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ArribaAbajoCapítulo III.

Espacio, tiempo, materia, movimiento, fuerza.


46. El escepticismo, producto ordinario de la crítica filosófica, debe, sobre todo, su origen, a la falsa interpretación de las palabras. La lectura de un libro de metafísica produce siempre un sentimiento de ilusión universal, tanto más fuerte, cuanto más decisivo ha parecido el raciocinio. Tal sentimiento no hubiera probablemente nacido jamás, si se hubieran interpretado bien los términos del lenguaje metafísico. Desgraciadamente esos términos han adquirido, por asociación de ideas, significados totalmente distintos de los que les dan las discusiones filosóficas; esos significados vulgares se presentan al espíritu, inevitablemente, y de ahí resulta un idealismo que parece un sueño, y que concuerda bastante mal con nuestras convicciones instintivas. A la palabra fenómeno, y a su equivalente apariencia, debe atribuirse, principalmente, la causa originaria de esa ilusión. En el lenguaje ordinario se usa mucho de esas palabras para designar percepciones visuales; la costumbre nos inclina, casi siempre, a no pensar una apariencia sino como una cosa que se ve; y aunque la voz fenómeno tenga un sentido más general, no podemos prescindir de las asociaciones, con su sinónima en el lenguaje usual, la voz apariencia. Así, cuando la filosofía dice que nuestro conocimiento del mundo exterior no puede ser sino fenomenal, cuando concluye que las cosas que conocemos son apariencias, pensamos inevitablemente en cosas análogas a las que producen nuestras percepciones visuales, comparadas con las del tacto. Por otra parte, vemos en las buenas pinturas simulado perfectamente el aspecto y relieve de los objetos; más evidentemente aun nos prueban los espejos hasta qué punto nos engaña la vista, no corregida por el tacto; y esos frecuentes ejemplos de interpretaciones falsas de las impresiones visuales, debilitan mucho nuestra fe en la visión, y nos hacen dar a la voz de apariencia el sentido o significado de incertidumbre.

Por consiguiente, al dar la Filosofía a esa voz un sentido más extenso, pensamos también que todos nuestros sentidos nos engañan del mismo modo que la vista, y creemos vivir en un mundo de fantasmas. Si las palabras fenómeno y apariencia no hubiesen contraído esas falaces conexiones, apenas existiría esa confusión mental. Lo mismo sucedería si las hubiéramos sustituido por la palabra efecto, aplicable igualmente a todas las impresiones producidas en el Yo, por el intermedio de los sentidos, y que lleva consigo, como correlativa en el pensamiento, la palabra causa, ambas incapaces de conducirnos a las quimeras del idealismo.

Ese peligro desaparecería, pues, por una simple corrección verbal. La confusión que resulta de la falsa interpretación que acabamos de señalar, crece aún por la idea de una falsa antítesis.

Damos más fuerza a la idea de la no realidad de esa existencia fenomenal, única que podemos conocer, desde el momento en que la ponemos en oposición con una existencia noumenal, que sería, según pensamos, mucho más real para nosotros, si pudiésemos conocerla. Pero esas son ilusiones que nos forjamos con palabras. ¿Qué quiere decir la palabra real? Esta es la cuestión capital que hay en el fondo de toda metafísica, y por desdeñar el resolverla, no se puede hacer desaparecer la causa primordial de las más antiguas divisiones entre los metafísicos. En la interpretación de la palabra real, las discusiones filosóficas sólo guardan un elemento del concepto vulgar de las cosas, y desechan todos los demás, creando, con esa inconsecuencia, confusión en las ideas. El hombre vulgar, cuando examina un objeto, cree, no que lo que examina es una cosa que está en él, sino que es una cosa exterior a él; se figura que su conciencia se extiende al lugar mismo que ocupa el objeto, para él la apariencia y la realidad son una sola y misma cosa. Sin embargo, el metafísico está convencido de que la conciencia no puede conocer la realidad sino tan sólo la apariencia; deja, pues, ésta en la conciencia y la realidad fuera, pero continúa concibiendo esa realidad que deja fuera de la conciencia, del mismo modo que el ignorante concibe la apariencia. Afirma que la realidad está fuera de la conciencia, mas no cesa de hablar de la realidad, de esa realidad, como si fuese un conocimiento que pudiera adquirir fuera de la conciencia. Parece haber olvidado que el concepto de la realidad no puede ser sino un modo de conciencia, y la cuestión está en saber qué relación hay entre ese modo y los otros.

Entendemos por realidad: persistencia en la conciencia; una persistencia, o bien incondicional como la intuición del Espacio, o bien condicional como la intuición de un cuerpo que tenemos en la mano. El verdadero carácter de lo real, según lo concebimos, es la persistencia; por él lo distinguimos de lo no real. Así, distinguimos una persona colocada ante nosotros de la idea de esa persona, porque podemos separar la idea de la conciencia, pero no podemos separar la persona, mientras la estamos viendo. Cuando dudamos de una impresión que recibimos al anochecer, resolvemos la duda, si la impresión persiste después de una observación más exacta, y afirmamos la realidad del objeto que la produce, si la persistencia es completa.

Lo que prueba que la persistencia es lo que llamamos realidad, es que después que la crítica ha probado que la realidad, tal como de ella tenemos conciencia, no es la realidad objetiva, la noción indefinida que nos formamos de lo real objetivo es la de una cosa que persiste absolutamente bajo todos los cambios de modo, de forma o de apariencia. Este hecho, de no poder formarnos una noción indefinida de lo absolutamente real, a no ser como absolutamente persistente, prueba bien claro, que la persistencia en la conciencia es el último criterio de la realidad para nosotros. No siendo, pues, la realidad sino la persistencia en la conciencia, no cambia ese criterio, ya se refiera esa persistencia a lo Incognoscible mismo, ya a un efecto de los muchos producidos invariablemente sobre nosotros por lo Incognoscible. Si, en las condiciones constantes de nuestra constitución, algún poder, cuya naturaleza supera a nuestra mente, produce siempre algun modo de conciencia, si ese modo de conciencia es tan persistente como lo sería ese poder si estuviese en la conciencia, la realidad para ésta de la existencia de ese poder, sería tan completa en un caso como en

otro. Si un ser incondicionado estuviera presente en el pensamiento, no podría estar sino persistente; y si en lugar de Él hay un ser condicionado por las formas del pensamiento, pero tan persistente como él, debe ser tan real para nosotros.

De lo anterior se pueden sacar las siguientes conclusiones: En primer lugar, tenemos conciencia, aunque indefinida, de una realidad absoluta, superior a toda relación, cuya idea indefinida es producida en nosotros por la persistencia absoluta de algo que sobrevive a todos los cambios de relaciones. En segundo lugar, tenemos conciencia definida de una realidad relativa que persiste en nosotros continuamente bajo diversas formas, y en cada forma, tanto tiempo como persisten las condiciones de su presentación; persistente así, de continuo, en nosotros, esa realidad relativa, es tan real para nosotros, como lo sería la realidad absoluta si pudiera ser conocida.

En tercer lugar, no siendo posible el pensamiento sino bajo la forma de relación, la realidad relativa no puede ser concebida como tal, sino en conexión con una realidad absoluta; y siendo la conexión de esas dos realidades persistente en la conciencia, es tan real como los términos conexionados. Por tanto, podemos volver con entera confianza a esos conceptos realistas que la Filosofía parece, a primera vista, disipar. Aunque la realidad presentada bajo las formas de nuestra conciencia, sólo sea un efecto condicionado de la realidad absoluta, ese efecto condicionado, unido a su causa incondicionada por una relación indisoluble y persistente con ella, tanto tiempo como las condiciones persisten, es, no obstante, real, para la conciencia que produce esas condiciones. Siendo las impresiones persistentes resultados o efectos de una causa persistente, son en la práctica, para nosotros, lo mismo que la causa productora, y se los puede tratar como equivalentes. Lo mismo sucede a nuestras percepciones visuales, que no son sino símbolos que juzgamos equivale tes a nuestras percepciones táctiles, con las cuales se identifican en términos que nos imaginamos ver la solidez y la dureza, que no hacemos más que inferir, y que concebimos como objetos, cosas que no son sino signos de objetos; de modo que acabamos por tratar esas realidades relativas como si fueran absolutas y no los efectos de realidades absolutas. No hay inconveniente en continuar tratándolas así, y es hasta legítimo, siempre que sepamos que las conclusiones a que nos conducen son realidades relativas y no realidades absolutas.

47.3 Pensamos en relaciones; la relación es verdaderamente la forma de todo pensamiento, y si éste reviste alguna vez otras formas, deben derivarse de aquélla. Hemos visto (Parte 1, cap. III) que los diversos últimos modos de existencia no pueden ser conocidos ni concebidos en sí mismos; es decir, fuera de su relación con nuestra conciencia. Hemos visto, analizando el producto del pensamiento, que éste se compone siempre de relaciones, y que no puede comprender nada que supere a las relaciones más generales. Y analizando la operación de pensar, hemos hallado que el conocimiento de lo absoluto era imposible, porque ni presenta relación alguna, ni los elementos de la relación, es decir, diferencias y semejanzas. Más adelante hemos visto que no sólo la inteligencia, sino nuestra vida entera, se compone de relaciones internas en correspondencia con relaciones externas. Por último, hemos visto que aun cuando la relatividad de nuestro pensamiento nos vede conocer o concebir lo absoluto, debemos, no obstante, y en virtud de esa misma relatividad, tener una conciencia vaga de un ser absoluto que ningún efecto mental puede suprimir. La relación es la forma universal del pensamiento; tal es la verdad que todos los géneros de demostración concurren a probar.

Los transcendentalistas admiten como formas del pensamiento otros fenómenos psíquicos. Al lado de la relación, que miran como una forma universal del pensamiento, querrían poner otras dos tan universales para ellos. Tal hipótesis debería ser desechada aun cuando fuese sostenible, puesto que se puede explicar esas formas nuevas que admiten, por derivación de la forma original. Si sólo pensamos en relaciones, y si éstas tienen ciertas formas universales, es evidente que esas formas universales de relaciones llegarán a ser formas universales de nuestra conciencia, y si se puede explicarlas así, es superfluo y, por tanto, antifilosófico asignarlos un origen independiente. Las relaciones son de dos órdenes: de sucesión y de coexistencia; las unas son primitivas, las otras derivadas; la relación de sucesión se verifica en todo cambio de estados de conciencia; la de coexistencia, que no puede hallarse originariamente en la conciencia, cuyos estados son seriales o sucesivos, no aparece sino cuando se nota que los términos de ciertas relaciones de sucesión se presentan a la conciencia tan fácilmente en un orden como en otro, mientras que para otras relaciones los términos no se presentan sino en un orden determinado, en un solo y mismo orden. Las relaciones cuyos términos no se pueden invertir son llamadas sucesiones propiamente dichas, y aquellas cuyos términos se presentan indistinta mente en un orden o en otro, son llamadas coexistencias. Numerosas experiencias que a cada momento nos ofrecen los dos órdenes de relaciones, definen perfectamente su distinción, y nos producen un concepto abstracto de cada uno de esos órdenes. El concepto abstracto de todas las sucesiones es el Tiempo, y el de todas las coexistencias el Espacio. De que en el pensamiento el tiempo es inseparable de la sucesión y, el espacio de la coexistencia, no debemos deducir que el Tiempo y el Espacio son condiciones primitivas de la conciencia, en la cual conocemos el Tiempo y el Espacio, sino que tales conceptos, como todos los abstractos, son producidos por los concretos; la única diferencia es que en esos dos casos la sistematización de la conciencia abraza la evolución entera de la inteligencia.

El análisis confirma la síntesis. Cuando tenemos conciencia del Espacio es que la tenemos de posiciones coexistentes. No se puede concebir una porción limitada del Espacio sino representándose sus límites como coexistentes en ciertas posiciones relativas, y cada uno de esos límites imaginables, línea o plano, no puede ser concebido de otro modo que compuesto de posiciones coexistentes muy próximas. Y como una posición no es una entidad, como los grupos de posiciones que constituyen una porción cualquiera del espacio y marcan sus límites no son existencias sensibles, resulta que las posiciones coexistentes que componen nuestra intuición del espacio no son coexistencias en el verdadero sentido de la palabra (que implica la realidad de lo coexistente), sino formas vacías de coexistencias que permanecen abandonadas cuando las realidades están ausentes; es decir, son abstracciones de coexistencias. Las experiencias que durante la evolución de la inteligencia han servido para formar ese concepto abstracto de todas las coexistencias, son experiencias de posiciones individuales dadas a conocer por el tacto; cada una implica la resistencia de un objeto tocado y la tensión muscular que la mide. Por medio de numerosas adaptaciones musculares desemejantes, que suponen diferentes tensiones musculares, se descubre la existencia de distintas posiciones resistentes, y cuando podemos sentir esas distintas posiciones tan fácilmente en un orden como en otro, las consideramos como coexistentes. Mas también sucede que, como en otras circunstancias las mismas adaptaciones musculares no producen el contacto con posiciones resistentes, resultan los mismos estados de conciencia menos las resistencias; es decir, las formas vacías de las coexistencias, de donde los objetos coexistentes, ya revelados por la experiencia, están ausentes. De la elaboración de esas formas, demasiado complicada para ser expuesta aquí detalladamente, resulta el concepto abstracto de todas las relaciones de coexistencia, al cual llamamos Espacio. Queda por indicar una cosa que no se debe olvidar, y es que las experiencias de que se origina la idea de espacio son experiencias de fuerza. Cierta correlación de las fuerzas musculares que ejercemos es el indicio de cada una de las posiciones que descubrimos, y la resistencia que nos hace conocer que hay alguna cosa en esa posición, es un equivalente de la presión que ejercemos conscientemente. Por tanto, las experiencias de fuerza, en sus variadas relaciones, son los materiales de donde saca la abstracción la idea de Espacio.

Una vez demostrado que lo que llamamos Espacio es, por su formación y por su definición, puramente relativo, ¿qué diremos de su causa? ¿Hay un espacio absoluto del cual sea ese espacio relativo una especie de representación? El Espacio en sí mismo ¿es una forma o una condición de la existencia absoluta que produce en nuestro espíritu una forma o una condición de la existencia relativa? Tales cuestiones no pueden tener respuesta. Nuestro concepto del Espacio es producido por un modo de ser de lo incognoscible, y su completa invariabilidad implica simplemente una uniformidad completa en los efectos que produce en nosotros ese modo de ser de lo incognoscible. Mas no por eso tenemos derecho a llamarle un modo necesario de lo incognoscible. Todo lo que podemos afirmar es: que el Espacio es una realidad relativa, que nuestra intuición de esa realidad relativa invariable implica una realidad absoluta, igualmente invariable para nosotros, y que podemos tomar sin vacilación esa realidad relativa por base sólida de todos los razonamientos que conduzcan lógicamente a otras verdades también relativas, únicas que existen para nosotros o que podemos llegar a conocer.

Idénticas razones nos conducen a una conclusión igual respecto al tiempo relativo y absoluto; lo cual es demasiado evidente para que sea preciso entrar en detalles.

48. El concepto de Materia no es otro que el de posiciones coexistentes que oponen resistencia; es la idea más sencilla que nos podemos formar de ella, y se distingue, como vemos, de la del Espacio, en que en éste las posiciones coexistentes no ofrecen resistencia. Concebimos el Cuerpo (material o físico) como limitado por superficies que resisten, y compuesto enteramente de partes resistentes. Suprímanse mentalmente las resistencias coexistentes, y la intuición de Cuerpo desaparece, dejando en su lugar la intuición de Espacio. Puesto que el grupo de posiciones resistentes simultáneas, que constituyen una parte de la Materia, puede darnos invariablemente impresiones de resistencia, combinadas con diversas adaptaciones musculares, según toquemos el lado próximo o el lejano, el derecho o el izquierdo, etc.: resulta que, como distintas adaptaciones musculares indican comúnmente distintas coexistencias, estamos obligados a concebir cada porción de materia como conteniendo más de una porción resistente, es decir, como ocupando espacio. De ahí la necesidad de representarnos los últimos elementos de la materia, como extensos y resistentes a la vez; tal es la forma universal de nuestra experiencia sensible de la materia, y el concepto de ésta no puede elevarse por cima de esa forma, aunque la imaginemos dividida en partes tan pequeñas como queramos. De esos dos elementos inseparables, el uno -la resistencia- es primario; el otro -la extensión- es secundario; porque distinguiéndose en la conciencia la extensión ocupada o Cuerpo, de la extensión inocupada o Espacio, por la resistencia, ésta debe indudablemente ser anterior, en la génesis de las ideas. Tal conclusión no es, en verdad, sino un corolario de otra que hemos establecido en el capítulo precedente.

Si, como sostenemos, nuestra intuición del Espacio es el producto de experiencias acumuladas, en parte por nosotros, pero la mayoría hereditarias; si, como lo hemos indicado, las experiencias de donde sacamos por abstracción nuestro concepto del Espacio, no son otra cosa que impresiones de resistencia producidas sobre el organismo, resulta necesariamente, que siendo las experiencias de resistencia las que originan el concepto de Espacio, el atributo de la Materia, llamado resistencia, debe ser mirado como primordial, y el atributo llamado Espacio, como secundario o derivado. Según eso, nuestra experiencia de fuerza es el elemento de que se compone la idea de Materia. La propiedad que tiene la Materia de resistir a nuestra acción muscular se presenta inmediatamente a la conciencia en función de fuerza; y pues la propiedad de ocupar un espacio, se infiere, por abstracción, de esas experiencias dadas primitivamente en función de fuerza, resulta que todo el contenido de la idea de materia se compone de fuerzas unidas por ciertas correlaciones.

Si tal es nuestro conocimiento de la realidad relativa, ¿qué diremos de la absoluta? Una sola cosa, que es un modo de lo incognoscible, unido a la materia por la relación de causa a efecto. Se demuestra análogamente la relatividad de nuestro conocimiento de la materia por el análisis que hemos hecho ya, y por las contradicciones que surgen en cuanto se considera ese conocimiento como absoluto (16). Mas, como hemos visto, aunque sólo conozcamos la materia bajo la forma de relación, es tan real, en el verdadero sentido de esa palabra, como si la conociéramos en absoluto; y a más, la realidad relativa que conocemos bajo el nombre de materia se presenta necesariamente al espíritu, en una relación persistente o real con la realidad absoluta. Podemos, pues, confiarnos sin vacilará esas condiciones de pensamiento, que la naturaleza ha organizado en nosotros. No tenemos necesidad, en nuestros estudios físicos, químicos, etc., de no considerar la materia como compuesta de átomos extensos y resistentes, porque ese concepto, resultado necesario de nuestra experiencia de la materia, no es menos legítimo que el de masas complejas extensas y resistentes. La hipótesis atómica, o igualmente la de un éter universal compuesto también de moléculas, no es sino un desarrollo necesario de las formas universales que las acciones de lo Incognoscible han creado en nosotros. Las conclusiones sacadas lógicamente, con ayuda de esas hipótesis, no pueden dejar de estar en armonía con todas las demás contenidas implícitamente en las mismas formas, y de poseer una verdad relativa tan completa.

49. El concepto de Movimiento, que se presenta o se representa en la conciencia desarrollada, implica los conceptos de Espacio, Tiempo y Materia; porque, indudablemente, los elementos de esa idea son: algo que se mueve, una serie de posiciones ocupadas sucesivamente por ese algo, y un grupo de posiciones coexistentes unidas en el pensamiento con las ocupadas sucesivamente. Y puesto que, como hemos visto, cada uno de esos elementos es el resultado de experiencias de fuerza, dadas en ciertas correlaciones, síguese que la idea de movimiento sale de una síntesis más avanzada de esas experiencias. Hay también otro elemento en esa idea que es fundamental, realmente (la necesidad que tiene el cuerpo en movimiento de cambiar de posiciones); tal elemento resulta directamente de nuestros primeros elementos de fuerza. Los movimientos de las distintas partes del organismo, en relación mutua, son los primeros que se presentan a la conciencia. Producidos por la acción muscular, necesitan reacciones mentales bajo la forma de tensión muscular. En consecuencia, toda flexión, toda extensión de un miembro, nos es conocida desde luego como una serie de tensiones musculares que varían de intensidad a medida que la tensión del miembro cambia. Esta intuición rudimentaria de Movimiento, compuesta de una serie de impresiones de Fuerza, se une inseparablemente a la intuición de Espacio y a la de Tiempo, siempre que éstas se desprenden, por abstracción de nuevas impresiones de Fuerza. O por decir mejor, de ese primitivo concepto de Movimiento resulta el concepto acabado por un desarrollo simultáneo con los de Espacio y Tiempo. Los tres nacen de las impresiones cada vez más numerosas y diversas de tensión muscular y de resistencia objetiva. El Movimiento, tal como lo conocemos, puede, pues, referirse como las otras ideas científicas primarias a experiencias de fuerza.

Que esta realidad relativa (el Movimiento) responde a una realidad absoluta, apenas hay necesidad de decirlo. Lo que hemos dicho sobre la causa desconocida que produce en nosotros los efectos llamados Materia, Espacio y Tiempo, se aplica, cambiando nombres, al Movimiento.

50. Llegamos, por último, a la Fuerza, el principio de los principios. Aunque los conceptos de Tiempo, Espacio, Materia y Movimiento sean todos, en apariencia, datos necesarios del entendimiento, un análisis psicológico (del que sólo trazamos aquí un ligero bosquejo) nos demuestra que son originados por experiencias de fuerza, ya directamente, ya por abstracción. La Materia y el Movimiento, tales como los conocemos, son manifestaciones de fuerza, diversamente condicionadas. El Espacio y el Tiempo, tales como los conocemos, se revelan a la vez que esas manifestaciones diversas de fuerza, y como condiciones de su verificación. La Materia y el Movimiento son seres concretos formados con el contenido de diversas relaciones mentales; mientras que el Espacio y el Tiempo son las formas abstractas de esas mismas relaciones. Con todo, yendo más al fondo, se descubren las primitivas experiencias de fuerza, que al presentarse a la conciencia en diversas combinaciones, suministran a la vez los materiales de donde salen, por generalización, las formas de relaciones, y con los cuales son construidos los objetos mismos relacionados. Una sola impresión de fuerza puede evidentemente ser percibida por un ser sensible desprovisto de inteligencia; que puede referir al sitio presunto de la sensación, una fuerza productora del efecto nervioso sentido. Aunque ninguna impresión aislada de fuerza, así percibida, pueda por sí misma producir la conciencia (que implica relaciones entre diferentes estados), con todo, varias de esas impresiones, diferentes en grado y en especie, suministrarían, repitiéndose, materiales para el establecimiento de relaciones, es decir, del pensamiento. Si esas relaciones difiriesen por su forma, a la vez que por su fondo o contenido, las impresiones de las formas se organizarían simultáneamente con las de su contenido. Así, pues, todos los modos de conciencia pueden originarse de las experiencias de fuerza; pero éstas no reconocen otro origen. No hay más que recordar que la conciencia consiste en cambios, para ver que su dato fundamental debe ser lo que se manifiesta por cambios, y que la fuerza, por la que producimos esos cambios, y que sirve de símbolo a la causa de los cambios en general, es la última revelación del análisis.

Es una trivialidad decir que la naturaleza de ese elemento, indescomponible de nuestro conocimiento es insondable. Si usando un ejemplo con notaciones algebraicas, representamos la materia, el movimiento y la fuerza por los símbolos x, y, z, respectivamente, podemos expresar los valores de x y de y en función de z, pero el valor de z nunca puede ser hallado; z es la incógnita que debe serlo siempre, por la sencilla razón de que nada hay en función de qué poderla expresar. Nuestra inteligencia puede simplificar más y más las ecuaciones de todos los fenómenos, hasta que los símbolos que los formulan se reduzcan a ciertas funciones de ese último símbolo; pero, hecho esto, hemos llegado al límite que separa y separará siempre la ciencia de la ignorancia.

Hemos demostrado ya que ese modo indescomponible de conciencia, en el que todos los otros pueden resolverse, no puede ser él mismo el poder que se nos manifiesta en los fenómenos (18). Hemos visto que, en el momento que intentamos admitir la identidad de naturaleza entre la causa absoluta de los cambios o fenómenos, y la causa que conocemos por nuestros propios esfuerzos musculares, resultan antinomias insolubles. La fuerza, tal cual la conocemos, sólo podemos considerarla como cierto efecto condicionado de una causa incondicionada, como la realidad relativa que nos indica una realidad absoluta productora directa de aquélla. Lo cual nos hace ver más claramente que antes, cuán inevitable es ese realismo transformado al que la crítica escéptica nos conduce por fin. Prescindiendo de todas las complicaciones, y considerando la Fuerza pura, nos vemos obligados irresistiblemente, por la relatividad de nuestro pensamiento, a concebir vagamente que hay una fuerza desconocida correlativa a la que conocemos. El noumeno y el fenómeno se presentan en su relación primordial como dos lados del mismo cambio, y forzosamente hemos de mirarlos como igualmente reales ambos.

51. Al terminar esta exposición de datos derivados, necesarios a la Filosofía en su obra de unificación científica, es oportuno dirigir una ojeada sobre las relaciones que los unen con los datos primordiales, expuestos en el anterior capítulo.

Una causa desconocida de efectos conocidos, llamados fenómenos, analogías y diferencias entre esos efectos conocidos, y una separación de efectos entre sujeto y objeto, tales son los postulados sobre los que no podemos pensar. En cada uno de los dos grupos distintos de manifestaciones, hay también analogías y diferencias, implicando divisiones secundarias que son, a su vez, nuevos postulados indispensables. Las manifestaciones vivas que constituyen el No-Yo, no sólo tienen cohesión entre sí, sino una cohesión bajo ciertas formas invariables; y entre las manifestaciones débiles que constituyen el Yo, y que son producto de las vivas, hay también modos correspondientes de cohesión. Esos modos de cohesión, con los cuales se presentan invariablemente las manifestaciones, y por tanto se representan también con ellos, los llamamos, cuando los consideramos aparte, Espacio y Tiempo; y cuando los consideramos unidos a las manifestaciones mismas, Materia y Movimiento. Lo que esos modos son, en su esencia, es tan desconocido, como lo es el Ser que manifiestan. Pero la misma razón que nos permite afirmar la coexistencia de sujeto y objeto, nos autoriza a afirmar que las manifestaciones vivas, llamadas objetivas, existen con ciertas condiciones constantes, simbolizadas por las análogas a que están sometidas las manifestaciones llamadas subjetivas.




ArribaAbajoCapítulo IV.

Indestructibilidad de la materia.


52. No porque no sea una verdad, vulgarmente admitida, es necesario decir algo sobre la indestructibilidad de la materia, sino porque así lo exige la simetría de nuestro asunto, y porque debemos examinar las pruebas en que se funda esa verdad. Si se pudiera probar, o siquiera suponer con algunos visos de razón, que puede aniquilarse la materia, ya en masas, ya en átomos, sería preciso: o hacer constar bajo qué condiciones puede aniquilarse, o confesar la imposibilidad de la Filosofía y de la Ciencia. En efecto, si en vez de tener que tratar de cantidades y pesos fijos, tuviésemos que referirnos a cantidades y pesos susceptibles de ser aniquilados total o parcialmente, entraría en nuestros cálculos un elemento incoercible, opuesto a toda conclusión positiva. Se ve, pues, que merece ser estudiada detenidamente la cuestión de la indestructibilidad de la materia; que lejos de haber sido admitida desde luego como una verdad evidente por sí misma, ha sido, en los primeros tiempos, rechazada universalmente como un error palmario. Se creía que las cosas podían reducirse a la nada y nacer de la nada. Si analizamos las supersticiones primitivas o la creencia en la magia, que no ha mucho tiempo reinaba aún en casi todos los espíritus, y reina aún hoy en las gentes incultas, vemos que entre otros varios postulados, uno supone que, mediante un encanto poderoso, la materia puede ser evocada de la nada o vuelta a la nada. Y si no se cree eso precisamente (porque el creerlo, en el sentido estricto de esta palabra, implicaría que la creación y el aniquilamiento eran claramente concebidos), se cree creerlo; y se obra de modo que, en esa confusión de ideas, el resultado es el mismo. No es sólo en las épocas de oscurantismo y en espíritus incultos, donde hallamos las trazas de esa creencia; domina también en teología, acerca del principio y del fin del mundo; y se puede dudar si Shakespeare estaba bajo su influencia, al anunciar poéticamente un tiempo en que «todo desaparecerá sin quedar un tallo de hierba.» La acumulación gradual, y más bien la sistematización de hechos, han dado por resultado borrar poco a poco esa convicción, hasta el punto de que hoy es una verdad vulgar la indestructibilidad de la materia. Sea lo que quiera en sí misma, la materia no nace ni perece, al menos para nuestro pensamiento. Los hechos que habían dado apariencia de verdad a la ilusión de que algo puede provenir de nada, se han desvanecido poco a poco ante un conocimiento más profundo. El cometa, que se ve en una noche aparecer y agrandarse en los cielos, no es un cuerpo creado recientemente, sino oculto, hasta entonces, por estar fuera del alcance de nuestra vista. La nube, que se forma en pocos minutos, no se compone de una sustancia que comienza entonces a ser, sino que existía ya en la atmósfera en forma difusa y transparente. Lo mismo sucede al cristal o al precipitado que se forman en el fondo de un líquido. Inversamente, observaciones exactas nos hacen ver que las destrucciones aparentes de materia no son sino cambios de estado. Así, el agua evaporada, aunque se ha hecho invisible, puede, por condensación, volver a tomar su forma primitiva. Un disparo de arma de fuego nos prueba que si la pólvora ha desaparecido, han aparecido, en su lugar, gases que, ocupando mayor volumen, han causado la explosión. Claro es, que sólo desde el nacimiento de la química cuantitativa han podido hacerse patentes las conclusiones acabadas de citar y todas sus análogas. La prueba fue completa desde el momento en que los químicos, no contentándose con saber las combinaciones que podían formar las diversas sustancias, hallaron las proporciones definidas en que se combinan, y pudieron explicar cómo una materia aparecía o bien se hacía invisible. Cuando se hizo ver que al quemarse una vela se reducía, como resultado de la combustión, agua y ácido carbónico, cuyos pesos sumados equivalían al de la vela, más el del oxígeno unido a los elementos de la misma durante la combustión, se puso fuera de duda que el hidrógeno y el carbono de la vela existían aún y no habían hecho más que cambiar de forma o de estado. El análisis químico cuantitativo que sigue a una masa de materia, al través de todas sus transformaciones, y al fin la aísla, confirma plenamente la conclusión general inducible de los ejemplos citados y sus análogos.

El efecto de esa prueba específica, unido a la prueba que nos suministra diariamente la permanencia de los objetos que nos son familiares, ha adquirido tal potencia, que hoy día la indestructibilidad de la materia es una verdad, cuya negación es inconcebible. Es, pues, un axioma científico, universalmente reconocido, que la cantidad de materia es invariable, cualesquiera que sean las metamorfosis que sufra; axioma establecido desde el momento en que, lejos de contradecir a las experiencias vulgares, otras experiencias, como parecía antiguamente las contradecían, son una prueba más de que la Materia, es permanente, aun cuando los sentidos no tengan a veces alcance para hacer constar esa permanencia; y axioma, que no sólo admiten unánimes los físicos, químicos y fisiólogos, sino que se juzgan incapaces de concebir lo contrario.

53. Esto último sugiere naturalmente la cuestión: de si tenemos por garantía de esa creencia fundamental una autoridad superior a la de una inducción consciente. La experiencia prueba que, hasta donde ella alcanza, la indestructibilidad de la materia es una ley absoluta. Pero las leyes absolutas de la experiencia engendran leyes absolutas del pensamiento. ¿No resulta, pues, que esta verdad última debe ser un dato cognitivo implícito en nuestro organismo mental? Vamos a ver que es ineludible la respuesta afirmativa a tal cuestión.

La incompresibilidad absoluta de la materia es una ley evidente para nuestro espíritu. Aun cuando pudiéramos concebir un pedazo de materia, comprimido indefinidamente, no podríamos, sin embargo, concebir que su volumen, por pequeño que se hubiera hecho, se hubiera reducido a cero; porque podemos imaginar las partículas materiales indefinidamente aproximadas y el espacio que ocupa una masa indefinidamente aminorada; pero no podemos concebir disminuida la cantidad de materia de esa masa, pues para eso sería preciso admitir que algunas partículas desaparecían, se reducían a la nada, por la compresión. Resulta, pues, evidentemente, que no se puede concebir disminuida ni aumentada la cantidad de materia que existe en el Universo. Pues bien: esa incapacidad que tenemos de concebir el aniquilamiento de la materia, es consecuencia directa de la naturaleza de nuestro pensamiento. En efecto, éste es, como sabemos, un depósito de relaciones; no se puede establecer relación, ni por consiguiente pensar, si uno de los términos relacionables está ausente de la conciencia. Es, pues, imposible, que nada llegue a ser algo, ni que algo llegue a ser nada, puesto que la nada no puede ser objeto de conciencia. El aniquilamiento y la creación de la Materia son inconcebibles, por una misma razón; y su indestructibilidad, es, pues, un conocimiento a priori del orden más elevado, no por ser resultado de una larga serie de experiencias, organizadas gradualmente en un modo de pensar irrevocable, sino por ser dato obligado de todas las formas posibles de experiencias.

Extrañará que una verdad, sólo en los tiempos modernos y por los hombres de ciencia, puesta fuera de duda, la clasifiquemos entre las verdades a priori; pero es indudable que tiene tanta o mayor evidencia que las verdades a priori. Parece absurdo decir que una proposición no puede ser concebida cuando la humanidad entera hizo profesión de concebirla, y aun hoy creo concebirla la gran mayoría de los hombres. Pero, como ya demostramos al principio, la mayor parte de nuestros conceptos son simbólicos; entre éstos, los hay que, aun cuando rara vez llegan a ser conceptos reales, pueden, no obstante, llegar: y son válidos, porque se puede probar directa o indirectamente que corresponden a realidades; pero hay también otros que jamás salen del estado simbólico, que no se pueden directa ni indirectamente realizar en el pensamiento, y menos aún demostrar que corresponden a objetos reales actualmente.

Con todo, como habitualmente no se analizan los conceptos, se supone que se piensa como real, en lo que sólo se piensa simbólicamente, y se presume creer proposiciones cuyos términos no pueden unirse en la conciencia. De ahí, por ejemplo, que se acepten, sobre el origen del Universo, hipótesis absolutamente inconcebibles. Vimos ya que la doctrina comúnmente admitida de que la Materia ha sido creada de la nada, nunca ha sido concebida real sino sólo simbólicamente. Del mismo modo podemos decir ahora que el aniquilamiento de la materia sólo ha sido concebido simbólicamente y que se ha tomado un concepto simbólico, equivocadamente, por un concepto real. Se podría, quizá, objetar que las palabras pensamiento, esencia, concepto, son usadas aquí con nuevas acepciones, y no es propio decir que los hombres no han pensado realmente, en lo que, no obstante, tanta influencia ha ejercido en su conducta. Preciso es confesar que es molesto restringir así el sentido de las palabras; mas no hay remedio: sólo con palabras de significación precisa, se puede llegar a conclusiones precisas. No se puede discutir, con provecho, las cuestiones tocantes a la validez de nuestros conocimientos, si las palabras conocer y pensar no tienen una acepción bien determinada.

No debemos, por ejemplo, aplicarlas a todas esas operaciones confusas de nuestro espíritu, a las que el vulgo las aplica; debemos reservarlas para operaciones bien distintas o claras. Si esto nos obliga a desechar una parte de los llamados pensamientos humanos, por no ser pensamientos, sino pseudo pensamientos, no podemos remediarlo.

Volvamos a la cuestión general. Hemos hallado, en suma, que tenemos una experiencia positiva de la persistencia continua de la Materia; que la forma del pensamiento hace imposible que conozcamos directamente el aniquilamiento de la Materia, puesto que ese conocimiento implicaría el conocimiento de una relación, uno de cuyos términos no sería cognoscible; que, por consiguiente, la indestructibilidad de la Materia es, rigorosamente hablando, una verdad a priori; que si ciertas experiencias falaces, sugiriendo la ideado ese aniquilamiento, han producido en los espíritus incultos, no sólo la suposición de que se podía concebir la materia aniquilada, sino, la idea de que se aniquilaba, en ciertas condiciones, sin embargo, una observación más atenta, mostrando que los presuntos aniquilamientos nunca se han verificado, ha confirmado a posteriori el conocimiento a priori, que, según la psicología, resulta de una ley de experiencia contra la cual no puede haber otra experiencia.

54. Con todo, el hecho que debe fijar más nuestra atención, es la naturaleza de las percepciones que nos suministran perpetuamente ejemplos de la permanencia de la materia, de donde la ciencia saca la conclusión de que la materia es indestructible. Esas percepciones, bajo todas sus formas, se reducen a que la fuerza ejercida por una misma cantidad de materia, es siempre la misma. No es otra la prueba en que se fundan, a la vez, el sentido más común y la ciencia más exacta. Cuando, por ejemplo, decimos que un individuo que existía hace algunos años, existe aún, porque acabamos de verle; nuestra aserción equivale a decir que un objeto, que hace algún tiempo produjo en nuestro espíritu ciertas impresiones, existe aún, porque un grupo semejante de impresiones ha sido producido nuevamente en nosotros; y consideramos la continuación de poder impresionarnos como una prueba de la continuación del objeto. Si alguien supone que hemos podido engañarnos sobre la identidad del individuo, se reconoce que damos pruebas decisivas de nuestra afirmativa, si decimos que no sólo le hemos visto, sino que le hemos estrechado la mano, reparando que le faltaba el dedo índice, seña particular que se sabe tenía tal persona. Todo eso no es sino admitir que un objeto que, por una combinación especial de fuerzas, produce impresiones táctiles especiales, existe en tanto que las produce. Por la fuerza medimos también la materia, en el caso de que su forma haya variado. Se da a un platero un pedazo de oro para hacer una alhaja; cuando la entrega se la pone en una balanza; si hace equilibrio a un peso mucho menor que cuando estaba en bruto, se infiere que ha perdido mucho, sea por la hechura, sea por una sustracción. Esto prueba que la cantidad de materia puede, en suma, determinarse por la cantidad de fuerza gravitativa que presenta. Esa es la prueba principal en que la Ciencia funda la inducción experimental de la indestructibilidad de la materia. Siempre que una masa cualquiera, primero visible y tangible, se reduce a forma invisible e impalpable, y el peso del gas en que se ha transformado prueba que existe aún, se admite que la suma de materia, aunque ya inaccesible a nuestros sentidos, es la misma, puesto que pesa lo mismo. Análogamente, siempre que se determina el peso de un elemento de una combinación, mediante el de otro elemento que le neutraliza, se expresa la cantidad de materia en función de la cantidad de fuerza química que ejerce, y se supone que esa fuerza química es correlativa, necesariamente, de una fuerza gravitativa determinada.

Así, pues, por indestructibilidad de la materia debe entenderse: indestructibilidad de la fuerza, por la cual la materia nos produce impresiones; porque del mismo modo que no tenemos conciencia de la materia, sino por la resistencia mayor o menor que opone a nuestra actividad muscular, tampoco la tenernos de la permanencia de la materia, sino por la de la resistencia que nos ofrece directa o indirectamente. Esta verdad se hace evidente, no sólo por el análisis del conocimiento a posteriori, si que también por el análisis del conocimiento a priori, porque lo que no podemos concebir disminuya indefinidamente, por la compresión también indefinida de la materia, no es su volumen, sino su resistencia.




ArribaAbajoCapítulo V.

Continuidad del movimiento.


55. Otra verdad general, del mismo orden que la demostrada en el precedente capítulo, vamos a demostrar en éste; verdad que, aun cuando no es tan vulgar y generalmente reconocida, esto ya hace tiempo para los hombres de ciencia. La continuidad del movimiento, como la indestructibilidad de la materia, es evidentemente una proposición de cuya verdad depende la posibilidad de una ciencia exacta, y por consiguiente de una filosofía que unifique los resultados de esa ciencia exacta. Los movimientos de masas, y moleculares, que se verifican tanto en los cuerpos inorgánicos como en los orgánicos, forman más de la mitad de los fenómenos que se trata de interpretar, y si fuera posible que esos movimientos se originaran o concluyeran en la nada, no habría que buscarles interpretación científica; se podría admitir que empezaban y terminaban por sí mismos. No se reconoce el carácter axiomático del principio de la continuidad del movimiento, hasta que la disciplina de las ciencias exactas ha dado precisión a los conceptos. Los hombres primitivos, nuestras poblaciones incultas, y aun muchas de las personas que pasan por instruidas, piensan de un modo muy poco preciso; de observaciones inexactas pasan, por razonamientos débiles, a conclusiones, cuyas consecuencias, no prevén, y cuya deducción no comprueban lógicamente. Admitiendo, sin criterio, los datos de una percepción irreflexiva, la cual revela que los cuerpos que nos rodean, al ser puestos en movimiento, vuelven pronto al reposo, la gran mayoría admite que aquel movimiento se ha perdido realmente, se ha aniquilado. No se inquiere si el fenómeno es susceptible de otra interpretación, o si la que se le da es siquiera concebible, se atiende sólo a las apariencias. Sin embargo, ciertos hechos, que implican consecuencias opuestas, han provocado investigaciones de las que ha salido, poco a poco, la falsedad de aquellas apariencias. El descubrimiento de la revolución de los planetas alrededor del Sol, con una velocidad media constante, hizo sospechar que un cuerpo en movimiento, abandonado a sí mismo, continúa moviéndose sin cambiar de velocidad, y sugirió la idea de que los cuerpos que pierden su movimiento, es porque le ceden en igual cantidad, y en el mismo instante, a otros cuerpos. Se observó que una bola rodaba más tiempo, lanzada con la misma fuerza, por una superficie lisa, como la del hielo, desprovista de pequeños cuerpos a los que la bola pudiese ceder, por el choque, parte de su movimiento, que sobre una superficie con tales obstáculos; y que un proyectil avanza más a través de un medio ligero, como el aire, que a través de un medio denso, como el agua. Así desapareció la idea primitiva de que los cuerpos tienen una tendencia innata a perder gradualmente su movimiento, hasta pararse; idea de que los filósofos griegos no pudieron desprenderse, y que se impuso hasta a Galileo. Fue también quebrantada por los experimentos de Hooke, quien probó que una peonza gira mucho más tiempo si se la impide comunicar su movimiento a los objetos cercanos; esos experimentos repetidos con ayuda de los procedimientos modernos, han demostrado que, en el vacío, la rotación de la peonza, únicamente retardada por el rozamiento del eje, continúa casi una hora. Destruidos así sucesivamente todos los obstáculos que se oponían a la admisión de la primera ley del movimiento, pudo al fin el gran Kepler formularla, diciendo: Todo cuerpo en movimiento continúa moviéndose en línea recta y con la misma velocidad, si fuerzas exteriores no llegan a actuar sobre él. Esta ley ha sido modernamente incluida en otra más general, a saber: el movimiento, como la materia, es indestructible, y todo el que se pierde por una porción cualquiera de materia, se transmite a otras porciones. Aunque esta nueva ley parezca en desacuerdo con los hechos, que nos muestran cuerpos parados súbitamente, al haber chocado con otro inmóvil, se concilia con esos hechos, después que se sabe que el movimiento perdido, en apariencia, continúa bajo nuevas formas, que no son, sin embargo, directamente apreciables.

56. Debemos hacer, respecto al Movimiento, la misma advertencia que hicimos respecto a la Materia; su indestructibilidad no es sólo una verdad inductiva, es una necesidad de nuestro pensamiento; su destructibilidad no ha sido jamás realmente concebida, ha sido siempre, como lo es ahora, una pura forma verbal, una pseudo-idea. Nos es imposible decir si la realidad absoluta que produce en nosotros la conciencia de lo que llamamos movimiento, es o no un modo eterno de lo Incognoscible; pero que la realidad relativa de lo que llamamos movimiento, no puede jamás aniquilarse, ni nacer de la nada, es una verdad implantada en lo más íntimo de nuestro espíritu. Decir que el movimiento puede ser creado o anulado, decir que nada llega a ser algo o que algo llega a ser nada, es establecer en la conciencia relación entre dos términos, de los que uno está ausente de ella, lo que es absurdo. La misma naturaleza de nuestra inteligencia desmiente la hipótesis de que se puede concebir, y menos aún conocer, la cesación o la creación del movimiento.

57. Queda por demostrar que la continuidad del movimiento, lo mismo que la indestructibilidad de la materia, nos es conocida realmente en función de la fuerza. Cada manifestación de fuerza permanece siempre la misma en cantidad; esta es la verdad última, en las cuestiones de movimiento, sea adquirida a posteriori, o dada a priori.

Tomemos, por ejemplo, la propagación de las vibraciones sonoras a una gran distancia. Siempre que tenemos conciencia directamente de la producción de un sonido (por ejemplo, cuando le producimos nosotros mismos), su antecedente invariable es la fuerza; sabemos que lo que sigue inmediatamente a esa fuerza es el movimiento, primero de nuestros propios órganos, y enseguida de los cuerpos que ponemos en vibración. Podemos distinguir esas vibraciones con los oídos o con los dedos. Las sensaciones percibidas por el oído son el equivalente de la fuerza mecánica transmitida al aire, que se comunica por ese medio a los cuerpos circunvecinos, de lo cual tenemos una prueba evidente cuando esos objetos se quiebran por la intensidad de un sonido fuerte, como los vidrios rotos por el estampido de un cañonazo. ¿Cómo puede suceder que, en circunstancias favorables, se oiga desde los palos de un navío alejado cien millas de tierra las campanas de las iglesias, y cómo se sabe que las ondulaciones atmosféricas han atravesado esa inmensa distancia? Es evidente que cuando decimos que el movimiento del badajo, transformado en vibraciones de la campana y comunicado al aire ambiente, se ha transmitido a esa distancia en todos sentidos, disminuyendo en intensidad, a medida que la masa de aire atravesada ha ido aumentando, nos fundarnos en un cambio producido en la sensibilidad por el intermedio del oído. El que escucha no tiene conciencia de movimiento alguno; sólo la tiene de una impresión que siente y que implica una fuerza, como su correlativo necesario. Las impresiones comienzan por la fuerza y acaban por ella; el movimiento intermedio no es conocido muchas veces sino por inducción. Además, en mecánica celeste, si se prueba cuantitativamente la continuidad del movimiento, la prueba no es directa, sino inductiva, y los datos para la inducción son fuerzas. Un planeta determinado no puede ser reconocido sino por el poder constante que tiene de afectar nuestra vista de un modo especial, de producir sobre la retina un grupo de fuerzas unidas por una correlación característica. Además, el astrónomo no ve a ese planeta moverse, sino que de la comparación de sus posiciones presentes y pasadas ha deducido que se mueve. Y hablando con todo rigor, esa comparación no es más que una comparación de impresiones distintas producidas en el observador, por adaptaciones distintas de los instrumentos de observación. Un paso más y se ve que tal diferencia está desprovista de significación, mientras que no se ha probado que corresponde a una posición determinada, dada por el cálculo, y suponiendo que no se ha perdido movimiento alguno. Si, finalmente, examinamos el cálculo que da esa posición, descubrimos que se basa en aceleraciones y retrasos debidos a la naturaleza elíptica de la órbita, y a las perturbaciones producidas por los planetas próximos. Llega, pues, a concluir la indestructibilidad del movimiento del planeta, no por su movimiento uniforme, sino por la cantidad constante del movimiento manifestado, salvo lo comunicado a los otros cuerpos celestes o transmitido por ellos. Cuando inquirimos cómo se aprecia ese movimiento transmitido, vemos que es fundándose en ciertas leyes de fuerza, que todas sin excepción implican el postulado de que la fuerza es indestructible. Sin el axioma de la igualdad y antagonismo de la acción y de la reacción, la Astronomía no podría hacer predicciones exactas, y perderíamos la rigorosa prueba inductiva en ellas fundada de que el movimiento no puede jamás anularse; sólo puede transmitirse.

Lo mismo sucede respecto a la conclusión a priori, de la continuidad del movimiento. Lo que el pensamiento no puede concebir se anule es la fuerza que el movimiento indica. El cambio constante de posición puede ser dejado de imaginar sin dificultad; tal sucede al pensar en el reposo; pero no es posible imaginar que la disminución y cesación de un movimiento se verifiquen, aun producidos por cuerpos exteriores al móvil, si no se hace abstracción de la fuerza de ese movimiento, la cual tenemos forzosamente que concebir bajo la forma de reacción en dichos cuerpos; mirando el movimiento a ellos comunicado como un producto de la fuerza comunicada, no como comunicado directamente. Podemos mentalmente disminuir la velocidad, el elemento espacio del movimiento, repartiendo el elemento fuerza entre mayor masa de materia; pero la cantidad de ese elemento-fuerza que consideramos como la causa del movimiento, es invariable para nuestra razón.




ArribaAbajoCapítulo VI.

Persistencia de la fuerza4.


58. Antes de dar el primer paso en la interpretación racional de los fenómenos, es preciso reconocer, no solamente los dos hechos de la indestructibilidad de la materia y de la continuidad del movimiento, sino también el de la persistencia de la fuerza. Sería absurdo querer hallar las leyes a que obedecen las manifestaciones, en general y en particular, si la fuerza que las produce pudiera comenzar o dejar de existir. Entonces la sucesión de fenómenos sería arbitraria; la Ciencia y la Filosofía serían imposibles.

La necesidad de admitir esos dos hechos es más imperiosa que en las dos cuestiones precedentes; porque, como ya hemos visto, la validez do las pruebas de aquéllas descansa únicamente en la validez de la prueba de la persistencia de la fuerza. El análisis de nuestros razonamientos nos ha demostrado, en los dos casos, que la conclusión a posteriori implica la hipótesis de que basta probar que las manifestaciones de fuerza no cambian, para que resulte probado que no han cambiado las cantidades de Materia y de Movimiento; y hemos hallado también, que ese hecho es el elemento esencial del conocimiento a priori. Por consiguiente, el principio de que la cantidad de fuerza permanente invariable es la idea fundamental, sin la que esas otras ideas derivadas no pueden subsistir.

59. ¿En qué razones nos fundamos para afirmar la persistencia de la fuerza? Inductivamente sólo tenemos una prueba, la que nos presenta el mundo de los fenómenos sensibles. Con todo, no conocemos inmediata o directamente fuerza alguna, a no ser la que desarrollamos con nuestros esfuerzos musculares; las demás son conocidas mediatamente por los cambios que las atribuimos. Mas puesto que no podemos inferir la persistencia de la fuerza, de la sensación que nos produce, que no persiste, debemos inferirla, si la inferimos, de la continuidad del movimiento o de la aptitud siempre igual de la Materia, para producir ciertos efectos. Pero ese razonamiento es un círculo vicioso; es ilógico afirmar la indestructibilidad de la Materia, porque la experiencia nos enseña que en todos los cambios o modificaciones que experimente una masa dada de materia, presenta la misma gravitación, y afirmar en seguida que la gravitación es constante porque una masa dada de materia presenta siempre la misma cantidad; o, lo que es lo misino, probar la continuidad del movimiento por la persistencia de la fuerza, y probar recíprocamente la persistencia de la fuerza por la continuidad del movimiento.

Siendo, pues, necesarios los datos de la Ciencia, tanto objetiva como subjetiva, para resolver esa cuestión, idea de la persistencia de la fuerza, es conveniente examinar dicha idea muy detenidamente. A riesgo de cansar la paciencia del lector, debemos examinar de nuevo el razonamiento que demuestra la indestructibilidad de la Materia y la continuidad del Movimiento, y veremos que es imposible llegar, por un razonamiento análogo, a la persistencia de la Fuerza. En los tres casos la cuestión versa sobre cantidad; ¿disminuyen en cantidad la Materia, el Movimiento o la Fuerza? La ciencia cuantitativa implica la medida, y la medida implica la unidad de medida. Las unidades de medida, de que se derivan todas las demás medidas exactas, son unidades de extensión lineal. Partiendo de esas unidades, con palancas de brazos iguales o balanzas, se establecen las unidades iguales de peso o de fuerza gravitativas que usamos; y por medio de esas unidades iguales de extensión y peso, hacemos las comparaciones cuantitativas que nos conducen a las verdades de la ciencia de precisión. En las investigaciones que conducen al químico a concluir que ninguna parte del carbón desaparecido en una combustión se ha perdido, y que en el producto que resulta, el ácido carbónico, se encuentra todo aquel carbón, ¿qué prueba se invoca siempre? La prueba suministrada por la balanza. ¿En función de qué se expresa el veredicto de la balanza? En unidades de peso o de fuerza gravitativa. ¿Y cuál es el veredicto? Que el carbón presenta aún tantas unidades de fuerza gravitativa como antes de ser quemado. Se dice, pues, que la cantidad de materia es la misma si el número de unidades de fuerza que equilibra es el mismo; por consecuencia, la validez de la conclusión pende exclusivamente del número constante de unidades de fuerza; de modo, que si varía la fuerza con que la pesa, que representa la unidad de peso, tiende hacia la tierra, la deducción de la indestructibilidad de la materia, es viciosa o ilegítima. Todo estriba en el principio o hipótesis de que la gravedad de las pesas es constante; mas de esa constancia no tenemos ni podemos tener prueba alguna. Los razonamientos de los astrónomos implican una hipótesis semejante, de la cual podemos sacar una conclusión análoga.

En Física celeste no hay problema que se pueda resolver, sin admitir alguna unidad de fuerza; no es preciso que esa unidad sea, como la libra o la tonelada, de las que podemos conocer directamente; basta tomar como unidad la atracción mutua de dos cuerpos determinados a una distancia dada, de suerte que las otras atracciones de que se ocupa el problema, puedan expresarse en función de aquélla. Adoptada esa unidad, se calculan los momentos que cada masa aislada produce en cada una de las otras, en un tiempo dado, y combinando esos momentos con los que ya poseen, se predice sus posiciones al fin de dicho tiempo, viniendo luego la observación a confirmar la predicción, de lo cual se pueden sacar dos conclusiones: si las masas son constantes, se prueba que el movimiento no ha disminuido; y si el movimiento no ha disminuido, se prueba que las masas son constantes. Pero lavalidez de una u otra conclusión pende, igualmente, de que la unidad de fuerza no haya variado. Y no sólo en las cuestiones concretas, suponen la persistencia de la Fuerza los razonamientos de la Física terrestre y de la Astronomía, si que también en el principio abstracto que les sirve de punto de partida y que invocan siempre, para justificar cada paso que dan. En efecto, ese principio -igualdad y oposición directa de la acción y de la reacción- equivale a decir: que no puede haber una fuerza aislada nacida de la nada y reducible a la nada, sino que una fuerza, que se manifiesta doquier, implica una fuerza antecedente, de la que se deriva, y contra la que reacciona. Además, aquella fuerza no puede desaparecer sin resultado; es preciso que se gaste en alguna otra manifestación de fuerza, que una vez producida constituye su reacción, y así sucesivamente. Es, pues, evidente que la persistencia de la fuerza es una verdad primaria, que no puede tener prueba inductiva. Sin necesidad del análisis precedente, podíamos asegurar; debe haber un principio- base de la Ciencia,- y que, por tanto, no puede ser establecido por la Ciencia. En efecto, sabemos que todos los razonamientos se fundan en algún postulado, y sabemos también (23) que, si referimos los principios derivados, a aquellos, cada vez más abstractos y generales, de que se derivan, no podemos dejar de llegar, al fin, a un principio más general y abstracto que todos, y que, por tanto, no puede derivarse ni deducirse de ningún otro. Pues bien, ese principio es, para la Ciencia en general, según las relaciones que hemos visto sostiene con todos los demás, la persistencia de la Fuerza.

60. ¿Cuál es, pues, la fuerza cuya persistencia afirmamos? No es la fuerza de que tenemos conciencia en nuestros esfuerzos musculares, porque esa no persiste. Desde el momento en que un miembro extendido se afloja, desaparece la conciencia de la tensión. Es verdad que decimos, que en la piedra que lanzamos, o en el peso que levantamos, se manifiesta el efecto de dicha tensión muscular, y que la fuerza que ha dejado de estar presente a nuestro espíritu, existe en otra parte. Pero no existe en forma que podamos conocerla. Se ha probado (18) que, si por una parte nos vemos obligados, cuando levantamos un objeto del suelo, a pensar que su presión hacia abajo es igual a nuestra tensión hacia arriba, y que es imposible figurarse la igualdad de esas dos fuerzas, sin imaginar también su igualdad de especie; por otra parte, como esa igualdad de especie implicaría en el objeto una sensación de tensión muscular, que es absurdo atribuirle, debemos concluir que la fuerza, tal como existe fuera de nuestra conciencia, no es como la que en ella o por ella conocemos. Por consiguiente, la fuerza cuya persistencia afirmamos es la Fuerza, absoluta, de la que tenemos vagamente conciencia como correlativa necesaria de la fuerza que conocemos. Así, por persistencia de la fuerza entendemos: persistencia de un poder que supera a nuestro conocimiento y a nuestra razón. Las manifestaciones que se verifican en nosotros y fuera de nosotros, no persisten, lo que persiste es la causa incógnita de esas manifestaciones. En otros términos, afirmar la persistencia de la fuerza, no es más que otra manera de afirmar una realidad incondicionada, sin principio ni fin.

Llegamos así de nuevo, impensadamente, a la verdad primaria, lazo de unión entre la Religión y la Ciencia. Examinando los datos que implica una teoría racional de los fenómenos, hallamos que todos pueden referirse a uno, sin el cual la conciencia es imposible, la existencia necesaria de un Incognoscible, correlativo necesario de lo cognoscible. Una vez comenzado, el análisis de las verdades admitidas como base de las investigaciones científicas nos conduce al principio fundamental en que se reconcilian la Filosofía y el sentido común.

Los argumentos y las conclusiones contenidas en este capítulo y en los tres precedentes, son un complemento de los argumentos y conclusiones de la primera parte de esta obra.

Allí probamos, por el examen de nuestras últimas o, más bien, primarias ideas religiosas y científicas, la imposibilidad de conocer el Ser absoluto; y en el capítulo siguiente probamos también por un análisis subjetivo que las condiciones mismas del pensamiento nos impiden conocer nada más que seres relativos; pero que esas mismas condiciones suponen necesariamente una conciencia o conocimiento vago e indeterminado del Ser absoluto. Ahora acabarnos de hallar, por el análisis objetivo, un resultado análogo, a saber: que las verdades axiomáticas de las ciencias físicas suponen como base común el Ser absoluto.

Hay, pues, entre la Religión y la Ciencia una conformidad más profunda que la mostrada anteriormente; no sólo ambas confluyen en la proposición negativa de que no es posible conocer lo no relativo, sino también en la proposición positiva de que lo no relativo tiene existencia real. Ambas se ven obligadas, por la probada imposibilidad de sus pretendidos conocimientos, a confesar que la realidad última es incognoscible; y no obstante, se ven también forzadas a admitir su existencia, puesto que sin ella ni la Religión tiene objeto, ni la Ciencia subjetiva y objetiva tiene su dato primordial o indispensable. Sin suponer el Ser absoluto no podemos establecer una teoría de los fenómenos internos, ni una teoría de los fenómenos externos.

61. Hemos considerado bajo diversos puntos de vista la naturaleza de esa intuición fundamental; no será, pues, inútil resumamos ahora los resultados obtenidos.

En el cap. IV hemos visto que el poder incógnito, cuyo, principio y fin son inconcebibles, está presente en nuestro espíritu como una materia informe que recibe una nueva forma en cada pensamiento. Nuestra incapacidad para concebirle límites es simplemente correlativa de nuestra incapacidad de poner fin al sujeto pensante en tanto que piensa.

En los dos capítulos precedentes hemos considerado esa verdad fundamental bajo otro aspecto. Hemos visto que la indestructibilidad de la Materia y la continuidad del Movimiento son en realidad corolarios de la imposibilidad de establecer una relación mental entre algo y nada; imposibilidad que nace de que, siendo lo que llamamos establecer una relación mental, el paso de la sustancia pensante de una forma a otra, pensar que algo se reduce a nada, equivaldría a que la sustancia pensante, después de haber existido bajo una forma dada, existiese sin forma alguna o cesase de existir. La incapacidad de concebir la destrucción de la Materia y del Movimiento, es la incapacidad de destruir la conciencia misma. Lo que hemos hallado de cierto, respecto a la Materia y al Movimiento, en los dos capítulos precedentes, lo es, a fortiori, de la Fuerza, es decir, del elemento integrante de los conceptos de Materia y de Movimiento; pues, como hemos visto, lo indestructible en la Materia y en el Movimiento es la Fuerza que manifiestan. Y últimamente acabamos de ver que el principio de la indestructibilidad de la fuerza es el correlativo del principio de la indestructibilidad de la causa incógnita de los cambios que se verifican en la conciencia. De modo, que la persistencia de la conciencia es la experiencia inmediata que tenemos de la persistencia de la Fuerza, y al mismo tiempo nos impone la necesidad de afirmar ésta.

62. Vemos, pues, que bajo todos conceptos estamos obligados a reconocer que hay una verdad fundamental, dada a priori en nuestra constitución psíquica, la cual verdad no es sólo un dato de la Ciencia, si que también de la ignorancia o del sentido común inculto. Cualquiera que afirme que la incapacidad de concebir principio y fin al Universo es un resultado negativo de la estructura de nuestro pensamiento, no podrá negar que la intuición del Universo como persistente es un resultado positivo de esa misma estructura. La persistencia del Universo es la persistencia de la causa incógnita- Poder o Fuerza -que se nos manifiesta a través de todos los fenómenos.

Tal principio es el fundamento de toda ciencia positiva, es anterior a toda demostración y a todo conocimiento determinado; es, en fin, tan antiguo como nuestro espíritu; es también superior en autoridad a toda otra autoridad, porque no sólo está dado en la constitución de nuestra propia conciencia, sino que es imposible imaginar una conciencia constituida de modo que no esté dado en ella aquel principio. Puesto que el pensamiento sólo implica el establecimiento de relaciones, se puede fácilmente concebir que se ejerza, aun cuando las relaciones no hayan sido aún sistematizadas en las nociones o ideas abstractas que llamamos Espacio y Tiempo; se puede concebir una especie de conciencia que no posea los principios a priori, que supone la organización de esas formas de relación; mas no se puede concebir que el pensamiento se ejerza sin ciertos elementos entre, los que puedan establecerse dichas relaciones; no se puede concebir una conciencia que no implique la existencia continua, como dato fundamental. La conciencia es posible sin tal o cual forma particular, pero es imposible sin materia, sin contenido.

El único principio que supera, pues, a la experiencia, porque la sirve de base, es la persistencia de la Fuerza; que no sólo es la base de la experiencia, sino que debe serlo de toda organización científica de experiencias. A ese principio nos conduce el análisis; sobre él debe, pues, fundarse toda síntesis racional.




ArribaAbajoCapítulo VII.

Persistencia de las relaciones entre las fuerzas.


63. El primer corolario de la persistencia de la Fuerza, es la persistencia de las relaciones entre las fuerzas. Supuesto que una manifestación de fuerza, de forma y condiciones dadas, sea precedida o seguida de otra manifestación determinada, es necesario que siempre que la forma y condiciones sean las mismas, lo sea también la manifestación siguiente o precedente. Cada modo de lo Incognoscible, considerado como antecedente, debe tener íntima e invariable conexión, cuantitativa y cualitativa, con el modo de lo Incognoscible que llamamos consecuente de aquel antecedente.

Decir lo contrario es negar la persistencia de la fuerza. Si en dos casos determinados hay completa analogía, no sólo entre los antecedentes principales que llamamos causas, si que también entre los antecedentes concomitantes que llamamos condiciones, no podemos afirmar que los efectos o consecuentes diferirán, sin afirmar explícita e implícitamente, o que una fuerza ha dejado de existir, se ha anulado; o que una fuerza ha comenzado a existir, ha salido de la nada; porque siendo iguales en dirección o intensidad las fuerzas cooperatrices, cada una a su correlativa, en ambos casos es imposible concebir que el producto de su acción combinada sea distinto en un caso que en otro, sin concebir que una o muchas fuerzas han ganado o perdido en cantidad, es decir, sin pensar que la Fuerza no es persistente.

Para dar a ese principio su forma más abstracta, es conveniente poner algunos ejemplos.

64. Sean dos proyectiles iguales, lanzados con igual fuerza; deben recorrer iguales distancias en el mismo tiempo. Si se dice que uno de los dos recorrerá, más que el otro, un espacio dado, aunque sus momentos iniciales sean idénticos, y tengan que vencer la misma resistencia (porque si la resistencia es diferente, las condiciones lo son también), es lo mismo que decir que cantidades iguales de fuerza no han producido la misma cantidad de trabajo; lo cual es inconcebible, sin admitir que una fuerza se ha anulado o ha nacido de la nada. Supongamos ahora que, en su movimiento, uno de los proyectiles ha sido desviado de su dirección primitiva, por la atracción terrestre, algunas pulgadas; el otro, que ha recorrido la misma distancia, en el mismo tiempo, debe haber sido desviado exactamente lo mismo; pues si no, habría que suponer que atracciones iguales, en tiempos y demás condiciones iguales, han producido efectos desiguales; lo que implica la creación o anulación de trabajo mecánico, que ya sabemos es inconcebible. Además, si uno de los proyectiles ha penetrado en el blanco hasta cierta profundidad, no se puede imaginar que el otro penetre más ni menos, a no ser que esa desigualdad vaya unida a un cambio de forma del proyectil o a una desigual densidad del blanco, en los puntos respectivamente chocados por los dos proyectiles. En general, toda modificación de los consecuentes, sin modificación de los antecedentes, no puede concebirse, sin suponer que algo se ha reducido a nada, o que nada ha llegado a ser algo, lo que ya sabemos es inconcebible.

Todo lo cual puede decirse, no sólo de los cambios o fenómenos sucesivos, sino también de los simultáneos o coexistentes. Sean, por ejemplo, dos cargas de pólvora iguales en cantidad y calidad, inflamadas por mechas de la misma estructura, y proyectando balas de pesos, volúmenes y formas iguales, atacadas del mismo modo; se debe inferir, que los efectos concomitantes producidos por ambas explosiones, serán iguales en cantidad y calidad; también lo serán: las cantidades respectivas de los diversos productos de la combustión; las partes de ambas sumas de fuerzas, empleadas respectivamente en dar a la bala su velocidad, a los gases formados su calor, a la detonación su ruido, etc., etc.

En efecto, no se puede imaginar que haya diferencias de cantidades o de relaciones cuantitativas y cualitativas entro esos fenómenos concomitantes, sin suponer que esas diferencias nacen sin causa, por creación o anulación de fuerza. Claro es, que la igualdad reconocida en esos dos casos, debe existir en todos los análogos, lo mismo entre antecedentes y consiguientes, hasta cierto punto sencillos, que sea cualquiera la complicación de aquéllos.

65. Así, pues, lo que llamamos constancia de una ley, que no es otra cosa, como acabamos de ver, que la constancia o persistencia de las relaciones entre las fuerzas, es un corolario inmediato de la persistencia de la fuerza. La conclusión general de que hay conexiones constantes entre los fenómenos, conclusión que se considera comúnmente sólo como inductiva, puede también deducirse del dato primario de la conciencia. Pudiera creerse que deducimos la conclusión ilegítima de que lo verdadero, respecto al Yo, lo es también respecto al No-Yo; pero aquí esa conclusión es legítima. En efecto, lo que afirmamos a la vez del Yo y del No-Yo, es únicamente lo que ambos, considerados sólo como seres, tienen de común.

Afirmar una existencia fuera del Yo, es afirmar que hay fuera de la conciencia algo persistente, porque la persistencia no es más que la existencia continuada, y hemos visto que no se puede concebir la existencia, sin concebirla como continua. No podemos afirmar la persistencia de algo fuera del Yo, sin afirmar que las relaciones que ligan entre sí a sus manifestaciones, son persistentes.

Más adelante veremos, aún con mayor evidencia, que la constancia o uniformidad de la ley de cada fenómeno, se infiere también de la persistencia de la fuerza. El capítulo siguiente contendrá de un modo indirecto, en muchos ejemplos, esas pruebas.




ArribaAbajoCapítulo VIII.

Transformación y equivalencia de las fuerzas.


66. Desde que la Ciencia pudo auxiliar a los sentidos con instrumentos de precisión, que son como sentidos suplementarios, se comenzó a percibir diversos fenómenos, que los ojos ni los dedos habían, hasta entonces, podido hacer perceptibles; se hicieron apreciables manifestaciones más delicadas de las formas de fuerza, ya conocidas; y nuevas formas antes incógnitas, pudieron ser estudiadas y medidas. Aun en los casos, en que se había admitido a la ligera, que ciertas fuerzas se aniquilaban, la observación, ayudada de los instrumentos, ha probado: que dichas fuerzas producían siempre algunos efectos; que, lejos de anularse, reaparecían bajo nuevas formas. De este modo se llegó a plantear la cuestión general de si la fuerza productora de cada fenómeno, se metamorfosea, o cambia siempre en otra u otras, cuando parece que se gasta o anula. La experiencia ha dado a esa cuestión una respuesta afirmativa, que cada día es más segura. Meyer, Joule, Grove y Helmholtz, han contribuido, en primera línea, a popularizar esa idea; examinemos detenidamente las pruebas que la demuestran.

En todos los casos en que podemos reconocer directamente el origen de un movimiento, se halla que preexistía bajo forma de fuerza. Nuestros propios actos voluntarios tienen siempre por antecedentes ciertas sensaciones de tensión muscular. Cuando dejamos caer un miembro, por su propio peso, tenemos conciencia de un movimiento, corporal que no ha exigido ningún esfuerzo, pero que se explica por el esfuerzo que hicimos, al elevar el miembro a la posición de que ha caído. En este caso, como en el de un cuerpo inanimado que cae, la fuerza acumulada por el movimiento de caída es exactamente igual a la que se había empleado, o que se necesitaría emplear para elevarle a la altura de que cae. Todo movimiento que se para, produce, según las circunstancias, calor, luz, electricidad o magnetismo. Desde la simple calefacción de las manos, frotándolas, hasta la ignición de un freno de tren, al apretarle y sufrir el intenso roce consiguiente; desde la chispa del pistón percutido, hasta la inflamación de un pedazo de madera por un corto número de choques de un martillo de vapor, hay una infinidad de ejemplos en que se produce calor al cesar un movimiento. Además, ese calor, así engendrado, crece proporcionalmente a la cantidad de movimiento anulado, en apariencia, y disminuye, al disminuir el frotamiento o el choque que anula dicho movimiento. Sabido es que se produce electricidad por el movimiento en el frote del lacre o la resina, en la máquina eléctrica ordinaria, en la hidro-eléctrica, etc.; y, en general, doquier se verifique frotamiento de cuerpos heterogéneos. El magnetismo puede resultar de movimiento, sea inmediatamente, como percutiendo hierro, sea indirectamente, como por corrientes eléctricas, previamente producidas por movimiento. Este puede producir también luz, ya directamente, como en las chispas que hacen saltar los choques violentos, ya indirectamente como en la chispa eléctrica, «Por último, las fuerzas engendradas por movimientos, reproducen también movimientos; ejemplos: la divergencia de las hojas del electrómetro, la rotación de la rueda eléctrica, la desviación de la aguja imantada, que, si resultan de la electricidad desarrollada por frote, son movimientos visibles, reproducidos por esos modos invisibles de fuerza, engendrados a su vez por movimientos.»

La forma de fuerza que llamamos calor, es considerado, ya hace algunos años, por los físicos, como un movimiento molecular; es decir, un movimiento interno y vibratorio de las unidades invisibles de que se componen las masas. Dejando de considerar el calor, como la sensación particular que nos causan los cuerpos, en ciertas condiciones, y estudiando los otros fenómenos que esos cuerpos presentan y producen, no se observa en todos ellos más que movimientos. Salvo una o dos excepciones inexplicables por todas las teorías del calor, los cuerpos calentados se dilatan, y la dilatación no puede indudablemente interpretarse, sino como la suma de movimientos de las moléculas o unidades de masa, alejándose unas de otras. Lo que se llama radiación, o sea la comunicación del calor a distancia, es evidentemente un movimiento, como lo es también la prueba que de ella suministra el termómetro, la dilatación de la columna termométrica. Un ejemplo, ya común, de que el movimiento molecular, llamado calor, puede transformarse en movimiento visible, es la máquina de vapor, en la que «el émbolo y todos los cuerpos a él unidos, son puestos en movimiento por la dilatación del vapor de agua.» Aun en casos en que el calor es absorbido sin dar resultado aparente, las investigaciones modernas han probado la existencia de cambios bien notables, como por ejemplo, en el vidrio, cuyo estado molecular se modifica por el calor, hasta el punto de que un rayo de luz polarizada que le atraviese, se hace visible, no siéndolo, cuando el vidrio está frío; o en las superficies metálicas pulimentadas, cuya estructura cambia de tal modo, por la radiación calorífica que reciben, que conserva, a veces, el cambio, permanentemente.

La transformación del calor en electricidad, se produce cuando se calienta la superficie de unión de dos metales en contacto, en cuyo caso se desarrolla una corriente eléctrica. Introduciendo una sustancia sólida en un gas muy caliente, por ejemplo, un pedazo de creta en la llama de oxihidrógeno, se pone candente, lo que muestra la conversión del calor en luz. Si no es fácil probar la transformación directa del calor en magnetismo, si lo es la transformación indirecta, por medio de la electricidad. El mismo intermedio sirve para establecer entro el calor y la afinidad química, la correlación que hacía ya suponer la influencia del calor en las combinaciones y descomposiciones químicas.

El paso de la electricidad a los otros modos de fuerza, y recíprocamente, es aún más fácilmente demostrable; ya es una corriente eléctrica que engendra magnetismo en una barra de hierro dulce, ya un imán en rotación que engendra corrientes eléctricas; ya una pila en que acciones químicas producen una corriente; ya corrientes que producen efectos químicos.

En los reóforos se puede apreciar la transformación de la electricidad en calor; en la chispa y en el arco voltaico, su transformación en luz. La disposición molecular sufre también alteraciones por la acción de la electricidad; por ejemplo: el transporte de la materia de un polo al otro, las roturas que producen las descargas, las cristalizaciones por corrientes eléctricas. Inversamente, toda nueva disposición molecular, produce, al efectuarse, ya directa ya indirectamente, electricidad.

Indiquemos, siquiera sea brevemente, el paso del magnetismo a las otras fuerzas físicas; y decimos brevemente, porque la mayoría de los ejemplos que siguen son inversos de los ya citados. Produciendo movimiento es como el magnetismo manifiesta generalmente su existencia; en la máquina electromagnética, un imán en rotación produce electricidad, y ésta puede producir inmediatamente luz, calor y afinidad química. El descubrimiento hecho por Faraday de los efectos del magnetismo sobre la luz polarizada, lo mismo que el del calor que acompaña a los cambios del estado magnético de un cuerpo, indican nuevas conexiones entre esas formas de la Fuerza. En fin, diversas experiencias demuestran que la imantación de un cuerpo cambia su estructura íntima, y recíprocamente, el cambio de la estructura de un cuerpo por acciones mecánicas, cambia su condición magnética.

Todas esas fuerzas pueden también ser engendradas por la luz, aunque parezca improbable. En efecto, los rayos solares cambian la estructura molecular de algunos cristales; gases mezclados, que no se combinan de otro modo, se combinan a la luz solar, y al revés, en ciertos compuestos, la luz produce la descomposición. Desde que los trabajos fotográficos han hecho fijar la atención en los efectos de la luz sobre los cuerpos, se ha visto que «un gran número de éstos, tanto elementales, como compuestos, son notablemente modificados por aquélla, aun algunos, como los metales, que parecen poco susceptibles, de modificación.» Cuando se pone en comunicación una placa daguerreotípica expuesta a la luz, con un galvanómetro, se obtiene: una acción química en la placa, electricidad dinámica en los hilos, magnetismo en el interior del circuito, calor en la hélice y movimiento en las agujas.

Casi no es necesario decir que las acciones químicas pueden engendrar todas las demás formas de fuerza, pues bien sabido es que la inmensa mayoría de las combinaciones producen calor, y si las afinidades son intensas y las condiciones a propósito, también se produce luz. Las acciones químicas, que implican un cambio de volumen, engendran movimiento, tanto en los elementos que reaccionan, como en los cuerpos próximos; ejemplo la explosión de la pólvora en las armas de fuego. La electricidad de las pilas es debida a las acciones químicas, y por el intermedio de aquélla éstas producen también magnetismo.

Los ejemplos anteriores tomados, la mayoría, del libro de M. Grove Correlation des forces physiques, nos prueban que cada fuerza puede transformarse directa o indirectamente en las otras. En todo fenómeno, la fuerza sufre una metamorfosis: de la forma o de las formas nuevas que toma, puede resultar ya la forma precedente, ya otra cualquiera, en infinita variedad de órdenes y combinaciones. Se comprueba fácilmente que las fuerzas físicas tienen mutuas correlaciones, no sólo cualitativas, sino también cuantitativas. Después de haber probado que una forma cualquiera de fuerza puede transformarse en otra, se demuestra también que de una cantidad definida de una fuerza nacen siempre cantidades también fijas y definidas de las otras. Esta demostración es casi siempre difícil, porque comúnmente una fuerza no se transforma sólo en otra, sino en varias, cuyas proporciones relativas están determinadas por las circunstancias, que no son siempre las mismas. Con todo, en ciertos casos se han obtenido resultados positivos. Así M. Joule ha probado que la caída de 772 libras desde un pie de altura, eleva la temperatura de una libra de agua un grado Farhenheit. Los estudios de Dulong y Petit y de Neuman han demostrado que hay una relación cuantitativa entro las afinidades de los cuerpos que se combinan y el calor engendrado durante la combinación, y los de Faraday acusan que una cantidad determinada de electricidad voltaica, es siempre producida por una cantidad correlativa de acción química. En las máquinas de vapor hay una relación constante entre las cantidades de calor empleado y las de vapor producido, o más bien de tensión o fuerza elástica manifestada. Es, pues, indudable que hay relaciones cuantitativas fijas entre las varias formas de fuerza, por lo cual los físicos admite que no sólo dichas formas se metamorfosean o cambian unas en otras, sino que una cantidad determinada de cada fuerza equivale constantemente a cantidades fijas de las otras.

67. El principio que acabamos de reconocer, se manifiesta en el Cosmos, doquier y siempre. Todo cambio, todo grupo de cambios que sucede en el Universo, debe ser producido por fuerzas semejantes o diferentes a las que conocemos, y derivadas o transformadas de otras; y no sólo debemos reconocer el encadenamiento de las fuerzas actuales con las precedentes y siguientes, sino también que las cantidades de esas fuerzas son determinadas; es decir, que producen necesariamente tales o cuales resultados, limitados en cantidad.

La unificación del conocimiento, que es el fin de la Filosofía, no adelanta poco al dar toda su generalidad a la proposición contenida en el párrafo anterior. Los cambios o fenómenos, y las transformaciones de fuerzas que los acompañan, siguen doquier un movimiento regresivo, desde los movimientos estelares, hasta el curso de nuestras ideas; y si queremos comprender enteramente la gran ley de la persistencia cuantitativa de las fuerzas, en sus metamorfosis incesantes, es preciso que consideremos los diversos órdenes de cambios que se verifican en torno nuestro, a fin de averiguar de dónde nacen, y cómo se transforman las fuerzas que los producen. Cuestión tan vasta, no hay duda que sólo puede recibir una solución muy defectuosa, pues no será fácil establecer siempre la equivalencia entre las varias manifestaciones sucesivas de fuerza; lo más que conseguiremos, será establecer una relación cualitativa, y vagamente cuantitativa tan sólo en lo que implique proporción entre las causas y los efectos. Para eso examinaremos sucesivamente las diversas clases de fenómenos de que se ocupan las ciencias particulares o concretas.

68. Los antecedentes de las fuerzas desplegadas por nuestro sistema solar, pertenecen a un pasado, del que jamás podremos tener sino un conocimiento probable, y hasta ahora casi no podemos vanagloriarnos de tener uno que siquiera merezca aquel nombre. Por numerosas y fuertes que sean las razones en pro de la hipótesis nebular, no podemos ver en ella más que una hipótesis. Sin embargo, si admitimos que la materia que compone el sistema solar ha existido antes en estado difuso, basta la gravitación de sus diversas partes para producir su estado y movimientos actuales. En efecto, masas de materia cósmica precipitada, moviéndose hacia su centro común de gravedad a través del medio, en cuyo seno han sido precipitadas, producirán ineludiblemente una rotación general, cuya velocidad irá creciendo a medida que progrese la concentración. En todo lo que de esa clase de fenómenos alcanza nuestra experiencia, hay una relación cuantitativa entre los movimientos así engendrados, y las fuerzas gravitativas que los producen. Los planetas que ha formado la materia cuya distancia al centro común de gravedad era mínima, tienen también las mínimas velocidades; hecho perfectamente explicable, por la hipótesis teleológica, puesto que es una condición de equilibrio, una ley estática; mas no es esa la cuestión, entre otras razones, porque eso no basta para explicar la rotación de los planetas, con todas sus circunstancias. No hay causa final que explique la rapidez del movimiento rotatorio de Júpiter y Saturno, y la lentitud del de Mercurio; pero si, conforme a la doctrina de la transformación de las fuerzas, buscamos los antecedentes de las rotaciones planetarias, la hipótesis nebular nos sugiere una explicación, que basta en cuanto a esas relaciones cuantitativas.

En efecto, los planetas cuyo movimiento rotatorio es más rápido, son los que tienen mayores masas y órbitas; es decir, aquéllos cuyos elementos han tendido hacia su centro de gravedad desde el estado difuso, a través de espacios inmensos, y han adquirido, por lo mismo, velocidades enormes. Por el contrario, los planetas que giran con las menores velocidades, son los formados por los menores anillos nebulosos, como lo demuestran principalmente sus satélites.

Mas se dirá: ¿qué se ha hecho todo el movimiento que ha efectuado la agregación de aquella materia difusa en cuerpos sólidos? Se ha convertido en calor y luz, dice la Ciencia, y la experiencia confirma esa respuesta. Los geólogos piensan que el calor del núcleo terrestre, aún en fusión, no es sino un residuo del que antiguamente tuvo en fusión a la Tierra entera. Las superficies montuosas de la Luna y de Venus (únicas cuya proximidad permite su examen), presentan una costra arrugada como la nuestra, indudablemente debido a un enfriamiento. En fin, el Sol mismo es un ejemplo, según se cree, de la producción del calor y luz por la detención de la materia difusa que se mueve hacia su centro de gravedad, viéndose en él comprobada también la relación cuantitativa, pues siendo su masa, como se sabe, mil veces mayor que la del mayor de los planetas, es enormemente más considerable la cantidad de luz y de calor que produce la detención de su materia en movimiento, por lo cual conserva aún la radiación que nos alumbra y vivifica; al paso que los planetas, cuyas masas relativamente pequeñas han perdido ya su movimiento centrípeto, y suman una superficie radiante muy grande, respecto a su masa total, han perdido también la mayor parte del calor que tuvieron antes.

69. Buscando ahora el origen de las fuerzas que han dado a nuestro planeta su forma presente, veremos que se las puede referir al origen primordial acabado de citar; pues suponiendo formado el sistema solar según la hipótesis admitida, los cambios geológicos son resultados naturales directos o indirectos del calor debido a la condensación de la nebulosa, y que aún no ha sido gastado totalmente. Esos cambios se clasifican en ígneos y acuosos, lo cual nos permite considerarlos más cómodamente.

Los cambios más o menos periódicos que llamamos terremotos, las elevaciones y depresiones que son sus resultados, los efectos acumulados de las elevaciones y depresiones en la cuenca variable de los mares, las islas, continentes, mesetas, cordilleras y todas las formaciones que llamamos volcánicas, son consideradas por los geólogos como alteraciones de la costra terrestre por la materia aún fundida del interior. Por insostenibles que sean los detalles de la teoría de Elie de Beaumont, hay razones poderosas para admitir que, en general, las roturas y desniveles que se manifiestan a veces en la superficie terrestre son debidos a la contracción progresiva de la costra sólida sobre su núcleo enfriado y contraído. Aun suponiendo que se pueda dar una explicación más satisfactoria, lo que hasta ahora no es posible, de las erupciones volcánicas, de los levantamientos de rocas ígneas y de la formación de las cadenas de montañas, no se podría explicar, sino de aquel modo, las inmensas elevaciones y depresiones de que resultan los continentes y los mares. La conclusión general que se debe sacar es: que las fuerzas que se manifiestan en los fenómenos geológicos ígneos son resultados positivos o negativos del calor concentrado en el núcleo o interior del globo. Los fenómenos de fusión o aglutinación de depósitos sedimentarios, las aguas termales, la sublimación de los metales en las grietas donde los hallamos mineralizados, pueden ser considerados como efectos positivos del calor interior; y las rupturas de los terrenos y sus cambios de nivel son sus resultados negativos, o del enfriamiento; siendo la causa originaría o primitiva de todos esos efectos la que era en un principio, el movimiento gravitativo de la materia terrestre hacia su centro, puesto que a esa causa debemos atribuir el calor interno y la contracción de la superficie a medida que radia en el espacio.

En cuanto a los fenómenos ácueos o neptúnicos, no es tan evidente la forma en que preexistía la fuerza que los produce, Los efectos de la lluvia, de los ríos, de las olas, de los vientos, de las corrientes submarinas, no proceden aparentemente de un origen común; el análisis prueba, sin embargo, que le tienen. En efecto, si se pregunta ¿de dónde proviene la fuerza de la corriente fluviátil que lleva sus a aguas al mar? se puede responder: es la gravitación del agua en toda la extensión del espacio que recorre. ¿Y cómo se ha juntado el agua en el álveo del río? Ha caído en forma de lluvia, reuniéndose por la gravedad la de la cuenca correspondiente. ¿Y cómo la lluvia había tomado la posición de donde ha caído? El vapor, cuya condensación son las nubes, había sido acumulado y condensado por los vientos. ¿Cómo ese vapor se había formado y elevado tan alto? Por la fuerza evaporativa del calor solar, siendo exactamente la misma cantidad de fuerza gravitativa de los átomos de agua elevados por la evaporación, la que restituyen aquéllos, cayendo sucesivamente hasta el nivel de donde subieron. Resulta, pues, que las corrientes producidas por la lluvia y los ríos durante el movimiento de descenso hasta el nivel del mar, del vapor condensado, son debidas indirectamente al calor solar. La misma causa tienen los vientos que transportan dicho vapor. En efecto, las corrientes atmosféricas son resultados de las diferencias de temperatura, ya generales, como entre las regiones polares y ecuatoriales, que ocasionan los vientos alísios, ya especiales, como entre las partes de superficie terrestre que tienen distinta constitución física. Y si tal es el origen de los vientos, el mismo es, por tanto, mediatamente, de las olas que aquéllos levantan en la superficie del mar, y de todos los cambios que las olas producen, como el desgaste de las riberas, la destrucción de las rocas que se desmenuzan para formar guijarros, arena y limo, etc., etc. El mismo origen reconocen también las corrientes del Océano; las mayores, del exceso de calor que el Océano recibe del sol en las regiones tropicales, y las menores, de las diferencias locales que presenta la cantidad de calor absorbido; por tanto, al calor solar son debidas mediatamente la distribución de los sedimentos y las demás operaciones geológicas que dichas corrientes producen. El único fenómeno ácueo cuya fuerza productora tiene otro origen, es el de las mareas, que pueden atribuirse a fuerzas astronómicas no gastadas o aún en actividad. Pero, aun teniendo en cuenta el efecto de las mareas, se puede decir, no obstante, que la destrucción lenta de los continentes, la alimentación continua de los mares por las lluvias y ríos, los vientos, las olas y las corrientes oceánicas, son efectos indirectos del calor solar.

Así, las conclusiones que nos impone la teoría de la transformación de movimientos, a saber: que las fuerzas que han modelado y alterado la corteza terrestre deben haber preexistido bajo alguna otra forma, no presentan dificultades si se admite la génesis nebular, puesto que esa génesis supone ciertas fuerzas, que a la vez son capaces de producir resultados, y no pueden gastarse sin producirlos. En suma, los cambios geológicos ígneos provienen del movimiento, aún no acabado, de la materia terrestre hacia su centro de gravedad; mientras que, los fenómenos ácueos nacen del movimiento, también aún existente, de la materia solar hacia su centro de gravedad, movimiento que transformado y recibido en mínima parte por la tierra, sufre aquí nuevas transformaciones: directamente, en movimientos de las sustancias gaseosas y líquidas de la superficie terráquea; e indirectamente, en movimientos de la sustancia sólida.

70. Las fuerzas que se manifiestan en los cuerpos vivos, tanto vegetales como animales, se derivan también del calor solar, como los lectores algo familiarizados con los hechos biológicos no tendrán dificultad en admitir. Veamos primero las generalidades fisiológicas, y después veremos las que a su vez, de ellas se inducen.

La vida vegetal depende, directa o indirectamente, del calor y de la luz solares; directamente, en la inmensa mayoría de las plantas, o indirectamente, en las que, como los hongos, viven en la oscuridad y se nutren de materias orgánicas en descomposición. Toda planta debe el carbono y el hidrógeno de que consta, en su mayor parte, al ácido carbónico y al agua de la tierra y de la atmósfera; los cuales, naturalmente, han de ser descompuestos, para que su carbono e hidrógeno se asimilen a las plantas. Para efectuar esa descomposición, venciendo las grandes afinidades que unen a los elementos del agua y del ácido carbónico, se necesita una gran fuerza, y ésta es suministrada por el Sol. Cómo se efectúa esa descomposición, no lo sabemos; pero si sabemos que cuando se exponen plantas a los rayos solares, en condiciones a propósito, desprenden oxígeno, y se asimilan carbono e hidrógeno. Esa reducción cesa en la oscuridad, y cuando el calor y luz solares disminuyen considerablemente, como en Invierno; activándose, por el contrario; cuando aquéllos son muy vivos, como en Estío. Se evidencia más esa relación cuando se compara la lozana vegetación intertropical con la ya disminuida de los climas templados y con la casi nula de los glaciales. De todo lo cuales ineludible deducir que las fuerzas que suministran a las plantas los materiales de sus tejidos, sacándolos de los cuerpos inorgánicos ambientes, es decir, las fuerzas por las cuales las plantas viven y crecen, preexistían bajo la forma de calor y luz solares.

Todo el mundo sabe que la vida animal depende, mediata o inmediatamente, de la vida vegetal, y los sabios admiten, desde hace mucho tiempo, que, en general, las funciones de la vida animal son opuestas a las de la vida vegetal. Bajo el punto de vista químico, la vida vegetal es principalmente una reducción o desoxidación, y la vida animal una oxidación; debe decirse principal y no exclusivamente, porque, cuando los vegetales gastan fuerza, en el ejercicio de sus funciones, obran como aparatos de oxidación; ejemplo, la exhalación de ácido carbónico durante la noche; y los animales, en algunas de sus funciones de menor importancia, obran como aparatos de reducción. Hecha esta salvedad, el principio generales: que la planta descompone el ácido carbónico y el agua, dejando el oxígeno en libertad, y reteniendo el carbono y el hidrógeno, para elaborar con ellos, y con pequeñas cantidades de algunos otros elementos, las ramas, hojas, semillas, etc.; mientras que el animal (fitófago), consumiendo esas

hojas, ramas y semillas, y absorbiendo oxígeno en su respiración, recompone después el ácido carbónico y el agua, y los combina con otros compuestos azoados, para asimilárselos, exhalando los residuos. En la planta, la citada descomposición se verifica a expensas de las fuerzas solares, que vencen las afinidades del carbono y del hidrógeno con el oxígeno, al que están unidos; pero la recomposición que el animal efectúa, se verifica a expensas de las fuerzas puestas en libertad al combinarse aquellos elementos. Los movimientos internos y externos del animal son el reintegro, bajo nuevas formas, de la fuerza solar absorbida por la planta. En el ejemplo del párrafo anterior hemos visto que la fuerza solar empleada para elevar el agua en vapor desde la superficie del mar, es reintegrada en la caída de la lluvia, en la corriente de los ríos que la vuelven a su origen y en el transporte de las materias sólidas que las aguas acarrean; en el reino orgánico sucede una cosa enteramente análoga: las fuerzas solares que en la planta han producido entre ciertos elementos un equilibrio inestable, son restituidas en las funciones del animal que vuelven dichos elementos a un equilibrio estable.

Claro está que además de la correlación cualitativa que hemos expuesto, entro las fuerzas de esos dos grandes órdenes de actividades orgánicas, así como entre las de cada uno y las fuerzas inorgánicas, hay también una relación cuantitativa, comprobable tan sólo rudimentariamente, o a grandes rasgos. En las regiones en que el calor y luz solares son más intensos, como en la zona tórrida, la vegetación y la vida animal abundan extraordinariamente, y a medida que se avanza hacia los polos por las regiones templadas y frías, la vida animal y la vida vegetal decrecen a la par. En tesis general, los animales de todas clases son más grandes en las regiones en que la vegetación es abundante que en las que es rara, habiendo una correlación bastante aparente entre la cantidad de fuerza que cada animal gasta y la cantidad de fuerza que el alimento que consume restituye, oxidándose.

Algunos fenómenos de desarrollo orgánico muestran más directamente el último principio enunciado, tanto en los animales como en los vegetales. Ampliando una idea vertida por M. Grove en la primera edición de su obra, «la correlación de las fuerzas físicas,» a saber: que hay probablemente una conexión entre las llamadas fuerzas vitales y las fuerzas físicas en general, Mr. Carpenter ha mostrado que esa conexión se manifiesta claramente en la incubación. La transformación de los contenidos, aun no organizados, de un huevo, en un pollo, es simplemente una cuestión de calor; faltando éste, la operación no comienza; con él, en grado suficiente, la incubación empieza y continúa, parándose si baja la temperatura, y no completándose los cambios que constituyen el desarrollo o formación del pollo, si no se mantiene la temperatura próximamente constante, durante un tiempo y a un grado fijos, para cada especie. Análogamente sucede en las metamorfosis de los insectos, pues la experiencia demuestra que las evolución de la ninfa en el capullo no se verifica, y puede ser acelerada y retardada, según la temperatura ambiente. Por último, la germinación de las plantas presenta relaciones de causa a efecto, tan semejantes a las que acabamos de indicar, que nos parece inútil entrar en más detalles.

Así, pues, los diversos fenómenos que ocurren en el reino orgánico, ya en su totalidad, ya en sus dos grandes divisiones, ya, en fin, en sus individuos, concuerdan, al menos en lo que podemos hacer constar, con el principio general. Cuando podemos, como en la transformación del huevo en pollo, o de las ninfas en insecto, aislar el fenómeno de todo lo que lo complica, vemos claramente que la fuerza manifestada en la organización implica el gasto de una fuerza ya existente. Cuando no se trata, como en la crisálida o en el huevo, de una cantidad fija de materia que toma nueva forma, sino de incorporación de materia exterior, como en la germinación y en la nutrición de la planta y del animal, también se verifica el fenómeno a expensas de fuerzas preexistentes. Y cuando, por último, además de las fuerzas gastadas en los fenómenos orgánicos, queda aún fuerza, que se gasta en movimiento, como sucede en la mayoría de los animales, también ésta proviene indirectamente de fuerzas exteriores preexistentes.

71. Aun después de todo lo dicho en la primera parte de esta obra, pocas personas leerán sin alarma que las fuerzas psíquicas entran también en la misma generalización, y sin embargo es ineludible; los hechos que nos autorizan, o más bien que nos obligan a formular esa proposición, son numerosos y evidentes: he aquí los principales. Todas las impresiones que nuestros sentidos reciben están en íntima correlación con las fuerzas físicas exteriores. Así, las que llamamos presión, movimiento, sonido, luz, calor, son efectos producidos en nosotros por fuerzas que, si se empleasen de otro modo, harían pedazos o polvo pedazos de materia, producirían vibraciones en los objetos vecinos, operarían combinaciones químicas o harían cambiar de estado a cuerpos físicos. Si, pues, miramos los cambios de posición relativa, de constitución molecular o de estado físico, así producidos, como manifestaciones transformadas de las fuerzas que los producen, debemos también mirar las sensaciones que esas fuerzas producen en nosotros, como nuevas formas de esas mismas fuerzas. Y no se dudará de que la correlación de las fuerzas físicas con nuestras sensaciones, es de la misma naturaleza que la de aquéllas entre sí, notando que una y otra son, no sólo cualitativas, si que también cuantitativas. Así, masas de materia que difieren mucho de peso, según la balanza o el dinamómetro, difieren también, considerablemente, por las sensaciones de presión que nos producen. Cuando paramos cuerpos en movimiento, los esfuerzos que ejecutamos son proporcionales a los momentos de dichos cuerpos, tales como los conocemos por otros procedimientos de medida. En igualdad de condiciones, se verifica que las impresiones que nos producen cuerdas vibrantes, campanas o instrumentos de viento, varían de intensidad a la par que la fuerza que las produce. Los cuerpos que presentan temperaturas diferentes, según los termómetros, nos producen también diferentes y correlativas sensaciones de calor. Lo mismo sucede respecto a nuestras sensaciones de luz y las intensidades de éstas, medidas por los fotómetros.

Además de la correlación y equivalencia entre las fuerzas físicas exteriores y las fuerzas psíquicas engendradas por aquéllas en nosotros, bajo la forma de sensaciones, hay también una correlación y equivalencia entre las fuerzas psíquicas y las fuerzas físicas que se manifiestan bajo la forma de acciones fisiológicas. Así, las sensaciones que llamamos luz, calor, sonido, olor, gusto, presión, no desaparecen sin dejar resultados inmediatos; son generalmente seguidas de otras manifestaciones de fuerza, por ejemplo: excitación de los órganos, secretorios, contracciones musculares involuntarias o voluntarias, o de ambas clases a la vez; habiendo demostrado recientes investigaciones fisiológicas que las sensaciones todas no sólo avivan las contracciones del corazón, proporcionalmente a su intensidad, sino también las de todas las fibras musculares del aparato vascular, y a veces las de los músculos respiratorios. En efecto, la respiración se acelera, como se puede ver y oír, por las sensaciones agradables o penosas que llegan a cierta intensidad. Hasta se ha comprobado recientemente que el movimiento respiratorio se hace más frecuente cuando se pasa de la oscuridad a la luz, lo que probablemente resulta de un incremento de estimulación nerviosa provocada directa o indirectamente. Cuando la cantidad de sensación es grande, engendra movimientos o contracciones musculares. Así, una excitación insólita de los nervios del tacto, como las cosquillas, es seguida de movimientos irresistibles en los miembros; dolores intensos causan esfuerzos violentos; el estremecimiento que sucede inmediatamente a un ruido intenso, el gesto producido por algún sabor desagradable, la rápida sacudida con que retiramos la mano o el pie que hemos metido en agua demasiado caliente, son otros tantos ejemplos de la transformación de sensaciones en movimientos; siendo en estos casos, como en todos, proporcional la cantidad de acción fisiológica a la cantidad de sensación. Aun en los casos en que la fuerza de voluntad suprime los gritos y lamentos que expresan un gran dolor (supresión que es también el resultado de una contracción muscular), el apretamiento de puños, el fruncimiento de cejas, el rechinamiento de dientes, atestiguan que las acciones corporales no son entonces menos grandes, si no son tan visibles. Si en lugar de sensaciones consideramos las emociones, la correlación y la equivalencia son también patentes; de modo que no sólo las fuerzas físicas, que nos producen las sensaciones, pueden volver a su primitivo estado, bajo la forma de movimientos musculares, sino que lo propio sucede a ciertos fenómenos psíquicos que no son directamente producidos por fuerzas físicas. Las emociones poco intensas, como las sensaciones análogas, no producen sino un aumento de acción en el sistema circulatorio y tal vez en algunas glándulas. Pero si las emociones son más intensas, los músculos de la cara y quizá de todo el cuerpo se mueven. Así, un hombre presa de un acceso de ira, frunce las cejas, dilata las ventanas de la nariz, golpea el suelo con los pies; el atormentado por un vivo dolor contrae sus cejas, se retuerce los brazos; la alegría se expresa a carcajadas y saltos; el terror y la desesperación por esfuerzos violentos. Prescindiendo de ciertas excepciones aparentes, y sólo aparentes, en toda emoción hay una relación manifiesta entre su intensidad y la de la acción muscular que provoca, desde la marcha recta y alegre del regocijo, hasta los saltos de una alegría extremada, y desde la agitación de la impaciencia, hasta los movimientos semi-convulsivos que acompañan casi siempre a una gran angustia del alma. A esos diversos órdenes de pruebas hay que agregar otro, a saber: entre nuestras sensaciones y los movimientos voluntarios que son sus transformaciones hay la tensión muscular que está en correlación con ambos términos, y correlación visiblemente cuantitativa, puesto que el sentido del esfuerzo varía, a igualdad de las demás condiciones, en razón directa de la cantidad de movimiento engendrado.

Pero ¿cómo podemos incluir en la ley de correlación, la génesis de esos pensamientos y sentimientos que, en vez de seguir a impresiones externas, nacen espontáneamente? Entre la indignación causada por un insulto y los gritos o actos de violencia que la siguen, puede, sin duda, verse conexión; mas ¿de dónde vienen la multitud de ideas y de sentimientos que nacen con ese motivo? Es indudable que no son el equivalente de la sensación producida en el oído por las palabras del insulto, pues las mismas, dispuestas de otro modo, no hubieran producido aquel efecto. Puede compararse la relación que en ese caso tienen las palabras con la revolución moral que producen, a la relación que el choque del gatillo con el fulminante de un arma de fuego tiene con la explosión subsiguiente; en ambos casos la causa determinante no produce las fuerzas que se manifiestan, no hace sino ponerlas en libertad. ¿De dónde, pues, proviene esa inmensa actividad nerviosa que, a veces, desarrolla un cuchicheo, una mirada? He aquí la respuesta. Los correlativos inmediatos de esos fenómenos psíquicos y de otros muchos, no están en las fuerzas externas, sino en las internas. Las fuerzas vitales, cuya correlación con las físicas ya hemos visto, son las fuentes de donde nacen directamente esos pensamientos y sentimientos; y de ello hay, entre otras, las siguientes pruebas: Es un hecho que la actividad mental depende de la existencia de un aparato nervioso, y que hay una relación (disimulada bajo el número y complicación de las condiciones, pero que se puede seguir, siquiera sea vagamente) entre las dimensiones de ese aparato y la cantidad de acción mental medida por sus resultados. Además, dicho aparato tiene una constitución química, de la cual depende su actividad, y sobre todo hay en él un elemento, el fósforo, cuya cantidad está en íntima conexión con la de funciones desempeñadas; así que está en proporción mínima en la infancia, la vejez y el idiotismo, y en su máximum en la edad viril. Todavía más; la evolución del pensamiento y del sentimiento varían, en igualdad de las demás condiciones, con la llegada de sangre al cerebro; por una parte, el cese de la circulación cerebral, a consecuencia de pararse los movimientos del corazón, produce inmediatamente la falta de conocimiento; y por otra un exceso de circulación cerebral (mientras que no llega a producir una presión enorme) provoca una excitación que puede llegar hasta el delirio. Y no sólo la cantidad, sino también la composición de la sangre que atraviesa el sistema nervioso, influye en las manifestaciones mentales, debiendo estar aquélla suficientemente oxigenada, para que produzca efectos normales en el cerebro, como lo prueban el que en la asfixia hay supresión de ideas y de sentimientos, y por el contrario, la inspiración de protóxido de nitrógeno produce una actividad nerviosa excesiva y a veces incoercible.

A la par que esa conexión entre el desarrollo de las fuerzas mentales y la presencia de una cantidad suficiente de oxígeno en la sangre de las arterias cerebrales, hay también conexión entre dicho desarrollo y la presencia de algunos otros elementos en la sangre, pues los centros nerviosos necesitan sustancias especiales para su nutrición, como para su oxidación. Tal se nota en la exaltación que producen ciertas sustancias introducidas en la sangre, como el alcohol y los alcaloides vegetales, en el moderado regocijo que engendran el té y el café, y en los delirantes efectos de imaginación y vivísimos sentimientos de felicidad que producen el opio y el haschisht, según el testimonio de las personas que los han experimentado. Otra prueba más de que la producción de efectos mentales pende directamente de cambios químicos, es que la composición química de la orina cambia según la cantidad de trabajo cerebral; una actividad excesiva de éste, va seguida de una gran cantidad, en aquélla, de fosfatos alcalinos, sucediendo lo propio después de toda excitación nerviosa anormal. El olor particular de los locos, indicador de que hay en la transpiración productos morbosos, revela una relación entre la locura, y una composición especial de los fluidos del organismo, y ya sea considerada causa o efecto de la locura, esa composición acusa indudablemente la correlación entre las fuerzas físicas y las mentales. Notaremos, por último, que esa correlación es, en cuanto podemos seguirla, cuantitativa. Siempre que las condiciones de la acción nerviosa no varíen, hay una relación constante entre los antecedentes y los consecuentes; así, entre ciertos límites, los estimulantes nerviosos y los anestésicos producen en los pensamientos y en los sentimientos efectos proporcionados a las cantidades administradas. Inversamente, cuando los pensamientos y los sentimientos son el primer término de la relación, el grado de reacción sobre las fuerzas corporales es proporcionado a la fuerza de aquéllos; en los casos extremos, la reacción termina en una postración física completa.

Vemos, pues, que diversas clases de hechos se aúnan, para probar que la ley de la metamorfosis que reina doquier entre las fuerzas físicas, reina también entre éstas y las mentales. Las formas de lo Incognoscible, que llamamos movimiento, calor, luz, afinidad química, cte., son transformables unas en otras, y también en las formas que llamamos emoción, sensación, pensamiento, y éstas, a su vez, pueden por una transformación inversa, cambiarse en aquéllas. Ninguna idea, ningún sentimiento se manifiesta sino como resultado de una fuerza física que se gasta para producir ese resultado. Tal es el principio, que no tardará en ser una reconocida verdad científica, pudiendo sólo explicarse su no admisión por la de alguna teoría preconcebida. ¿Cómo se verifican esas metamorfosis, cómo una fuerza que existe bajo la forma de movimiento, calor, luz, etc., puede llegar a ser un fenómeno psíquico; cómo las vibraciones aéreas pueden engendrar la sensación llamada sonido, cómo las fuerzas puestas en libertad por los cambios químicos operados en el cerebro producen una emoción? Misterios son esos, insondables, pero no más que las transformaciones de las fuerzas físicas unas en otras; inaccesibles sí a la inteligencia, pero no más que la naturaleza del Espíritu y de la Materia. Son sencillamente cuestiones insolubles como todas las primarias; todo lo que podemos saber es que son leyes del mundo fenomenal.

72. Si la ley general de la transformación y equivalencia domina en las fuerzas físicas y psíquicas, debe también extenderse a las fuerzas sociales. En efecto, todo lo que sucede en las sociedades humanas es efecto de las fuerzas inorgánicas u orgánicas, o de ambos órdenes de fuerzas combinados, es resultado: o de las fuerzas físicas ambientes, sometidas o no a la dirección humana, o de las fuerzas humanas mismas. Así, pues, ningún cambio puede haber en la organización de la sociedad, en sus modos de actividad, o en los efectos que produce esa actividad en la superficie del globo, que no proceda, directa o indirectamente, de fuerzas físicas. Veamos primero la correlación entre los fenómenos sociales y los vitales.

Desde luego, las fuerzas sociales y vitales varían, en igualdad de las demás circunstancias, con la población. Sin duda, hay razas que difiriendo mucho en su aptitud para combinar sus esfuerzos, nos demuestran que las fuerzas sociales no son necesariamente proporcionales al número de individuos que las ponen en juego; pero vemos que, en ciertas condiciones, sí se verifica esa proporcionalidad.

Una sociedad poco numerosa, cualquiera que sea la superioridad de carácter de sus individuos, no puede desplegar la misma suma de acción social que una grande; la producción y la distribución de mercancías deben hacerse en una escala relativamente pequeña, no puede haber una prensa numerosa, ni una literatura fecunda, ni una grande agitación política, ni una gran producción de obras de arte y de invenciones científicas. Pero lo que demuestra mejor la correlación de las fuerzas sociales con las físicas, por el intermedio de las vitales, es la diferencia de las cantidades de actividad desplegadas por la misma sociedad, según que sus miembros dispongan de distintas cantidades de fuerza, sacadas del mundo exterior. Todos los años se ve comprobada esa diferencia, según sean buenas o malas las cosechas. Si son malas, las fábricas se cierran o reducen su trabajo considerable mente; disminuye el movimiento de viajeros y mercancías en las vías férreas y comunes; lo propio sucede a las transacciones comerciales, a las edificaciones, etc.; y si la escasez de granos llega hasta el hambre, disminuye la población, y por tanto, todas las actividades o fuerzas sociales.

Por el contrario, una recolección abundante, no habiendo, otras condiciones desfavorables, aviva las fuerzas productoras y repartidoras, y crea otras nuevas; el exceso de energía, social se manifiesta en nuevas empresas; los capitales en vía de colocación se emplean, quizá, en inventos, hasta entonces abandonados o juzgados inútiles: ábrense nuevas vías de comunicación; prodúcense más objetos de lujo y obras de arte; efectúanse más matrimonios, y la población crece, naturalmente, en mayor proporción; en fin, bajo todos conceptos se hace más extenso, más complejo y más activo el organismo social. Cuando, como sucede en las naciones civilizadas, las materias alimenticias no provienen, en su totalidad, del mismo, suelo nacional, sino que son, en parte, importadas, la alimentación tiene lugar, en esa parte, a expensas de las fuerzas físicas y vitales, empleadas en otras naciones para la recolección.

Nuestros hilanderos y tejedores de algodón son un ejemplo, bien notable de una fracción que vive a expensas de mercancías importadas. Mas aun cuando las fuerzas sociales del Lancashire sean debidas, en su mayoría, a materias no producidas por Inglaterra, no es menos cierto que esas materias representan fuerzas físicas acumuladas en otra nación, bajo formas convenientes, y luego importadas. Si se pregunta de dónde proceden esas fuerzas físicas, que por el intermedio de las vitales dan origen a las fuerzas sociales, puede asegurarse como lo hicimos antes, que del Sol. En efecto, la vida social pende de los productos animales y vegetales, y esos productos, del calor y la luz solares; resultando, que los cambios operados en las sociedades, son efectos de fuerzas que tienen el mismo, origen que las productoras de los cambios físicos y vitales. No sólo las fuerzas desplegadas por una caballería enganchada, y por su conductor, tienen el mismo primitivo origen que la catarata que se despeña y el huracán que brama, sino que a ese mismo origen pueden referirse las fuerzas inmediatas que producen las más delicadas y las más complejas manifestaciones del organismo social. Esta proposición es algo sorprendente y quizá producirá en algunos el efecto de una broma, pero es una deducción inevitable que no so puede rechazar.

Lo mismo puede decirse de las fuerzas físicas que se transforman directamente en fuerzas sociales. Las corrientes de aire y de agua, que antes del uso del vapor eran, con la fuerza muscular, los únicos agentes empleados en la industria, son, como sabemos, originados por el calor solar. Jorge Stephenson fue uno de los primeros en reconocer que la fuerza que impulsaba a su locomotora procedía del Sol. En efecto, ascendiendo eslabón por eslabón, desde el movimiento del émbolo, a la evaporación del agua; de la evaporación, al calor que la produce; de la oxidación del carbón-origen -de ese calor,- a la asimilación del carbono por las plantas fósiles que componen la hulla,- llegamos por fin a la radiación solar que produjo esa asimilación, descomponiendo el ácido carbónico de que dicho carbono formaba parte. Son, pues, fuerzas solares gastadas hace millares de años en la vegetación que cubría entonces la tierra, y sepultadas después en sus profundidades, las fuerzas que, bajo la forma de tensión del vapor de agua, mueven las innumerables máquinas de la industria moderna.

Por último, cuando la economía del trabajo manual que producen las máquinas, da un sobrante de actividad humana material, favorece, naturalmente, el desarrollo de las otras formas de nuestra actividad. Es, pues, evidente que las fuerzas sociales que están en correlación directa con las fuerzas físicas antiguamente procedentes del Sol, son un poco menos importantes que las correlativas a las fuerzas vitales recientemente nacidas del mismo origen.

73. La doctrina contenida en este capítulo hallará más de un incrédulo, si se la considera como una inducción. Muchos de los que admiten ya la transformación y equivalencia de las fuerzas físicas entre sí, dirán quizá que no hay aún bastantes investigaciones para tener el derecho de afirmar la transformación y equivalencia de aquellas fuerzas en las vitales, mentales y sociales; no verán en los hechos que hemos citado nada que demuestre decisivamente dicha correlación. Pero se puede responderles: que el principio general, del que acabamos de presentar tantos ejemplos para hacer comprender todas sus formas, es un corolario forzoso de la persistencia de la fuerza. Si se parte de la proposición de que la fuerza no puede ser creada ni anulada, las conclusiones últimamente desarrolladas se deducen naturalmente; pues toda manifestación de fuerza no puede ser concebida sino como efecto de una fuerza antecedente, ya se trate de una acción inorgánica, de un movimiento animal, de un sentimiento o de una idea, so pena de afirmar la espontaneidad de estos fenómenos. No hay término medio: o se admite que las fuerzas mentales, lo mismo que las corporales, están en correlación cuantitativa con ciertas fuerzas que se gastan para producirlas y con otras que ellas producen o suscitan, o se admite su creación y anulación. O se niega la persistencia de la fuerza, o se admito que todo efecto físico o psíquico es producto de fuerzas antecedentes y en proporción exacta a la cantidad de estas fuerzas, y puesto que la persistencia de la fuerza, como un dato que es de nuestro espíritu, no puede ser negada, tampoco debe serlo su corolario, que no se hará más evidente citando más ejemplos, pues la verdad demostrada deductivamente no necesita ser confirmada inductivamente. En efecto, cada uno de los hechos citados no es sino una consecuencia directa de la hipótesis más o menos indirecta de la persistencia de la fuerza. La prueba más exacta asequible a la experimentación, de la correlación y equivalencia de las fuerzas, es la que se funda en la medida de las fuerzas gastadas y de las fuerzas producidas. Mas, como ya hemos visto en el capítulo anterior, toda medición supone una cantidad de fuerza constante, y esa constancia no tiene otra razón o prueba que la persistencia de la fuerza, de la que es un corolario. ¿Cómo, pues, un razonamiento fundado en este corolario, podrá probar el corolario tan directo, que cuando una cantidad dada, de fuerza, cesa de existir bajo una forma, otra cantidad igual empieza a existir bajo otra u otras varias formas? Evidentemente, la verdad a priori expresada por este último corolario, no podría ser confirmada por pruebas a posteriori deducidas del primer corolario. ¿Para qué sirven entonces, se dirá, las investigaciones experimentales sobre la correlación de las fuerzas, si no puede ser mejor demostrada que lo está ya a priori? No por eso diremos que son inútiles; no, tienen su valor propio, porque descubren las consecuencias particulares que no enuncia la verdad general; porque nos enseñan qué cantidad de una clase de fuerza equivale a otra do otra clase; porque determinan las condiciones de cada transformación; y en fin, porque nos conducen a investigar bajo qué fuerza ha desaparecido la fuerza deficiente, cuando los resultados aparentes no equivalen a la causa.