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Capítulo XVI

El vagabundo



                                                                                            Soy libre como la Naturaleza quiso hacer al hombre al principio,
Antes de que comenzasen las leyes tiránicas y la esclavitud,
Cuando, salvaje en los bosques, el noble campaba por su respeto.
                                                                 La Conquista de Granada.


     Mientras Quintín sostenía con las damas la breve conversación necesaria para convencerlas que este singular personaje añadido a su escolta era el guía que esperaban de parte del rey, notó (porque estaba tan alerta observando los movimientos del extranjero como el bohemio podía estarlo por su parte) que el hombre no solamente volvía la cabeza hacia atrás, mirando a lo lejos, para ver si podía atisbarles, sino que, con una agilidad extraordinaria, que más parecía de mono que de hombre, giraba sobre la silla de montar hasta ponerse lateralmente, al parecer para vigilarles así con más atención.

     No agradando esta maniobra a Quintín, cabalgó hacia el bohemio y le dijo, mientras éste, de repente, recobraba su primitiva posición sobre el caballo:

     -Me parece, amigo, que hará un mal guía si mira a la cola del caballo en vez de mirar a las orejas.

     -Y aunque fuese ciego -contestó el bohemio- no dejaría de guiarles por cualquier comarca de este reino de Francia o de las contiguas a él.

     -Sin embargo, no eres francés -dijo el escocés.

     -No lo soy -respondió el guía.

     -�De qué país eres? -preguntó Quintín.

     -No tengo patria -contestó el guía.

     -�Cómo! �De ningún país? -repitió el escocés.

     -No -respondió el bohemio-, de ninguno. Soy zíngaro, bohemio, egipcio o como los europeos, en sus diferentes idiomas, prefieran llamar a nuestra gente; pero no soy de país determinado.

     -�Eres cristiano? -preguntó el escocés.

     El bohemio movió la cabeza negativamente.

     -�Perro! -dijo Quintín, pues en aquellos días había muy poca tolerancia para los que no profesaban el catolicismo- �Adoras a Mahoma?

     -No -fué la indiferente y concisa respuesta del guía, que no se sintió ofendido ni sorprendido por las maneras violentas del joven.

     -�Eres entonces pagano o qué eres?

      -No tengo religión (35) -contestó el gitano.

     Durward retrocedió, pues a pesar de lo que había oído contar de los sarracenos o idólatras, no entraba en sus ideas la creencia de que hubiera gente en el mundo que no practicase religión alguna. Volvió de su asombro, preguntándolo al guía cuál era usualmente su morada.

     -Cualquiera que la suerte me depara -replicó el gitano- No tengo hogar.

     -�Cómo guardas tus propiedades?

     -Excepto las ropas que llevo encima y el caballo que monto, no tengo ninguna.

     -No obstante, vistes decentemente y montas con soltura -dijo Durward-. �Y cuáles son tus medios para alimentarte?

     -Como cuando tengo hambre y bebo cuando estoy sediento, y no tengo más medios de subsistencia que los que la suerte me arroja en mi camino -respondió el vagabundo.

     -�Bajo qué leyes vives?

     -Sólo obedezco a aquellas que se adaptan a mis gustos y necesidades -dijo el bohemio.

     -�Quién es tu jefe y quién te ordena?

     -El padre de nuestra tribu si yo quiero obedecerle -dijo el guía-; de otro modo no tengo quien me mande.

     -Entonces -dijo el asombrado inquiridor- carece de lo que todos los hombres poseen: no tienes leyes, no tienes jefe, ni medios de existencia, ni conoce casa, ni hogar, ni patria; que el cielo le ilumine y perdone de no tener Dios. �Qué es lo que le resta privado de gobierno, de felicidad casera y religión?

     -Tengo libertad -dijo el gitano- No me rebajo ante nadie, no obedezco a nadie ni respeto a ninguno. Voy donde me place, vivo donde quiero y moriré cuando se cumplan mis días.

     -Pero estás sujeto a morir cuando lo ordene el Juez Supremo.

     -Siendo así -respondió el gitano-, moriré más pronto.

     -Y a ser reducido a prisión también -dijo el escocés- �Y cuál es entonces tu proclamada libertad?

     -En mis pensamientos -dijo el gitano-, que ninguna cadena puede sujetar, mientras que los suyos gozan de libertad de miembros y quedan aprisionados por las leyes y las supersticiones, sus sueños de ambición y las fantásticas divisiones de la política civil. Así como yo soy libre de espíritu mientras nuestros cuerpos están encadenados, ustedes tienen presa la imaginación mientras sus miembros conservan la máxima libertad.

     -Pero a pesar de la libertad de pensamiento -dijo el escocés-, esto no te releva de la presión de los grillos en las piernas.

     -Por algún tiempo eso puede soportarse -respondió el vagabundo-, y si durante ese período no puedo libertarme y acudir en auxilio de mis camaradas, siempre puedo morir, y la muerte es la libertad más perfecta de todas.

     Hubo una profunda pausa de alguna duración, la cual Quintín rompió, al fin, como resumen de su interrogatorio.

     -La tuya es una raza vagabunda, desconocida de las naciones de Europa. �De dónde proviene tu raza?

     -No puedo decírselo -contestó el gitano.

     -�Cuándo abandonaréis este reino, librándolo de vuestra presencia, y volveréis a la tierra de donde procedéis? -dijo el escocés.

     -El día en que nuestras peregrinaciones se hayan cumplido -repuso el vagabundo.

     -�No arranca tu linaje de aquellas tribus de Israel que fueron reducidas a cautiverio más allá del gran río Eúfrates? -dijo Quintín, que no había olvidado los conocimientos que le habían enseñado en Aberbrothick.

     -Si fuéramos de aquéllas -respondió el gitano-, hubiésemos seguido su fe y practicado sus ritos.

     -�Cuál es tu verdadero nombre? -dijo Durward.

     -Mi nombre propio solamente es conocido de mis hermanos. Los hombres de mi campamento me llaman Hayraddin Maugrabin; esto quiere decir Hayraddin el Moro Africano.

     -Tú hablas demasiado bien para ser uno de esos que han vivido siempre en una horda inmunda -dijo el escocés.

     -He aprendido algo en este país -dijo Hayraddin-. Cuando era pequeño nuestra tribu fué perseguida por los cazadores de carne humana. Una flecha penetró en la cabeza de mi madre y murió. A mí me arrollaron con la manta que llevaba ella sobre sus hombros y me llevaron los perseguidores. Un sacerdote imploró al arquero del capitán preboste que me entregasen a él, y me trajo a Francia, enseñándome durante dos o tres años.

     -�Y cómo lo dejaste? -preguntó Durward.

     -Le robé dinero y, a pesar del Dios que él adoraba -respondió Hayraddin con compostura-, me descubrió y me pegó; yo le apuñalé con mi navaja, matándole. Huí a los bosques y me reuní de nuevo con mi gente.

     -�Miserable! -dijo Durward- �Mataste a tu protector?

     -�Quién le obligó a colmarme con sus beneficios? El niño del zíngaro no era un perro casero que lamiese los talones de su dueño, se sometiese y se arrastrase por un trozo de comida. Era como lobo aprisionado, que en la primera oportunidad rompió su cadena, destrozó a su amo y recobró la libertad.

     Hubo otra nueva pausa, en la que el joven escocés pensó que habría que hacer una investigación más amplia en el carácter y propósitos del sospechoso guía, y en consecuencia preguntó a Hayraddin:

     -�No es verdad que tu gente, a pesar de su ignorancia, pretende tener un conocimiento del futuro, lo cual es sólo dado a los sabios, filósofos y adivinos de una sociedad más refinada?

     -Sí, lo pretendemos -dijo Hayraddin-, y con justicia.

     -�Cómo puede ser que un don tan alto sea concedido a una raza tan abyecta? -dijo Quintín.

     -�Podré decírselo? -respondió Hayraddin-. Sí, seguramente puedo; pero será cuando usted me explique por qué el perro puede seguir la pista del hombre, mientras que el hombre, el más noble de los animales, no tiene poder para seguir la del perro. Esos poderes que le parecen tan asombrosos son instintivos de nuestra raza. Por las facciones del rostro y las rayas de la mano podemos predecir el futuro de aquellos que nos consultan casi con la misma seguridad con que usted conoce que los brotes de los árboles en primavera son fruto de una buena cosecha.

     -Yo dudo de esa sabiduría tuya, y te desafío a que me des una prueba.

     -No me desafíe, señor -dijo Hayraddin Maugrabin- Puedo decirle que, diga lo que quiera, su religión, la diosa a quien usted adora cabalga en su compañía.

     -�Paz! -dijo Quintín asombrado-; por tu vida, ni una palabra más que no sea en respuesta a lo que te voy a preguntar. �Puedes ser fiel?

     -Sí puedo; todos los hombres pueden -dijo el gitano.

     -�Pero quieres ser fiel?

     -�Me creerá mejor si se lo juro? -respondió Maugrabin con un gesto despreciativo.

     -Tu vida está en mi mano -dijo el joven escocés.

     -Hiérame y verá si temo morir -respondió el gitano.

     -�Con dinero obtendré de ti que seas un guía fiel? -preguntó Durward.

     -Si no lo soy sin él, no -replicó el pagano.

     -Entonces, �cuál será el lazo que te ate? -preguntó el escocés.

     -Bondad -respondió el gitano.

     -�Tendré que jurar a mi vez para demostrarte que si tú eres buen guía, yo seré lo que me pides?

     -No -replicó Hayraddin-; sería una extravagancia y tiempo perdido. Desde ahora estoy ligado a ti.

     -�Cómo! -exclamó Durward más sorprendido que nunca.

     -�Acuérdate del castaño en las orillas del Cher! La víctima cuyo cuerpo tú descolgaste de él era mi hermano, Gamet el �Mangrabin�.

     -Y, sin embargo -dijo Quintín-, te encontré en correspondencia con aquellos empleados que llevaron a la muerte a tu hermano; pues fué uno de ellos el que me indicó dónde podría encontrarte; el mismo, sin duda, que procuró a estas señoras tus servicios como guía.

     -�Qué vamos a hacer? -respondió Hayraddin, tristemente-. Estos hombres nos tratan como los perros a los rebaños: nos protegen por cierto tiempo, llevándonos de acá para allá a su antojo, y siempre acaban llevándonos al matadero.

     Quintín tuvo después ocasión de comprobar que el gitano decía la verdad en este aspecto, y que los soldados del capitán-preboste que se ocupaban en sorprender las partidas de vagabundos, de las cuales estaba infestado el reino, trababan amistad con ellos, omitiendo por algún tiempo el ejercicio de su deber, lo cual, al final, terminaba siempre conduciendo a sus aliados a la horca. Es un sistema de relaciones políticas entre ladrones y empleados oficiales para el provecho de sus mutuas profesiones, que ha subsistido en todos los países, y no es, desde luego, desconocido del nuestro.

     Durward, apartándose del guía, retrocedió para unirse al resto de la comitiva, muy poco satisfecho con el carácter de Hayraddin, y teniendo poca confianza en las demostraciones de gratitud que personalmente le había hecho. Procedió a sondear a los otros dos hombres que le habían sido asignados como servidores, y tuvo que reconocer que eran estúpidos o incapaces de prestarle ningún consejo, así como en el encuentro no habían hecho uso de sus armas.

     �Tanto mejor -díjose Quintín sobreponiendo su espíritu a las dificultades conocidas de su situación-; esta adorable doncella me lo deberá todo. Puedo contar desde luego con mi brazo y con mi ingenio. He visto arder la casa de mi padre, y a él y a mis hermanos morir entre las llamas; no retrocedí ni una pulgada; luché hasta el último momento. Ahora tengo dos años más y se me presenta la mejor y más hermosa causa que defender que a ningún otro hombre valeroso puede presentársele.�

     Conforme a esta resolución, la atención y actividad que Quintín desplegó durante el viaje fueron tales, que le daban la apariencia de ubicuidad. Su principal y más favorito puesto era, por supuesto, al lado de las damas, quienes, sensibles a sus extremadas atenciones para guardarlas, empezaron a conversar con él en un tono de familiar amistad, y aparentaban divertirse con la naïveté, de su amena conversación. Sin embargo, Quintín no había sufrido la fascinación de esta charla hasta el punto de abandonar su papel de vigilante.

     Si permanecía a menudo al lado de las condesas describiéndoles como naturales de un país llano los Montes Grampianos y, sobre todo, las bellezas de Glen-Houlakin, también cabalgaba con frecuencia junto a Hayraddin, al frente de la cabalgata, preguntándole acerca del camino y los sitios de descanso, y recordando su respuesta para asegurarse con un examen detenido si podía descubrir algo parecido a una traición meditada, como tan pronto se le veía a retaguardia tratando de cerciorarse de la fidelidad de los dos jinetes con palabras amables, dones y promesas de buenas recompensas cuando su tarea hubiese sido cumplida.

     De esta manera viajaron durante más de una semana a través de caminos secundarios y distritos poco frecuentados, dando largos rodeos para evitar las poblaciones grandes. Nada notable ocurrió, aunque de vez en cuando se encontraron tribus vagabundas de gitanos que los respetaban al verlos guiados por uno de los suyos; soldados dispersos, o quizá bandidos, que juzgaban la comitiva de Quintín demasiado fuerte para ser atacada, o partidas de Marechaussée, como ahora se llamarían, a quienes Luis, que trataba de curar las heridas de su país a rajatabla, empleaba para suprimir las bandas turbulentas que infestaban el interior. Estas últimas consentían que prosiguiesen su viaje sin ser molestados gracias a un pasaporte que con ese fin había proporcionado a Durward el propio rey.

     Sus sitios de reposo eran principalmente los monasterios, la mayoría de los cuales tenían obligación, siguiendo las reglas de su fundación, de recibir peregrinos, con cuyo carácter viajaban las damas hospitalariamente y sin preguntas molestas sobre su rango y carácter, que la mayoría de las personas distinguidas deseaban ocultar mientras cumplían sus votos. El pretexto del cansancio era empleado generalmente por las condesas de Croye como una excusa para retirarse a descansar, y Quintín, como mayordomo, arreglaba todo lo necesario entre ellas y los servidores con un conocimiento tal, que las evitaba toda clase de molestias, y con un celo que no dejaba de excitar buena voluntad por parte de aquéllas, que de este modo tan solícito eran atendidas.

     Una circunstancia fué objeto de especial preocupación para Quintín, a saber: el carácter y nacionalidad del guía, quien, como ateo e infiel vagabundo, adicto además a las ciencias ocultas (el orgullo de todas estas tribus), era considerado como huésped impropio para estas santas hospederías, en las cuales generalmente solían hacer alto, y, en consecuencia, no era admitido dentro, y sólo en el recinto exterior de sus murallas, aunque con una gran repugnancia. Esto era muy embarazoso, pues, por un lado, era necesario conservar el buen humor del hombre que era poseedor del secreto de la expedición, y por otra parte, Quintín consideraba que era indispensable mantener una vigilancia activa, aunque secreta, en la conducta de Hayraddin, con objeto de que, en lo más posible, no trabase comunicación alguna con nadie sin ser observado. Esto, naturalmente, era imposible si el gitano era alojado fuera del recinto del convento en que se detenían, y Durward no podía dejar de pensar que Hayraddin era deseoso de este último arreglo, pues en vez de mantenerse tranquilo y quieto en el alojamiento que se le había designado, sus conversaciones, juegos y canciones eran al mismo tiempo tan entretenidas para los novicios y los hermanos jóvenes, y tan poco edificantes para los priores de la comunidad, que en más de una ocasión tuvo que recurrir a toda la autoridad, sostenida con amenazas, que Quintín pudo ejercer sobre él para suprimir su irreverente e inoportuna jocosidad, y todo el interés con que intercedía cerca de los superiores para evitar que ese despreciable ser fuese echado fuera de las puertas del convento. Lo consiguió, sin embargo, por el modo tan experto con que defendió los actos indecorosos cometidos por su servidor y el empeño con que inició la esperanza de que viviendo en lugares santos, y cerca de reliquias sagradas y rodeado de hombres dedicados a la religión, sus principios podían mejorarse, así como su conducta.

     Pero después de diez o doce días de viaje, cuando ya habían entrado en Flandes y se aproximaban a la ciudad de Namur, todos los esfuerzos de Quintín fueron vanos para suprimir las consecuencias del escándalo dado por el guía pagano. La escena ocurrió en un convento de franciscanos, de una orden rigurosa y reformada, cuyo prior murió después en loor de santidad. Vencidos los escrúpulos usuales, que en este caso fueron mayores (y era de esperar), el aborrecible gitano consiguió por fin ser alojado en una casita aparte, habitada por un lego que ejercía las funciones de jardinero. Las señoras se retiraron a su departamento, como de costumbre, y el prior, que dijo tener algunos parientes lejanos y amigos en Escocia, y el cual era aficionado a escuchar a los forasteros relatos de sus países nativos, invitó a Quintín, con cuya conducta y semblante parecía muy complacido, a una ligera refacción monástica en su propia celda. Como el padre resultase ser un hombre de inteligencia, Quintín no despreció la oportunidad de enterarse del estado de los negocios en la ciudad de Lieja, de la cual, en los dos últimos días del viaje, había oído tales rumores, que le hizo temer por la seguridad de su cargo durante el resto del camino, y aun del poder del obispo para protegerlos cuando, sanos y salvos, fueran conducidos a su residencia. Las respuestas del prior no fueron muy consoladoras. Le dijo que la gente de Lieja eran ricos ciudadanos, quienes, como el Jeshurun de la antigüedad, se habían criado en la abundancia, que estaban orgullosos a causa de su prosperidad y privilegios; que sostenían diversas disputas con el duque de Borgoña, su amo y señor, sobre los impuestos e inmunidades, y que ellos repetidas veces se habían declarado en franca rebeldía, por lo que el duque se había indignado tanto, dado su temperamento colérico e impulsivo, que había jurado por San Jorge que, a la primera provocación, desolaría la ciudad de Lieja, como lo fué Babilonia y Tiro, para vergüenza de todo el territorio de Flandes.

     -Y es un príncipe, según tengo entendido, capaz de cumplir ese voto -dijo Quintín-; así, pues, los hombres de Lieja probablemente cuidarán de no darle ocasión a ello.

     -Así hay que esperarlo -dijo el prior-, y en ese sentido se elevan las plegarias de los religiosos del país, quienes no quieren que la sangre de los ciudadanos sea derramada y corra como agua, Y que perezcan como réprobos antes de hacer las paces con el cielo. También el buen obispo labora día y noche para mantener la paz, como es propio de un servidor del altar, pues está escrito en la Sagrada Escritura, Beati pacifici. Pero...

     Aquí el prior se detuvo con un profundo silencio.

     Quintín, modestamente, arguyó la enorme importancia que tenía para las señoras a quienes él atendía tener informaciones seguras respecto al estado interior del país, y que sería un acto de caridad cristiana el que el digno reverendo padre los iluminase sobre este asunto.

     -Es uno -dijo el prior- sobre el cual ningún hombre habla de buen grado, pues aquellos que hablan mal de los poderosos, etiam in cubiculo, pueden encontrarse que acaban más pronto o más tarde por enterarse de lo que se ha dicho de ellos. Sin embargo, para hacerles, a usted, que parece un joven inexperto, y a sus damas, que son unas buenas devotas que realizan esta santa peregrinación, un pequeño favor, que está en mi poder realizar, seré franco con usted.

     Entonces miró cautelosamente alrededor y bajó la voz como temeroso de ser oído.

     -La gente de Lieja -dijo- son instigadas secretamente a sus frecuentes motines por hombres de Satanás, quienes pretenden, pero yo espero que falsamente, estar comisionados para ese efecto por nuestro cristianísimo rey, el cual, sin embargo, merecía hacerse más acreedor a este título que no a turbar la paz en un país vecino. El caso es que su nombre es empleado en todo momento por aquellos que sostienen e incitan a los descontentos de Lieja. Hay, además, en el país un noble de buen linaje, y famoso en asuntos guerreros, y, por otra parte, Lapis offensionis et petra scandali, un motivo de vergüenza para los países de Borgoña y de Flandes. Su nombre es Guillermo de la Marck.

     -Llamado Guillermo el de la Barba -dijo el joven escocés-, o el Jabalí Salvaje de las Ardenas.

     -Y bien llamado así, hijo mío -dijo el prior-, porque se asemeja al jabalí salvaje del bosque que pisotea con sus pezuñas y destroza con los colmillos. Y se ha formado para sí una banda de más de mil hombres, todos, como él, menospreciadores de la autoridad civil y eclesiástica, y se ha declarado independiente del duque de Borgoña, y viven él y sus secuaces de la rapiña y del mal, llevados a cabo indistintamente en clérigos y civiles. Imposuit manus in Christos Domini; ha levantado su mano sobre los ungidos por el Señor sin tener en cuenta lo que está escrito: �No toques a mis elegidos y no hagas mal a mis profetas.� Aun a nuestra pobre casa envió por oro y plata, como un rescate de nuestras vidas y las de nuestros hermanos, a lo que contestamos con una súplica en latín, afirmando nuestra incapacidad para satisfacer su demanda, y exhortándole con las palabras del predicador: Ne moliaris amico tuo malum, cum habet in te fiduciam. Sin embargo, este Gulielmus Barbatus, este Guillermo de la Marck, tan completamente ignorante en letras como falto de humanidad, replicó con esta ridícula jerga: Si non payatis, brulabo monasterium vestrum (36).

     -De cuyo vulgar latín, sin embargo, mi buen padre -dijo el joven-, usted llegó a acertar su significado.

     -�Ay!, hijo mío -dijo el prior-; el miedo y la necesidad son buenos intérpretes, y nos vimos obligados a fundir los vasos de plata de nuestro altar para satisfacer la rapacidad de este cruel jefe. �Quiera el cielo pagarle en la misma moneda! Pereat improbus. Amen, amen anatema esto!

     -Me maravilla -dijo Quintín- que el duque de Borgoña, que es tan fuerte y poderoso, no cace intencionadamente a este jabalí, de cuyos estragos tanto se oye hablar.

     -�Ay!, hijo mío -dijo el prior-; el duque Carlos está ahora en Peronne reuniendo sus tropas para hacer la guerra a Francia; y así, el cielo ha permitido que reine la discordia entre esos grandes príncipes, mientras el país está maltrecho por semejantes vasallos insubordinados. Pero es inoportuno que el duque desdeñe la cura de estas gangrenas internas, pues Guillermo de la Marck ha mantenido tratos no secretos con Rouslaer y Pavillon, los dos jefes de los descontentos de Lieja, y puede temerse que pronto los inducirá a una empresa desesperada.

     -Pero el obispo de Lieja -dijo Quintín- tiene aún poder bastante para someter a este espíritu inquieto y turbulento. �No es eso, buen padre? Su respuesta a esta pregunta me interesa mucho.

     -El obispo, niño -replicó el prior-, tiene la espada de San Pedro, así como sus llaves. Tiene poder como príncipe secular y tiene la protección de la poderosa casa de Borgoña; tiene también autoridad espiritual como prelado, y sostiene ambas con una fuerza razonable de buenos soldados. Este Guillermo de la Marck se crió en su casa y le debe muchos beneficios. Pero dió rienda suelta, aun en la corte del obispo, a su temperamento fiero y sanguinario, y fué expulsado de allí por un homicidio cometido en la persona de uno de los principales criados del obispo. Desde entonces y después de ser desterrado de la presencia del buen prelado, ha sido su enemigo constante e irreconciliable, y ahora, siento decirlo, ha aumentado su rencor contra él.

     -�Considera usted, pues, como peligrosa la situación del digno prelado? -dijo Quintín ansiosamente.

     -�Ay!, hijo mío -dijo el franciscano-. �Quién en este desierto puede considerarse fuera de peligro? Pero el cielo no permita que hable del reverendo prelado como si estuviese en peligro inminente. Tiene grandes tesoros, verdaderos consejeros y bravos soldados, y además, un mensajero que pasó por aquí ayer hacia el Este dijo que el duque de Borgoña, atendiendo a un ruego del obispo, le ha enviado cien soldados como ayuda. Este refuerzo, unido a las fuerzas que ya poseía, es suficiente para rechazar a Guillermo de la Marck, �sobre cuya persona caigan maldiciones! Amén.

     En este punto de la conversación fueron interrumpidos por el sacristán, quien, con voz que reflejaba espanto, acusó al gitano de haber practicado malas acciones entre los hermanos jóvenes (novicios). Había añadido a su colación nocturna copas de un pesado y fuerte cordial diez veces más nocivo que el vino más fuerte, y bajo el cual varios de la hermandad habían sucumbido; y debía ser cierto, pues aunque el sacristán había podido resistir su influencia, se podía observar, por su discurso y tono afectadísimo, que también el acusador estaba bajo la influencia de esa endemoniada bebida. Además, el gitano había cantado canciones mundanas y obscenas; se había burlado del cordón de San Francisco, y chanceado de sus milagros, y llamado a los novicios jóvenes tontos y perezosos. Por último, había adivinado y dicho al padre Querubín que era amado por una bella dama, quien le haría padre de un hermoso muchacho.

     El padre prior escuchó estos lamentos por algún tiempo en silencio, y se llenó de horror al oír tan enormes atrocidades. Cuando el sacristán hubo concluído, se levantó y bajó al patio del convento y ordenó a los legos, bajo pena de las peores consecuencias en caso de desobediencia, que pegasen y expulsasen a Hayraddin fuera de los recintos sagrados con los palos de las escobas y los látigos.

     Esta sentencia fué ejecutada de acuerdo con Quintín, que estaba presente, quien condenó lo sucedido, comprendiendo que su intervención no tendría efecto en este caso.

     El castigo infligido al delincuente, no obstante lo dispuesto por el superior, fué más cómico que cruel. El gitano corría de un lado para otro a través del patio, entre el clamoreo de voces y el ruido de los golpes, alguno de los cuales no le alcanzaban, porque aunque estaban destinados a su persona, eran esquivados por su actividad, y los pocos que le alcanzaron en la espalda y los hombros los sufrió sin queja y sin devolverlos. El ruido y el alboroto eran tan grandes, que los inexpertos asaltantes con los que Hayraddin contendía se pegaban entre sí más frecuentemente que a él. Hasta que al fin, deseoso el prior de terminar una escena que era más escandalosa que edificante, ordenó que se abriese el portillo, y el gitano se precipitó por él con la velocidad del rayo, quedándose a la intemperie.

     Durante esta escena, Quintín fué asaltado por una sospecha, que se fué apoderando de él con fuerza. Hayraddin aquella misma mañana le había prometido ser más discreto y observar mejor conducta cuando, durante el viaje, parasen en un convento; sin embargo, había faltado a su compromiso y había estado más deslenguado y alborotador que nunca. Algo, sin duda, se ocultaba bajo esto, pues aunque fueran muchos los defectos del gitano, no carecía éste de sentido cuando se lo proponía; �y no sería probablemente que desease recibir algunas instrucciones, ya de uno de su propia horda, o de alguno otro con el cual se hubiera privado de hablar en el curso del día, por la vigilancia que Quintín ejercía sobre él, y hubiese recurrido a esta estratagema para poder ser expulsado del convento?

     Tan pronto como esta sospecha se hubo apoderado de la imaginación de Quintín, éste se puso en movimiento, resolviendo seguir a su aporreado guía y observar (secretamente, si era posible) qué uso hacía de sí mismo. De acuerdo con esto, cuando el gitano escapó, como ya hemos dicho anteriormente, Quintín explicó rápidamente al prior la necesidad de seguirle la pista al guía, y que salía para espiarle.

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Capítulo XVII

El espía, espiado



                                                                                            �Cómo, el rudo batidor?; �y el espía
espiado?; - Manosafuera -
No sois para semejantes rústicos.
                 Cuento de Robin Hood, por Ben Johson.


     Cuando Quintín salió del convento notó la precipitada retirada del gitano, cuya negra silueta se veía a la luz de la luna, el cual volaba con la velocidad de un perro vapuleado a través de las calles del pueblecillo, y cruzando la pradera, quedaba más allá.

     �Mi amigo corre mucho -se dijo Quintín-; pero tendrá que correr más de prisa aún para escapar al más rápido pie que jamás pisó los brezos de Glen-Houlakin.�

     Hallándose, afortunadamente, sin capote y sin armadura, el escocés de la montaña estaba libre para echar a correr con velocidad, en la cual no tenía rival en su propio país, y no obstante la marcha que llevaba el gitano, podía adelantarlo. Pero no era éste, sin embargo, el objeto de Quintín, pues consideraba más esencial vigilar los movimientos de Hayraddin que interrumpirlos. Quedó admirado de la seguridad y firmeza con que el gitano seguía su marcha, la cual continuaba con el mismo impulso, a pesar de la violenta expulsión sufrida; esto indicaba que su carrera iba guiada por motivo distinto del que podía esperarse en una persona arrojada inesperadamente de un buen alojamiento cerca de medianoche, o sea el de buscar un nuevo sitio de reposo. Ni siquiera miró atrás una sola vez, y Quintín pudo seguirle sin ser observado. Al fin, el gitano, habiendo atravesado la pradera, se detuvo al lado de un arroyuelo, cuyas orillas estaban pobladas de olmos y sauces. Quintín observó que continuaba parado y lanzaba un sonido grave con el cuerno, el cual fué contestado por un silbato a muy corta distancia.

     �Esto es una cita -pensó Quintín-; �cómo me acercaré lo bastante para oír cuanto pase? El ruido de mis pisadas y el crujir de las ramas que tengo que tronchar a mi paso, aunque sea cauto, pueden delatarme. Por San Andrés, que he de amortiguarlos como si fuera un ciervo de Glenvila; y sabrán que no me he criado en los bosques en balde. Allá se encuentran las dos sombras -y son dos-; llevan las de ganar si me descubren y no llevan buenos fines, como puede temerse, �y entonces la condesa Isabel pierde su pobre amigo! Bien. No merecería llamarse así si no estuviese dispuesto a luchar contra una docena por su causa. �No he luchado con Dunois, el mejor caballero de Francia, y voy a temer a una tribu de esos vagabundos? �Bah! Me encontrarán fuerte y precavido.�

     Resuelto esto, y con las precauciones que le habían enseñado las costumbres rústicas, nuestro amigo descendió hasta el cauce del arroyuelo, el cual variaba en profundidad, a veces cubriendo sus zapatos y llegando otras hasta sus rodillas, deslizando así su cuerpo oculto entre las ramas que colgaban sobre la orilla, y sus pasos amortiguados con el susurro del agua. Nosotros mismos, en tiempos pasados, nos aproximábamos así al nido del vigilante cuervo. De esta manera, el escocés pudo acercarse sin ser apercibido hasta el sitio en que se oían las voces de los que eran objeto de sus observaciones, aunque no podía distinguir las palabras. Como se hallaba bajo las ramas colgantes de un magnífico sauce llorón, el cual casi cubría la superficie del agua, cogió uno de sus troncos, y apoyándose en él con suma agilidad y destreza, se encaramó a la copa del árbol, sentándose en medio de las ramas, seguro de no ser descubierto.

     Desde esta situación descubrió que la persona con quien Hayraddin estaba hablando era uno de su propia raza, y al mismo tiempo comprendió, con gran sentimiento, que habían sido inútiles sus esfuerzos, pues hablaban un lenguaje totalmente desconocido para él. Se reían mucho, y como Hayraddin hiciese un gesto como evitando un golpe, y acabó frotándose el hombro con la mano, Durward no dudó de que estaba relatando la historia de la paliza que había tenido que sufrir antes de escapar del convento.

     De repente, un silbato se dejó oír nuevamente a distancia, al cual respondió Hayraddin, una vez más, con una o dos notas de su cuerno. A poco se presentó un hombre alto, esbelto y arrogante, con apariencia de soldado, contrastando su vigorosa figura con la pequeña y débil contextura de los bohemios. Tenía una ancha banda sobre un hombro, que le cruzaba el cuerpo, y de la cual pendía una espada; el calzón presentaba muchos cortes, a través de los cuales pasaban cintas de seda de varios colores, y llevaba puesta ceñida casaca de ante, que ostentaba en su manga derecha una cabeza de jabalí, de plata, como insignia de su capitán. Un sombrero pequeño, graciosamente inclinado hacia un lado de la cabeza, dejaba ver el pelo rizado, que descendía por los lados de la cara y se mezclaba con una espesa barba de cuatro pulgadas de longitud. Llevaba una larga lanza en la mano, y todo su equipaje respondía en todo a uno de esos alemanes aventureros que eran conocidos por el nombre de lanzknechts -en español, lanceros-, que constituían una gran parte de la infantería en ese período. Estos mercenarios eran, naturalmente, una soldadesca dada a la rapiña, hasta el punto que un cuento de viejas que corría entre ellos aseguraba que un lanzknecht no era admitido en el cielo, por sus muchos vicios, y tampoco en el infierno, por ser tumultuosos y de espíritu insubordinado; y, en efecto, ellos se conducían como si no soñasen en el primero ni huyeran del otro.

     -Donner and blitz -fué su primer saludo, en una especie de jerga alemanafrancesa, que difícilmente podríamos imitar-. �Por qué me has tenido rondando y esperándote tres noches?

     -No pude venir a verte antes, Meinherz -dijo Hayraddin muy sumiso-; hay un joven escocés con vista de lince que vigila mis menores movimientos. Sospechó de mí en seguida, y si sus sospechas se hubieran confirmado, sería hombre muerto en el sitio y llevaría a las mujeres a Francia otra vez.

     -�Qué demonio! -dijo el lanzknecht-; somos tres; los atacaremos mañana y nos llevaremos a las mujeres, sin ir más lejos. Tú dijiste que los dos criados son cobardes; tú y tu camarada os arregláis con ellos, y el diablo me ayudará en mi lucha con tu lince escocés.

     -Eso es una temeridad -dijo Hayraddin-, porque además de no ser muchos nosotros, este galancete ha peleado con el mejor caballero de Francia y ha salido con honor. He hablado con aquellos que le vieron acosar a Dunois muy de cerca.

     -Hagel und sturmwetter! Eso que dices es cobardía por tu parte -dijo el soldado alemán.

     -Soy tan valiente como tú -dijo Hayraddin-, pero mi oficio no es el de combatir. Si te atienes a lo convenido, todo irá bien; si no, los guío sanos y salvos hasta el palacio del obispo, y Guillermo de la Marck puede apoderarse de ellos por sí mismo allí si es cierto que es tan fuerte como pretendía hace una semana.

     -Potz tausend! -dijo el soldado- Somos fuertes, fortísimos; pero hemos oído decir que el de Borgoña tiene cien lanzas, esto es, cinco hombres por cada lanza, lo que hace quinientos hombres, y, �que el diablo me lleve!, será mejor que nos busquen a nosotros, que no nosotros. a ellos, pues el obispo tiene una buena fuerza de infantería.

     -Entonces debías decidirte por la emboscada en la Cruz de los Tres Reyes o dejar la aventura -dijo el bohemio.

     -Dejar la aventura, dejar la aventura de la novia rica para nuestro noble hauptmann. �Demonio, primero me voy al infierno!

     -�La emboscada en la Cruz de los Tres Reyes sigue, pues, en pie? -dijo el bohemio.

     -Mein Gott, ay; tienes que jurar que los vas a llevar allí, y cuando estén de rodillas ante la cruz y apeados de sus caballos, lo cual hacen todos los hombres, excepto los negros ateos como tú, nos echamos encima de ellos y ya son nuestros.

     -Ay; pero yo prometí esa villanía solamente con una condición -dijo Hayraddin-. No tocarás un solo cabello de la cabeza del joven. Si me juras esto por Los Tres Hombres Muertos de Colonia, juraré por Los Siete Caminantes Nocturnos que te serviré lealmente en lo demás. Y si quebrantas el juramento, los Siete Caminantes te despertarán de tu sueño siete noches seguidas, a la madrugada, y al octavo día te estrangularán y te devorarán.

     -Pero, donner and hagel, �por qué defiendes tanto la vida de ese muchacho, que no es de tu sangre ni pariente? -dijo el alemán.

     -No importa el porqué, honrado Enrique; algunos hombres sienten placer cortando cabezas; otros, en soldarlas. Así que júrame que lo dejarás sano y salvo, y si no, por la Hermosa Estrella Aldebarán, el asunto no irá más lejos. Júramelo, y por los tres Reyes, como los llamáis, de Colonia. Yo sé que ningún otro juramento te importa.

     -Eres un cómico -dijo el lanzknecht-. Juro.

     -Espera -dijo el bohemio-. Vuelve la cara, bravo lancero, y mira hacia el Este, no sea que los Reyes no te oigan.

     El soldado juró del modo prescrito y declaró que estaría dispuesto, e hizo la observación de que el lugar era muy conveniente, pues estaba escasamente a cinco millas de donde se hallaban.

     Pero �no sería mejor disponer un grupo de jinetes en el otro camino, a la izquierda de la posada, que servirían para atraparlos si van por ese lado?

     El bohemio pensó un momento y respondió:

     -No; la aparición de vuestras tropas en esa dirección podría alarmar a la guarnición de Namur, y entonces sostendrían una lucha dudosa en vez de asegurar el éxito. Además, ellos irán por la orilla derecha del Maes, pues yo puedo llevarles por donde me plazca, aunque el escocés es muy sagaz: nunca ha seguido consejo alguno, salvo el mío, respecto a la dirección del camino. Indudablemente, yo he sido designado como guía por un amigo seguro, de cuya palabra nadie desconfía hasta que se le conoce un poco.

      -Hark ye, amigo Hayraddin -dijo el soldado-. Tengo algo que preguntarle. Tú y tu hermano erais, según has dicho, gross sternen deuter; esto es, astrólogos y adivinos. �Cómo es que no pudisteis prever que iban a colgar a tu hermano Zamet?

     -Se lo diré, Enrique -dijo Hayraddin-. Si yo hubiese sabido que mi hermano era tan loco que iba a contar la determinación del rey Luis al duque Carlos de Borgoña, hubiese podido adivinar su muerte tan seguro como puedo predecir buen tiempo en julio. Luis tiene buenos servidores en la corte de Borgoña, y a los consejeros de Carlos les gusta el sonido del oro francés lo mismo que a ti te gusta el buen vino. Pero consérvate bien y cumple lo prometido: tengo que esperar a mi pobre escocés a un tiro de flecha fuera de la puerta de la porquera de allá para que no me crea empeñado en alguna excursión que desbarate sus planes de viaje.

     -Toma un trago y reconfórtate primero -dijo el lanzknecht alargándole un frasco-. Pero olvido que tú eres tan bestia que no bebes sino agua, como un vil vasallo de Mahoma.

     -Y tú eres un esclavo del vino y de la bota -dijo el bohemio-. No me maravilla que sólo te guste realizar los actos sangrientos y violentos que se les ocurre a otros que discurren más que tú. No debe beber vino el que desee conocer los pensamientos de otros u ocultar el suyo. Pero �para qué predicarte, si tienes una sed tan eterna como las arenas de Arabia? Que te vaya bien. Llévate a mi camarada Tuisco; su presencia en el monasterio puede acarrear sospechas.

     Los dos dignos personajes se separaron, después que cada uno prometió acudir a la cita en la Cruz de los Tres Reyes.

     Quintín Durward aguardó hasta que se hubieron perdido de vista; después bajó del lugar donde se había escondido latiendo con violencia su corazón al pensar en la encerrona de la cual él y su bella encomendada se habían escapado, al parecer. Temeroso de encontrarse en su regreso al monasterio con Hayraddin, dió un largo rodeo, atravesando un terreno rocoso, y pudo así volver a su asilo por sitio diferente del que le había dejado.

     En el trayecto fué considerando el plan de salvamento que debía ejecutarse. Había tomado la resolución, cuando se enteró de la traición de Hayraddin, de matarle tan pronto como la conferencia hubiese terminado y su compañero se encontrase lejos; pero cuando oyó al bohemio demostrar tanto interés por salvarle la vida, reconoció que sería ingrato matarle, aun cuando, en rigor, el castigo a su traición era merecido. Decidió, pues, salvar su vida y hasta, en lo posible, conservarle como guía, con tales precauciones que le cerciorasen de la seguridad de la preciada carga a cuya conservación había dedicado interiormente su propia vida.

     Pero �adónde era donde tenían que volver? La condesa de Croye no podía obtener amparo en Borgoña, de donde había huído; ni en Francia, de donde, en cierto modo, había sido expulsada. La violencia del duque Carlos en su país era escasamente más temida que la fría y tiránica policía del rey Luis en el suyo. Después de profundos pensamientos, Durward no pudo formar plan más salvador ni mejor para su seguridad que el de evadir la emboscada, tomando el camino de Lieja por la orilla izquierda del Maes, y entregarse, como las señoras habían indicado, a la protección del excelente obispo. De la protección del prelado no podía dudarse, y unido a esto el refuerzo de los guerreros de Borgoña, podía considerársele con el poder en la mano. En todo caso, si los peligros a los cuales se hallaban expuestos, por la hostilidad de Guillermo de la Marck y los tumultos de la ciudad de Lieja, eran inminentes, cabía, en lo posible, proteger a las infortunadas señoras hasta que pudiesen ser enviadas a Alemania con escolta conveniente.

     Como resumen de sus razonamientos -�por qué ningún argumento mental se ve libre de consideraciones egoístas?-, Quintín imaginó que la muerte o cautiverio a la cual el rey Luis, con sangre iría, le había consignado, le dejaba en libertad de cumplir o no los compromisos con la corona de Francia, a los cuales, desde luego, estaba decidido a renunciar. El obispo de Lieja sería probable -resumió- que necesitara soldados, y pensó que con la influencia de sus bellas amigas, quienes ahora, especialmente la condesa, le trataban con mucha familiaridad, podría obtener alguna comisión, y tal vez ésta pudiera ser la de conducir las damas de Croye a algún lugar más seguro que la población de Lieja. Y para terminar, las señoras habían hablado, aunque casi en tono chancero, de armar a los vasallos de la condesa y, como otros hicieron en aquellos azarosos tiempos, de fortificar su fuerte castillo contra toda clase de asaltantes; habiéndole preguntado, bromeando, a Quintín si aceptaría el peligroso oficio de mayordomo mayor, y que al aceptar este cargo con gozo y devoción, ellas le habían permitido, siempre en sentido de broma, que les besase ambas manos para confirmar este honroso nombramiento. Y él pensó que la mano de la condesa Isabel, una de las mejor formadas y más bellas a la cual vasallo alguno rindió homenaje, tembló cuando sus labios se posaron en ella un momento más largo que lo que la ceremonia requería, y esa confusión apareció en sus mejillas y en su mirada, que desvió. Algo podría resultar de todo esto; �y un bravo hombre de la edad de Quintín Durward no amoldaría su conducta a las alegres ilusiones forjadas en su mente?

     Este punto sentado, se puso a considerar hasta qué grado debía utilizar en lo sucesivo los servicios del bohemio como guía. Había renunciado a su primer pensamiento de matarlo en el bosque, y si tomaba otro guía y despedía a Hayraddin, esto sería mandar al traidor al campo de Guillermo de la Marck con conocimiento de sus movimientos. Pensó también tomar consejos del prior y pedirle que retuviera al bohemio por la fuerza hasta que ellos hubieran llegado al castillo del obispo; pero, reflexionando, prefirió no aventurar esta proposición a uno que era tímido por su edad y como fraile, y que por encima de todo consideraba la seguridad del convento, el objeto más importante de su deber, y que temblaba sólo de oír mencionar al Jabalí Salvaje de las Ardenas.

     Por fin desarrolló un plan de operaciones, con el cual podía tanto mejor contar, cuanto que su ejecución recaía en él por completo, y por la causa en que estaba comprometido se sentía capaz de todo. Con un corazón firme, aunque consciente de los peligros de su situación, Quintín podía compararse a un caminante bajo una carga, de cuyo peso era consciente, pero al cual aun podían su fuerza y su poder resistir. Justamente cuando terminaba de fijar su plan arribó al convento.

     Al llamar suavemente a la puerta, un hermano, que le aguardaba para abrirle, colocado con este objeto allí por el prior, puso en su conocimiento que los hermanos estaban en el coro hasta que rompiese el día, rogando al cielo que perdonase a la comunidad los varios escándalos que habían tenido lugar aquella noche entre ellos.

     El digno religioso ofreció a Quintín permiso para acompañarles en sus devociones; pero las ropas de éste estaban en tal estado de humedad, que el joven escocés se vió obligado a declinar esta oportunidad y pedir permiso, a su vez, para sentarse al fuego en la cocina, con objeto de que su traje estuviese seco antes de que comenzase el día, pues tenía un particular interés que en su primer encuentro con el bohemio, éste no observase trazas de su salida durante la noche. El fraile no únicamente accedió a su súplica, sino que le obsequió con su compañía, lo cual fué muy del agrado de Durward, aprovechando esta circunstancia para informarse sobre las dos rutas que le había oído mencionar al bohemio en su conversación con el lanzknecht. El monje, a quien se habían confiado en muchas ocasiones los asuntos de fuera del convento, era la persona de la comunidad más indicada para proporcionarle la información que deseaba, y le recomendó que, como verdaderas peregrinas, era deber de las damas, a quienes Quintín escoltaba tomar el camino que iba por el lado derecho del Maes, por la Cruz de los Reyes, donde se hallaban las reliquias de Gaspar, Melchor y Baltasar (como la Iglesia católica denomina a los primeros Magos que vinieron a Belén con ofrendas), cuando eran conducidos a Colonia, y en cuyo lugar se habían verificado muchos milagros.

     Quintín replicó que las damas estaban determinadas a observar todas las estaciones santas, y visitarían seguramente ésta de la Cruz a la ida o al regreso de Colonia; pero habían tenido noticia de que el camino del lado derecho del río se encontraba al presente lleno de peligros por estar ocupado por los soldados del feroz Guillermo de la Marck.

     -�Dios nos coja confesados! -dijo el padre Francisco-. �Será posible que el Jabalí Salvaje de las Ardenas haya situado su cubil tan cerca de nosotros? Sin embargo, el caudaloso Maes puede ser una buena barrera entre nosotros si tenemos esa suerte.

     -Pero no habrá barrera entre mis damas y el merodeador si cruzamos el río o caminamos por la orilla derecha -respondió el escocés.

     -El cielo los protegerá, muchacho -dijo el monje-; pues se hace duro pensar que los reyes de la bendita ciudad de Colonia, que no permitirán que un judío o infiel penetre dentro de las murallas de ella, puedan descuidarse hasta el punto de que los adoradores que van en peregrinación sean atacados y desvalijados por tan descreído perro como ese Jabalí de las Ardenas, que es peor que todo el desierto entero de infieles sarracenos y todas las tribus de Israel.      Aunque Quintín, como católico sincero, tuviera mucha confianza en Gaspar, Melchor y Baltasar, no podía olvidar que la condición de peregrinas de las damas tenía que subordinarse a consideraciones políticas terrestres; por consiguiente, resolvió en lo posible evitar colocar a las damas en ningún trance en que pudiera ser necesaria una intervención milagrosa; aunque al mismo tiempo, en la sencillez de su fe sincera, prometió ir él mismo en persona, en peregrinación, a los Tres Reyes de Colonia en representación secreta de aquellas cuya salvación estaba ahora vigilando, suponiendo que esto fuese permitido por aquellos santos personajes razonables y reales, para lograr el efecto deseado por sus representadas.

     Para poder darle solemnidad a la obligación que se imponía, suplicó al fraile que le llevase a una de las capillas que se abrían sobre el cuerpo principal de la iglesia del convento, donde, arrodillado y con verdadera devoción, ratificó el voto que había hecho interiormente. El lejano canto del coro; la solemnidad de la obscuridad y hora escogida para este acto de devoción; el efecto de la vacilante luz de la lámpara con la cual se iluminaba este pequeño templo gótico, todo contribuía a que la imaginación de Quintín se sumiese en ese estado de fragilidad humana con que se acoge la ayuda y protección de lo sobrenatural, que en todo adorador se mezcla con el arrepentimiento por los pasados pecados y resoluciones de enmienda. Que el objeto de su devoción estuviera fuera de lugar, no era falta de Quintín, y siendo su propósito sincero, suponemos que no sería inaceptable para la única y verdadera Deidad, quien atiende más a los motivos, y no a la forma, del que implora, y a cuyos ojos es más estimable la devoción de un pagano que la hipocresía de un fariseo.

     Habiendo encomendado a sus desventurados acompañantes, y a sí mismo, a los santos, y poniéndose bajo el auxilio de la Providencia, Quintín, por último, se retiró a descansar, dejando al fraile sumamente edificado con su profunda y sincera devoción.

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Capítulo XVIII

Quiromancia



                                                                                            Cuando muchos cuentos alegres y muchas canciones
Alegraban el quebrado camino, no nos importaba su longitud.
Mas el quebrado camino, entonces, retornando en una vuelta,
Burló nuestros pasos encantados, pues todo fué una ilusión.
                                                                          Samuel Johnson.


     Al atisbo del día, Quintín Durward abandonó su pequeña celda, despertó a los soñolientos criados y, con más cuidado que de ordinario, revisó si estaba todo preparado para el viaje dispuesto para ese día. Bridas y cinchas, monturas y las herraduras de los mismos caballos fueron cuidadosamente inspeccionadas por sus propios ojos para evitar la posibilidad de cualquiera de esos accidentes que, aunque pequeños, a menudo trastornan o interrumpen un viaje. Los caballos también sufrieron su inspección atentamente con el fin de prepararlos convenientemente para un viaje largo, así como para una rápida huída si era necesario.

     Quintín entonces regresó a su cuarto, se armó con inusitado detenimiento y se colgó al cinturón la espada, pensando a la vez en un peligro próximo y en su firme determinación de hacerlo frente en la medida de sus fuerzas.

     Estos generosos sentimientos le dieron una altivez en sus andares y una dignidad en sus modales que no habían observado antes en él las damas de Croye, aunque habían resultado altamente complacidas e interesadas con su gracia, naïveté, su amabilidad y conversación, y la mezcla de su despierta inteligencia, que poseía naturalmente, con la sencillez que provenía de su educación aislada en su lejano país. Les indicó que sería necesario preparar el viaje esa mañana más temprano que de costumbre, y, conforme con esto, salieron del convento inmediatamente después del desayuno y luego que hubieron depositado un donativo, en agradecimiento, para la iglesia, según costumbre en estas hospitalidades, y más en consonancia con su rango que con su apariencia. Pero esto no despertó sospechas, pues suponían que eran inglesas, y la suposición de riqueza que se les achacaba a los insulares en aquellos tiempos era tan fuerte como en nuestros días.

     El prior les bendijo al tiempo de partir, y felicitó a Quintín por la ausencia del guía infiel; pues -dijo el venerable religioso- es mejor ir solo que mal acompañado.

     Quintín no era completamente de su misma opinión; pues aunque conocía que el bohemio era peligroso, pensó en utilizar sus servicios como guía y, al mismo tiempo, frustrar su proyectada traición, ya que sabía claramente a lo que tendía. Pero su ansiedad sobre el asunto tuvo pronto fin, pues la pequeña comitiva no estaba a cien metros del monasterio y del pueblo cuando Hayraddin se les reunió, montando, como acostumbraba, su jaca montaraz. Caminaban al lado del mismo arroyo donde Quintín escuchó la misteriosa conferencia de la noche precedente. No hacía mucho tiempo que Hayraddin se les había reunido cuando pasaron bajo el sauce llorón que proporcionó a Durward el medio para ocultarse cuando se constituyó en insospechado oyente de lo que pasaba entre el falso guía y el lanzknecht.

     Los recuerdos del lugar donde se hallaban hizo a Quintín entrar bruscamente en conversación con el guía, quien hasta entonces apenas había hablado.

     -�Dónde encontraste cuarto, impío? -dijo el escocés.

     -Su sabiduría lo puede averiguar si mira mi cuerpo -respondió el bohemio señalando su traje, que estaba cubierto con semillas de heno.

     -Un montón de heno -dijo Quintín- es una cama conveniente para un astrólogo, y mucho mejor de lo que un impío burlón de nuestra santa religión y sus ministros se merece.

     -Mejor le ha venido a mi Klepper que a mi -dijo Hayraddin, acariciando a su caballo en el cuello-, pues ha tenido comida y cuadra a la vez. Aquellos viejos locos le soltaron, como si el caballo de un hombre sagaz y listo pudiese contagiar el talento a todo un convento de asnos. Afortunadamente, Klepper conoce el sonido de mi silbato, y me sigue como un perro sabueso; de lo contrario, no nos hubiéramos vuelto a encontrar, y usted y su compañía hubieran tenido que buscar otro guía.

     -Te he dicho más de una vez -dijo Durward seriamente- que refrenes tu cinismo cuando se te presente la ocasión de estar en compañía de hombres dignos, cosa que, según creo, te ha ocurrido pocas veces antes de ahora; y te aseguro que si te tuviese por un guía tan desleal como me pareces pícaro redomado, blasfemo e indigno, mi daga escocesa y tu corazón de pagano hubieran ya trabado conocimiento, aunque al realizar tal hazaña fuese tan innoble como el matar de una cuchillada a un cerdo.

     -Un jabalí salvaje es pariente cercano de un cerdo -dijo el bohemio, sin acobardarse ante la penetrante mirada que Quintín le dirigió, o modificar en el más mínimo grado la mordaz indiferencia que afectaba su lenguaje-, y muchos hombres -añadió- encuentran a la vez placer, orgullo y ventaja en matarlos.

     Atónito del secreto que el hombre poseía, y no seguro de que no supiese más de su propia historia y sentimientos de lo que le pudiese agradar oír hablar, Quintín suspendió una conversación en la que no sacaba ninguna ventaja sobre Hayraddin, y volvió a su acostumbrado puesto junto a las damas.

     Ya hemos observado que se había establecido entre ellos bastante familiaridad. La condesa de más edad le trataba (una vez bien asegurada de la nobleza de su cuna) como a un igual, y aunque su sobrina no mostraba a su protector su consideración con tanta franqueza, sin embargo, bajo la apariencia de vergüenza y timidez, Quintín pensaba que podía percibir plenamente que su compañía y conversación no eran en modo alguno indiferentes a ella.

     Nada proporciona tanta vida y animación a la alegría juvenil como el convencimiento de que es recibida con agrado, y Quintín había, durante la última parte del viaje, divertido a su hermosa encomendada con la viveza de su conversación y las canciones y cuentos de su país, las primeras de las cuales cantó en su lenguaje nativo, mientras sus esfuerzos para relatar los últimos, en su francés imperfecto y de acento extranjero, dió origen a muchas pequeñas equivocaciones y errores en el lenguaje tan divertidos como las propias narraciones; pero en esta ansiosa mañana cabalgaba junto a las damas de Croye sin ninguno de sus usuales intentos para divertirlas, y ellas no podían remediar el observar su silencio como algo notable.

     -Nuestro joven compañero ha visto un lobo -dijo lady Hameline aludiendo a una antigua superstición-, y, en consecuencia, ha perdido su lengua (37).

     �Si dijera que he visto la pista de un lobo se acercaría más a la verdad�, pensó Quintín; pero no exteriorizó su pensamiento.

     -�Está usted bien, señor Quintín? -dijo la condesa Isabel con interés, del cual se sonrojó, sintiendo que era más del debido dada la distancia que debía haber entre ellos.

     -Ha debido de embriagarse con los alegres frailes -dijo lady Hameline-; los escoceses son como los alemanes, quienes sólo están alegres ante el vino del Rin, y van luego al baile haciendo eses, y a las señoras las obsequian con sus jaquecas al presentarse por la mañana.

     -De ningún modo, amables damas -dijo Quintín-. No merezco sus reproches. Los buenos frailes estuvieron haciendo sus devociones casi toda la noche, y, por mi parte, mi bebida fué escasamente una copa de su vino más flojo y más corriente.

     -Es la mala calidad de la comida lo que le ha puesto de mal humor -dijo la condesa Isabel-. Alégrese, señor Quintín; alguna vez visitaremos, reunidos, mi antiguo castillo de Bracquemont, y si entonces yo misma fuese su escanciadora, le ofrecería una copa de vino generoso, como no lo hay igual en las viñas de Hochkeim o Johannisberg.

     -De su mano, noble dama, aceptaría yo un vaso de agua.

     Así comenzó Quintín, pero su voz tembló, e Isabel continuó como si permaneciese insensible a la ternura con que pronunció el pronombre.

     -El vino fué almacenado en las profundas bodegas de Bracquemont por mi bisabuelo el Glinegrave Godfrey -dijo la condesa Isabel.

     -Quien ganó la mano de su bisabuela -dijo lady Hameline interrumpiendo a su sobrina-, demostrando ser el caballero más valiente en el gran torneo de Estrasburgo; diez caballeros estaban apuntados en las listas. Pero aquellos días pasaron, y nadie piensa ahora en esos encuentros peligrosos en busca de honor o para desagraviar a una belleza ofendida.

     A este discurso, que fué hecho en el tono en que una moderna belleza, cuyos encantos empiezan a marchitarse, adopta para condenar la vulgaridad presente, Quintín contestó que no faltaba esa caballerosidad que lady Hameline consideraba como extinguida, y que aunque estuviese eclipsada en todas partes, continuaba alentando en los pechos de los caballeros escoceses.

     -�Oyele! -dijo lady Hameline-. �Será capaz de hacernos creer que en su frío y helado país todavía subsiste ese noble fuego que ha decaído en Francia y Alemania! El pobre joven es semejante a los montañeses suizos, locos hasta la parcialidad por su país nativo; ahora nos hablará de las viñas y los olivos de Escocia.

     -No, señora -dijo Durward-; del vino y del aceite de nuestras montañas poco puedo hablar si no es que nuestras espadas pueden obligar a esas ricas producciones a que nos vengan como tributo de nuestros prósperos vecinos. Pero debe ahora ponerse a prueba hasta qué punto pueden depositar su confianza en el honor indeleble de un escocés, por muy modesto que sea el individuo, que sólo puede ofrecer una promesa de salvarlas.

     -Habla usted en tono misterioso; usted conoce algún peligro que nos amenaza -dijo lady Hameline.

     -Lo he leído en sus ojos en cuanto lo vi -exclamó Isabel-. Virgen santa, �qué va a ocurrirnos?

     -Espero que nada, sino lo que ustedes deseen -respondió Durward-. Y ahora me veo obligado a preguntar: Gentiles damas, �confían en mí?

     -�Confiar en usted? -contestó la condesa Hameline- Ciertamente. Pero �por qué motivo y hasta qué punto exige usted nuestra confianza?

     -Por mi parte -dijo la condesa Isabel-, confío en usted sin reservas y sin condición alguna. Si nos engaña, Quintín, no creeré en nadie ni en nada, salvo en el cielo.

     -Amable dama -replicó Durward sumamente agradecido-, usted me hace justicia. Mi objeto es alterar nuestro camino, dirigiéndonos por la orilla izquierda del Maes a Lieja en vez de cruzar a Namur. Esto difiere de las órdenes dadas por el rey Luis y las instrucciones que llevaba el guía. Pero he oído decir en el convento que hay bandidos por la orilla derecha del Maes y que marchan soldados borgoñeses para apresarlos. Ambas circunstancias me han alarmado, y temo por la seguridad de ustedes. �Puedo contar con su permiso para poder desviar la ruta del viaje?

     -Cuente con el mío del modo más amplio -respondió la menor de las damas.

     -Prima -dijo lady Hameline-, yo creo, como tú, que el joven dice la verdad; pero piensa que quebrantamos las instrucciones del rey Luis tantas veces reiteradas.

     -�Y por qué tendremos que atenernos a sus instrucciones? -dijo lady Isabel-. No soy, gracias al cielo, súbdita suya, y a pesar de sus ruegos, ha abusado de la confianza que me indujo a poner en él. No se deshonrará este joven si desobedece los mandatos de aquel déspota ladino y egoísta.

     -Dios la bendiga por sus palabras, señora -dijo Quintín con alegría-; y si no merezco la confianza que ellas expresan, el ser despedazado por caballos salvajes en esta vida y el sufrir torturas eternas en la otra serían cosas demasiado buenas para lo que merecería.

      Dicho esto, espoleó el caballo y se unió al bohemio. Este personaje era de una pasividad notable o, al menos, de un temperamento nada rencoroso. La injuria y la amenaza no hacían mella en él, y trabó conversación con Durward como si no le hubiera dirigido ninguna palabra ofensiva en el curso de la mañana.

     �El perro -pensó el escocés- no gruñe ahora porque proyecta ajustar cuentas conmigo cuando me tenga cogido por el cuello; pero intentaremos, desde luego, combatirlo con sus propias armas.�

     -Honrado Hayraddin -dijo-, has viajado con nosotros durante diez días, y, sin embargo, aún no nos has dado ocasión de mostrar tu habilidad en predecir la suerte, a lo cual eres, no obstante, tan aficionado, que necesitas demostrar tus facultades en cada convento donde nos paramos, con riesgo de ser recompensado echándote a dormir en un pajar.

     -Nunca ha querido usted que le haga una demostración de mi habilidad -dijo el bohemio-.

Es usted como los demás, que se contentan con ridiculizar aquellos misterios que no comprenden.

     -Demuéstrame ahora tu habilidad -dijo Quintín, y quitándose el guante de su mano, se la presentó al zíngaro.

     Hayraddin observó cuidadosamente todas las líneas que se cruzaban entre sí en la palma de la mano del escocés, y observó con igual atención y escrupulosidad las pequeñas elevaciones en la base de los dedos, que en aquella época se creía tan íntimamente ligadas con el carácter, costumbres y suerte del individuo, como se pretende que son en nuestros tiempos los órganos del cerebro.

     -Aquí hay una mano -dijo Hayraddin- que habla de pesares sufridos y de encuentros peligrosos. Leo en ella familiaridad desde joven con el puño de la espada, y también alguna familiaridad con los broches del libro de misa.

     -Eso es mi vida pasada, y has podido enterarte de ella en cualquier parte -dijo Quintín-; dime algo sobre el futuro.

     -Esta raya en el monte de Venus -dijo el bohemio-, que se prolonga y se une a la raya de la Vida, indica una segura y gran fortuna por casamiento, el cual lo elevará a la riqueza y la nobleza por la influencia del amor.

     -Tales promesas se las haces a todo el que te pregunta el porvenir -dijo Quintín-; forman parte de vuestro arte.

     -Lo que le digo es tan cierto -dijo Hayraddin- como que dentro de breves momentos será amenazado de un fuerte peligro, el cual leo en esta línea roja, como la sangre, que corta la palma de la mano transversalmente, que será un ataque a espada u otra violencia, de la cual solamente se salvará por la adhesión de un fiel amigo.

     -�Tú mismo, eh? -dijo Quintín algo indignado con la quiromancia que practicaba, fiado en su credulidad, y su intento de lograr reputación prediciéndole las consecuencias de su propia traición.

     -Mi arte -replicó el zíngaro- no me dice nada que se refiera a mí.

     -En esto, los adivinadores de mi tierra te aventajan en sabiduría, a pesar de tu fama, pues su habilidad les hace ver los peligros que a ellos mismos les rodean. No abandoné mis montañas sin haber experimentado algo de la doble visión con que sus habitantes están dotados, y te daré una prueba de ello en cambio de tu sesión de adivino. Hayraddin, el peligro que me amenaza está en la orilla derecha del río; lo evitaré viajando hasta Lieja por la orilla izquierda.

     El guía lo escuchó con una apatía que, conociendo las circunstancias en las cuales Hayraddin se encontraba, Quintín no podía comprender.

     -Si cumple su propósito -fué la respuesta del bohemio-, el peligro lo correré yo, no usted.

     -Pensaba -dijo Quintín- que habías dicho hace un momento que no podías predecir tu porvenir.

     -No de la misma manera en que le he adivinado el suyo -respondió Hayraddin-; pero se requiere sólo un ligero conocimiento de Luis de Valois para predecir que colgará a su guía si éste le complace a usted desviándose de la ruta que él había recomendado.

     -El lograr con seguridad el propósito del viaje y conseguir que termine felizmente -dijo Quintín- puede compensar el haberse desviado del camino recomendado.

     -�Ah! -repuso el bohemio-. Si usted está seguro de que el rey desea el mismo término de la peregrinación que a usted le indicó.

     -�Y era posible que hubiese pensado en otra terminación? �Por qué supones que tuviese otro propósito en su mente que el indicado por sus instrucciones? -inquirió Quintín.

     -Simplemente -contestó el zíngaro- porque aquellos que conocen mejor al cristianísimo rey están enterados de que cuanto más ansiosamente desea conseguir algo, es siempre lo que está menos dispuesto a declarar. Nuestro bondadoso Luis es capaz de enviar doce embajadas, y me dejaría cortar el cuello en la horca un año antes de lo debido si en once de ellas no hay algo más que lo que la pluma ha escrito en las cartas credenciales.

     -No hago caso de tus locas sospechas -contestó Quintín-; mi deber es claro y perentorio: conducir a estas señoras sanas y salvas a Lieja; y, como lo hago bajo mi responsabilidad, creo que cumplo mejor mi deber cambiando de ruta y siguiendo el lado izquierdo del río Maes. Es asímismo camino directo a Lieja. Cruzando el río perderíamos tiempo, y sería más cansado, sin objeto alguno. �Para qué hacerlo así?

     -Solamente porque los peregrinos, como ellas se denominan, que se dirigen a Colonia -dijo Hayraddin- no suelen descender por el Maes hasta Lieja, y el camino que siguen las damas puede ser considerado como contradictorio dado el objeto declarado de su viaje.

     -Si nos requieren a que demos cuenta de eso -dijo Quintín-, diremos que la alarma producida por el malvado duque de Gueldres, o por Guillermo de la Marck, o por los écorcheurs y lanzknetchs en el lado derecho del río, justifica nuestra ida por el izquierdo en vez de nuestra indicada ruta.

     -Como usted quiera, señor mío -replicó el bohemio-. Por mi parte, estoy igualmente dispuesto a guiarle hasta allá por el lado izquierdo como por el lado derecho del Maes. Las excusas a su señor debe presentarlas usted en persona.

     Quintín, aunque sorprendido, estaba al mismo tiempo complacido con la facilidad o, al menos, la buena acogida de Hayraddin al cambio de ruta, pues necesitaba su ayuda como guía, y por un momento temió que el haber frustrado su proyectado acto de traición le hubiera impulsado a medidas extremas. Además, el expulsar al bohemio de su compañía hubiera sido el medio seguro de que Guillermo de la Marck, con quien estaba en correspondencia, se enterase del camino proyectado; mientras que si Hayraddin permanecía con ellos pensó Quintín que podría conseguir que aquél no tuviese ninguna comunicación con extraños sin que él se enterase.

     Abandonando, por tanto, toda idea de la ruta permitida, la pequeña comitiva siguió por la orilla izquierda del ancho Maes con tanta rapidez y fortuna, que al día siguiente, temprano, llegaron al fin de su viaje. Encontraron que el obispo, por motivos de salud, según había alegado, pero más bien quizá para evitar el ser sorprendido por los numerosos habitantes amotinados, había establecido su residencia en el bonito castillo de Schonwaldt, a una milla, en las afueras de Lieja.

     Justamente cuando ellos se aproximaban al castillo vieron al prelado que regresaba en procesión de la ciudad vecina, a la cual había ido a oficiar en la misa mayor. Iba a la cabeza de un espléndido cortejo, formado por hombres religiosos, civiles y militares, mezclados entre sí, o como el cantor de la antigua balada dice:



                                                  Con muchos portadores de cruces delante,
y muchas lanzas detrás.


     La procesión tenía mucha vistosidad al bordear las verdes orillas del ancho Maes y penetrar dentro del gigantesco portal gótico de la residencia episcopal, como si éste la fuera devorando.

     Pero cuando la comitiva se aproximó, notaron que las circunstancias alrededor del castillo denotaban duda e inseguridad, lo cual no concordaba con la pompa y el poderío desplegado en el cortejo que habían presenciado. Guardias y soldados del obispo, de recia contextura, mantenían una vigilancia cuidadosa alrededor de la mansión y en sus proximidades; y estas medidas preventivas en la residencia de un eclesiástico dejaban traslucir el temor de algún peligro para el reverendo prelado cuando juzgaba necesario rodearse con toda suerte de precauciones defensivas. Las damas de Croye, anunciadas por Quintín, fueron introducidas con toda clase de deferencias en el gran vestíbulo, donde el obispo las recibió con gran cordialidad, yendo a la cabeza de su pequeña corte. No les permitió que le besasen la mano, y les dió la bienvenida con una salutación que fué mezcla de galantería de príncipe a unas bellas damas y del bendito afecto de un pastor a sus hermanas de rebaño.

     Luis de Borbón, el obispo reinante en Lieja, era, en realidad, un príncipe generoso y de bondadoso corazón, cuya vida no se había limitado, por supuesto, a estar confinada estrictamente dentro de los límites de su profesión religiosa, sino que, a pesar de ella, había mantenido uniformemente el franco y honorable carácter de la casa de Borbón, de la cual descendía.

     En los últimos tiempos, a medida que se hacía más anciano, el prelado había adoptado hábitos más en consonancia con su jerarquía que en los primeros años de su reinado, y era amado entre los príncipes vecinos como un noble eclesiástico, generoso y magnífico en su modo de vivir usual, aunque no guardaba una severidad de carácter ascético; y gobernaba con cierta indiferencia, que entre sus súbditos ricos y amotinados más bien alentaba que sometía sus propósitos rebeldes.

     El obispo fué tan pronto un aliado del duque de Borgoña, que el último reclamó casi una soberanía adjunta en su obispado, y correspondió a la buena acogida con que el prelado admitió reclamaciones suyas, que podía haber fácilmente disentido, poniéndose de su parte en todo momento, con el celo decidido e impulsivo que formaba parte de su carácter. Solía decir que consideraba Lieja como suya; el obispo, como hermano suyo (y podía decirlo así, pues el duque se había desposado en primeras nupcias con la hermana del obispo), y que aquel que ofendiese a Luis de Borbón tendría que habérselas con Carlos de Borgoña; una amenaza que, considerando el carácter y el poder del príncipe que la hacía, hubiese sido poderosa con cualquiera menos con la descontentadiza ciudad de Lieja, cuya riqueza la había ensoberbecido.

     El prelado, como ya hemos dicho, aseguró a las damas de Croye que intervendría en su favor en la corte de Borgoña todo cuanto fuese posible, y que esperaba que su intervención fuese eficaz, toda vez que Campo-Basso, por algunos descubrimientos últimos, más bien había desmerecido a los ojos del duque. El les prometió también cuanta protección estuviese en su poder concederlos; pero el suspiro con que acompañó sus promesas indicaba que ese poder era más reducido de lo que reflejaban sus palabras.

     -De todos modos, mis queridísimas hijas -dijo el obispo con un tono en el cual, como en su primera salutación, se mezclaban la unción espiritual con la galantería hereditaria de la casa de Borbón-, el cielo no permitirá que abandone el cordero al astuto lobo, o las nobles damas a la opresión de los malhechores. Soy un hombre de paz, aunque mi gente está armada, y pueden estar seguras de que cuidaré de su tranquilidad como de la mía propia; y si ocurrieran acontecimientos perturbadores aquí, lo que, con la gracia de Nuestra Señora, confiamos más bien que se apaciguarán que no que se enconen, les proporcionaríamos su ida a Alemania sin peligro alguno, pues ni aun la voluntad de nuestro hermano y protector Carlos de Borgoña prevalecerá sobre mi por ningún concepto para disponer de vosotras contrariamente a vuestras propias inclinaciones. No podemos complacerlas en su petición de permanecer en un convento, porque, �ay!, es tal la influencia de los hijos de Satanás entre los habitantes de Lieja, que no conocemos retiro alguno al cual se extienda el poder de nuestra autoridad fuera de las murallas de nuestro castillo y de la protección de nuestros soldados. Pero aquí serán bien acogidas y atendidas, y su séquito será honrosamente alojado, especialmente este joven, a quienes usted recomiendan tan en particular y a quien especialmente Nos otorgamos nuestra bendición.

     Quintín se arrodilló, como era su deber, para recibir la bendición episcopal.

     -Ustedes -prosiguió el bondadoso prelado residirán aquí con mi hermana Isabel, canonesa de Thiers, y con quien habitarán con toda clase de honores, aunque sea bajo el techo de un solterón tan alegre como el obispo de Lieja.

     Así que hubo concluído su discurso, condujo galantemente a las señoras al departamento de su hermana, y el intendente, un empleado que, habiéndose ordenado de diácono, tenía un carácter entre secular y eclesiástico, alojó a Quintín como su dueño le había encargado, mientras que los otros personajes del séquito de las damas de Croye fueron conducidos a habitaciones inferiores.

     En este arreglo, Quintín no pudo dejar de observar que la presencia del bohemio, tan rechazada en los conventos del trayecto, no parecía ser objeto de ninguna objeción ni repulsa en la residencia de este opulento y, podríamos decir, mundano obispo.

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Capítulo XIX

La ciudad



                                                                                            �Buenos amigos, bondadosos amigos, no me dejéis excitaros
A ningún acto repentino de rebeldía!
                                                                                Julio César.


     Separado de lady Isabel, cuyas miradas habían sido durante tantos días la estrella que le guiaba, Quintín sintió un extraño vacío y frialdad en el corazón, el cual no había experimentado aún en ninguna de las vicisitudes por las que su vida había atravesado. Que la intimidad y las inevitables conversaciones hubiesen cesado entre ellos era la necesaria consecuencia de haber llegado la condesa a una residencia fija, porque �con qué pretexto podría ella cometer la incorrección de tener a su lado a un joven caballero como Quintín que la atendiese constantemente?

     Pero el choque de la separación no fué mejor recibido porque fuese inevitable, y el orgulloso corazón de Quintín se sintió herido al creer que le habían tratado como a un postillón ordinario o a uno de la escolta cuyo deber ha terminado, mientras que sus ojos dejaban caer una o dos lágrimas secretas sobre las ruinas de tantos castillos en el aire como se había entretenido en construir en el transcurso de tan interesante viaje. Hizo un gran esfuerzo, pero en vano, para desechar esta depresión mental, y, condescendiente con los sentimientos que no podía dominar, fué a sentarse en el poyo del hueco profundo de una ventana que iluminaba el gran hall gótico de Schonwaldt, meditando allí sobre su negra fortuna, la cual no le había proporcionado rango ni riqueza suficiente para proseguir en su atrevido galanteo.

     Quintín trató de disipar la tristeza que le embargaba despachando a Charlet, uno de los criados, con cartas para la corte de Luis anunciándole la llegada a Lieja de las damas de Croye. Al fin reapareció su natural alegría, excitándole a ello el título de un viejo romaunt que había sido impreso en Estrasburgo, y el cual aparecía junto a él en la ventana, y cuyo título era el siguiente:



                                    Cómo el caballero de baja alcurnia fué amado
                por la hija del rey de Hungría


     Mientras canturreaba la letra de la cantinela, que tan bien concordaba con su propia situación, Quintín fué interrumpido con un golpe en el hombro, y, mirando hacia arriba, vió al gitano de pie junto a él.

     Hayraddin, cuya presencia nunca era agradable, resultaba odioso después de su última traición, y Quintín le interrogó seriamente por qué se tomaba la libertad de tocar a un cristiano y caballero al mismo tiempo.

     -Simplemente -respondió el bohemio- porque deseo saber del caballero cristiano si ha perdido el sentido, como los ojos y el oído. Llevo hablándole cinco minutos, y usted está mirando ese papel amarillo como si fuera un hechizo que lo convirtiera en estatua y ésta hubiera conseguido su propósito.

     -Bien; �y qué es lo que quieres? �Habla y márchate!

     -Quiero lo que todos los hombres quieren, y con lo que pocos están satisfechos -dijo Hayraddin-. Quiero lo mío: mis diez coronas de oro por guiar a las señoras hasta aquí.

     -�Con qué cara me pides recompensa después que te he salvado tu vida indigna? -dijo Quintín con orgullo-. Tú sabes que fué tu propósito haberlas traicionado en el camino.

     -Pero no las traicioné -dijo Hayraddin-; si lo hubiese hecho, no habría pedido recompensa ni a usted ni a ellas, sino que la hubiera reclamado de aquel de la orilla derecha del río, a quien ello habría beneficiado. La gente a quien he servido es la que debe de pagarme.

     -�Que tu dinero perezca contigo, traidor! -dijo Quintín, arrojándole el dinero-. �Vete con el Jabalí de las Ardenas, o al diablo! Pero quítate de mi vista si no quieres que te envíe allí antes de tiempo.

     -�El Jabalí de las Ardenas! -repitió el bohemio, delatando su rostro un mayor grado de sorpresa que otras veces-. �No fué entonces una simple casualidad y una vaga sospecha lo que le hizo cambiar de camino? �Puede haber, existen realmente en otras comarcas adivinos más seguros que los de nuestras errantes tribus? El sauce bajo el cual hablábamos no pudo decir nada. Pero no, no, no. �Qué necio soy! Lo comprendo, lo comprendo. El sauce junto al arroyo próximo a aquel convento; lo vi mirar hacia él cuando pasamos a una media milla aproximadamente de aquella colmena de zánganos. �Pudo, en verdad, no hablar; pero pudo ocultar a uno que escuchase! Otra vez celebraré mis consejos en una llanura despejada; ni una mata de cardos habrá cerca de mí para que un escocés pueda ocultarse tras de ella. �Ja, ja!, el escocés ha derrotado al zíngaro con sus propias armas sutiles; pero has de saber, Quintín Durward, que me has derrotado para lograr tu propia fortuna. �Sí! �La suerte que te predije en las rayas de la mano se está cumpliendo por tu propio empeño!

     -�Por San Andrés! -dijo Quintín-, tu insolencia me hace reír contra mi voluntad. �Cómo o en qué me hubiera sido útil tu villanía en caso de triunfar? Escuché, sí, que exigías salvar mi vida, cuya exigencia tus dignos aliados hubieran olvidado en seguida que hubiéramos comenzado a luchar; pero en qué tu traición a estas damas me hubiera aprovechado, si no era para exponerme a muerte o cautiverio, es asunto que no llego a acertar.

     -No se ocupe más de ello -dijo Hayraddin-, pues aun tengo intención de sorprenderlo con mi gratitud. Si usted no me hubiera pagado, hubiera dicho que estábamos en paz y le hubiera dejado que guiase a tontas y a locas. Tal como ha pasado, permanezco como deudor por aquel asunto de las orillas del Cher.

     -Me parece que ya me he cobrado en maldiciones y abusos de ti -dijo Quintín.

     -Las palabras fuertes o las palabras amables sólo son viento y no pesan en la balanza. Si me hubiera pegado en vez de amenazarme...

     -Estoy bien dispuesto a cobrarme de ese modo si me sigues provocando por más tiempo.

     -No se lo aconsejaría -dijo el zíngaro-; tal pago, hecho por una mano violenta, podía exceder de la deuda y dejar, desgraciadamente, un saldo a mi favor, que no estoy dispuesto a olvidar ni perdonar. Y ahora, adiós; pero no para mucho tiempo. Voy a despedirme de las damas de Croye.

     -�Tú? -preguntó Quintín asombrado-. �Tú admitido en presencia de las damas, y aquí, donde están en cierto modo recluídas bajo la protección de la hermana del obispo, una noble canonesa? Es imposible.

     -Marthon, sin embargo, espera para conducirme a su presencia -dijo el zíngaro haciendo un mohín-, y he de pedirle que me perdone si le abandono bruscamente.

     Se volvió como si fuese a partir, pero al instante retrocedió hacia él y le dijo en tono enfático:

     -Conozco sus esperanzas; son atrevidas, aunque no vanas, si las ayudo. Conozco sus temores; demuestran prudencia, pero no timidez. Toda mujer puede ser conquistada. Un conde no es más que un mote que le puede cuadrar a Quintín, así como el otro mote de duque le viene bien a Carlos, o el de rey le está adecuado a Luis.

     Antes de que Durward pudiese replicar, el bohemio había abandonado el hall. Quintín le siguió en el acto; pero más familiarizado que el escocés con los rincones de la casa, Hayraddin pudo mantener la ventaja que llevaba, y el perseguidor le perdió de vista mientras descendía por una escalera trasera. Aun Durward lo siguió, si bien inconsciente de su acción. La escalera terminaba en una puerta que daba a una avenida de un jardín, en la que de nuevo vió al zíngaro andando de prisa por un paseo frondoso.

     En dos lados, el jardín estaba rodeado por los cuerpos del castillo: una gigantesca construcción antigua entre fortaleza y edificio eclesiástico; en los otros dos costados, el recinto lo formaba una muralla almenada. Cruzando las avenidas del jardín hacia otra parte del edificio, en donde una poterna se abría detrás de un ancho y macizo contrafuerte cubierto de hiedra, Hayraddin miraba hacia atrás y agitaba su mano en señal de triunfante despedida a su perseguidor, quien vió que, en efecto, la poterna era abierta por Marthon y que el vil bohemio era admitido en el recinto, según deducía lógicamente, de las habitaciones de las condesas de Croye. Quintín se mordió los labios, indignado, y se echó en cara severamente no haber participado a las damas toda la falsedad del carácter de Hayraddin, y haberlas comunicado sus maquinaciones en contra de su salvación. La manera arrogante con que el bohemio había prometido llevar a cabo su propósito aumentaba su cólera y disgusto, y le parecía como si la mano de la condesa Isabel resultase profanada con el solo contacto de ese individuo.

     �Pero todo esto es un engaño -se dijo-, alguna superchería nueva. Se ha procurado acceso junto a esas damas con algún falso pretexto y perversa intención. Bien. Ya he conocido dónde se alojan. Esperaré a Marthon, solicitaré ser recibido por ellas, y las pondré en guardia contra él. Muy duro es tener que buscar artilugios para entrar cuando personas como él son admitidas sin escrúpulos. Pero ellas verán que, a pesar de estar yo lejos de su presencia, la seguridad de Isabel es aún objeto de mi vigilancia.�

     Mientras el joven enamorado meditaba sobre esto, un hombre de edad, perteneciente al servicio del obispo, y que había penetrado por la misma puerta del jardín por la que momentos antes él lo había hecho, se le aproximó y le indicó, aunque con gran compostura de modales, que el jardín era privado, y estaba reservado al uso exclusivo del obispo y huéspedes de la más alta esfera.

     Quintín le oyó repetir esta información por dos veces antes de enterarse de lo que quería decir; y como si hubiese despertado de un sueño, le saludó y salió rápidamente del jardín. El personaje oficial le seguía, disculpándose y haciéndole entender que lo hacía en cumplimiento de su deber. Tan pertinaz estuvo en hacerse perdonar la ofensa que creía haber infligido a Durward, que le ofreció su compañía para entretenerle; hasta que Quintín, maldiciendo interiormente su insistencia, no encontró mejor medio de escaparse que el pretextar deseo de visitar la ciudad vecina, y empezó a andar con paso rápido para apagar todo afán en el caballero ujier de seguirle más allá del puente levadizo. En pocos minutos Quintín se halló dentro de las murallas de la ciudad de Lieja, entonces una de las más ricas ciudades de Flandes y, por tanto, del mundo.

     La melancolía, aun la melancolía amorosa, no está tan profundamente arraigada, al menos en los cerebros varoniles y caracteres flexibles, para que éstos resistan la tentación de las cosas atrayentes que los rodean. Conduce a impresiones inesperadas y sorprendentes, a deseo de cambiar de lugar, a buscar aquellas escenas que puedan crear nuevas asociaciones de ideas y a verse sumergido bajo la influencia de la actividad del género humano. En pocos minutos, la atención de Quintín fué absorbida con la variedad de objetos que se le presentaban en rápida sucesión por las animadas calles llenas del tráfico de la ciudad de Lieja, y como si no hubieran existido jamás en el mundo la condesa Isabel ni el bohemio.

     Las casas altas; las calles soberbias, aunque estrechas y sombrías; la espléndida disposición y exhibición de los géneros más ricos y de las más suntuosas armaduras en los almacenes y tiendas; la multitud, formada por ciudadanos de todas clases, pasando y cruzando con aire de importancia o de actividad apresurada; los gigantescos carromatos que transportaban de aquí para allá los objetos de exportación e importación, componiéndose los primeros, en su mayoría, de paño fino y sarga, armas de todas clases, clavos y objetos de hierro, mientras que los últimos comprendían todos los artículos de uso o de lujo, bien destinados para el consumo de tan opulenta ciudad, bien, recibidos a cambio, y destinados a ser transportados a otros sitios; objetos todos que se combinaban para formar un cuadro de opulencia, bullicio y esplendor hasta entonces desconocido para Quintín. También admiró Quintín los numerosos arroyos y canales que comunicaban con el río Maes, los cuales atravesaban la ciudad en varias direcciones y ofrecían a todos los barrios las facilidades comerciales de transporte acuático, y no le faltó oír una misa en la antigua y venerable iglesia de San Lamberto, fundada, según decían, en el siglo VIII.

     Al abandonar este santo lugar, Quintín empezó a observar que él, que hasta entonces había estado curioseando con avidez, era a su vez objeto de especial atención por varios grupos de vecinos, que le miraban fijamente cuando abandonó la iglesia, y que entre ellos susurraban algunas palabras, que de uno en otro se fueron corriendo, aumentando el número de personas considerablemente, y las miradas de los nuevos enterados iban a parar directamente a Quintín, expresando asombro, interés y curiosidad, unido a un cierto grado de respeto.

     Finalmente, se encontró en el centro de una muchedumbre considerable, la cual seguía mirándole, estrujándole e impidiéndole seguir más adelante. Así, pues, su situación era tan embarazosa, que no podía prolongarse sin procurar obtener alguna explicación.

     Quintín miró a su alrededor y se fijó en un hombre respetable, de buena estatura y rostro jovial, quien, bajo su casaca de terciopelo y cadena de oro, parecía ser un personaje, o tal vez un magistrado, preguntándole si veía algo de particular en su persona que atrayese de un modo tan poco usual la atención del público, o si, por casualidad, era la costumbre del pueblo de Lieja aglomerarse alrededor de los extranjeros que visitaban la ciudad.

     -Ciertamente no, señor mío -respondió el individuo-; los naturales de Lieja no tienen esa fea costumbre, ni existe nada en su traje o apariencia para que resulte extraño en esta ciudad; antes al contrario, nuestros ciudadanos están a la vez encantados de verle y deseosos de servirle.

     -Esas son palabras corteses, digno señor -dijo Quintín-. Pero, �por la cruz de San Andrés!, no puedo adivinar su significado.

     -Su juramento, señor -respondió el mercader de Lieja-, así como su acento, me convencen de que no andamos descaminados.

     -�Por mi patrón San Quintín! -dijo Durward- Cada vez comprendo menos lo que quiere usted decir.

     -Y dale... -añadió su interlocutor en tono muy provocativo, a medida que hablaba, aunque dentro de las normas de la cortesía-. No nos compete a nosotros, digno señor, averiguar lo que juzga oportuno ocultar. Pero �por qué jurar por San Quintín si no me explica su intención? Conocemos al buen conde de Saint Paul, que se encuentra aquí en la actualidad y ve con simpatía nuestra causa.

     -�Por vida mía! -dijo Quintín-, usted sufre alguna alucinación; no sé nada de Saint Paul.

     -No discuto -dijo el de Lieja-, aunque escuche: mi nombre es Pavillon.

     -�Y qué tengo yo que ver con eso, señor Pavillon? -dijo Quintín.

     -No, nada; sólo creía que podía satisfacerle el saberme digno de su confianza. Aquí está también mi colega Rouslaer.

     Rouslaer avanzó, corpulento, dignatario, cuya hermosa y redonda panza, como un ariete, empujaba a la muchedumbre ante él, y recomendando prudencia en voz baja a su vecino, díjole en tono de reproche:

     -Olvida usted, buen colega, que el sitio es demasiado público. El señor debe retirarse a su casa o a la mía y beber un vaso de Rin con azúcar, y entonces sabremos algo más de nuestro buen amigo y aliado, a quien amamos con toda la sinceridad de nuestros corazones flamencos.

     -No conozco ni tengo noticias de ninguno de ustedes -dijo impacientemente Quintín- No beberé vino del Rin, y lo que únicamente deseo de ustedes, como hombres de peso y respetabilidad, es que dispersen esta turba de vagos y permitan a un extranjero dejar vuestra ciudad tan tranquilamente como vino a ella.

     -Quia, señor -dijo Rouslaer-; ya que se empeña en guardar su incógnito, y también con nosotros, que somos hombres de confianza, le preguntaré sin rodeos: �Por qué usa la insignia de su compañía si quiere permanecer desconocido en Lieja?

     -�Qué insignia y qué orden? -dijo Quintín-. Ustedes parecen hombres serios, aunque, �por mi alma!, creo que están locos o que quieren volverme a mí.

     -�Córcholis! -dijo el otro individuo- �Este joven le haría jurar al propio San Lamberto! �Quiénes son los que llevan gorra con la cruz de San Andrés y flor de lis sino los arqueros escoceses de la Guardia del rey Luis?

     -Y suponiendo que yo fuese un arquero de la guardia escocesa, �por qué se pasman de que lleve la insignia de mi compañía? -dijo Quintín con impaciencia.

     -�Lo ha confesado, lo ha confesado! -dijeron Rouslaer y Pavillon volviéndose a la reunión de vecinos en actitud satisfecha, alzando los brazos y batiendo palmas, con sus caras redondas radiantes de gozo- �Ha confesado ser un arquero de la Guardia de Luis, de Luis, el guardián de la libertad de Lieja!

     Un clamor y griterío general salió de la multitud, en la que se mezclaban diferentes gritos de �Viva Luis de Francia! �Viva la Guardia escocesa! �Viva el valiente arquero! �Nuestra libertad, nuestros derechos o la muerte! �No queremos impuestos! �Viva el bravo Jabalí de las Ardenas! �Abajo Carlos de Borgoña! �Muera el Borbón y su obispado!

     Medio atontado por el ruido atronador que iba de un lado a otro del corro, subiendo y bajando como las olas del mar, y aumentado por miles de voces que se unían con sus clamores desde calles y plazas distantes, Quintín, sin embargo, pudo formar conjeturas del significado de aquel tumulto y un plan para regular su conducta.

     Había olvidado que después de su escaramuza con Orleáns y Dunois, uno de sus camaradas, obedeciendo órdenes de lord Crawford, reemplazó el morrión que le había partido el último con la espada por uno de los cascos de acero que formaba parte del equipo bien conocido de los guardias escoceses. Que un individuo de este Cuerpo, que estaba constantemente junto a la persona del rey Luis, apareciese en las calles de una ciudad cuyos disgustos domésticos habían sido agravados por los agentes de ese rey, era, naturalmente, interpretado por los ciudadanos de Lieja como una determinación por parte de Luis de cooperar a su causa; y la aparición de un individuo arquero era tomada como una demostración de un inmediato y activo socorro de Luis, y hasta casi daba la seguridad de que sus fuerzas auxiliares penetraban en aquel momento por una u otra de sus puertas, aunque nadie podía decir categóricamente por cuál.

     Quintín fácilmente vió que era imposible desterrar una convicción tan generalmente arraigada; tanto más, que cualquier intento para desengañar a hombres tan obstinadamente dispuestos a creerla, sería arriesgar su vida, lo cual, en este caso, no tenía objeto.

     Resolvió, pues, contemporizar y librarse de aquello lo mejor que pudiese, tomando esta resolución mientras le conducían a la Stadthouse, donde los notables de la ciudad se habían reunido con urgencia para oír las noticias que presumían había traído y obsequiarle con un espléndido banquete.

     A pesar de su oposición, que se atribuyó a modestia, estaba por todos lados rodeado del halago de la popularidad, cuya parte desagradable era la única que él apreciaba. Los dos burgomaestres amigos, quienes eran shoppen, o síndicos de la ciudad, lo cogieron rápidamente por ambos brazos. Delante de él marchaba Nikkel Blok, el jefe de la corporación de carniceros, arrancado de su puesto del matadero, esgrimiendo su cuchilla, aun salpicada de sangre fresca y trozos de sesos, con una energía y gracia que solamente el brantwein puede imaginar. Tras de él caminaba la alta, flaca, huesuda, borracha y muy patriótica figura de Claus Hammerlein, presidente de los herreros, y seguido, por lo menos, de mil asquerosos oficiales de su clase. Tejedores, fabricantes de clavos, cordeleros, artesanos de todas clases y oficios salían de todas las sombrías y estrechas callejas para unirse a la procesión. Escapar era, por tanto, una imposible y desesperada aventura.

     En este dilema, Quintín apeló a Rouslaer, que le llevaba de un brazo, y a Pavillon, que le sostenía del otro, y quienes le llevaban delante, a la cabeza de la manifestación de la cual había llegado a ser objeto tan principal e inesperado. Rápidamente les contó que, habiendo adoptado impensadamente el casco de la Guardia escocesa, por habérsele estropeado el capacete con el cual habíase propuesto viajar, sentía que, debido a esta circunstancia y a la perspicacia de los de Lieja para conocer su condición y el propósito de su visita, se hubiera esto descubierto públicamente; y les rogaba le dijesen si, al ser ahora conducido al Ayuntamiento, se vería en la necesidad de comunicar a la asamblea de los notables ciertos hechos que debían ser reservados, según orden del rey, para los oídos, de sus excelentes compadres Meinherrs Rouslaer y Pavillon, de Lieja.

     Esta última insinuación obró mágicamente sobre los dos ciudadanos, quienes eran los más distinguidos jefes de los insurrectos ciudadanos, y estaban, como todos los demagogos de su clase, deseosos de mangonear en todo lo más posible. Primeramente convinieron en que Quintín debía abandonar la ciudad al momento, y volver por la noche a Lieja para conversar con ellos privadamente en la casa de Rouslaer, próxima a la puerta opuesta de Schonwaldt. Quintín no dudó en decirles que estaba residiendo en el palacio del obispo, con el pretexto de aportar despachos de la corte de Francia, aunque el verdadero objeto de su venida, como ellos habían adivinado, estaba relacionado con los ciudadanos de Lieja; y esta manera retorcida de traer una comunicación, así como el rango y el carácter de la persona a quien se suponía estaba encomendada, estaba tan en consonancia con el carácter de Luis, que no excitaba ni duda ni sorpresa.

     Casi inmediatamente después que este éclaircissement fué hecho, el avance de la turba le trajo frente a la puerta de la casa de Pavillon, en una de las principales calles, pero que comunicaba por detrás con el Maes por medio de un jardín, así como por una fábrica de curtidos para adobar y curtir pieles, pues el patriota vecino era curtidor.

     Era natural que Pavillon desease hacer los honores de su morada al supuesto enviado de Luis, y un alto delante de su casa no podía causar sorpresa a la multitud, la que, al contrario, otorgó a Meinheer Pavillon un estruendoso viva al introducir en el interior a su distinguido huésped. Quintín inmediatamente se desprendió del llamativo casco de acero, reemplazándolo por una gorra de piel, y se puso una casaca sobre su armadura. Entonces Pavillon le entregó un pasaporte para que pasase las puertas de la ciudad y regresase por la noche o al otro día, según él lo considerase conveniente; y, por último, lo dejó a cargo de su hija, una rubia y sonriente zagala flamenca, con instrucciones para acompañarle, mientras que él volvía con sus colegas para darles excusas por la desaparición del enviado de Luis y distraer a sus amigos de la Stadthouse. No podemos, como dice el lacayo en la comedia, saber la naturaleza exacta de la mentira que el guión dijo al rebaño; pero no hay tarea más fácil que la de imponerse a una muchedumbre cuyos ávidos prejuicios han recorrido ya la mitad del camino antes de que el impostor haya hablado una palabra.

     Tan pronto el digno ciudadano hubo desaparecido, su rolliza hija, Trudchen, con mucho rubor y sonrisa forzada, que sentaba de modo encantador a sus labios como cerezas, retozones ojos azules y a su cutis transparente, escoltó al hermoso extranjero por entre las tupidas alamedas del jardín del señor Pavillon, al lado del río, donde vió Quintín, embarcados en un bote, al que subió, a dos altos flamencos, con anchos calzones, gorras; de piel y coletos de ante sin manga, abotonados, dispuestos para zarpar lo más rápidamente que su naturaleza apática los permitiese.

     Como la preciosa Trudchen hablaba solamente alemán, Quintín, sin olvidarse del leal afecto por la condesa de Croye, no pudo demostrarle su agradecimiento más que con un beso en los labios color de cereza, lo cual fué una galantería aceptada con modestia y gratitud, pues galanes con una figura y un rostro como el de nuestro arquero escocés no solían presentarse todos los días entre la bourgeoisie de Lieja (38).

     Mientras el bote bogaba lentamente por las tranquilas aguas del río Maes y pasaba las defensas de la ciudad, Quintín tuvo tiempo suficiente de reflexionar qué relato daría de su aventura en Lieja cuando llegase al palacio del obispo en Schonwaldt, y desdeñando al mismo tiempo traicionar a cualquier persona que hubiese puesto su confianza en él, aunque por equivocación, u ocultar al hospitalario prelado el estado amotinado de la ciudad, resolvió limitarse a un informe tan general, que pusiese en guardia al obispo, sin exponer a ningún individuo a su venganza.

     Desembarcó del bote a una media milla del castillo; recompensó a los remeros con un florín, lo que les proporcionó gran alegría, no obstante ser corto el espacio que le separaba de Schonwaldt. La campana del castillo tocaba para la comida, y como descubriese Quintín que se había aproximado al castillo por lado distinto al de la entrada principal, y que dar la vuelta retrasaría considerablemente su llegada a la mesa, decidió dirigirse directamente al sitio más cercano a él, al percatarse que presentaba una muralla almenada, probablemente la del jardincillo antes mencionado, con una poterna que abría al foso y un esquife amarrado junto a la poterna, que podía servir, a su juicio y previo aviso, para pasarle al otro lado. A medida que se aproximaba con la esperanza de entrar de este modo, se abrió la poterna, salió un hombre y, saltando al bote, bogó al otro lado del foso, y entonces, con una larga pértiga, empujó el esquife hacia atrás, al sitio donde había embarcado. Cuando estuvo más cerca, Quintín descubrió que esa persona era el bohemio, que, evitándole, lo que no era difícil, tomó un camino diferente hacia Lieja, y pronto se le perdió de vista.

     Aquí se le presentaba un nuevo motivo de meditación. �Habría estado este vagabundo descreído todo ese tiempo con las damas de Croye, y con qué fin le habían favorecido tanto rato con su presencia? Atormentado con esta idea, Durward hizo el propósito de tener con ellas una explicación, con el fin de ponerles de manifiesto la traición de Hayraddin y anunciarles la peligrosa situación en que se encontraba su protector el obispo dado el estado de rebeldía de la ciudad de Lieja.

     Tomada esta resolución, entró Quintín en el castillo por la puerta principal, y encontró que parte de las personas que se reunían en el gran hall para comer, incluso el clérigo auxiliar del obispo, empleados de la casa y forasteros de menor alcurnia, estaban ya colocados en sus sitios. Un puesto en el extremo superior de la mesa le había sido reservado, junto al capellán administrador del obispo, quien dió la bienvenida al forastero con la antigua broma del colegio. Sero venientibus ossa, mientras se preocupaba de llenar su plato de golosinas, como para desvanecer toda apariencia de mortificación para Quintín por llegar tarde.

     Al querer justificarse para no aparecer mal educado, Quintín describió brevemente el tumulto que se había originado en la ciudad al ser descubierta su calidad de arquero escocés de la Guardia de Luis, e intentó dar un tono ligero a su narración, diciendo que se había escapado gracias a un gordo vecino de Lieja y a su linda hija.

     Pero la reunión estaba demasiado interesada en el relato para hacer caso de la broma. Todas las operaciones de la mesa quedaron suspendidas mientras Quintín contaba su narración, y cuando cesó, hubo una solemne pausa, que sólo fué interrumpida por el mayordomo al decir en tono bajo y melancólico:

     -Dios quiera que veamos esas cien lanzas de Borgoña.

     -�Por qué les preocupa a ustedes tanto eso? Tienen aquí muchos soldados cuyo oficio son las armas, y sus antagonistas son sólo la canalla de una ciudad revuelta, que huirá en cuanto aparezca la primera bandera de guerreros en orden de batalla.

     -No conoce usted a los hombres de Lieja -dijo el capellán-, de quienes puede decirse, sin exceptuar siquiera a los de Gante, que son al mismo tiempo los más fieros y los más indomables de Europa. Dos veces los ha castigado el duque de Borgoña por sus repetidas revueltas contra el obispo, y dos veces los ha contenido con mucha severidad, abolido sus privilegios, quitado sus banderas y establecido derechos que no se acostumbraban antes a imponer a una ciudad libre del Imperio. La última vez los derrotó, con muchas víctimas, cerca de Saint Tron, donde Lieja perdió cerca de seis mil hombres, unos heridos por arma blanca y otros ahogados al huir; y después, para impedir nuevas revueltas, el duque Carlos rehusó entrar por ninguna de las puertas que ellos habían entregado, y echando por tierra cuarenta codos de la muralla de la ciudad, penetró en Lieja como un conquistador, con la visera calada y la lanza en posición de descanso, a la cabeza de la caballería, por la brecha que había hecho. Bien seguros estuvieron entonces los de Lieja que, de no ser por intercesión de su padre, el duque Felipe el Bueno, este Carlos, entonces conde de Charolais, hubiese saqueado la ciudad. �Y, sin embargo, con todos estos recuerdos aun vivos, con las brechas sin reparar y los arsenales apenas provistos, la visita de un casco de arquero es lo suficiente para volverlos a alborotar! �Dios sobre todo!; pero me temo que va a haber una lucha sangrienta en una población tan fiera y con un soberano tan vehemente, y quisiera que mi excelente y noble señor tuviese menos dignidad y pensase más en ponerse a salvo, pues su mitra está forrada de espinas en vez de armiño. Le digo todo esto, señor forastero, para hacerle saber que si sus asuntos no le detienen en Schonwaldt, éste es un lugar del que todo hombre de sentido debería partir tan pronto como le fuese posible. Sospecho que sus damas son de la misma opinión, pues uno de los palafreneros que las atendió en el camino fué enviado a la corte de Francia con cartas que, sin duda, tienen por objeto anunciar su partida en busca de un asilo más seguro.

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Capítulo XX

La esquela



                                                                                            Márchate; -gozarás de prosperidad,
si lo deseas.-Si no, sigue siendo modelo de criados,
no apto para ser favorecido por la suerte.
                                                 Duodécima noche.


     Cuando hubieron terminado de comer, el capellán, quien parecía haberle tomado a Quintín algún afecto, o que deseaba saber por él más informes concernientes al motín de la mañana, le llevó a un salón apartado, las ventanas del cual daban por un lado al jardín; y al observar que su compañero escudriñaba con avidez el mismo, propuso a Quintín bajar a él para ver los curiosos arbustos de otras tierras, con los que el obispo había enriquecido los parterres. Quintín se excusó de entrar, y además le comunicó la orden que había recibido aquella mañana. El capellán sonrióse y dijo:

     -Eso era, desde luego, una antigua prohibición respecto al jardín privado del obispo; pero eso -añadió con una sonrisa- sucedía cuando nuestro reverendo padre era un príncipe y joven prelado, con no más de treinta años de edad, y cuando muchas hermosas damas frecuentaban el castillo buscando consuelos espirituales. Era, pues, necesario -dijo con mirada baja y sonriendo maliciosamente- que esas señoras, que sufrían preocupaciones de conciencia y que siempre se alojaban en las habitaciones que ahora ocupa la noble canonesa, tuviesen algún espacio seguro para tomar el aire, libre de la intromisión de profanos. Pero en estos últimos años -añadió- esta prohibición, aunque no ha sido formalmente derogada, no se observa en absoluto, y queda como una superstición en el cerebro de un jubilado ujier. Bajaremos ahora -continuó- y probaremos si el lugar sigue prohibido o no.

     Nada podía ser más agradable a Quintín que el proyecto de entrar libremente en el jardín, dentro del cual, y si la suerte favorecía a su pasión, esperaba comunicar, o al menos obtener, algún indicio del objeto de su amor en alguna de aquellas torrecillas o balcón saledizo, similar al punto de vista que tuvo en la hostería de La Fleur de Lys, cerca de Plessis, o La Torre del Delfín, dentro del castillo mismo. Isabel parecía estar destinada, cualquiera que fuese su alojamiento, a ser la Dama de la Torrecilla.

     Cuando Durward descendió con su nuevo amigo al jardín, el último parecía un filósofo terreno enteramente dedicado a las cosas de la tierra; mientras que los ojos de Quintín, si no se dirigían al cielo como aquellos de los astrólogos, erraban, al menos, alrededor de las ventanas, balcones y especialmente por las torrecillas, las cuales sobresalían por todas partes del antiguo castillo, para ver si por alguna de ellas descubría a su preferida.

     Mientras tanto, el joven enamorado no prestaba apenas atención a la enumeración de plantas, hierbas y arbustos que el reverendo guía le señalaba, de las cuales una había sido escogida por su valor medicinal; otra, mejor aún, por proporcionar sabor favorable al potaje, y esta tercera, la mejor de todas, pues aunque no poseía mérito alguno, era extraordinariamente rara. Sin embargo, era necesario aparentar algún interés, lo cual encontraba el joven de suma dificultad, y más bien deseaba enviar al demonio al oficioso naturalista y todo el reino vegetal. Por fin, el sonido de una campana le libró del capellán, que partió a cumplir un deber de su cargo.

     El reverendo hombre se excusó -innecesariamente- por tener que dejarle, y concluyó asegurándole que podía pasear por el jardín hasta la hora de cenar sin riesgo de ser molestado.

     -Este es -dijo- el sitio donde yo siempre estudio mis sermones, por ser el menos frecuentado por los extraños. Ahora voy a pronunciar uno en la capilla; si usted quiere puede favorecerme con su presencia. Me dicen que soy buen orador. �No es mía la gloria: cada cual tiene un don!

     Quintín se excusó por esa tarde pretextando un gran dolor de cabeza, que con el aire libre se curaría mejor, y por fin partió el religioso, dejándole solo.

     Puede imaginarse fácilmente que a la detenida inspección que ahora hacía a su gusto de todas las ventanas o huecos que miraban al jardín no podían escapar los huecos cerca de la puertecilla por la cual vió a Marthon dar entrada a Hayraddin, y que, según éste pretendía, conducía a las habitaciones de las condesas. Pero nada se movía ni se mostraba que pudiese impugnar o confirmar el cuento del bohemio, hasta que fué obscureciendo, y Quintín empezó a sospechar, sin saber por qué, que su estancia prolongada en el jardín podía ser objeto de enojo o sospecha.

     Justamente cuando había resuelto irse y estaba dando la última vuelta bajo las ventanas que tanto le atraían, oyó sobre él un ligero y cauto ruido, como de una tos que intentase llamar su atención sin llamar la de otros. Al mirar hacia arriba con alegre sorpresa se abrió una ventana y vió una mano femenina que dejaba caer una esquela, la cual cayó en un rosal trepador que crecía al pie del muro. La precaución adoptada para arrojar esta carta prescribía igual prudencia y secreto para leerla. El jardín, rodeado, como ya hemos dicho, por los demás cuerpos del palacio, estaba dominado, naturalmente, por las ventanas de muchas habitaciones; pero había una especie de gruta de roca artificial, la cual el capellán le había mostrado con gran complacencia. Caer la esquela, metérsela en el pecho y correr a este sitio oculto fué cosa de un minuto. Aquí ya abrió el preciado pergamino y bendijo la memoria de los monjes de Aberbrothick, cuya educación le hacía capaz de descifrar su contenido.

     La primera línea contenía este mandato: �Lea esto en secreto.� Y el contenido era como sigue: �Lo que sus ojos atrevidamente han dicho, los míos quizá temerariamente lo hayan entendido. Pero las persecuciones injustas hacen atrevidas a sus víctimas, y mejor sería arrojarme a la gratitud de uno, que ser el objeto de persecución de muchos. La Fortuna tenía su trono sobre una roca, que hombres valientes no temieron escalar. Si usted desea hacer algo por quien arriesga mucho, esté mañana dentro del jardín, a primera hora, llevando en la gorra una pluma azul y blanca; pero no espere más noticias. Su estrella, según dicen, le destina a grandezas y le dispone a la gratitud. Adiós; sea fiel, resuelto, atrevido, y no dude de su suerte.�

     Dentro de esta carta había un anillo con un diamante, el cual estaba tallado en forma de rombo, las antiguas armas de la casa de Croye.

     El primer sentimiento de Quintín en esta ocasión fué un éxtasis puro -orgullo y alegría que parecían transportarle al cielo- y la determinación de morir o de vencer, con ayuda de su espada, los mil obstáculos que se atravesaban entre él y el fin de sus deseos.

     En esta especie de arrobamiento, que le incapacitaba para pensar o irse, permaneció sólo un momento, decidiéndose al fin a retirarse al interior del castillo, firmemente resuelto a escudarse en su jaqueca para no reunirse al séquito del obispo a la hora de la cena, y encendiendo la lámpara, se dirigió al cuarto que le habían asignado para leer y releer una y otra vez el preciado billete y besar miles de veces el no menos preciado anillo.

     Pero esos sentimientos elevados no podían seguir por mucho tiempo en el mismo tono. Un pensamiento se apoderaba de él, aunque lo desechaba por ingrato y casi insultante, a saber: que la franqueza de la confesión que ella hacía aparecía como una indelicadeza por parte suya y no estaba en consonancia con el elevado sentimiento romántico de adoración con que siempre había venerado a lady Isabel. Conforme apareció este pensamiento, lo ahogó como hubiese ahogado a una odiosa y repugnante víbora que se hubiese introducido en su lecho. �Iba a ser él, él, el favorecido, por quien ella había descendido de su esfera, quien le echase en cara el acto de condescendencia sin el cual él no se hubiese atrevido a levantar sus ojos hacia ella? �No se invertían, en su caso, dada su alta alcurnia, los procedimientos corrientes que imponen silencio a las damas hasta que el enamorado haya hablado el primero? A estos argumentos, que atrevidamente transformó en razonamientos, su vanidad podía sugerirle otro, que él procuraba no representárselo, aun mentalmente, con la misma franqueza: que el mérito de la mujer amada podía excusar tal vez, por parte de ella, el haberse apartado de las reglas usuales; y después de todo, como en el caso del Malvolio, había ejemplo de ello en las crónicas. El caballero de categoría inferior, cuya leyenda acababa de leer, carecía, como él, de tierras y medios de vivir, y, sin embargo, la generosa princesa de Hungría le otorgó sin escrúpulos muestras más substanciales de su afecto que el billete que él acababa de recibir:



                                                  Bien venido -dijo ella-, mi dulce escudero;
Mi corazón se inflama, mi alma es toda anhelo;
Te daré tres besos,
Y también quinientas libras de regalo.


     Y la misma verídica historia hizo al rey de Hungría exclamar:



                                                   He conocido a más de un paje
Que llegó a ser príncipe por su casamiento.


     Con esto, Quintín, generosa y magnánimamente se reconcilió con la línea de conducta seguida por la condesa, de la cual probablemente iba a ser tan beneficiado.

     Pero este escrúpulo fué reemplazado por una nueva duda, difícil de digerir: el traidor Hayraddin había estado en las habitaciones de las damas, y según presumía Quintín, por espacio de cuatro horas; y considerando los datos de que había hecho alarde, de poseer una influencia de orden decisivo sobre las aspiraciones de Quintín Durward, �quién le podría asegurar que esto no fuese un truco de sus embustes? Y si así fuese, �no parecía probable que semejante villano estuviese en pie de concebir algún nuevo plan de traición, tal vez para arrancar a Isabel fuera de la protección del venerado obispo? Este era un asunto que debía ser cuidadosamente examinado, pues Quintín, que sentía repugnancia por ese individuo, derivada de la insolencia descocada con la que había confesado su libertinaje, no podía esperar que nada en que él interviniera pudiese llegar a un honrado y feliz término.

     Estos diversos pensamientos rondaron por la imaginación de Quintín como una niebla que obscurecía el hermoso paisaje que al principio se había imaginado, y el sueño no acudió a sus ojos aquella noche. A la hora de prima -�ay!, y también una hora antes de que sonase- ya estaba en el jardín del castillo, donde nadie le opuso resistencia a entrar, con una pluma de los colores indicados, y tan elegante como pudo ponerse en tal prisa. Ningún indicio hubo de que se percatasen de su presencia en cerca de dos horas; por fin oyó unas cuantas notas de laúd, y en seguida se abrió una ventana en el lado derecho, encima de la puertecilla por la cual Marthon entró a Hayraddin, y esplendente de belleza apareció Isabel en el hueco de ella; le saludó medio bondadosamente, medio azorada, y se puso colorada en extremo cuando Quintín, con profunda y expresiva resistencia, le devolvió su cortesía; después cerró la ventana y desapareció.

     �La luz del día no descubrió nada más! La autenticidad de la carta estaba asegurada: solamente restaba saber cuál iba a ser la continuación; y sobre esto, la hermosa escritora no le había dado dato alguno. Pero ningún peligro inminente amenazaba. La condesa estaba en un fuerte castillo, bajo la protección de un príncipe a la vez respetable por su edad y venerable por su autoridad eclesiástica. No había motivo próximo ni ocasión para que el exaltado caballero se mezclase en la aventura; sólo le cabía estar dispuesto para ejecutar las órdenes que ella le diese, vinieren de donde fuese. Pero la fatalidad se encargó de que entrase en acción antes de lo que él esperaba.

     Era la cuarta noche después de su llegada a Schonwaldt, y Quintín había dispuesto que el palafrenero que los había acompañado en el viaje regresase a la mañana siguiente a la corte de Luis, con carta suya para su tío lord Crawford, renunciando al servicio de Francia; para lo cual la traición a que había estado expuesto, por las instrucciones privadas dadas a Hayraddin, le sirvió de excusa tanto desde el punto de vista del honor como de la prudencia; yéndose al lecho con ideas halagüeñas que flotaban alrededor de su cabecera de joven apasionado que pensaba que su amor era correspondido.

     Pero los sueños de Quintín, que al principio participaron de la feliz influencia bajo la cual se había dormido, comenzaron gradualmente a ser de carácter terrorífico.

     Se veía paseando con la condesa Isabel a la orilla de un tranquilo y apartado lago, tal como eran los de su país nativo, y le hablaba de su amor, sin conciencia de los impedimentos que había entre ellos. Ella se sonrojó al escucharlo. �Cómo podía haber esperado, por el tono de la carta, que, durmiendo o despierto, se hallaba siempre junto a su corazón? Pero la escena cambió súbitamente, pasando del verano al invierno, de la calma a la tempestad: el viento y las ondas se encrespaban con tal furia, como si los genios del agua y del aire estuviesen luchando como dos rivales para conseguir su imperio. Las aguas enfurecidas les impedían avanzar o retroceder; la tempestad creciente, que echaba al uno sobre el otro, parecía hacer imposible su permanencia en aquel paraje, y la terrible sensación producida por el peligro aparente despertó al soñador.

     Despertóse; pero aunque la visión había desaparecido, dejándole frente a la realidad, el ruido que probablemente la sugirió continuaba todavía sonando en sus oídos.

     El primer impulso de Quintín fué sentarse en la cama, oyendo con asombro los ruidos, que parecían anunciar una tempestad, la mayor que podía haberse cernido sobre las Montañas Grampianas, cuando de repente se dió cuenta de que el tumulto no era originado por la furia de los elementos, sino por el furor de los hombres.

     Saltó de la cama y miró por la ventana de su cuarto; pero ésta daba al jardín, y por aquel lado todo estaba tranquilo, aunque al abrirla se hizo más notorio el ruido, pareciendo que el castillo era sitiado y asaltado por un numeroso y determinado enemigo. Rápidamente recogió sus ropas y armas, poniéndoselas todo lo de prisa que le permitía la obscuridad y la sorpresa, cuando oyó que llamaban a su puerta.

     Como Quintín no respondiese inmediatamente, la puerta, que era delgada, fué forzada desde fuera, y el que se introdujo anunció, por su peculiar dialecto, ser el bohemio Hayraddin Maugrabin. Llevaba en la mano una mecha encendida, cuya llama producía un fuego rojizo, con la cual encendió un farolillo que sacó de su pecho.

     -El horóscopo de sus destinos -dijo enérgicamente a Durward sin más explicaciones- depende ahora de una determinación momentánea.

     -�Pícaro! -dijo Quintín-; hay una traición que nos rodea, y dondequiera que haya una traición, tú tienes que tomar parte en ella.

     -Usted está loco -respondió Maugrabin-. Yo nunca he traicionado a ninguno sino por ganar algo; �y para qué le iba yo a traicionar si de su salvación puedo sacar más partido que de su destrucción? Escuche un momento, si es que le es posible ser sensato, antes de que no haya remedio. La gente de Lieja se ha levantado; Guillermo de la Marck, con su banda, los ayuda. Si hubiera medios para resistir, sus hombres y su furia serían vencidos; pero no hay casi ninguno. Si usted quiere salvar a la condesa y sus esperanzas, sígame en nombre de quien le envió un diamante, tallado con tres leopardos.

     -Muéstrame el camino -dijo Quintín de prisa-. �En ese nombre arriesgo todos los peligros!

     -Como yo lo voy a arreglar -dijo el bohemio- no hay peligro si usted sabe desentenderse de lo que suceda a su alrededor, ya que no le debe importar nada; porque, después de todo, �qué más le da que el obispo, como lo llaman, lleve a la degollina a su rebaño, o que su rebaño degüelle al pastor? �Ja, ja, ja! Sígame, pero con cautela y paciencia; domine su genio y confíe en mi prudencia, y mi deuda de gratitud estará pagada, y usted tendrá a la condesa por esposa. Sígame.

     -Sigo -dijo Quintín desenvainando su espada-; �pero en el momento en que vislumbre el menor signo de traición, tu cabeza y tu cuerpo quedarán separados por tres yardas de distancia!

     Sin ninguna conversación más, el bohemio, viendo que Quintín estaba ya listo y armado, bajó las escaleras delante de él, pasando rápidamente por varios pasillos laterales, hasta que llegaron al jardincito. Apenas si había luz por aquel lado, y se oía muy escaso alboroto; pero no bien se encontró Quintín dentro del jardín, el ruido en el lado opuesto del castillo se hizo ensordecedor, pudiendo oír los gritos de Liège!, Liège!, Sanglier!, Sanglier!, lanzados por los asaltantes, mientras que se oían otros más débiles de ��Nuestra Señora estará con el príncipe obispo!� dichos en tono desmayado por los soldados del prelado, quienes se apresuraban, aunque sorprendidos y con notoria desventaja, a la defensa de las murallas.

     Pero el interés de la lucha, no obstante el carácter marcial de Quintín Durward, le era indiferente en comparación de la suerte que pudiera correr Isabel de Croye, la cual tenía razón para temerlo: sería horrible si llegase a caer en poder del resuelto y cruel salteador, que, según parecía, estaba a las puertas del castillo. Se reconcilió con el bohemio por la ayuda que éste le prestaba, como los hombres en enfermedades desesperadas no rechazan medicamento alguno prescrito por curanderos y charlatanes, y le siguió a través del jardín con la intención de ser guiado por él hasta que descubriese señales de traición, atravesándole entonces el corazón o cortándole la cabeza. Hayraddin parecía apercibirse de que su salvación dependía de un hilo, pues se contuvo, desde el momento que se halló al aire libre, en decir sus burletas y sutilezas, y parecía haber hecho un voto de obrar a la vez con modestia, valor y actividad.

     En la puerta frente a ellos, que daba a las habitaciones de las señoras, al conjuro de una señal hecha quedamente por Hayraddin aparecieron dos mujeres envueltas en mantos de seda negro, los cuales eran usados en aquella época por las mujeres en los Países Bajos. Quintín le ofreció el brazo a una de ellas, que se agarró a él temblando y con tal fuerza, que si su peso hubiese sido mayor, hubiera impedido que la retirada se hiciese fácilmente. El bohemio, que conducía a la otra hembra, tomó el camino recto hacia la poterna que daba al foso, en el espesor del muro del jardín, junto a la cual se hallaba el esquife que Quintín observó había antes utilizado Hayraddin para salir del castillo.

     Cuando ellos cruzaron, los gritos de ataque y de resistencia vencida parecían anunciar que el castillo iba a ser tomado en el acto; y tan lúgubre sonaban en los oídos de Quintín, que no pudo dejar de hablar en alto:

     -�Por mi vida que, si no fuera por el ineludible deber del momento, volvería a las murallas y tomaría parte en la defensa del hospitalario obispo, callando a muchos bribones que tienen la conciencia llena de rebeliones y latrocinios!

     La dama, cuyo brazo se apoyaba en el suyo todavía, le apretó levemente mientras hablaba, como para hacerle entender que ahora tenía empeñada su caballerosidad en empresa mejor que en la defensa de Schonwaldt; mientras, el bohemio exclamó lo bastante alto para ser oído:

     -Ahora que la defensa del cristiano le llamaba, el amor y la fortuna nos exigen que huyamos. Adelante, adelante, lo más rápidamente que podamos; los caballos nos esperan en aquel bosquecillo de sauces.

     -Pero no hay más que dos caballos -dijo Quintín al advertirlos a la luz de la luna.

     -Todo lo que he podido traer sin excitar sospechas, y además hay bastantes -replicó el bohemio-. Ustedes dos deben dirigirse hacia Tongres, antes de que el camino resulte inseguro. Marthon se unirá a las mujeres de nuestra tribu, con quienes tiene antigua amistad. Sepa que ella es una hija de nuestra tribu y que solamente vive entre ustedes para servir nuestra causa.

     -�Marthon! -exclamó la condesa mirando a la mujer tapada con un estremecimiento de sorpresa-; pero �no es ésta mi parienta?

     -Solamente Marthon -dijo Hayraddin-. Perdóneme esta pequeña decepción. Yo no quiero arrebatarle las dos damas de Croye al Jabalí Salvaje de las Ardenas.

     -�Cáspita! -dijo Quintín enfáticamente-. Pero no es, no será demasiado tarde. Vuelvo a rescatar a lady Hameline.

     -Hameline -murmuró la dama con voz turbada- se apoya en tu brazo y te agradece tu solicitud.

     -�Ah! �Qué? �Cómo es esto? -dijo Quintín sobresaltándose y perdiendo los estribos con menos amabilidad de la que en cualquier otra ocasión hubiera usado con una dama, cualquiera que fuese su rango-. �Es lady Isabel entonces la que se ha quedado allí? Adiós, adiós.

     Al volverse para regresar de prisa al castillo, Hayraddin lo cogió, diciéndole:

     -Oiga, oiga; va usted a la muerte. �Por qué quiere cambiar ahora de compañera? Esta tiene casi el mismo dote, joyas y oro y pretensiones también sobre el condado.

     Mientras así hablaba y echaba sentencias, el bohemio luchaba para detener a Quintín, quien al fin atrapó su daga para darle un tajo.

     -�Bah! Si se empeña -dijo Hayraddin soltando su presa-, vaya, �y el diablo, si es que existe, vaya con usted!

     Y tan pronto como se vió libre el escocés, voló hacia el castillo con la velocidad del viento.

     Entonces Hayraddin volvió al encuentro de la condesa Hameline, quien se había caído al suelo, entre azorada, temerosa y desengañada.

     -Aquí ha habido una equivocación -dijo-; levántese, señora, y venga conmigo. Yo le proporcionaré, cuando venga la mañana, un marido más galante que este pálido joven, y si éste no sirviera, tendría veinte.

     Lady Hameline era tan violenta en sus arrebatos, como vana y débil de inteligencia. Como muchas personas, toleraba relativamente bien los deberes ordinarios de la vida; pero en una crisis como la presente se encontraba totalmente incapacitada de hacer nada por salvarse, profiriendo lamentaciones y acusando a Hayraddin de ser un falso, un bajo eslavo, un impostor y un asesino.

     -Llámeme, zíngaro -volvióse él con compostura-, y lo habrá dicho todo de una vez.

     -�Monstruo! Me dijiste que las estrellas habían decretado nuestra unión, y me hiciste que le escribiera. �Oh, qué loca fuí! -exclamó la desdichada señora.

     -Y aunque ellas decretasen vuestra unión -dijo Hayraddin-, tenían que querer las dos partes; pues �piensa usted que las benditas constelaciones pueden hacer que se case nadie contra su deseo? Yo he tenido este error por su maldita coquetería de cristiana y por la ridícula afectación en su manera de vestir y las amabilidades que dispensa, y la juventud prefiere, me parece a mí, la ternera a la vaca; eso es todo. Levántese y sígame, y entérese de que no tolero ni lamentos ni desmayos.

     -No moveré ni un solo pie -dijo la condesa con obstinación.

     -�Válgame el cielo, no lo hará usted! -exclamó Hayraddin-. �Le juro por todas las tonterías en que los necios creen, que se las tiene que haber con uno que poco le importa desnudarla, atarla a un árbol y dejarla abandonada a su suerte!

     -Pero -dijo Marthon interviniendo- tú no la maltratarás. Yo llevo un cuchillo lo mismo que tú y puedo hacer uso de él. Es una buena mujer, aunque tonta. Y usted, señora, álcese y síganos. Ha habido una equivocación, pero ya es algo haber salvado la vida y huído. Muchos habrá en aquel castillo que hubieran dado toda la riqueza del mundo por encontrarse donde nosotros nos hallamos ahora.

     Mientras Marthon hablaba, se oyó un fuerte clamor, en el cual los gritos de la victoria se mezclaban con los lamentos de terror y desesperación que llegaban del castillo de Schonwaldt.

     -�Oiga eso, señora! -dijo Hayraddin-, y dé gracias de no tener que unir su atiplada voz a aquel lejano concierto. Créame, yo la cuidaré honradamente, y las estrellas cumplirán su palabra y le encontrarán un buen marido.

     Como un animal salvaje, exhausto y sometido por el terror y la fatiga, la condesa Hameline siguió a sus guías y sufrió pasivamente que la condujeran por el camino que ellos quisieron. Pero era tal la confusión de su espíritu y el cansancio de sus fuerzas, que la digna pareja que medio la sostenían, medio la conducían, siguieron hablando en su presencia sin temor a que ella lo comprendiese.

     -Yo siempre pensé que tu plan era una locura -dijo Marthon- Si hubieses podido traer la pareja joven podíamos haber conseguido su gratitud y un hueco en su castillo. Pero �qué suerte nos puede traer el que un joven tan hermoso se case con esta vieja estúpida?

     -Caramba -dijo Hayraddin-, tú has llevado un nombre cristiano, habitado en las tiendas de esa odiada gente, y hasta llegar a ser copartícipe de sus locuras. �Cómo podía yo soñar que él tendría escrúpulos por años más o menos, joven o vieja, cuando las ventajas de la unión eran tan evidentes? �Y tú sabes que no se hubiera conseguido que la otra condesa hubiese sido tan franca como ésta que llevamos en brazos, medio muerta y pesada como un fardo de lana? Yo quiero al mozo también, y hubiese querido hacerle un favor; casarle con esta vieja era hacer su fortuna; unirle a Isabel era atraer sobre él la furia de De la Marck, Borgoña, Francia; de todos, en suma, los que negocian con interés el disponer de su mano. Y siendo la riqueza de esta mujer tonta principalmente oro y alhajas, hubiéramos tenido nuestra recompensa. Pero el arco se ha roto y la flecha ha fallado. Allá con ella; la llevaremos a Guillermo el de la Barba. Cuando se haya emborrachado, como es su costumbre, no distinguirá la vieja condesa de la joven. Afuera; seamos un corazón galante. La brillante Aldebarán todavía influye en los destinos de los Hijos del Desierto.

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