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Tomo II



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Capítulo XI

El �hall� de Rolando



                                                                                            Los pintores muestran ciego a Cupido. �Tiene ojos Hymen?
�O está su vista alterada por esos anteojos
Que padres, guardianes y consejeros le prestan,
Para que a través de ellos mire las tierras y mansiones,
Las joyas, oro y las demás riquezas,
Y vea diez veces aumentado su valor?
                       Las desgracias de un casamiento forzado.


     Luis XI de Francia, aunque el soberano europeo más amante y más celoso del poder, sólo deseaba el goce substancial del mismo; y si bien conocía perfectamente, y a veces exigía con escrupulosidad el ceremonial debido a su rango, era, por lo general, muy despreocupado en materia de exhibiciones.

     En un príncipe de cualidades morales más sanas, la familiaridad, con que invitaba a sus súbditos a su mesa, y a veces se sentaba en la de ellos, podía haber sido muy popular, y a pesar de su modo de ser, la sencillez de costumbres del rey atenuaba mucho de sus vicios ante aquella clase de súbditos que no estaban particularmente expuestos a las consecuencias de sus sospechas y celos. El tiers état, o comunes de Francia, que lograron mayor opulencia e importancia bajo el reinado de este sagaz príncipe, respetaron su persona, aunque no le amaban, y fué apoyándose en ellos como consiguió defenderse del odio de los nobles, que creían ver disminuído el honor de la corona francesa y obscurecidos los espléndidos privilegios de ellos mismos con ese desprecio de su rango que mostraba con los ciudadanos y comunes.

     Con paciencia, que la mayoría de otros príncipes hubieran considerado degradante, y no sin cierto grado de diversión, esperó el monarca de Francia hasta que su guardia hubo satisfecho su gran apetito juvenil. Debe suponerse, sin embargo, que Quintín tuvo demasiado sentido y prudencia para poner a prueba demasiado larga o tediosa su real paciencia, y en el fondo estaba deseando concluir su comida lo antes posible.

     -Veo en tus ojos -dijo Luis de buen humor- que tu valor no está abatido. �Adelante, Dios y San Denis, carga de nuevo! Te digo que la comida y la misa -santiguándose- nunca son obstáculo para un buen cristiano. Toma una copa de vino; pero no olvides ser cauteloso con la botella. Es el vicio de tus paisanos, así como de los ingleses, que, aparte de eso, son los soldados mejores que usan armadura. Y ahora bebe de prisa, no olvides tu benedicite y sígueme.

     Quintín obedeció, y conducido por un camino diferente, pero tan enrevesado como el de la ida, siguió a Luis XI al hall de Rolando.

    -Fíjate -le dijo el rey imperativamente-, que nunca has abandonado tu puesto; que sea esa tu contestación a tu pariente y camaradas; y para refrescar tu memoria te doy esta cadena de oro -poniendo en su brazo una de valor considerable-. Y si cadenas como ésta no sujetan las lenguas para que no hablen demasiado, mi compadre L'Hermite tiene un amuleto para la garganta que nunca falla para realizar cierta cura. Y ahora, escucha. Nadie, excepto Oliver o yo, entra aquí esta tarde; pero vendrán señoras, quizá de una extremidad del hall, quizá del otro, quizá una de cada uno. Puedes contestar si se dirigen a ti; pero como estás de servicio, tu contestación debe ser breve. Pero escucha lo qua ellas digan. Tus oídos, como tus manos, son míos; te he comprado en cuerpo y alma. Por consiguiente, si escuchas algo de su conversación debes retenerla en la memoria hasta que me la comuniques, y después olvidarla. Y ahora que lo pienso mejor, puedes aparentar ser un recluta escocés que acaba de llegar de sus montañas y aun no conoce nuestro idioma. �Bien! Así, si te hablan, no contestarás; esto te librará de apuros y les animará a hablar sin preocuparse de tu presencia. Ya me comprendes. Adiós. Ten cuidado, y ya sabes dónde tienes un amigo.

     Apenas había el rey pronunciado estas palabras cuando desapareció detrás de la tapicería, dejando a Quintín a solas para meditar en lo que había visto y oído. El joven estaba en una de esas situaciones en las que resulta más agradable mirar hacia adelante que hacia atrás, pues la reflexión en que había sido colocado, como tirador en una espesura que vigila un ciervo, para quitar la vida al noble conde de Crèvecoeur, no era en sí muy halagadora. Era verdad que las medidas del rey parecían ser en esta ocasión meramente de precaución y defensivas; pero el joven ignoraba si en lo sucesivo podía ser comisionado para una operación ofensiva del mismo género. Esto sería un asunto desagradable, ya que era evidente, dado el carácter de su amo, que habría peligro de la vida en rehusar, mientras su honor le decía que había desgracia en acceder. Desvió sus pensamientos de este asunto, con el prudente consuelo, tan a menudo adoptado por la juventud cuando ve en ciernes peligros, de que bastaba pensar en lo que había de hacerse cuando llegase la ocasión, y que ya era suficiente haber salido con bien del día de hoy.

     Quintín sacó mejor provecho de esta reflexión sedante, cuanto que los últimos mandatos del rey le habían sugerido ideas más agradables en qué pensar que en sus propias cosas. La dama del laúd era seguramente una de aquellas a las que tenía que dedicar su atención, y de buena gana hizo intención de obedecer parte del mandato del rey y escuchar con diligencia cada palabra que saliese de sus labios con el fin de saber si el encanto de su conversación igualaba a la de su música. Pero, con la misma sinceridad se juró a sí mismo que nada de su conversación sería repetido por él al rey por poder traer consecuencias poco agradables para la bella dama.

     En el ínterin, no había temor de que se durmiese de nuevo en su puesto. Cada soplo de aire que pasaba a través de la enrejada ventana y movía la vieja tapicería le hacía creer en la aproximación del bello objeto de sus esperanzas. Sentía, en suma, toda esa misteriosa ansiedad y esperanza anhelosa que es siempre compañera del amor y muchas veces tiene una considerable participación para acrecentarlo.

     Por fin, una puerta crujió (pues las puertas, aun de los palacios, no giraban sobre sus goznes en el siglo XV con tan poco ruido como las nuestras); mas, �ay!, no fué en aquel extremo del hall en el que se había oído el laúd. Se abrió, no obstante, y entró una figura femenina seguida de otras dos, a las que por señas indicó que se quedasen fuera mientras que ella avanzaba por el hall. Por su manera de andar, imperfecto y desigual, que mostró en desventaja suya mientras atravesaba esta larga galería, Quintín reconoció, desde luego, a la princesa Juana, y con el respeto que convenía a su situación se mantuvo en una actitud adecuada de vigilancia silenciosa e inclinó su arma ante ella en el momento de pasar ésta. La princesa correspondió a la cortesía con una graciosa inclinación de cabeza, y él tuvo ocasión entonces de ver su cara más despacio que por la mañana.

     Poco había en las facciones de esta desventurada princesa que atenuase la deformidad de su figura y su cojera. La cara no era en sí desagradable, aunque careciese de belleza, y había una dulce expresión de paciencia dolorosa en sus grandes ojos azules, que ordinariamente estaban fijos en el suelo. Pero aparte de que su tez era en extremo pálida, su piel tenía ese tinte descolorido amarillento que ordinariamente es signo de mala salud, y aunque sus dientes eran blancos y regulares, sus labios eran delgados y pálidos. La princesa tenía abundancia de pelo rubio, pero tan ligeramente coloreado que casi era de tono azulino, y su doncella, que consideraba la profusión de trenzas de su ama como un signo de belleza, no había mejorado las cosas al disponerlas en bucles alrededor de su cara pálida, a la que comunicaba una expresión casi cadavérica y sobrenatural. Para empeorar las cosas había escogido un vestido de seda verde pálido, que le daba en conjunto una apariencia espantosa y aun espectral.

     Mientras Quintín seguía a esta singular aparición con ojos en los que la curiosidad se mezclaba con la compasión, pues cada actitud y movimiento de la princesa atraían este último sentimiento, dos damas entraron por el otro extremo de la habitación.

     Una de éstas era la joven que, por indicación de Luis, le había servido a él la fruta en su memorable almuerzo en la Fleur de Lys. Investida ahora con toda la misteriosa dignidad correspondiente a la ninfa del velo y el laúd, y demostrado, además (por lo menos a juicio de Quintín), que era la heredera de alcurnia de un rico condado, su belleza le hizo mucha más impresión que la que recibió cuando la consideraba como la hija de un mezquino posadero que atendía a un viejo vecino, rico y de buen humor. Ahora le sorprendía qué fascinación podía haberle ocultado su verdadero carácter. Sin embargo, su traje era tan sencillo como antes, consistente en un vestido de riguroso luto, sin ningún adorno. Su tocado se reducía a un velo de crespón que estaba del todo echado hacia atrás, con lo que quedaba su cara al descubierto, y era sólo el conocimiento que actualmente poseía Quintín de su verdadero rango, lo que le daba ante sus ojos nueva elegancia a su bonita figura, una dignidad a su marcha, que antes había pasado desapercibida, y a sus correctas, facciones, brillante tez y ojos vivos un aire de nobleza visible que realzaba su belleza.

     Aunque le hubiesen castigado con la muerte, Durward no podía menos de rendir a esta belleza y a su compañera el mismo homenaje que acababa de hacer a la realeza de la princesa. Lo recibieron como personas que están acostumbradas a la deferencia de sus inferiores, y correspondieron a él con cortesía; pero él pensó, quizá fuese ilusión juvenil, que la dama joven se ruborizó ligeramente, conservó sus ojos fijos en el suelo y pareció un poco embarazada, aunque en grado imperceptible, cuando devolvió su saludo militar. Esto podía haber sido debido al recuerdo del audaz extranjero en la vecina torrecilla de la Fleur de Lys; pero, �demostraba disgusto esta inquietud? No tenía medios para dilucidar esta cuestión.

     La compañera de la joven condesa, vestida, como ella, muy sencilla y también de luto, riguroso, estaba en esa edad en la que las mujeres se agarran más tenazmente a una reputación de belleza que viene disminuyendo desde hace años. Aun tenía rasgos que demostraban cuál había sido en otra época el poder de sus encantos, y recordando sus pasados triunfos, era evidente, por su aire, que no había abandonado sus pretensiones de conquistas futuras. Era alta y agraciada, aunque algo altanera en su aire, y correspondió al saludo de Quintín con una sonrisa de graciosa condescendencia, diciendo al momento algo, al oído de su compañera, que se volvió hacia el soldado como obedeciendo a alguna indicación de la señora de edad, pero sin levantar, no obstante, sus ojos. Quintín llegó a sospechar que la observación hecha a la joven se refería a su propio buen empaque, y le complació (no sé por qué) la idea de que ella no se decidiese a mirarle para comprobar con sus ojos la verdad de la observación. Quizá pensase que comenzaba a existir entre ambos una especie de misteriosa aproximación que daba realce al detalle más insignificante.

     Esta reflexión fué momentánea, pues toda su atención se concentró en el encuentro de la princesa Juana con estas damas forasteras. Esta permaneció quieta a su entrada para recibirlas, consciente quizá de que la marcha no le favorecía, y como apareciese algo desconcertada para recibir y corresponder a sus cumplidos, la forastera de mayor edad, ignorante de la categoría de la persona a quien se dirigía, devolvió su saludo de modo que más bien parecía que confería y no recibía un honor con la entrevista.

     -Me regocija, señora -dijo con una sonrisa que aparentaba expresar condescendencia-, que nos sea, por fin, permitida la sociedad de una persona tan respetable de nuestro sexo como aparenta usted ser. Debo decir que mi sobrina y yo tenemos poco que agradecer a la hospitalidad del rey Luis. Sobrina, no me tires de la manga; estoy segura de leer en las miradas de esta joven dama simpatía por nuestra situación. Desde que vinimos aquí, señora, hemos sido tratadas casi como prisioneras, y después de mil invitaciones para colocar nuestra causa y nuestras personas bajo la protección de Francia, el cristianísimo rey nos ha proporcionado, primeramente, una modesta posada para nuestra residencia, y ahora un rincón de este carcomido palacio, del cual sólo nos es permitido salir después de la puesta del sol, como si fuéramos murciélagos o mochuelos, cuya aparición a la luz del sol es considerada de mal agüero.

     -Siento -dijo la princesa tartamudeando en vista de la dificultad peliaguda de la conversación- que hayamos sido incapaces hasta ahora de recibirles según sus merecimientos. Su sobrina espero que estará más satisfecha.

     -Mucho, mucho más de lo que pueda expresar -contestó la joven condesa- Buscaba seguridad, y he encontrado además soledad y sigilo. La reclusión en nuestra anterior residencia y la soledad aun mayor de la que ahora nos han asignado aumenta a mis ojos el favor que el rey otorga a unas infortunadas fugitivas.

     -Silencio, sobrina tonta -dijo la señora mayor-, y hablemos conforme a nuestra conciencia, ya que, al menos, nos encontramos solas con personas de nuestro sexo; digo solas, porque ese hermoso joven soldado es una mera estatua, ya que no parece hacer uso de sus piernas, y tengo entendido que le falta el de la lengua, por lo menos en lenguaje civilizado; digo que, puesto sólo esta dama puede entendernos, debo confesar que no hay nada que haya sentido más que el haber emprendido este viaje a Francia. Esperaba una recepción espléndida, torneos, carrousels, espectáculos al aire libre, festivales, y en vez de esto, �sólo hemos encontrado reclusión y obscuridad!, y la mejor compañía que nos proporcionó el rey fué la de un bohemio vagabundo, por cuyo intermedio nos puso en correspondencia con nuestros amigos de Flandes. Quizá -dijo la dama- sea su intención política enjaularnos aquí de por vida, para poderse apoderar de nuestros bienes después de la extinción de la antigua casa de Croye. El duque de Borgoña no era tan cruel; ofreció a mi sobrina un marido, aunque malo.

     -Hubiese preferido el velo de novicia a un marido perverso -dijo la princesa, encontrando difícilmente una oportunidad para meter baza.

     -Por lo menos, una desearía poder escoger, señora -replicó la voluble dama-. Dios sabe que sólo hablo por mi sobrina, pues respecto a mí, hace tiempo que no me hago ilusiones de variar de estado. La veo sonreír, pero le aseguro que es verdad; sin embargo, eso no es excusa para el rey, cuya conducta, así como su persona, tiene más semejanza con la del viejo Michaud, el cambiante de dinero de Gante, que con la de un sucesor de Carlomagno.

     -�Alto! -dijo la princesa con alguna aspereza en el tono de su voz-. Recuerde que habla de mi padre.

     -�De su padre! -replicó la borgoñesa, sorprendida.

     -�De mi padre! -repitió la princesa con dignidad- Soy Juana de Francia. Pero no tema, señora -continuó en el acento dulce que le era natural-; no tenía usted intención de ofender, y no me doy por ofendida. Interpondré mi influencia para hacer que su destierro y el de esta interesante joven sea más soportable. �Ay!, pero poco es lo que puedo, aunque ofrecido de buena gana.

     Profunda y sumisa fué la reverencia con que la condesa Hameline de Croye, que así se llamaba la señora de edad, recibió el amable ofrecimiento de la protección de la princesa. Había vivido mucho tiempo en las Cortes, conocía a fondo las costumbres que en ellas se adquirían y mantenía con firmeza las reglas admitidas por los cortesanos de todas las épocas, las que, aunque en su conversación privada usual comentaban los vicios y locuras de sus amos, nunca consentían que tales comentarios se les escapase en presencia del soberano o de los miembros de su familia. La dama resultó escandalizada hasta más no poder con la equivocación que le había inducido a hablar con tan poco decoro en presencia de la hija de Luis. Hubiera agotado sus excusas y la manifestación de sus sentimientos si no la hubiese callado y tranquilizado la princesa con sus ruegos gentiles, los cuales, al provenir de una hija de Francia, tenían el carácter de un mandato para que no dijese nada más por vía de excusa o explicación.

     La princesa Juana tomó entonces asiento con una dignidad que le era muy adecuada y obligó a las dos forasteras a sentarse, una a cada lado, a lo que la joven accedió con timidez sincera y respetuosa, y la dama de más edad con una afectación de profunda humildad y deferencia, que era fingida. Hablaron juntas; pero en tono tan bajo, que el centinela no pudo oír la conversación, y sólo observó que la princesa parecía conceder atención preferente a la más joven o interesante de las damas, y que la condesa Hameline,aunque hablaba mucho más, atraía mucho menos su curiosidad con su charla abundante y sus cumplimientos que su parienta con sus breves y modestas contestaciones a lo que se le preguntaba.

     La conversación de las damas no había durado más de un cuarto de hora cuando la puerta del extremo contrario del hall se abrió y penetró un hombro cubierto por un redingote. Teniendo presente el mandato del rey y resuelto a no ser sorprendido por segunda vez dormitando, Quintín se adelantó hacia el intruso, e interponiéndose entre él y las damas, le rogó se retirase en el acto.

     -�Por orden de quién? -preguntó el individuo en tono de sorpresa desdeñosa.

     -Por la del rey -dijo Quintín con firmeza-, pues estoy colocado aquí por mandato suyo.

     -Eso no rezará contra Luis de Orleáns -dijo el duque dejando caer su redingote.

     El joven dudó un momento; pero, �cómo insistir contra el primer príncipe de sangre real, que había de aliarse, según la voz general, con la propia familia del rey?

     -Su alteza -dijo- está demasiado alto para que pueda contrariar su deseo. Confío en que su alteza afirmará haber yo cumplido con mi deber en mi puesto de centinela hasta donde se me ha permitido.

     -Está bien; no tendrá de qué arrepentirse, joven soldado -dijo Orleáns.

     Y pasando adelante presentó sus respetos a la princesa con ese aire de coacción que siempre aparecía en su galantería cuando se dirigía a ella.

     -He estado comiendo con Dunois -dijo-, y enterado de que había gente en la galería de Rolando me he tomado la libertad de sumarme a los presentes.

     El color que remontó a los pálidos carrillos de la desgraciada Juana, y que por un momento puso algo de belleza en sus facciones, demostró que este aumento de las personas reunidas no le era indiferente. Se apresuró a presentar al príncipe a las dos damas de Croye, que le acogieron con el respeto debido a su rango eminente, y la princesa, señalando una silla, le rogó que tomase parte en la conversación general.

     El duque rehusó el tomar un asiento en tal compañía; pero cogiendo un almohadón de uno de los divanes lo puso a los pies de la linda condesa de Croye y se sentó de modo que, sin aparecer que despreciaba a la princesa, podía dedicar la mayor parte de su atención a su adorable vecina.

     Al principio parecía como si esta colocación más bien agradase que ofendiese a su predestinada esposa. Alentó al duque en sus galanterías para con la bella forastera y parecía considerarlas como cosa natural. Pero el duque de Orleáns, aunque acostumbrado a someter su voluntad al severo yugo de su tío cuando estaba en su presencia, tenía el suficiente carácter para seguir sus propias inclinaciones cuando no existía ese freno, y como su alta alcurnia le daba derecho a sobrepasar las ceremonias ordinarias y a tomarse, desde luego, familiaridades, sus elogios de la belleza de la condesa se hicieron tan insistentes debido quizá a haber bebido un poco más de vino de lo usual, pues Dunois no era enemigo del culto de Baco, que al fin resultó muy entusiasmado y casi olvidado de la presencia de la princesa.

     Esa actitud galante de Orleáns sólo agradaba a una de las reunidas, pues la condesa Hameline preveía ya la dignidad de una alianza con el primer príncipe de sangre azul por el intermedio de su sobrina, cuya cuna, hermosura y posición no hacían imposible tan ambicioso proyecto, aun a los ojos de la persona más exigente, si se pudiese prescindir de tener en cuenta los planes de Luis XI.

     La condesa más joven escuchaba los galanteos del duque con ansiedad y molestia, y de vez en cuando dirigía una mirada suplicante a la princesa, como si desease que viniese en su auxilio. Pero los sentimientos heridos y la timidez de Juana de Francia le hacían a ésta incapaz de un esfuerzo para hacer más general la conversación, y por fin, exceptuando algunas cortesías breves de lady Hameline, fué mantenida aquella casi exclusivamente por el duque, aunque a expensas de la condesa de Croye, cuya belleza constituía el tema de su presuntuosa elocuencia.

     No se debe olvidar que había una tercera persona, el centinela, del que se prescindía, que vió desvanecerse sus hermosos ensueños como cera ante el sol a medida que el duque insistía en el tono apasionado de su vehemente discurso. A la postre, la condesa de Croye hizo un esfuerzo decidido para terminar lo que estaba resultando sumamente desagradable para ella, en especial por la pena que la conducta del duque infligía en apariencia a la princesa. Dirigiéndose a ésta le dijo modestamente, pero con firmeza, que el primer favor que tenía que pedirle por su prometida protección era �que su alteza intentase convencer al duque de Orleáns que las damas de Borgoña, aunque inferiores en talento y modales a las de Francia, no eran tan tontas como para no agradarles más conversación que la de los cumplidos extravagantes.�

     -Lamentaría, señora -dijo el duque previniendo la contestación de la princesa-, que satirizase en la misma sentencia la belleza de las damas de Borgoña y la sinceridad de los caballeros de Francia. Si somos rudos y exagerados en la expresión de nuestra admiración es porque amamos lo mismo que peleamos, sin dejar penetrar en nuestros pechos la fría deliberación, y nos rendimos ante las bellas con la misma rapidez con que derrotamos un valiente.

     -La belleza de nuestras paisanas -dijo la joven condesa, con más reproche del que hasta ahora había empleado con su encopetado galán- no puede reclamar unos triunfos que el valor de los hombres de Borgoña es incapaz de concederles.

     -Respeto su modo de pensar, condesa -dijo el duque-, y no puedo impugnar la segunda parte de su respuesta hasta que un caballero borgoñés se ofrezca a sostenerla con lanza en el estribo. Pero respecto a la injusticia que ha hecho con los encantos que su tierra produce, apelo a usted misma. Mire aquí -dijo, señalando a un gran espejo, regalo de la República veneciana, y entonces de gran rareza y valor- y dígame, �qué corazón hay que pueda resistir los encantos aquí reproducidos?

     La princesa, incapaz de sostener por más tiempo el olvido de su amante, se retrepó en su asiento con un suspiro, que hizo volver al duque del terreno de las fantasías e indujo a lady Hameline a preguntar si su alteza, se encontraba enferma.

     -Siento un dolor repentino en las sienes- dijo la princesa intentando sonreír-; pero pronto me repondré.

     Su palidez creciente contradecía sus palabras, y decidieron a lady Hameline a pedir auxilio, pues la princesa parecía próxima a desmayarse.

     El duque, mordiéndose los labios y maldiciendo la locura que le impedía dominar sus palabras, corrió para llamar a los servidores de la princesa, que esperaban en la próxima habitación, y cuando acudieron, presurosos, con los remedios acostumbrados, no pudo, como caballero que era, prestar ayuda para que se repusiese. Su voz, que casi resultaba cariñosa, dominada por la piedad y el reproche de sí mismo, fué el más poderoso medio para que ella volviese en sí, y cuando estaba a punto de recobrar sus facultades entró el rey en la habitación.

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Capítulo XII

El político



                                                                                            Este es un lector de política tan hábil,
Que (sin menosprecio de la astucia de Satán)
Puede muy bien dar una lección al diablo
Y enseñar al viejo seductor nuevas tentaciones.
                                           Comedia antigua.


     Cuando Luis entró en la galería frunció el entrecejo de la manera en él corriente y lanzó a su alrededor una mirada inquisitiva, y al lanzarla, según Quintín después declaró, sus ojos parecieron tornarse tan pequeños, tan fieros y tan penetrantes que se asemejaron a los de una culebra sobresaltada que mira a través del matorral en que yace enroscada.

     Cuando por esta momentánea y aguda mirada comprendió el rey la causa del bullicio que había en la habitación, se dirigió en primer lugar al duque de Orleáns.

      -�Tú aquí, querido sobrino? -dijo, y volviéndose hacia Quintín añadió con seriedad--: �No has atacado?

     -Perdone al joven soldado, señor -dijo el duque-; no ha descuidado su obligación, pero me enteré que la princesa estaba en la galería.

     -Y yo te aseguré que no encontrarías obstáculos cuando vinieses a cortejar -añadió el rey, cuya detestable hipocresía persistía en representar al duque como copartícipe de una pasión que sólo era experimentada por su desgraciada hija-. �Y es de este modo como sonsacas a los centinelas de mi guardia, joven? �Pero qué no podrá perdonarse a un galán que sólo vive par amours!

     El duque de Orleáns elevó la cabeza, como si intentase replicar de alguna manera para corregir la opinión que suponía la observación del rey; pero el respeto instintivo, por no decir miedo, que sentía por Luis, en el que se había criado desde niño, contuvo su voz.

     -�Y Juana se ha puesto mala? -dijo el rey-. Pero no te apures, Luis, pronto pasará; dale tu brazo hasta su habitación, mientras conduzco a la suya a estas damas forasteras.

     La orden fué dada en tono autoritario, y, por consiguiente, Orleáns efectuó su retirada con la princesa por una extremidad de la galería, mientras el rey, quitándose el guante de su mano derecha, condujo amablemente a la condesa Isabel y a su parienta a su habitación, que daba al otro extremo. Saludó profundamente al tiempo de entrar y permaneció de pie en el umbral durante un minuto después que ellas habían desaparecido; entonces, con gran compostura, cerró la puerta por la que se habían retirado, y girando la gran llave, la sacó de la cerradura y la puso en su cinturón; apéndice que le hizo asemejarse más a algún viejo avaro, que no se encuentra a gusto hasta que lleva consigo la llave de su tesoro oculto.

     Con pasos lentos y reflexivos y ojos fijos en el suelo, Luis avanzó hacia Quintín Durward, el cual, esperando tener su parte en el disgusto real, vió que se aproximaba con no poca ansiedad.

     -Has obrado mal -dijo el rey levantando sus ojos y clavándolos en él cuando se le hubo acercado a distancia de un metro-; has obrado muy mal, y mereces morir. �No digas nada en defensa tuya! �Qué te importan duques o princesas? �Sólo te debe importar mi orden!

     -En ese caso, Majestad -dijo el joven soldado-, �qué debía haber hecho?

     -�Qué debías hacer cuando tu puesto fué rebasado a la fuerza? -contestó el rey desdeñoso-. �Para qué sirve entonces esa arma que llevas al hombro? Debías haber apuntado con tu arcabuz, y si el presuntuoso rebelde no se hubiera retirado al instante, debía haber sido muerto en este mismo hall. Ve, pasa a esas habitaciones más alejadas. En la primera encontrarás una ancha escalera que conduce al patio interior del castillo; allí hallarás a Oliver Dain. Envíamelo y márchate a tu cuartel. Si aprecias en algo tu vida, no seas tan flojo de lengua como lo has sido hoy de mano.

     Muy contento de escapar tan fácilmente, aunque con el espíritu revolucionado ante la crueldad a sangre fría que el rey parecía exigirle en el cumplimiento de su deber, Durward tomó el camino indicado, se precipitó escaleras abajo y comunicó el deseo del rey a Oliver, que esperaba en el patio de abajo. El astuto barbero inclinó la cabeza, suspiró y sonrió, mientras que con voz más suave que de ordinario daba al joven las buenas noches, y ambos se separaron; Quintín para su cuartel y Oliver en busca del rey.

     En este pasaje resultaron, desgraciadamente, incompletas las Memorias que hemos seguido para recopilar esta verdadera historia, pues hecha a base de información proporcionada por Quintín, no tienen la substancia del diálogo que en su ausencia tuvo lugar entre el rey y su consejero secreto. Afortunadamente, la Biblioteca de Hautlieu contiene una copia manuscrita de la Chronique Scandaleuse, de Juan de Troyes, mucho más extensa que la que se ha impreso, a la que se han agregado varios apuntes curiosos, que nos permitimos creer fueron escritos por el propio Oliver después de la muerte de su amo y antes de tener la felicidad de ser recompensado con el dogal que hacía tanto tiempo había merecido. De aquí hemos podido extractar un informe muy completo de la conversación del favorito con Luis en la presente ocasión, que arroja una luz sobre la política de ese príncipe, que de otro modo se hubiera buscado en vano.

     Cuando el servidor favorito penetró en la galería de Rolando encontró al rey pensativo, sentado en la silla que su hija había dejado hacía unos minutos. Bien conocedor de su carácter, se deslizó con paso silencioso hasta que hubo cruzado delante del rey para que éste se enterase de su presencia, y entonces retrocedió modestamente y fuera de su vista en espera de una indicación para hablar o escuchar. Las primeras palabras del rey fueron desagradables:

     -�Así, pues, Oliver, tus bonitos planes se funden como nieve con el viento Sur! Ruego a Nuestra Señora de Embrun que no se parezcan a los aludes de hielo de que hablan los cuentos suizos y se nos vengan encima de nuestras cabezas.

     -Me he enterado, con sentimiento, que no todo va bien, señor -contestó Oliver.

     -�Nada bien! -exclamó el rey, levantándose y yendo y viniendo a lo largo de la galería-. Todo sale mal, hombre, y lo peor posible. �Y todo por tu consejo romántico de que yo, entre todos los hombres, me convirtiese en protector de damas desgraciadas! Te digo que Borgoña está armándose y en vísperas de cerrar una alianza con Inglaterra. Y Eduardo, que no tiene nada que hacer en casa, lanzará sus miles sobre nosotros a través de la puerta desdichada de Calais. Sólo puedo o adularles o desafiarles; pero unidos, unidos, �y con el descontento y la traición de ese villano de Saint Paul! Todo es culpa tuya, Oliver, que me aconsejaste recibir mujeres y utilizar los servicios de ese condenado bohemio para enviar mensajes a sus vasallos.

     -Señor -dijo Oliver-, ya sabe mis razones. Los dominios de la condesa están entre las fronteras de Borgoña y Flandes; su castillo es casi inexpugnable; sus derechos sobre las propiedades vecinas son tales, que bien defendidos sólo, pueden dar muchas molestias a Borgoña en el caso, en que la dama se casase con uno amigo de Francia.

     -Es un aliciente tentador -dijo el rey-; y en el caso de haber podido ocultar su estancia aquí, podíamos haber arreglado un matrimonio, para esta rica heredera que hubiera sido de gran provecho para Francia. Pero ese maldito bohemio, �cómo pudiste recomendarme tal perro pagano para una comisión que requería confianza?

     -Sírvase recordar -dijo Oliver- que fué Su Majestad el que dió tal margen de confianza; mucha más de lo que yo recomendaba. Hubiera llevado muy confiadamente una carta al pariente de la condesa diciéndole que se mantuviese firme en su castillo y prometiéndole rápido socorro; pero Su Majestad quiso poner a prueba sus poderes proféticos, y de esta suerte entró en posesión de secretos que merecían ser comunicados al duque Carlos.

     -Estoy avergonzado, estoy avergonzado -dijo Luis-. Y, sin embargo, Oliver, dicen que estos paganos descienden de los sabios caldeos, que leían los misterios de las estrellas en los llanos de Shinar.

     Como sabía que su amo, con toda su agudeza y sagacidad, era muy propicio para ser engañado por charlatanes, astrólogos, adivinos y todos los pretendientes de la ciencia oculta, y que él mismo se imaginaba poseer alguna habilidad en esas artes, Oliver no quiso insistir en esta cuestión y sólo hizo la observación de que el bohemio había sido un mal profeta para sí mismo, pues de lo contrario hubiera evitado el regresar a Tours y se hubiera salvado de la horca que había merecido.

     -A menudo sucede que aquellos que están dotados del conocimiento profético -contestó Luis con mucha gravedad- no tienen el poder de prever aquellos acontecimientos que a ellos les interesa personalmente.

     -Eso puede compararse -replicó el servidor- al hombre que no distingue su propia mano con la vela que sostiene y que le muestra cualquier otro objeto de la habitación.

     -No puede ver sus propias facciones con la luz que ilumina las caras de los demás -replicó Luis-, y esta es la imagen más fiel del caso. Pero esto no tiene nada que ver con mi intención actual. El bohemio ha tenido su merecido, y la paz sea con él. Mas estas damas, no sólo Borgoña nos amenaza con guerra por protegerlas, sino que su presencia es un obstáculo para los proyectos en mi familia. Mi tonto sobrino de Orleáns apenas ha visto a esta joven, me atrevería a decir que su presencia basta para hacerle menos dúctil en el asunto de su alianza con Juana.

     -Su Majestad -dijo el consejero- puede enviar a las damas de nuevo a Borgoña, y así hará las paces con el duque. Algunos tildarán esta determinación de deshonrosa; pero si la necesidad exige el sacrificio...

     -Si la necesidad exige el sacrificio, Oliver, se hará el sacrificio sin titubeos -contestó el rey. Soy un viejo salmón experimentado y no acostumbro a tragarme el anzuelo porque esté cebado con algo que se llama honor. Pero lo que sería peor que una falta de honor sería el regreso de estas damas a Borgoña fracasados aquellos proyectos que nos indujeron a proporcionarles asilo. Sería desconsolador renunciar a la oportunidad de colocar un amigo nuestro y enemigo de Borgoña en el mismo centro de sus dominios y tan cerca de las ciudades descontentas de Borgoña. Oliver, no puedo abandonar las ventajas que mi proyecto de casar a la joven con un amigo de mi casa parece reservarme.

     -Su Majestad -dijo Oliver después de reflexionar un momento- podía dar la mano de ella a algún amigo de confianza, que recabaría para sí todos los reproches, y serviría secretamente a Su Majestad, mientras en público podía Su Majestad reprobar su conducta.

     -�Y dónde podía encontrar tal amigo? -dijo Luis-. �Había de entregarla a cualquiera de nuestros nobles facciosos o ingobernables para que se declarase independiente? �No ha sido mi política durante años el impedir que lo consiguiesen? Dunois, él y sólo él, sería en quien podría confiar. Pelearía por la corona de Francia en cualquier trance. Pero honores y riquezas cambian las naturalezas de los hombres. Aun no me fiaría de Dunois.

     -Su Majestad podía encontrar otros -dijo Oliver en su estilo más untuoso y en un tono más insinuante que el que ordinariamente empleaba al conversar con el rey, que le permitía considerable libertad-; hombres que dependan por entero de la gracia y favor real y que no puedan existir sin su amparo, como no se puede vivir sin sol o aire; hombres más bien de cabeza que de acción; hombres que...

     -�Hombres que se parezcan a ti, ya! -dijo el rey Luis- �No, Oliver, a fe que esa flecha fué disparada demasiado precipitadamente! �Cómo! �Porque te distingo con mi confianza y te dejo intervenir de vez en cuando en asuntos de mis vasallos te crees en condiciones de ser el marido de esa preciosa visión y aspirar a ser un conde de alto copete? Tú, tú, de cuna modesta y educación deficiente, y cuyo saber es a lo más una especie de astucia, y cuyo valor es más que dudoso.

     -Su Majestad me atribuye una arrogancia, de la que no soy culpable, al suponer que aspiro tan alto -dijo Oliver.

     -Me alegro oírlo, hombre -contestó el rey-, y te tengo por persona más razonable al desechar esa idea mía. Pero me pareció que tu discurso iba encaminado a ese fin. Mas prosigo. No me atrevo a casar a esa belleza con uno de mis súbditos. No me atrevo a devolverla a Borgoña. No me atrevo a enviarla a Inglaterra o Alemania, donde es probable que se apodere de ella alguno más apto para aliarse con Borgoña que con Francia, y que se encontraría más dispuesto a frustrar a los honrados descontentos en Gante y Lieja que a concederles ese saludable amparo que siempre pudiera dar que hacer a Carlos el Temerario sin necesidad de salir de sus dominios; los hombres de Lieja, especialmente, están tan maduros para la insurrección, que ellos solos, bien alentados y apoyados, darían mucho que hacer a mi querido primo, y sostenidos por un conde de Croye de disposición guerrera. �Oh, Oliver! El plan se presenta demasiado halagüeño para renunciar a él sin lucha. �No puede tu fértil ingenio inventar algún plan?

     Oliver permaneció callado largo tiempo, y al fin contestó:

     -�Y si se efectuase la boda entre Isabel de Croye y el joven Adolfo, duque de Gueldres?

     -�Cómo! -dijo el rey asombrado-; �sacrificar a criatura tan adorable al furioso energúmeno que destruyó, aprisionó y a menudo ha amenazado de muerte a su propio padre? No, Oliver, no; eso sería una acción demasiado cruel para ti y para mí, que atendemos con tanto cuidado a la paz y bienestar de Francia sin reparar en los medios para conseguirlo. Además, está apartado de nosotros y es detestado por la gente de Gante y Lieja. No, no; no quiero nada con Adolfo de Gueldres; piensa en algún otro.

     -Mi inventiva se ha agotado, señor -dijo el consejero-; no recuerdo de nadie más que al mismo tiempo que marido de la condesa de Croye sea idóneo para amoldarse a los planes de Su Majestad. Debe reunir varias cualidades: ser amigo de Su Majestad, enemigo de Borgoña, lo bastante político para conciliar a los de Gante con los de Lieja y de valor suficiente para defender sus pequeños dominios contra el poder del duque Carlos; de noble cuna, además, y por añadidura, de carácter excelente y virtuoso.

     -No, Oliver -dijo el rey- No exijo tanto en cuestión de carácter; pero creo que el marido de Isabel debe ser menos universalmente aborrecido que Adolfo de Gueldres. Por ejemplo, de sugerir yo un nombre, �por qué no Guillermo de la Marck?

     -Señor -dijo Oliver-, no podría quejarme de exigir Su Majestad un tipo muy excelso de moral en el hombre elegido, si el Jabalí Salvaje de las Ardenas puede servirle. �De la Marck! �Si es el ladrón y asesino más notorio que existe, excomulgado por el Papa por miles de crímenes!

     -Le libraremos de la sentencia, amigo Oliver. La Santa Iglesia es misericordiosa.

     -Casi fuera de la ley -continuó Oliver- y bajo el entredicho del Imperio por pragmática de la Cámara de Ratisbona.

     -Haremos que desaparezca el entredicho, amigo Oliver -continuó el rey en el mismo tono-; la Cámara Imperial atenderá a las razones.

     -Y aun admitiendo que sea de origen noble -dijo Oliver-, posee los modales, la cara y la apariencia externa, así como el corazón de un carnicero flamenco. Ella nunca le aceptaría.

     -Su manera de pretender a una mujer, si no recuerdo mal -dijo Luis-, hará difícil que ella pueda escoger.

     -Me equivoqué mucho cuando suponía a Su Majestad demasiado escrupuloso -dijo el consejero- �Los crímenes de Adolfo son virtudes al lado de los De la Marck! Y, además, �cómo se reuniría con su novia? Su Majestad sabe que no se atreve a alejarse mucho de su bosque de las Ardenas.

     -Todo eso debe tenerse en cuenta -dijo el rey-, y en primer lugar debe comunicarse particularmente a las dos damas que no pueden seguir por más tiempo en esta Corte sino a costa de una guerra entre Francia y Borgoña, y que, no queriendo entregarlas a mi primo el borgoñés, deseo que partan secretamente de mis dominios.

     -Pedirán ser llevadas a Inglaterra -dijo Oliver-, y las veremos volver a Flandes con un lord de la isla, de cara rubia y redonda, largo pelo castaño y tres mil arqueros a su espalda.

     -No, no -replicó el rey-; no me atrevo (tú me entiendes) a ofender tanto a mi primo el de Borgoña como para dejarla pasar a Inglaterra. Le produciría tanto enojo como el seguir reteniéndola aquí. No, no; sólo me arriesgaré a entregarlas al amparo de la Iglesia, y lo más que puedo hacer es tolerar que las damas Hameline e Isabel de Croye partan disfrazadas, y con una pequeña escolta, para refugiarse con el obispo de Lieja, que colocará a la bella Isabel bajo la salvaguardia de un convento.

     -Y si ese convento la protege de Guillermo de la Marck, cuando éste se entere de las intenciones favorables de Su Majestad habré equivocado al hombre.

     -Gracias a nuestros suministros secretos de dinero, De la Marck tiene un buen puñado de soldados desalmados que se esfuerza en conservar junto a él en tales condiciones que le hacen adversario formidable tanto para el duque de Borgoña como para el obispo de Lieja. Sólo le falta algún territorio que pueda llamar suyo, y como ésta es una bonita ocasión para establecerse por matrimonio, creo que, �Pasques-dieu!, encontrará los medios para ganar y casarse con sólo una indicación de parte mía. El duque de Borgoña tendrá entonces tal espina clavada en su costado que le será muy difícil el sacársela. El Jabalí de las Ardenas, a quien ha declarado ya en rebeldía, fortalecido con la posesión de las tierras, castillos y señoríos de esa linda dama, y con los descontentos vecinos de Lieja a su lado, que en ese caso no dudarán en escogerle por su capitán y jefe, esto será causa de que Carlos deje de pensar en guerrear con Francia cuando a él se le antoje. �Qué te parece este plan, Oliver?

     -Excelente -dijo Oliver-, excepto el sino que confiere a esa dama al Jabalí Salvaje de las Ardenas. Me parece que, aun careciendo de condiciones para cortejar, Tristán, el capitán-preboste, sería el marido más adecuado puesto a escoger entre los dos.

     -A poco propones al maestro Oliver el barbero -dijo Luis-; pero el amigo Oliver y el compadre Tristán, aunque hombres excelentes en cuestiones de consejos y de ejecuciones, no son de la madera de la que salen los condes. �No sabes que los ciudadanos de Flandes aprecian el linaje de otros hombres precisamente porque carecen de él? Una multitud plebeya siempre desea un jefe aristocrático. Ese Ked o Cade -o �cómo le llaman?- de Inglaterra fué capaz de arrastrar tras sí a la plebe con sus pretensiones de poseer sangre de los Mortimers. Guillermo de la Marck procede de la sangre de los príncipes de Sedán, tan noble como la mía. Y ahora a trabajar. Debo inducir a las damas de Croye a que emprendan una huída rápida y secreta bajo un buen guía. Esto se conseguirá fácilmente; sólo tengo que insinuar la disyuntiva de entregarlas a Borgoña. Tú encontrarás medio para que Guillermo de la Marck conozca las andanzas de ellas y para que escoja la ocasión y lugar para hacer la corte. Conozco una persona adecuada para viajar con ellas.

     -�Puedo preguntar a quién da tan importante comisión Su Majestad? -preguntó el barbero.

     -Sin duda, a un forastero -replicó el rey-; a ninguno que tenga parentesco ni intereses en Francia, para que no pueda ser obstáculo a la realización de mis deseos, sin que sepa demasiado del país para que no sospeche de mi propósito más de lo que me decida a decirle; en una palabra, pienso utilizar al joven escocés que te ha dado ahora recado de venir aquí.

     Oliver se calló, y su silencio parecía implicar una duda sobre la prudencia de la elección, y luego añadió:

     -Su Majestad ha depositado confianza en ese niño forastero antes de lo acostumbrado.

     -Tengo mis razones -contestó el rey-. Sabes (y se santiguó al decir esto) mi devoción por el bendito San Julián. He rezado mis oraciones a ese santo últimamente (ya que es el guardián de los viajeros), suplicándole con humildad que aumentase mi servidumbre con viajeros forasteros de tal índole que fomentasen por todo mi reino una adhesión incondicional a mi voluntad; y prometí al santo, en galardón, que en su nombre les recibiría, socorrería y mantendría.

     -�Y San Julián -dijo Oliver- envió a Su Majestad este individuo zanquilargo de Escocia en respuesta a sus oraciones?

     Aunque el barbero, que sabía que su amo tenía una dosis de superstición en consonancia con su falta de religión y que en esos asuntos nada era más fácil que ofenderle, aunque, como digo, conocía la debilidad real, y por eso hizo la anterior pregunta en el tono de voz más dulce, Luis comprendió la indirecta que encerraba y miró a su servidor con aire de gran disgusto.

     -Bien hacen en llamarte Oliver el Diablo -dijo-, cuando así juegas a una con tu amo y con los santos benditos. �Te aseguro que si me fueses menos indispensable, te hubiera colgado en la encina delante del castillo como un escarmiento para todos los que se burlan de las cosas santas! Ignoras, infiel esclavo, que tan pronto se cerraron mis ojos se me apareció el bendito San Julián conduciendo a un joven, a quien me presentó, diciéndome que su sino sería escapar a la espada, a la horca, al río y traer la buena suerte a la causa que abrazase y a las aventuras en que se viese envuelto. Salí de paseo a la mañana siguiente y encontré a este joven, cuya imagen había visto en sueños. En su país ha escapado a la espada, entre el sacrificio de toda su familia, y aquí, en el breve intervalo de dos días, se ha salvado extrañamente de ahogarse y de la horca, y me ha prestado en una ocasión particular, como te indiqué últimamente, un gran servicio. Le he acogido como un enviado de San Julián, para servirme en los casos más difíciles, más peligrosos y desesperados.

     El rey, después de expresarse así, se quitó el sombrero, y escogiendo entre las numerosas figuritas de plomo que estaban sujetas a la cinta del sombrero la que representaba a San Julián la colocó en la mesa, como hacía a menudo siempre que algún sentimiento de esperanza o quizá de remordimiento cruzaba por su mente, y arrodillándose ante ella, murmuró con apariencia de profunda devoción: �Sancte Juliane, adsis precibus nostris! �Ora, ora pro nobis!

     Este era uno de los accesos agudos de devoción supersticiosa que con frecuencia se apoderaban de Luis en tales ocasiones extraordinarias, y que daban a uno de los monarcas más sagaces que jamás existió la apariencia de un loco, o por lo menos de uno cuya inteligencia parecía estar agitada por alguna firme convicción de culpabilidad.

     Mientras estaba así entretenido, su favorito le contemplaba con expresión de sarcástico desdén, que apenas intentaba disimular. Era, en efecto, una de las cualidades de este hombre que en su trato con su amo daba de lado a esa afectación de oficiosidad y humildad que le caracterizaba en su trato con los demás; y si aun conservaba cierta semejanza con un gato, es cuando el animal está en acecho, vigilante y dispuesto a actuar repentinamente. La causa de este cambio era probablemente el saber Oliver que su amo era a su vez un hipócrita demasiado redomado para no ver la hipocresía de los demás.

     -Las facciones de este joven, pues -dijo Oliver-, si me es permitido hablar, �se parecen a las de aquel que se apareció en su sueño?

     -Mucho -dijo el rey, cuya imaginación, como la de la gente supersticiosa en general, le dominaba fácilmente- Además, he hecho que Galeotti Martivalle haga su horóscopo, y me he enterado por su ciencia y mis propias observaciones que en muchos extremos este joven arisco tiene su destino bajo la misma constelación que el mío.

     Cualquiera que fuese la opinión de Oliver sobre las causas acabadas de exponer para justificar la preferencia por un joven inexperto, no se atrevió a hacer más objeciones, sabiendo bien que Luis, que durante su destierro había prestado mucha atención a la supuesta ciencia de la astrología, no admitiría broma ninguna que atacase a ésta. Por eso se limitó a contestar que confiaba que el joven sería fiel en el desempeño de comisión tan delicada.

     -Tendremos cuidado de que no tenga ocasión de ser de otro modo -dijo Luis-; pues no será informado de nada, excepto de que se le comisiona para escoltar a las damas de Croye a la residencia del obispo de Lieja. De la probable intervención de Guillermo de la Marck sabrá tan poco como ellas mismas. Nadie sabrá ese secreto más que el guía, y Tristán o tú debéis encontrar uno adecuado para ese fin.

     -Pero en ese caso -dijo Oliver-, juzgando de él por su país de origen y su apariencia, el joven es fácil que haga uso de sus armas tan pronto como el Jabalí Salvaje se acerque a ellas, y quizá no salga tan fácilmente de los colmillos como lo hizo en esta mañana.

     -Si éstos dan fin de él -dijo Luis sosegadamente-, el bendito San Julián puede enviarme otro en su corcel. Importa tan poco que el mensajero sea muerto después que haya realizado su misión, como que el frasco se rompa cuando se ha bebido el vino que contenía. Mientras tanto, debemos acelerar la marcha de las damas, y después persuadir al conde de Crèvecoeur que se ha verificado sin nuestra conveniencia, pues nuestro deseo era el ponerlas de nuevo bajo la custodia de mi primo, lo que ha frustrado su repentina marcha.

     -El conde es quizá demasiado sabio y su amo está poseído de demasiados prejuicios para creerlo.

     -�Santa Virgen! -dijo Luis-. �Qué incredulidad supondría eso en hombres cristianos! Pero, Oliver, nos creerán. Pondré en mi comportamiento para con mi primo el duque Carlos tan completa e ilimitada confianza, que para no creer que he sido sincero con él en todos los asuntos, debe de ser de peor condición que un infiel. Te digo que estoy tan convencido de poder hacer pensar de mí a Carlos de Borgoña en cualquier extremo como yo quisiera, que, si fuese necesario, para acallar sus dudas cabalgaría desarmado para visitarle en su tienda, con no mejor guardia a mi alrededor que tu simple persona, amigo Oliver.

     -Y yo -dijo Oliver-, aunque no me jacto de manejar ningún otro acero en forma de distinta a la de una navaja de afeitar, preferiría cargar contra un batallón suizo de picas que acompañar a Su Majestad en semejante visita de amistad a Carlos de Borgoña, cuando tiene tantos motivos para estar convencido que hay enemistad en el pecho de Su Majestad en contra de él.

     -Eres un tonto, Oliver -dijo el rey-, con todas tus pretensiones de sabiduría no sabes que la política seria debe a menudo asumir la apariencia de la más extrema sencillez, así como el valor se cobija a veces bajo la apariencia de timidez modesta. Si fuese necesario, con seguridad haría lo que he dicho, contando con la protección de los santos y con que las constelaciones celestes proporcionaran con sus movimientos coyuntura apropiada para tal empresa.

     Con estas palabras hizo el rey Luis XI la primera insinuación de la extraordinaria resolución que después adoptó para engañar a su gran rival, y cuya ejecución casi le había de llevar a la ruina.

     Partió con su consejero, y poco después penetraba en la habitación de las damas de Croye. Pocas persuasiones, aparte de su real licencia, hubieran sido necesarias para inducirlas a retirarse de la Corte de Francia a la primera indicación de que no serían eventualmente protegidas contra el duque de Borgoña; pero no fué tan fácil el persuadirlas a escoger Lieja como lugar de su retiro. Pidieron y rogaron ser trasladadas a Bretaña o a Calais, donde, bajo la protección del duque de Bretaña o rey de Inglaterra, podían estar seguras hasta que el soberano de Borgoña desistiese de mostrarse con ellas tan inflexible. Pero ninguno de estos dos sitios de refugio convenía en modo alguno a los planes de Luis, y por fin triunfó al conseguir que se decidiesen a adoptar el que convenía a éstos.

     No cabía discutir el poder del obispo de Lieja para defenderlas, ya que su dignidad eclesiástica le daba medios de proteger los fugitivos contra todos los príncipes cristianos, mientras, por otra parte, sus fuerzas seculares, si bien no numerosas, parecían suficientes para defender su persona por lo menos, y a todos los que estuviesen bajo su protección, contra cualquier ataque repentino. La dificultad era llegar a salvo a la pequeña Corte del obispo; pero de esto se encargó Luis, que pensaba propagar la noticia de que las damas de Croye se habían escapado de Tours durante la noche por miedo de ser entregadas al enviado de Borgoña, y habían huído hacia Bretaña. También prometió proporcionarles una escolta pequeña pero fiel, y cartas para los jefes de las fortalezas y guarniciones por donde pasasen, con instrucciones para emplear todos los medios para protegerlas y auxiliarlas en su viaje.

     Las damas de Croye, aunque deplorando en su fuero interno la conducta descortés y poco generosa por la que Luis las privaba del prometido asilo en su Corte, no sólo no se opusieron a la precipitada marcha que se les proponía, sino que se anticiparon a sus proyectos, rogándole las permitiese ponerse en camino aquella misma noche. Lady Hameline estaba ya cansada de un lugar en el que no encontraba ni cortesanos rendidos ni festivales de que gozar, y lady Isabel pensaba que había visto lo bastante para deducir que con el tiempo bien pudiera suceder que, no satisfecho Luis XI con expulsarlas de su Corte, le diese la gana de entregarlas a su irritado soberano el duque de Borgoña. Por último, el propio Luis consintió con facilidad en esa marcha precipitada, deseando mantener la paz con el duque Carlos, y temeroso de que la belleza de Isabel fuese un obstáculo para la consecución del plan favorito que se había forjado, a saber: la de entregar la mano de su hija Juana a su primo el de Orleáns.

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Capítulo XIII

El viaje



                                                                                            No hablad de reyes -desprecio esa mezquina comparación;-
Soy un sabio, y puedo mandar los elementos.
Por lo menos, así lo juzgan los hombres; y a base de ese juicio
Encuentro un imperio ilimitado.
                                                              Albumazar.


     Los quehaceres y aventuras podía decirse que se precipitaban sobre el joven escocés con la fuerza de una marea equinoccial, pues de nuevo fué llamado a la habitación de su capitán, lord Crawford, en la que, con gran asombro suyo, se encontró otra vez con el rey. Después de unas pocas palabras relativas a la confianza que podía depositarse en él, las que hicieron temer a Quintín que pudieran proponerle una guardia semejante a la que había hecho cerca de la persona del conde de Crèvecoeur, o quizá algún deber aun más repugnante a sus sentimientos, no sólo vió desaparecer sus temores, sino que se alegró mucho al oír que había sido escogido, con la ayuda de otros cuatro hombres a sus órdenes, uno de los cuales actuaría de guía, para escoltar a las damas de Croye a la pequeña Corte de su pariente el obispo de Lieja de la manera más cómoda y segura posible, y al mismo tiempo más en secreto. Se le entregó un rollo de pergamino en el que figuraban escritas instrucciones para el viaje relativas a los sitios de parada (escogidos, generalmente, en aldeas sin importancia, monasterios solitarios y sitios apartados de las poblaciones) y a las precauciones generales a que debía atenerse, especialmente al aproximarse a la frontera de Borgoña. Le dieron también instrucciones sobre lo que debía decir y hacer para aparentar ser el mayordomo de dos damas inglesas de rango que habían estado en peregrinación en San Martín de Tours y se disponían a visitar la santa ciudad de Colonia y a adorar las reliquias de los sabios monarcas de Oriente que vinieron a adorar al Niño Dios en el portal de Belén, pues bajo tal apariencia debían viajar las damas de Croye.

     Sin precisar la causa de su alegría, el corazón de Quintín Durward saltó en su pecho a la idea de aproximarse por este procedimiento a la Belleza de la Torrecilla, ya que su cargo le daba título para merecer la confianza de ella, toda vez que su protección dependía en tan alto grado de su conducta y valor. No dudó un momento que sería su guía afortunado a través de los azares de su peregrinación. La juventud rara vez piensa en los peligros, y criado Quintín sin trabas ni temores de ninguna especie, sólo pensaba en éstos para desafiarlos. Ansiaba verse libre de la cohibición que suponía la real presencia para poderse entregar de lleno a la alegría secreta que noticia tan inesperada le producía y que le impulsaba a demostraciones de júbilo que hubieran sido del todo inoportunas en aquellos momentos.

     Pero Luis aun no había acabado con él. Ese precavido monarca tenía que consultar a un consejero de especie distinta a la de Oliver le Diable, y cuya sabiduría suponía la gente procedía de inteligencias superiores y astrales, lo mismo que, juzgando por sus resultados, creía que los consejos de Oliver procedían del propio diablo.

     Luis se dirigió, seguido por el impaciente Quintín, a una torre aislada del castillo de Plessis, en la que estaba instalado, con no pocas comodidades y gran lujo, el célebre astrólogo, poeta y filósofo Galeotti Marti, o Martius, o Martivalle, natural de Narni, Italia, autor del famoso tratado De Vulgo Incognitis (31), objeto de la admiración de su época y de los panegíricos de Paulus Jovius. Había tenido muchos triunfos en la Corte del célebre Matías Corvinus, rey de Hungría, de la que fué sacado con añagazas por Luis, que envidiaba al monarca húngaro el disponer de la compañía y consejos de un sabio que tanta fama tenía de leer los decretos del cielo.

     Martivalle no era ninguno de esos profesores de mística de aquella época, ascéticos, agostados y pálidos, que se ofuscaban la vista ante el horno de la medianoche y mortificaban sus cuerpos vigilando la Osa Mayor. Participaba en todos los placeres cortesanos, y hasta que se puso obeso había sobresalido en todos los sports marciales , ejercicios gimnásticos, así como en el manejo de armas, tanto, que Janus Pannonius ha dejado un epigrama latino sobre un match de lucha a brazo entre Galeotti y un renombrado campeón en ese sport en presencia del rey húngaro y su corte, en el que resultó victorioso el astrólogo.

     Las habitaciones de este sabio cortesano y marcial estaban más espléndidamente amuebladas que ninguna de las que Quintín había hasta ahora visto en el real palacio; y las labores de talla en madera y adornos de su biblioteca, así como la magnificencia de la tapicería, demostraban el gusto elegante del erudito italiano. Su gabinete de estudio comunicaba con su dormitorio por un lado, y por otro con una torrecilla que le servía de observatorio. Una gran mesa de roble en medio de su gabinete estaba cubierta con un rico tapiz de Turquía, recogido en la tienda de un pachá después de la gran batalla de Jaiza, en la que el astrólogo había luchado unido con el valiente campeón de la cristiandad, Matías Corvinus. Su astrolabio, de plata, era regalo del emperador de Alemania, y su bordón de peregrino, de ébano, incrustado de oro y con curiosos grabados, era una prueba de aprecio del Papa reinante.

     Había objetos diversos dispuestos sobre la mesa o colgados de las paredes; entre otros, dos armaduras completas, una de cota de malla y otra blindada, y ambas, por su gran tamaño, parecían indicar que su amo era el gigantesco astrólogo; un acero toledano, un espadón escocés, una cimitarra turca, con arcos, carcajs y otras armas guerreras; instrumentos músicos de diferente género; un crucifijo de plata, un vaso sepulcral antiguo y varios pequeños penates de bronce de los antiguos gentiles, con otros curiosos objetos estrambóticos, algunos de los cuales, según la opinión supersticiosa de la época, servían para fines mágicos. La biblioteca de este personaje singular estaba en consonancia con las demás cosas. Curiosos manuscritos de la antigüedad clásica yacían mezclados con obras voluminosas de teólogos cristianos y de esos sabios laboriosos que profesaban la ciencia química y brindaban guiar a sus estudiantes en los secretos más íntimos de la Naturaleza por medio de la Filosofía Hermética. Algunos estaban escritos en caracteres orientales y otros ocultaban su sabiduría o ignorancia bajo el velo de caracteres jeroglíficos y cabalísticos. Toda la habitación y su mobiliario variado constituían un escenario que impresionaba mucho la imaginación si se tiene en cuenta la creencia general que entonces se tenía en la verdad de las ciencias ocultas; y ese efecto resultaba aumentado por el aspecto del propio individuo, que, sentado en un gran sillón, se dedicaba a examinar con curiosidad una muestra acabada de salir de la imprenta de Francfort del arte de imprimir recién inventado.

     Galeotti Martivalle era un hombre alto, voluminoso y de buena presencia, muy rebasada la primavera de la vida, y cuyos hábitos juveniles de ejercicio, aunque practicado aún de vez en cuando, no habían sido capaces de evitar su natural tendencia a la corpulencia, aumentada por sedentarios estudios y condescendencia a los placeres de la mesa. Su rostro, aunque más bien abultado, demostraba dignidad y nobleza, y un santón podía haber envidiado el aspecto de su larga y corrida barba. Su traje se componía de una bata del más rico terciopelo de Génova, con amplias mangas, cerrada con broches de oro y guarnecida de pieles. Estaba ceñida a su cintura con un amplio cinturón de pergamino, a cuyo alrededor estaban representados, en caracteres rojos, los signos del zodíaco. Se levantó y saludó al rey, aunque con el aire de uno a quien semejante compañía es familiar, y al que, aun en la presencia real, no siente rebajada la dignidad que entonces ostentaban los perseguidores de la ciencia.

     -Estás ocupado, padre -dijo el rey-, y, según creo, con este nuevo arte de manuscritos múltiples con la ayuda de máquinas. �Pueden las cosas de origen tan mecánico y terrestre interesar los pensamientos de uno ante el que el cielo ha descubierto sus celestiales secretos?

     -Hermano -replicó Martivalle, pues de este modo el habitante de esta celda llamaba aun al rey de Francia cuando se dignaba visitarlo como discípulo-, créame que, al considerar las consecuencias de esta invención, leo con tanta certeza como con cualquier combinación de los cuerpos celestiales los más portentosos y temibles cambios. Cuando reflexiono en los limitados y lentos conocimientos que hasta ahora nos ha proporcionado la ciencia, en lo difícil de ser logrados por los que más ardientemente los buscan, ,n lo fácil de ser extraviados o perdidos del todo por la invasión del barbarismo, puedo mirar adelante con admiración y asombro a la serie de generaciones venideras, sobre las que el saber descenderá como lluvia benéfica ininterrumpida, copiosa, ilimitada, fertilizando algunos terrenos e inundando otros, cambiando todas las formas de vida social, estableciendo y destruyendo religiones, levantando y aniquilando reinos...

     -Basta, Galeotti -dijo Luis-; �ocurrirán estos cambios en nuestra época?

     -No, no, mi real hermano -replicó Martivalle-; esta invención puede compararse a un árbol tiernecito recién plantado, pero que en las generaciones sucesivas producirá frutos tan fatales y tan preciosos como los del Paraíso, a saber, del mal y del bien.

     Luis contestó después de un rato de silencio:

     -Dejemos que la posteridad se cuide de lo que le interese; nosotros somos hombres de esta época, y a esta época limitaremos nuestros cuidados. Nos basta con la preocupación del día. Dime, �has estudiado algo más el horóscopo que te envié, y del que me anticipaste algo? He traído conmigo al individuo para que utilices la quiromancia si deseas. El asunto urge.

     El corpulento sabio se levantó de su asiento y, aproximándose al joven soldado, fijó en él sus grandes y penetrantes ojos negros como si intentase hacer un conjuro interior y descubrir cada facción del rostro. Ruborizado y azorado, ante este examen minucioso por parte de uno cuya expresión era a la vez tan reverente y tan dominante, Quintín bajó la mirada y no levantó los ojos hasta que obedeció al imperativo mandato del astrólogo.

     -Mira hacia arriba y no te asustes; pero alarga tu mano.

     Cuando Martivalle hubo examinado la palma de su mano, según el rito de las artes místicas que practicaba, condujo aparte al rey.

     -Mi real hermano -dijo-; la fisonomía de este joven, en unión de las líneas impresas en su mano, confirman, en grado maravilloso, el informe que he encontrado en su horóscopo, así como el juicio que su conocimiento de nuestras artes sublimes le indujo a formarse, desde luego, de él. Todo hace prometer que este joven será bravo y afortunado.

     -�Y fiel? -dijo el rey-; pues el valor y la fortuna no concuerdan con la fidelidad.

     -Y también fiel -dijo el astrólogo-, pues hay mucha firmeza en su mirada y su linea vitae está bien marcada y es muy visible, lo que indica una adhesión verdad y honrada a aquellos que le benefician o depositan su confianza en él. Pero, no obstante...

     -�Pero qué? -preguntó el rey- Padre Galeotti, �por qué callas ahora?

     -Los oídos de los reyes -dijo el sabio- son como los paladares de esos pacientes delicados que son incapaces de soportar la amargura de las drogas necesarias para su cura.

     -Mis oídos y mi paladar no son tan delicados -dijo Luis-; déjame escuchar lo que sea útil consejo y tragar lo que sea medicina saludable. No me importa la rudeza del uno ni el amargo sabor de la otra. No he sido criado con blanduras ni molicie; mi juventud fué de destierro y sufrimiento. Mis oídos están acostumbrados a consejos descarnados, y no me ofendo por ello.

     -Entonces, con toda claridad, señor -replicó Galeotti-, si hay algo en el desempeño de una comisión que, en una palabra, pueda sobresaltar una conciencia escrupulosa, no lo confíe a este joven, por lo menos hasta que unos cuantos años de práctica a su servicio le hagan tan poco escrupuloso como a los demás.

     -�Y esto era lo que titubeabas en decirme, mi buen Galeotti? �Y creías que tus palabras me iban a ofender? -dijo el rey- Sé que sabes muy bien que la política real no siempre puede ajustarse a las máximas abstractas de la religión y la moralidad. �A santo de qué nosotros, los príncipes de la tierra, fundamos iglesias y monasterios, hacemos peregrinaciones, sufrimos penalidades y hacemos devociones que de los otros pueden prescindir sino porque el beneficio del público y la prosperidad de nuestros reinos nos obligan a medidas que apesadumbran nuestras conciencias como cristianos? Pero Dios es misericordioso, y la intercesión de Nuestra Señora de Embrun y de los santos benditos es omnipotente y sempiterna. -Puso su sombrero sobre la mesa y, arrodillándose devotamente ante las imágenes sujetas en la cinta del sombrero, rezó en tono contrito-: �Sancte Huberte, Sancte Juliane, Sancte Martine, Sancte Rosalia, Sancti quotquot adestis, orate pro me peccatore! Después se golpeó el pecho, se levantó, cogió su sombrero y continuó-: Estate seguro, buen padre, que cualquiera que sea lo que haya en el fondo de la comisión a que te has referido, su ejecución no será confiada a este joven ni sería informado de mi propósito en ese particular.

     -En esto -dijo el astrólogo-, mi real hermano, obrará sabiamente. Algo puede recelarse de la impetuosidad de este joven comisionado, un desliz inherente a las personas de constitución sanguínea. Pero le aseguro que, según las reglas del arte, esta probabilidad no ha de anular las otras propiedades descubiertas por su horóscopo y de otro modo.

     -�Será esta medianoche hora propicia para comenzar un viaje peligroso? -preguntó el rey-. Mira, aquí están tus efemérides; mira la posición de la luna respecto a Saturno y la ascensión de Júpiter. Me parece que esto señala, salvo tu mejor opinión, éxito para aquel que envía la expedición a semejante hora.

     -Para el que envía la expedición -dijo el astrólogo después de una pausa- esta conjunción promete éxito; pero me parece que Saturno, que está revuelto, señala peligro e infortunio para los enviados, de lo que infiero que la comisión puede ser peligrosa o aun fatal para aquellos que van de viaje. En esta adversa conjunción se lee violencia y cautividad.

     -Violencia y cautividad para los que son enviados -comentó el rey-; pero éxito para los deseos del que envía, �no es eso, mi amado padre?

     -Así es -replicó el astrólogo.

     El rey se calló, sin dar a entender de qué modo los presagios de este discurso (probablemente aventurado por el astrólogo al conjeturar que la comisión referida encerraba un fin peligroso) convenían a su real propósito, que, como el lector sabe, era traicionar a la condesa Isabel de Croye y entregarla a Guillermo de la Marck, noble de alta estirpe, pero conducido por sus crímenes a actuar de jefe de bandidos, que se distinguía por su carácter turbulento y bravura feroz.

     El rey sacó entonces un papel de su bolsillo y, antes de entregarlo a Martivalle, dijo, en tono que se asemejaba al de un panegírico:

     -Sabio Galeotti, no te sorprendas que, poseyendo en ti un tesoro como oráculo, superior al existente en cualquier persona viviente, sin exceptuar al propio gran Nostradamus, desee frecuentemente servirme de tu habilidad en resolver aquellas dudas y dificultades que rodean a todo príncipe que tiene que luchar con la rebelión en su propio país y con enemigos exteriores, ambos poderosos e inveterados.

     -Cuando fui honrado con su confianza, señor -dijo el filósofo-, y abandoné la corte de Buda por la de Plessis, fué con la resolución de poner a la disposición de mi real patrón cuanto mi ciencia contenga que pueda serle útil.

     -Basta, buen Martivalle; te ruego que atiendas a la importancia de esta cuestión.

     A renglón seguido leyó el siguiente papel: �Una persona que tiene pendiente una controversia de importancia, que acabará en debate, ya por la ley o por la fuerza de armas, desea, por el presente, buscar un arreglo mediante una entrevista personal con su antagonista. Desea saber qué día será el más propicio para la realización de tales propósitos; asimismo, cuál será el resultado de semejante negociación y si su adversario responderá a la confianza puesta en él con gratitud y amabilidad o, por el contrario, abusará de la oportunidad y ventaja que tal entrevista puedan proporcionarle.�

     -Es una cuestión importante -dijo Martivalle, cuando el rey acabó de leer- y exige que disponga una figura planetaria y la consulte con detención.

     -Que así sea, mi buen padre en las ciencias, y sabrás lo que es hacer un favor a un rey de Francia. Estoy decidido, si las constelaciones no prohíben arriesgar algo y mis modestos conocimientos me inducen a pensar que aprueban mi intención, aun en mi persona, a terminar con estas guerras anticristianas.

     -�Que los santos protejan el piadoso intento de Su Majestad -dijo el astrólogo- y preserven su sagrada persona!

     -Gracias, querido padre. Aquí hay algo, mientras tanto, para aumentar su curiosa biblioteca.

     Colocó bajo uno de los volúmenes una bolsita de oro, pues, económico aun en sus supersticiones, Luis se imaginaba al astrónomo lo suficientemente recompensado con las pensiones que le había asignado, y se consideraba con derecho a usar de su habilidad a un precio moderado aun en los casos de urgencia.

     Habiendo, pues, Luis dado así una gratificación supletoria a su consultor general, le dejó para dirigirse a Durward.

     -Sígueme -le dijo-, mi buen escocés, elegido por el Destino y un monarca para ejecutar una atrevida aventura. Todo debe estar preparado para que puedas poner el pie en el estribo en el mismo momento en que la campana de San Martín dé las doce. Un minuto antes o después sería en contra del favorable aspecto de las constelaciones, que sonríen a tu aventura.

     Diciendo esto abandonó la habitación el rey, seguido por su joven guardia, y tan pronto se marcharon, el astrólogo se entregó a expansiones muy distintas de las que expresaba durante la presencia real.

     -�El tacaño miserable! -dijo pesando la bolsa en su mano, pues siendo hombre muy gastoso casi siempre necesitaba dinero-. �El sórdido avaro! La mujer de un patrón de barco hubiese dado más por saber que su marido había cruzado bien el mar tempestuoso. �El, con pretensiones de entender de letras!; sí, eso será cuando las zorras rondadoras y los lobos aulladores se hagan músicos. �El, con pretensiones de leer las luminarias gloriosas del firmamento!; eso será cuando los topos se hagan linces. Post tot promissa; después de tantas promesas hechas para hacerme abandonar la corte del magnífico Matías, en la que hunos y turcos, cristianos e infieles, el zar de Moscovia y el sultán de Tartaria se disputaban para colmarme de regalos. �Es que piensa que voy a habitar en este viejo castillo, como un pinzón real en su jaula, dispuesto a cantar cuando él silbe, y todo por la semilla y el agua? No será así; aut inveniam viam, aut faciam; descubriré un remedio. El cardenal Balue es político y liberal; le presentaré esta cuestión, y será culpa de su eminencia si las estrellas no hablan a gusto suyo.

     Tomó de nuevo el despreciado regalo y lo pesó en su mano.

     �Quizá -se dijo- haya alguna joya, o perla de precio oculta en esta mezquina bolsa. He oído decir que sabe ser liberal hasta la esplendidez cuando le conviene a su capricho o a su interés.�

     Vació la bolsa, que sólo contenía diez piezas de oro. La indignación del astrólogo fué extrema.

     ��Cree él que por tan miserable cantidad voy a practicar la ciencia celestial que he estudiado con el abad armenio de Istrahoff, que no ha visto el sol hace cuarenta años; con el griego Dubravius, de quien se dice que resucitaba los muertos, y hasta ha visitado al sheik Ebn Hali en su cueva de los desiertos de Tabaida? No, en modo alguno; el que desprecia al arte morirá por su propia ignorancia. �Diez piezas! Una menudencia que casi me avergonzaría ofrecer a Toinette para comprarle un nuevo corpiño de encaje.�

     Al decir esto, el indignado sabio se guardó, sin embargo, las despreciadas monedas de Oro en un gran bolso que llevaba al cinturón, que Toinette y otras personas de índole gastosa se esforzaban en vaciar mucho más de prisa que el filósofo, con todo su arte, encontraba medios de llenar (32).

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Capítulo XIV

El viaje (continuación)



                                                                                            Te veo aún, hermosa Francia,-tierra favorecida
Por el arte y la naturaleza; -aun estás ante mí;
A tus hijos, para quien su trabajo es un sport,
Ya que tan pródigo tu agradecido suelo devuelve sus esfuerzos;
A tus hijas tostadas, con sus ojos sonrientes
Y satinados rizos negros. Pero, Francia favorecida,
Has tenido muchas leyendas de dolor que contar
En tiempos pasados y en los actuales.
                                                                     Anónimo.


     Evitando toda conversación con nadie (pues tal era su consigna), Quintín Durward procedió rápido a colocarse una fuerte coraza blindada, con piezas protectoras de brazos y muslos, y colocó en su cabeza un buen casco de acero sin visera. Agregó a esto una hermosa casaca de cuero de gamuza, bien curtida y adornada por las costuras con bordados, como los de un empleado superior en una noble casa.

     Estas prendas fueron llevadas a la habitación por Oliver, quien, con su sonrisa y modales insinuantes, le participó que su tío había sido citado para hacer la guardia con el fin de que no hiciese averiguaciones concernientes a estos movimientos misteriosos.

     -Se presentarán sus excusas a su pariente -dijo Oliver sonriendo de nuevo-, y mi querido hijo, cuando vuelva salvo de haber realizado esta agradable misión, no dudo que resultará digno de un ascenso que le dispensará de dar cuenta de sus movimientos a nadie, mientras le colocará a la cabeza de aquellos que deberán dar cuenta de los suyos a usted.

     Así habló Oliver le Diable, calculando en su fuero interno la gran probabilidad que había de que el pobre joven, cuya mano apretaba con afecto mientras hablaba, encontrase necesariamente la muerte o el cautiverio en la comisión que se le había confiado. Añadió a sus palabras de halago una pequeña bolsa de oro, para hacer frente a los gastos necesarios del viaje, como obsequio ofrecido por el rey.

     Unos minutos antes de medianoche, Quintín, conforme a las instrucciones recibidas, se dirigió al segundo patio y se detuvo bajo la torre del Delfín, que, según el lector sabe, estaba destinada a residencia temporal de la condesa de Croye. Encontró en este lugar a los hombres y caballos que habían de formar parte de la comitiva, llevando dos mulas ya cargadas con equipaje y tres caballos para las dos condesas y una fiel servidora y un corcel de guerra para él, cuya silla, guarnecida de acero, brillaba a la pálida luz de la luna. Ni una palabra a guisa de saludo se habló por ambas partes. Los hombres se erguían en sus monturas sin movimiento alguno, y a la misma luz imperfecta vió Quintín con placer que estaban todos armados y que sostenían largas lanzas en sus manos. Sólo eran tres; pero uno dijo en voz baja a Quintín, en acento gascón bien marcado, que el guía se los uniría más allá de Tours.

     Mientras tanto, se veían luces que se movían a través de las celosías de la torre, denotando actividad y preparativos en sus habitantes. Por fin, una pequeña puerta, que conducía del fondo de la torre al patio, se abrió, y tres mujeres salieron acompañadas de un hombre envuelto en un capote. Montaron en silencio las caballerías que le estaban designadas, mientras su acompañante a pie guiaba y dió el santo y seña a los centinelas de guardia, cuyos puestos pasaron sucesivamente. Así alcanzaron, por fin, el exterior de estas formidables barreras. Aquí el hombre a pie, que hasta ahora había actuado de guía, se detuvo y habló bajo a las dos mujeres que iban delante.

     -�Que el cielo le proteja, señor -dijo una voz que emocionó a Quintín-, y le perdone, aunque sus propósitos sean más interesados de lo que denotan sus palabras! El ser colocada a salvo bajo la protección del buen obispo de Lieja es mi mayor deseo.

     La persona a la que así se dirigía dió una respuesta que no se oyó y se retiró por el portillo de la fortaleza, al tiempo que Quintín se imaginaba que, a la luz de la luna, reconocía en ella al propio rey, cuya ansiedad por la marcha de sus huéspedas le había quizá inducido a estar en persona por si se suscitaban escrúpulos por parte de ellas o había dificultades por parte de los centinelas del castillo.

     Cuando los jinetes rebasaron éste, fué necesario durante algún tiempo cabalgar con gran precaución para evitar los pozos, trampas y demás artificios que estaban dispuestos para molestia del forastero. El gascón conocía, sin embargo, a la perfección la clave de este laberinto, y después de un cuarto de hora de montar se encontraron fuera de los límites de Plessis le Pare y no muy lejos de la ciudad de Tours.

     La luna, que ya se había librado de las nubes que antes la ocultaban a ratos, lanzaba una hermosa luz sobre un paisaje igualmente bello. Vieron al Loira extendiendo sus majestuosas ondas a través de las más ricas llanuras de Francia y corriendo a lo largo de orillas adornadas con torres y terrazas y con olivares y viñedos. Vieron las murallas de la ciudad de Tours, la antigua capital de la Turena, elevar sus graves torres y bastiones blancos a la luz de la luna, mientras, en el interior del círculo que formaban, se erguía la inmensa mole gótica que la devoción del santo obispo Perpetuus levantó en el remoto siglo V, y que el celo de Carlomagno y sus sucesores había aumentado con tal esplendor que hacían de ella la iglesia más magnífica de Francia. Las torres de la iglesia de Saint Gatien también eran visibles, y la reciedumbre tétrica del castillo, del que se decía que en tiempos pretéritos había sido la residencia del emperador Valentiniano.

     Aun las circunstancias en que estaba colocado, de una índole tan absorbente, no impidieron se entusiasmase el joven escocés, acostumbrado al desolado, aunque impresionante, escenario de sus propias montañas y a la pobreza de los paisajes más principales de su país, ante el escenario que, el arte y la naturaleza habían contribuído en adornar con el más rico esplendor. Pero fué vuelto a la realidad del momento por la voz de la señora mayor (en una octava, por lo menos, más alta que esos tonos suaves con la que se despidió de Luis XI), que deseaba hablar con el jefe de la comitiva. Espoleando su caballo y avanzando, Quintín se presentó respetuosamente a las damas con tal carácter, y fué sometido a un interrogatorio por parte de lady Hameline.

     -�Cuál es su nombre y su empleo?

     Dijo ambos.

     -�Conoce perfectamente el camino?

     -No puedo -replicó- presumir de conocer mucho el camino; pero poseo instrucciones completas, y en el primer sitio de descanso me espera un guía competente en todos sentidos para continuar guiándoles el resto del viaje.

     Mientras tanto, un jinete que se les acababa de unir, y elevaba a cuatro el número de los guardias, había de ser su guía en la primera etapa.

     -�Y por qué fué usted escogido para tal comisión, joven? -dijo la dama-. Tengo entendido que es usted el mismo joven que estuvo últimamente de guardia en la galería en que encontramos a la princesa de Francia. Parece usted joven e inexperto para ese cargo, forastero también en Francia y hablando el idioma como extranjero.

     -Tengo precisión de obedecer a los mandatos del rey, señora; pero no estoy autorizado para razonarlos -contestó el joven soldado.

     -�Es usted de cuna noble? -preguntó la dama.

     -Puedo afirmarlo con seguridad, señora -contestó Quintín.

     -�Y no es usted el mismo -dijo la dama joven dirigiéndose a él a su vez, pero con acento timorato- a quien vi cuando fui llamada a servir al rey en la posada?

     Bajando su voz, quizá por análogos sentimientos de timidez, Quintín contestó afirmativamente.

     -Entonces -dijo lady Isabel dirigiéndose a lady Hameline estamos seguras bajo la salvaguardia de este caballero; no parece, al menos, uno a quien la ejecución de un plan de crueldad traicionera respecto a dos infelices mujeres pueda ser confiado desde luego.

     -�Por mi honor, señora -dijo Durward-; por la fama de mi casa; por los restos de mis antepasados, no sería nunca culpable de traición o crueldad con usted!

     -Habla usted bien, joven -dijo lady Hameline-; pero estamos acostumbradas a bellos discursos del rey de Francia y sus secuaces. Por estos discursos fuimos inducidas a buscar refugio en Francia, cuando la protección del obispo de Lieja podía haberse alcanzado con menos riesgo que ahora, o cuando podíamos habernos buscado la de Wenceslao de Alemania o la de Eduardo de Inglaterra. �Y en qué han quedado las promesas del rey? En una ocultación obscura y vergonzosa de nuestras personas, bajo nombres plebeyos, como si fuésemos productos prohibidos, en una posada mezquina, donde nos veíamos obligadas a ataviarnos de pie sobre el simple suelo, como si hubiésemos sido dos lecheras; cuando, como tú sabes, Marthon -dirigiéndose a su criada-, nunca me puse una escofieta sino bajo un dosel y sobre un estrado.

     Marthon afirmó que su señora había dicho la pura verdad.

     -Me gustaría que eso hubiera sido el mal peor, querida parienta -dijo lady Isabel-; hubiera podido muy bien pasar sin lujos.

     -Pero no el vivir aisladas -dijo la condesa de más edad-; eso, mi querida sobrina, resultaba inaguantable.

     -Lo hubiera perdonado todo, mi querida parienta -contestó Isabel en una voz que penetró hasta el mismo corazón de su joven conductor y guardián-, todo, por un retiro seguro y honroso. No deseo, Dios sabe que nunca lo deseé, ser causa de una guerra entre Francia y Borgoña, mi país natal, o que se sacrifiquen vidas por mis causas. Sólo pido permiso para retirarme al convento de Marmontier o a cualquier otro santo santuario.

     -Hablas como una simple, sobrina -contestó la señora de más edad-, y no como la hija de mi noble hermano. Conviene que aun viva alguien que sostenga el espíritu de la noble casa de Croye. �Cómo se distinguiría una dama de alcurnia de una lechera quemada por el sol sino porque por la una se rompen lanzas y por la otra sólo se quiebran varas de avellano? Te digo, muchacha, que mientras estaba en la primavera de mi vida, con pocos más años que tú, se celebró en mi honor el famoso desafío de armas en Haflinghem; los que desafiaban fueron cuatro; los asaltantes llegaron a doce. Duró tres días y costó la vida de dos caballeros audaces, la fractura de un espinazo, una clavícula, tres piernas y dos brazos, aparte de las heridas y contusiones que no tuvieron en cuenta los heraldos; y de este modo han sido siempre honradas las damas de nuestra casa. �Ah!, si poseyeses parte de la intrepidez de tus nobles antepasados encontrarías medios para organizar un torneo en alguna corte, en la que el amor a las damas y la fama en el manejo de las armas son aun apreciadas, en el que tu mano sería el galardón, como lo fué la de tu bisabuela, de bendito recuerdo, en el torneo de lanzas de Estrasburgo; y de este modo ganarías la mejor lanza de Europa para mantener los derechos de la casa de Croye a un mismo tiempo contra la opresión de Borgoña y la política de Francia.

     -Pero, querida parienta -contestó la joven condesa-, me contó mi vieja niñera que, aunque el Rhinegrave fué la mejor lanza en el gran torneo de Estrasburgo, y por eso conquistó la mano de mi respetada antecesora, el matrimonio, sin embargo, no fué feliz, ya que él regañaba con frecuencia y aun a veces pegaba a mi bisabuela, de grata memoria.

     -�Y por qué no? -dijo la vieja condesa, llevada de su romántico entusiasmo por la profesión de caballeros de armas-. �Por qué esos victoriosos caballeros, acostumbrados a lanzar mandobles en el campo, deberían haber refrenado sus energías en casa? Mil veces hubiera preferido ser pegada dos veces al día por un marido cuya lanza fuese tan temida por los otros como por mí, que ser la mujer de un cobarde que no se atreviese ni a levantar la mano a su esposa ni a nadie más.

     -Me gustaría que disfrutases de un compañero tan activo, querida tía -replicó Isabel-, sin por eso envidiarte, pues si el quebrantamiento de huesos es disculpable en torneos, no existe nada menos agradable en la morada de una dama.

     -Ya; pero el pegar no es una consecuencia necesaria del matrimonio con un caballero de armas famoso -dijo lady Hameline-; aunque es verdad que nuestro antecesor, de grato recuerdo, el rhinegrave Gottfried, era de temperamento algo colérico y acostumbrado al vino del Rin. El caballero perfecto es un cordero entre las damas y un león entre las lanzas. Acuérdate de Thibaut de Montigni, �Dios sea con él!, que fué la persona más amable que existió, y no sólo cometió nunca la villanía de levantar su mano contra su dama, sino que, aquel que derrotaba a todos sus enemigos en el campo, encontró a una bella enemiga que sabía pegarle en casa. Bien, fué culpa suya; fué uno de los retadores en el torneo de Haflinghem, y tan bien se portó, que si el cielo hubiese querido y tu abuelo, hubiera habido una señora de Montigni que le hubiese tratado con más dulzura.

     La condesa Isabel, que tenía algunos motivos para temer a este torneo de Haflinghem, que era asunto en el que su tía resultaba difusa en toda época, dejó que la conversación decayese; y Quintín, con la finura natural de uno que ha sido bien educado, temiendo que su presencia pudiese ser un freno para la conversación de tía y sobrina, se adelantó para unirse al guía, como si tuviese que preguntarle algunas cuestiones concernientes al camino que seguían.

     Mientras tanto, las damas continuaron el viaje en silencio o con conversación que no merece la pena de ser consignada, hasta que amaneció; y como habían permanecido a caballo varias horas, Quintín, temeroso de que estuviesen fatigadas, mostró impaciencia por saber qué distancia les separaba aún del primer sitio de descanso.

     -Puede ser -contestó el guía- que lleguemos dentro de media hora.

     �Y entonces le reemplazará a usted otro guía? -continuó Quintín.

     -Así es, señor arquero -replicó el hombre-; mis viajes son siempre cortos y rectos. Cuando usted y otros, señor arquero, van dando rodeos, yo voy siempre por el camino más corto.

     La luna hacía ya tiempo que se había marchado y las luces de la aurora comenzaban a lucir en el oriente y a iluminar un pequeño lago, por cuya orilla iban cabalgando hacía un poco de tiempo. Este lago yacía en medio de una llanura sembrada de árboles aislados, matorrales y espesuras; pero que podía, sin embargo, considerarse como espacio abierto, y ya los objetos comenzaban a distinguirse con suficiente precisión. Quintín miró a la persona que cabalgaba a su lado, y bajo la sombra de un sombrero de ala ancha, que recordaba al de un labriego español, reconoció las facciones antipáticas del mismo Petit-André, cuyos dedos, combinados con los de su lúgubre compañero Trois-Eschelles, se habían mostrado tan desagradablemente activos no hacía mucho alrededor de su cuello. Impelido por la aversión, en la que había mezclado algo de temor (pues en su país el verdugo es mirado con horror casi supersticioso), que su difícil escapatoria no había disminuido, Durward desvió instintivamente la cabeza de su caballo a la derecha, y aguijoneándole al mismo tiempo con la espuela, dió una media vuelta, que le separó unos ocho pies de su odioso compañero.

     -�Eh, eh! -exclamó Petit-André-. Por Nuestra Señora de Greve, nuestro joven soldado nos recuerda de antaño. �Cómo!, camarada, no nos guardará rencor, �no es eso? Todo el mundo gana su pan en este país. Nadie necesita avergonzarse de haber pasado por mis manos. Y Dios me ha concedido la gracia de ser además un individuo muy alegre. �Ah!, �ah!, �ah! Podría contarle todos los chistes que he dicho entre el pie de la escala y lo alto de la horca, y a veces me he visto obligado a hacer más que de prisa, mi trabajo por temor de que los individuos muriesen riendo. Mientras hablaba así dirigió su caballo hacia el costado para ganar el intervalo que el escocés había interpuesto entre los dos.

     -Venga, señor arquero, �que no haya enemistades entre nosotros! Por mi parte, siempre hago mi deber sin malicia y con el corazón alegre, y nunca amo más a un hombre sino cuando pongo el collar alrededor de su cuello para hacerlo caballero de la Orden de Saint Patibularius, como el capellán del preboste, el digno padre va con el diablo, acostumbra a llamar al santo patrón de los ajusticiados.

     -�Atrás, ser infeliz! -exclamó Quintín cuando el ejecutor de la ley intentó de nuevo aproximársele-, o me veré forzado a mostrarte la distancia que debe mediar entre hombres de honor y hombres como tú.

     -�Ya, qué acalorado está! -dijo el individuo-. Si hubiese dicho hombres honrados habría algo de verdad en ello; pero hombres de honor. Tengo que tratar con ellos todos los días tan de cerca como si tuviese que llevar un negocio con usted. Pero haya paz y acompáñese usted solo. Le hubiera obsequiado con una botella de Auvernat para borrar toda rencilla; pero es probable que desdeñe mi amabilidad. Bien. Sea tan grosero como guste. No acostumbro a reñir nunca con mis parroquianos, mis alegres danzarines, mis compañeros de juego, como Jacobo Butcher llama a sus ovejas. No, no, que me traten como quieran; al final encontrarán mis buenos servicios, y usted mismo verá, cuando vuelva a las manos de Petit-André, que sabe perdonar una injuria.

     Diciendo esto y poniendo remate a sus palabras con un guiño provocador, Petit-André se desvió al otro lado del camino y dejó al joven que digiriese los improperios que le había dirigido como mejor pudiese su orgulloso estómago escocés. Un fuerte deseo había tenido Quintín de pegarle con su lanza; pero supo poner freno a sus pasiones, recordando que una riña con semejante tipo no estaba justificada en ningún lugar ni momento, y que una contienda de cualquier especie en la presente ocasión sería una falta a su deber y podía traer consigo las peores consecuencias. Por eso contuvo la cólera que le produjo los chistes profesionales e inoportunos de Mons. Petit-André, y se contentó con desear devotamente que no hubiesen llegado a oídos de la dama joven, en la que no podía suponerse que hiciesen una impresión favorable para él. Pero pronto fué desviado de estos pensamientos por los gritos de una de ambas damas:

     -�Mire atrás, mire atrás! �Por amor de Dios, cuide de usted y de nosotras; estamos perseguidas!

     Quintín miró rápido hacia atrás y vió que dos hombres armados les seguían, en efecto, y cabalgaban a tal paso que pronto les alcanzarían.

     -Sólo pueden ser -dijo- algunos de los soldados del preboste que hacen la ronda en el bosque. Mira -le dijo a Petit-André- y dime quiénes pueden ser.

      Petit-André obedeció y replicó:

     -Estos señores no son ni camaradas suyos ni míos, pues me parece que usan cascos con las viseras abatidas y golas, de la misma especie. �Son inaguantables estas golas! Hay que hurgarlas más de una hora antes de que puedan abrirse los remaches.

     -Amables damas -dijo Durward sin hacer caso de lo que decía Petit-André-, sigan hacia adelante, no tan de prisa como para que pueda creerse que van huídas y, sin embargo, lo suficiente para aprovecharse del obstáculo que pienso colocar entre ustedes y estos hombres que nos siguen.

     La condesa Isabel miró a su guía y luego murmuró algo a su tía, quien habló a Quintín de este modo:

     -Tenernos confianza en sus cuidados, arquero, y preferimos correr cualquier clase de riesgos en su compañía que seguir adelante con ese hombre, cuyo semblante nos parece de mal augurio.

     -Hagan lo que quieran, damas -dijo el joven- Sólo son dos los que nos persiguen, y aunque sean caballeros, como parecen indicar sus armas, bien pronto sabrán, si les anima algún mal propósito, cómo un caballero escocés puede cumplir su deber en presencia y por la defensa de personas como ustedes. �Quién de vosotros -continuó, dirigiéndose a los guardias que mandaba- desea ser mi camarada y romper una lanza con estos galanes?

     Dos de los hombres se resistieron visiblemente; pero el tercero, Beltrán Guyot, juró �que cap de diou, aunque fuesen caballeros de la Mesa Redonda del rey Arturo, habría de poner a prueba su bizarría por el honor de Gascuña�.

     Mientras hablaba, los dos caballeros, pues no parecían personas de menos rango, llegaron a la retaguardia de la comitiva, en la que Quintín, con su robusto acompañante, se había ya situado. Iban bien protegidos con una armadura excelente de acero pulido, sin ninguna divisa por la que pudieran ser reconocidos.

     Uno de ellos, al aproximarse, dijo a Quintín:

     -Señor caballero, venimos a librarle de un cometido que es superior a su rango y condición. Hará bien en dejar a estas damas a nuestro cuidado, ya que somos más aptos para acompañarlas, puesto que sabemos que en su compañía están poco menos que cautivas.

     -En respuesta a sus demandas, señores -replicó Durward-, sepan, en primer lugar, que estoy desempeñando el deber que me ha señalado mi actual soberano; y en segundo lugar, que, por muy indigno que pueda ser, las damas desean continuar bajo mi protección.

     -�Cómo! -exclamó uno de los campeones-. �Y se atreve usted, mendigante vagabundo, a ofrecer resistencia con sus palabras a caballeros de nuestro linaje?

     -Empleo esas palabras -dijo Quintín- porque se oponen a su insolente e ilegítima agresión; y si hubiese diferencia de rango entre nosotros, lo que aún ignoro, su descortesía lo habría borrado. Saquen sus espadas, o si prefieren usar las lanzas, prepárense para la carrera.

     Mientras los caballeros volvían sus caballos y retrocedían a una distancia de ciento cincuenta yardas, Quintín, mirando a las damas, se inclinó sobre la silla como si desease una mirada favorable de ellas, y mientras le agitaban sus pañuelos en señal de estímulo, los dos provocadores habían ganado la distancia necesaria para cargar.

     Recomendando al gascón que se portase como un hombre, Durward puso en movimiento su corcel, y los cuatro jinetes se encontraron, a pleno galope, en medio del campo que al principio les separaba. El choque fué fatal para el pobre gascón, pues su adversario, apuntando a su cara, que no estaba defendida por visera, le clavó la lanza en el cerebro a través de un ojo, con lo que cayó muerto del caballo.

     Por otra parte, Quintín, aunque luchando con la misma desventaja, se movió sobre la silla con tanta destreza, que la lanza contraria, rozando levemente su mejilla, pasó sobre su hombro derecho, mientras su lanza, dando de lleno sobre su pecho, le derribó al suelo. Quintín saltó para quitar el casco a su caído antagonista; pero el otro caballero (que aun no había hablado), viendo la desgracia de su compañero, se apeó aun más de prisa que Quintín, y montando a horcajadas a su amigo, que estaba sin sentido, exclamó:

     -�En nombre de Dios y San Martín, monta, buen hombre, y márchate con tus mujeres! Bastante daño han causado esta mañana.

     -Con su permiso, señor caballero -dijo Quintín, que no podía tolerar el tono amenazador en que fué dado este consejo-, primero veré con quién he tenido que pelear y sabré quién ha de responder por la muerte de mi camarada.

     -En tu vida lo sabrás ni podrás decirlo -contestó el caballero-. Vete en paz, buen hombre. Si fuimos tontos al interrumpir vuestro viaje, hemos llevado la parte peor, pues has hecho más daño que el que tu vida y la de todos los de tu partida pueden resarcir. No obstante, si lo quieres,(pues Quintín había desenvainado su espada y avanzaba hacia él), tómalo como una venganza.

     Diciendo esto, dió al escocés tal golpe en el casco como hasta ese momento (aunque criado en sitio donde se prodigaban los buenos golpes) sólo conocía por la lectura de romances. Descendió la espada como un rayo, abatiendo la guardia que el joven escocés había elevado para proteger su cabeza, y alcanzando su casco acorazado, lo cortó hasta alcanzar su cabello, pero sin hacerle más daño, mientras Durward, aturdido, atontado y caído sobre una rodilla, estuvo por un instante a la merced del caballero si hubiese querido repetir el golpe. Pero cierta compasión ante la juventud de Quintín, o admiración por su valor, o un amor generoso para jugar limpio, le hicieron desistir de aprovecharse de semejante ventaja, en tanto que Durward, reuniendo sus fuerzas, saltó y atacó a su antagonista con la energía de uno decidido a ganar o a morir, y al mismo tiempo con la presencia de ánimo necesario para luchar sacando el mayor partido. Resuelto a no exponerse de nuevo a golpes tan terribles como el que acababa de sufrir, utilizó la ventaja de su mayor agilidad, favorecida por la relativa ligereza de su armadura, para fatigar a su antagonista con movimientos tan repentinos y tal rapidez de ataque, que el caballero, embutido en su pesada armadura, encontraba dificultad para defenderse sin fatigarse mucho.

     Fué en vano que su generoso contrincante dijese a gritos a Quintín �que ya no había causa de contienda entre ambos y que estaba poco dispuesto a decidirse a hacerle daño�. Escuchando sólo las sugestiones de un deseo ardiente para redimir la vergüenza de su derrota parcial, Durward continuó atacándole con la rapidez de un relámpago, ya amenazándole con el filo, ya con la punta de su espada, y manteniendo tal vista sobre los movimientos de su contrario, de cuyas fuerzas superiores tenía tan terrible prueba, que estaba dispuesto a saltar atrás o a un costado para librarse de los golpes de su tremenda arma.

     -�Que el diablo cargue contigo por tu obstinación presuntuosa! -murmuró el caballero-. Esto no acabará hasta que sufras un golpe en la cabeza.

     Al decir esto, cambió de modo de combatir, se preparó para mantenerse a la defensiva y pareció contentarse con parar, en vez de devolver, los golpes que Quintín le dirigía incesantemente, con la resolución interna de que, en el instante en que una falta de aliento o cualquier movimiento falso o descuidado del joven soldado le diese oportunidad, pondría fin a la lucha de un solo golpe. Es probable que lo hubiera conseguido con esta táctica artera; pero el hado había dispuesto otra cosa.

     Estaba aún el duelo en su apogeo cuando una gran partida a caballo se presentó, gritando:

     -�Alto, en nombre del rey!

     Ambos campeones se detuvieron, y Quintín vió con sorpresa que su capitán, lord Crawford, estaba a la cabeza de la partida que de este modo había interrumpido su combate. También estaba allí Tristán l'Hermite con dos o tres de los suyos, habiendo quizá en conjunto veinte caballos.

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Capítulo XV

El guía



                                                                                            Era hijo de Egipto, según me dijo,
Y descendiente de esos temibles magos
Que sostenían guerras temerarias cuando Israel vivía en Goschen,
Con Israel y su profeta -y desafiaban
Los milagros de Jehová con conjuros,
Hasta que sobre Egipto vino el ángel vengador,
Y aquellos sabios orgullosos lloraron por su primogénito,
Como lloraron los iletrados campesinos.
                                                                              Anónimo (33).


     La llegada de lord Crawford y su guardia puso inmediato fin al combate que hemos tratado de describir en el último capítulo, y el caballero, arrojando su casco, dió precipitadamente al viejo lord su espada, diciendo:

     -Crawford, me rindo. �Pero al oído le diré, bajo su palabra de honor, salve al duque de Orleáns!

     -�Cómo, es posible? �El duque de Orleáns! -exclamó el jefe escocés-. �Cómo ha sucedido esto?

     -No pregunte nada -dijo Dunois, pues se trataba de él-; ha sido culpa mía. Mire, se mueve. Yo me adelanté para ver a aquella damisela, y mire lo que ha ocurrido. Que se queden atrás sus soldados, que ningún hombre le mire.

     Diciendo esto, abrió la visera de Orleáns y arrojó agua en su rostro, que le proporcionó el próximo lago.

     Quintín Durward, mientras tanto, se quedó como petrificado; tan rápidas se sucedían las aventuras para él. Como las pálidas facciones de su primer contrincante le aseguraban había derribado al primer príncipe de sangre azul de Francia, y había contendido con su mejor campeón, el célebre Dunois, ambos hechos de por sí muy honrosos, aunque era cuestión diferente el asegurar si podían considerarse como buen servicio prestado al rey o estimado como tal por éste.

     El duque había ya vuelto en sí y pudo sentarse y fijarse en lo que había pasado entre Dunois y Crawford, mientras el primero rogaba ansiosamente que no había por qué mezclar en el asunto el nombre del más noble Orleáns, ya que estaba dispuesto a aceptar toda la responsabilidad de lo sucedido y a confesar que el duque sólo había venido allí en calidad de amigo suyo.

     Lord Crawford continuó escuchando con sus ojos fijos en el suelo, y de vez en cuando suspiraba y movía la cabeza. Por fin dijo, alzando la vista:

     -Tú sabes, Dunois, que en nombre de tu padre, así como por ti, estoy bien dispuesto a prestarte un servicio.

     -Por mí, no pido nada -contestó Dunois-. Tienes mi espada y soy tu prisionero; �qué más hace falta? Pero es por este noble príncipe, la única esperanza de Francia si Dios llama al Delfín a su seno. Sólo vino acá para hacerme un favor en un empeño para hacer mi fortuna, en un asunto que el rey ha alentado en parte.

     -Dunois -replicó Crawford-, si otro me hubiese dicho que habías traído al noble príncipe a este peligro para satisfacer un fin tuyo, le hubiera dicho que eso era mentira. Y ahora que tú me lo dices, apenas puedo creer que sea verdad.

     -Noble Crawford -dijo Orleáns, que ya se había repuesto del todo de su desmayo-, es usted de carácter muy parecido al de su amigo Dunois para no hacerle justicia. Fui yo quien le arrastré hasta aquí, contra su voluntad, a una empresa de pasión atolondrada, rápidamente pensada y llevada a cabo. Mírenme todos los que quieran -añadió, levantándose y volviéndose hacia los soldados-. Soy Luis de Orleáns, que desea sufrir el castigo que merece su locura. Confío en que el rey limitará su disgusto a mi persona, pues es lo justo. En el ínterin, ya que un hijo de Francia no debe entregar su espada a nadie, ni aun a usted, noble Crawford, �vete con Dios, buen acero!

     Acompañando a estas palabras, sacó su espada de la vaina y la arrojó al lago. Cruzó el aire como un torrente de luz y se hundió en sus relucientes aguas, que rápidamente se cerraron sobre ella. Todos permanecieron quietos, irresolutos y atónitos; tan alto era el rango y tan estimada era la persona del culpable; al mismo tiempo todos se percataban que las consecuencias de esta atrevida empresa, teniendo en cuenta lo que el rey pensaba sobre él, servirían para arruinarle del todo.

     Dunois fué el primero que habló, y lo hizo en el tono de regaño de un amigo ofendido y desconfiado.

     -�Así, pues, su alteza ha juzgado propio arrojar su mejor espada en la misma mañana en que ha decidido desechar el favor del rey y despreciar la amistad de Dunois?

     -Mi querido pariente -dijo el duque-, �cuándo o cómo fué mi propósito el despreciar su amistad, por decir la verdad, cuando era necesaria para su salvación y mi honor?

     -Me gustaría saber, mi querido primo, qué tiene su alteza que ver con mi salvación -contestó Dunois ásperamente-. �Qué le puede importar el que se me ocurriese dejarme ahorcar, o estrangular, o arrojarme al Loira, o ser apuñalado, o encerrado vivo en una jaula de hierro, o enterrado vivo en un foso de un castillo, o sometido a cualquier procedimiento que agradase al rey Luis para librarse de su fiel vasallo? (No necesita guiñar el ojo ni hacer visajes ni señalar a Tristán l'Hermite; veo al bribón tan bien como vos.) Y en cuanto a su honor, me parece que éste hubiera ganado con haber evitado el trabajo de esta mañana o no haber pensado en él. Aquí ha resultado desmontado su alteza por un salvaje muchacho escocés.

     -�Calle, calle! -dijo lord Crawford-; no avergüence a su alteza por eso. No es la primera vez que un joven escocés ha roto una buena lanza. Me alegra saber que el muchacho se ha portado bien.

     -No diré lo contrario -dijo Dunois-; sin embargo, si su señoría hubiese llegado más tarde de lo que lo hizo, hubiera habido una vacante en su compañía de arqueros.

     -�Ay, ay! -contestó lord Crawford-, puedo ver su obra en ese morrión rajado. Que alguien se lo quite al joven y le dé un bonete, que con su forro de acero preservará su cabeza mejor que ese casco roto. Y permítame que le diga a su señoría que su propia armadura no carece de algunas señales de buena labor escocesa. Pero, Dunois, ahora debo rogar al duque de Orleáns y a vos que tomen sus caballos y me acompañen, ya que estoy facultado y tengo poderes para ello, a un lugar diferente del que mis buenos deseos podían haberles designado.

     -�No puedo hablar una palabra, mi lord Crawford, a aquellas bellas damas? -preguntó el duque de Orleáns.

     -Ni una sílaba -contestó lord Crawford-; soy demasiado amigo de su alteza para permitir semejante acto de locura.

     Después, dirigiéndose a Quintín, añadió:

     -Usted, joven, ha cumplido con su deber. Prosiga realizando la comisión que le ha sido confiada.

     -Por favor, mi lord -dijo Tristán con su usual brutalidad-; el joven debe buscar otro guía. No puedo prescindir de Petit-André cuando hay tantas probabilidades de que se le presente trabajo.

     -El joven -dijo Petit-André adelantándose- sólo tiene que conservar el camino que se abre derecho ante él y le conducirá a un lugar en donde encontrará al hombre que debe actuar de guía suyo. �Ni por mil ducados me ausentaría en el día de hoy del lado de mi jefe! He colgado a más de un caballero, a ricos echevins y a burgomaestres; aun condes y marqueses han probado mi trabajo; pero un... -miró al duque como para insinuar que había suprimido las palabras- �un príncipe de sangre!...

     -�Cómo permite que sus rufianes tengan ese lenguaje en tal presencia? -dijo Crawford mirando serio a Tristán.

     -�Por qué no le corrige usted mismo, mi lord? -dijo Tristán, hosco.

     -Porque tu mano es la única entre los presentes que puede pegarle sin resultar degradada por semejante acción.

     -Entonces, gobierne a los suyos, mi lord, y yo responderé de los míos -dijo el capitán preboste.

     Lord Crawford parecía inclinado a dar una respuesta colérica; pero como si lo hubiese pensado mejor, volvió su espalda a Tristán y, rogando al duque de Orleáns y a Dunois que cabalgasen cada uno a un lado suyo, hizo señales de despedida a las damas, y dijo a Quintín:

     -Dios te bendiga, hijo mío; has comenzado tu servicio valientemente, aunque en causa desgraciada.

     Se disponía partir cuando Quintín pudo oír a Dunois que le preguntaba en voz baja a Crawford:

     -�Nos lleva a Plessis?

     -No, mi desgraciado y temerario amigo -contestó Crawford con un suspiro-; a Loches.

     �A Loches! El nombre de un castillo o más bien prisión, aun más temible que el propio Plessis, resonó fúnebremente para el joven escocés. Había oído hablar de él como un lugar destinado a la realización de esos actos secretos de crueldad con los que el mismo Luis se avergonzaba de corromper el interior de su propia residencia. Había en este sitio de terror calabozos sobrepuestos a otros calabozos, algunos de ellos desconocidos aun para el guardián de los mismos; sepulturas vivas, a que eran destinados hombres, con pocas esperanzas de conseguir otro empleo en el resto de su vida que el de respirar aire impuro y ser alimentados a pan y agua. En este formidable castillo había también sitios terribles de confinamiento, denominados cages, en el que el infeliz prisionero no podía ponerse de pie ni estirarse a lo largo; invención, según se decía, del cardenal Balue (34). No debe sorprender que el nombre de este sitio de horrores y la convicción de que había contribuido en parte a despachar allí a dos víctimas tan ilustres llenaran de tanta tristeza el corazón del joven escocés, que cabalgó por algún tiempo con la cabeza gacha, con los ojos fijos en el suelo y el corazón lleno de las más penosas reflexiones.

     Como se encontrase ahora a la cabeza de la pequeña tropa y siguiendo el camino que se le había indicado, lady Hameline encontró oportunidad para decirle:

     -Me parece, señor, que lamenta la victoria que con su valentía ha logrado a favor nuestro.

     Había algo en la pregunta que sonaba a ironía; pero Quintín tuvo el suficiente tacto para contestar sencillamente y con sinceridad:

     -No puedo lamentarme de nada que sea hecho en servicio de damas como ustedes; pero pienso que si hubiese sido compatible con su libertad hubiera preferido caer por la espada de soldado tan bueno como Dunois que haber sido la ocasión para que ese famoso caballero y su infeliz superior, el duque de Orleáns, vayan a parar a esos horrorosos calabozos.

     -Era, pues, el duque de Orleáns -dijo la dama de más edad volviéndose a su sobrina-. Así me pareció, aun a la distancia desde la que contemplé la lucha. Ya ves, parienta, lo que podíamos haber sido si este taimado y avaricioso monarca nos hubiese permitido mostrarnos en su corte. El primer príncipe de sangre azul de Francia y el valiente Dunois, cuyo nombre es tan famoso por doquier como el de su heroico padre; este joven cumplió con su deber bien y con bravura, pero es una lástima que no sucumbiese con honor, ya que su mal aconsejada bizarría se interpuso entre nosotras y estos salvadores de tan noble alcurnia.

     La condesa Isabel replicó en tono firme y casi de desagrado, con una energía, en una palabra, que Quintín hasta ahora no le había visto emplear.

     -Tía -dijo-, si no supiese que habla en broma, diría que tus palabras son desagradecidas para nuestro bravo defensor, a quien debemos más, quizá, de lo que te imaginas. Si estos caballeros hubiesen triunfado en su temeraria empresa y hubiesen derrotado a nuestra escolta, �no es evidente que a la llegada de la guardia real hubiéramos participado de su cautiverio? Por mi parte, lamento y pronto encargaré misas por el bravo hombre que ha caído, y confío -continuó más tímidamente- que el que vive aceptará mis gracias sinceras.

     Como Quintín volviese la cabeza hacia ella para corresponder a su agradecimiento, vió la condesa la sangre que corría a lo largo de una de sus mejillas, y exclamó con tono de profundo sentimiento:

     -�Santa Virgen, está herido! �Sangra! Apéese, señor, y deje que se le cure su herida.

     A pesar de todo lo que Durward pudo decir de la poca importancia de su contusión, se vió obligado a desmontar, a sentarse en el suelo, a quitarse el casco, mientras las damas de Croye, que conforme a una moda aún no anticuada pretendían poseer algunos conocimientos del arte de curar, lavaron la herida, restañaron la sangre y la vendaron con un pañuelo de la condesa más joven para evitar que quedase expuesta al aire, según la práctica prescribía.

     En tiempos modernos, los caballeros rara vez o nunca reciben heridas por las damas, y las damiselas, por su parte, nunca intervienen en la cura de heridas. De este modo cada cual evita un peligro. Todo el mundo reconoce aquel del que se libran los hombres; pero el peligro de curar una herida tan leve como la de Quintín era quizá tan efectivamente real como el riesgo de recibirla.

     Ya hemos dicho que el paciente era sumamente guapo, y al quitarse el casco o, con más propiedad, su morrión, quedaron libres sus hermosas guedejas, que encuadraron un rostro en el que la alegría de la juventud se caracterizaba por un rubor de modestia y de placer a la vez. Los sentimientos de la joven condesa al verse obligada a mantener su pañuelo sobre la herida, mientras su tía buscaba en su equipaje algún medicamento, estaban mezclados de delicadeza y perplejidad, experimentando piedad por el paciente y gratitud por sus servicios, exagerados a sus ojos por sus hermosas facciones. En una palabra, este incidente parecía traído por el hado para completar la misteriosa comunicación que ya se había establecido entre dos personas por medio de pequeñas circunstancias aparentemente accidentales, las que, aunque distintos por la prosapia y la fortuna, se parecían mucho entre sí por su juventud, belleza y la ternura romántica de un temperamento amoroso. No es sorprendente, por tanto, que desde este momento el pensamiento de la condesa Isabel, ya tan familiar a su imaginación, fuese el dominante en Quintín, ni el que la doncella, aunque sus sentimientos fuesen de un carácter menos decidido, por lo menos por lo que a ella se le alcanzaba, pensase en su joven defensor, a quien acababa de prestar un servicio tan caritativo, con más emoción que en cualquiera de los nobles de alto copete que la habían cortejado en los dos últimos años. Especialmente, cuando se acordaba de Campo-Basso, el indigno favorito del duque Carlos, con su cara hipócrita, su espíritu traidor y vil, su cuello torcido y su estrabismo, su retrato le era más odioso que nunca, y decididamente resolvió que ninguna tiranía le haría consentir en unión tan odiosa.

     Mientras tanto, bien porque lady Hameline de Croye comprendiese y admirase la belleza masculina lo mismo que cuando tenía quince años menos (pues la buena condesa tenía por lo menos treinta y cinco años si los archivos de aquella noble casa dicen verdad), o bien porque pensase que había sido menos justa con su joven protector de lo que debía en la primera opinión que se había formado de sus servicios, lo cierto es que comenzó a caerle en gracia.

     -Mi sobrina -le dijo- le ha dado un pañuelo, para vendar su herida; yo le daré uno para premiar su valentía y animarle a hacer nuevos progresos en su papel de caballero.

     Al decir esto le dió un pañuelo azul y plata, ricamente bordado, y señalando a la gualdrapa de su caballo y a las plumas de su sombrero de montar, le quiso hacer fijarse que los colores eran los mismos.

     La costumbre de la época prescribía un modo único de recibir semejante favor, que Quintín siguió, atando el pañuelo alrededor de su brazo; sin embargo, este sistema de agradecimiento resultaba más rutinario en esta ocasión de lo que hubiera sido en otro lugar y ante otra persona, pues aunque el testimonio de un favor hecho por una señora, como el de ahora, era cuestión de mero cumplido, Quintín hubiera preferido el derecho de atar en su brazo el pañuelo que vendaba la herida producida por la espada de Dunois.

     Mientras tanto, continuaron su viaje, y ahora, Quintín cabalgaba junto a las damas, en cuya compañía parecía haber sido adoptado tácitamente. No habló mucho, sin embargo, embargado por un silencioso sentimiento de felicidad, que teme dar demasiada publicidad a lo que se siente.

La condesa Isabel habló aun menos; de modo que la conversación fué principalmente sostenida por lady Hameline, que no parecía inclinada a dejar que decayese, pues para iniciar al joven arquero, como ella decía, en los principios y prácticas de caballería, le contó con todo detalle el torneo de armas en Haflinghem, en el que ella había distribuído los premios entre los vencedores.

     No muy interesado, siento tener que decirlo, con la descripción de la espléndida escena o de las armas heráldicas de los diferentes caballeros flamencos y alemanes que la dama describía con exactitud despiadada, comenzó Quintín a experimentar alguna alarma ante el temor de haber rebasado el sitio en que su guía había de unírsele; desastre de los más serios, y del que eran de esperar las peores consecuencias caso de ser cierto.

     Mientras dudaba si sería mejor enviar atrás a uno de sus soldados para comprobar este extremo, oyó el sonido de un cuerno, y mirando en la dirección de donde provenía el sonido, vió a un hombre a caballo que cabalgaba de prisa hacia ellos. El tamaño pequeño y el aspecto salvaje, con pelo áspero y lamido, del animal recordó a Quintín los caballos montaraces que se daban en su país, aunque éste era de extremidades mucho más finas y más rápido de movimientos. La cabeza, en especial, que en el pony escocés es a menudo pesada, era pequeña y bien plantada sobre el cuello del animal, con quijadas finas, ojos brillantes y las ventanas de la nariz abiertas.

     El jinete era aún de apariencia más singular que el caballo que montaba, aunque éste no se parecía en nada a los caballos de Francia. Si bien manejaba su caballo con gran destreza, apoyaba sus pies en anchos estribos, algo parecidos a palas, tan cortos de correas que sus rodillas quedaban casi a la altura de la perilla de su silla. Su traje se componía de un turbante rojo, pequeño, en el que llevaba una pluma descolorida asegurada por una hebilla de plata; su túnica, que se asemejaba a la de los estradiots (variedad de tropas a quienes los venecianos de aquella época reclutaban en las provincias en la parte oriental de su golfo), era de color verde y charramente abrochada con cordones de oro; llevaba calzones muy anchos, blancos, aunque no muy limpios, que se ajustaban debajo de las rodillas, y sus piernas, tostadas, irían del todo al aire de no ser por la complicada atadura que ligaban un par de sandalias a sus pies; no usaba espuelas, estando tan aguzados los bordes de sus anchos estribos que servían para estimular al caballo muy severamente. En su cinturón rojo llevaba este singular jinete, al lado derecho, una daga, y al izquierdo, un corto alfanje morisco, y de una banda descolorida pasada por el hombro colgaba el cuerno que anunciaba su llegada. Tenía un rostro moreno y tostado por el sol, con una barba clara, y ojos obscuros y penetrantes, una nariz y boca bien formadas y otras facciones que podían justificar se le llamase guapo, si no fuese por unas negras greñas de pelo que colgaban sobre su cara y su aire de rudeza y de demacración, que era más propio de un salvaje que de un hombre civilizado.

     -�Es también un gitano! - se dijeron entre sí las señoras-. �Santa Virgen! �Pondrá el rey de nuevo su confianza en estos desterrados?

     -Preguntaré al hombre si así lo desean -dijo, Quintín-, y me aseguraré de su fidelidad lo mejor que pueda.

     Durward, así como las damas de Croye, había reconocido en la apariencia y traje de este hombre los modales y modo de vestir de esos vagabundos con los que había estado a punto de ser confundido por los procedimientos rápidos de Trois-Eschelles y Petit-André, y él también experimentó aprensiones muy naturales referentes al riesgo de poner su confianza en uno de esta raza vagabunda.

     -�Has venido aquí a buscarnos? -fué su primera pregunta.

     El forastero asintió con la cabeza.

     -�Y con qué fin?

     -Para guiarle al palacio del de Lieja.

     -�Del obispo?

     El bohemio asintió de nuevo.

     -�Qué señal puedes darme, para que tengamos confianza en ti?

     -La antigua rima nada más -contestó el bohemio.



                                 El paje mató al jabalí,
El par se llevó la gloria.


     -Es buena señal -dijo Quintín-. Guía, muchacho; hablaré contigo más ahora.

     Volviendo después con las señoras, dijo:

     -Estoy convencido que este hombre es el guía que esperamos, pues me ha dado una contraseña que sólo conoce el rey y yo. Pero hablaré más con él y trataré de asegurarme hasta qué punto puede uno fiarse de él.

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