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Perfiles del sabio cristiano: el biblista

Javier San José Lera


Universidad de Salamanca

En el principio de la sabiduría fue la serpiente y por ella la culpa. Pero la sabiduría también es dicha, pues procede de Dios y a él nos acerca. Entre la conciencia de una sabiduría pecaminosa que incita a la soberbia, y la sabiduría como bienaventuranza que nos pone cerca de Dios e invita a cumplir sus leyes se mueve el sabio cristiano áureo, a partir de ideas bíblicas, difundidas ampliamente en el mundo medieval1.

¿Quién es un sabio cristiano? En torno al término sabio se mueve un campo semántico amplio que incluye sustantivos referidos a la scientia como posesión de conocimientos. Pero el sabio áureo concibe además la sabiduría como sapientia, un ideal de vida que aspira a la felicidad eterna; y sabio es también quien ha conseguido rodear su vida de epicúreos placeres a la manera horaciana; el prudente estoico es también sabio: incluso podemos llamar sabio al que escépticamente ha llegado a la conclusión de que nada se sabe, como Francisco Sánchez. Sin embargo, el sabio áureo es sobre todo -con independencia de su opción vital- el intelectual por profesión, que trabaja con los libros y desde los libros comunica sus saberes2. Así concebido, el modelo del sabio en el ámbito de la cultura libresca áurea nos pone cerca de la figura del humanista.

No obstante, la identificación de sabio áureo y humanista no resulta en unos perfiles nítidos. Baltasar Céspedes, sabiendo que la definición es el inicio de toda ciencia, ya en 1600 llama nuestra atención acerca del uso engañoso de la palabra humanista:

Todos nombran las Letras Humanas y todos llaman humanistas a muchos, pero si preguntamos qué son Letras de Humanidad, y qué es lo que profesa aquel a quien llamamos humanista, qué partes tiene su facultad, qué contiene cada una de ellas, quizás hallaremos pocos que nos lo sepan decir.



La necesidad de definir el concepto de humanista dio lugar a reflexiones tempranas como la de Céspedes, que han ido acotando el territorio3 La reflexión similar sobre la modificación que experimenta el término cuando se le pospone el adjetivo cristiano ha sido también abundantemente planteada, sin que esa discusión parezca haber tenido efecto en el uso que hacemos de él en la cultura española del Siglo de Oro4. A perfilar este concepto en busca de rasgos distintivos dedico mi reflexión.






I

Se ha señalado que las «letras humanas» se oponen a las «letras divinas», que parecen quedar relegadas después de su relevante presencia en la cultura de la Edad Media5. En aplicación de esta oposición, y como herencia de los planteamientos clásicos de Burckhardt, se excluye de la categoría de humanista al teólogo y se entiende que el humanista cristiano es un humanista laico que a veces se orienta al magisterio moral y cívico6. Lejos de esta oposición (que quizá valga para un primer momento del humanismo italiano, pero que con el transcurrir del tiempo supone una clara simplificación frente al humanismo maduro de otras naciones) es la práctica de las «letras divinas» lo que convierte a un humanista en «humanista cristiano»7. Porque en realidad los primeros modelos de humanistas cristianos, Jerónimo o Agustín, fueron conocedores de lenguas, estudiosos de textos, de los clásicos y de la Biblia, y luego (no sé si por eso o a pesar de eso) santos. Y de ellos aprendieron (casi imitaron, cada uno según la limitación de sus fuerzas o de sus facultades) los posteriores humanistas cristianos del Renacimiento8.

Por la parte que toca al sustantivo parece claro que el humanista cristiano actuará atento a las humanidades: y así le vemos formándose en lecturas y comentarios de clásicos; muchos de los llamados humanistas cristianos son profesores de lenguas clásicas o han comentado o traducido a autores clásicos. Sin embargo, al aplicar el adjetivo cristiano se produce un desplazamiento de los contenidos que puede generar algunas ambigüedades. ¿Hablamos de unos imprecisos «valores humanos»? ¿Hablamos de un comportamiento moral del humanista y de una concepción moral del mundo? ¿O de la propuesta educativa de unos valores éticos de reforma pedagógica, social, económica y política de cierta actualidad? ¿O en fin de cuestiones de religión y teología (el valor de los sacramentos, el anticlericalismo, la autoridad del Papa, la justificación por la fe, etc.?)9. La religiosidad del mundo renacentista es compleja y poblada de ramificaciones: evangelismo, devotio moderna, interiorización, reforma protestante y católica..., y en todos estos campos se puede expresar el sabio cristiano. Pero no debemos olvidar que el punto de partida del humanismo es el cultivo de las humanidades y el trabajo textual con los clásicos; y que la aportación del humanismo cristiano en este complejo mundo será el método de trabajo y su aplicación a los textos de la tradición cristiana.

Ciertamente la unión de estos dos términos, humanismo y cristiano, encierra la conjugación de dos realidades aparentemente contradictorias: lo humano entendido como actividad civil, que propone una formación en letras orientada a la vida en la polis, como explicó Hans Baron; lo «cristiano» entendido, sin embargo, como reflexión teológica encaminada a la piedad, como forma de vida individual. Así, el humanismo cristiano se entiende como la unión de letras y piedad, la docta pietas como aspiración de erudición y acercamiento a Dios o como un ideal educativo surgido de la voluntad de compaginar la doctrina cristiana con la cultura latina. El punto de partida para esta concepción del humanismo cristiano en el Renacimiento son Valla y Erasmo. En ellos la religiosidad humanista se fundamenta en el retorno a las fuentes del cristianismo, la exhortación a la lectura y reflexión personal de la Biblia, la vivencia individual del cristianismo interior sobre el modelo de Philosophia Christi: pietas et litterae10.

Siendo verdad, esa visión puede provocar sin embargo algún grado de imprecisión, pues insiste en sólo una parte de lo que le es propio al humanista en el terreno de la religión y precisamente la parte que viene después. Creo que antes que por una religiosidad, entendida como elemento integrante de la educación moral del individuo, debemos insistir en la caracterización del humanista cristiano por una actitud «filológica», que consistirá en un método crítico con voluntad de ciencia en el trabajo intelectual con las fuentes textuales que le son propias, la Biblia y los Padres11. Así lo reconoce el Brocense al opinar sobre Erasmo en su segundo proceso que «Erasmo era muy docto en letras de humanidad y que había hecho mucho servicio a la Iglesia en lo que escribió sobre la Escritura» (Proceso, p. 107, subrayados míos).

El adjetivo cristiano, aplicado al humanismo en su contexto histórico renacentista, no tiene tanto que ver con la concepción de un mundo organizado desde la pietas, o con la calidad moral del individuo, ni siquiera con la confianza en la salvación como objetivo final de una labor pastoral, sino con la procedencia de los textos con que trabaja, el objeto de estudio y con la perspectiva metodológica adoptada. Lo caracterizador del humanismo cristiano en el Renacimiento es, a mi entender, no tanto el contenido humano de la religión (que tendría su expresión máxima en ese cristocentrismo teológico de raíz paulina encaminado a la pietas, y que vendrá después, como consecuencia del estudio), cuanto la orientación exegética del estudio de las lenguas, el modo filológico de acceso a los textos para declararlos de múltiples formas y explicarlos de manera comprensible12. Si el humanista, al decir de Baltasar de Céspedes, comienza por aprender los lenguajes para interpretar los escritos del pasado, el humanista cristiano orienta ese aprendizaje lingüístico a la edición e interpretación de un texto que se convierte en el centro de su ejercicio: la Biblia. Si el protagonista del humanismo es el gramático, el erudito experto en lenguas clásicas y antigüedades greco-romanas, a las que accede con ayuda de técnicas y métodos bien elaborados que son los de la filología, al protagonista del humanismo cristiano habremos de buscarle un perfil similar13; pero aplicado ahora a otros textos, no a los poetas o historiadores, sino a los textos de la tradición cristiana, los bíblicos, que el humanista cristiano edita, traduce, anota o comenta. Si no precisamos esta actitud «científica» o metodológica ante el texto como marca del humanismo, caemos en la generalización de llamar humanista cristiano a cualquier autor cuyos escritos trasluzcan unos ideales espirituales de raíz paulina destinados a la formación moral del cristiano. Y entonces, toda la literatura espiritual del siglo XVI es humanismo cristiano. Para mí, el humanista cristiano es antes que nada biblista.

Esta perspectiva se fija ya, casi en todos sus términos, en la primera introducción sistemática a la exégesis bíblica, el De doctrina christiana de San Agustín, un texto clave mucho más que por la aplicación de la retórica clásica al mundo cristiano (aspecto casi limitado al libro III) por la definición completa del ideal de sabiduría del sabio cristiano14. Ya en el prólogo establece su propósito: presentar las normas para que «los estudiosos de la Escritura» puedan exponer con claridad lo que deseen. Queda claro que la exposición de la Escritura no es negocio que pueda atenderse sin preparación; es el experto, que se ha formado mediante la lectura y la reflexión, a quien compete el oficio de explicar un texto cuajado de dificultades lingüísticas (el hebreo es lengua ambigua) y teológicas. La inteligencia de la Escritura requiere además que el sabio lo sea no sólo por su ciencia, sino también por la bondad de su vida. Sabiduría es así, referida al sabio cristiano, un concepto complejo, que añade a la ciencia la bondad, a los saberes propios del erudito la conciencia de que la verdadera sabiduría procede de Dios y a él debe encaminarse; el studium es entonces dedicación esforzada a la adquisición de saberes para ser doctus y a la purificación del alma para ser sapiens (II, 38, 57); método y temperamento.

El ejercicio del biblista requiere una serie de actividades científicas, de las cuales la primera es la lectura; la siguiente la investigación de los preceptos, y la tercera la declaración de los lugares oscuros mediante los claros (II, 9, 14). Y aquí comienza la verdadera formación humanística del biblista, pues la primera herramienta que requiere es el conocimiento de las lenguas latina, griega y hebrea (II, 11, 16); la segunda, el cotejo de los códices para enmendarlos, es decir, la actividad propia del crítico textual; la tercera, el uso de las ciencias auxiliares, incluso de las profanas (II, 18, 28). Por este camino entran en el currículum del biblista la Historia, las Ciencias Naturales y Mecánicas, la Astronomía, y el resto de saberes que organizan la cultura medieval, de la Dialéctica a la Aritmética15. Y con ellas el doctus christianus podría aplicarse con sumo provecho para todos a la elaboración de libros utilísimos para la comprensión de la Escritura, sobre los nombres de los animales, las plantas, las piedras, los metales, los números, la historia profana, etcétera (II, 39, 59) es decir, la exposición de realia que con frecuencia llevarán a cabo los humanistas del siglo XVI.

El libro IV fija desde el inicio el officium doctoris christiani: tractator Divinarum Scripturarum (IV, 4, 6). Un poco más adelante lo especifica: la sabiduría del doctor christianus no se contenta con leer o memorizar la Escritura, sino que debe con diligencia indagar los sentidos y la comprensión del texto, esto es, actuar como un erudito, pero sabiendo que el fin último de la sabiduría es Dios (IV, 5, 7). Sapientia et eloquentia es la pareja clave que resume la actividad del biblista, ut appareat quod latebat, para que se aclare lo no evidente, pero también como instructor de lo bueno y de lo malo (bona docere et mala dedocere), defensor de la fe y debelador del error (defensor rectae fidei et debellator erroris). De esta doble condición de la sabiduría derivan dos actividades del doctor christianus: una, la del especialista en Biblia, dotado de las armas del humanista (lenguas, crítica textual, ciencias profanas auxiliares) y centrado en editar, traducir, comentar correctamente la Escritura, texto profundo y difícil que requiere no sólo un lector u oyente, sino un experto expositor (IV, 21, 45). Esta es la labor que específicamente podríamos llamar científica, «humanista». Otra, la de quienes, con mayor o menor formación, se dedican a transmitir doctrina moral.

Me he detenido en el texto de san Agustín porque por su autoridad será un referente esencial en la formación del ideal del sabio cristiano en el Siglo de Oro, y en la discusión hermenéutica que lo caracteriza, como veremos después16.

El tractator Divinarum Scripturarum (studiosus, indagator, scrutator son otros términos que san Agustín aplica al doctor christianus) podía hacer varias cosas con la Biblia desde presupuestos profesionales y científicos: editar, es decir, preparar un texto mediante la collatio codicum; traducir, total o parcialmente, en prosa, pero también en verso (sobre todo los salmos), al latín o a lenguas vulgares, verbum a verbo o ad sensum, y la diferencia de método implicará una intención diferente de la traducción; anotar mediante apostillas, glosas marginales, o escolios finales, proponiendo traducciones alternativas, subrayando cuestiones filológicas o anotando brevemente sentidos diversos: comentar, es decir, explicar los diferentes libros que integran la Biblia, proponiendo distintos sentidos y adoptando diversos géneros. Tan diversos como se señala en el prólogo al lector de los Comentarios a Job de Cipriano de la Huerga (Alcalá, 1582):

Namque iuxta cuiusque methodi proprietatem videas fere innumeros librorum titulos ut Isagogen, Concordias, Scholia, Harmonias, Syllegmata, Paraphrases, Explanationes, Enarrationes et id genus alios, Quae omnia satis indicant quam multiplex ac varia forma sit exponendi divina volumina.



Muestran estas diferenciaciones la precisión terminológica a la que se ha llegado en el Siglo de Oro en la ciencia propia del humanista cristiano, la exégesis, y obliga a tener presentes sus géneros, orientados a la erudición o a la divulgación. En este territorio profesional del humanista cristiano se acaba distinguiendo una casuística minuciosa en uno de los manuales exegéticos de mayor prestigio, la Bibliotheca Sancta de Sixto Senense, el texto que pide fray Luis para elaborar su defensa y el que pide también Gudiel con el mismo propósito. Allí pueden verse, dispuestos en cuadro y posteriormente explicados, todos los géneros de exposición methodica de la escritura; hasta 24 tipos (pero son innumerables, dice) desglosados todos ellos mediante un sistema de llaves hasta generar una casuística asombrosa17. El cultivo de los géneros académicos de la exégesis es la marca del humanista cristiano en la España del Siglo de Oro, aunque pueden aparecer mezclados o encubiertos, como es el caso, entre otros, de los Humanae Salutis Monumenta de Arias Montano, mezcla de libro de horas, libro de emblemas y Biblia ilustrada, La perfecta casada, comentario moral al capítulo último de los Proverbios en forma de epístola o De los nombres de Cristo, diálogo ciceroniano que da marco a una abundante explicación de pasos bíblicos. Además, la labor del humanista aplicado a la Biblia produce otras obras de contenido no específicamente exegético: gramáticas, imprescindibles como punto de partida para el conocimiento de las lenguas bíblicas, y en particular de la lengua hebrea (como la de Cantalapiedra, Institutiones in Linguam Sanctam); libros de método hermenéutico como las Regulae intelligendi scripturas sacras de Francisco Ruiz de Valladolid, los Decem Hypotiposeon de Cantalapiedra, las Regulae de sensibus scripturae de Sebastián Pérez, o incluso el De locis theologicis de Melchor Cano. O los trabajos sobre los realia bíblicos: historia, costumbres, arqueología, arquitectura, medidas, etcétera.

En resumen, creo que una perspectiva formal, más que doctrinal, es la que debe aplicarse inicialmente a la explicación del concepto humanismo cristiano, de forma que sea el trabajo y modo de acceso a los textos lo que determine la actividad del humanista. Si el comentario, la glosa, el escolio, la anotación, la traducción, todo género de declaración de textos clásicos y su edición caracteriza la obra del humanista18, el humanista cristiano hará lo mismo pero con los textos de su tradición, los bíblicos sobre todo, comentando, anotando, traduciendo, editando.




II

Pero me asalta otra pregunta: ¿la mera dedicación a la exégesis asegura ya la categoría de humanista cristiano? Un repaso a la Bibliotheca Nova de Nicolás Antonio nos ofrece una larga lista de autores dedicados a comentar la Biblia en el siglo XVI. ¿Llamaremos a todos humanistas cristianos? Y si no, ¿cómo establecemos las diferencias? ¿Qué distingue a León de Castro cuando comenta a Isaías de Grajal, quien a su vez comenta a Miqueas, o de fray Luis de León o Arias Montano? Parece que necesitamos otro elemento de precisión en nuestro proceso de perfilar al biblista como sabio cristiano. Es decir, será preciso buscar ese elemento que sumar a la definición formal -el cultivo de las letras divinas- para completarla, añadir al objeto y al método el temperamento intelectual, a la eruditio la sapientia.

Los procesos inquisitoriales a algunos biblistas son piezas históricas que nos proporcionan claves para entender la manera de revestirse en el siglo XVI los temas de discusión preferente en el entorno del biblismo y su infiltración en la cultura del Siglo de Oro. Permiten profundizar en el método que caracteriza la labor profesional y la nueva actitud intelectual del sabio cristiano, para llegar a sintetizar lo que constituye la esencia del humanismo cristiano.

Desde las primeras denuncias se constata una crítica al gusto por las novedades; el 18 de febrero de 1572 Bartolomé de Medina declara que

en la Universidad de Salamanca hay mucho afecto a cosas nuevas y poco a la antigüedad de la religión y fe nuestra y que esto es lo principal que se debe remediar [...] A los dichos tres maestros Grajal, León y Martínez ha visto este declarante afectos siempre a novedades.


De Cantalapiedra se dice en su proceso: «es novelero este señor que tal dice y amigo de novedades, menospreciando las vejeces católicas». De estas acusaciones se extrae la proposición 4.ª de la acusación: Non est respectus neque afectus antiquitatem, sed ad nova dogmata et particulares sententias (p. 3). A ello responde Martínez:

Dice que trato yo con ciertas personas amigas de letras humanas y de cierta cualidad; yo aseguro que hombre tan apartado de cuantas conversaciones hay que no le debe de haber en España. Porque en el barrio, por que no me estorben mi estudio, yo no hablo a nadie, sino a don Juan López u al doctor Becerril y el doctor Enríquez y don Antonio de Quesada, que no son humanistas... Voy a mi lición y de ahí a los libreros y tórnome a casa [...] Las novedades que dice son que el maestro fray Luis y Grajal y yo defendíamos la Biblia de Vatablo.


(p. 211)                


Sumamente interesante resulta este testimonio en el que se identifica el peligro de la novedad con las letras humanas y su aplicación a la Escritura. A quien carece de preparación suficiente le parecen novedades los fundamentos de la sabiduría cristiana concebida modernamente; por eso atacando al dominico Medina ironiza Cantalapiedra: «pues los secretos de la lengua santa, si le parecen nuevos, será para él, que no reza otras horas canónicas si no esto».

El conflicto entre lo nuevo y lo viejo enfrenta dos conceptos de la ciencia bíblica, el basado exclusivamente en la tradición eclesiástica entendida como autoridad, y el fundamentado en un más perfecto conocimiento de las fuentes y que aplica sin temor las consecuencias científicas del método19. Las «novedades» del Brocense, por ejemplo, consisten en proponer correcciones iconográficas de la tradición o mejor comprensión de pasajes bíblicos desde la filología, porque lo saca «de los antiguos latinos y griegos y se ve en las pinturas de mármol de Roma», o porque «lo dice Josefo en su historia». La afición a «novedades» filológicas (como cargarse de un plumazo a las once mil vírgenes), el ser «amigo de ir contra lo común» (p. 52) le vale al Brocense la reprensión del santo oficio, «mandándole que no se meta en cosas de Sagrada Escritura, sino en sola su gramática, pues no sabe más [...] sino que le parece que con lo que sabe de latín tiene licencia de hablar en teología y en la Sagrada Escritura, y para decir mal de los teólogos que no saben nada: arrogancia ordinaria de herejes destos tiempos» (p. 82).

Este gusto por la novedad, apartándose de las opiniones comunes alimentadas de ignorancia filológica, es actitud propia del humanista, y del humanista cristiano, orgulloso de su saber y elitista. Por eso me parece un desenfoque el sentido en que entiende Américo Castro la «desestima de la innovación» como un riesgo para la forma interior de vida del español, frente a lo externo; más justo parece en cambio Maravall al poner en relación el humanismo con el descubrimiento del valor de novedad que conducirá a las síntesis progresistas del siglo XVIII y al caracterizar a la sociedad conservadora barroca con el rechazo a la novedad ideológica20. La novedad es el elemento conflictivo en no pocas cuestiones teológicas: la novedad, lo nuevo es sospechoso. Por eso cuando fray Luis de León testifica ante la Inquisición sobre las cosas que imagina pueden haber movido a sospechar de su ortodoxia, va apostillando: «no sé si a alguno le ha parecido novedad» y más adelante, «No sé si a alguno, por no entendello bien, le ha parecido nuevo», y «no sé si a alguno le ha parecido cosa nueva, aunque a la verdad es de lo más cierto y antiguo que hay en la doctrina eclesiástica»21.

El repudio a las «vanas invenciones y nuevas doctrinas» lleva a identificar a quienes se dedican a trabajar filológicamente con la Escritura como «amigos de novedades». La construcción del edificio teológico medieval se había hecho desde interpretaciones bíblicas y dogmáticas convertidas en tradición incuestionable; algunos deseos de renovación espiritual se construían atendiendo a la construcción de nuevos sentidos que se desprendían del mejor conocimiento de los textos. Ser afecto a cosas nuevas supone entonces instalarse en esta nueva actitud exegética, que comporta cierta «temeridad»22.

Sin embargo, la novedad en este campo de la exégesis es más bien relativa. Lo que hay es una vuelta a principios agustinianos, que es interpretada como «novedad», pero que no es tal. Respondiendo a Bartolomé de Medina de las acusaciones de ser amigo de novedades, dice fray Luis de León que «como él ha visto poco y moderno, a quien desvuelve lo antiguo y lo que está en los santos y en los concilios, y lo trae a luz, llámale amigo de novedades»23. San Agustín había establecido sin dudas varios principios de los que se alimenta el humanismo cristiano:

1.- La necesaria formación filológica, que se especifica en el conocimiento de las lenguas bíblicas y en el recurso, cuando es necesario, a los originales para subsanar las dudas: «El mejor remedio contra la ignorancia de los signos propios es el conocimiento de las lenguas. Los que saben la lengua latina [...] necesitan saber otras dos para el conocimiento de las Escrituras Divinas: la hebrea y la griega para que puedan recurrir a los originales cuando la infinita variedad de los traductores latinos ofrezca alguna duda» (II, 11, 16)24. O la revisión de los códices para presentar el mejor de los textos posibles, eliminando los errores de los copistas; algo que a fray Luis de León le vale la acusación de restar autoridad a la Vulgata25.

2.- Novedad se considera también la preferencia por el sentido literal dentro de los posibles en la interpretación de la Escritura, que se asimila a la actividad de los exegetas judíos. «Los verdaderos comentarios son aquellos que declaran rigurosamente la letra» había dicho Céspedes (p. 245) del humanista; pero el humanista cristiano tiene problemas para llevar a efecto este principio: la exégesis judía en el siglo XVI practicó la explicación literal mediante los mecanismos tradicionales de la Cábala y las novedades de aproximación gramatical y retórica al texto bíblico26; así, el predominio de la hermenéutica literal en los humanistas fue vista como indicio de filojudaísmo. Del recurso sistemático a los originales por parte del comentarista se sacan consecuencias sobre la preferencia por las interpretaciones rabínicas frente a las patrísticas. En carta a Arias Montano de 1570 se queja fray Luis de León de que para León de Castro «todo lo que es letra o que tiene cosas de haber nacido de rabinos es para él cosa descomulgada». Por eso, la acusación de judaizar no se refiere tanto al origen converso o no del biblista sino a su actitud metodológica, que entraña riesgos para el dogma. Uno de los testigos que deponen contra Gudiel le acusa de «Que se daba tanto a la letra [...] que no le contentaba tanto que los hombres doctos truxesen otro sentido, sino el literal»27. Pero también la defensa del sentido literal como base para el esclarecimiento de los sentidos figurados es de origen agustiniano (III, 27, 37).

La actitud de los «sabios alegorines» incapaces de leer en la Escritura otra cosa que lo ya explicado por los santos en sentido espiritual, incomoda a los maestros que como Cantalapiedra se plantean otra cosa y toleran mal la ignorancia cómoda disfrazada de celo:

leyendo el sentido literal sale algún estudiante a interrumpir a este confesante el hilo que lleva y con alguna alegoría que ha oído predicar, y este suele decir para interrumpir al tal estudiante y que no vaya adelante: con qué sale el sabio alegorín [...] no entiende lo que digo y vase al alegoría.


La letra se opone a la alegoría, la novedad humanista a la tradición de los santos. No es que se desprecie la alegoría, de larga tradición exegética medieval, pero se es consciente, porque se ha leído en san Agustín (y en Santo Tomás) de la necesidad de construir los sentidos desde el literal.

3.- De la aplicación de los conocimientos filológicos al texto recibido se extraen otras consecuencias: las propuestas de nuevas y más precisas traducciones y de correcciones de los códices, de las que se extraen nuevas interpretaciones, quizá contradictorias con las establecidas por la tradición patrística. Por eso en torno a la traducción y sus problemas se dirimen muchas de las cuestiones que son interpretadas también como novedades. La traducción es no sólo instrumento de divulgación de contenidos piadosos, sino elemento esencial e inicial de la exégesis: la traducción es siempre una interpretación. Traducir no es sólo verter palabras para transmitir contenidos o ejercicio retórico escolar de adquisición de estilo literario; traducir es interpretar y la traducción una forma de exégesis28. Así, en la prohibición de traducciones al vulgar no debe verse solamente la voluntad de impedir el acceso común a los textos sagrados -aunque también-, sino además, el deseo de evitar el peligro de la propagación de sentidos nuevos contra la consuetudo ecclesiastica.

Los problemas hermenéuticos de la traducción tienen que ver con la ambigüedad de la lengua hebrea, como recuerda también san Agustín (III, 27, 40); allí justifica la oscuridad por disposición divina, para evitar tanto la soberbia del erudito, como el desprecio hacia lo excesivamente fácil (II, 6, 7)29. En el proceso de Cantalapiedra leemos algunos juicios iluminadores, como que

una cláusula de la Biblia se expone de muchas maneras, y así de una manera expone la Vulgata, y es de fe; de otra los hebreos, y así dice san Agustín que quiso Dios fuese la Escritura ambigua para que fuese más fecunda y luciese muchos sentidos


Y en otro lugar: «Que la lengua hebrea es equívoca, yo no tengo la culpa; pídanlo a Dios que la hizo» (p. 212). Cuando fray Luis de León actúa como traductor al frente de sus comentarios, no sigue sistemáticamente la Vulgata, sino que su traducción ad verbum está muy cerca de la literalidad de Pagnino, e incorpora como rasgo de estilo la ambigüedad, que no sólo pretende reflejar el «aire hebreo», el estilo, sino que es el mecanismo que permite la interpretación compleja, la «preñez de sentidos», pues de la ambigüedad se derivan las interpretaciones múltiples30.

La traducción es así un ejercicio hermenéutico, donde lo que importa es asegurar la multiplicidad de los sentidos. Por eso, quien comenta directamente de la Vulgata sin más matiz de otras traducciones, acomodándose a lo dispuesto en Trento, está perdiendo un elemento clave del método hermenéutico del humanista cristiano. La posibilidad de entender lugares de la Escritura de manera diferente a como lo hacen los santos, que se deriva de las nuevas traducciones propuestas al hilo del mejor conocimiento de lenguas y particularmente del hebreo, es novedad y comportamiento «arrogante y temerario», como se acusa a Cantalapiedra (véase supra n. 22).

¿Cuál es en fin la actitud del humanista cristiano ante su ciencia? El repaso de estos temas centrales de la hermenéutica del siglo XVI muestra a los humanistas cristianos marcados negativamente por sus adversarios como «afectos a las novedades», que son en realidad aplicación sin prejuicios de principios hermenéuticos (de crítica textual, traducción e interpretación de sentidos) de la tradición eclesiástica, elaborados por san Agustín. Las acusaciones de heterodoxia que se derivan de ese gusto por la novedad, son el resultado de una no aceptación -o no sin discusión- de lo impuesto por una tradición que se respeta pero que se siente mejorable. Quizá la categoría de humanista cristiano deba reservarse entonces para quien ofrece un planteamiento metodológico que, a pesar de ser tradicional, es arriesgado según el signo de los tiempos, porque se interpreta como novedad, y esa novedad implica cierta actitud de subversión de los valores impuestos por la ideología dominante y de arrogancia intelectual: «Los tiempos andan peligrosos; cierto sería mejor andar al seguro y sapere ad sobrietatem» dice Cantalapiedra31. El miedo a la novedad y la moral de acomodación son contrarios al compromiso intelectual de los biblistas, conscientes de que los temas no son nuevos, pero plantearlos en esos «tiempos recios» es peligroso.

Así como los humanistas ponen la novedad de su esfuerzo en un retorno a las fuentes clásicas y en una imitación del estilo de los buenos autores, los humanistas cristianos retornan a las fuentes y encuentran en la relectura de san Agustín los argumentos de la tradición para justificar sus novedades hermenéuticas, que quieren más científicas, más modernas, casi más racionalistas, por menos dogmáticas, pero que no son nuevas, sino renacidas y aplicadas sin prejuicio32. Esta actitud es la que diferencia a quien simplemente cultiva la exégesis con más o menos acierto o arte, del auténtico humanista cristiano, un método filológico y un temperamento intelectual que rechaza el acomodo y que muestra que, al menos en territorio español, el humanismo cristiano se resistió a desaparecer con la reforma católica.

Con el transcurso del tiempo, la imposición de los modelos de religión contrarreformista relegarán el biblismo como actividad del humanista cristiano casi al territorio de la heterodoxia, en beneficio de una renovada teología dogmática. Además, el peligro intelectual echa para atrás a no pocos, y las escuelas de lenguas bíblicas se vacían33. El nuevo ambiente no predispone para el estudio bíblico al modo humanista: para la fe basta oír y creer, no es necesario leer y ver a riesgo de caer en la culpa de la soberbia y del error, en la tentación de la serpiente.

E1 asunto es en cualquier caso complejo, requiere mil otros matices y presenta aún múltiples ramificaciones que sería arduo desbrozar ahora. Máxime cuando se reflexiona, como es mi caso, más desde la constatación de incertidumbres que desde el asentamiento de firmezas. He querido simplemente repasar desde la perspectiva de la Filología, un concepto esencial para nuestra cultura áurea; una época en la que en torno a la hermenéutica bíblica se despachan cuestiones intelectuales cuyo peso en la construcción de la historia cultural y literaria es incuestionable y cuya consideración, al margen de planteamientos doctrinales, no deja de ser necesaria para entender el modo de vida y la dimensión histórica del sabio cristiano.

Termino invitando a reflexionar acerca de la definición del humanista cristiano, pues, como sabían muy bien los escolásticos, la definición es el presupuesto de cualquier disciplina. Quizá valga la pena recuperar este viejo principio en nuestro horizonte metodológico, porque puede y debe servirnos para cobrar conciencia de lo débil de nuestras certidumbres, escamoteadas debajo de los nombres aceptados de las cosas.






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