la televisión, los
vídeo-casetes, las transmisiones por satélite, los
ordenadores personales, los juegos programados, los
magnetófonos, los transitores... Hay países de este
mundo cuya fisonomía se ha cambiado, tan sólo, por la
difusión de los transitores y las cintas
grabadas33.
Los pueblos más desarrollados tampoco pueden evadirse de
esas agresiones que amagan por doquier; entonces se habla de la
«generación del
confeti»
34.
Para establecer cierta regularidad en la inclusión de
tecnicismos, la Academia ha adoptado un criterio: aceptar los que
puedan caber en un manual de segunda enseñanza. Criterio que
no deja ser subjetivo, pues no pensarán lo mismo profesores
de asignaturas muy dispares, pero tal vez no haya otro mejor. El
temor que razonablemente asalta afecta a la propia
concepción del Diccionario: las palabras
están en cuarentena antes es la rapidez con que nacen y se
olvidan los inventos. Nos encontramos a un paso de lo que fue un
yerro en nuestros antecesores: el léxico dio cabida a
«muchos vocablos técnicos de
Náutica, de Blasón, de Esgrima, etc., que no debieron
estar»
35.
Y es difícil retirar lo que ya ha accedido. Dámaso
Alonso escribió contra tantos tecnicismos como afectan a la
unidad de la lengua: cremallera, bolígrafo, volante
del automóvil... La abrumadora presencia de estos inventos
nos pueden llevar a un callejón sin salida, y, es
obligación de las Academias actuar conjuntamente para evitar
la dispersión.
Pero éste es sólo un aspecto de la cuestión. Tecnicismos hay que responden a usos menos triviales de los que acabo de definir y que nos afectan a todos, por más que sean propios de un determinado metalenguaje. Sin embargo no sabemos qué porvenir espera a esos términos. Y si los ejemplos aducidos por Dámaso Alonso están dentro del mundo de cada uno de nosotros, que tiene necesidad de usarlos mil veces cada día, otros no lo son tanto, pero no podemos creer que sean menos peligrosos para la unidad del español. No olvidemos que fue un sabio español, don Leonardo Torres Quevedo, quien convocó hace muchos años una reunión de investigadores de nuestro idioma para elaborar un Diccionario tecnológico de la lengua castellana, pero el proyecto no pasó de ahí36. Sin embargo, hoy la necesidad es más acuciante porque el desarrollo científico del siglo XX es infinitamente mayor que el que deslumbró en el siglo XVIII y en el siglo XIX. La Academia de Ciencias acaba de publicar la segunda edición de su Vocabulario científico y técnico37, que podría significar una reparación al fracaso de Torres Quevedo y una orientación para la aceptación de esos elementos que pueden ser válidos en todo el mundo hispánico impidiendo que los procesos de adopción resquebrajen la unidad de la lengua38. Pero no se trata de vaciar en el nuestro todos los léxicos de cuantas ciencias o actividades podamos imaginar, sino de aceptar lo preciso y adaptarlos bien, tal y como postulaba Aréjula hace más de doscientos años. Se tiende a la internacionalización del lenguaje científico, cuestión nada desdeñable, porque una cosa es leer un tecnicismo y otra escuchar su pronunciación, pues no poco difieren las pronunciaciones en cada lengua, y la nuestra presenta no pocas insuficiencias. Ahí están americanismos bien aclimatados y que hoy corren en boca de todos, pero de manera harto diferente a cual fue su pronunciación. Y de la adaptación fonética resultó la estabilización del término y su total asimilación. En la mente de todos se encuentran tlatacolli convertido en tatacul; maxtlatl, en masteles; tlacatlnaualli en taclanagua y tantos otros que ya figuran en Bernal Díaz del Castillo39.
Es indudable que
los términos científicos acuñados dentro de
una tradición lingüística que podemos hacer
nuestra deben caber en el Diccionario tan pronto tenga una
difusión pertinente, pues no están en la misma
situación voces como alepsia por «ceguera»
, chip por «pequeño circuito en la memoria de un
ordenador»
o paramecio por «género de protozoos ciliados»
,
que celuloso, fílmico o pupilente «lentilla»
. Y es indudable porque los
tecnicismos tratan de transmitir una información en la que
debemos deslindar muy bien dos propósitos: uno el de
facilitar sin error unos datos comprensibles para todos; otro,
establecer un intercambio entre gentes del mismo oficio y que, por
tanto, poseen el «argumento» de que se trata. Son,
pues, dos posturas diferentes, dignas ambas de atención,
pero que sólo la primera afectará al diccionario de
la lengua común, pues la segunda se restringe a lo que es el
metalenguaje de cada actividad. Desde el momento en que se
generalice el tecnicismo, pierde su carácter referencial y
se incorpora al caudal de la lengua; de ahí los procesos por
los que debe pasar antes de su incorporación definitiva al
Diccionario académico, o, con otras palabras, el
tecnicismo que sólo empleen los dueños de esa
«técnica» pertenecerá al mundo de los
iniciados, no al de los hablantes comunes.
A lo largo de estas páginas he querido mostrar cuál es la situación que el neologismo tiene en el Diccionario académico y cuál ha sido la postura del Instituto para la adopción de tantos términos nuevos como se han presentado en los dos siglos largos que han pasado desde la edición de 1780. La Academia ha luchado en solitario y, lo que es peor, con incomprensión, pero su postura ha sido amplia, ecléctica y perseguidora del acierto. No siempre lo habrá conseguido, pero, como consta en la edición de 1984, el Diccionario está abierto a toda suerte de neologismos vengan de donde vengan, teniendo como criterio válido el uso, «árbitro y juez» de la norma lingüística, según pude explicar en otra ocasión40.
No tenemos
decisiones ministeriales que determinen a la administración
los equivalentes españoles de los extranjerismos. No por
persecución indiscriminada de lo ajeno, sino por defender lo
propio. Cuando el gobierno francés impuso en la
administración unos términos de bon aloi
frente al anglicismo, plantó un hito importante en la
historia del francés. Deberíamos contar con algo
semejante al decreto del 7 de enero de 1972 relativo al
enriquecimiento de la lengua francesa o a la orden ministerial del
18 de enero de 1973 referente a los vocabularios técnicos. Y
nos está haciendo falta por más que la tolvanera sea
presumible, lo mismo que ocurrió en Francia41.
Y no se trata de una guerra contra el inglés ni de inventar
lo innecesario, se trata de algo mucho más sencillo: un
«retour a la langue
française»
. Y así, en la
documentación oficial, no volverán a aparecer 360
palabras del «franglais», pero en el diario oficial se
dieron 350 equivalencias que deben ser utilizadas
obligatoriamente42.
A través de la moda, de la ignorancia, de la necesidad y de
otros muchos caminos hemos llegado a un punto en el que la lengua
se convierte en la expresión de un sentido nacional.
Ahí deberíamos estar, y Francia, una vez más,
nos sirve de ejemplo político y no partidista, de lo que es
un legítimo sentimiento nacional y de respeto al pueblo que
se comunica en una lengua.
El camino ha sido
largo. Desde ver qué se entiende por neologismo en un plano
general a sus diversas realizaciones en el mundo que nos toca
vivir. Pero sin olvidar que la historia nos ha hecho así y,
en la evolución del vocabulario, la Academia ha tenido no
poco que contar. Y, como en tantas cosas, no ha estado de espaldas
ni a los tiempos ni a su pueblo. Ha tratado de resolver cuantas
cuestiones se le plantearon y no dudó en rectificar sus
yerros. Hoy tiene ante si el aluvión de extranjerismos que
la asaltan (pero ¿cuándo no?), el de tecnicismos
específicos que nacen por doquier, y debe resolver los
problemas desde su solitaria realidad. Vienen a las mientes mil
soluciones: cómo debieran ser las enseñanzas a los
medios de comunicación, a los niños de las escuelas,
a los jóvenes bachilleres. Es en ellos donde está el
porvenir de la lengua. Pero también en el cultivo de
nuestros políticos, en las exigencias de la
administración, en el rigor de nuestros científicos.
Me preocupa el descuido e ignorancia del español. La lengua
es un cuerpo vivo y como tal reacciona. Pero la lengua no es una
abstracción sino el instrumento del que todos nos valemos
para podernos comunicar. La responsabilidad es de todos y poco
conseguiríamos con hablar de los «neologismos en el Diccionario
académico»
, si no tuviéramos una conciencia
previa: el respeto del hablante por su propia lengua. Respeto es
«miramiento, atención»
,
pero también «acatamiento»
. Desde el
Diccionario se ha dicho mil veces que el uso es la norma,
pero uso dentro de lo que es la conservación de la historia.
Sin embargo, no lo olvidemos, la lengua está viva, por tanto
en continuo proceso de crecimiento y de evolución, por eso
sus necesidades varían con el tiempo y exige que las
satisfagamos. Los anglicismos hoy, como antes el galicismo o el
italianismo, y, más atrás, el galicismo
también, cuentan en nuestra historia
lingüística. Y seguirán contando. El «que inventen ellos»
de Unamuno fue una
intemperancia que además pagamos en monedas
lingüísticas. Hemos de aceptar lo que nos hace falta. Y
la Academia tiene arbitrados los medios de adopción: el
Diccionario manual que «añade un considerable caudal de vocablos
de uso común, neologismos de carácter técnico,
voces del argot más en boga, etc., y las recoge consciente de que puede
ser un léxico de fugaz paso por la lengua
general»
. Este es un proceso necesario: esas palabras
podrán desaparecer sin dejar otro rastro que el
efímero de un uso limitado, pero podrán generalizarse
en su empleo y ese repertorio no normativo habrá sido la
antesala para acceder al Diccionario usual. He pretendido
mostrar los pasos y he querido ser testigo de una historia.