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Epístola VI

Al Licenciado Andrés de Salvatierra


Sobre el lenguaje que se requiere en el púlpito entre los predicadores


En tres días, señor Licenciado, oímos otros tantos sermones, en que se les dió una buena carda a los predicadores cultos, haciendo en ellos la riza que en ovejuelas tiernas pudieran hacer hambrientos y sangrientos lobos. Corríme de ver tan crudamente castigada la inocencia; dolióme en el alma oír golpes tan fieros contra la elocuencia medida y casta, y tan dentro de sus verdaderos y justos límites ceñida, llamándola «lenguaje crítico y culto», y diciendo de ella indignas libertades.

Bien sé que si los santos varones, que son en esta parte calumniados, se quisieran defender, que con espadas negras rebatieran, como tan diestros, las aceradas de sus contrarios; pero quieren ganar con paciencia el mérito que pudieran perder por la ira, y quieren discretamente darse por no reprehendidos en lo que tiene dilatado campo de alabanza, y de reprehensión ni un cortísimo paso.

Poco letrado soy yo para defensor de esta causa:


Quid enim (hablo con Lucrecio) contendat hirundo.
Cycnis? aut quidnam tremulis facere artubus haedi
Consimile in cursu possint et143 fortis equi vis?



«¿Qué comparación tiene la parlera golondrina con el sonoro cisne?, ¿y los trémulos cabritos qué harán puestos en concurso al valor del alado caballo?» Confieso la pequeñez de mi doctrina, como admiro la valentía de otros sujetos que debieran salir a esta tan debida apología; mas, entre tanto que ellos se arman, entretendré yo la escaramuza con animosos deseos, si no con robustas fuerzas.

Ya que salimos al campo, sepamos sobre qué reñimos, y no sea todo dar en los broqueles, donde no puede haber verdadera herida. Es sobre que no se debe predicar la palabra divina en lenguaje crítico y culto, sino en términos claros, para que la doctrina evangélica sea de todos entendida. Según eso, señor, lenguaje crítico y culto es lenguaje intricado y obscuro, ambagioso y enigmático, de manera que el concepto y pensamiento del predicador no viene a ser entendido. Si ello es así, la sentencia está bien dada; yo me conformo con la reprehensión y desde luego la llamo justa. Pero examinemos, por vida mía, esto que llaman crítico y culto en realidad qué cosa sea, y del examen se sacará en limpio si la reprensión ha sido justa.

Primeramente digo que lenguaje crítico no le hay ni ha habido en el mundo. Luego diremos qué sea estilo culto. Crisis es nombre griego: significa el juicio y censura que se hace de las obras ajenas; y crítico, el censor y juez de las obras ajenas. Cicerón, lib. IX, epíst. XIX, a Dolabella, dice: Ego tamquam criticus antiquus judicaturus sum, utruni sint, etc. Entre los gentiles fueron Aristarco y Mercio Tarpa valientes críticos, a quien se cometía la censura de los libros. Horacio, De Arte poética:


Si quid tamen olim
Scripseris in Maeci144 descendat judicis aures.



Y al fin del Arte:


Fiet Aristarchus; non145 dices cur ego amicum
Offendam in nugis?



Fabio Quintiliano fué también gran crítico, el cual, en el libro de sus Instituciones oratorias, hace un largo y acertado juicio de los poetas, oradores y historiadores insignes. En nuestro siglo han sido doctísimos críticos Julio César Scalígero y Justo Lipsio. De modo que crítico ya consta lo que es, y en esta misma significación los médicos llaman días críticos a los días en que más bien se juzga y decierne la enfermedad del paciente, y en latín se llaman decretorios días, por el verbo decerno, que significa dicernir y juzgar. Siendo esto así, sin duda ignora la significación de crisis y crítico quien dice lenguaje crítico», pues en decirlo dice un disparate, y como papagayo habla lo que no entiende. No hay lenguaje crítico, como no hay lenguaje decretorio. Diránme que así lo dice el vulgo. En fin, cosa de vulgo, que es tanto como decir bestia de muchas cabezas, y cada una de su parecer, y pareceres contrarios. Virgilio:


Scinditur incertum studia in contraria vulgus.



Ahora bien: si no hay lenguaje crítico, a lo menos hay lenguaje culto. Eso es así, yo lo confieso y afirmo. Mas el lenguaje culto está tan lejos de ser vituperado en el púlpito y cátedra de los hombres doctos, que debe observarse en él con estrecho rigor. Culto viene del verbo colo, que significa pulir y adornar. Cicerón, pro Quinctio: Erat ei pecuaria res ampla et rustica sane bene culta et fructuosa146. Así que, lenguaje culto es un modo de hablar bien trabajado y cultivado, no humilde ni desechado en ninguna manera; porque, si tal fuese, sería indigno de la gravedad del púlpito sagrado, indigno de las materias altas y divinas que en él se predican.

Oigamos a Cicerón en el primero de los oficios: Nulla vitae pars vacare, officio potest, in eoque colendo sita vitae est honestas omnis, et neglegendo147 turpitudo148: «En ningún estado, dice, el hombre carece de oficio, y en el cultivarle consiste todo lo que es honesto, y en el despreciarle la misma torpeza.» El mismo, en el mismo lugar: Delectant etiam magnifici apparatus, vitaeque cultus cum elegantia et copia: «Deleitan los magníficos adornos, y el culto de la vida con elegancia y copia.» Diréis que es verdad que deleitan, pero que no dan fruto ni edifican las almas: digo que si deleitan, que también edifican. Oid lo que dice aquel gravísimo doctor Lactancio Firmiano, lib. VI, cap. V: Quo magis sunt eloquentes, eo magis sententiarum elegantia persuadent, et facilius inhaerent audientium memorice versus numerosi et ornati: «Cuanto más elocuentes son, más bien persuaden con su elocuencia, y más fácilmente se apegan a la memoria de los oyentes los versos rodados y cultos.»

Bueno será que un predicador se suba al púlpito a hablar de repente, y que no lleve bien estudiada la materia, y que no se haya desvelado en la elocución sublime de los conceptos divinos, vistiéndolos con palabras dignas de su divinidad. Con ropas de bodas ha de ir al espléndido convite del Evangelio, descalzarse tiene las abarcas de nuestra pedestre y humilde conversación, arrojar debe las antiparas y zamarros del inculto y tosco lenguaje principalmente en este nuestro siglo en que la lengua castellana, aun en personas vulgares, está tan valida y tan gallarda.

Laudamus veteres sed149 nostris utimur annis, dice Ovidio: «Alabamos los años antiguos, es verdad, pero usamos de los nuestros.» Los viejos hablen en su lenguaje rancio, que por ser viejos los oiremos con reverencia; pero dejen a los mozos que refresquen y remocen la lengua, pues con la mudanza de los tiempos se muda también el estilo de hablar. ¡Oh, bien haya Horacio!, ¡y qué bien lo dijo!:


Vt silvae foliis pronos mutantur in annos,
Prima cadunt, ita verborum vetus interit aetas,
Et juvenum ritu florent modo nata vigentque.



«Como los árboles cada año se renuevan de hoja, y la primera que nació muere la primera, así la vieja edad de las palabras perece, y se enjovenecen, florecen y están valientes las recién nacidas.» En pocas dice lo mismo Lucrecio:


Quod fuit in pretio, fit nullo denique honore.



Con él consuena M. Tulio, filípica XII: Nihil enim semper floret; aetas succedit aetati.

No se cansen los viejos con pensar que han de ir los mozos a su paso. Lo que en su tiempo fué bueno y muy estimado, ya no tiene precio ni estima: una edad sucede a otra, y en cada una corre su moneda, y la moneda corriente es sola la que vale. Y si hay algunos mozos tan al temple de los viejos, que gustan más del sencillo lenguaje, y aun inculto, de ellos, y quieren que les ponga la ceniza en la frente, yo lo haré. Digo que eso nace, o de cortedad de ingenio, o negligencia propria. Si es de lo primero, disimulo y callo; que no debo pedirles lo que naturaleza les negó; si de lo último, no quiero pasar por su descuido. Trabajen, desvélense en adquirir la elocución oratoria que el venerable púlpito pide; miren cómo y con qué ropa han de vestir diferentes conceptos; adónde han de alargar la hebra, adónde la han de tirar; dónde han de angelicarse y pisar las estrellas, dónde han de humillar la cerviz y coserse con la tierra; en las alabanzas sean difusos y floridos, en las reprensiones afectuosos y fervientes, en la doctrina claros, pero concisos; concisos, pero claros; en las descripciones ingeniosos y galanes, y en nada sin estudio y cuidado, trabajando que no parezca el trabajo, y cuidando que se disimule el cuidado.

Vuelvo a mi Horacio, que le hallo a la mano a cuanto quiero decir. Suplícoos que le oyáis y te miréis a las manos:


Ex noto fictum carmen sequar, ut sibi quivis
Speret idem, sudet multum, frustraque laboret
Ausus idem: tantum series juncturaque pollet:
Tantum de medio sumptis accedit honoris.



«Yo -dice- adornaré de tal manera un pensamiento, y éste de cosas comunes y vulgares, y le dispondré y compondré de manera, que oído, a cualquiera le parezca cosa muy fácil, y llegado a tentar lo mismo, sude y trasude, y trabaje en vano: tanto importa la orden del arte y la cultura de las palabras, que aquello que fué antes cosa ordinaria, recibe tan grande esplendor, que se desconoce a sí mismo.»

Aquel gran crítico Quintilio Varo150, cuando le traían algún poema a que le viese y censurase, corrige, decía al poeta, esto y esto por tu vida; sí respondía que no podía más, mandábale que volviese al yunque los mal forjados versos; si defendía el poeta sus faltas, y no las quería emendar, callaba y despedía al enamorado de sí mismo. Y decía generalmente: «El prudente poeta abomine los versos flojos y sin arte, culpe los duros, borre los incultos»:


Vir bonus et prudens versus reprehendet inertes,
Culpavit duros, incomptis allinet atrum
Transverso calamo signum.



¿Veis cómo no solamente este gran crítico no vitupera el lenguaje culto, sino que le alaba, y satiriza el inculto? Ya me parece que os veo retorcer los labios, y que me decís que esto valga norabuena en los poetas, pero que en los oradores divinos corren desiguales obligaciones. Antes yo digo que mucho más apretadas; y lo probaré, no solamente con los preceptos de la elocuencia, pero con la lección de los Santos Padres que han escrito cruditísimamente sobre la Sagrada Escriptura, y que la cultura de las palabras y subtileza de los conceptos no oscurecen la oración, antes la exornan, cualifican y acreditan; de donde resulta la persuasión de la cosa, el halago de las orejas y la conversión del alma.

Todos los retóricos que hasta hoy han escrito del arte de la elocuencia, convienen en esto: que la retórica es arte de bien hablar, y que bien hablar es hablar culta, copiosa y elegantemente: Ornate, copiose et dilucide loqui. Tras esto dicen, uniformes, que el modo de hablar es tripartito: sublime, templado y humilde. El sublime toma para sí el orador, sea gentil, sea cristiano, y principalmente pertenece el grave, culto y levantado estilo al orador cristiano, digo al predicador evangélico, porque la materia que trata, no sólo es alta y grandílocua, pero divina. Y si al concepto han de seguir las palabras, siendo la doctrina que explica, enseña y persuade no menos que del cielo, no menos que del mismo Dios, las ropas con que se ha de vestir aquel concepto divino, necesariamente será sublime, elegante y culto.

Oigamos a M. Tulio en el libro De Rhetorica que escribió a Herennio: Sunt igitur tria genera, quae nos figuras appellamus, in quibus omnis oratio non vitiosa consumitur: unam gravem, alteram mediocrem, tertiam extenuatam vocamus. Gravis est quae constat ex verborum gravium, magna151 et ornata constructione, etc.: «El modo de hablar grave y sublime, dice Cicerón, consta de una grande y adornada fábrica de palabras graves.» Y luego, un poco más abajo, dice: «Será grave la oración si se acomodaren a los conceptos que se dijeren, elegantísimas palabras, ya proprias, ya metafóricas; y si se escogieren graves sentencias para la amplificación y comiseración, y si se trajeren exornaciones de tropos y figuras con que quede la oración autorizada»: In gravi consumetur oratio figura152, si, quae cujusque rei poterunt ornatissima verba reperiri, sive propria, sive extranea153, ad unamquamque rem accommodabuntur, etc. Diga tras Cicerón su parecer Quintiliano, en sus Instituciones oratorias, lib. VIII, cap. III, De Ornatu: Venio nunc ad ornatum, in quo sine dubio, plusquam in ceteris dicendi partibus sibi indulget orator, etc.: «Vengo agora, dice, al ornato, en que sin duda más que en esotras partes de la elocuencia se aplaude a sí el orador.»

Porque de hablar un lenguaje limpio y claro poca gloria se alcanza; pues no es más que carecer de vicios, sin adquirir gloria ni virtud alguna; hallar cosas que decir, común es eso a los indoctos y a los doctos. Para disponer el sermón no es menester mucha doctrina; si bien los artificios más ingeniosos, ocultarse tienen para que sean artificios. Finalmente, todas estas cosas miran a sola la utilidad de las causas; pero en la cultura y ornato el orador hace lo que debe como buen orador, y se engrandece a sí, y si en las demás partes granjea la aprobación de los doctos, en la bizarría de la lengua la de los doctos y el aplauso popular.

Bien claro queda con la doctrina del padre de la elocuencia, Cicerón, y con la del gran Quintiliano, a quien siguen los demás retóricos, que el lenguaje culto, grave y majestuoso pertenece derechamente al púlpito y a los demás que escriben o hablan de materia teológica, que, como propriamente cosa divina, pide de necesidad divino estilo. Y en esto no quiero ser creído, si no lo rubrican y califican muchos santos padres con autoridades de sus escritos.

Sed quoniam e scopulosis locis enavigavit oratio, et inter tantas spumeis fluctibus cautes fragiles in altum cymba processit, expandenda vela sunt ventis, et quaestionum scopulis transvadatis, et laetantium more nautarum, epilogi celeuma cantandum est: «Ya que mi oración de los peligrosos escollos se ha escapado, y por entre rocas cándidas con las olas espumosas se ha metido en el golfo mi chalupa, quiero explayar las velas a los vientos; y pues he ya vadeado las peñas de las ásperas cuestiones, a guisa de retozosos marineros, cantaré de mi epílogo el deseado celeuma.» Esto ez de San Jerónimo a su buen amigo San Heliodoro.

Hable otro santo sobre los juegos de los gentiles llamados «gladiatorios»: Paratur gladiatorius ludus, ut libidinem crudelium luminum sanguis oblectet; impletur in succum cibis fortioribus corpus: et arvina assidui nidoris membrorum moles robusta pinguescit, ut saginatus in poenam carius pereat: homo occiditur in hominis voluptatem, et ut quis possit occidere peritia est, usus est, ars est: «Prepárase fiesta de espadachines, para que el antojo de las crueles lumbres en la sangre se recree: llénase de fuertes manjares para mayor sustancia el cuerpo; y con el mal oloroso graso la robusta máquina de los miembros engorda, para que al condenado a la pena le cueste la muerte mucho más cara: matan al hombre para deleite del hombre, y para saber matar hay su enseñanza, hay su ejercicio, hay su arte.» San Cipriano, lib. II, epístola II.

Entre agora otro hablando doctamente en metáfora del trigo molido aplicado al martirio que deseaba, lugar culta y piadosamente dispuesto: Sinite me feris esse cibum, quarum ope, Deo frui possum. Frumentum Christi sum, et dentibus bestiarum molor, ut mundus panis Deo reperiar; magis blandimini feris, ut mihi sepulcrum fiant, et nihil corpore meo dimittant. Elegante metáfora: «Dejadme ser manjar a las fieras; con ayuda suya pienso gozar de Dios. Trigo soy de Cristo; las muelas de las bestias me muelan, para que yo sea, a los ojos de Dios blanco candeal; lisonjead a las fieras para que arremetiendo a mí, despedazado me coman, y su vientre sea mi sepulcro.» (San Ignacio, epístola XII.)

Diga otro tras éste lo bien que siente de la copiosa limosna que hizo a los pobres en Roma un santo amigo suyo, Alecio: Quam bono tunc urbs nostra tumultu fremebat, cum tu misericordiae viscera reficiendis et operiendis pauperibus effundens pallida esurientium corpora reformares, aridas sitientium fauces rigares, tremula algentium membra vestires, et amnium consona in Dei benedictionem ora reserares: «¡Qué balamido, y qué buen balamido resonaba por toda nuestra ciudad, cuando tú, derramando las entrañas de misericordia en apacentar y vestir a los pobres, los pálidos cuerpos de los hambrientos reformabas, las secas gargantas de los sedientos regabas, los trémulos miembros de los desnudos vestías, y las bocas de todos abrías en gloria y alabanza de Dios, todas conformes!» (San Paulino, obispo de Nola, epístola XXXIII.)

Otra autoridad, si breve, no menos valiente. Habla este autor de la anunciación de la Virgen nuestra Señora: Vbi audivit hoc Maria, non quasi incredula de oraculo, nec quasi incerta de nuntio, nec quasi dubitans de exemplo, sed quasi laeta pro voto, religiosa pro officio, festina prae gaudio in montana perrexit. Quo enim jam Deo plena, nisi ad superiora cum festinatione contenderet? nescit tarda molimina Sancti Spiritus gratia. Bien trabajado y cultivado pensamiento: «Cuando esto oyó María al ángel, no como incrédula del oráculo, ni como incierta del embajador, ni como dudosa del ejemplo, sino como alegre por el voto, religiosa por el oficio, apresurada de contento caminó por la montaña. Porque la que ya estaba llena de Dios, ¿dónde había de ir aprisa sino a las alturas? No sabe de tardanzas la gracia del Espíritu Santo». (San Ambrosio, obispo, lib. II, in Lucam.)

Autorice nuestro intento otro gravísimo doctor de la Iglesia. Oid: Duas vitas sibi divinitus praedicatas et commendatas novit Ecclesia: quarum una est in fide, altera in specie: una in tempore peregrinationis, altera in aeternitate mansionis: una in labore, altera in requie: una in via, altera in patria: una in opere actionis, altera in mercede comtemplationis: una declinat à malo et facit bonum, altera nullum habet à quo declinet malum; et magnum habet, quo perfruatur, bonum: una cum hoste pugnat, altera sine hoste regnat. ¿Hay agudeza tan elegante?, ¿hay elegancia tan aguda? «Dos vidas -dice- reconoce predicadas y alabadas de sí divinamente la Iglesia. La una de ellas está en la fe, la otra en la especie; la una en el tiempo de peregrinación, la otra en eternidad de mansión; la una en trabajo, la otra en descanso; la una en camino, la otra en patria; la una en obra de acción, la otra en paga de contemplación; la una se aparta del mal y hace bien, la otra no tiene mal de que apartarse, y que gozar gran bien; la una pelea con enemigo, la otra sin enemigo reina.» (San Augustín, obispo, en el tratado CXXIV in Joannem.)

Oídme otra autoridad, que es de san León, papa, sermón IX De Nativitate Domini, y con ésta concluyo: Excedit quidem, dilectissimi, multumque supereminet humani eloquii facultatem divini operis magnitudo: et inde oritur difficultas fandi, unde adest ratio non tacendi: quia in Christo Jesu Filio Dei non solum ad divinam, essentiam, sed etiam ad humanam spectat naturam, quod dictum est per prophetam: Generationem ejus quis enarrabit? Vtramque enim substantiam in unam convenisse personam, nisi fides credat, sermo non explicat; et ideo numquam, materia deficit laudis, quia nunquam sufficit copia laudatoris : «Excede, oh carísimos, y sobrepuja a la capacidad del lenguaje humano, la grandeza de la obra divina; y de allí nace la dificultad de hablar, de donde está la razón de no callar; porque en Cristo Jesús, hijo de Dios, no solamente pertenece a la divina esencia, mas a la naturaleza humana, lo que dijo el profeta: Generationem ejus quis enarrabit? Porque la una y la otra sustancia haberse juntado en una persona, si la fe no lo cree, la lengua no lo explica; y así nunca falta materia de alabanza, porque nunca hay harta suficiencia en quien alaba.» ¿Puede subir más alto el entendimiento humano? ¿Puede la elocuencia tener más gala, más ornato, más artificio?

Esto es estilo grave y magnífico cual lo pide el púlpito; pero los desvanecimientos de los que llamáis cultos son risa del pueblo y endechas de la religión cristiana. Oid lo que dijo un culto: Libra cédulas de agua en bancos de piedra el capitán de Israel, insigne por los rayos de su cornudo rostro. Gallarda vanidad por cierto, para decir que Moisés sacó agua de una piedra. Y otro culto, tan loco como éste, dijo: En este monte, abotonado de riscos, cuyos árboles parecían estafermos del aire, el primer viviente cometió aquel archiinsulto que perdió al género humano. Todo esto diz que quiere decir que Adán pecó en el paraíso. ¡Oh culticias abominables!, ¡oh frenéticos predicadores, indignos del púlpito venerable! Otro dijo al tono de los pasados, para significar el castigo que Dios hizo en los Egipcios en el mar Bermejo: Quedaron sumergidos en el Leteo del olvido los que para mausoleos de inmortal memoria sacó la diestra del altísimo, como ojos al margen del mar Rojo para eternas notas de sus protervas, si antidivinas, emulaciones. A tales predicadores privación de oficio:


Mordaza era a la gruta de su boca.



Ea, acabémonos de desengañar y creer que no es decente a la grandeza del púlpito el lenguaje que llaman culto ni el inculto, sino, al contrario, que debe el predicador estudiar la frasis selecta y escogida, apacible al oído, honesta y casta, no licenciosa, no grosera y rústica, no descomedida, no malsonante, no ridícula y bufona, no rancia, no traída del otro siglo a éste en que florece la lengua castellana. Y si bien en los predicadores viejos es razón reverenciar las canas de su lenguaje, dejen ellos también que los modernos gocen de su tiempo, que la gala es propria de los mozos; fuera de que hoy se levantan sujetos tan serafines, que se trasmontan adonde la corta vista de los viejos no los podrá alcanzar, aunque más enarque las cejas.

Dios guarde a v. m., etc. Murcia y Mayo




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Epístola VII

Al Doctor Francisco Téllez Becerra Canónigo de Lorca


Contra las piedras preciosas


Por extremo me he holgado de saber de v. m., señor doctor, la curiosidad de la mitra que con tanto artificio y gala hizo aquel buen artífice romano, Francisco Campana, al eminentísimo cardenal y presidente del Consejo Real D. Gabriel Trejo. Paréceme que la veo según ella es, por las vivas colores y términos tan significativos con que v. m. me la ha toda delineado. El ingenio y la labor sobrepuja sin duda a la materia, porque si bien es tanta la textura y adorno de piedras preciosas que lleva, que casi no hay género de ellas que allí no vaya y haga su figura, en mi aprecio eso es lo menos; la monstruosidad del ingenio, la novedad del arte, la traza del artífice admiro. -¿Y el valor y precio desigual de las piedras, no? Digo que no.

Seré juzgado de v. m., y si no de v. m., del vulgo de los plateros, por ignorante. Corra así, padézcalo mi opinión si no satisficiere por mi parte en ésta de que trato; y si mis razones fueren de momento y eficaces, podré gloriarme de haber llevado como piloto práctico al puerto del desengaño a tantos que, sin fundamento ninguno, sino por un solo humor y capricho fantástico han querido dar tanto valor a estas piedrecillas que llaman preciosas. Y si los príncipes y señores que las estiman, diesen en la cuenta y acabasen de ser cuerdos, en un punto veríamos los crisólitos, rubíes, topacios, safiros, turquesas, esmeraldas y diamantes en los humildes precios o desprecios de las chinas de los arroyos.

-¡Jesús! ¿qué decís?, ¿eso echáis por la boca?, ¿eso defendéis contra la estimación de los príncipes, contra el juicio de los quilatadores, contra la antigua persuasión de los enjoyeladores? -Esto digo y esto defiendo. Por vida vuestra, que me oyáis, ni aficionado a mí, ni apasionado por los otros, que en poco rato poco habréis perdido, según Marcial:


Hora nec aestiva est, nec tibi tota perit154.



Los valores tan excesivos que tienen estas piedras que llaman preciosas, dicen los autores que tratan de ellas, Roelio, Alberto Magno, Plinio, Camilo Leonardo, Carolo Clusio, y otros, que se los dan por su rareza, por su dureza, por su viva color, por su diafanidad y por sus admirables virtudes. Tratemos por orden de estos cinco artículos, y saquemos en limpio, hecha la visura, si es verdadero el valor de estas piedras o imaginario.

Toda cosa rara es más estimada, ¿quién lo duda? Verdad es, si la cosa es necesaria, porque, si no, ¿qué razón hay para dar precio, y tanto, a lo que no nos importa? Cuando es raro y poco el vino y el pan, es caro. Pero ¿por qué?, por ser tan necesario, que no podemos pasar sin ello. En los ejércitos suele valer una libra de pan un escudo, y una gallina cuatro; ¿y este valor de dónde le viene, sino de la necesidad que tenemos del mantenimiento, sin que moriríamos de hambre? Demos, pues, que no sea cosa necesaria, ¿no sería loco el que diese aquel precio por ello? Rara cosa es un cuervo blanco y un cisne negro; pero no por eso merece más precio, pues no nos importa más blanco que negro, ni negro que blanco. ¿No sería tenido por loco aquel que saliese de España, atravesando montes, y se embarcase para las Indias, ofreciéndose a la inconstancia del mar, a la furia de las decumanas olas, a la fiereza de los caimanes, y saltando en tierra después de tantas fortunas, hallase una hierba rarísima en el mundo, pero inútil, y viniese contentísimo con aquella hierba de ninguna importancia?, ¿a qué propósito, tan largo y tan peligroso viaje? ¡Oh, señor!, traigo esta hierba rarísima. ¿Huele mucho?, no. ¿Es medicinal?, no. Pues ¿qué tiene cosa que tanto cuesta? Es rara, esto basta. ¡Oh desatino!, ¡oh imprudencia singular! Las gemas, así se llaman las piedras preciosas, ¿de qué importancia son?, ¿de qué uso necesario? Aquí me alegaréis sus virtudes. Bueno está: a eso responderé yo cuando lleguemos al artículo quinto.

El segundo artículo es la dureza. De ésta participan tanto estas piedras, que no hay bronce tan duro que se pueda comparar con ellas, y especialmente con el diamante, de quien dice Plinio, libro XXXVII, cap. 4: Siquidem illa invicta vis duarum violentissimarum155 naturae rerum, ferri igniumque156 contemtrix, hircino rumpitur sanguine, neque157 aliter quam recenti calidoque macerata, et sic quoque multis ictibus tunc etiam praeterquam eximias incudes maleosque ferreos frangens: «El diamante, dice, despreciador de dos cosas las más violentas de naturaleza, el hierro y el fuego, se rompe con sangre de cabrón, y no de otra manera que remojado en ella recién fresca y caliente; y así, a puros golpes, aun quebranta los yunques y martillo de hierro.» ¿Hay más que decir de la dureza? Éste vence a todo encarecimiento de cosas duras. Con todo eso, no os espante esta autoridad, y la opinión común acerca de la dureza de esta piedra, celebrada por la más dura de todas. Oid a Carolo Clusio, en pocas palabras: Ceterum tantum abest, ut mallei ictum respuat adamas, ut etiam in scobem malleolo redigatur, facillime vero pistillo ferreo, in mortario confringi et alteri solet, ut ejus scobe alii adamantes expoliantur: «Tan lejos está el diamante de resistir al golpe del martillo, que antes se deshace, y con las aserraduras se labran los demás diamantes.» Y lo que dice Carolo Clusio es experiencia de cada día, que no se puede negar. Y más abajo responde también a lo que dice Plinio: que la piedra imán delante del diamante no tiene virtud de atraer el hierro, sino que antes, si lo tiene asido, en viendo al diamante, se le cae: Sed nec magnetem impedit, quin ferrum trahat. Nam saepius id experiri volui, sed figmentum esse deprehendi: «Ni menos, dice, es impedimento el diamante para que la piedra imán no atraiga al hierro, porque muchas veces he hecho la experiencia, y he hallado ser figmento, ser falsedad.» Veis aquí en qué ha venido a parar la pregonada dureza del diamante. Yo supongo que es la piedra más dura del mundo. Y bien: ¿dónde vamos a dar con eso?, ¿de qué sirve esa dureza? Hagamos un martillo de diamante para batir y romper las cosas tan fuertes que no se dejen vencer ni contrastar. Diréis que esto no puede ser, por ser la cuantidad de la materia tan poca. Pues si no es de provecho su gran dureza, ¿por qué por ella le quilatamos en tan grande precio y estimación? ¡Oh extremada bobería!

Pasemos a hablar de la viva color de estas piedras. Alegre, suave y bello es el color rojo del rubí, el rosado del balax, el verde de la esmeralda, el azul del safiro y el brillante del carbunco. Yo os lo confieso, los pies juntos: verdad es esa manifiesta; pero, pues estamos en tiempo de decir sinceramente verdades, decidme vos también ingenuamente, ¿qué le debe el clavel al rubí?, ¿qué la rosa al balax?, ¿qué las plumas azules del pavón al safiro?, ¿qué las verdes del papagayo a la esmeralda?, ¿qué el heliotropio al carbunco? Pues ¿por qué estimáis en tanto los colores de las piedras, y éstos, hijos de la misma madre naturaleza, no los cualificáis? Bravamente os lleva y arrebata la costumbre de vuestra falsa persuasión. Mirad, mirad la fuerza de la razón, no os dejéis vencer del gusto de vuestro paladar, que afrenta vuestra opinión y captiva el noble discurso del entendimiento, que es el timonero del gobierno humano. ¿En qué piedra hallaréis las varias colores del silguero, las de la calandria, las del papagayo, las de la paloma, las del ave de Juno, transformación del todo ojos Argos? No os quiero traer aquí al arábico fénix: no me arguyáis de fabuloso lo que está por tantos hombres doctos verificado. ¿Vuestras piedras tienen la excelencia, la diversidad, la pintura, la composición de colores que vemos por esos aires en las aves, y por esos jardines y abiertos prados en las flores?, y en éstas hallaréis color vistosa y olor suave. ¿Y en las piedras? Color sola, y ésa en pocas que sea apacible y grata. La cornerina es de color de uña humana. La piedra lechera de color citrino; la piedra leucoptalmo de color de ojo de lobo; la cacabres de color blanco oscuro; la piedra idea, que se halla en el monte Ida, de color de hierro; la galérica es entre verde y amarilla, y muy grasa; la egiptila es negra, y por encima algo de verde; la eumetis de color triste de pedernal; el calchofano es negro; la calcedonia es pálida; el basanites es ferrugíneo; el bezoar de color de castaña; el antifates negro luciente; el andromantes muy moreno, y otras muchas piedras preciosas que no cuento, de colores bastardas y desagradables. Si esto es así, como lo es, ¿por qué hacéis tan estimables las piedras por la color, habiendo infinitas tan poco vistosas, y tan pocas de buena vista? ¿No os acabáis de persuadir que no tienen comparación las colores de las piedras con las de las aves y de las flores? El ciego no juzga de colores, y juzgará en mi favor por lo que adivina y por lo que oye decir universalmente.

En cuarto lugar entra la diafanidad o claridad de vuestras piedras, y la que más diáfana os parece es el diamante. Y ello es así por lo que tiene de similitud con el vidro o cristal; pero ¿cuánto más claro es el vidro o cristal, pues en los espejos de esta materia vemos tan natural representada nuestra imagen y figura? Y experimentando el diamante, me decís: -Mirad, por aquí veréis en el fondo una luz pequeña brillante. -No la veo, respondo. -Miralda por acá. -Ya esfuerzo la vista cuanto puedo; pero no la alcanzo. -Pues yo veo, dice, una briznita en el centro, que me alegra el corazón. -¡Oh lo que hace la afición! Ciego con el amor y gusto de estas piedras, se fuerza a creer un Narciso de piedras, que ve lo que no ve; y cuando vea algo de luz, ¿qué maravilla, pues tenemos a la mano el pedernal, fidelísimo cajero del fuego, que abunda de luz tanto, que nos servimos de él para encender los hogares de casa, y con ser un lucero que nos alumbra de noche y de día, le compramos por la más mínima moneda? ¿Cuánto mayor perspicuidad tiene el agua, o dulce o salada?, pues en ella nos vemos de los pies a la cabeza con tanta transparencia, que aparecen y se descubren en ellas los árboles, las casas, los tejados con los ademanes y movimientos que hacemos y hacen.

Agora, pues, si en las aguas y en los cristales es tanta la diafanidad, ¿por qué en las piedras admiramos y estimamos tanto su claridad, que por ella vale una piedra una ciudad, y acá que con tanta largueza y copia hallamos la representación de las cosas, pasamos por ello como si fuera indigno de admiración? ¡Oh desacuerdo!, ¡oh entendimiento de poquísima ponderación!

¡Fuera!, ¡fuera!, que ya llegamos a lo importantísimo de estas piedras, que son sus admirables virtudes, por las cuales de buena razón habemos de conceder que merecen los precios excesivos en que se venden, y otros mucho mayores.

Los diamantes se hallan en la India, en la provincia Biznager en tres rocas, donde el rey de ella tiene sus minas; y fuera de la gran ganancia que tiene, es ley que al diamante que excediere su peso de treinta mangeles, que valen ciento cincuenta granos, o dos dracmas y seis granos, sea para el Rey. Otra roca hay en Decán, donde se hallan muy finos, aunque menores, y algunos están labrados, y a éstos les llaman naifes, y a todos los otros almaces. Otra roca hay en el paraje de Malacea, donde hay muchos, pero pequeños. Hállanse en las rocas de Biznager algunas veces tan grandes como cuatro avellanas, y Clusio dice que vió uno en esta provincia que pesaba ciento y cuarenta mangeles, y que supo de un hombre fidedigno haberse hallado otro tan grande como un huevo de gallina.

El mayor diamante que se sabe es el que dió a la reina doña Isabel, hija de Enrico II, rey de Francia, cuando se casó con ella, nuestro rey don Filipe II, que le compró de un flamenco, llamado Carlo Affetato, en ocho mil coronas. Del diamante, pues, dice Leonardo Pisaurense que tiene virtud de expeler venenos, de resistir a los hechizos, y de echar los demonios del cuerpo, y de vencer a los enemigos, atado al brazo izquierdo. Y Hermes dice que el diamante donde se halle esculpida la cabeza de un hombre con barba larga, y un poco de sangre en el cuello, que tiene virtud de dar esfuerzo y atrevimiento, y obtener victorias, y preservar el cuerpo de golpes y heridas, y alcanzar la gracia de los príncipes y señores.

La esmeralda se halla en Balagate; es llamada de los Indios y Persas pachee, y de los Árabes zamarrut. También se traen del Perú, aunque no tan finas, estas piedras. De ella dice Alberto Magno que si llevándola consigo alguno tuviere acceso con alguna mujer, aunque sea propria, se le hará pedazos la esmeralda; y que hace castos a los que la traen consigo, y da buena memoria, acrecienta las riquezas y expele las tempestades. Y Abenzoar dice que vale contra veneno. Y Hermes dice que la esmeralda donde estuviere esculpida la figura de un hombre en forma de buhonero que vende mercerías, o de un soldado asentado bajo bandera, que da riquezas, le hace vencedor y libra de todo mal. El mismo dice que la figura de un hombre coronado en el topacio, que al que le lleva le hace bueno, virtuoso y amado de Dios y de las gentes. El mismo dice que en el jaspe la imagen de la liebre pintada, el que la llevare, no podrá ser ofendido del demonio. Dice Chael que si llevares en una ametista esculpida la figura de un hombre con una espada en la mano, asentado sobre un dragón, y esta piedra la pusieres en un anillo de plomo o de hierro, que te obedecerán todos los espíritus y te revelarán los tesoros, cualesquiera que sean.

De estos milagros y virtudes estupendas podré traer muchos de todas cuantas piedras preciosas hay, justamente dichas preciosas, y dignamente merecedoras de inmensos precios, si ello es verdad. Pero examinemos esto un poco, y veamos si consienten en ello los hombres doctos que han tratado de esta materia y hablado en parte de ella; y saquemos a luz lo que se debe tener sin escrúpulo fundado en razón, y comprobado de la experiencia, sin la cual en este propósito podemos hablar poco o nada; que no es razón dure tantos siglos la antigua persuasión del grande valor de estas piedras. Parece que dirá alguno que por el mismo caso que la estimación de estas piedras tenga tanta antigüedad, no debe ser apeada de su crédito. Digo que por mí sint omnia protinus alba; no quiera Dios que les quite yo su nombre y fama. El valor que se da por ellas, digo que es inmenso, y que no simboliza con su virtud y facultad; y digo que muchas cosas tienen ganada opinión de tal cualidad y no la tienen.

Opinión es que el ámbar es esperma de la ballena; y dice Nicolás Menardo ser falso, y que la verdad es que suelen tragarle las ballenas, y cuando las cazan, en unas se halla ámbar en los ventrículos, y en otras no, por no haberle comido. Del camaleón se dice que se sustenta del aire; y escribe Petro Belonio, que es engaño, y que él estando en el Cairo vió muchos, los cuales se sustentan de moscas, langostas y gusanillos de las hierbas, y las cazan con la lengua, que tienen con un nudo al cabo, que les sirve a manera de ballestilla. De manera que no porque una cosa haya corrido con tal nombre, por eso se ha de quedar en él para siempre; tenga algún día su lugar la verdad, y no vivamos en eterno engaño.

En controversia está si estas famosas piedras de que tratamos tienen virtud medicinal o no; pero yo no me meto en eso. Sea así que tengan virtud, a lo menos debe ser muy poca; pues dice Carolo Clusio, médico excelente y grande indagador de verdades: Gemmarum pretium, aut ex earum raritate, aut ex hominum affectibus et cupiditate intenditur: majoribus enim facultatibus, iisque longo experimento comprobatis praeditus est magnes, tum etiam lapis, qui sanguinem undecumque fluentem sistit: «El precio, dice, de estas piedras es tan subido, o por su rareza, o por la afición de los hombres, que mayores facultades, y con larga experiencia comprobadas, tiene la piedra imán, y la piedra que estanca la sangre de cualquier parte del cuerpo que salga, y no tiene precio sino vil y bajo.» Y más abajo, en este mismo discurso que hace de las piedras, dice que esta piedra estanca sangre se llama alaqueca, y que una libra de ella, aderezada se vende en un real castellano: Hujus tamen virtus reliquarum, gemmarum facultates exsuperat, quippe qui sanguinem undequaque fluentem illico sistat: «Y la virtud de esta piedra sobrepuja las facultades de todas las piedras preciosas, como quien es bastante a reprimir la sangre de donde quiera que mane, en un instante.» Y el mismo dice que el diamante, con ser tan estimado, nullius est in medicina usus; que no es de ningún provecho en la medicina.

Oigamos a san Isidoro en el lib. XVI De originibus, en los capítulos De gemmis: Volunt autem quidam jaspidem, gemmam, et gratiae, et tutelae esse gestantibus, quod credere non fidei, sed superstitionis est: «Dicen algunos que el jaspe a los que le llevan engendra gracia y favor, y los defiendo de males; pero esto no es de fe, sino de superstición.» Dice el mismo santo que los magos con el zahumerio de la piedra achates deshacen las tempestades y detienen los ríos, si creditur, si hay alguno que lo crea. «La piedra androdumante es de color de plata, dice el santo, y los magos piensan que doma y refrena los ímpetus de la iracundia.» Animorum impetus et iracundias domare et frenare dicitur, si credimus: si se puede creer. Y el mismo san Isidoro, últimamente, que hay ciertas piedras preciosas que los gentiles usan en sus supersticiones, y que con el zahumo de la piedra liparia dicen que fácilmente puedan sacar las bestias de los bosques, y las almas del infierno. ¿Veis cómo este gran santo no da crédito a las facultades de esas piedras? Antes los milagros contados los obran los diablos por algún pacto hecho con hombres tan desalmados, que por hacerse invisibles, o por algunos malos intentos, se sujetan al demonio y creen sus dañosas ilusiones.

Tres géneros hay de mágica: natural, artificial y vedada. La natural, dice Julio César Bulengero, libro I, De licita et vetita magia, o fué hallada por el humano ingenio, o por el uso, o fué enseñada de los ángeles buenos a los hombres. La salamandra, dice san Agustín, De civitale Dei, vive en el fuego; los montes de Sicilia hasta hoy arden y echan llamas, testigos bien idóneos de que no todo lo que arde se consume. Y ¿quién sino Dios, criador de todas las cosas, le concedió a la carne del pavón muerto que no se pudriera? Y en Sicilia dicen que la sal de Agrigento aplicada al fuego se deshace, y al agua rechina, como la común en el fuego. A la mágica artificiosa pertenece la esfera de Posidonio, donde estaban expresas todas las conversiones de los orbes celestes verdadera y realmente. Boecio hizo con el arte, como dice Casiodoro, que bramara el metal, y la culebra de arambre silbara, y las aves labradas de madera cantaran. Lo que dice Josefo, libro VIII, de Eleazar, judío, que echaba los demonios de los cuerpos, o no es de creer, dice Bulengero, o entraba en parte con el demonio. Illa aut sublestae fidei sunt, aut daemonem ipsum ad partes venisse necesse est. La mágica, pues, donde interviene el demonio, la tiene condenada la santa madre Iglesia, y no se puede ni debe usar. Tales son todas las cosas que se hacen fuera del orden natural.

Los gimnosofistas, o mágicos indios, enviaron un árbol a Apolonio Tianeo, que le saludara de su parte, y después hicieron que dieran de beber y sirvieran a la mesa unos coperos hechos de metal; y esto no puede ser que se hiciera naturalmente, porque la naturaleza nunca da operación si primero no dió forma efectriz y obradora de la operación. Luego fué necesario que aquel árbol de quien fué saludado Apolonio, y aquellos ministros de metal, que fuesen informados de forma de hombre y ánima, no sólo moviente, pero racional. Y cuando los leones de madera se mueven y las estatuas hablan, esto se hace preter naturalmente; porque los animales perfectos, si no es por semen de sus semejantes, no pueden ser engendrados. Y más que la naturaleza no puede juntamente engendrar un animal perfecto y darlo luego su justa grandeza. Demás de eso, los mágicos, las cosas que se hacen en remotísimas partes, las anuncian en el punto que se hacen, lo cual no pueden anunciar sino los que se hallaron presentes. Luego fué necesario que fuesen advertidos de demonios, los cuales obran casi en un punto en diversos lugares. En fin, los mágicos usan de puntos, caracteres, figuras y ceremonias, todo lo cual por sí no puede hacer nada, sino significar.

Acerquémonos más a nuestras piedras. San Agustín, en el libro XXI, De civitate Dei: Daemones illici diversis creaturis non ut animalia cibis, sed ut spiritus signis per varia genera lapidum, herbarum, lignorum, animalium, carminum. «Que los demonios son traídos de diversas criaturas, no como animales del pasto, sino como espíritus, por figuras. Es a saber, por varios géneros de piedras, hierbas, árboles, animales y versos.» Que los mágicos se aprovecharon de las piedras para sus acciones mágicas, de Orfeo lo puedes saber en su libro De lapillis. Con la piedra ananchitis, dice Plinio en la necromancía, son compelidas a salir y aparecer las imágines de los dioses; con la piedra heliotropio y con la hierba de su mismo nombre se hace, el que la lleva, invisible; quien lleva la piedra neuritis, dice Orfeo, es amado de los dioses, y si es casado, lo es mucho de su mujer. Dolon achaten gerens carus fuit Hectori. «Dolón fué muy querido de Héctor por llevar la piedra acates.» Cedreno dice que Apolonio con mágicas figuras y encantos ligó y hizo parar un río. Y Ovidio alude a esto:


Quid vetat et nervos magicas torpere per artes?



¿Veis cómo los milagros que habemos contado de las piedras, con aquellas figuras de hombres y animales, son hechos por arte mágica, y que no son efectos naturales y facultades proprias del diamante, del rubí, de la esmeralda y las demás? Ya habéis visto también cómo las piedras son de poco uso o ninguno en la medicina. Pues si las maravillas que se cuentan de ellas son por arte mágica, y las virtudes naturales que tienen no son de más provecho ni eficacia que las de las hierbas y plantas, ¿de dónde les viene tan excesivo precio y quilatación? No más que del gusto y afición de los señores; que la dureza es tan inútil, que no sirva a nadie de nada; pues por sólo ser raras, sin excelencia ninguna, cosa poco loable parece. La grande hermosura que algunas tienen no la niego, ni vos me habéis de negar que tienen tanta y más las flores y las aves.

Agora, pues, ¿qué os mueve a darles tanto precio a las piedras, dejando sin estimación cosas de tantas virtudes y mayores? Confesemos que es capricho de señores, y no más; que si ellos no dieran tanto dinero por ellas, por sólo su gusto, nadie las buscara, y hoy se estuvieran encerradas en las oscuras entrañas de la tierra. Comprad, comprad esta piedra del desengaño, y las otras estimaldas o por su hermosura o por sus efectos con igual ponderación a las cosas que son tan bellas y tan eficaces como ellas; que si el racional de los sacerdotes del templo de Salomón llevó piedras para adorno de su capa, también Gristo, y la Virgen, su madre, y la sabiduría son comparados a los lirios del campo, a las rosas de Hiericó, al cedro del Líbano, ciprés de Hermón, palma de Cadés, oliva hermosa en los campos, plátano opaco en las fuentes. Ego quasi terebinthus expandi ramos meos, et rami mei honoris et gratiae. Y el lirio, ni la rosa, ni el cedro, ni la palma, ni el olivo, ni el terebinto han tenido más que una estimación común, sin exceso, como las piedras, que las ha levantado al pináculo supremo (de) la vanidad y antojo de un príncipe, que dió por ellas tan gran precio porque quiso, y lo quiso porque gustó de ello.

Esto es lo que hallo en mi favor; si a v. m. no le persuade, operam et impensam perdidi.

De Murcia y Octubre 3.




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Epístola VIII

Al Capitán Don Joan Delgadillo Calderón


Que trata de los Delgadillos, Manueles y Villaseñores y Porceles


Cuando yo, señor, escribí la Historia de Murcia con decreto suyo y permiso de S. M., traté al fin de ella de los linajes nobles que por línea masculina quedaban en pie. Y como (aunque los caballeros Delgadillos son originarios de aquí desde la conquista) entonces no los había en Murcia, no hablé de ellos; si bien tenía buena noticia de sus antecesores de v. m. De pocos días a esta parte he sabido cómo v. m. es hijo de esta patria, y me ha pesado mucho de haberlo ignorado, porque si hubiera sabido lo que agora sé, necesariamente hubiera hablado en mi historia, de los Delgadillos, pues me consta tanto de su nobleza. La falta ha sido de ignorar yo que v. m. fuese en el mundo. Agora que sé cómo su padre de v. m. salió de Murcia y se casó en esa ciudad de Málaga, donde hoy v. m. asiste y tiene casa, en esta carta, que con las demás escribo, daré a la estampa su linaje y otros tres: Manueles, Villaseñores y Porceles; y en otras ocasiones, si Dios fuere servido, irá metiendo otros, que aunque no quede línea de varón, hay muchos hoy que tienen cuarto de ellos y se deben honrar de tenelle.


Delgadillos

Los de este apellido y linaje descienden de Galicia, son caballeros hijosdalgo, y ha habido muchos de encomiendas y hábitos de todas órdenes, como fueron Joan Álvarez Delgadillo, que por su valor y hechos memorables, así en paz como en guerra, vino a ser alférez del Rey, a quien toca en los actos de los reyes llevar el pendón real, como le llevó el Conde de Cifuentes, por haber quedado esta dignidad en su casa, cuando el rey don Felipe II tomó la posesión de Portugal. El rey don Juan el II dió este cargo al dicho Joan Álvarez Delgadillo, a competencia del señor de Oropesa; y su hermano, Pedro Delgadillo, fué comendador de la Membrilla. Juan Fernández Delgadillo fué caballero de la Banda. Martín Fernández Delgadillo, comendador de Veas. Alonso Gómez Delgadillo, comendador que llaman de Lavara; todos caballeros tan famosos, que ilustraron sus órdenes con su prudencia y esfuerzo.

En Valladolid hay un rico mayorazgo de estos caballeros, los cuales antiguamente se comunicaron con los caballeros Delgadillos, de Murcia. Aquel mayorazgo está hoy en la casa de Avellaneda, de los condes de Castrillo. De este linaje pasaron algunos a Paredes y Trujillo, de los cuales fué el esforzado caballero García de Paredes, asombro de Francia.

Otros vinieron a Murcia por frontaleros, y en ella gozaron de los oficios del gobierno de esta ciudad, que no se daban sino a gente muy noble. Y así Pedro Ruiz Delgadillo casó en ella con doña Ana Fajardo, y fué jurado en el estado de los hijosdalgo, año 1384, y regidor annal año de 1392, y el año 1414 y en el de 1415, y en el de 1418, fué reservado de pechos impuestos, como caballero hijodalgo notorio, según parece en los padrones del archivo de esta ciudad, y principalmente en el libro de los caballeros, dueñas y doncellas hijosdalgo, que esta ciudad hizo, año 1418, donde está insaculado, en la parroquia de Santa Catalina.

Del dicho matrimonio tuvo a Fernán Ruiz Delgadillo, que fué alcalde ordinario de esta ciudad de Murcia, juntamente con Rodrigo Escortel, año 1447, el cual casó con doña Francisca Cascales, y procreó a Juan Ruiz Delgadillo, que casó con doña Violante Mingote, de Alicante, linaje noble y limpio, y hubieron a Joan Ruiz Delgadillo, que casó en Murcia con doña Constanza de Constantín, familia muy limpia y noble, cuya hermana, llamada doña Beatriz Constantín, casó con Francisco de los Ríos, caballero de Córdoba, y tuvo a Pedro de los Ríos, que fué secretario de las inquisiciones de Lerena, Sevilla y Méjico, y fator mayor de S. M., y su contador mayor de cuentas en Méjico; y su hijo, Lorenzo de los Ríos, alguacil mayor de las inquisiciones de Méjico y aquellos reinos.

Fué Pedro de los Ríos, por la madre, primo hermano de Gaspar Delgadillo; y Pedro Ruiz Delgadillo, hermano de Joan Ruiz Delgadillo, fué oficial del Santo Oficio más tiempo de treinta años, donde consta, demás de la nobleza, la mucha limpieza del dicho Gaspar de Delgadillo.

Joan Ruiz Delgadillo murió aquí, el año de la peste, que fué de 1557, y dejó de su matrimonio a doña Ana Delgadillo y a Gaspar Delgadillo Calderón, el cual hallándose mancebo alentado, fué a la guerra del levantamiento de los moros del reino de Granada, donde sirvió muy honradamente, y procediendo el tiempo casó en Málaga con doña Madalena de Fuentes Carrillo, hija del capitán Joan Tristán de Fuentes y de doña Elvira Carrillo de la Cerda.

El capitán Joan Tristán de Fuentes fué gran soldado, como lo mostró sirviendo aventajadamente en Italia, Francia y África, y por sus muchos servicios el rey don Filipe II le hizo merced de las haciendas y heredades de los cuatro apeadores de la villa de Almachar y de todo lo que pareciera estar por repartir de población nueva. El dicho capitán Fuentes fué natural de Jerez de la Frontera, de los caballeros Fuentes, de aquella ciudad, cuyos deudos son: don Diego de Fuentes Pavón, del hábito de Calatrava, y don Miguel, su hijo, del hábito de Santiago. Doña Elvira Carrillo, mujer del dicho capitán Fuentes, es de los caballeros Carrillos de la ciudad de Málaga, deuda de don Joan Chumazero Carrillo, del hábito de Santiago, del Consejo Supremo de Justicia y de la Cámara, y de su hermano don Antonio Chumazero, del Consejo Real, y su presidente en la sala de Alcaldes.

El dicho Gaspar Delgadillo Calderón hubo en doña Madalena de Fuentes Carrillo al capitán don Joan Delgadillo Calderón y a doña Adriana, doña María, doña Ana, doña Leonor y doña Petronila Delgadillo.

Doña Adriana casó con el capitán Francisco Vázquez de Acuña, natural de Jaén; tuvo por hijos a don Gaspar y a don Sancho Vázquez de Acuña, que no tuvieron sucesión, y a doña Margarita, doña María y a doña Ana, monjas. Doña María Delgadillo, que se crió en Murcia hasta los diez años, casó en Málaga con el doctor Rodrigo Bastardo de Cisneros, de la casa de Somovilla de los Bastardos, de cuyo matrimonio tiene seis hijos: al capitán don Baltasar Bastardo de Cisneros, mayorazgo, señor de la casa de Somovilla, casa infanzona en el valle de Val de San Vicente, y a don Gaspar, don Fernando, don Rodrigo, doña Joana y doña Madalena, monjas profesas.

Doña Ana, tercera hija, está por casar; doña Leonor y doña Petronila son monjas profesas. El capitán don Joan Delgadillo Calderón casó en Málaga con doña Gracia de Arriola, hija del capitán Pedro de Arriola Morejón, teniente de general de la artillería de Málaga y Gibraltar, y de doña Mariana Enríquez. El dicho capitán tuvo a su cargo la expulsión de los moriscos, que se hizo por el puerto de Málaga, y otras muchas comisiones honrosas. Era de la casa de Arriola, y señor de la de Mariorta, en el Goirbar, en la provincia; y por la madre, de los caballeros Morejones, alcaides de Ronda; y doña María Enríquez, su madre, mujer noble y principal, de la ciudad de Málaga.

El capitán don Joan Delgadillo Calderón tiene de su matrimonio cinco hijos: a don Pedro y don Jorge, varones, y a doña Madalena, a doña Mariana y doña Teresa, monjas.

Sus armas de estos caballeros Delgadillos son siete estrellas de plata en campo azul, y la orla de goles, con calderas negras, y asas de oro con bocas de sierpes vomitando fuego. Algunos de este linaje añaden una cruz floreteada de goles, por los hábitos que tuvieron; y adviértase que aunque en escrituras antiguas se halle escrito Delgadiello, los modernos escriben Delgadillo, y todo es uno.




Manueles

Los Manueles tomaron su apellido del infante don Manuel, hijo menor de siete que tuvo el rey don Fernando el Santo. El infante don Manuel casó con doña Beatriz de Savoya, en quien hubo a don Joan Manuel, que llamaron príncipe de Villena, y a doña Violante y a don Sancho.

Don Joan Manuel casó dos veces; la primera con la infanta doña Constanza, hija del rey don Jaime de Aragón y de doña Blanca, hija de Carlos II, rey de Nápoles, en quien hubo a doña Constanza, que casó con el rey don Pedro de Portugal, y fuera de matrimonio a don Enrique, que fué conde de Sintra y señor de Cascaes, y fué el primero que alzó el estandarte real en Lisboa por el rey don Joan el Primero de Castilla; y por las guerras que sucedieron volvió acá, y el Rey le dió las villas de Montalegre y Meneses, con título de conde. Dejó cuatro hijos: a don Pedro Manuel, señor de Montalegre y Meneses, a don Fernando, a doña Leonor y a doña Inés Manuel, con los cuales emparentaron casi todas las ilustres casas de Castilla.

Casó don Joan Manuel, la segunda vez, con doña Blanca de la Cerda, hija del príncipe don Fernando de la Cerda, y hubo en ella a doña Joana Manuel, que casó con el rey don Enrique II de Castilla, y a don Fernando Manuel, que fué llamado don Fernando de Villena, el cual casó con doña Joana de Aragón, hija mayor del infante de Aragón don Berenguel Ramón y de la infanta Espina, hija de Despoto de Romanía, la cual murió sin sucesión y el señorío de los Manueles se entró en la corona real.

Fué el infante don Manuel adelantado de este reino de Murcia, y ni más ni menos su hijo don Joan y su nieto don Fernando. Doña Violante, hija del infante don Manuel, casó con el infante don Pedro de Portugal, los cuales procrearon a doña Constanza, que casó con don Nuño González de Lara, y no tuvieron sucesión.

Don Sancho Manuel fué hijo tercero del infante don Manuel, y no hijo de don Joan Manuel, como dicen todos los autores que se acuerdan dél. La prueba de esto es certísima. En una carta que escribe don Joan Manuel a esta ciudad, siendo adelantado de ella, su fecha en Córdoba, 30 de noviembre, año 1358, que está en nuestro archivo de Murcia, dice así:

«Sepan quantos esta carta vieren cómo yo, don Joan, hijo del infante don Manuel, tutor, con la reina doña María, del rey don Alonso, mi sobrino y mi señor, y guarda de sus reinos, y su adelantado mayor del reino de Murcia, por algunas demandas y querellas que yo había de vos el concejo de Murcia, y por la contienda que entre vos y mí se trabó, ya por lo del adelantamiento que yo tenía del Rey, ya por lo que fué fecho a don Sancho Manuel, mi hermano, sobre el alcázar de Murcia», etc.

Y la reina doña Joana, hija de don Joan Manuel, le llama primo en una carta que escribe a la ciudad de Murcia, su fecha en Toledo, a 21 de Deciembre. Don Sancho Manuel casó con doña Beatriz de Castañeda; hubo en ella a don Joan Sánchez Manuel, conde de Carrión y adelantado mayor de este reino, y a don Pedro Manuel y a doña Sancha Manuel.

El conde don Joan Sánchez Manuel casó con doña Joana de Exérica, en esta ciudad de Murcia; tuvo por hijos a don Joan Sánchez Manuel, a don Fernán Sánchez, a don Francisco Sánchez y a don Alonso Sánchez Manuel, y algunas hijas; todos casaron aquí: ya no queda de ellos sucesión masculina. De don Joan Sánchez Manuel hay capilla y entierro en esta santa iglesia catedral, en el sagrario del Santísimo Sacramento, con este letrero: Sepulcro del noble caballero don Joan Sánchez Manuel, hijo del Conde de Carrión y adelantado de este reino de Murcia.

Don Pedro Manuel, hijo del dicho don Sancho, fué deán de Sevilla. Doña Beatriz Manuel casó con don Pedro de Landa, caballero francés, que vino en socorro del rey don Enrique II, contra el rey don Pedro, de donde vienen los caballeros Fajardos de Sevilla; porque don Francisco de León, hijo de doña María Manuel y de Gonzalo Ruiz de León, veinticuatro de Sevilla y de Córdoba, casó con doña Mencía Fajardo, dama de la Reina Católica, hija del adelantado don Pedro Fajardo, en quien tuvo a don Luis de León, que casó con doña Elvira de Guzmán, y a doña Luisa Fajardo, que casó con don Francisco Fernández Marmolejo, hijo de Rui Barba Marmolejo y de doña Ana de Santillán.

Doña Sancha Manuel casó con Fernán Díaz de Mendoza, en cuya propagación de Manueles se encorporaron los mejores linajes de España, aunque hoy no queda línea masculina.

Las armas de estos caballeros son con alusión al nombre de Isacio Ángel, Emperador de Constantinopla, padre de doña María, o como algunos dicen, Irene, que casó con don Filipe, Emperador de Alemania, y abuelo de doña Beatriz, que casó con el rey don Fernando el Santo de Castilla, y bisabuelo del infante don Manuel, que tomó por armas, con la dicha alusión, una mano de ángel, alada, de oro, y con ella una espada desnuda, en campo rojo; y algunos añaden un león, de las armas reales de Castilla.




Villaseñores

Los caballeros de este apellido tienen su casa solariega en las montañas de León, de donde en el tiempo de la conquista salieron muchos, que hicieron hazañas memorables. Entre ellos, Alfonso Fernández de Villaseñor sirvió al rey don Enrique III en las guerras que tuvo, con grandes ventajas: éste casó con doña Elvira Osórez, hija de don Fernando Osórez, maestre de Santiago.

De este matrimonio tuvo por hijo único a Fernán Alfonso de Villaseñor, que casó con doña Aldonza Gutiérrez de Tapia, señora muy cualificada. Tuvo por hijos a Fernando y Diego de Villaseñor. Fernando fué alcaide de Calatrava: tuvo una hija, que casó con Fernán Vázquez de Acuña. Diego de Villaseñor, alcaide que fué de Segovia, casó con doña María Serón, y hubo a Ginés de Villaseñor, el cual casó en Murcia con doña Ana Riquelme; procrearon a don Pedro de Villaseñor, regidor de Murcia y señor de la villa del Jabalí, que casó con doña Francisca de Valibrera, en quien hubo a don Diego y a doña María de Villaseñor.

Don Diego de Villaseñor, señor del Jabalí, casó con doña Salvadora Carrillo y tuvo a doña Francisca de Villaseñor. Ésta casó con don Pedro Carrillo Manuel; tuvieron dos hijas: a doña Ana, que casó con don Salvador Carrillo y murió sin sucesión, y a doña Guiomar Carrillo, que casó con don Francisco de Verástegui Lisón, señor de la villa del Palmar.

Doña María de Villaseñor Riquelme casó con don Miguel de Valcárcel, regidor de esta ciudad de Murcia; tuvo por hijos a don Francisco Valcárcel, señor de la villa de Agramón y alguacil mayor perpetuo de la de Hellín. Hubo más: a doña Costanza y a doña Jusepa Valcárcel. Doña Costanza es casada con don Luis Zavallos, regidor de esta ciudad, y doña Jusepa con don Francisco Contreras; ambos tienen hijos.

Las armas de los de Villaseñor son siete estrellas y una media luna en campo azul, y por orla cinco hojas de higuera en campo de oro.




Porceles

Este linaje de los caballeros Porceles es antiquísimo y nobilísimo. Trae su origen de los romanos Porcios, Porcanos y Porcelos; y el principio de todos ellos fué aquella historia de cuando los troyanos, con su príncipe Eneas, entraron en el Lacio, y por oráculo de los dioses vinieron a parar a Albalonga, donde hallaron una puerca blanca, con treinta lechones o porcelos; fausto agüero, que después de treinta años habían de poseer pacíficamente el reino latino. Virgilio, en el libro III de la Eneida: Cum tibi sollicito, etc.

De estos antiquísimos Porceles romanos quedaron en España, cuando la ganaron, algunos, de los cuales fueron ascendientes del Cid Rui Díaz de Vivar, principalmente el conde de Castilla don Diego Porcelo, hijo del conde don Rodrigo, que pobló la ciudad de Burgos, y otros muchos que, en diversos tiempos, se derramaron por la Andalucía y por Aragón. Y en tiempo de los godos, por los años quinientos y ochenta, reinando Luivigildo, padre de san Hermenegildo y de Recaredo, sobrinos de san Leandro y santa Florentina, y de san Fulgencio y san Isidoro, los había aquí en Murcia, y de ellos quedó el nombre en ella a la puerta de los Porceles. Así lo testifica Marco Máximo con estas palabras: Porcellorum familia in Hispaniae Tarraconensis urbe Bigastro, quae nunc Murcia dicitur, à romanorum gente trahens originem, clara et insignis, habetur. Porta hujus urbis ab hac familia dicta est Porcellana, ut Carthaginis Spartariae Topilia à Topilio cive romano: «La familia, dice, de los Porceles es ilustre y esclarecida en la ciudad de Bigastro, dicha agora Murcia, de la provincia Tarraconense, la cual familia trae su origen de los romanos; y una puerta de esta ciudad de Murcia se dice la puerta de los Porceles, como la puerta Topilia, de Cartagena la espartaría, se dice también así de un romano llamado Topilio.»

Después, habiendo entrado los moros y echado a los godos, a lo menos la mayor parte, con el tiempo nos fuimos recuperando, aunque poco a poco, y últimamente esta ciudad de Murcia fué ganada por el rey de Castilla don Fernando el Santo; y reinando su hijo, don Alonso el Sabio, fué poblada nuevamente de cristianos; y entre los caballeros insignes que la poblaron están escritos por tales, en el libro de la población, que esta ciudad tiene en su archivo, Guarner Porcel, Porcelín Porcel y Orrigo Porcel. Y en otro libro de los caballeros hijosdalgo, que después de la población se hizo por acuerdo de la ciudad, para que los allí insaculados para siempre jamás no pagasen pechos algunos, están Manuel Porcel, Francisco Porcel, Alonso Porcel, otro Manuel Porcel, Fernán Porcel y otro Guarner Porcel. Y siempre estos caballeros en Murcia participaron de los oficios de los alcaldes y regidores, cuando se gobernó por oficios annales, en que no entraban sino la gente más noble de esta ciudad.

Hoy no los hay, porque se acabó la línea masculina; pero como hay muchos apellidos nobles que tienen hoy cuartos de Porceles, y de ello les redunda mucho honor, y ni más ni menos a todos los de este apellido, que viven en el Andalucía y en otras partes, me ha parecido hablar de ellos.

Sus armas son una puerca con unos lechones o porcelos, debajo una carrasca, con alusión a la puerca y lechones de Albalonga, de que Virgilio hace mención, como dijimos arriba.






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Epístola IX

El Maestro Pedro González de Sepúlveda al Licenciado Francisco Cascales


Sobre sus Tablas poéticas


Habiendo esta ocasión de ser la que me ha de cumplir deseos de tan largos días, bien me permitirá v. m. que en ella exceda de los límites, estilo y forma de carta; pues, fuera de que el dilatarme no será sin ejemplo de muchos buenos, amor disculpa cualesquier excesos, y el deseo de saber hace honrados mayores atrevimientos.

Habrá como dos años que llegó a mis manos el libro de las Tablas poéticas, que pocos antes v. m. había compuesto, con que me juzgué venturoso y enriquecido por hallarme empeñado al mismo tiempo en leer a mis discípulos otra semejante obra que yo había compuesto; venturosa en no haber salido a luz hasta haberla recibido de v. m., porque si bien era casi toda ella sacada de la de Aristóteles, Horacio y Plutarco, y ayudada de lo que en varios lugares dejaron esparcido Platón, Cicerón, Quintiliano, Petronio y algunos otros griegos y latinos, cuyo juicio procuré seguir en todo, fué forzoso apelar en muchas partes a los modernos, no de la sentencia, sino del silencio de los antiguos. Porque de Aristóteles, como v. m. bien sabe, se perdió aquel precioso tesoro de los dos postreros libros, de que él hace mención en su Retórica, y Laercio, en la vida de Sócrates; que si hoy vivieran nos excusaran de andar mendigando a puertas de pobretes autores. Horacio, que pudiera por entero remediar esta necesidad, no quiso, quizá porque no la había en su tiempo. Lo de Plutarco, a mi juicio, más fué apología en defensa de los poetas que arte para guiarlos, ni antídoto para leerlos, aunque esto segundo es lo que promete el título.

Este grado, pues, de apelación, confieso a v. m. me tenía. sumamente descontento. Porque de los modernos latinos (hablo de los que yo he visto), el que más corre, no llega con muchas leguas al fin. De los nuestros no hablo, porque por venturosa tuviera a nuestra nación en que ellos toda su vida hubieran callado. Sólo Pinciano, a mi modo de entender, topó con el objeto verdadero de esta arte, pero fué realmente en el tratarlo poco feliz. De los demás, ¿cuál ha habido que haya visto, no digo aun acertado con el blanco? Ventura fué de nuestra nación que, ya que graznaron estos cuervos, fué imitando a la corneja de Domiciano, pues lo hicieron en lengua que no entendiesen los extranjeros, para que no tuviesen contra nosotros materia de nuevas sátiras. Agradézcoles, con todo eso, que como en esa circunstancia, así también en lo sustancial del hecho y dicho no se desdeñaron de imitar aquella ave infeliz; pues ya que no pudieron decir de sus escritos Bene omnia sunt, pudieron, pero, decir, Bene omnia erunt. Amanecerá algún día sol que destierre estos nublados.

Sin lisonja digo (así me dé Dios la salud que tanto he menester y deseo) que juzgo ser el libro de v. m. en quien, a mi juicio, únicamente se ha cumplido esta promesa y remediado esta falta. Porque la poética en España corría días ha tan grave tormenta, que naufragara sin duda, a no socorrerla v. m. con sus Tablas. Yo las leí, y no una sola vez, con particular atención y gusto, verdad de que basta por prueba que retratando por ellas algunas de mis opiniones, admití en ese número, y leí a mis oyentes aun aquellas con que mi entendimiento no estaba del todo conforme. Porque se me venía a la memoria lo que dijo Sócrates, habiendo leído a Heraclito: Quae quidem intellexi, generosa et praeclara sunt, arbitror autem et quae non intellexi: quamquam Delio natatore est opus, nequis in eo praefocetur.

Con estas dudas me estuve hasta que mi buena fortuna trajo a mi general al señor licenciado Mota, discípulo de v. m., tan honrado, que sabe en toda ocasión honrar a su maestro. La buena leche lo conocí en las dificultades al poste, y a ese título trabamos amistad, que ya el tiempo ha convertido en compañía de colegio. Paréceme que en sus cartas ha comunicado a v. m. mis dudas, aunque no sus fundamentos, de que resultó mandarme v. m. se las proponga. Yo lo había deseado sumamente, y fuera de que una muy penosa enfermedad, que aun hoy padezco, me ha impedido el hacerlo por más de año y medio, también me ha tenido a raya recelo de que v. m. no recibiese mis preguntas con diverso ánimo del que yo las propusiera. Porque sé que hay ingenios sofistas que gustan de andar siempre cargados de preguntillas, proponiéndolas a cuantos topan, más con ánimo de tentar que con deseo de saber. Y no quisiera por cuanto tiene el mundo que v. m. me pusiera en tan odioso catálogo, porque me es Dios testigo que en mi vida he preguntado sino con deseo de saber, y que en todas mis acciones he procurado más ser docto que parecerlo. Con esta sinceridad suplico a v. m. sea servido de recibir mi papel, y satisfecho de que no tiene hoy mayor apasionado que a mí, me dé licencia para que un rato vista el entendimiento la máscara de contrario, pues queda la voluntad descubierta por tan amiga.

En la poesia in genere, tabla II, pág. 42 y adelante, asienta v. m. en la recibida opinión de que Lucano no es poeta; y para mí es llano por todas las razones que allí se traen tan docta y advertidamente; pero no quiere v. m. que con ellas entre la de Pinciano, que es por haber seguido el hilo de la verdad histórica. Los argumentos y autoridad de Aristóteles defienden bien esa parte; mas querría saber, supuesto que es eso cierto y que yo tengo por sin duda, que podría ofrecerse caso en que sin menoscabo de la verdad hubiese cabal asunto para un poema, ¿cómo se entenderá la censura de Arbitro, donde es sin duda que a Lucano le excluye del coro poético a título de no haber fingido? Porque ser él quien allí moteja, bien se deja entender de sus palabras, que son: Ecce belli civilis ingens opus, quisquis attigerit nisi plenus litteris, sub onere labetur, non enim res gestae versibus comprehendendae sunt, quod longe melius historici faciunt, sed per ambages, deorumque ministeria, et fabulosum sententiarum tormentum praecipitandus est liber spiritus, ut potius furentis animi vaticinatio apparcat, quam religiosae orationis sub testibus fides. Y aun le hallo a esta sentencia mayor antigüedad, pues la tiene Platón, diciendo que el fingir es necesario en el poeta, y su doctrina la ilustra Plutarco con unas palabras que parece no dejan lugar a otro sentido. Dice, pues: Unde Socrates quibusdam somniis ad poeticen accensus, ipse quidem, utpote qui jam per omnem vitam factus esset veritatis propugnator, minime vero esset ad persuadendum aptus, nec industrius mendaciorum artifex, AEsopi fabulas argumentum putavit eligendum, ut poesin minime futuram, cui mendacium non adesset. Este parecer de Sócrates, que también juzgo ser de Platón, confirma el mismo Plutarco más abajo, hablando de propria sentencia, y diciendo: Etenim sacrificia novimus choris et tibiis carentia, poesin vero fabularum et mendaciorum expertem non novimus. Teniendo, pues, esta opinión tan de atrás su corriente, y en favor suyo el juicio de hombres tan agudos y doctos, creíble se me hace que no se apoyó sin muy sólidos fundamentos. Y así a v. m. suplico me diga cuáles pudieran ser éstos; y pues se libra también de los lazos de Quintiliano, se sirva de desatar o de cortar estos en que me ve caído.

En la misma Tabla, pág. 95, dice v. m. que el asiento y lugar debido a los episodios es luego después del principio. Yo no negaría que allí quepan y que puede haberlos, pues el ejemplo de Virgilio y los de Homero en ambos poemas prueban eso tan bien como v. m. advierte; pero que ese lugar le sea debido y forzoso, no veo por qué. Pues es cierto, a lo menos para mí, que pudiera muy bien el poeta entrarse a la narración, sin episodio ninguno. ¿Qué inconveniente fuera que Virgilio hubiera comenzado a narrar desde el libro séptimo, puesto que es allí donde comienza lo principal de la acción, y que después, si quiera, contara los errores de Eneas, la ruina de Troya, los amores de Elisa, las obsequias de Anquises, la bajada al infierno y otros menores episodios que se entretejen con esos, buscándose él ocasión a propósito semejante a la que le da con Elisa, para que cuente el incendio de su patria, cosa que pudiera muy bien hacer con el rey Latino; pues es muy verisímil que éste, no menos que aquélla, gustase de oír y saber de Eneas los motivos y antecedentes de su venida a Italia?

Pudiéraseme responder que fueran tantas cosas muy largas para contadas; pero veo que eso no embaraza a Homero para que en la Ulisea dejo de emplear cuatro libros en otro semejante caso. Pues llegado Ulises a Corfú, y hospedado de Alcinoo, le cuenta sus pasados errores, batallas y demás sucesos, gastando en eso el nono, décimo, undécimo y duodécimo canto. Luego pudiera Virgilio, sin desdoro de su poema, hacer lo mismo, y como de hecho lo hizo en aquella pequeña parte, hacerlo también en esta mayor; con lo que ya los episodios no tuvieran el primer lugar, pues quedara preocupado con parte de la narración.

Fuera de esto, ¿quién podrá negar que en el cuerpo de la narración intercurren mil episodios, ya menores, ya mayores, con descripciones, con amores, con pláticas y otros adornos de que se viste el poema? Esto vese tan claro en Virgilio y Homero, que no es menester desmenuzarlo con ejemplos. Pues Torcuato Tasso, a quien v. m. da tan honrado lugar, y a quien yo no dudo de poner inmediato a Virgilio, como lo está él a Romero, ¿no interpola galanamente con su principal acción los encantos de Ismenio, los amores, los tormentos, y al fin la libertad, bodas de Olindo y Sofronia, el concilio de Plutón, los engaños de Armida, las competencias de Gernando y Reinaldo, con la muerte del uno y destierro del otro, la pérdida de Erminia, la prisión y encantamiento de Tancredo, los motines de los italianos sobre la muerte que tenían creída de Reinaldo, el vaticinio de Pedro sobre la descendencia del mismo, el admirable nacimiento, crianza y conversión de Clorinda, su muerte, y el amargo llanto de su vencedor amante, el retiro de Reinaldo, el encantado palacio de su Armida, su vuelta y restitución al campo, con otros episodios de tan hermosa variedad, [que] adornan aquel poema en todo y por todo heroico; todos, digo, no se mezclan de tal modo con la principal acción, que sin que ésta se pierda de vista, van ellos ocupando los lugares medios?

Luego no siempre se les deberá el primero, o el sentido de aquella proposición es otro que yo no le alcanzo. Y sin duda lo es, porque más abajo añade v. m. (y es lo que yo acabo de ejemplificar) que en la exposición de la fábula se interponen episodios para mayor lustre, ornato y grandeza de ella. Prueba v. m. también con los ejemplos de Homero y de Mafeo, y podemos añadir el de Camilo Camili en el Gofredo, que aun acabada la principal acción han lugar algunos breves episodios que de ella penden. Pudiendo, pues, como pueden, estar al fin de toda la fábula, y interpolarse con ella, ten qué sentido se ha de entender aquella su proposición de v. m. que el asiento y lugar debido a los episodios es luego después del principio? ¿Es acaso decir que de las dos partes, exordio y narración, de que se integra el poema, en la primera, que es el exordio, no han lugar los episodios, sino que pueden, acabado él, ir desde luego entrando a arbitrio del poeta en cualquier lugar de la segunda parte?

La tercera Tabla, con la traducción de aquel lugar de Horacio: Si plausoris eges, etc., pág. 109, me convida a exponer a la censura de v. m. un pensamiento acerca de aquellas palabras que se siguen:


Mobilibusque decor naturis dandus et annis.


Y guardes el decoro
A la natura y los mudables años.


Y es conforme a la común lección que todos admiten: Mobilibusque decor naturis, etc., que hasta ahora ningún expositor he visto que lea de otro modo. He dudado muchas veces si este lugar está depravado, y si ha de corregirse leyendo maturis; yerro que pudo ser facilísimo, como en el mismo se ve, borrada o gastada alguna pierna de la m; por otra parte, el sentido queda, si no me engaño, más perfecto, pues expondremos:


Y guardes el decoro
A los mudables y maduros años;


que es decir, a las primeras edades y a las postreras, oponiendo con gallarda antítesi lo inconstante de las unas a lo maduro de las otras, puesto que el epíteto mobilibus puede a la niñez y juventud darse tan sin escrúpulo, que el mismo Horacio, pintando las condiciones del niño, dice:


Et iram
Colligit ac ponit temere, et mutatur in horas.


Y del mozo:


Cereus in vitium flecti.


Y más abajo:


Et amara relinquere pernix.


Y no son menester argumentos, pues hay autoridades de Virgilio. De los novillos dijo:


Jam vitulos hortare, viamque insiste domandi,
Dum faciles animi juvenum, dum mobilis aetas.


Pues que a la edad varonil y a la vejez cuadre el maturis, persuádmelo por lo que dice Nigidio, referido de Agelio: Nam et in frugibus et in pomis matura dicuntur, qua neque cruda et inmitia sunt, neque caduca et decocta, sed tempore suo temperate adulta. Tal es esa edad, neque cruda et inmitis, cual es la niñez y juventud: Neque caduca et decocta, cual es la extrema vejez: Sed tempore suo temperate adulta. Con esta propriedad de la palabra maturum explica Agelio el símbolo de Augusto:Festina lente. Donde, como él infiere, basta decir matura, cosa que ya algunos en empresas la han usurpado siempre en este sentido. También expone Macrobio aquel maturate fugam de Neptuno a los vientos donde dice: Ex quibus contrariis, industriae celeritate, et diligentiae tarditate fit maturitas. Y Virgilio en persona de Eneas:


Tu facito mox, cum matura adoleverit aetas.


Que es lo que decimos en español: Cuando seas hombre hecho; que allí no quiere decir viejo, claro está. También hallo que ese mismo epíteto le dan a la vejez en mil lugares muchos de los buenos autores:


An esset
Tempora maturae visurus longa senectae.
Hic annis gravis atque animi maturus Aletes158.


(Virgilio.)                


Hallo este mismo lenguaje en Cicerón in Bruto: Cumque ipsa oratio iam nostra canesceret haberetque suam quandam maturitatem et quasi senectutem159. Y lo que más apoya mi pensamiento en otros dos lugares de Horacio, ambos casi con unas mismas palabras y con esta misma antítesi. En lírico:


Natosque maturosque patres
Pertulit Ausonias ad urbeis.


Y a los Pisones:


Maturusne senex, an adhue florente juventa
Fervidus.


Este pensamiento parece que vió Codro Ureco, y quiso imitar este lugar cuando dijo:


Te mobilis aetas,
Atque senum matura cohors exspectat.


Lugares todos harto congermanos el Mobilibusque decor, etc. Fuera de lo dicho, poner naturis en vez de aetatibus no sé que tan latino ni tan proprio sea, que lo usen buenos autores. Yo a lo menos ningún lugar he visto de que me acuerde. La sentencia, en fin, que espero de v. m. veneraré y tendré por definitiva.

En la Tabla I, de la poesía en especie, páginas 280 y 281, lleva v. m., contra la común sentencia, que la narración épica no puede comenzar del medio o fin, y después volver al principio, sino que debe guardar el orden natural de esas partes. Añade v. m. que el haberse introducido tal opinión es porque, viendo los gramáticos que de lo pasado en Troya por espacio de diez años, no tomó a cantar Homero sino lo que sucedió en el último, ni Virgilio emprendió de los siete que anduvo vagando Eneas sino lo que padeció y hizo en el postrero, de ahí dijeron que los poetas comienzan de los fines o medios. Si esta censura tan clemente de v. m. es interpretar, por no contradecir el sentimiento de éstos, ni perder en público el decoro a su autoridad, perdóneme v. m., que más me parece deben ellos a su cortesía que la verdad a su rectitud. Pero de mí a v. m., Platón habrá de tener paciencia, si tuviéremos a la Verdad por más amiga. Yo tengo por certísimo que los autores en quien esta sentencia se ha apoyado, realmente la abrazaron y siguieron. Y creo que de esto ni v. m. duda, ni nadie, vistos los lugares adonde lo tratan, podrá dudar. Pontano, en su Institución poética, habiendo mostrado esa transposición en la Iliada, Ulisea y Eneida, concluye diciendo: Videtur itaque Virgilii saltem et Homeri exemplo vel à postremis, vel à mediis ducendum narrationis principium. Y Viperano: Poeta igitur non undelibet, et gemino ab ovo, sed à re aliqua illustri faciet initium; rerumque novitate et episodiis auditoris animum quasi captum ad finem usque perducet, antecedentia vero et media, si ab ultimis coeperit, opportune intermiscebit. Acrón, sobre Horacio:


Et in medias res
Non secus ac notas auditorem rapit.
Ita à medietate incipit, quasi superiora nota sint.


Landino, sobre aquel lugar:


Ordinis haec virtus erit, etc.


In contexendis rebus duplex adhibetur ordo, alter naturalis, alter artificiosus, naturalis est cum indispositione quaeque priora prius collocantur; hic plerumque in oratore perspicitur, artificiosus est maxime poetarum.

Si en algunos, pues, de estos dos lugares de Horacio, él sintió lo que interpretan éstos, mire v. m. cuánta fuerza cobrará esta opinión. Del mismo parecer fué Agustino Datho sobre el principio de la narración virgiliana. Ascensio siente lo mismo al principio del segundo libro. Demás de esto traeré a Eustatio, sobre la Iliada, cuya autoridad vale tanto, que no admite exposiciones: Poeta vero Homerus ordinate et in hoc incepit quidem à postremis, ex his autem, quae sibi sparsim dicta fuerant, comprehendit et quae ante haec facta sunt, haec enim virtus est posse eos160 à mediis incipere, dimissum vero principium secundum aliquam partem differre. A estos autores, bien se ve en sus palabras, que lo que más les movió a tal sentimiento fué haber notado que los dos soles de la poesía épica, el uno en dos, y el otro en un poema que solamente compusieron, observaron con tanto cuidado tal modo de colocación; porque no se hace creíble que siempre gustasen de tan extraño modo de narrar, que jamás se apartasen dél si no fuera sintiendo ser ley, o a lo menos grande virtud poética el seguirlo. Heme alargado algo en este punto, porque es la mayor dificultad que en las Tablas de v. m. se me ha ofrecido, y en favor de tan nuevo dogma, si he de decir verdad, quisiera más patrones o más argumentos.

Las Tablas III y IV de la poesia in specie son una valentísima cosa, y lo que absolutamente más aficionado de v. m. me ha hecho; porque en ellas veo cuanto lo es v. m. de aquel único sol de todo lo scible, Aristóteles, aunque en la poesía in genere quedó bien visto cuán desentrañado y en sus entrañas le tiene v. m.

Allí niega v. m. haber tragicomedias: la razón que da es, porque siendo, como es, el fin de la comedia pasatiempo y risa, y el de la tragedia misericordia y terror, no parece puede haber buena mezcla y unión entre tan opuestas acciones, ni consecución de sus fines, porque quien engendra la risa son burlas que da y recibe la gente baja; por donde hacer sujeto de risa las acciones de un príncipe no sería decoro; burlarle a él ha de causar alborotos y escándalos y muertes; todo lo cual es puramente trágico. Y así ni la principal acción puede ser ilustre con risa, ni humilde con personas graves.

Todo eso me parece bien. Mas pregunto yo: ¿No podrían las primeras personas ser ilustres, y ya que no ellas, en las segundas y humildes que ayudan a la acción, ponerse la risa? Porque no me parece necesario que ésta nazca siempre de la principal acción, sino de las episódicas, ni siempre de los hechos, sino de los dichos, los cuales no todas veces son indecentes a personas graves. Fuera de esto, no hay en el Anfitrión paso más ridículo que la pendencia entre Mercurio y Sosia, y con todo eso no se dedignó Plauto de exponer un dios a la risa del teatro. Pero si esta razón y ejemplo no bastan, por lo menos es muy de considerar que aquella acción él mismo la llama tragicomedia, y eso tan acordadamente, que en seis versos de la loa, con particular cuidado lo repite dos veces. Vea v. m. las palabras:


   Faciam, ut commista sit tragicomoedia.
Nam me perpetuo lacere, ut sit comoedia,
Reges quo veniant, et dii, non par arbitror.
Quid igitur? quoniam hic servos quoque partes habet,
Faciam sit proinde, ut dixi, tragicomoedia.161


Esta imitación sin duda movió a Baptista Guarin, en su Pastor Fido, a llamar aquel poema tragicomedia. Y Aristóteles a este género de acción, si bien le da el inferior lugar entre las fábulas, no totalmente la excluye, ¿Hacen algo estas autoridades y ejemplos?

Acerca de la ditirámbica he tenido una duda. Todos los que hablan de ella, y v. m. también, tabla V, al principio, pág. 404, dicen que ya no se usa. Que en tiempo de los latinos no se usase, es para mí tan cierto, que, por serlo tanto, me trae loco mil días ha un lugar de Cicerón al principio del libro De optimo genere oratoris, que tengo por sin duda está gravemente depravado. El lugar es: Poematis enim tragici, comici, epici, melici etiam, ac dithyrambici (quod magis est tractatum à latinis162) suum cuiusque est163 diversum à reliquis. Todos los códices que yo he visto dicen así, y es imposible que no se haya de leer muy al contrario: Quod minus est tractatum à latinis; porque de poesía ditirámbica yo no hallo rastro ni sombra entre latinos, ni aun mención de ella en historia romana, ni se me hace creíble que si la hubieran usado, Horacio la pasara en silencio. Lambino, sobre aquellas palabras: Seu per audaces nova dithyrambos, lee de la manera que digo, que me alegró y admiré sumamente cuando lo vi; y estimara sobre todo encarecimiento saber dónde topó aquel hombre tan nueva lección, o con qué fundamento corrigió la antigua.

En fin, Roma no vió la ditirámbica. Pero que hoy no se use, no me lo parece, porque, dejada a una parte su materia, que entre Griegos fué alabanzas de Baco, de que hoy estamos tan lejos; nunca a mi parecer, si se mira a la forma, estuvo esta poesía, ni Grecia la pudo tener más en su punto; si no, oigamos a Aristóteles, y luego veamos si con su dicho conforma lo que hoy pasa. En Los Problemas, hablando de una poesía que se llamaba Nomos olex, dice: Quemadmodum igitur et verba, sic et moduli numerique imitationem sequebantur diversa semper et nova facta. Todo lo cual añade luego que usó la ditirámbica. Y en la Poética, habiendo dicho que de la imitación en número, armonía y metro usan mimos y ditirambos, comedias y tragedias, las distingue diciendo: Sunt vero quaedam, quae omnibus utuntur praedictis, dico autem exempli gratia rythmo et armonia et metro. Quemadmodum et dithyrambicorum poesis, et mimorum, et insuper tragaedia atque comoedia, difierunt tamen quod illae quidem simul omnibus, hae vero secundum partem.

La ditirambo, en fin, era poesía que imitaba a un mismo tiempo con palabras, música y baile. De este género, pues, de imitaciones vemos tan llenos hoy los teatros, que apenas en ellos se canta ni baila otra cosa, remedando los bailarines con meneos y movimientos lo que los músicos cantan, y la música misma, con su armonía, lo que en la letra se dice; de tal modo, que si la letra habla de batallas, la música toca al arma, y los que bailan pelean. Lo mismo digo en todas las demás cosas, cuyos remedos en música y baile con tanta admiración y gusto han aplaudido los teatros; por donde me persuado que nunca más valida que ahora se ha visto la ditirámbica.

El soneto, en la postrera tabla, pág. 440, le reduce v. m. a la poesía lírica en consecuencia de la antecedente división, que pone tres especies de poesía: lírica, scénica, épica. Si no son más, de su bando me tiene v. m.; pero si no me engaña mi juicio, no son tan pocas; porque ésas, si bien se mira, más son diversos modos de que el poeta usa en sus narraciones, que diversas especies de imitación. ¿Quién dirá que la comedia y tragedia son una especie? ¿Por ventura no se diferencian más que en número? ¿No hay mayor diferencia entre una comedia y tragedia que entre dos comedias? ¿No la hay también mayor entre una lírica y ditirámbica que entre dos líricas? Pues éstas se diferencian en número; luego la distinción de aquéllas habrá de ser especie; por donde las especies de poesía más habrán de ser de tres.

Mas ¿para qué argumento? Aristóteles más numeró al principio de su arte, y le siguió Cicerón en el lugar que arriba procuré restituir. El de Aristóteles es: Epopoeja vero et tragoedice poesis, praeterea comoedia et dithyrambica, et auleticae maxima pars, ac citharisticae omnes in universum conveniunt, ut imitationes sint. Hé aquí v. m. numeradas cinco especies, y no quiso poner más, no porque ya en su tiempo no se usasen elegías y epigramas, pues el mismo filósofo las compuso, sino porque en solas éstas, seguramente hablando, halló imitación, y de éstas aun no todo lo tuvo por poesía, pues no toda la lírica admite en ese catálogo. Repare v. m. en aquellas palabras: Et auleticae maxima pars ac citharisticae. Mucha parte dice, no todo. ¿Qué parte es ésta?, aquella sola que tenía strofas, antistrofas y epodos, cual es la de Píndaro, porque en esta sola habrá imitación dialogística, y personas agentes.

Agora me queda por mentar otro dogma, que el soneto siempre es epigrama. De su definición, partes, virtudes y materia lo colijo; porque el epigrama, según Pontano, es un breve poema, con exposición simple de algún hecho, persona o cosa, o que de lo narrado y expuesto deduce algo: las virtudes son brevedad y agudeza, y otros añaden la suavidad; materia particular no la tiene, pues abraza generalmente cualquier sujeto. Todo esto veo en el soneto. Ser breve poema, v. m. lo prueba y ello se dice; ser, o simple o compuesto, vese claro; pues hay algunos que no hacen más de narrar algún suceso, sin meterse en consideraciones, cosa tan ingeniosa, que granjee el gusto de los lectores; otros de la narración deducen en su cláusula alguna sentencia, que con gravedad o agudeza mueva el ánimo, y estos segundos nos agradan siempre. Lo mismo pasa en el epigrama: simples los hay, como son los más de Catulo, por donde en cuanto a esa parte tiene tantos aficionados. Compuestos también cuales son casi todos los de mi paisano Marcial, que por ser tan feliz en esto se alzó con la palma de epigramatario.

La materia, en fin, del soneto no tiene límite, y no juzgo que esto le viene de ser lírico, como v. m. quiere, pues la materia de la lírica no es en rigor sino la que dijo Horacio: Musa dedit fidibus divos puerosque deorum, etc. Ya veo que esto se ha dilatado de modo que cuanto en breve poema pueda decirse, tanto admite la poesía mélica; pero no negará v. m. que esto es usurpar a las demás poesías lo que es suyo. Pues si podemos dejar de hacer cómplice al epigrama con la mélica en este hurto, ¿para qué quiere v. m. que de este pecado le acusemos? Sino que digamos que es su jurisdicción en todas materias, y que sin hacer agravio a nadie, pues a todo tiene acción, se entra por cualesquier asuntos. Y, en fin, no hay cosa sublime, media ni ínfima que no pueda en breve poema ser simplemente narrada, y que así narrada, ni dé lugar a que de ella se deduzga alguna sentencia; con lo cual nada hay que con justa razón no se sujete al epigrama, y de esa misma manera y por las mismas causas del soneto.

Sin lo dicho, la poesía lírica tiene proprio carácter, estilo y lenguaje, es a saber, florido, ameno, hermoso y dulce, por el cual se distingue, bien que accidentalmente, de los demás; pues el épico es majestuoso y grave, el trágico afectuoso y sublime, el cómico humilde y plebeyo, el ditirámbico descompuesto y libre. Si el soneto, pues, se reduce a la mélica (y no por esto niego que pueda caber en ella, como cabe en las demás), es fuerza que siempre guarde aquella dulzura, gallardía y amenidad del poema lírico; cosa que teniendo ella tan difusa materia, es fuerza que le haga mil veces pecar contra el estilo. ¿Qué cosa más distante que la dulzura del lenguaje lírico, y la licencia del satírico, y humildad plebeya del cómico? Si el soneto, pues, es en alguna de estas materias, como hay millares de ellos, ¿quién bastará a hacer un casamiento tan desigual?

Concluyo, pues, que el soneto, según lo que dél yo entiendo, es meramente epigrama imposible de reducir a especie determinada de poema, porque en todas ha lugar; y así, que su reducción no ha de ser a bulto de toda la especie, sino de cada soneto en individuo; el heroico a la epopeya, el cómico a la comedia, el trágico a la tragedia, y así en los demás, vistiéndose del color que a aquella poesía se debe: si es épico, de gravedad; si lírico, de dulzura; si trágico, de tristeza, y así en los restantes. Pues estos hábitos, al modo de los que visten los hombres, guían no sólo al conocimiento, sino a la distinción de la cualidad y estado que profesa el que le viste.

Estas dificultades se me han ofrecido, acerca de lo que pido a v. m. benigna enseñanza, y la merezco, si no por otro título, porque el motivo que a proponerlas me obliga no ha sido curiosidad vana, sino codicia honesta de saber. Lo prolijo me habrá v. m. de perdonar, que, fuera de que he gustado ser hijo de obediencia, me tienen asegurado relaciones que tengo de v. m. que jamás cosa de estudio le ha parecido larga. Si en el discurso de mi carta, que lo dudo, el lenguaje desdijere de la modestia a que el nombre y título de discípulo me obligan, atribúyalo al fervor que el argüir lleva de suyo, y no a falta de verdadera humildad. De estas veras remito la satisfacción a las pruebas con que v. m. gustare de experimentarme, asegurando las parejas del gusto con la obligación. Dios guarde a v. m., como deseo, para argumento de las buenas letras.

De Alcalá y de este colegio, a 8 de Agosto 1625.




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Epístola X

Al Maestro Pedro González de Sepúlveda, Catedrático de Retórica en la Universidad de Alcalá de Henares


El licenciado Francisco Cascales, en respuesta de la pasada


Reconozco en v. m. cortesía, prudencia, doctrina y erudición, todo en sumo grado; sumamente lo invidio todo. Tan lejos estoy de sentirme por las objeciones y réplicas que v. m. me hace, que antes las agradezco y reverencio, y las abrazo por sus méritos con el gusto que un ambicioso de honra recibiera la corona del imperio del mundo. Y en lo que v. m. alaba y honra mis Tablas poéticas, hallara más gloria, si menos afecto, amor y bondad en v. m.; aunque alabanza jurada por su salud de v. m. es fuerza admitirla y regocijarme con ella.

Cuando vi la fecha de su carta de v. m. me enojé con mi desgracia, y me pareció imposible que tan venerables papeles se hubiesen detenido más de un año. Helos leído con gran gusto, y visto los lugares tan bien y tan a propósito traídos, que me obligan a admirarlos y ponerlos sobre mi cabeza, como conceptos de la de Minerva y de tan gran maestro. Si mis respuestas, que serán algo lacónicas, no satisficieren a su gran talento de v. m., quedaré obligado a retratarme y seguir otra doctrina; que siendo de v. m. la contraria, será justo que la siga.

Respondo, pues, a la primera objeción contra lo que yo digo, que Lucano no dejó de ser poeta por no fingir, sino por las causas que doy verdaderas, esenciales para no merecer el nombre de poeta: una, porque erró en la materia, que en ella no pudo dar suma excelencia al varón que deseó celebrar, que fué Pompeyo; otra, que no propuso un varón como debiera por precepto de Aristóteles, y ejemplos de Homero y Virgilio y otros; otra, que no dispuso su poema como manda el arte, obligándose a una acción primaria breve, sacada de lo mejor de la historia; otra, que no fué tan dramático como debiera.

Lo que v. m. prueba bastantísimamente, que debe el poeta fingir, ¿cómo lo puedo yo negar, pues en mis Tablas lo enseño, y trato de los episodios, que son las ficciones del poeta? Lo que yo digo es que en Lucano no fué ésa la causa, pues es claro que en muchos lugares (aunque no felicemente) de su poema fingió. Que en él hay no pocos episodios. Episodio es el que se hace fuera de la acción primaria; tal es el que Lucano pone en el libro I, introduciendo a Arunte, agorero, y a Fígulo, astrólogo , que pronostican la desdichada batalla; y episodio es el de una matrona que más abajo habla de las cosas futuras de aquellas guerras civiles:


Talis et attonitam rapitur matrona per urbem; etc.



Episodio es el que hace en el libro II, donde representa las guerras de Syla y Mario; episodio es el que hace en persona de Apio, solicitando el oráculo de Apolo, y la respuesta de las cosas que habían de pasar; episodio es el de la hechicera Tesala, valiente en su arte; en el libro VI y en el último libro hace otros dos episodios, uno del banquete de Cleopatra y relación de las pirámides de Egipto, y otro del viejo Achoreo sobre la fuente del Nilo. Así que no dejó de fingir Lucano; y por eso dije que no era la causa esa de no tener nombre de poeta; cuanto más que yo me declaro más abajo, diciendo que no era ésa la causa principal, enfadado de ver que todos se cierran en darlo por no poeta con esa sola causa, siendo en la que menos pecó.

La segunda objeción que se me hace a lo que digo, que los episodios han lugar luego después del principio, debe V. m., a mi parecer, excusarla; porque yo no digo que aquel lugar es forzoso, sino que desde allí se pueden introducir por toda la obra hasta el fin de la acción, y aun después de ella; de suerte que los episodios andan libres por todo el poema, hecha la proposición y invocación, si la hubiere. Y a esto no respondo más; pues v. m. no duda sino en la fuerza, y esa confieso que no la hay, ni se deduce haberla de lo que escribo.

El lugar siguiente de Horacio, que a v. m. le parece está depravado, donde dice: Mobilibusque decor naturis dandus a annis, etc., paréceme la enmienda del cielo, y elegantemente apoyada la razón de todo ello; si bien puede pasar el texto seguramente, si no me engaño; porque mirado el pensamiento de Horacio, es cierto que naturas toma aquí por costumbres:


Si plausoris eges auloea manentis, et usque
Sessuri, donec cantor, vos plaudite, dicat,
AEtatis cuiusque notandi sunt tibi mores,
Mobilibusque decor naturis dandus et annis.



Has de considerar, dice, las costumbres y edades, que es lo mismo que las costumbres de cada edad; y a estas costumbres y edades les has de guardar su decoro, y tener cuenta que así las edades como las condiciones naturales son mudables, porque como el hombre va mudando de edades, muda también de costumbres; que cuando niño tiene unos ejercicios y gustos, y cuando mancebo otros, y cuando varón y cuando viejo otros.

Que la costumbre se tome por naturaleza, Virgilio lo dice, y ¿quién no? Geórgica, libro I:


Varium caeli praediscere morem,



por las condiciones y naturaleza varia del cielo. Y llámala allí mudable Horacio, porque en cada edad hay sus proprias costumbres; y mudándose las edades, se mudan también las costumbres; porque deja el hombre las de la una edad, y toma las de la otra: fuera de que aun en una misma edad por alguna grave causa se suelen mudar las costumbres, como lo vemos en el terenciano Demea, que habiendo sido por todo el discurso de la comedia duro y terrible con su hijo, al fin, forzado, se deja vencer, y condesciende con los ruegos de su hermano Mición.

Todo lo que digo aquí lo recoge en breves palabras Cicerón, De senectute: Cursus est certus aetatis et una via naturae, eaque simplex, suaque164 cuique parti tempestivitas est data: ut et infirmitas puerorum et ferocitas165 juvenum, et gravitas jam constantis aetatis, sic senectutis maturitas naturale quidam habet, quod suo tempore percipi debeat. Está dicho famosamente, que el camino de la vida del hombre es uniforme y va procediendo gradatim de una edad en otra, y cada una tiene sus propriedades naturales. La puericia es flaca, la juventud feroz, la edad viril es grave, la vejez madura. Dice, pues, Horacio que a estas naturalezas de cada edad se les ha de guardar su decoro. Nótese aquella palabra de Cicerón: Quiddam naturale, que en ella nota las costumbres con nombre de naturaleza, que consuena con las palabras de Horacio:


Mobilibusque decor naturis dandus et annis.



No obstante esto, me conformo con la corrección de v. m., que es muy gallarda.

A la objeción de la pág. 280 y 281 de mis Tablas, donde prueba v. m., la opinión común de los gramáticos y otros autores, que la narración épica se ha de tomar y comenzar del medio o fin, digo que esto se ha de entender con distinción: o se considera el modo con que se ha de escribir la acción, sacada ya de la historia, o el modo como se ha de sacar de la historia. Si consideramos la acción ya sacada en limpio, ésta ha de tener principio, medio y fin subsecutivos; si bien lleva entre sí episodios asidos a la principal acción. Vese claro en Homero y en Virgilio. La acción de la Iliada en Homero es los enojos de Aquiles con Agamemnón, sobre haberle tomado este rey a su captiva Briseida; y desde esta superchería del Rey comienza la Iliada, y acaba cuando se desenoja Aquilea. Y la acción de la Eneida es la entrada de Eneas en Italia y conquista de ella, y así comienza proponiendo:


Arma virunque cano, Trojae qui primus ab oris
Italiam fato profugus Lavinaque venit
Littora.



De manera que desde que puso el pie en Sicilia, parte de Italia, hasta que la conquistó venciendo a Turno, esta acción va subsecutiva hasta el fin, fuera de los episodios que se entretejen, o para mayor noticia, o mayor ornamento del poema.

Si se considera el modo como se ha de sacar la acción fatal de la historia, entonces concuerdan esos autores que se ha de sacar la acción que yo he de proponer, del medio o del fin de la historia. Y si bien yo me conformo con ellos en esto, con todo eso digo que puede sacar su acción el poeta de donde más bien le estuviere, o sea del principio, medio o fin. Advierta v. m. lo que dice Aristóteles en su Poética: Decet autem, rite contextas fabulas, minime temere undelibet initium, sumere, neque item, temere ubilibet terminari. En que no señala principio, ni medio, ni fin; antes deja libre al poeta para que saque su acción de la parte de la historia que le pareciere mejor. Salvo que por la mayor parte en los acontecimientos medios o últimos suele estar lo más lucido de la historia, y así se toma antes de allí que del principio. Mas, supuesto que el hecho más propio para el poema esté en el principio, de allí se debe tomar la acción fatal, y traer por episodios lo que del medio o del fin pudiere aprovechar y ayudar al ornamento del poema; y si no hubiere cosa que sea de provecho, puede el poeta dejarlo y fingirlo según el verisímil y necesario. Y con esta mi interpretación no refuto la común, antes la admito como más ordinaria; pero digo que no se debe excluir esotra cuando nos viene más a pelo. Bueno sería que, si yo hallo en la historia el más ilustre hecho en el principio, sólo porque está en el principio lo haya de dejar, y tomar aquello que no pueda lucir. Ni la razón lo acepta, ni habrá, pienso yo, autor que lo diga. Éste es mi sentimiento, algo contrario a lo que v. m. dice.

Cuanto a la tragicomedia, donde debajo de duda le parece a v. m. que podría haberla, como la risa se saque de las personas humildes, y las graves sigan su suerte, y se prueba con el Anfitrión de Plauto, digo lo que tengo dicho en mis Tablas, que como las personas heroicas no constituyan la acción primaria, sino que sean personas episódicas, que se podrá hacer eso; y digo que las tales no serán tragicomedias, sino comedias, pues las partes primeras son de género humilde; y así juzgo del Anfitrión plautino. Porque aunque Mercurio es persona de la primera acción, allí no representa a Mercurio, sino a Sosia, de donde nace toda la risa y pasatiempo de la fábula; y Alcumena, Anfitrión y Júpiter son personas episódicas, que si fueran de la primera acción, de ellas se había de sacar principalmente la risa; pues si buscamos en la comedia materia apta para decir cosas de placer, es porque la acción principal de ella es la que da las ocasiones de risa. Y si bien en la tragedia hay también algo de pasatiempo, aquéllos han de ser donaires urbanos, no escurriles o truhanescos, ni en tiempo que desdigan de la tragedia lamentable y afligida. Y si Plauto la llama tragicomedia, es por modo burlesco, que más atrás se declara y da a entender que habla de burlas:


Post argumentum hujus eloquar tragaediae.
Quid? contraxistis frontem; quia tragaediam
Dixi futuram hanc? Deus sum. Commutavero
Eandem hanc: si voltis, faciam ex tragaedia
Comoedia ut sit, omnibus iisdem versibus.



Sólo hay que la tal comedia que lleva personas graves, aunque sean episódicas, se llama fábula doble, que es más impropria que las otras; y ansí lo es la de Anfitrión, si bien procura Plauto que las personas graves hablen poco, y pocas veces, fuera de Mercurio, que, como dije, representa a Sosia. Esto siento; lo que a v. m. le pareciere será lo mejor: cosa que, hablando en general de la poesía, en todo tiempo ha habido pocos censores verdaderos de ella. Así lo dice Cicerón en «el Bruto»: Poema paucorum approbatione contentum est oratio non itenm. Y más aprieta el punto Horacio:


Non quivis vida immodulata poemata judex.



Pues si aun los críticos de la poesía no todos conocen las faltas de ella, ¿qué diremos de cien mil idiotas, que se arrojan a graduar los poemas como si fueran Varos o Tucas?

Acerca de la ditirámbica, yo pienso que esto que agora hacen, aunque con poco artificio, los representantes nuestros en los bailes, no es la ditirámbica antigua, que nunca usaron los latinos; que si esto fuera, no hubo cosa más tratada y usada que esto en los romanos. Porque, como dice Robortelo por boca de Julio Polux y Ateneo, autores griegos, que v. m. tendrá bien vistos, como tan versado en la lengua griega, entre griegos y latinos se usaba bailar con movimiento de pies y manos y gesticulaciones, imitando las acciones humanas. Y a esto alude lo que ahora hacen, no mal, sino con aquella perfección antigua: lo cual pertenece a la poesía saltatoria, llamada pantomímica, poesía vocal. De la saltación pantomímica se acordó Juvenal en la sátira VI:


Chironomon Laedam molli saltante Bathyllo
Tuccia vesicae non imperat.



Y estas saltaciones trajeron a Roma y a toda Italia Pílades y Batilo, Suidas dice así: Saltationem pantomimicam Augustus invenit, cum eam artem Pylades et Bathyllus primi factitassent. Y Luciano, libro De saltatione, dice que en Delo había bailes de mozos, en los cuales danzando representaban las acciones de los hombres: Ea autem, quae à saltatoribus corporis agitatione depingebantur, dicta sunt hyporchemata. Saltationes quae voci subserviunt. Y más abajo dice que no solamente la saltación pantomímica representa las acciones, pero las costumbres y los afectos, introduciendo, ya un enamorado, ya un hombre enojado, ya furioso, ya triste, ya alegre: Saltatio pollicetur mores et affectus demonstratura, etc. A estos dos capitanes pantomimos sucedieron en el arte Paris, Hylas, Caramalo y Fabatón. De Paris hace mención Papinio; Macrobio, de Hylas; de Caramalo y Fabatón, Sidonio Apolinar, in Narbone:


Coram te Caramalus aut Phabaton
Clausis faucibus, eloquente gestu,
Nutu, crure, genu, manu, rotatu,
Toto in schemate vel semel latebit.



Y Aristóteles, al principio de su Poética, dice: Numero vero ipso imitari saltantium est; quandoquidem hi gesticulationis numerosa varietate mores, affectus actionesque imitantur.

De modo que con lo dicho queda bastantemente probado que estas saltaciones que, gesticulando y cantando, hacen hoy nuestros representantes, son las pantomímicas que habemos dicho, del tiempo de Augusto y de otros emperadores, y no la ditirámbica, de que no tenemos hoy noticia más que la que Robortelo da: que la ditirámbica es aquella poesía que usaban los antiguos alabando a Baco, y que los poetas ditirámbicos usaban de palabras largas y compuestas, como las que Horacio llama en su Poética «sesquipedales»: Dithyrambica poesis in laudem Bachi usurpabatur: poetaeque dithyrambici utebantur verbis longis atque compositis, qualia Horatius in Poetica vocat sesquipedalia. Y el mismo en las odas: Audaces vocat dithyrambos, quod innovarent et complicarent multas dictiones; de que usaron Aristófanes, griego, y Plauto, latino, como son: grandiscarpiae, angentifodina, miscelliones, sociofraudi, bustarapi, batriocomachia y otras a este tono, las cuales son palabras «sesquipedales» o ditirámbicas.

Y pues de lo dicho consta que entre los romanos no llegó a usarse la poesía ditirámbica, es, a mi parecer, certísima la conjectura de v. m. que no pudo decir Cicerón: Dithyrambici, quod magis est tractatum à latinis; y que se debe emendar, quod minus, o quod numquam est tractatum àlatinis; y que eso se debe tener, mientras otra cosa no se halla de algún códice antiguo manuscrito, que nos dé más cierta fe de la verdad.

Ahora, con licencia de v. m., quiero ver si puedo salvar ese lugar de Cicerón en la manera que está. Aristóteles, en su Poética, jamás toma en la boca la poesía lírica con este nombre; pero llámala nómica y ditirámbica, la una y la otra contenida en la especie lírica, distintas en la materia y en la frasis, como la comedia y la tragedia. La nómica tenía por materia propria la razón de costumbres y leyes de bien vivir, y la ditirámbica las alabanzas de Baco; y como sus fiestas se hacían furiosamente, la frasis de esta lírica era desbaratada, con palabras hinchadas y sesquipedales, y los versos lege solutos. Esto estaba en tiempo de Aristóteles valido; y después poco a poco se dejó la desorden y desmesura de la ditirámbica y la ceñida religión de la nómica, y de ambas hicieron la lírica, compuesta de mil galas, extendiendo la materia a variedad de cosas, como lo hizo Píndaro, Anacreonte, Stesichoro, Alceo y otros. Ahora, pues, viendo Cicerón que no habían los latinos tratado la épica, sino Enio, y que entonces asomaba Virgilio, y Plauto y Terencio en la cómica, y que de la mélica y ditirámbica (que ya todo era una cosa, aunque la llamaban con diversos nombres, ya lírica, ya mélica, ya ditirámbica) habían escrito Horacio, y Bibáculo y Basso, y Catulo en lo más de sus obras, pudo decir con razón: Melici et dithyrambici, quod magis at tractatum, à latinis.

En cuanto al soneto, que yo reduzgo a la poesía lírica, dice v. m. que será de mi opinión si es verdad que no hay más de tres especies de poesía, como yo escribo en mis Tablas; pero que le parece que hay muchas más, y para esto alega a Aristóteles en el principio de su Poética: Epopoeia sane tragoediaeque poesis, comoedia insuper ac dithyrambica, tum pleraeque166illarum, quas ad tibias citharasve accommodamus, omnes prorsus in hoc uno coveniunt, ut imitatio sint.

Aristóteles, respondo, llama poesías a todas las artes que imitan; y así lo es la pintura, la música citarística y aulética, y la danza, porque todas éstas imitan. Pero yo (ni Aristóteles, ni Horacio) no hablo de éstas, que son poesías mudas, sino de la poesía sermocinal; y así comienzo: «La poesía es arte de imitar con palabras», que es con lo que se diferencia de todas las otras. Y según esta división, no hay más que tres especies, que son épica, lírica y scénica; que si bien la tragedia y comedia son en rigor diferentes, pero porque la una y la otra es dramática, y se representan en el tablado, se habla de ellas como de una especie. Y cuando las digamos, como lo son, distintas, al propósito y fin que v. m. lleva, no importa. Pues el epigrama o soneto no se puede reducir a la comedia ni a la tragedia, porque en nada, digo, esencialmente, convienen entre sí, ya porque éstas son dramáticas totalmente, y el soneto no lo es, ya porque tienen acción que celebrar, y el soneto no la tiene; pues la fábula del soneto es un concepto no más, y no una acción, y por las mismas causas tampoco se puede reducir a la épica. Teniendo, pues, el soneto por alma de su poesía un concepto, como la lírica, y no comprendiendo acción, como la heroica ni como la trágica ni como la cómica comprehende, ¿a quién, sino a la lírica, podemos aplicar el soneto?

Esto siento; si otros dijeren otra cosa, suo se judice quisque tueatur. Siga cada uno lo que le pareciere, y lo que yo digo lo sustentaré asintiendo v. m. a ello; que de otra manera, palinodiam canam, sujetándome al juicio de v. m., que debemos seguir todos. Y le suplico me mande, que me deja muy obligado a su servicio y muy invidioso de su gran doctrina.

Nuestro Señor a v. m. guarde.

Murcia, etc.







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