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Clásicos latinos y clásicos castellanos: un patrimonio textual en su contexto románico1

Juan Miguel Valero Moreno

La formación de un canon hispánico: Un debate historiográfico

Cuando en 1993 aparece el proyecto Biblioteca Clásica, ideada y dirigida por Francisco Rico, miembro de la Real Academia Española, su propósito era la publicación de 111 volúmenes que representaran «íntegras, una o varias obras fundamentales de la literatura española, en texto crítico, provisto de una anotación completa y sistemática y acompañado de prólogo y otros complementos» (Rico 1993)2. El proyecto era y es (ahora reinventado en la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española, y por tanto institucionalizado como Edizione Nazionale), filológico. El primer volumen conectaba con el título extenso de su más ilustre predecesora, proyectada por Buenaventura Carlos Aribau y Farriols (1798-1862) y llevada a cabo por Manuel Rivadeneyra (1805-1872), dos catalanes; esto es, la Biblioteca de Autores Españoles desde la formación del lenguaje hasta nuestros días, que se publicó entre 1846-1878, y que conformó el primer intento orgánico y sistemático de reunir, en ediciones autorizadas, la literatura española desde sus orígenes (Botrel 2008; Lara Garrido 2010). Tales orígenes se situaban, emblemáticamente, en el Poema de Mio Cid, que en la Biblioteca Clásica editó Alberto Montaner, con estudio preliminar de Francisco Rico, dedicatoria de rigor a la memoria de Ramón Menéndez Pidal para todo el volumen, y a A. D. (Alan Deyermond) para el estudio preliminar3. En la Biblioteca de Autores Españoles, cuya serie no es cronológica, el Poema del Cid apareció en el tomo 57, Poetas castellanos anteriores al siglo XV, colección hecha por Tomás Antonio Sánchez, continuada por Pedro José Pidal y «considerablemente aumentada e ilustrada a vista de los códices y manuscritos antiguos por Florencio Janer». En la reproducción hecha por la editorial Atlas (1966), que a partir de 1954 se hizo cargo del proyecto y su continuidad, se declaran los derechos reservados como «Propiedad de la Real Academia Española». La noticia preliminar al texto del Poema de Mio Cid, como en esta edición se le denomina, pertenece a Tomás Antonio Sánchez (1723-1802), su más antiguo editor: 1789. En efecto, Tomás Antonio Sánchez, antiguo alumno de la Universidad de Salamanca, Bibliotecario Real y miembro de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia Española, fue el autor de la Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV, donde se recogían por primera vez, con carácter histórico y patrimonial, los textos más significativos de la literatura medieval española (Poema del Cid, las obras de Gonzalo de Berceo, el Poema de Alejandro y la obra del Arcipreste de Hita). En el primero de los cuatro volúmenes publicados (de los cinco proyectados) establecía el Poema de Mio Cid como origen de la literatura española, pero también de su historia literaria, y por ello es significativo que fuera acompañado de un extenso estudio sobre Íñigo López de Mendoza y su Carta e prohemio al Condestable de Portugal (1449), considerada por muchos como la primera historia de la literatura en lengua romance.

El gran canon de la literatura medieval española se fijó a partir de entonces y bajo el dominio de los títulos escogidos por Tomás Antonio Sánchez para los textos en verso, a los que se añadieron luego los poetas más significativos del siglo XV y la producción de los Cancioneros. La prosa literaria y doctrinal, y la literatura histórica, siguieron otros derroteros4.

La labor de Antonio Sánchez y sus sucesores fue precedida, sin duda, por la disposición de una amplia y majestuosa bibliografía, la Bibliotheca Hispana Nova (Antonio 1672: autores de 1500 a 1672) y la Bibliotheca Hispana Vetus (Antonio 1696: desde Augusto a 1500) del erudito sevillano Nicolás Antonio (1617-1684), que también fue alumno y doctor por la Universidad de Salamanca.

Esta obra fue, por su excepcional riqueza, la palanca de Arquímedes y el punto de apoyo sobre el que se levantaría la historia de la literatura española posterior, así como el origen de una singular polémica historiográfica relacionada, en buena medida, con los inicios de la primera colección filológica española pensada y diseñada para un público mayoritario, el de la luego malograda República española. Me refiero a la colección Clásicos Castellanos, fundada en 1910, como sección con entidad propia de la Editorial La Lectura (véase Marco García 1992). La colección perteneció a su casa fundadora hasta dicha época, momento a partir del cual pasaría su gestión a la hoy célebre editorial Espasa (Espasa-Calpe). La clave de estos Clásicos Castellanos es que fueron el órgano de expresión y divulgación de las ideas y métodos renovadores que los testigos, en parte, de la Institución Libre de Enseñanza, promovieron luego en la Junta para la Ampliación de Estudios, el Centro de Estudios Históricos y la Revista de Filología Española, cuya figura clave era Ramón Menéndez Pidal. Es en ese periodo, de 1910 hasta el inicio de la Guerra Civil, cuando se consolida una escuela de filología española cuya labor académica era homologable a la de los centros más prestigiosos de Europa, en Alemania, Francia, Inglaterra e Italia.

El volumen 24 de los Clásicos Castellanos fue el dedicado al Poema de Mio Cid, donde se acogió, en formato digerible para el único volumen en octavo, la editio maior en tres volúmenes de Menéndez Pidal. La presencia y el peso de Menéndez Pidal no fueron, sin embargo, factores del todo decisivos para el desarrollo de la colección. Sí como espíritu tutelar, claro está. Fueron, en realidad, Tomás Navarro Tomás, que se ocupó de su primer volumen, Las Moradas, de Santa Teresa, y Américo Castro, que editó el primer volumen de las comedias de Tirso de Molina, dedicado a El vergonzoso en palacio, El burlador de Sevilla, y El convidado de piedra, quienes dejaron una huella profunda en la orientación de esta colección todavía imprescindible.

Muy pronto veremos cuál es la importancia de la presencia de Américo Castro para la idea que aquí pretendo exponer. Entonces: Biblioteca de Autores Españoles, Clásicos Castellanos, Biblioteca Clásica. Son tres de los soportes de la constitución de un canon y una historia de la literatura en español (o castellano), desde el valor que tiene la primera empresa como depósito patrimonial, con voluntad exhaustiva, hasta las más selectas colecciones de principios y finales del siglo XX5 ¿Qué ocurría, entre tanto, con los clásicos en sentido estricto, esto es, los clásicos grecolatinos?

Esto es, la conformación de una lista más o menos restringida de obras en las que se valoraba su composición original en expresión romance ocupó el espacio, en los lectores y en los investigadores, de la edición y estudio de una literatura grecolatina y sus derivados, en este caso traducciones y adaptaciones, cuya posición en la Edad Media y el Renacimiento español, por ejemplo, fue a menudo más relevante que la de los llamados clásicos castellanos6.

Para empezar, el español carecía en tiempos de los Clásicos Castellanos, de una biblioteca crítica de textos grecolatinos a la altura de los tiempos. Esto solo ocurrió en 1923, fecha de la edición y traducción de De rerum natura, de Lucrecio, un texto emblemático de los descubrimientos humanísticos. Piénsese que los primeros volúmenes de la Bibliotheca Teubneriana son de 1849. La primera colección española de clásicos grecolatinos en sentido moderno fue fundada en Cataluña y en catalán, bajo la advocación de Bernat Metge (el gran clasicista catalán del siglo XIV) y el patrocinio de Francesc Cambó7. La Fundació «Bernat Metge» y su colección continuaron su encomiable labor, que solo se empezó a contrastar en castellano a partir de 1953, con la creación de la colección de ediciones críticas de textos grecolatinos «Alma Mater», iniciada en Barcelona por Mariano Bassols de Climent y luego asimilada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), el órgano de investigación fundado por el franquismo en 1939. Pero solo a partir de los años 70 del siglo XX, en realidad, dicha colección gozaría de cierta regularidad (ya ha superado los 100 volúmenes). El resto de las colecciones extensas y solventes de clásicos grecolatinos, como la Biblioteca Clásica Gredos, que cuenta ya más de 400 volúmenes, ofrecen textos traducidos al castellano, en una situación que contrasta fuertemente con las ediciones de clásicos de bolsillo en Italia y con colecciones consolidadas como la Loeb o Les Belles Lettres, siempre con testo a fronte.

Podría decirse que esta es una circunstancia heredada de nuestra Edad Media, aunque las causas y razones últimas no sean, en última instancia, descifrables. Esto es, en comparación con las obras latinas conservadas en copias de la Edad Media española en manuscritos patrimoniales (cf. Reynolds 1983; Rubio Fernández 1984), o con el número de manuscritos de obras literarias originales del repertorio castellano medieval (cf. Blecua 2002), el valor de sus adaptaciones y traducciones es equiparable, en no pocos casos, en número e influencia, hasta el punto que la actividad traductora en la España del siglo XV (cf. Russell 1985; Alvar/Lucía Megías 2009), que dará lugar a calificativos como «humanismo romance» o «vernacular humanism», no tiene parangón en el resto de Europa.

Aunque existen obras pioneras como, a finales del siglo XVIII, el Ensayo de una bibliotheca de traductores españoles (1778) de Juan Antonio Pellicer (1738-1806) y luego, por supuesto, la Bibliografía Hispano-Latina (1902) y la Biblioteca de Traductores Españoles (edición póstuma Menéndez Pelayo 1952-1953) de Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), no ha sido hasta las últimas décadas del siglo XX, en particular a partir de mediados de los años 80, cuando se ha iniciado un proceso de revaluación de ese gran fondo textual que para España constituyeron las versiones de obras latinas y romances, pero también árabes y hebreas. La relevancia de estos procesos no necesita de encomio en tradiciones tan potentes, en este sentido, como la italiana o la francesa para la época medieval8.

Valorar la importancia de los procedimientos de translatio en el periodo medieval es ocioso. Sin embargo, existe un debate acerca de la convivencia de textos romances y latinos en términos de historia de la literatura e historia cultural que no es posible ignorar. Acostumbrados como estamos por el positivismo a contemplar dicha historia en términos de sucesión cronológica, no siempre advertimos que la característica simultaneidad de tiempos del letrado medieval rompe con nuestros esquemas científicos heredados. Se trata, solo en apariencia, de una quaestio vexata, y digo que solo en apariencia, porque dicha cuestión no fue resuelta.

Es la siguiente: diversos hombres de letras, ya en tiempos de Alfonso X el Sabio, advirtieron que era posible proponer una genealogía de autores españoles en latín, y que no importaba que estos autores hubieran sido de época romana (y en buena medida romanos), pues se podían entender como precursores, maestros e incluso contemporáneos. Esta cuestión relativa a la historiografía literaria saltó muy pronto a consideraciones de orden histórico y político, tales como, ¿qué es España y desde cuándo existe España y lo español?

La respuesta a estas preguntas desató un debate polémico e incluso agrio entre dos grandes intelectuales de la España republicana, Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz (historiador de la literatura y la cultura el primero, historiador en sentido más estricto el segundo). Para Sánchez Albornoz, Séneca, Lucano, Marcial o Quintiliano son tan españoles como las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira, el poeta del Cantar de Mio Cid o Cervantes9. Para Américo Castro, y luego sus numerosos seguidores, el ser de España se conforma en la Edad Media, existiendo una clara fractura histórica entre la Hispania romana y la Edad Media castellana10.

A este asunto, en una posición intermedia, está dedicado un libro excepcional en su momento, El concepto de España en la Edad Media (1954) de José Antonio Maravall (publicado por una institución cultural franquista como el Centro de Estudios Constitucionales, pero escrito con libertad de criterio; cf. Maravall Casesnoves 19974). En el capítulo séptimo de este libro, por ejemplo, Maravall, estudió la herencia goda y la herencia romana como formantes del concepto de España en la Edad Media.

Como historiador cultural e influenciado también por la sociología de los textos, el acierto de Maravall a la hora de deshacer, al menos en parte, el nudo gordiano tensado por Castro y Sánchez Albornoz, fue dirigir su mirada hacia otras categorías textuales: esto es, ya no los hechos históricos y sus documentos estrictos, ni tampoco el canon más cerrado de la literatura española, sino otros textos que habían gozado de una consideración marginal, como las traducciones, por su aparente calidad de derivados culturales, y asuntos que habían gozado de poca atención, fuera de su expresión más erudita y positiva, como la historia de la lectura y de la recepción a través de los catálogos de bibliotecas, por ejemplo. Y, en efecto, era en estos espacios nuevos de la investigación donde podía entreverse esa confluencia de los antiguos y los modernos, más allá de la propia idea de herencia propuesta por Maravall11.

En el primer volumen de un libro que compila artículos suyos, pues, Estudios de historia del pensamiento español, se recoge un artículo de 1957 con un título sorprendente, «La estimación de Sócrates y de los sabios clásicos en la Edad Media española». La segunda parte de la conjunción no tiene nada de particular, pero la primera sí. ¿Sócrates? ¿Cómo Sócrates podría ser un referente de la Edad Media española, o de cualquier otra Edad Media? Dejaremos la resolución parcial de esta pregunta para más adelante.

Una polémica historiográfica: Italia y España a confronto

Ahora quisiera ocuparme, brevemente, de una polémica previa, en la que los autores hispano-romanos quedaban encuadrados como indubitablemente españoles. Y, de nuevo, lo interesante de esta polémica historiográfica es que se dio en el terreno fértil de la constitución misma de las historias literarias nacionales. Está relacionada, además, con la inextricable convivencia de España e Italia desde época romana y con las alternativas de dominio del Mediterráneo y de las dos grandes penínsulas occidentales, la Itálica y la Ibérica.

Pensemos, de entrada, en el título del tomo I de la Storia della letteratura italiana de Girolamo Tiraboschi (1731-1794), el heredero intelectual de Muratori. Esto es: «Della letteratura degli etruschi de' popoli della Magna Grecia e dell'antica Sicilia e de' Romani fino alla morte d'Augusto» (1772)12. Para Tiraboschi la cuestión, como para Vico en la Scienza Nova, se plantea ab ovo, y el carácter de una nación se define desde sus tiempos más remotos hasta el presente, sean cuales sean las alternativas políticas, culturales, de raza y de todo tipo que se hayan sucedido en el tiempo. El pasado, procesado en sus mil transformaciones, se proyecta en el futuro conformándolo. En el tomo II de la primera edición veneciana, 1795, «Dalla morte di Augusto sino alla caduta dell'Impero» y en su capítulo II (párrafos XXVII-XXVIII), es donde se encuentran ciertos juicios de Tiraboschi que supusieron un movimiento sísmico con epicentro en Módena, pero cuyas réplicas se hicieron sentir en la colonia española en Italia y, desde luego, en España.

Allí se dice con rotundidad y con carácter de hecho indudable que «Seneca, Lucano, Marziale son certamente scrittori inferiori a Cicerone, a Virgilio, a Catullo» (8). En principio no parece más que una opinión, que sigue siendo en general aceptada por el canon contemporáneo de los estudios clásicos. Por lo demás, el propio Marcial se declaró siempre gran admirador de Catulo. Ahora bien, el juicio severo que más adelante se establece sobre estos autores, descontextualizado de su marco, hirió de gravedad el honor de los españoles:

«Lucano, Seneca il tragico, Marziale, Stazio, Persio, e Giovenale, vogliono, come chiaramente si vede da' loro versi, andare innanzi a Virgilio, a Catullo, ad Orazio. Or che ne awiene? Divengono declamatori importuni, verseggiatori ampollosi, tronfi senza maestà, ingegnosi senza naturalezza».

(25)



Ciertamente, de la acritud de Tiraboschi no se habían librado los poetas argénteos de origen itálico, Estacio, Persio y Juvenal, pero con la condena de los tres autores hispanos más representativos de la literatura latina antigua quedaban estos desprovistos de la gloria con la que España los había adornado durante siglos. Por no decir, claro, que Tiraboschi mezcló estos juicios con otros condicionantes como el clima, que sus lectores hispánicos leyeron sin los matices que el erudito modenés pretendía.

Es por ello que en la edición de Venecia que he citado, no en la princeps, Tiraboschi se ve empujado a incluir una nota defensiva (párrafo XXVII) contra un jesuita español, el abate Francisco Javier Lampillas (1731-1810). Este había redactado una amplia obra, el Saggio storico apologetico della letteratura spagnola (Lampillas 1778-1781), una de cuyas extensas secciones consistía en una agria refutación de los juicios de su colega italiano. La reacción de Tiraboschi fue inmediata, y el dos de enero de 1779 enviaba una Lettera all'Accademia di Spagna negando las objeciones de Lampillas, al tiempo que mostraba sus respetos por la tradición literaria española y sus logros en el pasado13. En realidad la acusación de ofensas al honor de la patria había tenido su origen no en Lampillas, que tuvo la precaución de hacer llegar un ejemplar de su apologética a Tiraboschi y asegurarse de que tal escrito circulara, sino en otro jesuita, Tomás Serrano Pérez (1715-1784), que compuso un tratado epistolar (Epistolae duae 1776) en defensa de Marcial, del que era devoto admirador, y de Lucano, dirigido a Clemente Vanetti (cf. Serrano Pérez 1776).

En fin, se crearon bandos irreconciliables al tiempo que surgían voces mediadoras, como la de Juan Andrés (1740-1817), que en su magna obra, Dell'origine, progressi e stato attuale d'ogni letteratura, Parma, Stamperia Reale (cf. Andrés 1789-1799), famosa por considerarse el primer tratado sistemático de literatura europea comparada, procuró atemperar los ánimos repartiendo elogios a España e Italia. Sin embargo, ello no evitó que durante algo más de dos décadas el incendio siguiera vivo. En virtud, además, de la actividad traductora y de las estrechas relaciones hispano-italianas del momento. En 1789, por ejemplo, Josefa Amar y Borbón traducía la Respuesta del señor abate Don Xavier Lampillas a los cargos recopilados por el señor abate Tiraboschi (cf. Amar y Borbón 1789).

Es significativo que la disputa se diera, sobre todo, entre jesuitas, los expulsados de España y trasladados a Italia, y los propios italianos. Y más significativo todavía, que fueran los jesuitas del Oriente español, de Cataluña y Valencia, quienes decidieran plantear la batalla. Los Superiores de la orden, en todo caso, concedieron las licencias oportunas para que dichas obras se imprimieran y difundieran, favoreciendo la libertad de expresión de sus miembros, aunque fuera para enfrentarlos14.

Eran horas bajas, ya, para la presencia de España en Italia, aunque el ducado de Parma y su estampador mayor, Giambattista Bodoni, el impresor de la obra de Juan Andrés, por ejemplo, mantenían el pabellón hispánico (o por mejor decir, borbónico) en términos todavía aceptables. Sin embargo, con el paso del tiempo, la polémica parecía haber quedado en cierto olvido, o así parecía, entre los italianos. Menéndez Pelayo, al tratar del «sólido y ameno libro» de Vittorio Cian, Italia e Spagna nel secolo XVIII (Cian 1896), destaca, justamente, cómo aunque no era propósito de Cian dedicarse a otros asuntos que los declarados en su libro,

«necesitaría abarcar también otros muchos puntos que el señor Cian ha tratado ya, o se propone tratar, en monografías especiales: por ejemplo, la emigración de los jesuitas españoles y su influencia en la cultura italiana, las polémicas entre españoles e italianos (Tiraboschi, Bettinelli, Signorelli... de una parte, Andrés, Lampillas, Serrano, Masdeu, Huerta... de la otra)».

(Sánchez Reyes 1942: 15)



Menéndez Pelayo tenía razón, pues aunque la huella de aquellas polémicas parecía apagada, como decía, en realidad fueron los argumentos de Tiraboschi los que se transparentaron mucho tiempo después en la lamentación de uno de los más grandes hispanistas italianos, Benedetto Croce (1917), acerca de la influencia nefasta de la cultura española en la italiana durante el largo dominio español, y quien trataría despectivamente a los poetas españoles de finales de la Edad Media y, en especial, a Juan de Mena, del que hablaré más adelante.

Clásicos latinos (hispánicos)

La condescendencia de Croce con la historia de la poesía española en sus orígenes venía propiciada por un instinto de superioridad, en el que no era pequeña parte la certeza de la italianidad de Petrarca. ¿Qué poeta español podía, en verdad, presentarse en igualdad de condiciones ante los laureles de Petrarca? El mismo Petrarca no había mostrado interés alguno, o apenas interés, que sea demostrable, por las letras españolas que le fueron contemporáneas. Este era un problema que debía investigarse con inteligencia: al idear un estudio monográfico cuyo título ha sido Petrarca y el humanismo en la península Ibérica (2015) tuve la fortuna de que Paola Vecchi (2015) aceptara preparar el tema que le había propuesto: España en Petrarca. Un rastreo minucioso conduce a una conclusión inevitable, a falta de otras pruebas: para Petrarca España era, en lo esencial, lo que de Roma había florecido y fecundado en la península Ibérica.

En el Triunfo de la fama I (vv. 123-125) Petrarca menciona con admiración y en versos contiguos a los mejores y más celebrados emperadores de origen hispano. En Triunfo de la fama III no olvida a Quintiliano y Séneca, citados, junto a Plutarco, en una fórmula de dudosa interpretación «in suo' magisteri assai dispari» (v. 89): digamos, pues, que como educadores, en un sentido amplio (pues en Familiares XXIV, 5 se presenta a Plutarco como maestro de Trajano, a Séneca como educador de Nerón). A ambos hispanos dedicó Petrarca una de aquellas Familiares a los antiguos (XXIV, 5 y XXIV, 7). En XXIV, 7, además, se mencionan en un mismo párrafo a Quintiliano, Séneca y Plutarco en su tarea de maestros. Nada se dice, sin embargo, de Lucano o Marcial. La ausencia del último no es extraña, pues no se hace referencia siquiera a Horacio, mientras que la falta de Lucano es más difícil de explicar15.

Petrarca, en la epístola familiar a Quintiliano, introduce una comparación entre este y Séneca, muy de su gusto, donde desliza algunos errores. Recordemos, por un lado, que en época de Petrarca las Institutiones se conocían solo de manera fragmentaria, y que todavía entonces y aun mucho más tarde, existía una notable confusión entre los dos Sénecas, padre e hijo, así como respecto al epistolario apócrifo entre Séneca y San Pablo, que entonces se daba por bueno. Este es, por tanto, el impreciso paralelo que traza Petrarca entre Séneca y Quintiliano:

«[XXIV, 8-10] Fuit autem tibi emulatio non levis magni cuiusdam viri alterius, Anneum Senecam dico; quos etas, quos professio, quos natio iunxerat, seiunxit parium pestis, livor; qua in re nescio an tu modestior videare: siquidem nec tu illum pleno ore laudare potes, et ille de te contemptissime loquitur. Ego si tantas inter partes iudex sim, quanquam iudicari a parvis magis verear, quam iudicare de magnis merear, meum iudicium dicam tamen. Ille uberior tu acutior, ille altior tu cautior; et tu quidem ingenium eius et studium et doctrinam laudas, electionem ac iudicium non laudas, stilum vero corruptum et omnibus vitiis fractum dicis; ille autem te inter eos numerat quorum cum ipsis fama sepulta est, cum necdum tua fama sepulta sit, nec tu illo scribente aut sepultus esses aut mortuus. Ille etenim sub Nerone obiit, tu post illius et Neronis obitum sub Galba Romam ex Hispania venisti, multosque ibi post annos sororis Domitiani principis nepotum curam ipso mandante suscipiens morumque et studiorum iuvenilium censor factus, utriusque rei eximia spe ostensa, quod in te fuit, credo fidem impleveris; tamen, ut statim post Plutarchus ad Traianum scribit, tuorum adolescentium temeritas in te refunditur»16.

En fin, Quintiliano entraba de lleno en los intereses filológicos y pedagógicos de Petrarca, mientras que a Séneca se le concede la palma entre los filósofos morales y, de hecho, es quizás el autor cuya presencia es más constante y profunda en la obra de Petrarca. Y, ciertamente, si otros autores hispanos como Lucano, u Orosio e Isidoro, más allá de la época clásica, no gozan del mismo prestigio que Séneca, son sin embargo fuentes constantes a las que Petrarca vuelve con persistencia y en momentos destacados.

Veamos solo un pasaje de las Invectivae, contra eum qui maledixit Italiae, donde trata de Lucano, el cordobés:

«Statium origine Gallum non infitior; addo, si libet, et Lucanum ex Hispania. Ceterum, undecunque ipsi fuerint, stilus est italus; nempe aliter nullus esset verumque deprehenditur quod ipse ego in pastorio iuvenili carmine olim dixi: "tiberina Latine / docti omnes per rura loqui". Itaque se Lucanus multis in locis romanum vult videri, nec, ut reor, ullam patrui graviorem habet iniuriam, quam quod is in operis sui principio, si vera est fama, verbum illud apposuit: "Corduba me genuit" norat enim quanto nobilius Rome civem esse quam Cordube»17.

(Berté 2005: 88)



Este pasaje, donde se dirimen los caracteres nacionales antiguos de los incipientes estados europeos (bien es verdad que en un sentido muy distinto al moderno) a través de sus autores más significativos, es próximo a otro en el que se comenta con sarcasmo la vindicación por parte de un fraile español de España como patria de Aristóteles:

«Legi librum fraterculi cuiusdam, cui nomen est Prosodion. In hoc ille grammaticali opusculo impertinentissime evagatus et patrie sue vano ebrius amore hispanum fuisse ait Aristotilem...».

(Berté 2005: 92)



Este Prosodion es obra, en efecto, del franciscano fray Juan Gil de Zamora, cuya impertinente obra es probable que Petrarca conociera más de lo que en esta breve y despectiva mención se sugiere. En otra obra del mismo franciscano, que formó parte del escritorio alfonsí, De preconiis Hispaniae o de las excelencias de España, dedicada al infante Sancho, futuro rey de Castilla, Gil de Zamora consagra su tratado séptimo a hacer un elogio de los filósofos españoles, sus historiadores, poetas y doctores. El inicio de este tratado dice:

«Español fue Aristóteles, perfección y culminación de los Filósofos, según dicen Plinio y el obispo Lucas de Tuy en su Crónica, en el capítulo dedicado a Artajerjes, conocido como Asuero. [...] Y como fue español Aristóteles, el más importante de los filósofos, lo fue Averroes, su mejor comentarista».

(Gil de Zamora 1995: 53)



Se menciona luego también como español a Avicena, y después a Marcial, a través de un famoso verso del libro primero de sus epigramas, así como a Séneca y Lucano, cordobeses, remitiendo al De viris illustribus. Entre los históricos cita como españoles a Pompeyo Trogo y a Paulo Orosio, a Isidoro de Sevilla y a los historiadores de la primera mitad del siglo XIII, Lucas de Tuy y Rodrigo de Toledo. Entre los poetas Lucano es el primero, al que dedica varias líneas procedentes de una vida antigua, y Marcial el segundo, del que se valora su perfección en el uso del metro.

Las opiniones de Gil de Zamora tuvieron una extraña fortuna. No fueron, desde luego, adoptadas en la obra histórica de Alfonso X, en lo que se refiere a ese excéntrico Aristoteles Hispanus18, pero serían retomadas siglo y medio más adelante por el secretario de cartas latinas y cronista (y poeta) de Juan II de Castilla, Juan de Mena, en una glosa a la Coronación, cuya genealogía trazó brillantemente Francisco Rico (1967). No se trata ahora, sin embargo, de insistir en un asunto bien estudiado, aunque merezca una seria revisión, sino de explorar sucintamente la constitución de ese canon hispano-romano como modelo de referencia.

En tiempos de Alfonso X la presencia de Séneca y Marcial resulta episódica en las letras romances, pero no así la de Lucano y Orosio, cuyos textos fueron integrados en las grandes obras historiográficas alfonsíes, la Estoria de España y la General estoria. Orosio de manera fragmentada, pero como una de las fuentes clave de ambas historias (Fernández-Ordóñez 1992: 103-115; 1994), mientras que para la Farsalia de Lucano se procedió a una prosificación unitaria para la quinta parte de la General estoria (Almeida Cabrejas 2004; 2012). Se trata, de hecho, del último texto concluso de la General estoria, dado que la sexta parte quedó incompleta y solo se conoce de ella un fragmento breve. La importancia concedida a Lucano tiene paralelos en la historiografía francesa romance del siglo XIII tanto en prosa como en verso, así en la obra de Jean de Thuin, tanto en L'histoire de Jules César en alejandrinos, como en L'hystoire de Julius César en prosa (Collet 1993). Aunque sin duda es Li fet des romains (ca. 1213-1214) la obra que le procuró una mayor difusión, así en Francia como en sus adaptaciones italianas (Flutre 1932; Flutre/Sneyders de Vogel 1935-1938)19. No hemos de olvidar que Lucano fue uno de los autores preferidos en las escuelas, del cual se contaban con accessus y comentarios como el de Arnulfo de Orléans (Marti 1958). La lectura escolástica de Lucano se prolongaría en el tiempo. Así, en el siglo XIV, el comentario de Benvenuto da Imola (Rossi 1991; 2016), mientras que no faltó, en ámbito italiano, una Farsaglia volgarizzata en prosa en la primera mitad del siglo XIV, de ámbito pratese o florentino, de la que solo nos ha llegado un testimonio manuscrito (Marinoni 2011). Un aspecto llama la atención de la historia crítica de la prosificación italiana, su atribución (no aceptada por su reciente editora) a Arrigo Simitendi, autor de una traducción de las Metamorfosis. El estudio lingüístico de Marinoni desaconseja la posibilidad de dicha atribución. Sin embargo, que anteriormente se hubiera planteado no es del todo erróneo desde una perspectiva meramente histórica. Puesto que Lucano y Ovidio fueron textos escolares desde muy temprano, no es extraño que la Farsalia y alguna otra obra de Ovidio aparezcan juntas en la tradición manuscrita, casi siempre acompañadas de glosas interlineales y marginales, y en algunos casos de comentarios más amplios.

Esa fue, sin duda, la forma que los colaboradores de Alfonso X conocieron para los textos que adaptaron en la General estoria, donde se encuentra prosificada no solo la Farsalia, sino también las Metamorfosis de Ovidio, una adaptación cuyas derivaciones textuales ha estudiado con detalle, en los últimos años, Irene Salvo García (cf. Salvo García 2014). Esta contigüidad textual y de intereses, que procede del ámbito escolar, es la que importa estudiar como parte del humanismo ibérico del siglo XIII, que no es, como en el siglo XV, según se suele caracterizar el modelo italiano, humanístico filológico, sino cultural (cf. Martínez 2016).

Por lo que respecta a Orosio, de época alfonsí es la volgarizzazione florentina de Bono Giamboni, que pertenecía al mundo de los dictatores, como Brunetto Latini, de la especie de Gil de Zamora. La presencia de la obra de Brunetto Latini, de hecho, fue muy temprana en Castilla, donde pronto se adaptó el Tesoro, que circuló en varias versiones, la más temprana de la época de Sancho IV, pero también hay que recordar que la versión de Orosio de Bono Giamboni se encuentra detrás de las patrocinadas por Juan Fernández de Heredia a finales del siglo XIV (Romero Cambrón 2008).

Las versiones de Orosio promovidas por Juan Fernández de Heredia (ca. 13101396) no son importantes por sí mismas, aunque su valor es indudable para la historia que aquí se cuenta, sino, en realidad, por formar parte de un amplio proyecto cultural que conecta de forma directa con el periodo alfonsí. La obra historiográfica relativa a España de Fernández de Heredia es heredera de la Estoria de España y de sus fuentes, algunas de las cuales, como Eutropio-Paulo Diácono o el propio Orosio, Heredia aísla y singulariza, al tiempo que propone una colección de discursos de Tucídides o la primera traducción vernácula de las Vidas paralelas de Plutarco, traducción que levantó la expectación de Coluccio Salutati (Luttrell 1970). Por no hablar de obras en apariencia menores, como el Rams de flors, un florilegio, como su título indica, donde la presencia de Séneca es fundamental. Se trata, aunque en el ámbito aragonés y no en el castellano, del proyecto más ambicioso de traducción emprendido en toda Europa, y que ha relacionarse necesariamente con un movimiento vehicular que tiene su centro en la Avignon aragonesa, por la que circulan textos y personas entre ambas penínsulas, la italiana y la española.

Son los años de la producción catalana de Bernat Metge (ca. 1340-1413), y de Antoni Canals (1352-1419), que tradujo el De providentia de Séneca (ca. 1396-1404)20.

A finales del siglo XIV y principios del XV el protagonismo de la traducción en la Península Ibérica corresponde, sin duda, a la Corona de Aragón, con textos tanto en aragonés como en catalán, mientras que Castilla, o el castellano, pronto tomarán el relevo con Pero López de Ayala (1332-1407), canciller de Castilla, traductor de las Décadas de Tito Livio a través de Pierre de Bersuire, pero también de los Moralia de Job o del De casibus de Boccaccio; y luego con un noble formado en la corona aragonesa, Enrique de Villena (1384-1434), nieto de Alfonso de Aragón (duque de Gandía, primer marqués de Villena), y traductor y glosador de la primera versión integral al romance de la Eneida y de la Commedia.

Enrique de Villena podría considerarse como figura emblemática del ejercicio de la translatio, o su desplazamiento hermenéutico, de Aragón a Castilla. Allí, y después de infructuosas gestiones para recuperar el marquesado de manos del rey de Navarra, cambiará el destinatario de su traducción de la Eneyda a Íñigo López de Mendoza (1398-1458), el marqués de Santillana, la figura más representativa de la nueva cultura nobiliaria castellana, con quien había coincidido en los años de juventud. Las cortes de Juan II de Castilla y la de Santillana resultan, sin duda, las aglutinadoras y mayores exponentes de un resurgir en Castilla de las letras entre la nobleza, y en particular de la recuperación de los clásicos latinos e hispano-latinos (cf. Lawrance 1985; 1990).

Es Santillana el dedicatario de la Coronación (1438) de Juan de Mena (14111456), donde se expone el canon latino de los españoles. Y es, ya no solo la obra de Santillana, sino su biblioteca y los colaboradores que dependen de su mecenazgo, los agentes que germinan una sorprendente cosecha de traducciones de clásicos y contemporáneos. Los Trastámara, la nueva dinastía reinante tras la caída de Pedro I en la guerra civil, y los nuevos nobles promovidos por este cambio, serán los responsables de una actividad cultural en lengua romance sin precedentes, aunque nunca desconectada del pasado ni de las tradiciones que conformaban este pasado.

La pasión bibliófila de Santillana fue la responsable de la introducción en Castilla de numerosos textos procedentes de Italia, y en particular de una pasión por la Commedia de Dante y sus comentarios, de entre los que fueron trasladados al castellano, por ejemplo, el de Pietro Alighieri o el de Benvenuto da Imola. Resulta significativo, en efecto, que al decidir el género poético de la Coronación o, en su título culto, Calamicleos, mezcla de calamidad y gloria (calamitas y cleos), Juan de Mena remita, justamente, a los prolegómenos del comentario de Benvenuto da Imola para calificar su propia obra como una fusión de comedia y sátira, donde se aúna el final glorioso de la coronación con la reprensión de los vicios contrarios a la virtud manifestada por Santillana.

Y es significativo también que, desde el mismo inicio del proemio al poema, Mena plantee una evidente translatio de autoridad apoyada en el comentario al Génesis de san Jerónimo, cambiando Roma por España. Para Mena, la fama de Santillana ha trascendido España (atención, no Castilla) y se ha derramado hasta el término del Cáucaso y Etiopía. Así, actúa como imán para que los extranjeros (y hay que entender que de manera preferente los italianos) se desplacen de sus tierras a la áspera región castellana en busca, por así decir, de la fuente de la sabiduría:

«a la fama del qual muchos estrangeros, que en España no avían causa de pasar, ayan por huéspedes sofrido venir en la castellana región, no es a nosotros nuevo. La qual bolante fama con alas de ligereza, que son gloria de buenas nuevas, ha encavalgado los gálicos Alpes e ha discurrido fasta la frigiana tierra, e non quiere çesar nin çesa de bolar fasta pasar el Cáucaso monte, que es en las sumidades e en los de Etiopía fines, allende del qual la fama del romano pueblo se falla non traspasase [...]».

(Kerkhof 2009: 2)



Es muy probable que la forma «ayan [...] sofrido venir en la castellana región» actuara en la memoria de Diego de Burgos, un letrado al servicio de Santillana que compuso su elogio post mortem, el Triunfo del Marqués de Santillana (1458), donde se declara que antes de que Santillana renovara las letras españolas, la patria de Séneca, Lucano y Quintiliano había quedado desierta (Moreno Hernández 2008: 136).

No solo fue Santillana heredero de aquellos clásicos hispanos, sino que de la perfecta conjugación en su persona de armas y letras, de ciencia y prudencia en el gobierno, le es propia la comparación con uno de los más ilustres emperadores hispanos, Trajano. Las columnas que sostienen la cadira o cátedra funeraria sobre la que se despliegan los estandartes de las siete virtudes y las siete artes (y que conecta con la cátedra que había diseñado Mena para Santillana al final de la Coronación) sobrepujan a las de la antigua Roma:

«No fue la columna del pío Antonino / ni menos aquella del digno Trajano / de tales entalles, así determino; / cortárase Fidias, en verlos, la mano. / Sobraban en vista al oro indiano / y en cada pilar estaba esculpida / gran parte de cosas que fizo en su vida / el claro marqués, varón soberano».

(Moreno Hernández 2008, stf. 230)



En esta imagen sin imagen, hecha solo de palabras, se encuentra presente, de algún modo, la figura de Trajano esculpida por las palabras de Dante en los relieves de Purgatorio 10-1221. Trajano imparte justicia a una madre cuyo hijo ha resultado muerto, en una de las escenas más difundidas en el medioevo, como contrapunto a los orgullosos, aplastados por pesadas rocas22.

La referencia a Dante no es gratuita en este caso. Entre los personajes ilustres ya pasados que unen sus voces en alabanza de Santillana, es el propio Dante quien anuncia que «si tengo fama, si soy conocido, / es porque él quiso mis obras mirar» (Triunfo del marqués, stf. 158). Esto es, mirar con benevolencia sus obras, y en especial la Commedia, leerlas, acumularlas y difundirlas. No en vano, junto a Virgilio y Estacio, Lucano es uno de los grandes inspiradores poéticos de las imágenes de la Commedia en el Inferno, donde se sitúa al autor de la Farsalia entre los grandes poetas de la Antigüedad (cf. Brunetti 2015).

La idea que propone Dante en el Triunfo de Diego de Burgos, la de Santillana como garantía de su fama en el futuro, es sin duda extravagante. Pero se corresponde con una realidad cultural específicamente española y castellana, y con un programa de regeneración cultural por el que España pretendía alzarse, a mediados del siglo XV, por encima de Italia (regularizo el texto ligeramente):

«ya por su causa nuestra España resplandeçe de çençia, tanto que muy bien le podrían dezir los eloquentes onbres de Italia si en algún grave negoçio le oyeran lo que Apolonio orador dixo en alabança de Tulio».

(Moreno Hernández 2008: 136)



Así pues, la palma de la cultura se concreta en una translatio («a ellos con gran loor traspasada», se refiere a los hispanos):

«hoy los de Italia se deven doler e quexar que por lunbre y ingenio deste señor a ellos sea quitada e traída a nuestra Castilla e ya en ella a tanta gloria floresca que notoriamente se conoscan sobrados».

(Moreno Hernández 2008: 136-137)



Este sentimiento de superioridad de lo hispánico sobre lo italiano, que no es siquiera original, por un lado, como ya demostró Lawrance (1990: 221, n. 2), podría interpretarse como un complejo de inferioridad, o una evidente torpeza, como le pareció a Benedetto Croce de la presunción de los castellanos con respecto a la cultura italiana. Por otro lado, cabría recordar que de los escasos cuatro testimonios del Triunfo, solo uno de ellos contiene el prólogo en prosa donde se hacen estas declaraciones (Biblioteca Universitaria de Salamanca, ms. 2763). Ahora bien, si las ideas expuestas en el prólogo pudieron tener una escasa difusión, el texto en verso, que se integró en el Cancionero general de Hernando del Castillo (1511), avalaba, como en el caso de Juan de Mena, las figuras de ambos como clásicos castellanos.

Los argumentos de Diego de Burgos nacían de una atmósfera y una realidad cultural nueva por la que Castilla miraba hacia sí misma con ojos generosos, como es evidente unas décadas más tarde, durante los reinados de Enrique IV y, sobre todo, de Isabel I. De Juan de Lucena a Hernando del Pulgar, Alfonso de Palencia o el mismo Nebrija, que contemplaba ya la lengua de Castilla en su periodo de apogeo, como compañera del imperio y como sucesora de la grandeza del latín y de la antigua Roma (Asensio 1960).

Pero las razones de esta translatio, he de insistir, se conformaron, en esencia, entre 1430 y 1450, en torno a Santillana, el rey de Castilla Juan II y su valido, don Álvaro de Luna, la Universidad de Salamanca y un grupo reducido de nobles y letrados que compartieron su interés por las letras incluso aunque fueran rivales en sus pretensiones políticas y de poder.

Para Diego de Burgos no cupo duda de que el epicentro de este movimiento, su héroe cultural, no fue otro que su Señor. Como el antiguo Hércules en España, Santillana y su humanidad desterraron la ignorancia del suelo patrio:

«ca este es el que nuestras Españas a librado de la çiega inorançia ilustrándola[s] por lunbre de caridad verdadera e trayendo a notiçia de todos el conosçimiento del mayor bien que en la vida mortal se puede buscar por los onbres, éste es la çiençia, en la qual quánta parte alcançó no solo los nuestros en essa rigión de oçidente, mas los muy remotos e estraños lo saben, e aun no con peque[ñ]a enbidia lo fablan, e antes dél quántos e quáles se fallavan en esta provinçia que si no los derechos canónicos [e] los çeviles otras leturas supiesen? Por çierto yo creo que pocos ovo, o no ninguno, ca la v[i]eja e gruesa costunbre tenía enlazados e obçegados en yerro los intelectos de todos, e así que deste tan gran venefiçio no solamente nuestros prínçipes e los grandes señores e aun los otros tenidos por letrados varones eran en España menguados, más tanvién todos los otros omes de menos condiçión...».

(Moreno Hernández 2008: 135-136)



España, según esta versión de los hechos, yacía dominada por la escolástica jurídica, única ciencia que gozaba entonces de algún predicamento. En efecto, algunos de los hombres de letras más ilustres de su época, como el futuro obispo de Burgos, Alfonso de Cartagena (1384-1456), fueron reconocidos por sus contemporáneos europeos, y no solo ibéricos, como grandes expertos in utroque, pero su posición parecía débil en contraste con los saberes y conocimientos que venían de Italia. La disputa en torno a Aristóteles y la versión de Leonardo Bruni de la Ética fue uno de los cimientos del humanismo castellano (cf. Fernández Gallardo 2008), vinculado a la personalidad de Alfonso de Cartagena, que Diego de Burgos menciona en el Triunfo junto con Alfonso Fernández de Madrigal, El Tostado, «amos dotores de la santa ley» (stf. 108) y Juan de Mena. Pero es característico, justamente, que se reconozca su autoridad como doctores eclesiásticos, como scholastici viri, frente a la imagen de Santillana construida a través de la voz de Boccacio que lo alaba como «maestro del metro, señor de la prosa» (stf. 160) y Enrique de Villena, que lo califica como «poeta, orador, marqués, caballero» (stf. 161). Esto es, como quintaesencia del modelo nuevo de príncipe humanista.

Para legitimar su puesto como conductor de los españoles de la barbarie a la civilización, nada mejor que establecer, pues, una genealogía ilustre:

«mas como el varón de alto ingenio viese por discursos de tienpos desde Lucano a Séneca e Quintiliano e otros antiguos e savios robada e desierta su patria de tanta riqueza doliéndose dello travajó con gran diligencia por sus propios estudios e destreza e con muchas e muy claras obras conpuestas dél mesmo igualarla e conpararla con la gloria de los famosos onbres de Atenas o de Academia e tanbién de romanos, trayendo a ella grand copia de libros de todo género de filosofía en estas partes fasta entonçe[s] non conocidos, enseñando él por sí a muchos e teniendo onbres muy sabios que a la lectura de otros aprovechasen».

(Moreno Hernández 2008: 136)



En estos dos últimos párrafos se encuentra la clave del nuevo humanismo vernáculo castellano, que es el responsable de la restauración cultural hispánica y de su sobrepujamiento europeo. En efecto, resulta de un error de cálculo contemporáneo pensar que la equiparación de España a Italia e incluso el sorpasso en el siglo XV, ha de vincularse a los programas pedagógicos del humanismo latino.

El castellano no es un humanismo filológico, ni textual, como decía más arriba, sino cultural en un sentido amplio, ligado al estamento caballeresco, antes que al letrado y al de los maestros, y a una lengua, el castellano, como sucesora del latín. Esta no es una posición defendida por todos ni de manera homogénea, pues son numerosos los textos traducidos del latín al castellano que se excusan por la pobreza expresiva del castellano para verter las altas sentencias del latín, pero sí que se expresa en la falta de prejuicios con que la poesía castellana se presenta a sí misma como una poesía científica, filosófica y moral, acompañada con frecuencia de extensos comentarios donde se citan una y otra vez los grandes modelos clásicos, pero cuya función es, lógicamente subsidiaria a la del poema. Es importante apreciar cómo un poeta de la categoría de Juan de Mena, a pesar de su sensibilidad, tan extraña a la nuestra, se servía con desenvoltura en el marco de su Laberinto de Fortuna, de imágenes creadas por Lucano, al tiempo que los comentaristas del Laberinto se servían del mismo Lucano y otros autores antiguos para explicar el texto del moderno poeta español.

En estos comentarios es donde mejor se aprecia la posición activa de los letrados romances españoles respecto a una peculiar recepción de la tradición clásica. Es de rigor reconocer que la mayor parte de las fuentes referidas, cuando lo son de manera directa y no a través de repertorios o florilegios, son las ya empleadas en época alfonsí, el periodo con que la corte literaria de Juan II se siente más conectado. Así, en la Coronación, Papías e Isidoro son utilizados de manera no muy distinta a como aparecen referidos en la General estoria. Junto a los autores medievales, la Biblia y sus comentaristas y algunos Padres de la Iglesia, la cohorte romana está formada por Virgilio, Lucano, Séneca, Valerio Máximo, Salustio, César...

La mayor parte de los autores referidos por Juan de Mena iban a ser traducidos al castellano y/o al catalán en el siglo XV, adelantándose en cronología o extensión, en algunos casos, a las nuevas versiones vernáculas del resto de Europa. En este periodo conviven una nueva circulación de los textos latinos, de Lucano, por ejemplo, y de sus traducciones. En efecto, los manuscritos de Lucano supervivientes en bibliotecas españolas son pocos en número y la mayor parte de ellos tardíos (siglos XIV al XV), aunque sabemos que en 1270 Alfonso X pidió prestado al cabildo del monasterio de Albelda un manuscrito de Lucano para hacerlo escrevir y ser usado así en la traducción romance que se insertaría luego en la quinta parte de la General estoria (Fernández Fernández 2015: 197).

Pues bien, desde el punto de vista de la recuperación de los textos clásicos en la España del siglo XV ha de subrayarse convenientemente que no conocemos, a día de hoy, el texto alfonsí, sino únicamente copias de esta parte, en tres ocasiones exenta, y todos ellos testimonios del Cuatrocientos o bien de finales del Trescientos. Uno de ellos, casi con toda probabilidad, perteneció a la biblioteca del marqués de Santillana (Almeida Cabrejas 2006).

Ciertamente, ninguno de los testimonios castellanos podía competir con el bellísimo ejemplar de la Farsalia latina mandado ilustrar en Italia (Milán, Biblioteca Trivulziana, ms. 691)23 con motivos caballerescos anacrónicos al mismo texto latino, por cierto, pero su presencia en un ámbito letrado muy concreto es indicio de la vitalidad de Lucano en el espacio vernáculo.

Insisto de nuevo, la resurrección de los clásicos latinos hispanos no viene condicionada por actitudes filológicas o anticuarías en primera instancia, sino por su equiparación e impostación como españoles y, por lo tanto, como estrictos coetáneos de la producción poética y en prosa vernácula. No en vano, en los testimonios exentos de la Farsalia, desligados de su función en la General estoria, y por lo tanto utilizados como versiones de la Farsalia, sin más, no fueron eliminadas las numerosas interpolaciones en el texto de Lucano que proceden, sin duda, del texto escolar, abundantemente glosado y comentado, del que nace el romanceamiento de época alfonsí.

Recordemos, pues, los pilares sobre los que se asienta la alabanza de Santillana: 1) autor de muchas y claras obras compuestas por él mismo; 2) buscador de tesoros bibliográficos de todo género, muchos de ellos traídos de fuera de España, por no ser conocidos en la Península; 3) maestro de ciencia y sostenedor de sabios.

Del entorno de Santillana proceden, de hecho, varios de esos «honbres muy sabios» que hicieron que las lecturas de la biblioteca de Santillana aprovecharan a otros, como son Pero Díaz de Toledo o Martín de Ávila, entre otros. Pero Díaz de Toledo fue, sin más, el introductor en España de Platón en lengua vernácula (Round 1993), hecho que explica que sea Platón y no Aristóteles quien entre los filósofos inicie en el Triunfo de Diego de Burgos el elogio de Santillana.

La magnificencia de la Biblioteca de Santillana no tiene parangón con la de ningún otro noble castellano de la época, ni siquiera con la del rey Juan II, con la que entraba en franca competencia (cf. Beceiro Pita 2001). Allí, y auxiliado por sus sabios, pudo Santillana leer en numerosos autores antiguos y difundirlos entre sus partidarios. Diego de Burgos destaca su especial afición a Séneca (stf. 106): «Mira el estoico moral cordovés, / Séneca, fuente de sabiduría, / cuyas doctrinas el noble marqués, / no sin gran fruto contino leía».

Leía continuamente, sí, ¿pero en qué textos? Pese al ditirambo de su servidor, desde siempre se ha puesto en duda la capacidad de Santillana para leer y comprender el latín24. Hacia 1454, cuando Santillana escribe una importante epístola a su sobrino, Pedro de Mendoza, el Séneca del que se habla es el vernáculo, no el latino, y se refiere a una traducción de las Epístolas a Lucilio. El sobrino se había interesado, justamente, por la opinión de su tío acerca de la calidad de la traducción, a lo que Santillana contesta que le parece conforme a la letra y el sentido del latín, pero que lo que más importa es que sea obra de Séneca y de moralidad intachable, solo por debajo de las Sagradas Escrituras25.

A juzgar por la pregunta de Pedro de Mendoza, podría pensarse que Santillana poseía la competencia para emitir una opinión solvente sobre la calidad de una traducción del latín al castellano, pero la propia reticencia de Santillana a tratar de ello con detalle parece sembrar ciertas dudas.

De lo que no cabe duda, sin embargo, es de que Santillana, en fecha mucho más temprana, consideraba al entorno regio capaz de comprender el latín. Entre 1434-1437, en efecto, compuso un tratado sobre vicios y virtudes en verso que acabó destinado al príncipe Enrique26, los Proverbios, acompañado de comentarios propios en prosa, que se acrecentaron luego con otros procedentes de la pluma de Pero Díaz de Toledo. Si bien no se menciona el latín, la presencia de Claudiano27, del que no se conocen traducciones, como tampoco de Quintiliano, parecen dirigidas en este sentido:

«¿quál sería tan alta sentencia de Claudiano, de Quintiliano, de Tullio, de Séneca, que esconderse podiesse a los serenísssimos príncipes e de inmortal e muy gloriosa fama, el señor rey, padre vuestro, la señora reina, vuestra madre, el señor rey, vuestro tío, de Aragón?».

(Kerkhof/Gómez Moreno 2003: 374)



La precisión de Santillana es de una gran clarividencia, sobre todo si nos situamos ahora en la privilegiada órbita del Séneca castellano, cuya promoción, si dejamos de lado una versión del De ira en el siglo XIV (cf. Fuentes 2004) y algunos florilegios o colecciones de sentencias, se inicia a instancias del rey Juan II de Castilla y por obra de don Alfonso de Cartagena. Esto es, la rama castellana de la familia mostraría, a través de este encargo, una especial dilección por Séneca, amor patrio del que tampoco se sentiría extraña la rama aragonesa, trasplantada a tierras itálicas.

Un italiano bien conocido por Santillana y su entorno, Giannozzo Manetti, es el autor de las que quizás sean las vidas paralelas más interesantes del Cuatrocientos latino, las Vitae Socratis et Senecae, presentadas al rey Alfonso de Aragón en un importante prefacio (Baldassarri/Bagemihl 2003). La adulación de Manetti convierte a Séneca, a cuyo estudio pensaba dedicarse el rey Alfonso, en príncipe de los filósofos «quem latinorum philosoforum principem [...] constat» (Praefatio 1, 164). Y, por supuesto, Manetti tampoco olvida situar a Alfonso entre la compañía de otros gloriosos príncipes, sus antecesores:

«illos et clarissimos reges, sed Traianum etiam et Hadrianum, Theodosium et Arcadium, Honorium et alterum Theodosium, quos licet ex hispanis parentibus nascerentur, Romanorum tamen imperatores fuisse non dubitamus».

(Praefatio 4, 168)



La Vita Senecae, exenta, había sido compuesta, en primera instancia (1440), para un cordobés que se hizo célebre en Italia, Nuño de Guzmán, que es recordado en las Vite de Vespasiano da Bisticci28. A la relación con este personaje se deben las numerosas alusiones a la ciudad de Córdoba en la Vita. Este mismo Nuño de Guzmán es quien convencerá a Pier Candido Decembrio para la traducción de una obra poco difundida de Séneca, la Apocolocintosis o Juego del emperador Claudio, de la que existe una versión castellana (Madrid, Biblioteca Nacional de España, ms. 18136) a él atribuida, así como la refundición (1445) de la antigua versión del De ira (Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial [BEsc.] T.III.3, con prólogo; BEsc. N.II.8; BEsc. S.II.14). Será a través de los Decembrio, por cierto, que se verificará en España la entrada de la República de Platón (cf. Olivetto 2014), el discípulo de Sócrates que hacía pareja de Séneca en las Vitae de Manetti.

En 1450, y a petición de Alfonso de Aragón, Manetti intitulará de nuevo su Vita, pero para adaptar el opusculum a su peticionario, añadirá un prólogo extenso, una breve conclusión y una vida paralela, la de Sócrates, que constituye una primicia. La Praefatio que acompaña al envío constituye un gran elogio del rey Alfonso, considerado rey humanísimo y benigno a eruditos et doctos viros (Praefatio 2, 164). Las alusiones a sus lecturas en profundidad, Tito Livio, y Séneca, como los hombres de letras de que se rodea (el más ilustre de ellos Lorenzo Valla, que escribirá, entre otras, la vida de su antepasado, Femando de Antequera) justifican no solo la propuesta de una vida latina de Séneca, sino también la presentación de una vida prolixa et amplae frente a las breves et intercisae (Praefatio 3, 166) que por entonces circulaban tanto en Italia como en España (cf. Vaccaro 2016: 12).

Se entiende que quien desde joven, y a pesar de sus numerosas ocupaciones y de haberse preparado para la guerra ha destacado, sin embargo, por su amor a la literatura, la elocuencia y la historia, hasta al punto de haber convertido a Livio y su complejo texto en familiar suyo, estará en condiciones de apreciar el espesor erudito y la riqueza de informaciones de que se compone la vida de Séneca, así como la vida de Sócrates.

Esta última pieza, lejos de la complacencia cortesana de la Praefatio, abandona el tono elegiaco para constituirse en una auténtica ricerca scientífica. A lo largo de su texto, si bien Manetti pretende satisfacer las expectativas de su destinatario original, Séneca es presentado bajo las más diversas luces, tanto positivas como negativas, reuniéndose críticamente todos los fragmentos de la Antigüedad y hasta Petrarca, que es una guía privilegiada para confrontrarlos entre ellos. De esta varia lectio nace un texto dialogante que permite recuperar una época de la antigua Roma, tanto desde una perspectiva histórica como cultural. Asinio Polión, Suetonio, Quintiliano, el compatriota de Séneca, Tácito, Aulo Gelio (como gran detractor del estilo senecano), pero también Jerónimo, Eusebio, Lactancio o san Agustín son convocados como testigos de la vida de Séneca, representativa tanto de los humanitatis studiis (Vita 5, 238) como de lo más alto de la filosofía moral. La Vita acaba por tener un tono apologético, en defensa de la figura de Séneca, pero no por ello oculta las severas críticas que la vida y la obra del preceptor de Nerón recibieron en la Antigüedad.

Finalmente, Manetti no defendía solo las posiciones de un hispano, sino también las de un ciudadano naturalizado romano en virtud de su valor, de donde Séneca es objeto de la admiración no solo de un tibi, Nuño de Guzmán, sino de un nostris, Manetti y sus contemporáneos: «Unde ex cordubensi romanus civis effectus et in senatorum quoque numero susceptus est» (Vita 5, 238). En este sentido, Quintiliano, con quien Séneca rivaliza como compatriota29, y el sobrino de Séneca, Lucano, no dejan de pertenecer a un mismo ámbito, el latino, un mundo común, como ya había hecho ver Petrarca, tal y como subraya Manetti: «cordubensis originis sed romane virtutis» (Vita 29, 268; cf. Rerum memorandarum libri, ed. Billanovich 1943: 2. ext. 6.1-3 y n. 6.2; y Familiares XXIV 6, 7, a propósito de san Agustín: «origine afer eloquio romans»).

No parece, en todo caso, que la Vita de Manetti tuviera una recepción fluida en España. En la península Ibérica, antes de la fecha del envío a Alfonso el Magnánimo, Séneca había alcanzado ya sus más altas cotas de interés. Podemos pensar, incluso, en una remota conexión con Petrarca, Aviñón. La biblioteca del Papa Luna fue especialmente rica en lecturas de Séneca (cf. Pommerol/Monfrin 1991), y no es aventurado pensar que uno de sus familiares, don Álvaro de Luna, el valido de Juan II, y Alfonso de Cartagena, que pertenece a una familia, la de los Santamaría, relacionada con el Papa aragonés, fuera del todo ajena a este influjo. Lo cierto es que, fueran cuales fueran los motivos de su impulso, Cartagena declara que Juan II había sido el promotor directo de una primera traducción de Séneca que desembocaría en el más amplio proyecto de corpus senecano en lengua vernácula de Europa en la Edad Media.

Aunque lejos de la ambición bio-bibliográfica de Manetti, ya Juan de Mena en la Coronación había propuesto un canon de obras senecanas. La mayor parte de ellas quedaría traducida y glosada por Alfonso de Cartagena en el espacio de una década, alcanzando enseguida una difusión manuscrita sin parangón entre los textos romances de la Castilla del siglo XV (Morrás Falcó 2002; Round 2002; Olivetto 2011).

A los empeños de Alfonso de Cartagena serían correlativas otras empresas menores, pero que mantuvieron en pleno apogeo los textos de Séneca hasta el advenimiento de la imprenta, pasando así al caudal de las versiones de clásicos latinos en castellano que alimentaron la cultura española de la primera mitad del siglo XVI.

Juan de Mena, pues, en la visión alegórica que introduce en la Coronación menciona una secuencia magistral que comprende a Homero (fue Juan de Mena el traductor de la Ilias latina, ca. 1442-1444, para Juan II antes de que España contara con la traducción parcial, ca. 1446-1452, a partir de los textos de Pier Candido Decembrio y Leonardo Bruni, de Pedro González de Mendoza, hijo de Santillana; Serés 1997) y Lucano junto al «más excelente poeta que entre los nativos [var.: latinos] ovo» (Kerkhof 2009: 105), Virgilio, a Séneca y a otros «sabios cordobeses» (stf. 37), entre los que se contará a Aristóteles, como antes se ha dicho.

La glosa a Lucano interesa sobre todo por el apoyo en otro hispano, Marco Valerio Marcial (cf. Carratello 1974), como garante de la patria de Lucano: «Este Lucano fue de la gran Córdova, egregia casa de la philosophía, aunque otros quieren que fuese de Luque [var.: Lucena], villa de la muy notable Córdova, así como lo testifica Valerio Marcial en el primero de los sus Epigramatos: "Sicut gaudet dupliçi Seneca {unoque} Lucano facunda Corduva [var.: Duosque Senecas unicumque Lucanum / facunda loquitur Corduva]"» (Kerkhof 2009: 105)30.

En el caso de la glosa a Séneca vandaliano interesa, en particular, el establecimiento de un registro de obras:

«Conviene a saber andaluz, ca Vandalia por Andaluzía se toma, e fue andaluz pues fue de la gloriosa Córdova, sobre todos los morales mayor philósopho, del qual escrive Jerónimo en el libro intitulado Illustrium virorum diziendo: "Seneca cordubensis, Fortunii stoici disçipulus, et patruus Lucani poete, continentissime vite fuit, quem non posuisem in catalogo sanctorum nisi me ille Epistole provocarent, que leguntur a plurimis, Sauli ad Senecam, Senece ad Saulum. Qui ante bienium quam Petrus et Paulus decollarentur, a Nerone interfectas est"31- Deste alto filósofo los libros que fallo qu'él ordenó son los que siguen; los nombres d'ellos: las Epístolas de Séneca a Sant Pablo e veinte e dos libros de las Epístolas que fizo a Luçilio, e otro libro que fizo De vita beata, otros dos libros De dei providençia, otros tres libros De ira, otros siete libros que fizo De benefiçiis, otros libros que fizo De questionibus naturalibus, otros onze libros que fizo De las declamaçiones, otros dos libros que fizo De clemençia, otro libro que fizo De tranquilitate anime, otro libro que fizo De brevitate vite, otro libro que fizo De consolaçione ad Marçiam, otro libro De consolaçione a Polibio, otro libro que fizo De consolaçione {ad Helviam}, otro libro que fizo De moribus, otro libro que fizo De quatuor virtutibus, e por otra manera se puede intitular De copia verborum, otro libro que fizo De studiis liberalibus, otro libro que fizo De remediis fortuitorum, otro libro que fizo de las doze Tragedias, otro libro De ludo Claudi, otro libro que fizo De paupertate, otro libro Contra superstiçiones; aqueste libro (yo nunca he visto: yo nunca vi), pero Sant Agostín en el sesto libro De çivitate Dei muchas vezes lo alega».

(Kerkhof 2009: 106-107)



Si se tiene en cuenta que La Coronación se compone para celebrar el triunfo del marqués de Santillana contra los moros en Huelma (Jaén) en 1438 y que la actividad traductora de Alfonso de Cartagena en torno a Séneca se estima iniciada entre 14301434 y cerrada hacia 1445, el año en que Manetti dedica su Vita Senecae a Alfonso el Magnánimo, es muy razonable pensar que la Vida de Séneca de Juan de Mena no sólo encumbraba al célebre compatriota y conciudadano, sino que establecía un catálogo de libros deseados en el entorno de Juan II.

El vi alegórico de la Coronación se confunde así con el vi del lector o de sus expectativas, como sucede con un texto próximo en el tiempo, el dezir a Juan II de otro secretario regio, Juan Alfonso de Baena, donde se fija, también, un repertorio de lecturas propias de la nueva nobleza en el que la presencia de los clásicos, y desde luego los clásicos hispánicos, aparece privilegiada (cf. Lawrance 1981, y sus más recientes orientaciones 2012).

Las traducciones de Séneca en la península Ibérica y en concreto en Castilla apenas van a mostrar rasgos textuales propios del clasicismo o humanismo: tanto en catalán como en castellano existe traducción de la correspondencia apócrifa entre Séneca y San Pablo, cuya originalidad no se discute (si bien este es un texto residual en Castilla); no se distingue entre los dos sénecas y, en consecuencia, las Declamationes o Controversiae (a través de la tradición excerptoria; Fernández López 2013) se consideran obra del autor de las epístolas. Se mantienen atribuciones ya consideradas dudosas desde tiempos de Petrarca (Seniles II 4, 7-8), como De quatuor virtutibus o Formula de vita honesta de Martín de Braga; en la traducción de las tragedias, ya sea en la versión catalana o en la castellana (Martínez Romero 2016), el comentario de Trevet dirige la lectura, moldeándola sobre las preferencias escolásticas; en las distintas versiones de las Epístolas la mayor parte de los textos ibéricos se sirven de intermediarios franceses e italianos y muestran una notable promiscuidad entre ellos; y en un texto novedoso como De ludo Claudio el intermediario es Pier Candido Decembrio, como se ha visto, o una vieja versión castellana como en De ira. El corpus de las consolatorias no se traduce, pese al auge de este género en la Castilla del siglo XV (cf. Cátedra 1993), en una presencia manifiesta, aunque detrás de los productos de este género sin duda alentaba Séneca, como se aprecia ya en el Tratado de la consolaçión (1423-1424) de Enrique de Villena32.

En este panorama, que representa más bien los hábitos lectores del studium latino del siglo XIV que los del siglo XV, se pone de manifiesto la fractura cultural del mundo ibérico con respecto a su propio tiempo, y la búsqueda de la sabiduría en modelos pretéritos pero contrastados absorbidos por el mundo vernáculo. Franciscanos y dominicos del Trecento, como Luca Mannelli, Nicolás Trevet, Guido da Pisa, Benvenuto da Imola, etc., se instalan, en buena medida, en la forma mentis del illustre volgare castellano hasta, al menos, la muerte de Alfonso de Cartagena, Juan II y Santillana33.

Ahora bien, si ha de buscarse un compromiso entre los viejos modelos y los nuevos, es justamente la figura de Alfonso de Cartagena la que representa la posibilidad de una amalgama paradójica que podemos denominar humanismo escolástico. En el corpus senecano diseñado por Alfonso de Cartagena a instancias del rey, y después del primer paso de la Compilación, esto es, la traducción parcial de la Tabulatio de Luca Mannelli, Cartagena propone traducciones nuevas, de primera mano («sacados enteramente de su original», como dice Cartagena en su prólogo de presentación al Libro de la providencia (Madrid, Biblioteca Nacional de España, ms. 6765, fol. 2v. ofrezco mi propia transcripción), según deseo del propio rey, sobre una importante selección de textos latinos (cf. Olivetto 2011: 63-64).

  • Corpus Senecano de Alfonso de Cartagena
  • Traducciones de Séneca (ca. 1430-1434; hasta ca. 1445) > Juan II, rey de Castilla
  • Obras auténticas:
    • 1. Libro I de la providencia de Dios [De providentia]
    • 2. Libro I de la clemencia [De clementia, I]
    • 3. Libro II de la clemencia [De clementia, II]
  • Obras auténticas con otra titulación:
    • 4. Libro II de la providencia de Dios [De constantia sapientis]
    • 5. Libro de la vida bienaventurada [De vita beata + De otio sapientis]
    • 6. Libro de las siete artes liberales [Epistulae morales, LXXXVIII].
  • Obras apócrifas:
    • 7. Libro de los remedios contra la fortuna [De remediis fortuitorum]
    • 8. Libro de amonestamientos y doctrinas [De legalibus institutis]
    • 9. Libro de las cuatro virtudes [Martín de Braga, Formula vitae honestae]
    • 10. Dichos de Séneca en el fecho de la cavallería [Vegecio, Epitoma rei militaris]
  • Obras relacionadas con la Tabulatio et expositio Senecae de Luca Mannelli:
    • 11. Libro de las declamaciones [Séneca Rhetor, Controversiae]
    • 12. Copilaçión de algunos dichos de Séneca [Luca Mannelli, Tabulatio]
    • 13. Título de la amistança o del amigo [Luca Mannelli, Tabulatio]
    • 14. «Tres hermanas vírgenes» [De beneficiis, I, iii]

Esta nueva traducción-edición nacional de las obras del Séneca hispano constituirá para Cartagena y para el rey un adorno a la «lindeza de la corona de España» (fol. 2v.) y la antigüedad de su poder y linaje. Séneca regresa después de 1400 años a Castilla para hacerse vasallo no de Nerón y Roma, sino de su rey y su nación, España:

«Séneca fue vuestro natural e nasçido en los vuestros regnos, e tenido sería si vivo fuese de vos fazer omenaje. E pues catorze çentenas de años que entre vos e él passaron non le consintieron que por su persona vos podiese servir, sirvan vos agora sus escripturas. E aunque avedes grande familiaridad en la lengua latina e para vuestra informaçión bastava leerlo como lo él escrivió, pero quisistes aver algunos de sus notables dichos en vuestro castellano lenguaje, porque en vuestra súbdita lengua se leyese lo que vuestro súbdito en los tiempos antiguos conpuso, ca non vos contentastes de lo vos entender si por vos non lo entendiesen otros. Muestra muy çierta de exçelso e grand coraçón, ca quanto mayor es la bondad tanto es más comunicable. E como de algunas copilaçiones nuevas que de las obras de Séneca mucho en uno ayuntaron vos pluguiese[n] algunos dichos, mandastes [fol. 2r.] a mí que los tornase en lenguaje, non por la horden que ellos estavan escriptos, mas como acaso venieron. E porque aquellos heran cortados por el copilador segund a su propósito entendió que complía, quesistes ver algunos otros sacados enteramente de su original. E escogistes entre todos el libro que se llama De la providençia de Dios, prudente por çierto e discreta elecçión, ca ¿quál primero se deve leer que aquel que fabla de Dios, que es el primero prinçipio?».

Este fondo patrimonial es el que más de quinientos años después pretendemos recuperar ahora en el Proyecto de Investigación «Alfonso de Cartagena. Obras Completas». Con su publicación y estudio se recuperará la empresa de mayor envergadura concebida en la Edad Media en torno a Séneca en el ámbito de las lenguas romances.