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ArribaAbajoCapítulo XXXIX

Vuelta en caiq alrededor de las murallas.- Los cementerios turcos.- Cuadros patriarcales.- El traje de los hombres.- El antifaz de las mujeres.- Los soldados turcos.- Las pedradas.- Pensiles colgantes


Me faltaba dar una vuelta exterior en torno de las antiguas murallas que circunvalan a Bizancio. Eché mano de mi último recurso, el «commis voyageur» prusiano, y en su compañía tomamos un caiq de dos remos, un judío que nos guiara y bogamos hacia la Punta de las siete torres.

Nos hallamos en pleno mar de Mármara, silencioso, tranquilo y terso como un espejo o como una gran sábana de raso plomo, sobre la cual venía de tiempo en tiempo a refrescarse y a reposarse alguna gaviota. Era poco más de mediodía, hora de la completa luz y de la total ausencia de sombras, en que no hay vista, perspectiva o panorama que bien parezca. Lejos de eso; la campiña toma un aspecto de pesadez, de sequedad y aridez, arebant herbae. Un silencio uniforme y sin poesía, no como el de las horas de transición crepusculares, reina y pesa por todas partes. Ésta es la hora en que las espinas y las zarzas entre los vegetales, y los moscones y las arañas e insectos zumbadores entre los animales, parecen estar en su elemento.

Ésta es su hora; así como la media noche es la de las visiones y apariciones quiméricas; desahogos del alma humana que no puede soportar el misterio de la vida y se finge revelaciones, ya que la naturaleza se las niega, en los momentos en que las tinieblas, el frío, el silencio y desamparo le presentan de consuno el cuadro de la muerte cuya idea le agobia.

La atmósfera parece turbia a fuerza de estar radiosa y se vienen a la memoria estos versos de un traductor de los Salmos:

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«Lanzaba el sol su fuego a mediodía
sobre las tristes rocas del Calvario;
el campo estaba triste y solitario
y hoja ninguna en su árbol se movía».



Hallamos un pueblucho, entramos a un café, pedimos un par de tazas y mandamos por caballos para seguir por tierra hasta el paseo del Agua Dulce. Nos trajeron dos malos rocines que contratamos hasta por la tarde por sesenta piastras (unos treinta reales, plata de nuestra moneda). El camino y el lugar o paseo a que conduce, que ya conocen nuestros lectores, es lo más limpiamente hermoso de cuanto de oriental he visto. Los innumerables cementerios que encontrábamos estaban llenos de gente; turcos, armenios, griegos y judíos de ambos sexos, cada cual con su mejor traje, trajes vistosos, de mil colores y de rica seda en las mujeres, ofrecían el aspecto de un gran baile de fantasía. La declividad perpetúa del terreno realzaba y embellecía más y más este gran cuadro. Los mismos cementerios se hallan esparcidos aquí y acullá por faldas y lomas. ¡Quién fuera muerto en este país donde no se abandona a los muertos! Los difuntos siguen gozando desde el seno de la tierra del calor, del humo del tabaco y del aroma del café con que van a regalarlos, sin preparativos extraordinarios como en nuestro anual Todos Santos, sus hermanos los vivos, que no les llevan las frías ofrendas de la intemperie, las tristes flores; ni menos los manoseados artefactos de una industria impertinente; sino los tibios aromas, el amoroso abrigo y sabrosa atmósfera del hogar doméstico, que no nos vuelve a ser recordado a nosotros los cristianos desde el momento en que para siempre trasponemos sus dulces umbrales.


«Linquenda tellus et placens uxor».



Las familias turcas tienden sus tapetes sobre las mismas losas sepulcrales y allí se acuestan en regocijados grupos a fumar y a beber. Aun me dicen que tras de cada poste funerario (en francés cippe) hay una abertura disimulada que comunica con el fondo de la sepultura para que los suspiros por el ausente tengan franco y material camino hasta su corazón helado.

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De buena gana describiría cuanto vi y sentí ese día, si con frecuencia no me sintiera incapaz de referir lo que me impresionó en alto grado.

La pluma del escritor cae ante la suma emoción del hombre, como las herramientas del escultor antiguo cuando quería reproducir el desastre de su hijo:


«Tres veces en el duro mármol quiso
reproducir sumiso
el funesto desastre, y otras tantas
mazo y cincel cayeros a sus plantas».



La gente circulaba por los cementerios como por una plaza en día de feria. Las familias, los amigos de todo sexo y edad se agazapaban al pie de los cipreses y sobre las losas sepulcrales cubriéndolas antes con sus alfombras de Esmirna llevadas «ad hoc», y sirviendo el pilar de mármol que señala cada tumba, de respaldo a los sentados y de cabezal a los acostados. Allí toman las once, meriendan, echan la siesta, etc., porque para los orientales el paseo semanal a los cementerios es como para nosotros el anual a Amancaes; y cargan consigo todo el arsenal casero inclusive la estera o alfombra en que han de sentarse bajo un árbol o sobre un sepulcro.

Más tarde en el Agua Dulce misma vi a una mujer, griega o armenia, que andan descubiertas, lavar una especie de mondongo y tras eso sacar de no sé dónde un jabón y una jofaina, y ponerse a imitar a Pilatos como si estuviera en su casa, y el paseo fuera un pueblo. En Oriente a cada paso se ven a lo vivo las escenas primitivas de que todo hombre instruido tiene idea por la Biblia, la Ilíada y otras obras clásicas. En el Cairo, Damasco, Beirut, Esmirna, Constantinopla, donde quiera y cuando menos piense, el viajero se hallará de manos a boca con una familia agrupada bajo un árbol desde la abuela hasta el niño de pecho, conversando dulcemente, bebiendo, fumando, comiendo, y bajo todos aspectos en posición tan original para el europeo, y tan bien colocados bajo el punto de vista artístico, que parece, o que se han acomodado así estudiosamente, o de acuerdo con algún artista oculto para servirle de modelo. Todas estas animadas escenas se realizan sin ruido, como una pantomima, que   —371→   es lo que más asombra en Oriente al extranjero acostumbrado a esa cocora de las calles de París, Londres y Viena, sobre todo, sin que se quede atrás nuestra Lima que merece una patente muy especial con los maullidos, aullidos, rebuznos y graznidos de sus infinitos pregoneros de «porquerías», que nos dan a toda hora una ópera de burros al aire libre. Los turcos se visten casi como los europeos serios: siempre de negro; pero con la levita abotonada derecha sin solapas, y con el cuello alzado; un gorro colorado con una espesa borla azul y botines de Preville a que parecen muy aficionados.

La combinación de colores y géneros no puede ser más feliz; así es que todos ellos parecen buenos mozos, andando con tal desembarazo, que se diría los romanos o los ingleses de Oriente. Las mujeres turcas se velan la cara de la siguiente manera; cúbrense la cabeza con una blanca y trasparente gasa que baja hasta las cejas; y se acomodan otra a manera de barboquejo bajo las narices, llevando sus extremidades a lo largo de las mejillas hasta lo alto de la cabeza.

Bajo esta especie de yelmo antiguo, no de metal, quedan completamente descubiertos ojos y narices y una tez de un blanco mate como que nunca le da el sol. La boca y la barba suelen verse muy bien por la trasparencia de la gasa, cuando se pasa cerca de ellas. Lo que se descubre de barba es una barbita rudimentaria atajada en su desarrollo por la constante presión del barboquejo, como sucede con el desproporcionado e infantil pie de las chinas. Estas barbitas de mono o fuyant en arriére como con intraducible propiedad dicen los franceses, llaman mucho la atención en las fisonomías turcas femeninas.

El antifaz de las mujeres difiere en todos los pueblos de Oriente. Las diferencias en el resto del traje son menos notables.

Los cementerios estaban animadísimos, y de trecho en trecho, se danzaba y se «musicaba». El «mukra» dueño de los caballos nos seguía a pie como de costumbre, y también el judío, aunque ya lo habíamos despachado por innecesario. De repente unos soldados turcos tirados por el suelo sobre la yerba, como todo el mundo, se lanzan a la carrera por donde nosotros íbamos desfilando por entre floridos, pintorescos y «alegres» cementerios, y se apoderan del «mukra» sin que el judío se detenga ni haga caso. Volvimos la cara   —372→   y vimos al infeliz que se debatía entre los soldados. Sorprendime y sin darme cuenta de la irrupción seguí andando en pos de mi compañero y seguido del judío cuya indiferencia era probablemente hija del miedo porque todos ellos son tan tímidos como nuestros chinos. Repetidas veces miré hacia atrás, y en una de ellas una piedra que no podía venir de otra parte que del grupo de soldados, me pasó zumbando por encima del hombro. Era la segunda vez que me veía objeto de semejante hostilidad. En la primera íbamos atravesando el Hipódromo diez y seis viajeros o por lo menos visitantes de las curiosidades de Constantinopla: de improviso una muchachita con la ceguedad y vehemencia del fanatismo se precipita entre nosotros que marchábamos en columna cerrada; se escurre por entre nuestras piernas precisamente por delante de mí, y sin volver la cara ni dejar de correr nos tiró su piedra huyendo como los Partos.

Nuestro «mukra» volvió al fin sano y salvo sin que por sus explicaciones pudiéramos comprender que era lo que había pasado; aunque nos dio a entender que se había tratado de un salteo, lo que quiere decir que los custodios del orden público por esos países merodean también por su cuenta.

Atravesamos el pueblo de Eyoub, y al salir de él nos hallamos en un nuevo paseo digna continuación del que atrás dejábamos. Se abría a ambos lados del camino sobre unas lomas cubiertas de cipreses y de tumbas.

Las mujeres sentadas al canto sobre la carretera, en la verde hierba, vestidas de diversos colores, inclinadas a un lado u otro, algunas con el pie sin más que la media de badana amarilla colgando sobre el camino polvoroso parecían aquellas flores silvestres que tapizan algunos sitios elevados; y aglomerándose en desorden, se columpian sobre el camino y el transeúnte a manera de pensiles colgantes.

Terminamos nuestra excursión en el paseo de Agua Dulce, siendo la presente una de mis últimas excursiones en Constantinopla, porque a los pocos días cerraba mi vuelta por el Levante zarpando para Atenas, en donde lleno de ardor por la antigüedad clásica griega, debía permanecer más tiempo que en cualquiera otra de las ciudades de Oriente.



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ArribaAbajoCapítulo XL

De Constantinopla al Pireo.- El Acrópolis de Atenas.- El griego moderno.- Calles y pregones.- El traje nacional.- Monedas.- El teatro.- Las mujeres


El 14 de mayo de 1862, a las seis de la tarde, zarpaba yo de Constantinopla con dirección al Pireo. Había pasado unos veinte días en la antigua Bizancio, y antes dos en Esmirna, algunas horas en las islas de Chipre y Rodas, y finalmente ocho días en Damasco.

Hallábame a bordo de uno de los vapores de la compañía francesa de las «Messageries Imperiales», que es la que hace (o la que hacía) con otra línea austriaca llamada del Lloyd, el servicio del Mediterráneo.

El nombre del vapor que me conducía era el «Simois», que en buen castellano equivaldría al «Simoente», célebre río clásico de la Troada, en cuyas orillas deploraba no haber sucumbido «militarmente», el piadoso Eneas, cuando conjurados contra él los elementos, veía sus naves próximas a zozobrar, según nos lo refiere el cantor de la Eneida.

El mar estaba hecho una balsa de aceite por la cual resbalaba bonitamente nuestra embarcación; ¡nos hacía mejor tiempo que a Eneas!

Vi de nuevo Metellín, capital de la isla de Lesbos, y conocida en lo antiguo con el nombre Mitilene, patria de Safo y otros poetas machos; y vi asimismo o más bien pasé por delante de la isla de Ténedos, que como la precedente, queda descrita en capítulos anteriores.

Más tarde dejamos a nuestra izquierda la isla de Quío, patria... pero si voy a ir enumerando cuya patria es cada isla del archipiélago griego, y cada lugar del continente, no acabaré nunca y ofenderé la ilustración de mis lectores.

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Basta saber que en la Grecia moderna es imposible dar un tropezón, sin suscitar un recuerdo, de gran hombre o de gran hecho.

A media noche, bajo los rayos de una hermosa luna y siempre con mar bonancible, desfilamos por el Canal de Oro, con la isla de Audros a un lado, y Negroponto al otro. Por último, al amanecer del dieciséis fondeábamos en el clásico Pireo, y acto continuo saltaba yo a tierra, ávido por pisar y temeroso de que se me escapara ese suelo, a cuyo estudio venía preparado con dos años de estudios clásicos en París.

Tomé un coche de cuatro asientos, de los muchos que por allí había apostados, y al cual vehículo dan los griegos modernos el nombre de «amaxa».

El que me tocaba era desgraciadamente un cochero cerrado o cubierto, y así no pude admirar bien a mis anchas el famoso Acrópolis de Atenas que se presenta a la vista apenas se sale del puerto. Acrópolis quiere decir «ciudad elevada», y desde el tiempo de los Pelasgos, raza originaria del Asia y una de las que primero ocuparon el suelo llamado más tarde de los Helenos, hubo costumbre de dotar a cada ciudad con una ciudadela, construida en el lugar más escarpado e inaccesible, a cuyo alrededor se fabricaba igualmente el templo de la Divinidad tutelar o patrona, que en su santuario guardaba el tesoro nacional. La misma población solía extenderse por las faldas del cerro, sin orden alguno. En la ciudadela de Atenas estaba el Partenón, en honor de la Virgen (Parthenos) Minerva o Atenea.

Ponga o imagine mi lector peruano unas grandiosas ruinas de mármol blanco sobre el Morro de Chorrillos, y tendrá una idea bastante exacta de Atenas y su topografía, seca y polvorosa, y barrida frecuentemente por fastidiosos ventarrones; y perdóneme si el deseo de ser comprendido con más claridad, me hace ahora y después recurrir a símiles nacionales, que algunos hallarán chocarreros y chabacanos, tratándose de un mundo clásico.

El camino entre el Pireo y Atenas no es tan feo ni tan árido como me habían hecho creer algunas relaciones de viajeros. Por todas partes se extienden llanuras de trigo, y al borde del camino surgen álamos, olivos y morales, que al llegar a cierto sitio, hasta parecen darse una cita y componen una regular alameda.

Dejando a mi derecha el moderno Conservatorio Astronómico   —375→   (ya en la entrada de Atenas) y a mi izquierda el antiguo Templo de Teseo, admirablemente bien conservado, no obstante los veinte siglos muy largos que pesan sobre él, y contorneando la falda del peñascoso Acrópolis, desde la cual divisaba otras antigüedades, como el Arco de Adriano y el Templo de Júpiter Olímpico, entré en la capital de Grecia, poblada entonces por unos treinta mil habitantes y regida por el bárbaro rey Othon.

No había cuartos vacantes en el hotel de los «extranjeros», situado junto al palacio real, frente a la Escuela Francesa, y uno de los afamados de Atenas, por lo que me dirigí al Hotel de la Corona, «Xenodogíu tu stégmalos». Advertiré una vez por todas, que al trascribir a caracteres latinos palabras del griego moderno, no buscaré precisamente las letras que corresponden desde tiempo antiguo, sino las que mejor reproduzcan su sonido para nosotros. Así, por ejemplo, la palabra «xenodogíu», se escribe con «x», no solo al principio, sino al fin; mas como la segunda suena como nuestra «g», la represento por esta letra. El verbo «érjomai», se escribe con la letra que los latinos traducían por «ch», como se ve en «chronos», (jronos) que significa tiempo y yo la reemplazo con nuestra «jota», que es el sonido que suelen darle los griegos modernos, como se ve en «Jristo (christo)» y otras palabras en que entra la referida letra griega. El diptongo «ai», suena como «e»; «ei» y «oi», como «i»,y «ou», como «u». Las combinaciones que dan el sonido de «i» en el actual alfabeto griego, son muchas. Además de los dos diptongos citados, suenan así la letra «eta» (que hoy es «ita») el «upsilon» (o ypsilon, como que de él salió nuestra «y» griega) y la misma «iota», que es la «i» latina.

Los europeos pueden pronunciar del modo que gusten el griego clásico, yo, desde que oí a los griegos modernos, me adherí enteramente a su pronunciación, creyendo que ellos tienen más derecho que cualesquiera otros a legislar sobre esta materia.

Al mismo «ypsilon» le dan en ciertos casos el sonido de «f», como se ve en la palabra «eftis»12 y que significa «inmediatamente», equivaliendo al «tout de suite» de los franceses y al «súbito» de los italianos.

El Hotel de la Corona se acababa de estrenar, por lo que aún no tenía la fama del de los extranjeros, y hallábase situado en la   —376→   Plaza del Pueblo. Al frente, de él comienza una de las principales calles de la ciudad; la de «Eolo» (odos Eolu), que va en línea recta a morir al pie mismo del Acrópolis formando antes una intersección o crucero con la de Hermes (Mercurio) que es otra calle principal. Hay asimismo una que lleva el nombre de «Byron» (odos Vironos) tan amado y tan popular aquí como en Venecia y otras ciudades de Italia; o cuando es aborrecido Edmond About, por su libro La Grece Contemporaine. Estas calles, como la mayor parte de la moderna Atenas, se asemejan bastante, o al menos más que las de cualquiera otra ciudad de Europa, a las de Lima, en su rectitud, latitud, aceras y edificios poco elevados.

Lo que más llamaba mi atención en los primeros momentos era los gritos de los pregoneros, causándome asombro, y pareciéndome un sueño, ver hablado y por tan humildes bocas, un idioma que se ha reputado un mito, y por el cual nos han hecho concebir en las universidades un respeto religioso, y hasta una especie de fanatismo.

«Órnitha, órnitha» gritaba desgañitándose el vendedor de gallinas. He aquí, pensaba yo para mí, la etimología o poco menos, de «ornitología» «Kryo nero» agua fresca, chillaba otro. Lo que es aquí, el clásico «hydor» se ha convertido en «neró»; pero ya hallaremos la explicación en «nereida», y en el mismo adjetivo «neros», que en griego antiguo significa «húmedo»; y veremos que por «fas» o «nefas», el helenista halla siempre alguna relación entre el griego de hoy y el de marras.

¡Glyká portugalla! (naranjas dulces) «¡Kérasi Kalo!» (las buenas cerezas) llegaban hasta mi oído, recordándome los radicales clásicos conservados en «glycosis» y en las innumerables palabras que empiezan por «kalo».

En cuanto a «portugalla», es uno de los mil neologismos que las necesidades modernas o el comercio han introducido en el griego. Acaso las naranjas procedan o se crean procedentes en Atenas, de Portugal. Las de las islas Azores son muy estimadas en Londres. Por la misma razón de procedencia se llama en París «un Panamá», a un sombrero de Jipijapa o de Guayaquil.

No menos agrado me producían las palabras y frases sueltas de las conversaciones familiares. «Oriste» (mande usted, decía el uno),   —377→   «érxome» (ya voy), repetía el otro; «kalá», está bien, «istokaló», (eis to kaló) adiós, etc.

Atenas parece una ciudad recién estrenada, recién abierta al público, y como que todo tuviera un carácter provisional, desde el idioma que se habla, hasta el traje nacional llamado «patikari», que es un verdadero vestido de fantasía. En los niños o adolescentes es bonito, y recuerda a los «meninos» de las antiguas cortes españolas y portuguesa; mas no en los hombres ya rígidos y duros, y aquijotados, y mucho menos en los que son del tipo de Sancho Panza, porque entonces las carnes parecen rebalsar y derramarse por el ajustado justillo, así como los enjutos parecen angelones de procesión.

Este traje se compone de unas blancas enaguas, que perfectamente ceñidas a la cintura, bajan en innumerables pliegues y con gracioso vuelo no más que hasta la rodilla; de un chaleco o justillo rojo o morado, lleno de grecas; un ancho ceñidor de seda de colores vivos, al cual suelen ir colgadas las pistolas en el campo; un gorro color grana con borla azul, y unas polainas que hacen juego con el justillo y que recuerdan el calificativo de Homero en la Ilíada: «efmenides Achaion», los «Aqueos bien empolainados». Este traje de bailarina, y que a veces aun parece delatar un corsé, no puede menos de asentar muy mal a hombres que, como el rey Othon, por ejemplo, habrían sido llamados en la Ilíada, «anchos de cintura».

El sol que entonces abrasaba, obligaba a algunos «palikaris» transeúntes por las calles de Atenas, a llevar un enorme, faldudo y prosaico sombrero de paja amarilla de Florencia, sobre este tan elegante traje, y en sustitución del gorro colorado. Vestidos así parecían esos maniquíes de ropería a los que se viste de piezas heterogéneas, como que el objeto es lucirlas o exponerlas, y no armar bien al muñeco.

¿Hasta qué hora dura la prueba de que estos hombres hablen griego? me preguntaba yo, pues semejante al portugués de la décima, no podía concebir que un idioma que en otras partes se llega a viejo y, lo entiende uno mal (que hablarlo es imposible) lo «parlara aquí un muchacho», y el más zafio, y el más intonso. Mientras tanto, y sin entenderlo todavía gran cosa, me deleitaba oyéndolo. Con el griego me sucedía lo que con el italiano; hallábalo tan «humano»,   —378→   que aun sin entenderlo me agradaba; o más bien que aun me hacía la ilusión de entenderlo; al revés del alemán, que aun entendido me desesperaba. Grecia no contaba con ningún ferrocarril cuando yo lo visité; y en cuanto al alumbrado del gas, se estrenó durante mi permanencia, en una noche del mes de mayo de 1862, llenando de regocijo a los atenienses.

Igualmente andaban muy escasos de moneda nacional, o mejor dicho, no poseían otra cosa que el centavo de cobre llamado «leptá», y del que habla con profusión. La moneda de plata que corre con el nombre de «dracma», y que hace las veces del franco o de la lira italiana, o de la peseta nuestra, se compone con las primeras monedas extranjeras que vienen a mano. El peso, conocido con el nombre de «Thálari», es unas veces mexicano, y otras el «corbatón» de Bolivia de a seis reales o peso feble.

¡Cuál sería mi enternecimiento al hallarme, después de largos meses en que perdido por los pueblos del Oriente no había sabido nada de América, al hallarme repito, con la familiar efigie de Bolívar, tirada sobre el mostrador de un heleno! Mi primer idea fue robarme la moneda; pero después supe y vi que ese artículo era corriente en Atenas, moneda corriente.

El teatro es malo y sucio, y después de haber permanecido un rato en él, me salí fastidiado de la ruidosa concurrencia. El programa de la función decía, O Maniothis (El Maniático, furioso o loco) y su protagonista era nada menos que el Cardenio que figura en Don Quijote; así que en el reparto detrás de Kardenio venían «Leonora, Bartolomeos, padre de Markella, Phernandos y un negro».

El almanaque de los griegos no es enteramente conforme con el nuestro, y así la función de esa noche, que era la del 18 de mayo, estaba anunciada para el 6. Por esto los griegos siempre que escriben para europeos, ponen dos fechas, la suya y la que deducen.

Ya he dado una ligera idea del traje nacional en los hombres, veamos ahora el de las mujeres. Lo único que diferencia a las de Atenas del bello sexo de otros países, es un gorrito colorado que llevan en la cabeza, y que con el peso de la borla azul se rinde a un lado, y el cual lejos de agraciarlas hace resaltar más su ausencia de gracias. Puede que también en este terreno el peor enemigo de la Grecia sea su pasado. Llena la imaginación de las Helenas, las   —379→   Andrómacas, las Penélopes, las Náusicas y las Venus, tales como las describen los Homero y los Fidias, es natural que se descontente al no hallar en las bonachonas hijas de la actual Atenas, el refinado idealismo que expresan aquellos tipos. Un adminículo como el gorrito de que hablo, está pidiendo a gritos una carita mona, picaresca, vivaracha, despercudida, y no una cara pesada y chata, con grandes ojos saltones que se quedan atónitos ante las miradas significativas de los extranjeros. El gorrito-mueca con su respectiva borla, no cumple pues las promesas picarescas, retrecheras y maliciosas que parece encerrar. Dos meses pasé en Atenas: dyo minas is tas Athinas para hablar griego, y no sólo no me parecieron bellas las mujeres, sino que ni siquiera les concedí ese atractivo, ese imán secreto que compensa la fealdad, ese poderoso gancho o garabato que trastorna mucho más que la gélida hermosura.


Nada más bello que mujer concibo,
ni que cual su hermosura me enajene;
y, sin embargo, lo mejor que tiene
no es su hermosura, sino su atractivo.



El único tipo de griega verdaderamente hechicero y que estaba bien con el gorrito, era el de la señorita Grivas, una de las camareras más queridas de la Reina.



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ArribaAbajoCapítulo XLI

La isla de Egina.- El Templo de Júpiter Panhelenio.- El Lycabeto.- El teatro de Baco.- Curiosidad de los griegos.- Campiña de Atenas.- Tardes Atenienses.- La colina de Museo.- El Estadio.- El Pnyx


Muy pocos días llevaba en Atenas, unos dos o tres, cuando tuve ocasión de ir a visitar la isla de Egina, que se encuentra al frente del Pireo.

Las cuatro de la mañana serían cuando el mozo del hotel, que estaba recién llegado de la isla de Cerigo (él pronunciaba Chérigo) su patria, y que respondía al pintoresco nombre de Teodortis, golpeaba a mi puerta como un verdadero animalitis, esto es, a coces y a patadas. Aunque interrumpido mi sueño de un modo tan poco urbano, salté de la cama alegre y gozoso: tenía veinte años, y aún si ustedes quieren dos más, que dos años más no alteran sensiblemente el carácter, como no muda del todo la temperatura porque se anden unas pocas millas. Estaba pues, en esa feliz edad en que cada mocoso cree firmemente que va a arreglar el mundo, y que éste espera con la mayor ansiedad su advenimiento de ese importante mancebo, que va a realizar él solo lo que a nadie se le ha ocurrido en los sesenta siglos que hacen que transitan hombres por este valle de lágrimas e ilusiones.

Pero pronto se llega al término del círculo vicioso, y se ve con doloroso asombro, que hace seis mil años, sino más, la humanidad recorre el mismo camino y vicisitudes; y que esfuerzos, pujos y conatos de todas las juventudes pasadas y presentes, que el progreso todo no es más que una triste rotación, en la que el que parece más reciente y atrevido impulso, viene a encadenarse con otro anterior, que ya existía, y cuya existencia olvidaban o desconocían la ignorancia o la vanidad.

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«Quien de su vida recoger pudiera
las necedades de la edad primera,
y cuando en el sepulcro se acomoda,
las necedades de su vida toda».



Levánteme pues «ufano, alegre, altivo, enamorado» como dice Hurtado de Mendoza o Mira de Améscua describiendo al pajarillo, y pintando, sin quererlo, a la Juventud de todos los tiempos.

La idea de que al fin iba a sentir fresco; al fresco de toda madrugada, en medio del bochorno que nos traía enervados, me cautivaba. Y fresco hacía en efecto, y hasta frescor y frescura y casi casi me pesó no haber salido más abrigado, por el vehemente deseo y aun necesidad que experimentaba de enfriar un poco mi piel enardecida. Llegamos al Pireo; mi compañero era un erudito y caballeresco conde alemán, llamado Von... no sé cuantos, pues la preposición nobiliaria es facilísima de pronunciar en todo apellido germánico; no así el título o nombre, en el cual está el busilis. Con este motivo, es decir, con motivo de la erudición y caballerosidad, aconsejaré a mis lectores que cuando viajen, tomen siempre por compañeros a alemanes o ingleses. De mis compañeros franceses, aunque tuve muchos muy amables, sólo uno me cuadró, y hasta me apasionó, el señor don Eugenio Young, mi compañero en las excursiones de Pompeya, y el cual era entonces redactor o corresponsal del «Journal des Débats», y después estuvo al frente de la «Revue des Cours Litteraires» que se publicaba en París. En la tarjeta de mi nuevo compañero se leía: «Ván Affelen van Oorde», lo que parecía delatar un apellido holandés.

Nos dirigimos para embarcarnos en un bote, al baño de las mujeres, fronterizo al de los hombres; mas como apenas eran las cinco de la mañana, no había por allí ninguna alma, ni con forro femenino, ni aun con masculino. Cuatro horas después o sea a las nueve, como que íbamos a paso de bote, por más que éste se llamara pomposamente, Orais el Hermoso, fondeamos en la isla de Egina en una playita solitaria, elegantemente arqueada por la mano de Dios, y formando la más diminuta ensenada que puede imaginarse. Se llama Hagia Marina, Santa Marina. No menos de tres cuartos de hora se necesitan para subir la cuesta y llegar a la cima de un cerro alto,   —382→   escarpado, pedregoso y salvaje como todos los de esta parte de la Grecia o Ática, y sobre el cual se eleva, majestuoso aún, el templo dedicado a Minerva, según algunos, y según los más, a Júpiter Panhelenio, es decir, de todos los helenos, agradecidos al Padre del día o Diespiter, por haberlos salvado de una gran calamidad de hambre universal.

La subida toda es más o menos quebrada y propia para destrozar el más duro calzado. En el fondo de cada barranco se veían surgir arbustos silvestres, tortuosos, compactos, contrahechos, y como atormentados por la naturaleza del lugar. Sólo subsiste del templo, la fachada, y un pedazo de cada ala con su respectivo arquitrabe, la cornisa ausente. Las figuras que adornaban el frontón han ido a enriquecer el Museo de Munich, según sabía yo y me confirmó mi anticuario compañero. El templo es de orden dórico, como todos aquellos que se dedicaban a alguna divinidad austera o de excelsa jerarquía, y el único que he visto de piedra gris, pues todos son de mármol. Esto lo hace más adusto, más imponente, y más en armonía con la severidad del sitio. El orden dórico es el que más me agrada entre todos los órdenes arquitectónicos; tiene cierta desolación, cierta inmensidad que halaga, como el mar, como el cielo y como el horizonte. Algunas columnas aparecían carcomidas tal cual si fueran de madera o fierro. Unas eran monolíticas o de una sola pieza; otras se componían de aquellos trozos redondos, idénticos a una rueda de molino, y que los franceses llaman tambores, los cuales van unidos entre sí por abrazaderas de fierro, que sólo se descubren al desbaratar las columnas.

Las primeras columnas, en número como de veintidós, estaban todas en buen estado, salvo la carcoma y una que otra rajadura; las segundas, rotas a mano en la coyuntura de los tambores, quizá para extraer la llave de fierro de que he hablado, y de que tal vez necesitó un habitante de ese país paupérrimo (toda la Grecia) en el cual suelen cambiarse huevos y otros comestibles por puñados de clavos y de fierro viejo. En todo el camino desierto sólo hallamos un viviente, un viejo veterano, fundador acaso de la independencia helénica, en que tanta parte tomó Lord Byron, y el cual era el guardián de esa ruinas de las que salió como evocado al sentirnos llegar.

Después de enseñarnos el templo, para lo cual bastaba la luz   —383→   del día que por todas partes lo bañaba, nos mostró en las inmediaciones su propio tugurio; que era una choza hecha de ramas de árboles y piedras. ¿Si sabrá este solitario Robinson, pensaba yo para mí, que hay un lugar en el orbe llamado Perú?

Antes de dejar la isla y vueltos a nuestro bote, tomé un baño de mar, doblemente agradable porque me hallaba en el seno de la naturaleza, en un mar libre de estacas y sogas, de divisiones de madera, de departamentos de bañistas, de algazara, etc. Por cierto que no estábamos en Dieppe ni en Chorrillos. Fui a concluir de vestirme dentro del bote mismo, temeroso de que el sol me sorbiera como un huevo si continuaba en la roca pelada en que me había instalado. Aquí contrajo la enfermedad que en breves horas se lo llevó al sepulcro, el sabio francés Lenormat. Cerca de Atenas se ve el modesto túmulo de otro sabio, alemán, Müller, que pereció de una insolación. Este había sostenido en Europa la no divinidad de Febo Apolo (el sol) y para comprobarlo se vino a Grecia; y el Dios airado le fulminó uno de esos rayos de que habla Homero en los primeros versos de la Ilíada, y lo clavó, para probarle su divinidad.

Yo más afortunado, bendecía la bondad de los elementos cuando están buenos. El uno me había hospedado pacíficamente en su seno, y el baño fue como de tina; y posteriormente prestaba a mi embarcación un asiento inmóvil. El otro, el viento, no encrespaba las olas, ni nos ponía en riesgo de zozobrar; y soplaba lo suficiente, y con bastante tibieza, hecho un favonio, para orear el pañuelo que me había servido de sábana; y finalmente el mismo sol no llevaba trazas de dispararme ningún rayo mortífero.

La brisa nos fue más favorable y constante que a la ida; y el Oreas, cuyo patrón se deshacía en su elogio, singlaba bonitamente por el agua, y en tres horas menos cuarto llegamos al Pireo. Mis paseos vespertinos y matutinos por las inmediaciones de Atenas eran bastante variados.

Unas veces subía al Licabeto, el más puntiagudo, empinado y curioso de cuantos cerros circundan a Athinas, que es como la llaman los griegos modernos. Parece un peñasco marítimo, y en su misma punta se eleva una capillita dedicada a San Jorge, en la cual solía detenerme a descansar.

Los griegos son muy amigos de coronar las alturas con capillas   —384→   y monasterios. Otras veces me dirigía a las considerables ruinas del Teatro de Baco, que desenterraban entonces al pie del Acrópolis. Este era el paseo favorito de la ciudad. Allí se encontraba por las tardes una concurrencia muy variada, de mujeres, hombres, niños, gentes de tono, aldeanos y extranjeros. Uno de mis compañeros solía ser don Jacobo Bermúdez de Castro, llegado a Atenas en esos días como cónsul de España. Era un hombre bueno, filantrópico, y muy versado en lenguas antiguas y modernas, aunque muy excéntrico y siempre malhumorado. Se expresaba con acritud de España y de su literatura, sin que se le escapara ni el Quijote ni su propio hermano el célebre poeta don Salvador.

Al pasarme su tarjeta y sabiendo que yo era peruano, me dijo: mi nombre le será a usted conocido, y continuó:

-Yo conocí en Bruselas a un paisano de usted muy miserable, un señor don Mariano Eduardo Rivero; me hizo trabajar en una obra suya (Antigüedades peruanas) y no me dio ni un ejemplar.

Los hijos del país seguían los progresos de la excavación del teatro de Baco con un interés laudable, y era conmovedor ver cuanto se preocupaban con todo lo que tenía relación con lo que ellos creen firmemente y a pie juntillas sus antepasados, Mercurio, Dios de las especulaciones y el comercio, es el único griego clásico que aún parece respirar por ese suelo. Los concurrentes al teatro de Baco se agazapaban ante cada nuevo sillón de mármol, hecho de una sola pieza, que salía a luz, para desentrañarle la inscripción si es que la tenía; y vanamente porque el griego antiguo es incomprensible hoy para las clases no cultas.

El deseo de instruirse que casi todos los viajeros han observado en los griegos modernos, es realmente notable, y se manifiesta hasta en los dragomanes. Un día disputaban dos de ellos y el landord del hotel en mi presencia, sobre la palabra tiempo en griego. El uno decía que era chronos, y el otro que kairos y entre la primera y la segunda hay la misma diferencia que entre times y weather en inglés, el primero es el tiempo, el segundo la temperatura.

Discutían asimismo los mencionados individuos, sobre el nombre de ciertos signos celestes, y recordaban que el arco iris era el uranon taxon (arco celeste), y la vía láctea, odos galakta (que literalmente significa lo mismo).

  —385→  

El landord que se llamaba Jorge Papadsópulos, apellidos que significa hijo de babuchas, porque nuestro hombre descendía de zapatero, me preguntaba otra vez «¿qué cosa era perouain?» y gruñía como un marrano queriendo decir peruvien, peruano. Eso de Perú, continuaba, ¿no está por ahí por Burdeos? Yo he leído peruana en alguna monedas, pero no me explico.

Otro día contemplaba yo en una tienda un grupo en biscuit, que representaba a un Sátiro y una Ninfa. Está cansada de luchar probablemente, yacía como desmayada en la rodilla del seductor, que tenía la otra puesta en tierra.

Estaba admirando la expresión eminentemente lasciva del caprípedo, cuando se me acercó un palikari y me arrojó por encima del hombro un diluvio de preguntas acerca del grupo en cuestión.

-Mitología -le dije yo por salir de él.

-¡Ah! del tiempo de los helenos, katha lambano (comprendo) -exclamó, y se fue satisfecho. Pero la campiña de Atenas está lejos de ser una campiña. Toda ella tiene algo de Licabetoso; está erizada por doquiera de guijarros y asperezas, como si Deucalión y Pirra acabaran de pasar por allí en su ingrata tarea de repoblar el orbe. La tierra no presenta el agradable color o tinte amarillo de los suelos vegetales, ese aspecto especial que tanto halaga después de una larga travesía, o de un viaje por arenales, es decir, después de lo incoloro e inhumano.

El suelo es aquí blanquizco y polvoroso, y aunque por varias partes han plantado hileras de graciosos arbolitos dentro de la misma ciudad, parecidos a nuestros molles, y que según creo son pimenteros, la tierra conserva siempre en la superficie su aspecto de aridez y esterilidad, y parece soportar a más no poder el árbol que se le ha confiado. Creo que si la vigilancia de los jardineros de Atenas se adormeciera por algunos días, nos quedaríamos sin verde para siempre, cual si esta verdura fuera la de un teatro, o la de una feria, cuya duración es precaria. La inhumanidad del terreno, por el cual parece que nunca hubiera transitado un ser humano, todo, como he dicho, es Lycabetoso, recordando la etimología de esta palabra, que si no me engaño es lycos, lobos: el suelo ateniense huele a lobos.

En cambio, y a pesar de todo, las tardes, las puestas de sol son espléndidas y compensan de sobra la pesadez y el bochorno de los   —386→   días. El verano es ardiente, seco, polvoroso, y con frecuentes ventarrones.

Como la población está encajonada entre cerros, hay que trepar a alguno de ellos (a cualquiera de esas célebres colinas, en todas las cuales se han impreso las huellas del pueblo más ilustre de la tierra, cuyo recuerdo durará lo que dure el mundo) para gozar de la belleza que el panorama ofrece a tales horas. El espectáculo del crepúsculo en esa ciudad, no me recordaba ninguno de los que yo había admirado en otras regiones más privilegiadas por la naturaleza. Era una belleza austera, silenciosa y desmantelada, el cadáver grandioso, la tétrica sombra de lo que fue. No se ven por cierto llanuras floridas, vegetación sin límites, arroyos que serpean, poblaciones acumuladas en la distancia; ni respiraremos un ambiente cargado de hálitos humanos, ni sentiremos resonar sobre nosotros un éter henchido de la vocinglería de cien ciudades... manufactureras y carboníferas. Los cipreses y cúpulas de Constantinopla, las palmeras y minaretes de Egipto, los graciosos y enanos pinos de Nápoles, que guarnecen y limitan las lejanas cumbres, han desaparecido detrás del viajero, procedente de esos lugares, como la estela de las naves que hasta allí lo han llevado.

Cerros pelados (el Parnés, el Himeto, el Pentélico) y montañas erizadas de rocas, es todo lo que a la vista se ofrece. Las esquinas de los rebaños y los balidos de las ovejas resuenan débilmente y a corta distancia; más lejos los ladridos de los perros y los mugidos de las vacadas; voces apagadas como el crepúsculo; pero entre esos vagos rumores, entre esa media luz se interpone el eco de la voz de Demóstenes, y la sombra de su gran figura, que parece agitarse con la majestad de la distancia, sobre esa cumbre llamada hasta hoy la tribuna de los oradores. Los sonidos y el colorido que faltan al paisaje, están en el corazón y la imaginación del espectador.

A veces distinguía voces humanas inmediatas a mí, y al volver la cara, veía hombres que conversaban en alguna cima fronteriza, bastante apartada. El aire no ha perdido esa sutileza clásica, esa transparencia que le reconocía la antigüedad, merced a la cual desde el cabo Suniuni, avanzado promontorio del Ática y distante como sesenta millas de Atenas, se distinguía la punta del lanzón de la Minerva de Fidias, colocada en el Partenón.

El horizonte, en las tardes de que hablo, se reviste de sus más   —387→   escogidos colores, y Salamina, Egina y demás islas e islotes esparcidos en el antiguo Egeo, aparecen con tintes oscuros o violáceos, conforme los envuelve la sombra o la luz. No pocas escenas patriarcales o poco menos, admiraba en esas circunstancias. Los raros paseantes que alcanzaban a pasar delante de mí, y que solían pertenecer a las clases más modestas, se quitaban el sombrero y me daban las buenas tardes, Kalisperas, Kyrie; (buenas tardes, señor). Otras veces era el pastor de un rebaño inmediato, vestido poco menos que de pieles, que venía a sentarse a mi lado, después de un saludo digno de los tiempos de Teócrito, y a acompañarme en mi contemplación.

Por esos alrededores hallaba constantemente todas las tardes, constantemente solo y constantemente acompañado de unos perrillos, a un taciturno palikari, a quien no parecía faltar nada, sino era el buen humor.

Este hombre había tomado en mis meditaciones el nombre de Timón, pues creía hallarle los rasgos del antiguo misántropo de Atenas de ese nombre, cuyo tipo nos han conservado Plutarco, Luciano y otros escritores, y que ha servido de protagonista a un drama de Shakespeare.

Una tarde en fin, me paseaba por el camino de Falera, que está a la espalda del Acrópolis, cuando vi a un rústico que con su alforja al hombro y seguido de una muchachita, habíase detenido en el camino y conversaba con otro de la ciudad, reproduciendo con bastante gracia uno de esos encuentros de pastores con que suelen empezar algunas bucólicas de Virgilio, como la que dice: «¿A dónde vas, oh Meris?». Mis dos hombres concluyeron de conversar, o de negociar, y al separarse, el del campo llevó la mano a la alforja y puso en el pañuelo del otro no sé qué objeto. Yo los miraba atentamente, y al pasar junto a mí el de la alforja, sin más ni más me alargó cuatro peras en la palma de la mano diciéndome: «Oriste, Kyrie», sírvase usted señor. Viendo que yo vacilaba, y que llevaba la mano al bolsillo, insistió en su oriste Kyrie, me las dejó al fin y siguió muy satisfecho.

Como se ve, los griegos son bastante sencillos, y tan fraternales, que entre ellos dos desconocidos no se llaman ¡eh, lá bas! ¡eh, l'homme! como en Francia, sino ¡adelphe! que es el vocativo de hermano, en moderno y en antiguo.

Uno de mis puntos de vista favoritos era la colina llamada de   —388→   Museo, cuyo nombre es de una antigüedad casi fabulosa. Anteriores a Homero, y unos trece o catorce siglos antes de Jesucristo, existieron los poetas Lino, Orfeo y Museo (éste discípulo de aquél). Museo según Pausanias, cantaba sus versos en esa colina, y en ella fue enterrado cuando murió de pura vejez, como debía sucederle más tarde a la mayor parte de los longevos poetas y filósofos griegos. Todo lo que queda del famoso Museo es la colina de su nombre, pues aun el poemita de Hero y Leandro que se le atribuye, delata bien en sus neologismos que es posterior, no sólo al discípulo de Orfeo, sino al mismo Homero.

Mis otros dos puntos de vista predilectos eran la cornisa del Partenón y las colinas que forman el antiguo Estadio. Al primer punto se sube por una escalera de caracol, de época veneciana que está a la izquierda de la entrada, y al segundo me dirigí con el fin de abrazar el panorama bajo un punto de vista enteramente distinto.

La escalera de caracol a que me he referido, y una torre de ladrillos igualmente veneciana, son el lunar del Partenón, y la segunda lo afea y aun lo tapa desde cualquiera parte que se mire, aun desde el Pireo. Esta maldita torre fue mi pesadilla mientras estuve en Atenas, porque no podía echar los ojos al Acrópolis sin tropezar con ella.

El Estadio era la arena destinada a los famosos ejercicios corporales que con el nombre de Juegos, se celebraban en toda la Grecia, y especialmente en Olimpia, y que traían asimismo certámenes y concursos de toda especie, en los que los filósofos, poetas, artistas, etc., exhibían o recitaban sus obras. El de Atenas servía exclusivamente para la carrera de a pie y para la lucha. Fue construido 350 años antes de Jesucristo, y reconstruido en la era cristiana por Herodes Ático.

Del Estadio salían las célebres procesiones conocidas con el nombre de Panaleneas, que se dirigían al pueblo de Eléusis a celebrar los Misterios o ceremonias religiosas en honor de Ceres. Dichas procesiones llevaban el nombre de Teorías.

La obra de mano en el Estadio, como en la mayor parte de los anfiteatros antiguos, se reducía a excavar una escalinata continua en la falda de los cerros encargados de delinear la planta del edificio.

El Estadio parece una sala natural, formada por la naturaleza. Al   —389→   fondo y hacia la izquierda de este salón, descúbrese una especie de caverna muy larga y muy alta, a manera de túnel o socavón, que perfora la colina por ese lado de parte a parte, y al salir de la cual se encuentra uno a campo raso. Se supone que por allí penetraban los enjaezados caballos y ricos carros que debían formar el cortejo de las Panateneas; o que era la salida de los atletas vencidos.

El Pnyx es otra de las colinas célebres de Atenas. Allí se verificaban las asambleas, y aún existe la tribuna, labrada en la roca, desde la cual los oradores dominaban al pueblo con la palabra.

Los gritos del cárabo y otras aves vespertinas entre ellas la lechuza, el ave tradicional de Atenas y la constante compañera de Minerva, se oyen repetidas veces en esos desolados ámbitos, y componen un cuadro original.

Momentáneamente distraído con los recuerdos del pasado, volvía yo pronto en mí, y al retirarme a casa repetía siempre:


En vano al Pnyx acudo y al Museo,
y al Lycabeto y al antiguo Estadio,
cuando a la patria, en mis ensueños veo,
ay ¡sólo entonces de placer irradio!





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ArribaAbajoCapítulo XLII

Vegetación de Atenas.- El áloe.- Los cafés al aire libre.- El Iliso.- El templo de Júpiter Olímpico


No obstante lo que llevo dicho de la aridez de Atenas, de lo escabroso áspero y lleno de zarzas y pajas de este suelo, llamado ya por el mismo Homero pedregoso, cascajoso y la árida Atenas por Píndaro, no obstante esto, no le faltan sus gracias y partes risueñas que algo pueden justificar las bellísimas descripciones que de las márgenes de Iliso hace Platón en uno de sus diálogos.

Estas contradicciones de la historia prueban que el suelo de Grecia ha pasado por vicisitudes y mudado de fases debido no a conmociones volcánicas como en otras partes, sino a conmociones sociales. Una de las primeras consecuencias de la guerra era la tala, ejercida principalmente en los olivares y viñedos que aún hoy mismo son característicos del Ática.

La historia cita con respeto a un griego (no recuerdo ahora ni su nombre, ni su jerarquía, ni hacen muy al caso) que repobló los campos de laureles, de esos laureles llamados en Andalucía adelfas, y en Grecia dafní, y que tan comunes son hasta el presente en esta última parte.

La esterilidad de Atenas no es pues absoluta, los olivos cabetes irguiéndose sobre alfombras de viñedos de reluciente verdor; los granados con sus botones colorados; los dafní con sus flores color de sangre aguada y sus venenosas propiedades; los plátanos monstruosos que surgen en algunos lugares, como lo veremos más tarde y las higueras en fin, antiguas compañeras del hombre, agracian el panorama y consuelan la vista de trecho en trecho.

También es frecuente en la ciudad el álamo, que los griegos llaman lefkd, blanco, como en otras partes se le califican de plateado.

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El aloe era para mí el árbol del triunfo y de la transfiguración. Nada más poético y simbólico que el modo como se desarrolla esta planta de hojas cónicas y cartilaginosas. De un haz de ellas, carnosas, traposas que yacen como revueltas por el suelo, se levantan dos del centro, reuniéndose lo mismo que dos manos que se elevan juntas implorando. Estas dos hojas guías se abrazan por completo y acaban por convertirse en un tallo o tronco, que despunta a bastante altura, redondo y esbelto abriendo sus ramas en la cima a manera de abanico. Las ramas se extienden horizontalmente y terminan con la configuración de unas manos presentando sus palmas, como si llevaran algo en triunfo. Las hojas que han servido de cuna al árbol, permanecen a su pie volteadas, rebujadas. Diríase una bailarina de teatro, que habiendo soltado de repente a sus plantas algún pesado disfraz nigromántico o carnavalesco se ofrece a las miradas atónitas en toda su ágil esbeltez.

Parece la radiosa transfiguración del Señor, y aun las hojas de que he hablado, caídas en desorden unas sobre otras en el suelo, como que recuerdan el estupor en que debían yacer por tierra los guardianes del Santo Sepulcro cuando veían subir a los cielos al transfigurado Señor.

No faltará quién se ría del símil precedente, y aún quién arguya que son desórdenes de la imaginación; y sin embargo, una de las veces en que me hallaba extasiado como de costumbre al frente de uno de esos aloes, se me acercó un palikari que traía en la mano una pasionaria. Inmediatamente se me ocurrió preguntarle, si también en la lengua de los helenos tenía esa flor el nombre histórico que en otras muchas.

El griego me contestó que se llamaba «I pathus tú gristú» (la pasión de Cristo).

Bien, pues, si tantos pueblos han concurrido en ver todos los emblemas de la pasión de Cristo en esa flor ¿por qué no me sería dado a mí figurarme en el aloe la escena de la transfiguración?

Como la ciudad de Atenas no es grande, por cualquiera calle se sale al campo y a las clásicas ruinas y a los pintorescos cafecitos situados en las inmediaciones, y aun en medio mismo de algunas de aquéllas.

Aquí, como en todo el Oriente, nada hay más sencillo que establecer   —392→   o más bien que improvisar un café. Se traen unas cuantas sillas y mesas al lugar donde va a verificarse alguna ceremonia y se reparten por las rocas, bajo los árboles como dé el terreno, y al aire libre.

Una mala ramada o cobertizo de sencillez homérica construida a toda prisa cobija a los que preparan el café, que los concurrentes saborean a cielo raso.

Gran parte de mi vida, al menos de mi vida vespertina, y nocturna se pasó en los cafés, y es justo que les consigne descripciones y recuerdos.

Casi al fin de la calle de Eolo e inmediata a la «Torre de los vientos», se encuentra a mano derecha una plazoletita, en cuyo centro surge una pequeña fuente de mármol redonda, sombreada por un par de enormes sauces llorones.

Antes de pasar adelante advertiré que la Torre de los vientos es una de las muchas reliquias de la antigua Atenas que ha venido a verse y a quedarse empotrada, y como cautiva en la moderna.

Semejante a la Giralda de Sevilla y otros monumentos análogos, el edificio en cuestión señalaba el viento reinante con una veleta o giraldilla de que estaba coronado, y la cual por medio de un mecanismo, reproducía sus movimientos dentro de la torre con una aguja o manecilla.

En cada una de las ocho caras exteriores de la octógena torre hay esculpida una figura tendida volando que personifica, con los posibles atributos a uno de los vientos, cuyo nombre lleva escrito al lado en griego.

Allí el viento norte (Bóreas), el del oeste Céfiro y también favonio, el del sudoeste Lips en griego, africus en latín, sirocco, en italiano y en español ábrego; el Noto, el Euro, etc.

En la plazoleta cuya descripción dejé suspensa, se ven diseminadas las mesitas de madera que constituyen el café, situado al aire libre (hipetro o bajo el éter para hablar eruditamente), como casi todos los de Levante.

En Damasco hay uno sobre el río Baradá, tan al ras del agua; que ésta parece correr por entre las piernas de los concurrentes sentados en taburetes muy bajos.

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El de la calle de Eolo era uno de los más pintorescos de Atenas y siempre estaba muy concurrido, principalmente de hombres del pueblo cuyas costumbres, de las más democráticas, iba yo a observar con interés.

Traíanme el café y un vaso. Puesto el primero en la mesa, el mozo tomaba el segundo e iba a llenarlo a la fuente, porque parecía de rigor que el parroquiano bebiera agua, y que ésta fuera la del uso común.

De improviso algún palikari, de las mesas inmediatas, que tenía sed y no vaso, se acercaba a la mía, echaba mano del mío me tiraba a los pies como sobrada, el agua que no habían tocado mis labios, iba a la fuente, bebía, servía a sus compañeros volvía a mi mesa, y dejando el vaso en su sitio, se retiraba sin siquiera echarme una mirada.

Semejante acción en París habría provocado ipso facto, cambio de tarjetas esto es, notificación y aceptación de desafío.

El café de la Bella Grecia está situado dentro de la misma ciudad y bajo techo y no presenta ningún interés. Allí sólo iba yo por el buen abastecimiento de periódicos extranjeros en los días de vapor.

Los mozos me servían... periódicos, y creo que nunca me preguntaron si tomaba algo. Esta desentendencia o poco anhelo por vender me chocaba en todos los establecimientos de Atenas, y nunca pude explicarme si provenía de noble desprendimiento, o de indolencia y pereza.

Una turba de jóvenes ociosos y al parecer ignorantes, y unos viejos que pululaban en el café en esos días, se disputaban y arrebataban los diarios con tal avidez, que parecía que la patria, la familia, que la mitad de la vida e intereses de los Helenos se hallaban en Europa.

Entre el Templo de Júpiter Olímpico (lo que de él queda) y el antiguo Estadio, ya enteramente en el campo, había otro cafecito delicioso por su situación. Ocupaba el centro de un jardín bastante grande donde se hallaba oculto como un nido, entre higueras y otros árboles de espeso follaje, juncos, cañas, rosales y toda clase de flores. Este cafecito, disimulado y escondido, comunicaba con la calzada que pasaba por delante por medio de un puentecito de madera al   —394→   gusto suizo, tendido sobre el seco Iliso a quien no queda más que el nombre como a las viejas octogenarias que se llaman Laura o Elvira.

Platón en su Fedro habla del mullido césped que cubría las márgenes del Iliso, y del plátano que las sombreaba; pero


Ce doux siecle n'est plus!



La testera o respaldo de ese romántico cafecito, y su segunda entrada al mismo tiempo, era un monte, que encadenándose con otros va a formar poco más allá el solitario anfiteatro del Estadio.

Desgraciadamente un lugar tan agradable se halla más concurrido de moscas que de parleras aves, y no de moscas bobas, sino de aquellas cuasi tábanos, que hacen una cruda guerra.

El Templo de Júpiter Olímpico, es decir, las trece o diez y seis soberbias columnas que de él subsisten, se elevan lo mismo que el Templo de Teseo, en una bellísima explanada, sobresaliendo en toda su majestad y aislada de todo empotramiento vulgar, de toda fea vecindad moderna, porque aun el cafecito hipetro establecido entre ellas hace resaltar más su belleza produciendo en el ánimo una mezcla agradable de impresiones opuestas.

Muchas dudas y disputas ha habido acerca del fundador y de la época de este templo: lo único que consta es, que no fue concluido sino por el Emperador Adriano en el siglo II de la era cristiana; y como, su fundación data probablemente del siglo VI antes de Cristo, época de Pisístrato, tirano de Atenas, resulta que en su construcción se emplearon como 750 años.

Al hacerse cargo de la obra Adriano, iba gastada una enorme suma.

Nada más grato en las tardes, que sentarse a tomar café recostado en una de esas amarillentas y ennegrecidas columnas, que con los siglos han tomado el color de las pipas que los franceses llaman culotées color entre dorado y tostado.

Una de las columnas yace acostada por tierra, en toda su longitud, y sin que le falte nada, desde la base hasta el capitel. Los tambores que la componían desunidos y caídos sesgadamente unos tras otros a   —395→   manera de escamas, presentan el aspecto de un naipe tirado negligentemente sobre un tapete después del juego.

Los muchachos y aun las personas de más estatura, que por travesear o curiosear se metían entre ellos desaparecían del todo lo que dará idea del enorme grosor de esas columnas cuya altura pasa de 20 metros.

Algunos de los tambores tendidos por el suelo a manera de barajas como he dicho, conservan todavía las abrasaderas de fierro que los unían entre sí, esperando que algún piadoso heleno, venga a llevárselas a su casa.

Las mesitas de humilde pino, sillas, y bancos del café se extienden en gran número por la explanada, colocadas muchas de ellas entre las mismas columnas o al pie lo que, por comparación da a éstas un grandor desmesurado pareciendo microscópicos los individuos y los objetos diseminados por su base; mayormente cuando se les divisa a la luz del poniente, bajando uno del acrópolis u otra altura inmediata.

Trece columnas se mantienen todavía reunidas por su arquitrabe y formas dos hileras o sea una galería. A pocos pasos vense otras tres aisladas, una tendida en el suelo y dos en pie.

En la punta de estas dos últimas se nota con extrañeza, una especie de garita de centinela anacrónica, hecha de ladrillos y mezcla, cuyo objeto no se comprende. Dice la tradición que allí hacía penitencia un anacoreta imitador de San Simeón Estilista, el cual efectivamente se llamó así por haber vivido encaramado en una columna, que en griego tiene por nombre stylos.

Éste era mi paseo favorito por las tardes en que el aire vetusto de las ruinas contrastaba lindamente con los lucidos carruajes y elegantes señoras, que allí se ostentaban con sus variados trajes y adornos, como flores momentáneas de esas ruinas desnudas de toda vegetación.

Recostado a una de las columnas me complacía yo en levantar los ojos a los destrozados arquitrabes y cornisas, que desde allí me parecían a una altura inmensurable, y a los que prestaban cierta animación los chirridos y revoloteos de las garrulas golondrinas.

  —396→  

Al caer la noche, empotraban en el suelo y encendían de trecho en trecho unas antorchas, las mismas del Cairo en las noches del Ramadán, que es la cuaresma de los egipcios.

Los árabes dan a esas antorchas el nombre de meshal. Es una armazón de fierro, como si dijéramos la de un farol sin vidrios, que se pone en la punta de una estaca, llenándola para que arda de fajina resinosa, que viene a ser el aceite o combustible de esas lámparas aéreas.

Y así, bien podrían decir los griegos que no hacen más que perpetuar las antiguas procesiones de las lámparas (Lampad forias) en honor de Minerva, Vulcano y Prometeo, atento a que aquélla suministró el aceite, dando el olivo, éste inventó el artefacto, y el último trajo el fuego que había robado al cielo.

En las citadas procesiones celebrábanse además carreras de teas, Lampadidromía, en las que había de llegarse a la meta sin que aquellas se extinguieran. Un juez colocado en una torre inmediata dejaba caer una antorcha encendida, y ésta era la señal de partir.

La luz rojiza de las antorchas en las noches que describo, flameaba en el aire como una cabellera de fuego y humo y dejando unas columnas en la sombra, iba a dar de lleno en los negruzcos perfiles de las otras, produciendo un efecto pintoresco que recordaba esos cuadros al óleo en que se representa un conciliábulo de conjurados.

Las columnas delanteras eran las primeras en bañarse en la luz hasta que venía una bocanada de viento, oscilaba la flama, y las columnas de otras, que permanecían en una profunda oscuridad, avanzaban a su vez por decirlo así, a brillar y a resplandecer. Todas iban tomando su parte en el banquete de la luz, para volver después al seno de las tinieblas. Los vaivenes y oscilaciones de las antorchas, producidos por la inconstancia del viento, mudaban a cada paso la perspectiva de las columnas.

¡Qué bien se presentaba a mis ojos las vueltas de la rueda de la fortuna! ¡Con qué claridad me parecía ver a la humanidad echando sucesivamente pie adelante, pie atrás, según las circunstancias, los sucesos y las épocas!

  —397→  

Una generación reemplazando a otra, una clase afortunada dejando súbitamente de serlo para que la sustituya la inmediata.



Una generación que está de punta,
y otra que yace horizontal difunta.



Cual me aflige, me alegra la fortuna,
que anda su rueda en incesante giro,
y al que hoy de pie sobre la cumbre miro,
veré mañana que en el polvo ayuna.

Al que el mal en la plaza no importuna,
atormenta quizás en su retiro;
no hay señor que a su carro el doble tiro,
del bien privado y público reúna.

Enfermo, solo, combatido y pobre,
la pompa universal contempló fuerte,
que alternando lo dulce y lo salobre.
Reveses de fortuna y de la suerte,
y fieros guadañazos de la muerte,
hacen que el equilibrio se recobre.



No venían mal estas reflexiones en las ruinas del monumento de Pisístrato. Lo que sí venía algo mal eran los gritos de «Ena kafé glyka» (un café con azúcar, pues en todo el oriente se toma sin ella). «¡Dyo Kafedes!» (café para dos) con que los descendientes de Pisístrato y Pericles me arrancaba a mis filosóficas, dulces y profundas reflexiones.

Una banda de música tocaba por intervalos trozos escogidos de ópera aunque prolongando demasiado los entreactos.

La animación solía durar hasta muy tarde; y el espectáculo, la música, los chirridos de las golondrinas, la masa imponente de las antiquísimas columnas, todo derramaba en mi alma una embriagadora melancolía.



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ArribaAbajoCapítulo XLIII

Eléusis.- Los coches de Atenas.- Los griegos en viaje.- La fiesta de la Ascensión del Señor en Kaisariani.- El Templo de Teseo


Acompañado de un joven irlandés salí una mañana a visitar al célebre y místico pueblo de Eléusis, llamado hoy por los griegos modernos Lefsina.

Habíamos tomado un buen coche amaxa, de esos que tanto abundan en Atenas, y que en esa época estaban en constante movimiento hacia el Pireo, como que aún no había ferrocarril.

Mi compañero regresaba de la India donde había estado al servicio de su gobierno. Era muy franco, alegre, ruidoso como un niño un tanto extravagante y tenía la antigüedad en la punta de las uñas. Cuando se viaja por Grecia o Italia la primera condición en el compañero es que sea instruido.

El camino es agradable, en la primera parte recrean la vista alternativamente los viñedos y olivares. No tardamos de llegar a un montecito en forma de pan de azúcar, coronado según la costumbre greco-moderna, de una capillita rodeada de algunos árboles y dedicada a Hagios Elías, San Elías.

Contorneando la falda izquierda de este montículo nos internamos en el célebre y clásico desfiladero sagrado de las Panateneas, formado por los montes Ícaro y Coridalo.

Ceres tenía un templo en Eléusis, en el mismo sitio en que, conforme a la tradición, se sentó a descansar un día cuando recorría el orbe en busca de su hija Proserpina, que le había sido robada por el rey de los infiernos.

Después de media hora de camino, echamos pie a tierra delante del convento de Dafni, pintorescamente situado en el fondo mismo de esta salvaje cañada. En el atrio de la iglesia tropezamos con algunos fragmentos de columnas antiguas.

  —399→  

Subimos a la torre para gozar de la vista; penetramos a la iglesia en la que vimos dos sarcófagos de granito sobre uno de los cuales habían puesto por capricho una calavera, y vimos finalmente varios mosaicos bizantinos, más o menos bien conservados.

Continuando nuestro camino con toda tranquilidad, sin que vinieran a asaltarnos enjambres de mendigos, como en las cercanías de Nápoles o como en las poblaciones de Castilla y la Mancha en España, cada vez que sale la diligencia.

Por lo demás y sin saber yo mismo por qué, mi peregrinación por el desfiladero me recordaba la de Bayas y Miceno en el golfo de Nápoles.

Antes de salir del desfiladero encontramos a nuestra derecha, un peñasco escarpado acribillado de innumerables y pequeños nichos abiertos en la roca viva. Era un altar o santuario consagrado a Venus Filé, donde los gentiles venían a depositar sus presentallas.

A pocos pasos desembarcamos en la dilatada bahía de Eléusis que veníamos divisando rato hacía, y nos hallamos ante un mar sereno que presentaba la forma y la dulce inmovilidad de un lago, el de Agnano, por ejemplo, en las inmediaciones de Nápoles.

Doblamos a la derecha y costeamos el mar largo rato antes de llegar a Eléusis. El camino de la izquierda conduce a Scarmanga, pequeño convento que se divisa a lo lejos sobre una cima escarpada. Tras él vienen las islas y las montañas continentales que forman la vasta ensenada de Eléusis.

La belleza del paisaje era poética y austera formando contraste, el verdor de las viñas, el azul subido del mar, y los cerros grises que se dibujaban al fondo de todo. El menor síntoma de vida, no acariciaba esos lugares. Nos hallábamos en pleno pasado. Algunos helenistas fanáticos dicen que en Grecia, y aún en todo el Oriente, sólo debe vivirse del pasado, porque el presente es desconsolador. Si yo fuera griego y llegara a ver en un trance apurado a alguno de los europeos, que son los más, que van a Grecia imbuidos de tales ideas, le diría con sorna:


¿El presente no enviasteis a la porra?
¡Pues pedidle al pasado que os socorra!



Y lo dejaría perecer en brazos del pasado. El mar convidaba   —400→   a bañarse y los verificamos desnudándonos a la sombra de un puente de un ojo sobre un cauce seco. Era el Cefiso Eleusino, que por entonces no corría.

Continuando poco después nuestro camino, descubrimos a un lado sobre una especie de montecillo, enormes trozos de mármol, restos de algún monumento, entre los que el más notable era un sarcófago boca abajo con una inscripción griega casi borrada que parecía decir algo por este estilo: Straton isidoron, etc. A un lado y otro yacían dos enormes trozos de mármol con guirnaldas esculpidas.

A la entrada de Eléusis o Lefsina, que es un pueblo triste y muerto nos apeamos delante de la capilla de San Zacarías, que surge en el centro mismo de un cúmulo de escombros de mármol. La misma capilla ha sido convertida en museo, donde se ha depositado lo selecto de los fragmentos circunvecinos como algunos altares, estatuas, etc.

Más lejos y al pie del Acrópolis de Eléusis, vese otro montón de escombros más considerable todavía, y entre ellos, un gran medallón de mármol con la escultura de un busto de guerrero romano al que falta la cabeza. Al fondo se extiende una plataforma igualmente de mármol, y asiento quizás de algún vestíbulo o Propilea.

Todas estas ruinas y algunas más que nos mostraron como las de un templo de Ceres, son indescifrables e incomprensibles para un simple viajero, que no tiene por qué ser arqueólogo.

Nos dirigimos a almorzar a una sucia taberna del pueblo, desmantelada, desprovista y en donde sólo se oía el zumbido de un enjambre de moscas, y los bostezos de los holgazanes parroquianos.

Todo el almuerzo que allí pudimos obtener fueron unos huevos duros que, devoramos bajo la indolente mirada de los concurrentes, gente desarrapada y medio salvaje.

Los griegos modernos, como lo batí notado casi todos los viajeros, en medio de su rudeza y desaliño, muestran siempre un vehemente deseo de aprender y de instruirse, que los honra mucho. Sucede con ellos lo que con los descendientes de los grandes hombres, que por muy a menos que vengan, siempre conservan uno que otro rasgo de grandeza que acredita cuyos descendientes son.

El nieto de un gran señor suele manifestar un carácter liberal, aun en medio de la indigencia; el del gran literato aún siendo intonso,   —401→   guarda siempre un amor instintivo o cuando menos respeto por los libros y los hombres de letras, etc.

Uno de los cotidianos de la taberna nos hacía mil preguntas. Desde luego sacó uno de esos lapiceros de Perry y nos pidió que le explicáramos el mecanismo, la inscripción y que le dijéramos si el metal que forma la boquilla era de oro; algo desconcertado quedó nuestro auditorio cuando le dijimos que eso en Londres o París no valía más de medio franco o chelín.

Entre el grupo se encontraba una inteligencia superior, un hombre que había corrido tierras, la gloria de la aldea. El cual naturalmente ostentaba una fisonomía más animada, aire más suelto, y mejores modales y conversación aunque su tipo era el de un soldado.

Este nos explicaba cuando las monedas antiguas que algunos aldeanos traían a vendernos eran de un óbolo, de dos óbolos, etc.

Más tarde me preguntó la patria de mi compañero, y al contestarle yo: inglés, me observó que esto no bastaba pues podía ser de Escocia, de Irlanda (pronunciaba a la griega), como para probarme que no le era extraña aun la remota geografía. Como mi compañero traía uno de esos extravagantes sombreros de ligero corcho inventados poco menos que especialmente para la India, y que parecen una media sandía o aljofaina volteada, el curioso griego me preguntó si mi compañero no era un papás (sacerdote).

Un esbelto adolescente, natural de Maratón, preguntó en esto si Ispania y Portugalia no eran una misma cosa.

-No -le dije-, pero son países contiguos.

-Sí, eso es -contestó, como quien recapacita, añadiendo luego-, «Galia inc apano» (Francia queda arriba, al norte).

Me preguntaron mi profesión: ¿tegnifis? (artista), ¿didaskalos? (profesor), y cuando llegó la cuestión patria, y les dije peruvianós, se quedaron boquiabiertos.

Paseándome después por una de las desiertas calles del pueblo me entretenía con hacer guiñadas a algunas mujeres más que por emprender su conquista, por divertirme con ellas, pues su aspecto arisco y zahareño y su rarísimo traje nacional (local) provocaban la risa.

Las eleusinas comenzaban por mirarme con aire atostado, hasta que dejando comprender lo que sin embargo, yo no intentaba, se alejaban,   —402→   no a lo Dido en los infiernos, llenas de majestad sino a lo hienas salvajes gruñendo, palpitando y echando miradas oblicuas.

Pasó en esto una vieja muy bien vestida; y como quien dice: ¡Felices! le envié un Kalá, que, es el «Felices de por allí». La vieja echó a correr, aunque al parecer muy complacida y repitiendo igualmente Kalá, fue a caer en los brazos de una amiga que la contemplaba al frente, hilando algodón en la puerta de su casa.

¡Tanto gusto y tanto susto causó a la vieja el creerse perseguida por un seductor!

Una chiquilla que veía todo esto se echó a reír de muy buena gana, y lo que es más, con cierta inteligencia. ¡Oh inteligencia sin la cual no habría inteligencia entre los humanos!, exclamé; y me reí con la muchachita para cerciorarme de su malicia y de que me había entendido. Volvió a reírse, y siguió apurando las manifestaciones de su inteligencia a medida de que yo la estimulaba; hasta que no pudiendo ya dudar de que también había inteligencia en Eléusis, le alargué dos leptas por su pequeño gasto intelectual.

Más tarde me detuve a la puerta de una casa o más bien de un cuarto en cuyo fondo se veía a una mujer sentada en el suelo dando de comer a unos niños y comiendo ella misma. Fascinado por la belleza de sus facciones y la nobleza y dulzura de su aspecto, la miraba atentamente sin que ella me hiciera el menor caso, no obstante la larga sombra que mi estatura proyectaba en el suelo de la habitación.

Algo desconcertado arriesgué un Kalimera (buenos días) con apariencias bonachonas, aunque con intenciones Mefistofélicas Kalá contestó ella con una entonación extrañísima que me heló hasta la médula, y se restableció el silencio.

Recordando entonces yo que por la peana se adora al santo, dijo acariciándolo a uno de los muchachos que se me había acercado: ¿Pos onomazis? ¿cómo te llamas? siempre a lo Mefistófeles.

Levantose entonces la matrona, et verapatuitincesa dea; y descubrió una diosa en el andar. Y dirigiéndose a mí con soberbio talante... me arrimó un portazo tan enérgico, que si no ando listo me desbarata las narices.

¡Cáspita! me dije: ¡qué cerril había sido la castidad por estas tierras!

  —403→  

En cuando al Dagoberto de la taberna en que habíamos almorzado, nos hablaba de Herodoto, Tucídides, y hasta de Voltaire, con el mayor desparpajo; finalmente nos despedimos de él y dimos la vuelta a Atenas.

El alquiler de un carruaje en Atenas es bastante módico y los cocheros, con el fustancillo blanco y el gorro colorado del traje nacional que ya he descrito están lo más del tiempo en pie en sus pescantes, listos al menor indicio de un transeúnte para correr a ponerse a su disposición, y recordando en su actitud a los automedontes de los bajos relieves.

El movimiento con el Pireo, entonces que no había ferrocarril, era incesante, y el precio del carruaje, unos cuatro dracmas. El Pireo se compone de algunas casas modernas sin ningún interés y está situado en medio de un suelo árido.

También habían ómnibus que pasaban el día yendo y viniendo, y aún cocheros que partían tan pronto como reunían cuatro pasajeros a dracma por cabeza, convirtiéndose así en ómnibus de cuatro asientos.

Los gritos constantes de los cocheros eran Kató (para abajo) cuando ofrecían llevar al Pireo, y apano (para arriba) cuando estaban en el puerto.

No pocas veces acuñaban en el coche cinco y hasta seis personas, y tres en el pescante en cuyo caso el automedonte homérico iba en pie; hasta que lo rendía el cansancio y entonces se acomodaba muy suavemente en las rodillas de los que detrás venían, que soportaban con la mayor resignación, sea por virtud, sea por indolencia.

La distancia entre Atenas y el Pireo, es como de Lima al Callao. Llegado el coche u ómnibus a la mitad del camino o sea La Legua, se detenía en un parador o venta.

Los griegos echaban pie a tierra con una flema y un cansancio, que parecían traer varias jornadas a cuestas, y prepararse a otras tantas. Mascaban, bebían y torcían los peculiares cigarrillos del Oriente que nadie carga hechos.

Hartábanse de bizcochos, de las ligeras y cristalinas lukúmias (dulces peculiares de Levante) pedían fotiá (fuego) a diestra y siniestra, hasta que alguno menos perezoso, apreciador de la máxima   —404→   el tiempo es oro, gritaba «Ela amaxa» (ea, cochero), y la marcha continuaba.

Ocurrió en esos días la fiesta de la Ascensión del Señor (I analipsis tu gristu) y como todo el mundo, me encaminé en romería al no distante pueblecillo de Kaisariani pintorescamente situado en el fondo mismo del clásico monte Himeto.

Reinaba una gran animación, y por la primera vez creí descubrir un poco de ese color local que tan infructuosamente buscaba hasta entonces. Pero el desgraciado pueblo helénico parece condenado a ser insípido y desgraciado aun en medio de sus alegrías y expansiones, salvo que el recuerdo del pasado le haga perder siempre en la comparación o que mis estudios estuvieran embotados; hallándose en tal caso; como diría Lamartine, el espectáculo en el espectador, o realizándose aquello de «todo es según el color del cristal con que se mira».

En vano trataba de interesar mi alma en la fiesta. como sin dificultad y espontáneamente lo había conseguido en Egipto y en los alrededores de Nápoles.

¿O será que la gracia de estos pueblos de la Grecia moderna es puramente espiritual y platónica, como la de los bajos relieves y esculturas de la antigua Grecia?

La danza, ora fuese la emmelia, ora el cordax, ora el sicicnis de los trágicos y cómicos griegos, no me seducía, y la música y las canciones me sonaban al oído y nada más, sin que me fuera dado considerar el espectáculo como otra cosa que una serie de cuadros plásticos.

Nada de espíritu, de color, de verdadera animación distinguía yo en esa vida, que me parecía la de un cadáver galvanizado. Y en efecto ¿hasta cuándo vive la Grecia?

Su sola literatura, y aún sin traerla muy hasta nuestros días, ha vivido veinticinco siglos; y si a ella incorporamos los Popularia carmina Grecia recentioris, publicados en Leipzig y las Cantos populares de la Grecia moderna de Fauriel, tendremos una literatura y una lengua que completaban la desproporcionada edad de treinta siglos entre la Iliada, mil años antes de Jesucristo. Y los Cantos populares coleccionados por Fauriel en nuestros días.

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¿Qué extraño pues, que la vida me pareciera gastada y como decrépita en Grecia?

Aún el traje nacional que es un traje de fantasía a duras penas va bien a las delicadas y gráciles formas de la adolescencia; en todas las demás es un desaire. Pero sigamos con la descripción de la fiesta.

Al pie de cada árbol habían abierto una excavación grande, en forma de herradura, dentro de la cual debía bailar, congregarse y divertirse cada grupo. La cantidad de tierra sacada rodeaba al foso y ofrecía un respaldo continuo como el de un diván, a los que se sentaron en el suelo, que habían de ser todos.

Antes de comenzar la danza, cada cual se quitaba todo lo que podía embarazarle y lo colgaba del árbol que sobre su cabeza extendía sus ramas y su sombra.

Cogíanse de las manos formando una cadena de cuatro, cinco o seis y la danza comenzaba, girando alrededor del árbol protector, va dando saltos, ya dando largos trancos, sujetos naturalmente a cadencia y compás, como debían ser las rondas ditirámbicas en torno del altar de Baco, en lo antiguo.

La orquesta se componía de un rabel y de un tambor (bandurria que se puntea con una pluma o un plectro) o bien de un bombo y una flauta, cuando la danza (joros) era grande.

La otra música, la del rabel y el tambor más dulce, acompaña el pequeño baile en que toman parte un hombre y dos mujeres, de las cuales una se retira poco después de comenzado el baile dejando a su compañera sola con el bailarín.

En la gran danza, el que marcha a la cabeza y la conduce y a quien podríamos llamar el choriagiarius, se distingue por su agilidad.

Por otro lado un mozo traía el «pato de la boda», esto es un cordero ensartado a lo largo en un palo, que él conducía triunfante a manera de estandarte.

En la punta de ese largo asador se veía una banderita, recordando todo el tirso de Baco; y como para completar la ilusión, el mozo medio envinado, solía venir montado en un asno, y con la cabeza lo mismo que la de su cabalgadura, rodeada de frescas guirnaldas.

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Los griegos se pagan mucho de ésta última fresca costumbre de los tiempos primitivos; y en Kaisarianí andaban no pocos con la cabeza y cuellos abrumados de enormes sartas o collares de sanguinolento dafní (adelfa) pareciendo unos verdaderos Silvanos o el cortejo de Baco.

Es así mismo general, no sólo en Atenas, sino en Constantinopla y Esmirna, la singular y graciosa costumbre del corderito. Hay cierta clase de gente y muy en especial los niños, que va a todas partes seguida como de un perro de un tierno recental de esos, el cual sigue a su dueño con la docilidad de un can, acercándosele a veces a lamerle las manos.

Estos animalitos andan muy bien cuidados, como un gozque faldero entre nosotros, el vellón bien escarmenado y el cuello rodeado de cintas rosadas y cascabeles.

Diríase que el oriental se complace con cebar a su vista al animal que más tarde ha de regalarle en una merienda porque aquí en las fiestas populares el cordero es la base, y como he dicho el pavo de la comilona.

El de la fiesta (eortí) de Kaisariani yacía suculento sobre un tapiz traído ex profeso de la ciudad; porque en Atenas como en Constantinopla siempre que el público sale a pasar un día de campo, lleva todo consigo desde la estera o alfombra de Esmirna, según el rango de la persona hasta la vajilla etc., muy diferente del hombre europeo, que emprende la más larga caminata sin otra precaución que su paraguas.

Yacía pues suculento y estirado entre ramas aromáticas de redolientes kukunaria y kúmara. Cada cual se iba apoderando de la presa que más le seducía y cuando puño y navaja no eran suficientes para el destrozo, un alto funcionario empuñaba el hacha que tenía al lado y dividía.

Veíanse igualmente por el suelo grandes bateas u horteras de leche vinagre que es generalísima en todo el Oriente, donde se toma sin dulce lo mismo que el café y con pan o arroz cocido.

Todo el que apetecía sacaba una cucharada; mas como las horteras solían estar rodeadas de un grupo famélico, había veces en que una cucharada no llegaba a una boca algo distante, sin chorrear muchos hombros en su tránsito.

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Un individuo de levita verde ostentaba una charretera o chorrera de leche vinagre, que le tomaba desde el hombro hasta la cintura. Hubiérase dicho un nuevo Tobías, que venía a pasar la noche bajo una nidada de golondrinas. La leche, en todas sus formas es tan usada en todo el Oriente que en Atenas hay establecimientos especiales para su expendio como para la horchata en Madrid llamados Galaktopolio en los cuales se ven grandes peroles de leche hirviendo, queso fresco, requesón, y por fin tazas de leche vinagre, todo en gran abundancia.

Mi compañero que por esta vez era un escocés, buscaba algún recuerdo durable que llevar de la fiesta, y no tardó en acercársenos un rústico el cual le ofreció una delgada flautilla hecha del hueso del ala de un águila.

Al preguntarle cómo se llamaba ese instrumento instituido por Pan, contestó Kálamos. No se habría expresado de otro modo el mismo Pan porque la palabra cálamo como nombre de flauta de carrizo, es tan antigua que pertenece a las antiguas.

Los viajeros helenistas han notado con asombro, que mientras palabras relativamente modernas, del siglo de Pericles o Alejandro Magno, por ejemplo no han llegado hasta los griegos modernos, éstos conservan y usan otras homéricas, y aun antehoméricas, y hasta del tiempo de los Pelasgos, anteriores en Grecia a los helenos.

Así otras noches vagábamos por los alrededores de Atenas acompañados de un mozo, ni más ni menos como esos libertinos de las semigriegas comedias de Plauto que seguidos de un siervo van a rondar la casa de alguna doncella y preguntando a nuestro guía por fin cuando llegábamos, nos mostró una luz lejana como el término a que nos encaminábamos y pronunció Fos.

Concluida la fiesta de Kalsariani, volvían todos a Atenas en plena tarde a pie los más, cargados de los vegetales despojos de que he hablado bajo los cuales desaparecía la figura de muchos de ellos.

Ocho días después celebramos muy en pequeño y como en familia la octava de la Ascensión del Señor. Pero había de grande y solemne el lugar. Nos hallábamos en la plantada que se halla delante del lindo Templo de Teseo, monumento tan bien conservado que habiéndole echado techo y puertas sirve hoy de Museo a las mismas reliquias del lugar.

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El Templo de Teseo, del hermoso orden dórico fue construido 470 años antes de Jesucristo, y como 800 después de la muerte del héroe; el cual tuvo tantos templos en vida, en homenaje a sus bienhechoras acciones que cedió varios a su amigo Hércules.

En las noches de luna, los rayos de ésta se quiebran en las amarillentas columnas del templo, produciendo los más deliciosos efectos.

Toda la explanada está cubierta de fragmentos de mármol, tambores de columnas, restos de arquitrabes sarcófagos y finalmente, y he aquí la parte más cómoda para el paseante, de sillones de blanco mármol, labrados en un solo trozo y en la misma forma de esos sillones de junco amarillo de la China, que tan comunes son en el mundo.

Algunos de esos sillones son dobles en una misma pieza y recuerdan los modernos sofás llamados Entredeúx o sillones de conversación. Todos han sido extraídos del Areópago y pertenecen por tanto a la antigüedad.

Por allí, por esos diseminados sillones, gozábamos ocho días después de la Ascensión, de la retreta que nos daba una mala música, ante un público muy poco numeroso y muy poco ruidoso pero que parecía contento. Algunas humildes familias venían a sentarse en los sillones inmediatos a mí, teniendo cuidado de darme las Kalisperas (buenas tardes) y las Kalicnitas (buenas noches) al retirarse.

Las cenizas de Teseo que había muerto en la isla de Sciros, en el destierro, como la mayor parte de los benefactores de la humanidad, así en tiempos paganos como cristianos, fueron conducidos con gran pompa a la ingrata ciudad por Cimeón, general ateniense, en la misma época en que se construyó el templo.

Para hacer más suntuosa la fiesta, instituyéronse juegos o certámenes especiales, y en ellos fue el que proyectó Esquilo, el creador de la Tragedia, se vio vencido por el joven Sófocles que estrenaba la primera suya.

Esquilo, abrumado de dolor, se retiró a la corte de uno de los monarcas o tiranos de Sicilia donde acabó sus días.

Nada nuevo pretendo enseñar a mis lectores con estos recuerdos; pero es imposible no evocarlos al frente de monumentos positivos que corroboran la verdad de nuestros conocimientos. Cuando se visita las ruinas de Grecia e Italia la revelación es tan poderosa que sólo   —409→   entonces cree uno que por primera vez aprende lo que en realidad hace mucho tiempo que sabe y es por que sólo allí las ideas toman cuerpo y hasta se figura uno contemporáneo de los que pasaron hace miles de años.

Los delirios de Alejandro cuando pensaba muy serenamente en subyugar el Universo, y tenía la muerte a las espaldas, los desvaríos amorosos del segundo amante de Cleopatra, de Antonio, que al proponer a su amada «la asociación en la muerte» como en todos los actos de su demente pasión, se revelaba como el primer romántico del mundo; las bromas de Jugurtha, del tenaz Númida, el Juárez de aquellos tiempo, al descender al Tuliano o calabozo-aljibe donde debía perecer de inanición; proyectos insensatos, exaltaciones del amor, rasgos de feroz estoicismo, todo es de ayer.

Ya desde este elevado punto de vista, no sólo la vida propia, la vida individual, también la de los siglos, la de la humanidad entera, la misma Eternidad, no es más que un soplo.

¡Oh fuerza! Oh maravilla del pensamiento que abarca lo pasado y lo futuro en su mayor distancia, y lo reduce a un punto.


«Todo en la eternidad está presente».



Dice Velarde, y Jorge Manrique:


«Si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.»



La revelación de lo pasado en Oriente y en Grecia es todavía más sorprendente para el hispanoamericano, que nuevo en el mundo, aún no ha podido gustar en casa ese sabroso pasto de la imaginación; porque aunque es verdad que decimos la epopeya de la independencia americana, y que llamamos héroes legendarios y semidioses, a los que la componen, hay impropiedad en aplicar esos fabulosos nombres, que en la India y en Grecia recuerdan las gestas de los aborígenes, a tiempos y hombres tan inmediatos a nosotros, que muchos de ellos, vivos todavía, toman flemáticamente en nuestras barbas, sendas narigadas de rapé.



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ArribaAbajoCapítulo XLIV

El monte Pentélico.- La Fiesta de la Santísima Trinidad en el convento de Mendeli


Hallábame un día en la librería del señor Nadir, en la cual como en otras tiendas de Atenas, tenía yo amistad y pasaba las horas más pesadas del día huyendo del sol, cuando entró un comprador del país.

Era un hombrecito como de unos 50 años de edad, flaco, vivo como un pajarito, y respirando por toda su finura y natural diplomacia.

Era el dragomán Simeón que como de costumbre estaba borracho; o más bien ligeramente envinado que era su estado normal y venía a preguntar por una de esas obras charlatanescas que yo tenía muy conocidas de vista en París. ¿Tiene usted la Clave de los Sueños? preguntó a Nadir.

Alcanzósela éste y devolviole aquél observando con cierta fatuidad que la quería en francés. El señor debe conocerla, dijo en éste idioma volviéndose a mí. Y en efecto yo la conocía como he dicho, lo mismo que La Escritura Secreta, Las revelaciones nocturnas y otras obrillas de idéntico jaez.

Simeón tenía encargo de una señora del Pireo, de comprar ésta obra e insensiblemente fue trabando conversación conmigo, ponderándome lo fácil que era formarse buenas relaciones en algunos pueblos inmediatos como Kifisia, por ejemplo, siempre y cuando añadía que acompañe al extranjero un buen dragomán.

-¿A que todavía no ha ido al monte Pentélico? -me preguntó de improviso.

-No.

-¡Ah! -exclamó entonces golpeándose la frente-. ¡Que ideal, pasado mañana es Pentescostés y se celebra allí la Haguia Triada (La Santísima Trinidad) que es una grandísima fiesta (eortí)!; se viene   —411→   usted conmigo, sale usted de su Pentélico; goza al mismo tiempo de una fiesta nacional, y yo me contento con cinco francos al día.

La idea me pareció excelente, y al otro día de mañana, seguido de Simeón, muy lúcido y emperejilado, fuimos a tomar asiento en el ómnibus que debía salir esa tarde para el Pentélico.

Pagué diez dracmas (dos soles) por dos asientos ida y regreso, en el ómnibus que los griegos llaman laoforío, y nos volvimos al hotel de la Corona.

A las cinco de la tarde se presentó Simeón en mi cuarto para cargar con mis cosas.

Él, como buen oriental, venía cargado con casi todas las suyas, que por orden fue desplegando en el suelo a mi vista diciéndome:

-Vea usted mi provisión. Aquí tabaco; acá, un quitasol, y me enseñó uno de esos de lienzo blanco por fuera, y azul o verde por dentro, tan usados en el verano en Atenas, Marsella, Niza, Nápoles, y en Lima desde hace pocos años. Y finalmente me mostró Simeón una caja de fósforos y un envoltorio de tres o cuatro velitas de cera.

El griego, aunque sea dragomán, si sabe de que ha de pasar por una capilla muy venerada o por un lugar de fiesta, olvida por un momento los preparativos de viaje y a su propio señor, para pensar en las velitas de cera, que, con mano triunfante, pondrá encendidas más tarde ante las imágenes que vaya encontrando.

Cuando en Constantinopla fui a visitar una capillita de extramuros, célebre por la leyenda milagrosa de unos peces que se conservan allí, mi dragomán que era griego, y hombre muy muerto, se animó de repente, fue a arrodillarse a un lado, y después de una corta oración, tomó una cera de a centavo, de las que se ve siempre un manojo, en todos estos lugares, encendiéndola, y púsola con el fervor de la fe ante el nicho de su devoción.

Diríase que los griegos asaltados por un retortijón o apretón de conciencia al frente de ciertas imágenes, se alivian y descargan con encender una vela.

En cuanto a provisiones, continuó Simeón, algún vino, algún vinito extranjero no vendrá mal...

Ya pensaremos en esos, buen Sime. . .onos, le dije, declinándole el nombre y poniéndoselo en genitivo, en cuyo caso su terminación da la palabra onos, como acaba de verse, la cual en griego antiguo y   —412→   moderno significa asno: -Ya pensaremos en eso. Tracemos ahora nuestro itinerario para mañana.

Nos levantamos a las cuatro de la mañana del Monasterio de Mendelí, donde vamos a pasar esta noche, emprendemos con la fresca la ascensión del Pentélico, descendemos por la falda opuesta, vamos a almorzar a Kifisia a la sombra del inmenso plátano (no olviden mis lectores peruanos que el plátano de Europa no tiene nada que ver con el nuestro, que allá se llama banano); visitaremos en Kifisia a la gruta de las Ninfas, el Cefalario, y demás sitios consagrados por la tradición, y vendremos a terminar el día en Mendelí, que estará para entonces en plena fiesta.

Simeón, para quien la tarea le pareció demasiada excesiva para cinco francos, me hizo algunas observaciones. Perderemos la fiesta, señor, me decía, llegaremos tarde para la misa, y por último, ¿qué encontraremos? ¡Viles borrachos tirados bajo los árboles! ¡Viles borrachos! repetía con repugnancia Simeón, tambaleándose él mismo.

En fin, a las seis de la tarde en punto, es decir, a la hora anunciada ¡oh fenómeno para un país griego! el laoforío, con todas sus thesis o asientos ocupados, partía.

A pocos pasos de la quinta de la célebre Duquesa de Plasencia, sobre cuya portada se lee Ilisía, volví la cara atrás para ver qué aspecto presentaba desde allí el eterno punto de vista de Atenas, el Acrópolis.

La famosa torre de ladrillos, de época veneciana, el parche del Partenón, mi pesadilla parecía desvanecida por esta vez.

El Partenón, el Erecteo, todos esos nobles esqueletos se dibujaban en la transparencia de la atmósfera, sin que el macizo torreón les hiciera sombra y los tapara en parte.

Las vueltas y recodos del camino lo hicieron aparecer pronto; mas por lo menos quedaba al fondo, y dejaba el primer término a la antigüedad clásica.

Nos detuvimos en un parador, al frente del cual y en la misma orilla del camino se elevaba una capillita microscópica en toda la extensión de la palabra, pues no parecía sino una jaula de loro en la punta de una estaca.

Este nicho, que en España habrían llamado el humilladero,   —413→   estaba consagrado según la inscripción a medias borrada, a Santa Bárbara.

La conciencia de Simeonos debía estar estítica, porque no prendió ninguna vela.

Pasamos por Kalandri, el antiguo Cholargos, patria de Pericles, pequeño y fresco pueblecito situado entre viñedos y olivares, que acompañan al viajero por algún tiempo. Teníamos a nuestra derecha el Himeto, en cuyo fondo se divisaba el pueblecito de Kaisariani, donde yo había estado pocos días antes atraído por otra fiesta popular; a nuestra izquierda la cadena del Lycabeto, que termina pronto, y al fondo el soberbio Pentélico con el Parnés a la izquierda.

En pos de nosotros, o sea en los ya distantes confines de Atenas, se veía, una serie de líneas que dibujaban otras tantas cumbres agrupadas, las últimas de las cuales parecían incrustarse en un horizonte purpúreo, mintiendo manchas oscuras o más bien nubes pardas. Estas cimas corresponden a las montañas del Ática, y a las islas Sarónicas, de Salamina, Egina, etc.

No había por allí un humeante Vesubio, ni un Etna cubierto de nieve casi hasta el pie, y al que Píndaro saludaba ahora veintitantos siglos con estas tres magníficas imágenes:


Blanca columna que sostiene el cielo,
nodriza eterna de glaciales nieves,
frente altanera de un fecundo suelo.



Nada de esto había; pero todo era gracioso, ático.

Cerca de las posesiones de la Duquesa de Plasencia, el camino se vuelve cuesta, y allí encontramos atascado el ómnibus que nos había precedido. Los caballos no querían seguir, y no cabiendo dos carruajes de frente en tan angosta vereda, detúvose también el nuestro y echamos pie a tierra.

Apenas di unos pocos pasos por el suelo agreste y montañoso, cuando vino a asaltar mi olfato un olor silvestre que me tenían acostumbrado las colinas que circundan a Atenas, y que por lo penetrante llama la atención del más distraído transeúnte.

Eran esas matitas ásperas, esos manojos de yerba escobaria que   —414→   producen unas florecitas medio azules, y cuya planta es llamada por los griegos thimari, thym por los franceses, y tomillo por nosotros.

Increíble parece que una mata tan silvestre, que una grosera taza de barro pueda ser depósito y pebetero de tan fragante olor. La única gracia que parece haberle quedado al suelo de Ática es la de brotar espontáneamente plantas aromáticas por todos lados, como para obligar al extranjero a que no pase sin clavarle la vista. Es la sonrisa hechicera que aún le queda a una vieja.

Más tarde al subir el Pentélico, creí hallarme en el centro de todas las perfumerías del mundo, y arrancaba particularmente las hojas pegajosas y flores desplegadas de una planta que por allí abundaba y que restregada en mis manos, las dejaba impregnadas de un olor vivificante.

Entonces se comprende el perfume y el sabor de la deliciosa miel de Atenas, pues las abejas que la labran, viven revoloteando por éstas montañas.

Simeón me habló largamente de las virtudes del tomillo, diciéndome que con el se frotaba al cordero antes de ensartarlo al asador, con lo que se volvía muy apetitoso.

El tomillo se emplea finalmente como combustible en panaderías y cocinas, y hasta... para barrer las calles de Atenas. Cuyas calles se barren con tomillo; he aquí un rasgo que podía agregarse a la pintura de la imaginaria ciudad de Jauja.

Determinamos seguir a pie lo poco que faltaba de camino, que no pasaba de media hora, ya que por una y media nos había servido el ómnibus.

Pasamos por delante de las casas de recreo de la Duquesa de Plasencia, desiertas hoy, y llegamos por fin a las puertas del Monasterio de Mendelí o Pentéli.

Hacía mucho rato que por entre los enormes abetos y álamos que lo circundan había visto yo flamear las grandes fogatas y hogueras encendidas a trechos, y a cuya luz rojiza divisábase un campamento, una tribu nómada gitanesca, compuesta de individuos por aquí, de carros con sus caballos desenganchados por allá, de asnos y otros animales domésticos y familiares. ¡Salvaje paisaje, digno de Salvador Rosa, o de Caravaggio! Alguno que otro farol colgado de las ramas a manera de iluminaciones completaba la ilusión de una   —415→   noche buena o de verbena aunque con rasgos feroces y tintes sombríos debidos en gran parte a la naturaleza del terreno.

Atravesamos el patio del convento, Simeón acometía a cuanto sacerdote encontraba, y con sus maneras más distinguidas pedía hospedaje para él y un noble extranjero, a lo que se le contestaba que todo estaba lleno.

De papás en papás (sacerdotes) y repitiendo las palabras xeno, periyguitis (extranjero, viajero) llegamos hasta la celda en que unos reverendos, probablemente los superiores del convento, devoraban una opípara cena.

Simeón se adelantó dejándome en la oscuridad en una especie de antesala desde donde sólo divisaba yo una esquina de la mesa, presidida por el igúmenos (el prior). Al pie de éste esperaba su turno de ser devorada una gran hortera de fresca y abundante leche vinagre. El cuadro recordaba Le Lutrin de Boileau.

El igúmenos se levantó, y pareció desolado de no poder hospedar al noble extranjero, pues todo el monasterio estaba ocupado.

Preguntaba sin embargo, a Simeón si el periyguitís era Galós u Anglís.

-Galós (francés) -replicaba mi dragomán.

En fin, el igúmenos salió y volvió trayendo a un hombre que, con un cirio encendido en la mano, nos condujo a Simeón y a mí, ya subiendo, ya bajando escaleritas, a un pasadizo largo, estrecho, bajo, una de cuyas paredes ostentaba de trecho en trecho una puertecita sumamente pequeña: eran sin duda las celdas.

Me estremecí de frío pensando que me llevaban al granero o al palomar, hasta que llegamos al fondo del pasadizo. Subimos dos o tres gradas de madera y dimos en una puerta cerrada, no mucho más grande que las que atrás quedaban.

Entramos a una pequeña celda, cuyo techo abovedado y paredes acababan de ser blanqueadas o encaladas, lo que me tranquilizó en cuanto al aseo.

Casi desde la puerta hasta la pared del fondo se extendía un entarimado como de dos pies de alto, al que se subía por dos gradas de piedra.

Fuera de él se veía un catre de tijera, y por el entarimado   —416→   mismo, algunas esteras muy análogas a las nuestras de totora, aunque de un junco más quebradizo y menos suave.

La idea de acostarme en tan desmantelada habitación y sobre tan flaco lecho como una estera, no me desagradó porque hacía un calor atroz.

En las paredes habían algunos nichos en las que se veían lámparas apagadas y todas las menudencias que suelen meterse en esas alacenas o veladoras sin puertas. El fondo de uno de ellos era una ventanita: abrila no tanto por curioso, cuanto deseoso por saber si encontraríamos alguna ventilación, y tropecé inmediatamente con una especie de talud o escarpa.

Un olorcito agreste, peculiar, y un ambiente frío y delgado como de montaña, me hicieron comprender de que ese talud era nada memos que una de las faldas del Pentélico que venía a morir allí. No podía aspirar a mejor vecindad, y ¡ojalá todas las ventanas dieran siempre a tan buena parte!

Nuestro conductor, hombre joven de cabellos y barbas largas y negras, tenía el aspecto de un salvaje reflexivo, o más bien de un artista en bruto. Su hermano que llegó a poco, no se le parecía. Sus ojos grandes y redondos, estaban a flor de cara; su nariz se caía de bruces al desprenderse apenas de la frente, y no se levantaba más así es que el labio superior quedaba descolgado a demasiada distancia. En una palabra, era la fisonomía de un tonto gozoso. Su cara muy trigueña como la de su hermano, se perdía así mismo en un mundo de cabellos y barbas.

Había estado en París año y medio, y hablaba el francés bastante bien; pero el vino que traía a cuestas le hacía incurrir en los mayores disparates, como el de llamar de-z-aricot a los albaricoques, cometiendo la doble falta de confundir a haricot, frijol, con abricot, de unir en la pronunciación la final del partitivo des con la h aspirada de haricot, que es uno de los defectos de pronunciación que más risa causan en París.

No hay que molestarse; esté usted como le dé la gana, me decían a cada paso mis campechanos huéspedes; y en efecto, la holgura y el desahogo reinan siempre en las maneras de la gente de Oriente.

Multiplicáronse las luces encendiéndose más cirios, que fueron   —417→   pegados en la pared, dentro de los nichos y comenzaron los aprestos para la cena.

Trájose una mesita de sólo algunas pulgadas de alto, como una batea o artesa bocabajo, y en cuyo centro se ostentaba un corderito asado, rodeado de algunos cachos de pan negro, un plato de ensalada, otro de leche vinagre, y una gran botella de vino semejante a una damajuana.

Un papás de aspecto enteramente estúpido, dicho sea en honor de la verdad, se encarga de descuartizar el cordero, sirviéndose de sus manos mucho más que del cuchillo.

Acalorado al fin con la operación, se quitó la sotana, arremangose los puños de la camisa, y a brazo desnudo volvió a la carga, presentando el aspecto de un mozo de jardín zoológico que prepara la carne para las fieras.

Nos sentamos alrededor de la mesa, en el suelo y con las piernas cruzadas, llevando el papás su libertad hasta el extremo de quitarse los zapatos, presentando a sus infelices comensales las plantas de sus pies descalzos.

Uno de los concurrentes creyendo que no había bastantes luces, trajo dos cirios más de un nicho, retorciolos por abajo a manera de caduceo, y encendiéndolos por sus dos puntas abiertas, encajolos en una botella que puso al medio de la mesa.

Las dos luces de este cirio serpentino se fueron buscando y aproximando poco a poco, hasta que reunidas en una sola luz doble, continuaron ardiendo de este modo. Dos desposados podrían apropiarse esta imagen y decir:


Ya se unieron nuestras vidas,
cual dos velas retorcidas,
que arden en opuestas puntas,
y al cabo en un tronco juntas,
se consumen confundidas.



Trájose una vela más, y no habiendo en qué ponerla, ni de qué hacer candelero, cogiose la calavera del cuadrúpedo rumiante, que algunos dientes caninos habían dejado monda y lironda, volteose sobre la mesa, y enclavose la vela en el agujero que había servido de tragadero al pobre animal.

  —418→  

Cerca de mí había una cesta de frescos albaricoques (vericocá) sabrosos y lo que es más, libres de todo manoseo, por lo que de uno en uno me los fui comiendo todos.

Una sola taza, una escudilla de cobre era el cráter o pátera común de mis contubernales y mío.

Antes de comenzar la cena mis compañeros se habían persignado. Yo tomé una rama que andaba por allí, y echando una bendición, dije: Paz domini sit semper vobiscum.

El papás me miró alelado. «Eflogía latiniká» (habla latín), le dijo Simeón.

A los postres se sirvieron naranjas. El papás las iba trozando en rodajas que dejaba caer en un sopero; y cada vez que concluía una, sacudía reciamente, asperjándola, sus manos, por las cuales chorreado el jugo.

Nos acostamos por el suelo, unos vestidos, desnudos otros. El dueño de la celda y el catre, el artista en bruto, tomó posesión de éste no sin ofrecérmelo antes cortésmente.

Simeón estaba acostado a mis pies, Simeón, que como he dicho, se había traído toda su casa: colchón, sábanas, frazadas, y almohada, las frazadas, tan colchadas éstas, que dobladas en dos, podían servir de colchón.

Mi delicado guía tomó apenas una para sí, dejando todo lo demás a mi disposición.

-¿Cuál es el diminutivo de Simeón? -preguntaban de cuando en cuando mis contubernales borrachos.

Pero nos las habíamos con un gran cínico; y Simeón se sonreía con una risa de zorro, mostraba sus afilados dientes, echaba una mirada oblicua y no hacía caso.

-¿Cuándo te casas? -le dijo uno.

-Ni Dios lo permita -contestó el interpelado. Si alguna vez llego a hacerlo, sólo será por la plata, con una mujer muy rica, más que me digan que ha sido, es y será así y asá. Traiga plata y venga lo que viniere. Me río aún del peor accidente.

En este momento Simeón debía poseer la misma filosofía del Cocu imaginaire de Molière cuando en uno de sus monólogos, se le ocurre sobrellevar con cómica resignación su imaginaria deshonra.

  —419→  

El cinismo tranquilo y la impúdica serenidad de Simeón, me hicieron reír largo rato.

Mis compañeros se echaron a cantar con una voz de las más destempladas y enronquecidas. Nada hay más fastidioso que oír cantar a los griegos. Su cantos son unos gritos descompasados, y desabridos al mismo tiempo, como el insípido no quero de nuestros serranos.

Cuando estuve en la Isla de Rodas, que era una de las escalas del vapor, el hotelero griego que nos llevaba, a tierra iba cantando con desesperante monotonía una estrofa de la cual no salía; y de la que yo sólo pescaba las siguientes palabras, embutidas en el griego moderno como otras muchas del francés y el italiano; Malakof-canon-joris pantalon.

Los griegos llaman Malakif a la crinolina o miriñaque, y haciendo probablemente un retruécano con la toma de la torre de Malakof, lo que el chusco, batelero cantaba era lo siguiente: los franceses tomaron Malakof con cañón, y las francesas llevan el Malakof sin pantalón.

A las ocho y media de la mañana siguiente me hallaba en la cima del Pentélico, mirando a un lado la llanura de Atenas, al otro la de Maratón, y en la distancia una infinidad de islas y de montañas continentales. Casi toda la Grecia, que a poco más, se abraza desde esta cultura, a mil ciento y tantos metros sobre el nivel del mar.

El monte, antigua y famosa cantera, está cubierta de mármoles de todos tamaños, desde el monolito de mármol hasta la chispeante astilla, y también de todos colores, blanco, gris, blanco sanguíneo, pareciendo tan bonitas las pastillas, que recogí algunas, como si hubieran sido piedras preciosas.

Como a media subida, se halla una gruta llena de estalactitas.

La vista desde la cima es espléndida, llamando ante todo la atención por su inmediación y por los recuerdos históricos, la celebre llanura o campo de Maratón, de deplorable memoria para el persa.

Trataré de recordar algunos de los episodios o tradiciones conexionadas con el célebre hecho de armas que allí se verificó, unos cinco siglos antes de la era vulgar, prescindiendo de la acción misma que es por demás conocida.

El correo pedestre que llevó a Atenas la noticia de la victoria,   —420→   detúvose poco menos que exánime ante el Adreópago; saludó, murmuró las suficientes palabras y cayó muerto.

Los griegos llamaron a estos correos imerodromos (corredores de día). El que fue de Atenas a Esparta a anunciar la aproximación de los invasores persas, recorrió las 60 leguas que hay del Ática al Peloponeso por el Istmo de Corinto, en dos días.

No sé si habría hecho tanto un Chasqui de los Incas.

Un espía de los persas que anduvo rodando por la falda del Acrópolis pocos días antes de la batalla, creyó ver al Dios Pan que se le aparecía a predecirle el triunfo de los griegos. Su terror fue tan grande, y desde entonces quedó la expresión de terror Pán. . .ico. Hasta hoy subsiste la gruta que se consagró a Pan, en memoria del milagro, y en ella pone Aristófanes algunas de sus más licenciosas escenas.

El héroe de Maratón fue Milciades, y Temístocles, que debía sucederle en la gloria en el destierro, porque éste era el camino de todos los héroes griegos, quien se mostraba pensativo y malhumorado antes de obtener la primera.

Preguntándole sus amigos el por qué de su preocupación, contestaba «que los trofeos de Milciades le quitaban el sueño». Es lástima que esta frase, tan propia de una evolución fecunda, no haya pasado a nuestra lengua como a la francesa.

En la ascensión había empleado como hora y media, tropezando con los cerezos silvestres llamados Kúmara por los griegos, y corniolo por los italianos, y que abundaban por ahí.

Sus hojas verdes y amarillentas, su tronco liso, tortuoso y de un color rojizo como el de nuestros guayabos, producían un lindo contraste en los lados del barranco montaraz, por el cual verificamos nuestra subida. Veíanse igualmente muchas kukunarias o pinos silvestres con cuya raíz o resina se curan (o se echan a perder) los vinos nacionales, y de las que además se extrae brea para las embarcaciones.

A mi bajada, la fiesta se hallaba en su apogeo. No sólo todos los individuos, sino hasta los caballos y burros estaban enguirnaldados y coronados de kúmara.

Un joven griego ataviado de esta manera, y con una enorme guirnalda de hojas y flores alrededor del gorro colorado que le cubría   —421→   la cabeza, se acercó a nosotros; y después de haber hablado con mis contubernales, se volvió a mí, que lo había calificado de Baco adolescente, para hacerme ver que la corona que llevaba era de la misma especie de las que usaban en las antiguas Bacanales (Dionisíacas en griego).

-Kiso (yedra) -me decía con cierto orgullo, haciéndome tocar las hojas.

Otros se paseaban en una carretera que desaparecía, no sólo bajo el número de ellos, sino bajo las innumerables ramas verdes de que la habían cargado.



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ArribaAbajoCapítulo XLV

Kifisia.- Patisia.- Una era de trigo.- El Partenón


Kifisia era uno de los pocos alrededores notables de Atenas que aún no había visitado, y con el propósito de conocer ese suburbio, me levanté una mañana, dos horas lo menos antes de que amaneciera.

Pero el escocés que debía acompañarme se había pegado a las sábanas, o más bien las sábanas se le habían pegado a él, y tuve que estar esperándole hasta muy entrado el día.

Y eso que la víspera anduvo anunciando a la fonda toda que era necesario despertarle a las tres y media en punto, y observándole yo que me parecía un madrugar extremado, ¡Bah! me contestó ¡que poco madrugador había usted sido!

Montamos en dos caballos de alquiler y echamos a galopar que es el único paso decente que se puede sacar a esas bestias.

A eso de medio camino, y en circunstancias que mi compañero se había adelantado, hallé un vasto albaricoquero que daba su sombra y su fruta... a nadie, porque en todo el contorno reinaba la mayor desolación.

Eché pie a tierra, sacudí el árbol, y cayó sobre mí una copiosa lluvia de albaricoques, los cuales, aunque en nada superiores a los que diariamente compraba a los fruteros ambulantes de Atenas, pareciéronme mucho mejores, sin duda por ser escogidos por mi propia mano, y comidos en los manteles de la naturaleza.

Un poco más lejos, detúveme nuevamente a admirar la enorme sombra proyectada por las ramas entrelazadas de los enormes plátanos, y bajo la cual sesteaba un pastor con su numeroso rebaño, como un caudillo en medio de su campamento.

«Quién tuviera tales encuentros en los caminos de la costa del Perú», pensaba yo.

Si el que repobló los laureles del Ática ha merecido el aplauso   —423→   de las generaciones, y llegar hasta nosotros su nombre, ¿qué no se hará con el primer gobernante que pueble de árboles nuestro litoral?

Esta civilización sana, será la que más recomiende en la posteridad a los hombres que sepan desplegarla.

Como yo no estaba muy seguro del camino que seguía, solo, pues mi compañero se me había perdido de vista, a cuanto campesino que encontraba le preguntaba:

-¿Kifisia? -Y como el camino debía ser derecho, y esta palabra en griego se traduce por isia, resultaba,


Que cuantas veces demandé Kifisia,
Isia «Los ecos me dijeron, Isla».


¿No tenía esto algo de las Metamorfosis de Ovidio? Pues toda la Grecia, todo el Oriente está llenos de semejantes gracias.

El mejor comentario de la literatura griega antigua, su mejor edición, su mejor maestro es venirse a Grecia, y vivirla, y familiarizarse con su idioma.

Verificado esto, esa literatura considerada como enigmática, se nos presenta tan clara como cualquiera otra extranjera moderna.

Es una felicidad para nosotros que, ya que ni la imprenta, ni la fotografía por haber venido demasiado tarde, no han podido conservarnos artificialmente lo que pasó, la naturaleza y el pueblo se hayan dado la mano para reflejarlo eternamente.

Atravesamos el pueblo de Marusi, llegamos a Kifisia, y a cuantos preguntamos por el hotel, nos contestaban que no había y nos remitían al Plátano.

Llegamos finalmente ante este monstruo de la naturaleza, como llamaba Cervantes a Lope de Vega, a ese árbol secular y desmesurado, acaso el más grande y desmesurado que haya yo visto; y lo pongo en duda, porque el Oriente está lleno de plátanos, sicómoros y cedros tradicionales más o menos gigantescos.

Se diría que estas interesantes regiones conservan su historia, escrita en árboles.

El plátano de Kifisia da sombra y techo a un par de cafés al aire libre y pudiera darla a cuatro. Desgraciadamente, aunque descuella en lo que llaman la plaza, la tal plaza no es más que una encrucijada, en la cual el monumento de la naturaleza está tan ahogado como el de los hombres, o sea la Catedral de Milán, en la plaza   —424→   del Duomo, que es demasiado estrecha para esa enorme montaña de mármol calado, como con propiedad la han llamado.

Las ramas del plátano de Kifisia, extendiéndose atrevidamente, iban a tocar con sus extremidades las paredes y techos de un cuartel que antiguamente fue mezquita; alcanzando a los objetos circunvecinos, como un hombre largo en un cuarto chico, que alcanza a todos los muebles desde su asiento.

Lo que en Oriente se llama plátano no tiene nada que ver con la modesta Musa Sapientum que en Lima conocemos con aquel nombre, y cuyo verdadero, parece ser banano.

El plátano de Oriente (Platanus orientalis) que es poco más o menos el mismo del Mediodía de Europa, es un gran árbol, con su tronco, sus ramas y sus hojas y de ninguna manera una especie de planta herbácea como nuestro mal llamado plátano. Sus hojas tienen alguna semejanza con las de la parra, y el tronco es liso y de una corteza muy verde, aunque manchada a trechos por algunas placas overas, como la de nuestros guayabos, y las cuales traen a la memoria aquel romance de Góngora:


El tronco de ovas vestido
de un álamo verde y blanco.


Casi todos los poetas latinos hablan con placer del plátano, lo que prueba cuán antigua es su hermosura. Horacio lo llama en alguna parte célibe, porque no se marita con ninguna planta trepadora como el olmo, el álamo y otros que en la antigüedad se destinaban a sostén o rodrigón de las parras:

Jamque ministrantem plalanum potantibus umbra.- 13


Virg.                


Algunos de los plátanos del Oriente han llegado a tomar proporciones y formas monstruosas, como embrutecidos de tanto vivir. Muchos de ellos están identificados con tradiciones que les han dado su nombre, y sirven de término de paseo, y aun de objeto especial de una pequeña romería.

Ningún solícito ciceroni vino a abalanzarse a la brida de nuestros caballos como en los pueblos de Italia; por lo que teniéndola nosotros mismos, echamos pie, a tierra y nos sentamos.

  —425→  

Aburridos de ver que nadie acudía llamamos al Cafedji (que es el nombre turco con que en todo el Oriente se designa al cafetero), y le encargamos de que nos llevara al corral.

Manifestamos nuestro deseo de visitar al Kefaldrio (que es como si dijéramos la cabecera de un río, y en el caso presente, la del Cefiso) y, nadie se brindó a acompañarnos, como tampoco a la fuente de las Ninfas.

Nos hicimos traer una limonada, y por último, uno de los parroquianos, un palikari, nos ofreció sus servicios; precedidos por él nos echamos a andar.

En el camino me entretuve para recoger y para disecar algunos jazmines silvestres (Yasemi) y otras flores raras con que iba tropezando. Ésta es una de las mejores costumbres que puede tener un viajero. Las flores son las más fieles imágenes de las campiñas que se recorre y divididas en grupos en el herbolario, sirven más tarde para recordar el aspecto propio de cada comarca.

Llegamos a la gruta o fuente de las ninfas, que era más que una fuente descubierta, expuesta al sol y ensajonada en una gran roca cóncava y de forma circular, desde la cual desciende un barranco o precipicio tajado en las peñas.

Por las superficies de ellas dibújanse a manera de boas o culebrones las gruesas y tortuosas raíces de álamos gigantes y otros árboles. Era el rasgo más atrevido que veía en la naturaleza del Ática, y por la primera vez el suelo Licabatoso me impuso algún respeto.

Visitamos después al Kefalario, la fuente del Cefiso, que pasa por Atenas, lo mismo que el Iliso, y que por entonces estaba seco.

El Kefalario es un pequeño estanque, delicioso por la transparencia y delgadez de sus aguas. En sus márgenes lavaban algunas lavanderas. He aquí las únicas ninfas que quedan en Grecia.

Volvimos al café, montamos a caballo, dimos algunas monedas al cafedji, para él y nuestro guía, que se había hecho a un lado como quien nada espera, y partimos.

El Partenón volvió a presentarse a mis ojos bajo un aspecto muy favorable; y gozando de su hermosa vista, llegamos al hotel de la Corona a eso de las once de la mañana.

El paseo oficial de Atenas, es el de Patisia, al que se llega por el Boulevard de este nombre. Es un campo árido, privado no sólo   —426→   de árboles, sino hasta de asomos de vegetación, y uno de los paseos menos dignos de este nombre que he visto.

El camino que a él conduce es sumamente polvoroso, y entre carruajes y jinetes levantan una polvareda que sofoca.

En medio de ese campo desecado, que por cierto no es el Campillo de Granada, se eleva un kiosko o cenador, que produce el efecto de un esqueleto, porque como está uno acostumbrado a ver descollar esas elegantes glorietas en medio de vegetación y frescura, en un desierto rastrojo parece un cuerpo sin su carne.

La música concurría los domingos y daba un poco de retreta; mas no bien desaparecía el sol, y levantándose el fresco comenzaba a ponerse el paseo un tanto agradable, cuando levantando el campo también ella, daba la señal de una retirada general.

Siguiendo el camino de Patisia se llega al pueblecito o cortijo de este nombre que por sus flores y huertas es a Atenas lo que el Cercado a Lima. Puede decirse que en él hay más árboles que casas.

Una tarde que regresaba de vagar por esos sitios cerca ya del café más inmediato a la ciudad, se me ocurrió echar por ese lado, porque aún no conocía por allí la campiña de Atenas. De trecho en trecho iba encontrando unas pequeñas granjas aisladas, hasta que un olor de pan vino a halagar mi olfato. No tardé en descubrir una era, en la que trillaban trigo de un modo bastante primitivo, verificando con bestias de silla, la operación que en la Iliada se hace con bueyes.

En el centro de la era, habían clavado un horcón, al cual estaba atada una pareja mixta compuesta de rocín y mula. La cuerda era bastante larga para que ambos cuadrúpedos en sus giros ya en un sentido ya en otro, pudieran llegar hasta los límites extremos de la era, y volver en seguida al poste.

Un muchacho les hacía dar vueltas alrededor del poste central. A cada nueva vuelta se les acortaba el tiro, y alejándose de los bordes se acercaban proporcionalmente al centro a que iban envolviéndose poco a poco hasta llegar a dar de hocicos en él.

Volvían a girar entonces en sentido contrario, y a desenvolverse y de esta manera iban describiendo una serie de círculos excéntricos y concéntricos.

  —427→  

Enormes parvas o gavillas rodeaban la era, las unas con la silicua, hinchada todavía esperaban la trilla; las otras trilladas ya, eran pesadas como haces de paja a cabeza de hombre, y despachadas a la población.

La pesa a cabeza de hombre, se practicaba del modo siguiente: dos hombres pequeños, rechonchos y del mismo tamaño, se colocaban frente a frente, como dos jambas de una puerta. Sobre ellos se atravesaba, de cabeza a cabeza, un palo que venía a hacer de dintel, y de cuyo centro pendía y oscilaba por un momento el enorme lío, haz o volumen que se pesaba.

La actitud era digna de un bajo relieve grecorromano, o de un jeroglífico egipcio, o de ser representada modernamente bajo el título de la balanza humana.

Los dos postes de ella no pestañaban, no respiraban siquiera recordando las cariátides del Erécteo en el Acrópolis, y la impasibilidad de otras esculturas antiguas que soportan un gran peso, con la más graciosa ligereza. El pesador consultando la barra transversal y como tomando el fiel de esta balanza decía «Saranda» (cuarenta) Saranda Kepende (cuarenticinco) o bien peninda (cincuenta) y descargaba el peso.

Una vieja barría las espigas desparramadas por las patas de los caballos, cuidando que quedaran siempre extendidas en disposición concéntrica. La escoba de la vieja, de esta Ruth espigadora era un gran manojo de oloroso tomillo.

Hacía días que circulaban por las calles de Atenas largas recuas de burros acarreando de esta aromática planta en tal cantidad, que los burros desaparecían bajo su perfumada cobertura, como bajo la de alfalfa los de los yerbateros de Lima.

Supongo que se tratara de alguna gran hornada, porque no creo que el consumo ordinario de esta fajina fuera tan grande en la población.

La miel de abeja de Atenas está algunas veces tan cargada de olor a tomillo que se explica uno la fábula del néctar y ambrosía de los Dioses.

También en Siracusa como lo he observado en otros capítulos, sigue subsistiendo y siendo excelente la clásica miel hybla.

  —428→  

La satisfacción de los que rodeaban la era me recordaba estos versos de Samaniego:


Mas al fin llega a verse,
en medio del verano,
de doradas espigas
como Ceres rodeado.


Al regresar a mi casa la luna llena se levantaba por detrás del puntiagudo Lycabeto y plateaba las blancas casas de Atenas, que aparecían como diseminadas entre interrumpidos grupos de árboles.

Pero el paseo más natural de Atenas, para el viajero al menos es el Partenón, monumento con el cual me ha sucedido lo que con todos los que tienen una fama universal, que los he visitado mucho y descrito poco.

Ponerse a describir el Partenón, las Pirámides, San Pedro de Roma, etc., y extasiarse ante ellos es como dedicar un nuevo estudio a Homero y a Virgilio. Es ponerse sobre todo, a un dedo de distancia de la afectación y de la vulgaridad.

Para ciertos monumentos, como para ciertos autores, hay una admiración convencional que se apresuran a exagerar precisamente los que menos los aprecian.

Es muy común hablar enfáticamente de Homero y Virgilio, e irritarse cuando por algún lado se les ataca, en individuos que jamás los han saludado, ni aun en una mala traducción.

El celo de estos eruditos a la violeta, por los autores y obras clásicas, recuerda el del sacristán por las cosas de la iglesia.

Después de todo, si la escultura, literatura y teatro de la antigua Grecia, hablan tan alto y elocuentemente, no es porque los hombres de entonces fueran mayores que nosotros, sino porque no habiendo en aquellos días la imprenta, ni periódicos, ni vapores, ni telégrafos que distrajeran la atención, la escultura, la poesía, el teatro eran los solos medios de expresión, y la única ocupación.

Por allí se iba toda la fuerza humana, toda la actividad intelectual no sólo del pensador, sino del espectador u oyente, que no tenía otra cosa con que preocuparse.

El teatro además, estaba tan identificado con el culto, que el   —429→   edificio en sí era como una suntuosa basílica, y la representación, como una fiesta religiosa.

Respecto a la poesía, venía acompañada del triple encanto de verso, música y danza, y no era una mera quemazón de ojos a la luz de un pitón de gas, como la poesía moderna.

El idioma griego abrazaba tres o cuatro dialectos que se confundían cuando se quería, en uno solo, como lo hizo Homero, lo cual multiplicaba los recursos poéticos.

Pero dejemos estas reflexiones que no vienen muy al caso, y que no aminoran el mérito especial del templo de Minerva. Hasta hace algún tiempo las reliquias del Partenón no estaban casi vigiladas, y los viajeros robaban a su gusto.

El gran destrozador y pirata, el primero que dio el ejemplo, para enriquecer el Museo Británico de Londres fue Lord Elgin.

Cuando la familia de los Barberini en Italia aniquilaba los antiguos monumentos se hizo un verso latino que decía: «Lo que no hicieron los bárbaros lo hicieron los Barberinos».

Teniéndolo presente Lord Byron, dijo más tarde con motivo de las piraterías de Elgin. «Lo que no hicieron los bárbaros un escocés lo hizo».


Quod non fecerunt Gothi,
hoc fecerunt Scoti.


Después de haber descuidado las ruinas por algún tiempo, el gobierno de Atenas se había pasado al otro extremo y la vigilancia era tal que casi no se podía dar un paso por el Acrópolis, sin llevar tras de sí un guardián, cargo que ha sido encomendado a algunos inválidos del ejército.

Dicho guardián era un cancerbero que se aferraba al viajero con encarnizamiento, y sin despegarse de él como temeroso de que al menor descuido se echara un monolito al bolsillo. Todo esto en silencio, sea por taciturnidad de carácter, sea por no hablar más que en griego.

Al salir se le daba un dracma, no sé si era de reglamento; mas yo lo hice así en mis casi cotidianas visitas sintiendo no el dracma sino la antigua libertad, en que se me dejaba.

  —430→  

En mi primera visita me acompañaba un erudito conde alemán, von Afften van Oorde, creo que el mismo con quien fui a Egina.

Al llegar al centro de la plataforma nos separamos, él para ir a examinar de cerca el Erecteo, yo al Partenón propiamente dicho.

El guardián se detuvo en el punto mismo en que nos habíamos separado y comenzó a espetarnos una filípica mirando con ojos iracundos ya a mi compañero, ya a mí.

¿Dónde iremos a parar, decía en griego, si hay que poner un guardián para cada extranjero?

La fachada principal del Partenón mira al Este, así es que al entrar al Acrópolis por la entrada, esto es, por las Propileas, o los Propileos, como traducen otros, se atraviesa el pórtico, el opistodomo y la cella antes de llegar a la fachada principal. Las propileas o antepuertas son un magnífico vestíbulo subsistiendo las soberbias columnas y restos del arquitrabe. En el centro había una gran escalera y a los lados rampas para los caballos y carruajes.

De cada ángulo del edificio se desprende y lanza a vuelo una cabeza de tigre o de pantera, destinada según parece al derrame de aguas fluviales.

Cada frontis termina por un triglifo angular, y no por una métopa como acostumbraban los romanos. En la cella se ven las admirables métopas esculpidas que adornaban los frisos.

También se ven restos considerables en las paredes bizantinas, hechas cuando el Partenón fue convertido en iglesia o mezquita.

Las gradas que conducen al templo de Minerva están cubiertas por el adorno que la naturaleza suele echar en esta clase de monumentos, que son algunas plantas parietarias, y también entre ellas, diversas florecitas blancas.

Colocándose uno en el centro del templo, y con el rostro vuelto al Oeste, divisa por entre la alta y angosta puerta que parece abierta de un tajo, divisa como por un caleidoscopio, una serie de colores y objetos preciosos; una llanura verde, un mar azul, y las diversas islas con su tinte violáceo o ceniciento.

Volviéndose al Este la vista se encuentra bruscamente detenida por el monte Himeto. Siguiendo sus ondulaciones se va a parar al Pentélico, puesto de través. Viene enseguida el Parnés, y finalmente   —431→   un montecillo con su cima coronada de árboles, entre los cuales blanquea un pequeño edificio: es el convento de San Elías.

Contorneando la falda de ese cerro, se entra en el desfiladero místico que conduce a Eléusis, de que he hablado, así como de las procesiones o teorías llamadas Panateneas, que anualmente lo recorrían.

La columna del Partenón estaría íntegra, si un polvorín enterrado en medio del templo, no hubiera hecho volar toda esa parte ahora dos siglos.

Sólo subsisten, la parte anterior y la posterior con gran montón de escombros en el medio.

El cerro sobre el cual descansan estas ruinas, es escarpado y tiene la forma de un cono trunco. Su base está circunvalada por la gran muralla histórica en que, han puesto mano tantas generaciones. Allí los pelasgos (unos 16 siglos antes de Jesucristo); allí Temístocles y Cimón (siglo V a. C.) y allí por último, turcos y venecianos casi de nuestros días.

Como cada generación ha ido construyendo sobre la anterior, resulta que el tal muro de circunvalación, está lleno de parches y remiendos cada uno de los cuales se diferencia tan bien de los demás, como las diversas firmas autógrafas de un álbum.



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ArribaAbajoCapítulo XLVI

Más sobre el griego moderno.- Libros y Bibliotecas.- Barberías de Atenas.- El Landlord del Hotel de la Corona.- Theodoritis.- Moneda


Después de las antigüedades, lo más interesante de la Grecia moderna es su idioma, como creo haberlo dicho y demostrado en los capítulos precedentes.

Antes de separarme de las costas de la Hélade, volveré a tocar el último punto, ya porque disto mucho de haberlo agotado, ya porque nada podrá dar una idea más viva de aquel país, que su actual lengua viva.

El que habla español, nota con agrado en el griego moderno la abundancia de esdrújulos y de eses finales pronunciadas, tan características de nuestro idioma y tan embarazosas no pocas veces al hablar de prisa. La única diferencia consiste en que aquéllas no son signo invariable de plural, como podrá observarlo el lector en las palabras y frases que he de dar a continuación.

En cuanto a la facilidad de la pronunciación, baste recordar que larguísimas palabras del griego antiguo (nombres propios) son deletreados hoy por cualquiera con la mayor facilidad, como se ve en Anaxágoras, Jenófanes, Epaminondas, vocablos de muchas sílabas, y todas distintas y despejadas. Mientras tanto un alemán no puede leer el cortísimo nombre de Goethe, sin metamorfosearlo en un sonido ahogado, apenas traducible por Geut.

La parte más desconsoladora del griego moderno, parte por fortuna muy expurgable y muy expurgada ya, merced a la piedad de algunos acendrados patriotas helenos, son los neologismos, franceses, italianos y hasta turcos que lo enturbian, las más de las veces sin necesidad.

Compréndese verbigracia, que llamen stofatos, tomando la palabra   —433→   del italiano, a un plato moderno; mas no que innecesariamente digan merci por elkaristó adio por is to kaló (literalmente; vaya U con bien) festa por eorti, y por último jaman (baños, palabra turca) por lutrá.

¡Cuánto más afectuoso no es el is to kaló que el adio, y cuanto más evangélico y eucaristice el efkaristó que el mercí! ¡Cuánto más nacionales en todo caso!

No parecen probar más semejantes neologismos, que el triunfo de lo nuevo sobre lo viejo; el irresistible empuje con que el lozano botón de la mañana se sobrepone al ya leñoso vástago de otros días.

El griego se cae de maduro y viejo, y es tiempo de que se jubile. Parece que el cielo conserva la vida a este anciano de las lenguas, por lo mismo que no le ha dado prole. El latín, reproducido, asegurado en tantas lenguas, cuantas se nombran neolatinas, desapareció. El griego, semejante a los grandes hombres, no ha procreado, y se sobrevive él mismo para representarse.

Muerto él, no podrá ser recordado sino muy débilmente, porque la lengua que más se le asemeja y que vulgarmente pasa por hija suya, la latina, es sólo su hermana.

Él y ella no proceden ni del sánscrito siquiera, también hermano, aun cuando primogénito, sino de una lengua anterior, primitiva, perdida, del Asia Central la lengua Ariana o de los Arios madre de todas las denominadas indoeuropeas.

Los neologismos formados con palabras griegas para designar cosas nuevas, son en cambio, muy lógicos unas veces, muy felices otras.

Nada más racional que aplicar a la yerba de Monsieur Nicot y al acto mismo de fumar, el nombre que en lo antiguo pertenece a humo, que es kapnos, que como tal se eleva al cielo en las hecatombes de la Iliada. Los griegos modernos dicen kapnó.

La bárbara inflexibilidad de nuestras lenguas ha hecho que aceptemos tales como nos vienen, algunas palabras técnicas, ya inglesas, ya francesas, relativas a inventos o descubrimientos. Decimos por ejemplo wagon, sin alterar en lo menor, porque no podemos, esa palabra extranjera. Hoy se escribe vagón.

Mientras tanto los griegos, considerando que designa un carro de vapor, y que para la primer palabra tienen amaxa, y para la segunda   —434→   atmos, combinan ambas y con toda perfección dicen atmamaxa, llamando asimismo al Vapor, atmoplío, barco de vapor. El daguerreotipo se convierte en iliotipía, impresión del sol, siendo tal vez ese el único país donde Mr. Daguerre no entra incorporado a su invento.

Para que el lector juzgue de lo bonitamente que suena el griego moderno, repase las siguientes expresiones familiares: ¿Ti ora ine? ¿qué hora es? Then gnorizo, no sé; ¿Pos onomazis? ¿cómo te llamas? ¿Ti Kámnis? o ¿ti kámnete? en segunda persona de plural, ¿cómo estas? ¿cómo estáis? y también ¿pos egis o pos égete? ¿Xevris elenika? ¿Hablas griego?, ¿Nystazis? ¿tienes sueño? literalmente, ¿no cheas? Ela edo, ela mesa, ela apano, ven acá, entra; sube.

El oriste? que anda en boca de los mozos de café y de toda gente urbana, es el comande de los italianos y otras veces su favorisca; el plait il? y please? de franceses e ingleses, y finalmente nuestro mande usted, haga usted el favor.

El málista es el of course de los ingleses, el sicuro de los italianos y el ¡por supuesto! y ¡cómo no! nuestro. Aunque a las veces no pasa de un mero sí afirmativo.

Un griego que ve llegar a otro, le pregunta ¿si viene de Sira? (una de las Ciclades, largamente celebrada en la Odisea), y el interrogado responde málista.

El negativo ogi, no, es muy gracioso. No diré otro tanto del afirmativo ne, , que para cualquiera que no sea muy griego, tiene el gravísimo inconveniente de confundirse con la más rotunda de las negaciones, que en todas las lenguas europeas es no.

El alfabeto de los griegos, carece del sonido b porque la letra de este nombre (beta) suena invariamente como v y se llama vita.

Para obtenerlo, recurren a la molesta combinación mp, escribiendo mpompa por bomba.

Al estudiar el griego moderno, hay que precaverse contra la significación general que en él tienen, palabras que nosotros tomamos del griego clásico, y que hemos conservado en un sentido limitado y hasta técnico.

Así, por ejemplo, las palabras filósofo y filológico, tan poco usadas entre nosotros cuanto es desconocida la materia a que se refieren,   —435→   son vulgares en Atenas y se leen en la cabeza de todos los diarios, porque significan meramente literato y literario.

Eforía, que recuerda la antiquísima institución de Esparta, y luego de toda Grecia, hoy parece significar apenas una administración o dirección cualquiera, pues por tal la interpreto en esta frase: I Eforía tis ethnikis Bibliothikis, «La eforia» de la biblioteca nacional.

Una tesis es meramente un asiento de ómnibus.

Quizá la abundancia de íes hace un tanto desagradable, o por lo menos extraño el griego moderno (también llamado romaico).

Suenan como i, las letras simples eta, upsilon, iota, y los diptongos ei, oi, etc., como ya creo haberlo dicho antes. En la sola palabra peri-i-gui tís, viajero, entra cuatro veces el sonido de aquella aguda vocal, como en nuestra palabra insignificante, con la diferencia que en esta última las ies se hallan convenientemente separadas, y mezcladas con tan varias consonantes, que resulta un sonido agradable.

La mejor obra sobre griego moderno escrita y publicada en Atenas misma, es el Diccionario greco francés y galohelénico de Ch. D. Byzantius. También hay varias gramáticas en francés y en inglés, y una traducción al griego moderno de Pablo y Virginia, lindamente impresa por Didot en París, así como las «Popularia Carmina Greciae recentioris» en Leipzig.

El arte de hermosear los libros y las bibliotecas públicas, de modo que fascinen aun al más intonso, no ha llegado todavía aquí a su apogeo, como en Inglaterra por ejemplo, donde se presentan con tal brillo, que se concibe que tengan sus enamorados, como en realidad los tienen. El lector me permitirá que aproveche la oportunidad para describirle uno de esos establecimientos.

El salón de lectura o sea el Reading room del «British Museum» de Londres, produce en los sentidos una embriaguez y una fascinación tales, que cree uno entrar a la encantadora rotonda de algunas hadas.

Una «agradable y tenue vibración musical», como la de una caja de música, anuncia a los empleados, tan pronto como se abre la mampara de bronce, que viene gente.

El visitante se halla de improviso en una vastísima y luminosa   —436→   rotonda, coronada por una alta cúpula, tan elegante y tan atrevida (o acaso más) como la de San Pedro de Roma, que sirvió de modelo. Un delicioso aroma de cuero de Rusia, de tafilete, de estantería, el perfume de la sabiduría de los siglos, servido en copa de nácar, y no a manera de aceite rancio, sin más virtud que la intrínseca, viene a lisonjear el olfato y como a abrir el apetito de instruirse.

Los lujosos lomos, filetes y doraduras de los miles de libros circunstantes, a de las molduras de la cúpula, ofrecen a la vista la resplandecencia de una pintura ideal del templo de la sabiduría.

Los pasos de los visitantes y de cuantos andan por el circular salón, se ahogan del todo sin producir el menor ruido, embotados en un piso que parece como de caucho.

Las sillas para los leyentes giran sobre un eje, no sólo para facilitar la operación de entrar y salir, sino para evitar el ingrato ruido de la silla que se arrastra.

En el centro del salón hay un gran mostrador redondo, tras del cual residen los altos empleados esperando los pedidos, que se hacen en tiritas de papel impresas repartidas por la mesa continua del mostrador. Toda la cara exterior de éste, es un estante de dos cuerpos, donde descansan los innumerables y grandes volúmenes del catálogo de la biblioteca, que el visitante consulta a su gusto; toma las señas del libro que apetece, las copia en la papeleta, que entrega a un empleado, y va a esperar tranquilamente a su silla, al frente de una mesa de rica madera, bien forrada de tafilete, y provista de un atril también giratorio.

Las señas del asiento y mesa que uno ha escogido y los cuales están numerados, van incluidas en la papeleta, y el empleado sabe a dónde dirigirse.

Todo el salón puede compararse a una rueda de carro puesta de plano en el suelo. La estantería es la llanta, las filas de mesas que irradian del mostrador central son los rayos, y por último, el mostrador mismo es el cubo de la rueda donde encajan todas las piezas que la componen.

Así como a los carniceros les basta la suculenta atmósfera en que viven para estar crasos, así creo que basta aspirar el ambiente del Reading Room, y vivir en él algún tiempo, para sentirse moralmente robustecido.

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¿Qué extraño pues, que ese museo y sus dependencias, que Londres todo me inspirara una pasión tal, que constantemente lo llamé mis amores de Europa?

Creo que si los grandes hombres de la antigüedad, los filósofos de todas las escuelas, los estadistas, historiadores y artistas célebres, resucitaran por un momento, y salieran en cuerpo a echar un vistazo por la Europa moderna, al volver al seno de la nada podrían formular esta congratulación: «La Inglaterra ha merecido bien de la antigüedad».

En el Reading Room, encontré nuestro «Mercurio Peruano», con una encuadernación, que por cierto no tendrá en la Biblioteca de Lima; las Guías de forasteros publicadas por mi abuelo don Hipólito Unanue en los últimos años del siglo pasado, y multitud de libros raros del Perú o sobre el Perú.

Saltemos ahora, ya que tan cerca estamos, a la «Biblioteca Imperial» de París. Nos hallamos en una larga, vulgar y sucia sala. Qué de batacazos de mamparas que se cierran estrepitosamente y sin misericordia, rechinando en sus gonces enmohecidos, y haciendo estremecerse los aldabones y pestillos que las abruman. ¡Qué renegar, y gruñir, y taconear de empleados que circulan incesantemente, con su casaca hasta los talones y como los bedeles de una aula!

Estos distraen no sólo con sus paseos, sino con las miradas escudriñadoras que la falta de ocupación les hace a veces lanzar sobre los leyentes.

Abismados otras veces detrás de un mostrador en la lectura de tal o cual libro, se fastidian cuando se les va a hacer algún pedido.

Corre a lo largo del salón una mesa continua, y sobre ella están encorvados como caballos en pesebrera, desde el paciente armenio de tajantes uñas y raquítica figura, hasta el bourgeios, que después de haber almorzado una taza de café y un bollo, va a echar la siesta sobre las páginas abiertas de un Lexicon.

Aun el alfeizar de las ventanas que caen al patio, sirven a algunos de duro asiento, y desde allí solía yo distraer mi lectura mirando a los gorriones pendencieros que reñían a pico como dos gallitos en el patio inferior, o que se esponjaban bañándose en una gota de agua.

Ya en estas meridionales regiones el aliento del saber no es   —438→   ambrosía, sino aceite de bacalao, y rancio por añadidura, ni viene servicio en ancha pátena de alabastro, sino en lebrillo de barro.

La Biblioteca de Madrid es (o era) la de París, un poco más chica, un poco más angosta y un poco más oscura.

La de Atenas no tiene nada de particular, aunque como todo lo de esta ciudad, olía a nuevo y a recién estrenado, y recordaba más bien la biblioteca de La Valette en Malta.

Las tiendas de los rapabarbas sí que no olían a cosa fresca y reciente, porque eran como las antiguas barberías de Lima, antes de la aparición de las peluquerías francesas, y en las que solía hallarse el triple oficio de barbero, sangrador y sacamuelas, faltando sólo el de albéitar para hacer un cuadrúpedo completo.

Al entrar a una de las barberías de Atenas:

-Mosié -me dijo mi próximo verdugo.

-¿Couper les chevaux?

-Sí, hombre -le contesté-, les cheveux y no les chevaux (los cabellos y no los caballos).

-¿Cortitos?

-No mucho.

La operación comenzó. Un buen hombre parecía el barbero, pero un bárbaro. Veinte veces me pellizcó el pescuezo con las tijeras. Otras, queriendo sacudir los pelitos del cogote, empuñaba una toalla y me sacudía como a un mueble; o como el criado del Hotel, cuando viendo a las moscas extendidas por el mantel en que yo almorzaba, y que esto me fastidiaba, enarbolaba la servilleta, cayéndoles de golpe creyendo que iba a causarme una gran satisfacción.

-He aquí exclamaba, el único medio de acabar con estas malvadas.

-Esta operación de quitar los pelitos del cogote -decía yo a mí ateniense-, se hace en París con unos cepillos más suaves que la seda.

-¿Se afeita usted? -me interrumpió.

-A ver si puede quitarme esos pocos pelos de la cara -le contesté.

Trajeron entonces una bacina parienta del yelmo de Mambrino, y mi verdugo me la acomodó bajo la barba. En seguida echó a nadar sus cinco dedos gruesos y rechonchos, que parecían unos sapos, por el líquido tibio, pero no perfumado, de la palangana, y en el cual flotaba un jabón de los más ordinarios.

Después de tomarle el pulso al agua y hacerse cargo de su buen   —439→   temple, pescó el jabón y me jabonó la cara hasta la punta de la nariz, limpiándome luego los labios pulcramente con la punta de la toalla.

La rapadura comenzó, y a cada retirada de la navaja miraba yo de reojo a ver si tras de ella no se iba algún jirón de epidermis. De tiempo en tiempo el rapador queriendo calmar la quemazón producida en la piel por su áspera navaja, me pasaba por la cara con bastante tosquedad la palma de su manita gruesa y rechoncha.

Tras esto me presentó la toalla; a continuación otra de hilo que venía de refresco, y, finalmente, sacó su pañuelo de la faltriquera. Acto continuo asaltaron mis narices todos los olores de una despensa, como si el barbero la llevara en el bolsillo. Era una mezcla de olor a queso, a leche vinagre, a pan, una atmósfera de alforjas, y allá por el fondo de todo un vestigio, una reminiscencia de agua de rosa desvanecida.

Mi verdugo se agitaba alrededor mío con aire solícito y benévolo: ya me abofeteaba con su manecita; ya me azotaba con la servilleta; ya finalmente me barría con el pañuelo de despensa envolviéndome en una atmósfera de menestra.

Pagué un dracma y salí. Y pues va de tipos, sigamos con el landlord del Hotel de la Corona. Se llamaba Georgios, Jorge, nombre que goza de favor entre los griegos modernos y era un hombre como de cincuenta años, alto, musculoso, un poco encorvado, de triste figura. Su aspecto interesaba a primera vista, por el abatimiento, los sufrimientos morales y las amarguras que parecía revelar, tanto que aun creí notar que padecía de alucinaciones.

Tal vez provenían todas sus rarezas del largo cautiverio que este infeliz había pasado en África, adonde fue llevado con su familia en tiempo de la guerra de la independencia helénica. De África pasó más tarde a Alemania en calidad de ayuda de cámara. Él mismo me contaba su novelesca historia con un tono uniforme de principio a fin, sin inmutarse ni aun al llegar a la plebeya etimología de su apellido de familia.

-Me llaman Papadsópulos (hijo de babuchas) -decía, porque mi padre comerciaba en babuchas. Papadsópulos, como la mayor parte de los fonderos o dragomanes griegos, hablaba con facilidad y claridad varias lenguas, así de oriente como de occidente; el árabe, el   —440→   turco, el griego, el alemán, el italiano, el inglés y el francés; sin que él pareciera dar la menor importancia a este fenomenal poliglotismo.

Volviendo siempre a su tema favorito o más bien a su manía triste, que era el cautiverio en África, me decía una noche suspirando, sentados ambos a la puerta del Hotel, que caía a la Plaza del pueblo, nueva y flamante como todo lo de Atenas moderna:

-¡Ah! si yo hubiera querido quedarme entre los musulmanes y cambiar de religión, a la fecha sería Bajá como otro compañero mío; al paso que ahora, ya usted lo ve, no soy más que un pobre criado -y remachó la oración con otro gemido. No dudo que el Bajalato frustrado; el Bajalato casi habido y por siempre perdido, era lo que constituía al mayordomo melancólico, abatido y alucinado.

¡El desconsuelo del corazón conduce a la manía!

Con todo, nuestro Babuchero, como todo hombre que ha nacido o vivido mucho tiempo en la esclavitud, tenía todos los funestos resabios que ese estado anormal imprime al carácter del mejor hombre. Así, entre los celajes serenos de su dulzura y timidez se veían cruzar a las veces, torvos y encapotados los nubarrones de la bellaquería, de la astucia, del disimulo, que fulguraban y relampagueaban siniestramente.

¡No sabe un pueblo el daño que hace a otro, con dominarlo y tiranizarlo por mucho tiempo!

Como la mayor parte de los fonderos, dragomanes y comerciantes del Oriente, maese Georgios tenía adoración por los ingleses. Cuando el vapor nos traía alguno de ellos, el taciturno landlord se transformaba, y su triste figura adquiría animación. Ya para él no existían más huéspedes en la casa. Se olvidaba de todos y de sí mismo, y aun del bajalato manqué. Olvidaba también por completo que hablaba varias lenguas, y sólo se le oía expresarse en inglés, por más que uno le buscara la boca en otra lengua, inclusive la patria.

Yo dejaba de ser monsieur o Kyrie, como más familiarmente me llamaba en sus expansiones de los días solitarios, y solo era sir, gentleman.

El hijo de las babuchas comenzó por interesarme tanto, que a poco más lo hago el protagonista de una leyenda griega, que por entonces fraguaba en mi magín, porque mi vida en Grecia fue toda de sentimiento. Pero las flaquezas que posteriormente descubrí en el   —441→   redimido cautivo, la degradación moral de maese Georgios (que es la de casi todo su pueblo) lo despoetizaron a mis ojos.

¿Qué deducir de aquí? Que el viajero poeta debe pasar por las ciudades como la abeja zumbando por las flores, sin detenerse mucho en ninguna hasta dar con el amargor; como el céfiro por las florestas, para no recoger sino perfumes; como el agua por las piedrecillas y conchuelas, sin asentarse tanto, que el turbio fondo comience a alborotarse y a dar de sí su cieno y sus impurezas. De este modo debe viajar el viajero poeta, sin exprimir, «sans peser, sans rester», dejando al viajero filósofo, al anticuario, al crítico, el cargar sobre las cosas hasta desentrañarles sus más íntimas y amargas verdades.

¡Otro de mis tipos domésticos era Theodoritis, el que al almorzar me espantaba las moscas aplastándolas de un servilletazo en pleno mantel! Tal fue el ayuda de cámara que la suerte me deparó durante mi mansión en Atenas, en el Xenodogío tú stégmatos.

Theodoritis acababa de llegar en esos días de la microscópica isla de Cerígo (o Chérigo como él decía) su patria, y se iniciaba como fámulo en los misterios de la vida de hotel. Trasplantado repentinamente de su salvaje rincón al continente, a la capital de la Hélade o Grecia, el pobre diablo parecía exagerarse su pequeñez, y temblaba delante de los huéspedes del Hotel, como si en cada uno de sus pasos hubiera visto el amago de un puntapié.

Habría sido bueno amasarlo con un criado de Lima, de esos que se salen de una casa porque... ¡porque el señor les puso mala cara! ¡Vidrios venecianos, melindrosos y delicadísimos zoquetes, que creen, o mejor dicho, que pretenden ganar el pan de cada día sin tener que pasar por algo!

El mayor castigo y el mejor correctivo que se podía dar a una gran parte de los peruanos, sería quitarles el Perú.

La idea de ponerse a la altura de los demás sirvientes de la casa, amaestrados en el oficio, parecía preocupar al infeliz Theodoritis, quien por lo visto conocía la emulación. El tipo que más llamaba su atención era sin duda el de un mozo Magyar o por lo menos húngaro, tan corrido y tunante, cuanto el de Clérigo era bisoño. Rodando tierras había ido a parar a la de Atenas; mas como un pillastre de ese fuste necesitaba un escenario más vasto que la modesta corte del rey Othon, no tardó en desaparecer casi clandestinamente, dejando   —442→   a medio desasnar al cerril poblador de Chérigo, no obstante su más que buena voluntad.

Quizá el novato doncel abandonado a sus solos impulsos habría producido algo bueno; pero el afán de representar un papel que no le cuadraba, le hacía incurrir en mil extravagancias.

A veces me figuraba ver en él la expresión viva de su isleta o islote: acaso la isla misma, que personificada en el buen Theodoritis, se paseaba por el Hotel, flotante como la antigua Délos.

Cuando salía de paseo Theodoritis (o Animalitis) era de vérsele. Echaba la cabeza atrás y caminaba erguido y con los párpados bajos como un hombre poseído de profundo respeto por sí mismo. Al verlo así me sonreía, lo que probablemente le lisonjeaba, acostumbrado a que en el Hotel lo mirara de reojo, tal era la antipatía que me inspiraba esta infeliz y extraña criatura; porque, aunque no feo, y más bien bonito, poseía una de esas figuras desgraciadas y desmanteladas que fastidian; y esos ojitos renegridos y redondos como los de un ratón; o como dos cuentas de azabache, y que al mirar con su negro de hollín, hincan como clavitos de fierro, rodando en una fisonomía de ente sobrenatural o aparecido.

Era de los que se miran en su sombra al andar, y uno de esos tipos fatídicos de hechicero de cuento, que espeluznan y predisponen a la epilepsia.

-¿Qué le parece a usted? -me dijo poco después de habérmelo presentado, maese Georgios.

-No me gusta -le respondí.

-Ni a mi tampoco -me replicó-; y tanto llegó a cargarme el pobre mozo, que sus pasos, su voz, su delgadita sombra, dibujada en la pared por las noches, sus espaldillas de aletas de ángel, todo me descomponía.