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Escribir con la lengua. Las genealogías de Margo Glantz

Adriana Kanzepolsky



«Sin cocina no hay pueblo. Sin pan nuestro de cada día tampoco».



Margo Glantz, Las genealogías                




«Cada lengua es como la casa del recuerdo y del secreto, habitada por un grupo humano determinado».



George Steiner                






En su ensayo sobre Álvar Núñez Cabeza de Vaca («El cuerpo inscrito y el texto escrito o la desnudez como naufragio: Álvar Núñez Cabeza de Vaca»), Margo Glantz cita un fragmento de los Naufragios, en el que al enumerar sus actividades entre los indios que habitaban la península de la Florida, el náufrago cuenta: «Otras veces me mandaban roer cueros y ablandarlos. Y la mayor prosperidad en que yo me vi allí era el día en que me daban a raer alguno, porque yo lo raía muy mucho y comía aquellas raeduras y aquello me bastaba para dos o tres días» (1992: 84). Con agudeza, Glantz lee en esta cita, en la que vincula raer, roer y rumiar -actividades imprescindibles para la alimentación y el sustento de ese sujeto en aquel momento-, una metáfora del modo como la memoria trabaja, y también lee en el recuento de esos quehaceres una metáfora de la preparación del soporte para la escritura -el pergamino- que servirá de base para que Álvar Núñez elabore más tarde su «rescate»1 y se reintegre así a la civilización española.

Aunque en apariencia distantes de Las genealogías, libro que Margo Glantz escribe a lo largo de muchos años para indagar la inestabilidad que reconoce como condición propia -«Y todo es mío y no lo es y parezco judía y no lo parezco y por eso escribo -éstas- mis genealogías», dice en el Prólogo- y que alcanza una edición definitiva en 1997, tras la muerte de su madre, pienso que tanto la cita como las reflexiones de la autora al respecto son, de algún modo, si no una clave de lectura para el mismo, al menos, un buen punto de partida. Y señalo esto en varios sentidos: en principio, porque al igual que en los Naufragios en Las genealogías la memoria también trabaja con restos de recuerdos propios y fundamentalmente de la madre y del padre de la narradora sobre los que el texto vuelve una y otra vez; recuerdos que rumia podríamos decir apropiándonos del verbo que ella utiliza al hablar de Álvar Núñez, y rumia para devolverlos convertidos en escritura, es decir, en otra cosa y lo mismo.

Los recuerdos son masticados otra vez y devueltos a la boca y de la boca de los padres a la mano de Glantz que los torna escritura y así construye su «rescate», cuya función ahora no es la de obtener un reconocimiento por los servicios prestados como en el caso del cronista, sino que aquí la escritura es «rescate» en tanto intento de reterritorializar a los padres exiliados en ese texto que escribe «con ellos» grabador en mano. Pero creo que hay más, no se trata únicamente de rumiar sino también de roer, de «raspar una cosa con los dientes, arrancando algo de ella, como hacen los perros con los huesos» (María Moliner). No sólo los recuerdos masticados y, quizás olvidados, se vuelven a masticar y a roer, a veces con chirridos, sino que los dientes roen la lengua, las lenguas, mejor dicho, de los recuerdos, transformándolas en una lengua diferente, la del texto en la que los tres idiomas matriciales (ruso, idisch y español) se intersectan de modos diversos en este relato, donde comida, lengua y escritura son elementos inescindibles. Y, si como dije, el libro reterritorializa a los padres exiliados es porque también como Álvar Núñez ellos son o fueron una suerte de náufragos, faltos de territorio -aunque, anteriormente, la pertenencia al mismo haya sido ilusoria-, de lengua, porque al llegar desconocen el castellano y tienen un vínculo precario con el idisch y, hasta cierto punto desnudos, porque como inmigrantes en México sus ropas y/o su aspecto es inadecuado, lo que los expone en demasía, ya sea a la risa o a la agresión.

«El inmigrante y el hijo del inmigrante se piensan en términos de lengua, son su lengua», escribe Sylvia Molloy en uno de los capítulos de Varia imaginación. La afirmación de Molloy parece ser una verdad para todo y cualquier inmigrante; si ya no el físico o la ropa, la lengua es lo que inmediatamente delata al inmigrante como un extranjero, lo vuelve blanco de preguntas, lo señala como diferente; determina también la relación con la generación nacida en otra lengua y otra tierra2, con la que a veces no existe un idioma común, o porque los padres no son diestros en la lengua de la tierra de exilio, o porque los hijos apenas conocen el idioma parental, o lo conocen mal o sólo en lo referente a asuntos domésticos, los retos y los nombres de las comidas, como relata Glantz en el capítulo LV3.

A partir de ambas citas, me interesa leer tres aspectos que se intersectan fuertemente en Las genealogías: en principio, la vinculación que el texto postula entre comida y lengua; en segundo lugar, la función que en esas biografías les cabe a los tres idiomas que llamé matriciales, así como la imagen que el texto delinea de las mismas, lenguas, éstas, que rumian y roen los recuerdos y que en sí mismas son memoria y, por último, me gustaría comentar brevemente el lugar que ocupa la narradora en tanto una suerte de intérprete/traductora o «lengua/faraute» para valerme otra vez de unas categorías de las crónicas de la conquista sobre las que la propia Glantz ha reflexionado y que me resultan sugestivas a la hora de hablar de este texto híbrido, no sólo por el varias veces explicitado lugar intersticial de la narradora sino por la multiplicidad de géneros que lo constituyen4.

En uno de los fragmentos de Cielos de espanto, libro en el que reconstruye su infancia durante el fascismo, Aldo Zargani cuenta que hacia 1943, época en que estuvo refugiado en un colegio de curas tenía presente poco de los rituales judíos, ya que no pertenecía a una familia religiosa pero observa que, sin embargo, «[...] recordaba algunos sabores, aquéllos que en el judaísmo hacen conocer antes con la boca que con el pensamiento la magia de la fiesta» (2002: 143). El recuerdo de Zargani habla de la asociación que en el judaísmo existe entre comida y ritual como forma de actualización de la memoria. Asociación que, como se sabe, ha sido trabajada entre otros por Yosef Haym Yerushalmi, quien a propósito de la celebración de la Pascua judía, donde el valor simbólico de los alimentos es nodal, anota «Tanto el lenguaje como el gesto se orientan a desencadenar no tanto un salto de la memoria como la fusión entre el pasado y el presente» (64: 1992), o por Gerard Haddad, quien en Comer o livro. Ritos alimentares e função paterna da un paso más allá y entiende la asociación que en el seder de Pesaj y en el de Rosch Hachana se produce entre el significante que designa a los alimentos y el voto que su ingesta propicia como un gesto en el que el alimento se torna letra, lo que convertiría a esa comida ritual en un «banquete de palabras» o de modo más literal en «comer escritura en común».

Ya en el Prólogo, Glantz se sitúa en un espacio intersticial entre el judaísmo y el no judaísmo, espacio construido mediante un relato que, abigarrado, cuenta la posesión de algunos objetos judíos heredados -un shofar, un candelabro de Jerusalén- para inmediatamente minar esa pertenencia o esa señal de identificación, al aclarar que el candelabro «aparece al lado de algunos santos populares, unas réplicas de ídolos prehispánicos [...], unos retablos, unos ex votos» (1997: 20), etc. Pero esta continuidad explícita entre los símbolos del judaísmo, del catolicismo y de la cultura prehispánica no parece ser prueba suficiente del entrelugar en que se sitúa o se reconoce, por lo que el texto avanza y, valiéndose del mismo procedimiento enumerativo y abigarrado, la escritora delinea su vinculación con el judaísmo a partir de una serie de predicados negativos, que si no la dejan completamente afuera de éste, ya que hay «una parte aletargada de [sí] misma, la que [le] toca de cercanía con [su] padre» que la atrae, la sitúan en un zona de ajenidad. Es así que antes del primer capítulo, la narradora cuenta que no sólo no estudió hebreo, como su padre, ni estudió la Biblia, ni el Talmud, no sólo no nació en Rusia, no sólo no es varón sino que tampoco fue al jeder, ni le pertenecen las ordenanzas de las fiestas religiosas, ni recuerda a su madre llevar el tcholnt a la panadería el viernes por la tarde para que se mantuviera tibio. Es decir, no es rusa, ni varón, ni religiosa, ni erudita, ni sigue los preceptos dietéticos pero, al igual que Zargani niño, cuenta que conoció «los bellos jales que se ofrecían en una panadería con letras hebreas orgullosas de una mercancía trenzada que se ha agregado a nuestros panes [...]» (1997: 18) (las últimas cursivas son mías), y también recuerda con deleite las galletitas con alma de membrillo o las rosquillas trenzadas de chocolate que salían del horno tibio de esa misma panadería familiar.

Desde el comienzo, entonces, o desde antes del comienzo, en el Prólogo, la memoria del judaísmo y sobre todo la de aquel fragmento con el que puede identificarse está asociada a la comida y a las letras hebreas que la nombran. Memoria gozosa que, sin embargo, no cede y preserva su entrelugar cuando afirma que los panes trenzados se han agregado a «nuestros panes», y por nuestros se entienden, claro, los panes mexicanos.

Si bien es cierto que el Prólogo sienta las bases de ese lugar de enunciación intersticial, que se confirma en el transcurso del texto en una serie de episodios o de comentarios, que la dejan siempre un poco al margen o mal parada ante su padre5, no es menos cierto que la comida judía y los hábitos gastronómicos son en buena medida el núcleo en torno al cual construye el relato de infancia y las memorias familiares, un movimiento que la escritura despliega mientras registra la ingesta de comida ruso judía en los encuentros que mantiene con Jacobo y Luci Glantz durante meses y que serán la base de Las genealogías.

Como lo he planteado en otra ocasión6, en las remisiones que el libro hace a esas reuniones es constante la referencia a los alimentos, a la escena en la mesa, a los vasos de té con mermelada de fresas, a los blintzes, al strudl, al ruido de las cucharitas al depositarse sobre los platos, a la cantidad de azúcar consumida, etc. Por lo que el acto cotidiano de sentarse a la mesa y comer comida de Europa oriental presentifica el recuerdo, es en sí mismo memoria y genealogía. Tal como señalaba Yerushalmi en el párrafo que cité más arriba, comer en estos encuentros produce un salto de la memoria, presentifica el recuerdo y no sólo lo verbaliza.

Pero si como creo, una de las identificaciones de Glantz con el judaísmo se da a través de los hábitos alimentarios, me interesa leer ahora cómo en la reconstrucción de las memorias parentales la escritura, la comida y las actividades en torno a la misma, son prácticas entre las que puede postularse una relación metonímica y a veces sustitutiva, lo que de algún modo vuelve a tramar relaciones entre este texto y aquel fragmento de los Naufragios que mencionábamos más arriba.

Valiéndose de una estrategia que se repite en Las genealogías, el capítulo LI no establece jerarquías temáticas y se desliza de una reflexión acerca del funcionamiento de la memoria a una afirmación que se interna contundente en la domesticidad de esa familia de inmigrantes. Escribe Glantz:

Dicen que la memoria «se porta a sí misma» y quizás esto se aplique también a los olvidos. Quizás haya memorias repetidas, contadas en la mente de cinco o seis maneras, apenas con variantes, como los múltiples relatos donde muere Miguel Páramo. La canasta de pan es infalible y también los dientes que han de masticarlo, panes y dientes cabalgan al unísono y acompañan siempre a los demás oficios.


(1997: 162)                


Si hay alguna certeza en estas memorias, si hay algún núcleo duro en estos recuerdos, por lo demás repetidos y contados con variantes, ese núcleo se aloja alrededor de la boca. En la venta de pan -en tanto sinécdoque de cualquier comida- y en los dientes que no sólo han de masticarlo, como dice ahora, sino que también en algún momento fueron un modo de ganarse la vida, de «ganarse el pan», ya que el de dentista fue uno de «los demás oficios».

Las genealogías se abre del siguiente modo: «Prendo la grabadora (con todos los agravantes, asegura mi padre) e inicio una grabación histórica, o al menos me lo parece y a algunos de mis amigos. Quizá fije el recuerdo» (1997: 22) (Las cursivas son mías). Entre la confianza y la duda Glantz declara su propósito: la posibilidad incierta de fijar el recuerdo, de delimitar lo que alguna vez han sido esas vidas presididas por la errancia; una errancia que si se inicia con el gran viaje que lleva de Europa a América, prosigue en la ciudad de México por la continua mudanza entre distintos barrios y profesiones.

La presencia del grabador y la acotación inmediata del padre, que la escritura registra en un movimiento que el texto repite innúmeras veces y que le confieren la gracia ligera que lo caracteriza, expone las condiciones de esa memoria. Estamos ante una memoria oral que se graba y que después, por intermedio de la narradora, se transforma en ese género escurridizo que son las memorias escritas. Se trata, por lo tanto, de una memoria compartida que se hace en el habla, en la boca de esos otros que son sus padres. O, para ser más precisos, es una memoria a tres, que se abre y despliega en una extensa conversación puntuada por los recuerdos de la propia narradora y por una serie de reflexiones que intercala a propósito del judaísmo, y escandida también por comentarios que se repliegan sobre el funcionamiento específico de la memoria en este texto; es decir, comentarios que no tienden al ensayo o que no lo tienen como objetivo primero sino que sólo constatan, en el acto de volver sobre el propio texto, el hacerse de las memorias y la escritura o de las memorias en la escritura.

Volvamos a «escuchar» el comienzo de Las genealogías. «Pongo la grabadora» -dice Glantz- «con todos los agravantes» -dice Glantz que dice su padre-. En la frase de apertura no encontramos únicamente la voz del padre que instaura el juego sobre la lengua, al volverla sobre sí misma para minar el sentido primero y apuntar otro a partir de la homofonía7, un juego que -como señalamos- se reitera en el texto sino que esta sentencia pauta las condiciones de la memoria en el libro. La palabra agravantes, proferida por uno de los interlocutores y que la narradora se apresura a reproducir, permite suponer, desde la falta de gravedad del chiste, que ella preanuncia y sintetiza los deslices entre la oralidad y la escritura, la selección que la narradora lleva a cabo sobre ese material «en bruto», el montaje de los fragmentos, las variantes que recoge en un relato que, como dije, pasa de la boca a la mano y que se define por la imprecisión, el abigarramiento, la superposición de capas de pasado, la intromisión del presente, la repetición y la aparente aleatoriedad para nombrar sólo algunos de sus rasgos constitutivos.

Es, entonces, en el marco de esa cuidadosa y calculada aleatoriedad, en la que el origen de los recuerdos es incierto como es incierta la desprestigiada cronología histórica, ya que los documentos se han hecho trizas, precariedades frente a las que Glantz se describe como voraz, con la voracidad de un buitre que se aprovecha de cualquier dato nuevo, donde emergen las relaciones que el texto traza entre comida y lengua.

Cuenta Glantz, todavía en el párrafo inicial, que la madre le ofrece blintzes con crema -recordemos que se trata de la primera reunión y que las referencias a la comida reaparecerán en todos los encuentros de lo que se convertirá en una «escena habitual» que cruza comida, conversación y recuerdos- e inmediatamente después de traducir blintzes por crepas, escribe entre paréntesis «(el queso lo hace sobre todo ahora que ya no tiene un restaurant que atender y mi padre hace poesía "muy interesante")» (1997: 22). En apariencia intrascendente, la frase nos informa que en la vejez la madre cocina y el padre escribe, actividad que la narradora no se toma muy en serio, ya que se distancia del habla paterna entrecomillándola. Nos informa también que la cocina fue un modo de ganarse la vida. Hasta aquí las dos actividades se presentan disociadas y ofrecen un retrato bastante previsible y tradicional, diría: la mujer dedicada a las tareas domésticas y el hombre con alguna veleidad intelectual. La imagen, sin embargo, no es ni justa, ni precisa.

El capítulo XXV se cierra con la contundencia de una información triste e irrefutable: «Mi padre murió una madrugada del 2 de enero de 1982» (1997: 92), cuenta severa Margo Glantz. Antes de eso, las cuatro páginas y media que preceden la noticia reproducen una conversación entre la narradora y su madre. Entre almuerzo y sobremesa, el capítulo gira en torno a la comida y la lengua. Primero la comida del barco que, a pesar de estar hambreada, la madre no soporta, un inconveniente que sortea por la solidaridad de otra pasajera por cuyo intermedio consigue «arenque con vinagre y cebolla»; de la comida en el barco, la conversación se desplaza al arribo a México y al relato de la extrañeza y la posterior adaptación a los utensilios de barro, y de pronto, como de la nada, o del fondo de la memoria, la madre suelta: «-Y así aprendí a hacer el strudl».

¿Así, cómo? se preguntan el lector y la narradora. Reunidos los fragmentos de la conversación, la causa se atisba. Porque no sabe idisch o no sabe lo suficiente como para poder dar clases a los niños judíos en esa supuesta lengua franca en el exilio, Luci Glantz comienza a vender strudl. Es decir, que la venta de comida judía se presenta como un oficio sustitutivo al de la enseñanza, la venta de comida se ejerce porque se carece de lengua para ejercer el magisterio, aunque han llegado a México provistos no de ropa sino de una canasta de libros -según dice-. Pero, mientras vende el strudl, que prepara en un horno precario, aprende el idisch culto, un aprendizaje que se realiza por la intermediación del ruso, idioma al que Jacobo Glantz traduce los autores de esta lengua poco conocida y que serán el puente para la escritura y la integración comunitaria.

Si la madre carece del idisch que le hubiese posibilitado un trabajo acorde a sus conocimientos, es también la indigencia de lengua, el completo desconocimiento del español y la inutilidad del hebreo o el ruso que eran sus lenguas de poeta, el motivo por el que Jacobo Glantz comienza a vender pan en el baúl que había llegado de Rusia con sesenta kilos de libros, al que con el tiempo trueca por una canasta que se adapta a los usos locales. Paradójicamente, y desde la perspectiva del recuerdo materno, es la falta de español y la compasión que esa indigencia provoca en los mexicanos lo que le permite formar una clientela y ganarse la vida.

La narradora remata el relato de esos tránsitos con el siguiente comentario: «Así cumplió mi padre con los preceptos bíblicos y ganó el pan con el sudor de su frente». Frase que al extremar la literalidad de la sentencia bíblica la disloca de su gravedad y la pone en entredicho, volviéndola una afirmación que va de la comicidad a la ironía, entre otras cosas porque sabemos que quien cargaba las canastas con pan solía ser un indio, mientras, muchas veces, Jacobo Glantz se quedaba en un banco leyendo poesía en español, masticando lentamente la nueva lengua.

La continuidad que el texto traza entre comida y lengua se extrema unos capítulos más adelante cuando, a través de una suerte de canon entre la narradora y su padre, nos enteramos que al llegar Jacobo Glantz a México no le servían ni el ruso, ni el hebreo, por lo que tuvo que aprender a escribir en idisch. Escribe la narradora: «El ruso era su lengua de poeta, pero siguiendo un precepto judío que decide que cuando no hay que comer la bendición es de balde, decidió orar en el idioma que tenía más a la mano, o a la lengua» (1997: 124). Inmediatamente, el padre repite la información: «-Empecé a escribir en yidish, porque beleiz breira, es decir, no tenía otra alternativa. Si no tenía nada que bendecir, porque no había ni pan para comer, comencé a comer en idisch» (1997: 124)8. No se trata aquí de vender comida porque se carece de lengua sino ya de comer en la propia lengua o, mejor dicho, de comer la propia lengua.

Lo que vuelve particularmente sugestivo a este fragmento es la literalidad de la imagen, que liga indisociablemente desde el propio cuerpo cultural del judaísmo -la máxima en idisch que el padre recuerda- la escritura con el cuerpo. Por más asociaciones metafóricas que las afirmaciones de padre e hija evoquen, aquí se enuncia que se come en una lengua, lo que en el caso de un escritor significa que se come una escritura9. Quiero decir que, tal como en la lectura que ella hace de los Naufragios de Álvar Núñez, en la biografía del padre, la escritura pasa por el cuerpo, inscribiéndose alrededor de la boca y de los dientes que mastican el pan y la lengua.

Es verdad que la venta de comida se presenta como una sustitución de una actividad ligada a la lengua como la enseñanza, y que forma parte de una serie de sustituciones que la vida de inmigrante impone, pero también es cierto que en Las genealogías la persistencia del tema del alimento ligado al habla y a la escritura no es ni casual ni inocente. Pienso que, en buena medida, la insistencia en esta relación excede la singularidad de las biografías narradas y se debe al lugar que el cuerpo ocupa en la poética de Glantz, a su obsesión declarada por fragmentos del cuerpo que estaría en el origen de su escritura. Me refiero a los cabellos, los pies, pero también a los dientes que comen el pan, que mastican las lenguas y que son juguetonamente arrancados por el padre cuando oficia de dentista10. Sin embargo, a diferencia de otros textos en los que el vínculo entre cuerpo y escritura está marcado por el sufrimiento -y pienso, sobre todo, en los ensayos sobre la escritura religiosa y la corporeidad de las monjas- al detenerse en el vínculo entre comida y escritura, Las genealogías postula una relación primaria y gozosa. Para cerrar el comentario, podría afirmarse que en este texto Glantz no ha escamoteado el cuerpo, ni el suyo, ni el de sus padres, porque al reconstruir sus memorias escribe también el libro de las memorias de esos cuerpos anclados en sí mismos, ya que como dice en el párrafo final, al interrogarse acerca del territorio hallado por la madre tras la muerte del padre:

Es [...] probable que su verdadero territorio, el de ella y el de mi padre, fuese su propio cuerpo, ese cuerpo finito, reducido, llagado con el que murió, ese cuerpo que alguna vez fuera armónico y hermoso, ese cuerpo en el que me alojé alguna vez, ese cuerpo que me permitió ser lo que soy.


(1997: 240)                


De cierto modo, al final de Las genealogías Glantz regresa al punto de partida pero lo hace en otro tiempo, el tiempo de los muertos, porque al fallecimiento del padre acaecido en 1982 le ha sucedido la reciente muerte de la madre que clausura definitivamente el relato. Retorna también en otro registro, el del ensayo moldeado en el dolor por la pérdida de la madre, un acontecimiento del que surge «La (su) nave de los inmigrantes», la adenda que ya mencioné. ¿En qué sentido, entonces, puede afirmarse que el texto vuelve al comienzo? Diría que retorna a la escena de apertura pero desplazada, haciendo explícita su dificultad para hablar de la memoria judía sin las voces de esos otros que hicieron el libro junto con ella. Retorna, después de haberlo concluido y paradójicamente comprueba una imposibilidad, que le hace decir: «Me es difícil hablar de la memoria judía, así en bloque. Puedo, quizá, aferrarme a una vivencia parásita, la de mis padres, ahora reducida, muy reducida, a la de mi madre, para intentar comprender estos términos» (1997: 233). Si el texto se abre con un «quizá fije el recuerdo», se cierra, después de haberlo hecho, con la constatación de una incapacidad que le atañe, la dificultad de hablar de memoria y judaísmo sin contar con el soporte de las voces de esos otros que sí sabían porque habían tenido la experiencia de la que ella carece desde el momento en que vio la vida entre las marchantas de La Merced -en el espacio del exilio parental- y no en Rusia. Por lo que es sólo a condición de que los padres rumien en su memoria y la rumien, reconstruyéndola en la imperfección de las tres lenguas por las que transitan que la fijación precaria de esas vidas es posible. Una proceso que se da en el hacerse de la conversación y la escritura, en la movilidad de ese texto que de algún modo remeda la errancia de sus vidas. Tanto es así, que incluso el epílogo/ensayo sobre la memoria glosa fragmentos del habla materna, proferidos en lo que Margo Glantz llama «su propio idioma tan peculiar, perfeccionado por los años», al que ahora distingue con el uso de la cursiva, en una operación que definitivamente transforma esas lenguas, que a lo largo del texto se intersectan en el humor paterno, en las referencias a la cotidianeidad de la madre y en los comentarios de la narradora, en dos territorios lingüísticos y culturales diferentes.

¿Qué lugar le cabe entonces a la lengua entre el primer capítulo y ese epílogo melancólico que pone en escena «el arte de perder»?

En principio cabría señalar que el vínculo con el ruso, el español y el idisch se cuenta en dos niveles. Por un lado, a nivel temático, en la evocación de situaciones que remiten a la adquisición o pérdida de esas lenguas que atraviesan la vida de los padres. Son relatos, cuyos episodios se articulan sobre la relación de Jacobo o Luci Glantz con alguno de estos idiomas y que giran en torno al malentendido, o al sorteo de dificultades en el aprendizaje del español o del idisch o que, por el contrario, se detienen en la descripción de una serie de movimientos que ellos llevan a cabo para «paliar» la extrañeza lingüística y cultural ante el nuevo país. Por otro lado, la vinculación con esas lenguas se narra en la textura misma del discurso, en el que se cruzan el español de la narradora con el español, el ruso y el idisch de los padres. Tres lenguas, en cuya singularidad y diferencia se insiste a través de una operación sistemática de traducción. Si es cierto que, la mayoría de las veces, la versión en castellano le cabe a la narradora, también es verdad que en el transcurso de la conversación los padres se traducen para garantizar la exacta correspondencia entre lo que han dicho y aquello que se ofrecerá como escritura11. Por lo que la traducción no sólo no es unilateral sino que pone en escena a tres sujetos que alternativamente poseen un saber y algunas ignorancias y también vuelve acto aquello que Sergio Chejfec nombra como una naturalidad, el hecho de que para los judíos «no hay nada más fácil que aceptar distintos nombres para las mismas cosas» (2003: 15).

Como en el relato de vida de cualquier inmigrante, en las biografías que nos ocupan, la lengua se presenta, en un primer momento, asociada a un sentimiento de pérdida. Jacobo y Luci Glantz han dejado atrás el ruso, su idioma materno, un bien perdido con el que en adelante tendrán que convivir y cuya falta intentarán sortear por medio de dos movimientos paralelos: aprender idisch porque «la comunidad mexicana era muy joven y sólo hablaba yidish», es decir, todavía no había hecho suyo el castellano, y acercarse a otros inmigrantes rusos, judíos o no12, con los que construyen un nosotros frente al otro mexicano, tal como extensamente lo explica Glantz en «La (su) nave...».

Si han perdido el territorio, los Glantz intentarán reerguirlo o erguir uno nuevo valiéndose del idisch por el que acceden a una vida social y cultural comunitaria; lengua traída a medias de Europa en la que se comunican con otros judíos, en la que el padre escribe en México y que se torna vehículo de literatura y espectáculo para ambos. Mientras tanto y, a medida que aprenden el idisch, el ruso se transforma en una lengua secreta, privada, el idioma del amor y también en una suerte de contraseña que posibilita la vinculación con otros exiliados del «antiguo y propio territorio», un universo del cual las hijas quedan casi completamente excluidas.

Podría decirse entonces que, en alguna medida, el libro despliega una escena de aprendizaje, el del idisch13, pero también que no se trata de un aprendizaje tranquilo, sino por momentos ripiosos, dada la cantidad de variantes de esta lengua con las que les toca convivir en el nuevo espacio14. Variantes de diversos lugares de Europa en las que persisten las marcas de las respectivas lenguas maternas, por lo que el espejismo de este idioma como una lengua franca que posibilitaría la fluidez del intercambio entre judíos de diversas procedencias se astilla en Las genealogías. Para apropiarme de una cita de Alicia Borinsky y sustituir Argentina por México, señalaría que la compleja relación con el idisch que el texto desarrolla, evidencia que «En [México] como en Europa, estos judíos son otros entre sí y para el mundo de afuera»15. Es así que esa dificultad ante la lengua conocida y nueva a un tiempo se manifiesta, por ejemplo, en la extrañeza que le produce a la madre el teatro idisch, ya que divergía tanto del teatro y la ópera de Odesa a los que estaba acostumbrada. O, también, que el carácter de lengua estrictamente doméstica del idisch -y por lo tanto constreñida al ámbito de la oralidad- se pone de manifiesto en un recuerdo de Luci Glantz, quien cuenta el susto que se pegó su madre al recibir una carta que le enviara escrita en ese idioma. La falta de identificación entre el idisch y la escritura es tanta, que la abuela cree que Luci Glantz ha muerto y sólo se tranquiliza al recibir una respuesta en ruso. Con el transcurso de los años, sin embargo, el aprendizaje se realiza y el idisch se establece como lengua de sociabilidad y cultura, al tiempo que se potencia como idioma que dice la domesticidad.

Dije más arriba que en Las genealogías los recuerdos vuelven a la boca en las tres lenguas matriciales para cuajar en una cuarta que es la lengua del texto, donde confluyen de modos diversos. Escrito en castellano -el castellano de la narradora- el texto está horadado por el ruso y el idisch, palabra con la que no quiero aludir a una herida sino a una impureza constitutiva y lúdica. Desde el horizonte del castellano, Las genealogías se hace en el desvío constante hacia el idisch, en el cuidado por la precisión de las expresiones en ruso y en un castellano de México que se presenta burilado por la constancia del chiste lingüístico proferido por el padre, o por los comentarios de la autora/narradora sobre las hablas familiares, como se hace también en el castellano de la madre deformado por la sintaxis del ruso.

Del mismo modo que Jacobo Glantz «subía y bajaba» por las tres clases del barco que lo había traído a América, al hablar de sus recuerdos, su lengua «baja y sube» con igual intimidad y desparpajo por el castellano, el idisch y el ruso; deslizamientos que vuelven una lengua sobre la otra o que sólo espejean el español para deformarlo y así provocar la sonrisa o aligerar la tragedia, como cuando luego de un relato sobre los pogroms, comenta: «-No eran judíos [...], estaban jodidos», afirmación que cierra la tercera genealogía.

El primer capítulo es pródigo en ejemplos del tránsito paterno entre las lenguas, que se instaura ya en el diálogo sobre su infancia y dicta, desde el comienzo, el tono menor que preside el relato. Ante la pregunta de Glantz por su niñez rusa, el padre responde: «-Jugaba, comía y les buscaba el pupik -(ombligo), aclara Glantz- a las niñas. Nadie me ombligaba» (1997: 22). «¿Qué edad tenías», insiste Glantz impertérrita, «-La edad media», responde impasible el padre. O un poco más adelante, cuando al hablar del comercio familiar en Rusia, consistente en la importación de productos de Singapur, Margo Glantz pregunta: «-¿De qué país es Singapur?», «Chingapur», responde el padre, con lo que la lejanía del Oriente se vuelve lugar conocido al confundirse con el insulto mexicano por antonomasia16.

Tal vez el final del capítulo LII condense el lugar paradójicamente preciso del ruso y el español en este texto. Escribe Glantz:

Ahora empieza a recitar en voz baja. Sigue sonriendo y de repente me dice muchas palabras altisonantes e ininterrumpidas. Las oigo como quien ve llover, no entiendo nada, está hablando en ruso. Cada vez lo hace más seguido. Recapitula y recita ahora en español, la primera poesía que escribió al llegar a México [...].


(1997: 166)                


Si en el transcurso de la vida en América el idisch se tornó lengua imprescindible e íntima, si el castellano es la lengua en que se vive en la cotidianeidad y que posibilita la comunicación con las hijas y el entramado con la vida cultural de México, el ruso vuelve en tanto lengua que acuna en la vejez y, como desde siempre, deja a la narradora afuera, pero no ya con la incomodidad que le generaba cuando niña porque esa lengua resguardaba un secreto que la excluía, sino que ahora se ha convertido en una suerte de ruido, dado que finalmente el padre «recapitula y recita en español», que es como decir, recapitula y vuelve a México.

Pienso que una de las características más instigantes de Las genealogías y también aquello que lo torna un texto sumamente complejo en su aparente simplicidad es el hecho que él propone un ejercicio de escucha. Diría que en estas memorias, al recuperar las hablas parentales, Glantz deja oír una cultura y una literatura. ¿Pero cómo llevar a cabo esta tarea cuando la cultura y la literatura que se quieren dar a oír se dicen en otra lengua y en otra sensibilidad que la del lector a la que el libro está destinado? En principio, la respuesta es previsible: recurriendo, claro, al viejo ejercicio de la traducción. Y es la de traductora una las funciones que la narradora cumple en el texto.

«Traducir -escribe Perla Sneh- es leer con diferencia, es leer en una lengua lo que se añora en la otra, es experimentación y pasaje de una frontera». Entre la frontera del español y del idisch, la narradora traduce e interpreta. Traslada a la orilla del español mexicano el ruso y el idisch parentales, como traslada también al universo cultural mexicano sus hábitos gastronómicos y culturales17. Y, al traducir, interviene como «lanzadera entre dos culturas diferentes» (Glantz, 2003: 119), es decir, «se entremete» como una faraute, corrigiendo, interpretando, acrecentando datos históricos que contextualizan los recuerdos fragmentados. Dice en el paréntesis castellano lo que originalmente escribe en cursiva en idisch o ruso. De la cursiva al paréntesis, el texto fluctúa entre dos ámbitos lingüísticos y genera la lengua híbrida de la escritura. Pero si la traducción de una lengua a otra se «resuelve» a través de una marca gráfica y de un paréntesis, ¿cómo hacer legible, como entender o imaginarse la realidad que los padres han dejado en Europa y que tanto ella como el lector desconocen? La única alternativa parece decir Glantz se encuentra en la recurrencia a la literatura, ya sea rusa o idisch. Es así que para entender al abuelo, basta con leer a Isaac Bashevis Singer, para imaginarse lo que los padres recuerdan, debe acudir a Isaac Babel, o para explicarse ciertos aspectos de la vida de los judíos apela una y otra vez a Kafka. Nuevamente, esta intérprete imperfecta, que no sabe prácticamente idisch, que lee la literatura rusa en traducciones, al recurrir a la literatura remeda, para subvertirla, una estrategia de las Crónicas de la conquista. Si, como dice, «[...] estar al otro lado del océano revoluciona el signo» ahora, la estrategia narrativa también se invierte y, a diferencia de los cronistas, la narradora no construye una analogía entre la nueva realidad americana y el conocido referente europeo, sino que valiéndose de la ficción, traslada a la realidad y a la lengua mexicanas el universo europeo.


Entre orillas

«Ahora me paseo por la orilla del mar, sobre una arena más lisa y más amarilla que el fuego. Cuando me paro y miro para atrás veo la guarda entrecruzada de mis pasos que atraviesa intrincadamente la playa y viene a terminar justo bajo mis pies». (1982: 87) La imagen es de Saer y abre «El intérprete», un relato que en sus dos primeras frases, al situar al narrador -quien más tarde mediará entre los españoles y su tribu- en la orilla, entre la playa y el mar, abriendo una huella que acaba exactamente bajo sus pies, en una condensación de tiempo y espacio, sintetiza magistralmente aquello que se ha vuelto un saber común, el entrelugar que le cabe a todo intérprete/traductor, esa residencia obligatoria en dos lugares18, el de la lengua de origen y el de la lengua de llegada.

Si bien de modo más prosaico, al final del prólogo a Las genealogías, libro en el que como sabemos Margo Glantz reconstruye la biografía de sus padres, inmigrantes rusos en México, biografía que, claro, se entrelaza con sus propias memorias, la escritora habla de ese borde metaforizado por Saer cuando afirma: «Y todo es mío y no lo es y parezco judía y no lo parezco y por eso escribo -éstas- mis genealogías» (1997: 21). La orilla, entonces, que aquí adquiere los nombres de pertenencia y no pertenencia, de lo judío y lo no judío es causa de relato, como también lugar de enunciación en esas memorias que, como vimos antes, se articulan sobre una conversación a tres -el padre, la madre y la narradora- en la que se cruzan el ruso, el idisch, y un castellano marcado por esas lenguas, con el español mexicano de quien escribe19; idioma que hasta el epílogo, donde, como señalé más arriba, los universos lingüísticos y culturales se distancian, no se sustrae a las marcas de las lenguas parentales sino que se regocija en la impureza de la mezcla. Mientras en su poeticidad, el relato de Saer ilustra la amenaza de traición que acecha a toda palabra traducida, por el contrario, a lo largo de los setenta y cuatro heteróclitos y breves capítulos Las genealogías despliega una escena de traducción, en la que se narran explícitamente los múltiples avatares a los que la intérprete lingüística, pero también cultural, se ve expuesta en esta tarea que emprende con la expectativa incierta de fijar el recuerdo. Consciente de la dificultad de la empresa, la autora/narradora abre el juego y, en gran medida, sus memorias son el relato de ese proceso de traducción, de las estrategias a las que recurre con el propósito de hacer legible para un lector de habla castellana pero también, o por sobre todo, para sí misma la vida de sus padres que nacieron en otra lengua y en otro territorio que el de su infancia, infancia acariciada porque, según dice, «encima de todo era un espacio llamado México» (1997: 195).

En Los contrabandistas de la memoria, Jacques Hassoum afirma que la necesidad de transmisión se presenta cuando un grupo o una civilización ha estado sometido a conmociones más o menos profundas. Es la inmigración a América, esa suerte de exilio provocado por el hambre y la persecución, que trae como consecuencia la pérdida de un territorio y de una lengua, la conmoción que está en el origen de estas memorias escritas por una narradora a la que podemos denominar testigo, en su acepción de tercero; testigo que recupera, entre la duda y la certeza, las historias de otros. Porque si el testimonio es un área hechizada por la duda, como apunta Márcio Seligmann-Silva20, en Las genealogías Margo Glantz hace de la incertidumbre y de la proliferación de voces y versiones no un riesgo que debe rehuir sino, por el contrario, aquello sobre lo que monta su proyecto narrativo.

Dije, a partir de Hassoum, que la conmoción estaba en el origen de la necesidad de transmitir, creo, sin embargo, que Las genealogías es una respuesta clara al presupuesto de que la historia latente a todo exilio es la de un lenguaje silenciado21. Traducir e interpretar, entonces, devolverle la palabra a esos sujetos que han sido acallados es un modo de romper el círculo de silencio, ruptura a partir de la cual se apunta a generar un territorio diferente. En el contrapunteo22 entre el silencio del exilio y el ruido de esta traducción conversada se echa a andar Las genealogías, texto en el que quien narra habla pero también testimonia, traduce pero también es traducida, nombra pero también es nombrada, ya sea como Margo, o como Margarita Glantz -su nombre legal-, o incluso a veces, y en la niñez, como la hija de Trotski23, nombres diferentes para la misma persona, en un movimiento que refrenda la lógica del texto y que muestra de modos diversos y reiteradamente que existe más de un nombre para la misma cosa.

Si ésa es una verdad que el texto insiste en recordarnos a cada instante en el pasaje entre una lengua y otra, no es menos convincente a la hora de mostrarnos la inestabilidad temporal que preside el relato. Múltiples son los tiempos de Las genealogías: el tiempo de la memoria que se monta sobre la escritura como un techo a dos aguas; tiempo aleatorio, de la repetición, en el que ocasionalmente surge un dato diferente, una suerte de puntum en torno al cual el relato halla otra salida, dispara una nueva historia, como en esos cuentos de Isaac Bashevis Singer -autor al que recurrentemente vuelve- en los cuales la anécdota contada por un personaje es el pretexto reiterado que precipita incesante y casi sin solución de continuidad un segundo relato, y después un tercero, que lábilmente se vinculan a los anteriores.

Por lo que todo indica, ése es el tiempo que habitan los padres, un tiempo ahistórico o ilusorio porque los documentos se han hecho trizas, porque las fechas se han adulterado con el objetivo de sobrevivir pero también porque la ahistoricidad parece ser una marca de la memoria cultural judía24, ya que como dice: «El tiempo es un espacio caligrafiado y repetido sin cesar en las constantes letanías con que el judío religioso se ocupa de medir su vida» (1997: 40). Un tiempo que, en ocasiones, aparentemente también es el suyo, como cuando escribe: «Una de las formas poéticas más simples es la repetición. Yo la he vivido siempre». Y agrega: «También se usa la enumeración que preside como signo los días de la infancia» (1997: 165). Tiempo asimilado a algunas figuras poéticas pero también un tiempo laxo, que juguetonamente manipula a su favor cuando esta narradora, que en el prólogo afirma descender del Génesis, escribe: «[...] quiero asegurarles que no soy tan vieja, que sólo soy judía y en la Biblia los años se cuentan por la mitad» (1997: 172). Tiempo, por lo tanto, que desde el comienzo se liga a la ilusión de la palabra escrita, en un correlato que permanece inalterable, incluso al final del libro25. La incertidumbre temporal que preside toda la narración en estas memorias, rige también las fechas que enmarcan y «clausuran» el texto. El final de Las genealogías se derrama en fechas y lugares que intersectan, tanto el proceso de escritura, como los sitios donde ésta encontró su forma, con la materia biográfica. Es así que el capítulo LXXIV, situado en Acapulco, y en el que declara «[...] rehago mentalmente mis genealogías, recapitulo, es hora de darles un punto, si no aparte, al menos suspensivo [...]» (1997: 232) finaliza con una serie de fechas y lugares que trazan un arco entre 1902 -fecha que suponemos informa el nacimiento de Jacobo Glantz- escrito entre signos de interrogación, al que sin solución de continuidad le sigue el registro preciso de escritura del texto «-setiembre de 1979-octubre de 1981», para inmediatamente después consignar «Agosto de 1986». Pero no son sólo las fechas las que entrecruzan materia narrativa y trabajo de escritura sino también los lugares, que en una enumeración aleatoria refuerzan los continuos desplazamientos entre escritura y vida. Están allí, entonces, Coyoacán, Odesa -ciudad en que los padres se conocieron-, Acapulco y Leningrado, a donde Glantz viaja en busca de algún rastro de su pasado.

La memoria, sin embargo, no se detiene, y los puntos suspensivos son retomados en un nuevo texto: «La (su) nave de los inmigrantes», que glosa en un registro ensayístico fragmentos del habla materna, y que ahora sí, en 1997, con la muerte de ésta, cierra de una vez y para siempre Las genealogías. Es decir, el cierre es posible cuando pierde definitivamente las voces que le daban sustento porque, si como afirma en algún momento, «La indeterminación de los relatos no detiene la muerte» (1997: 158), en este caso, la muerte sí les pone un fin.

Pese a ello, existen tiempos que aunque no son lineales resultan más previsibles, como los de la niñez y juventud de los padres en Rusia y luego en México, los de su propia infancia; diversidad de pasados cercanos, tanto en lo que hace a la vida de los padres, como a su propia vida; tiempos puntuales que se recortan alrededor de un recuerdo del que surge un capítulo. Y, por supuesto, como un eje que vertebra el texto, el tiempo siempre presente de las visitas gastronómicas a casa de la madre, donde entre almuerzo y sobremesa los recuerdos proliferan.

Entre todos estos tiempos que mencioné, quiero recortar y detenerme solamente en el tiempo ilusorio de la conversación, para tratar de leer allí la memoria de su hacerse que el texto relata y, en particular, el lugar de traductora que la narradora construye para sí. ¿Cómo se lleva a cabo esa traducción? ¿Qué se traduce y por qué?

En «La Malinche: la lengua en la mano», Glantz analiza el lugar que este personaje ocupa en las crónicas españolas -particularmente, en las cartas de relación de Cortés y en la historia de Bernal Díaz- para contraponerlo al que tiene en los códices indios. Más allá de las diferentes posiciones que a este personaje le caben en los registros de la cultura dominada (donde se la destaca) y en los de la cultura dominante (donde «carece de voz»), me interesa retomar una categoría -la de faraute y lengua-, que la connota y que la escritora extrae de la textualidad española para explorar su significado exhaustivamente en una ida y vuelta entre la definición de los diccionarios -Covarrubias y el de la Real Academia- y su argumentación que, en la glosa, se desvía del significado canónico para contribuir a la impugnación del rol que la india tiene en las crónicas de la conquista.

Ser entrometido, desenvuelto, intervenir «entre dos de diferentes lenguajes», son algunos de los atributos de un intérprete/faraute, pero también para Covarrubias -siempre siguiendo a Glantz- el faraute es el que «hace principio de la comedia el prólogo», «el que interpreta las razones». Es así que de las crónicas a los diccionarios, Glantz concluye: «Una de las funciones del faraute es entonces la de lanzadera entre dos culturas diferentes. En parte también, la de espía, pero sobre todo la de intérprete de ambas culturas, además de modelador de la trama [...]» (2003: 119).

Distanciadas por siglos y porque una carece de la escritura, aquello que «en verdad habla porque permanece», y la otra ha hecho de la escritura su oficio, la Malinche y la Margo Glantz que, grabador en mano, escribe Las genealogías, se me presentan como figuras con rasgos comunes. Entrometida y desenvuelta Glantz pasa de una lengua a la otra, aclara, desvía, interviene «entre dos de diferentes lenguajes», espía, interpreta, modela la trama al elegir o descartar las versiones, recorta, excluye, se extiende, repite.

Glantz modela la trama -dije-, lo que tal vez haya quedado claro cuando describí la multiplicidad de tiempos que permean el relato pero la modela especialmente de una forma más sutil cada vez que interviene para aclarar una palabra, para interpretar lo que los padres dicen, para imaginarse el pasado europeo.

«La traducción -apunta Benjamin- no es sino un procedimiento transitorio y provisional para interpretar lo que tiene de singular cada lengua» (1998: 15). De la lectura de Las genealogías se infiere claramente que los tres protagonistas son conscientes de la singularidad de la propia lengua y de la necesidad de acudir a ese procedimiento transitorio y provisional para darse a entender. Es así que, por ejemplo, en el capítulo XXVII, al hablar de los escritores que conoció en Rusia, el padre cuenta: «También conocí a Andréi Bieli, quiere decir blanco. Había otro, Sasha Tchorniy, así como una y griega, larga. Quiere decir negro, sí, el blanco y el negro» (1997: 97) (Cursivas mías). Más adelante, en el mismo capítulo, la enumeración continúa: «También Gumyliov, con una y griega que es seña de blandura en la palabra, es como la doble l» (1997: 98). Celoso de su lengua materna y con una aguda conciencia, tanto del lenguaje, como de la distancia que separa al ruso del castellano, mientras recuerda, el padre traduce y se garantiza la grafía correcta. La escena no es excepcional, sino que se repite en diversas ocasiones, sobre todo en lo concerniente a apellidos; y si la mayor parte de las veces es Jacobo Glantz, el poeta, quien traduce para esa hija que no sabe ruso y sólo el idisch coloquial, también Luci Glantz está atenta a la posibilidad de falsas interpretaciones y se preocupa por la precisión de aquello que sabe se convertirá en palabra escrita. La práctica repetida muestra que la traducción no es unilateral, es decir, que los tres interlocutores participan del mismo juego: mientras hablan, traducen. Pero, sin lugar a dudas, en tanto Jacobo y Luci Glantz son los objetos de la narración, es la autora/narradora quien, al modelar la trama, lleva a cabo de forma sostenida la tarea de traducir.

¿Cómo contar en castellano aquellas vidas que se hicieron en otras lenguas? Las estrategias utilizadas por Glantz son varias y, entre ellas, tiene un lugar privilegiado pero no exclusivo el paréntesis castellano que aclara la palabra idisch pero también rusa que la precedió en itálica. Es así que la extranjeridad persiste en la fricción de la lengua extranjera con la propia. Poner en itálica la palabra extranjera, además de ser una regla tipográfica, reitera, por un lado, la ajenidad, la distancia que hay entre la narradora y esa cultura a la que la palabra pertenece, pero también señala la imposibilidad de nombrar esa realidad sólo en la lengua de la traducción. ¿Cómo decir en otra lengua que no el idisch sin que pierdan su espesor jeider, o tales, o goi, o jales, o tcholnt? ¿Cómo decir pogrom, si no en ruso?26

A veces, por otra parte, la fricción entre las dos lenguas cede lugar a la caricia, el paréntesis desaparece y es así que la palabra extranjera, que en sí misma cuenta la memoria del pasado transcurrido en Europa, se incorpora al discurso de la narradora y se transforma en relato. Al presentar a su abuela Sheine, no hay paréntesis que explique que su nombre significa Linda, en lugar de ello, Glantz escribe: «[...] mi abuela Sheine era tan bonita como su nombre [...]» (1997: 30). El procedimiento mantiene el nombre en una incandescencia ambigua: ¿es lindo por su sonido? o ¿es bonito por su significado? De cualquier modo, desde la ambigüedad que «Sheine» propone sabemos que la abuela tenía ojos oscuros, ninguna cana, era guapa y bajita. Abrir la palabra extranjera, en particular, los nombres y apellidos, y hacer de ella relato es un recurso presente en varios pasajes del texto. Un movimiento que evidencia que en Las genealogías la traducción no responde sólo a la necesidad de darse a entender sino que, como mencioné más arriba, ella es una de las materias del relato, como también -y en otro sentido- se constituye en una posibilidad privilegiada de jugar con las palabras, de exprimirlas; oportunidad regia para una escritora que en sus ensayos hace de este movimiento una estrategia que vertebra su argumentación27. Mientras que su prosa ensayística desmenuza las palabras, las desvía de su significado establecido para impugnarlas, aquí el procedimiento evidencia gratuidad, juego, deleite en el uso de la lengua y, por sobre todo, una forma sutil de decir la memoria desde la ajenidad/familiaridad propia del nombre extranjero. Es así que en el capítulo XI al hablar de una amiga de Luci Glantz que se había apoderado de ciertos documentos pertenecientes a la madre, escribe: «[...] Zina Rabinovich, es decir, Zina, la hija del rabino, le robó a mi mamá su diploma de ayudante de médico que le hubiera podido servir para encontrar trabajo en México» (1997: 52) (Cursivas mías). Si, en apariencia, lo importante es el robo de los documentos a manos de una amiga, la aclaración del significado del apellido oscila entre el juego y la información que sitúa a Zina Rabinovich en un linaje, en una genealogía.

Entre las acepciones de la palabra traducir, existe aquella que la define como «Expresar en forma distinta algo ya expresado» o como «Expresar o dar forma a una idea, sentimiento, etc.» (María Moliner). Las dos definiciones me permiten volver a pensar el uso del paréntesis en el interior de Las genealogías. Se trata, en principio, de una marca tipográfica, presente desde los primeros párrafos y a través de la cual la narradora se entromete e interviene como una faraute, no sólo para traducir la palabra extranjera sino también para aclarar el propio castellano, para ironizar sobre su decir, y sobre el decir del otro, para cuestionar, impugnar, informar, o incluso a modo de acotación escénica. En síntesis, se usa para expresar de forma distinta algo que ya se cuenta en el «cuerpo» del texto, y con él abrir una grieta más en ese discurso de por sí evanescente, grieta, ésta, que en muchas ocasiones lo tensa hacia el humor.

Por el paréntesis sabemos que una barba puntiaguda que observa en viejas fotografías era «(propicia a las persecuciones)», o que Sévshenko era «(el gran poeta popular de Ucrania)». Pero también el paréntesis interrumpe el flujo del relato y establece un diálogo de complicidad con el lector mexicano, cuando luego de describir una indumentaria inadecuada que la madre usa al llegar a México, el paréntesis reflexiona: «(Es fácil imaginar lo que sería para una señora joven y guapa, vestida totalmente de blanco, comer un mango por primera vez» (1997: 53). A modo de un aparte teatral, en otro capítulo el paréntesis irrumpe en medio de una conversación que sostienen los padres: «(Grandes risas emocionales, algunos tragos apresurados de té, ruido de cucharitas contra el cristal: los vasos se colocan en los portavasos antiguos de plata que hacen recordar la vieja Rusia)» (1997: 78). También por su intermedio, la narradora refuta un comentario de la madre, cuando después de un almuerzo, ésta le dice: «Pero Margo, ¿por qué no comes? No has comido nada», y el paréntesis responde: «(Nada, sólo ternera fría, pecho de res, kasha, tallarines, puré de papa, ensalada de frutas, pasteles, strudls y luego, más tarde, té con otros strudls. A mamá le parece que estoy muy delgada.)» (1997: 75).

Es el paréntesis reiterado en el capítulo LX el que extrema, llevándola al borde del ridículo, su accidentada vinculación con las formas institucionales del judaísmo durante la juventud. Porque no la sacaban a bailar en los casamientos familiares, se hace sionista; el paréntesis comenta: («a lo mejor me metí en el sionismo porque los jóvenes judíos eran socialistas y revolucionarios y, por tanto, menos dados a las diferencias)», es decir, que los bailes durante esas reuniones eran grupales. Todavía en el mismo capítulo, al hablar de los últimos años de escuela secundaria que hace en el Colegio Israelita, años que pasó «como meteoro» pero «(con muchos sufrimientos)», cuenta una conversación imposible con un director recién llegado de Europa, y el paréntesis agrega: «(el no sabía español y yo sabía apenas yidish)» (1997: 189).

La segunda estrategia de la que Glantz se vale para traducir, ya no la palabra sino el universo europeo de los padres, como el de otros antepasados y, en este sentido la traductora cede lugar a la intérprete, es la recurrencia a la literatura. Específicamente se trata de la literatura idisch -Isaac Bashevis Singer- y de la literatura judeo rusa -Isaac Babel-. Es decir, para ampliar el paisaje de su memoria28 apela a la palabra literaria que, en ruso o en idisch, ya ha relatado la experiencia de los judíos europeos. Una literatura, a la que valga recordar, también accede mediada por el castellano de la traducción29.

Desde un comienzo Las genealogías une inextricablemente materia biográfica y palabra escrita. Ya la frase inicial del libro anuncia: «Todos, seamos nobles o no, tenemos nuestras genealogías. Yo desciendo del Génesis, no por soberbia sino por necesidad» (1997: 17). Antiquísima genealogía, por lo tanto, tan antigua que se pierde en la creación del mundo pero que simultáneamente la instala en la tradición cultural judía, que ancla en ese libro su origen pero también su ética, así como una serie de prácticas que rigen la vida de este pueblo. De cualquier modo, afirmar esta ascendencia significa que se viene de muy lejos y de ninguna parte, o sólo de un relato que registra la conversación entre un dios y algunos hombres.

Si en el primer párrafo anuncia su ascendencia bíblica, en el ya comentado capítulo LX, la palabra escrita -estrictamente literaria, ahora- le sirve para situarse como traidora del «pueblo elegido». Luego del relato de esa conversación imposible que adolescente mantiene con el director europeo de la escuela judía, conversación, en la que para espanto de este hombre, ella -la hija de un poeta idisch- le dice que no había leído «Tebie der miljiker, la obra dramática más importante de Scholem Aleijem, convertida en Broadway en El violinista en el tejado, y en México en Manolo Fábregas» (1997: 189), cuenta que la vergüenza le dura hasta el presente. Pero ésta no se debe sólo a una laguna en sus lecturas30 sino al carácter «profético» que, con el transcurso del tiempo, adquiere la pregunta. Ya que ella, al igual que la hija del lechero, se casa con un no judío. Con todo, a diferencia del personaje de ficción, quien sufre el castigo del arrepentimiento por haber transgredido las reglas y casarse fuera del grupo de origen, la narradora asegura contundente no haber pasado por ese sentimiento31.

En la identificación o en la falta de identificación, la literatura, lo ya dicho, o mejor, lo ya escrito ayuda a contar o a volver a contar la propia biografía y las biografías de los otros. En este sentido, la operación llevada a cabo por Glantz no es novedosa. Si como señala Ricardo Foster, la memoria judía se enraíza en la Torá y el Talmud y en los inacabables comentarios que le dan incesante vida (1999: 13), el libro de Glantz, al constituirse en una suerte y sólo en una suerte de comentario a los textos europeos que narrativizaron la vida de sus antepasados, se enlaza a esa tradición. Lo que creo que, entre otras cosas, singulariza a Las genealogías y al gesto de Glantz es que el comentario es el propio objeto del relato, y que el mismo, en lugar de ser una sesuda interpretación de la palabra divina, es una puesta en práctica de innúmeras formas del humor basado en el lenguaje. Un humor, que explícitamente se practica como un modo de resistencia ante la herencia judeo cristiana de sufrimiento y ante la tendencia a los masoquismos y a los quejidos. Actitud, que nuevamente está respaldada en cierta tradición literaria. Escribe Glantz: «[...] por eso [por contradecir las tendencias masoquistas], me gusta Isaac Bábel, ese amigo de mi padre "de estatura mediana, con los lentes gruesos que cuando leía metía los ojos muy adentro de las páginas"» (1997: 64).

Dije que Isaac Bashevis Singer es uno de los dos autores a los que Glantz acude para traducir el pasado europeo de los padres. De modo oblicuo, la elección de un escritor idisch consolida el movimiento de traducción que articula el relato, ya que ese idioma estaba connotado como una lengua de traducción, una lengua para los simples, para las mujeres, una lengua a la que se vertían los textos sagrados. Por lo tanto, hay traducción en el texto y filiación a una tradición literaria producida en una lengua menor, en una lengua «profana», una «jerga vuelta idioma»32.

En Las genealogías la ficción se torna un elemento imprescindible y explícito para la construcción de los personajes, que apenas están esbozados en el discurso de la narradora. Tampoco la evocación del pasado familiar abunda en descripciones más o menos verosímiles que reconstruyan la vida en Rusia, sino que consciente de lo ineludible de la ficción, Glantz remite a una versión del mismo ya literaturizada. De este modo, afirma que «Para entender la fisonomía de mi abuelo paterno basta con leer a Bashevis Singer [...]» (1997: 30); en cambio, su abuelo materno, de barba colorada, se parece a los personajes de Babel. En este caso la comparación se vale directamente de las palabras del autor, «hombre sencillo y sin picardías» escribe Glantz, citando al escritor ruso.

La ficción no se oculta en este libro hecho de versiones. Escribe sobre lo ya escrito, vuelve una y otra vez a la literatura que forma parte de su propia memoria y se entrelaza a sus recuerdos. «Aquí entra mi recuerdo», anota en el capítulo VI, e inmediatamente aclara: «es un recuerdo falso, es de Bábel. Muchas veces tengo que acudir a ciertos autores para imaginarme lo que mis padres recuerdan» (1997: 38) (Cursivas mías). Versión de la versión que no se apoya en un supuesto original sino en un texto literario. Es decir, para poder traducir, para acercarse a ese universo lingüístico y cultural y tornarlo legible, no existe otra posibilidad más que recurrir a la imaginación, la propia pero también la de otros escritores. Más allá de que una u otra vez transcribe estadísticas, no son los libros de historia los que cuentan, sino la palabra literaria y digo cuentan en sus dos acepciones, la de narración y la de valor.

El cruce entre vida y literatura modela y escande el texto, por lo que Babel y Bashevis Singer entran a Las genealogías no sólo porque uno fue amigo del padre en Rusia y al otro lo conoció en Nueva York, sino que el primero adquiere el estatuto de personaje ficcional cuando la narradora lo fabula leyendo un texto de su autoría.

Tanto la literatura del judío polaco, como la del judío ruso, se presentan no únicamente como dispositivos que ayudan a ver, a interpretar y traducir, sino que también puede pensarse en ellas como matrices textuales que explican, en una letra de contornos definidos -chillones, diría- ciertas líneas que, matizadas, articulan las biografías parentales. En este sentido, el hecho que la madre de Glantz trabaje y se haga cargo de la parte práctica de la vida familiar, mientras el padre descansa sobre su trabajo y se dedica a escribir poesía, puede leerse como una versión, como un desplazamiento, o una «traducción imperfecta»33 de la innumerable cantidad de personajes masculinos que en la literatura de Singer se dedican pura y exclusivamente a los estudios, mientras sobre sus mujeres recae el peso de la actividad económica. Matriz textual que se hace particularmente clara en el capítulo LXX cuando el cuento «Los pequeños zapateros» de este mismo autor es vuelto a contar para permitirle imaginar, para ilustrar, qué hubiera sido de su abuelo Osher de haber llegado a Estados Unidos y encontrarse allí con sus hijos ya instalados34.

Como los personajes de Bashevis Singer, quienes se consolaban de su miseria remontando su ascendencia al Génesis, Glantz también reclama este linaje pero, a diferencia de estos simples, en su transcurso, la comicidad del texto muestra que esa ascendencia no consuela de, ni reivindica ante posibles injusticias; sencillamente la diversidad y multiplicidad de los relatos dejan claro que no hay una verdad original, sino que, desde el principio, se trata sólo de palabras que pasan de la boca a la mano.

Escribe, entonces, sobre lo ya escrito, no para impugnarlo sino para servirle de «comento y glosa», con lo que esta vez el texto se vuelve sobre una tradición distinta, la americana, porque, recordemos, servir de «comento y glosa» es la propuesta del Inca Garcilaso frente a los textos de los cronistas españoles.




El arte de la fuga

«Soy una viajera obstinada, impenitente, quejosa. Viajo como si fuera mi único destino, un destino impuesto por los hados (adversos)».


Margo Glantz, «Ejercicio de navegación»                


«Memoria y exilio van juntos. Hay decenas de ponencias que toman la dupla y le agregan literatura. Memoria, exilio, literatura. Aunque más no sea para restaurar lo fracturado, la evocación del sitio perdido se impone [...]» -escribe Tununa Mercado en «Testimonio. Verdad y literatura»- (2005: 1). Tópico recurrente de la crítica literaria pero simultáneamente proceder obligado del exiliado, quien cuenta sólo con la memoria para restituir lo que «está dañado», como escribe en otra ocasión. Sin embargo, la afirmación de Mercado encierra una positividad o, si se quiere, una certeza: el hacer memoria se impone porque hay un sitio perdido que evocar. El exilio rasga la certidumbre de lo cotidiano como la del propio territorio, por lo que, como señalamos antes, el exiliado apela a una serie de estrategias, no sólo para evocar el sitio perdido sino para sustituir los hábitos del lugar que se dejó atrás, aquello que en En estado de memoria la propia Mercado calificó de «fatuidades de desterrados».

La vinculación entre memoria y exilio o, más precisamente, memoria e inmigración está en el origen de Las genealogías, es -como dijimos- la conmoción necesaria que impulsa el contar. Una memoria que en este libro se transmite y se formula, sobre todo, a través de una serie de relaciones complejas entre el alimento y la lengua, como vimos párrafos atrás.

Pero si el tópico señalado por Mercado insiste en las memorias de Margo Glantz, ¿qué sucede con la noción de territorio propio?, una categoría que pareciera indispensable para que la evocación se produzca y que Las genealogías pone en entredicho. Es decir, tanto la reconstrucción de las memorias parentales, como la zona del libro que puede ser concebida como una memoria de infancia de la narradora, no sólo cuestionan la existencia de un territorio propio sino la necesidad del mismo (del «sitio perdido», en palabras de Mercado) como punto de anclaje para la memoria. Ni las biografías parentales se ligan a un espacio determinado, ni las memorias de la narradora se vinculan a una casa, en tanto sitio privilegiado que guarda y «protege» los recuerdos del sujeto, según postula Bachelard en su clásico La poética del espacio35, sino que, por el contrario, la memoria se afinca en la huida, en el desplazamiento, como se lee, entre otros pasajes, en el capítulo LXVIII, cuando la narradora alude a su niñez y anota: «[...] pero yo estoy segura, no sé dónde ni en cuál de las casas que habité, de esos ríos de agua, de las canoas que transitaban y de los indios que eran tamemes» (1997: 210) (Cursivas mías).

Dado que, al contrario de lo que sucede con la mayor parte de los pueblos, para los judíos, la noción de patria no está asociada al suelo sino que este pueblo se constituye como tal en el exilio, es decir, en el pasaje del desierto, como recurrentemente leemos, el proyecto de recuperación de la memoria biográfica de dos inmigrantes judíos que Las genealogías plasma se enlazaría a una tradición mayor, en la que el concepto de patria se articula en el vínculo de los judíos con la palabra, en particular con la palabra escrita, lo que haría de ellos un pueblo «portador» de una verdad nómade que no se apoya en la certeza del suelo36. En tal sentido, Las genealogías podría ser leído como una puesta en relato de los tópicos recién mencionados, ya que al no postular una relación de exterioridad/interioridad, pertenencia/ajenidad en lo concerniente al espacio, el libro repite esos «lugares comunes» (valga la paradoja) inherentes a la memoria cultural judía, y la memoria individual se vincula, casi exclusivamente, al habla y a los hábitos gastronómicos. Con todo, creo que en su hacerse la narración construye un «lugar de memoria»37 y que ese «lugar» es justamente el propio desplazamiento, el entrelugar, el intersticio entre el adentro y el afuera, que asume formas diversas; el salir y el llegar que presupone todo viaje y toda huida. Dicho esto, no sólo en lo que respecta al gran viaje entre Europa y México, donde el barco es casi un ghetto, sino también dentro de Rusia, donde la cotidianeidad se hace sobre la fuga y posteriormente dentro de la ciudad de México, en la que las continuas mudanzas marcan la infancia de la narradora38. Por lo que la memoria no está únicamente anclada en la palabra sino en una palabra y unos cuerpos que se desplazan y que hacen del movimiento su hábitat, en el sentido de habitación, como en el de prácticas de vida.

Es así que como los cuerpos se desplazan, las versiones de los relatos mudan y los géneros que el texto asume para narrarlos también cambian. Como si Glantz hubiese intuido que para dar cuenta de unas historias en cuyo centro está el desplazamiento y la movilidad necesitase de la movilidad genérica, de la fragmentación textual y de cierta velocidad en el relato para capturar lo que siempre se está yendo, lo que siempre está huyendo. Pero al contrario de lo que señala la tradición cultural judía, estamos ante cuerpos que no comportan ninguna verdad, como ante sujetos que tampoco protagonizan historias heroicas, condiciones, éstas, que le dan el tono al relato. Escribe Glantz al comienzo del texto: «Quizá lo que más me atraiga de mi pasado y de mi presente judío sea la conciencia de los colorines, de lo abigarrado, de lo grotesco, esa conciencia que hace de los judíos verdaderos gente menor con un sentido del humor mayor [...]» (1997: 17) (Cursivas mías). Es ese sentido del humor mayor el que la lleva a presentarse como una «judía errante a domicilio (por las continuas mudanzas de mi infancia)»39, con lo que el tema de la errancia judía retorna en el registro de la domesticidad, despojado de carga dramática pero, sin embargo, haciéndose presente y es ese mismo punzante y agridulce sentido del humor el motivo por el cual su bisabuelo Mótol, que «era muy inteligente», les había aconsejado a los «miembros de la aldea que [para burlar las ordenanzas zaristas] pidieran tierra hacia lo hondo y no hacia lo ancho» (1997: 26). Es decir, los núcleos de la historia y de la tradición judía están presentes en el texto pero la escala se ha modificado en una operación que apuesta a intervenir como resistencia frente a la desesperación y el despojo continuos.

Como dijimos, el viaje está en el centro del relato. Todos viajan, todos se mudan, todos huyen dentro de Rusia; todos viajan, todos se mudan, y alguna vez huyen dentro de México, como le sucede al padre, quien luego del ataque sufrido a manos de los Camisas Doradas se refugia unos meses en Estados Unidos, de donde vuelve sin la barba de chivo que lo asemejaba a Trotsky y lo volvía proclive a las persecuciones.

Si el movimiento es una certeza, el destino es siempre incierto o aleatorio, dictado por los otros, las leyes zaristas primero y las leyes de inmigración más tarde. Al igual que en el poema de José Lezama Lima, los personajes llegan a donde no iban; van y vuelven entre distintos puntos sin que parezca importarles demasiado la fijación en un espacio determinado. Es así que desembarcan en La Habana, pero el calor sumado a la oscuridad de la noche y la extrañeza que sienten frente a algunos cuerpos negros los mueven a reembarcar y finalmente arriban a México. Jacobo Glantz cuenta: «-Hacía tanto calor [...], la noche estaba tan negra y los negros eran tan negros, con los ojos brillantes y los dientes blancos, tan blancos, que me asusté. ¡Qué calor! ¡Una barbaridad! Decidimos irnos a México para ver si allá el clima era normal y también porque estaba más cerca de los Estados Unidos (?)» (1997: 84). «Ese maniqueísmo espantado fue la causa de mi nacionalidad», declara párrafos más abajo la narradora. Nacionalidad aleatoria, la suya, diferente de la de sus padres, de la de sus primos que se diseminaron por Filadelfia, e incluso de la de sus parientes argentinos. Nacionalidad que si se reconoce como parcialmente judía y parcialmente rusa, se afirma, sobre todo, como mexicana de la calle de Jesús María.

Pero si la movilidad es continua, si ese «espacio» entre dos lugares es sinónimo de su permanencia, no puede decirse que estos personajes no construyan interiores, es decir, lugares de referencia o de descanso en ese continuo pasaje de una ciudad a otra, de un barrio a otro, de un movimiento a otro. Entre ellos, considero que hay dos que son particularmente significativos porque participan de una naturaleza híbrida, son simultáneamente puntos fijos e inestables. Me refiero al barco holandés que los trae a México y al teatro idisch que, ya en México, frecuentan. Naturaleza ambigua que, en otro sentido, estos «sitios» comparten con los locales de venta familiares, o con los bares, en particular el Carmel, abierto como un modo de encauzar la afluencia continua de visitas los días domingo40. Se trata de locales destinados al público pero que guardan gran parte de las memorias parentales y de la narradora, entre los cuales se cuenta el club donde se reunían todas las noches con otros judíos inmigrantes, con quienes conformaban un nosotros frente a los otros -los mexicanos nativos-, razón que imprime a este lugar una naturaleza doble, la de ser público y privado a un tiempo, privacidad otorgada, en buena medida, porque en él -como se dijo- se hablaba exclusivamente en idisch.

«El barco holandés Spaardam- [...]- es casi un ghetto», escribe Margo Glantz en el capítulo XXIII. Como un ghetto el barco protege y aísla, como un ghetto, el barco es un lugar en el que por la fuerza de las circunstancias se está entre «los suyos», pero tradicionalmente el ghetto no sólo es fijo y delimitado por murallas sino que tiene como objeto contener el movimiento. Éste, en cambio, es un ghetto móvil, un ghetto en tránsito, elemento esencial de un viaje que «revoluciona el signo» y que los situará del otro lado del Atlántico, con lo que no sólo se enraizarán en hábitos que se vinculan con el nuevo destino sino que reforzarán aquellos que en el país de origen ocupaban un rango secundario.

En el transcurso del texto el Spaardam, en tanto sinécdoque del viaje y de su relato, retorna y da lugar a nuevas versiones, a recuerdos que fragmentariamente cubren distintos aspectos de la travesía, en particular, aquello que se relaciona con la comida y con la movilidad del padre, quien, como dijimos, se desplaza entre las tres clases del barco; o a recuerdos que hablan del sosiego de Luci Glantz, la que, aunque hambreada y descompuesta, limitada a la tercera clase, se sentía satisfecha porque estaba anclada en el cuerpo de su marido. Pero el barco también es venero de relatos diferentes, que se entrelazan a viajes recientes. En especial, a aquél que en el transcurso de la escritura de Las genealogías la narradora hace a Rusia para espiar sus orígenes y en cuyo transcurso se encuentra, o cree encontrarse, con un hombre que de niño había hecho en el Spaardam el trayecto entre Rusia y México. El hallazgo le depara una alegría inmensa porque cree que el «folletín se ha realizado», sumándose a una serie de encuentros casuales que atraviesan el libro y disminuyen la extrañeza y el sinsentido del exilio41.

Como gran parte de los recuerdos que Las genealogías recupera, éste también es incierto, los datos del viaje de este hombre no corresponden exactamente a los del de Luci y Jacobo Glantz; coinciden el barco y el capitán pero no el año de la travesía. Al volver a México, fascinada con la coincidencia que, de algún modo, traza un círculo perfecto entre la ida de sus padres a México y su «vuelta» a Rusia, la narradora relata el episodio. En un comienzo, sin embargo, los padres destruyen el hechizo del hallazgo. Ni Jacobo, ni Luci recuerdan a los Perelman, apellido de estos hipotéticos hermanos de barco. Algún tiempo después, en el ronroneo de una comida familiar, el padre afirma: «"¿Perelman? [...] ¿Perelman? ¡Claro que me acuerdo!, er iz geven a guter Id (era un buen judío). ¿No te acuerdas Lucia? ¿No?, yo, sí, tenía muy hermosos bigotes, grandes"» (1997: 224). El libro no devela la falacia del encuentro, ni tampoco se extiende en argumentos que prueben su verdad, ya que para la economía del relato eso no es relevante. Es posible que dejar en abierto ambas posibilidades, dejar al lector en el limbo entre la fascinación del folletín, que finalmente compensa tanto dolor con un encuentro, y la «decepción» ante la posibilidad de una falsa memoria obedezca a la certeza de que «La ficción siempre mejora lo presente»42. Mezcla de ficción y recuerdo, el episodio, móvil en sí mismo, confirma al barco como lugar de la memoria43.

«¿[...] [Q]ué otra cosa es la escritura sino una contrahechura de la realidad?», se pregunta Margo Glantz en la última frase de un ensayo sobre las Cartas de Relación de Hernán Cortés («Ciudad y escritura: la ciudad de México en las Cartas de Relación de Hernán Cortés). Íntima y colectiva, certidumbre e interrogación, la pregunta concierne también al teatro, esa escritura que pone en escena los cuerpos y las voces. En el escenario, el teatro es remedo de la realidad, ilusión que viste sombras; debemos suponer, entonces, que el teatro idisch que en México persiste entre 1925 y 1960, oficia como lugar de reconocimiento e identificación para esos judíos diaspóricos. En el capítulo XL Margo Glantz reflexiona acerca de su éxito en el marco de una comunidad tan pequeña como la de este país y postula que el mismo cumplía para los judíos mexicanos una función de reterritorialización. Anota: «¿Será la creación de un espacio sagrado donde por un momento se vive en un contexto conocido porque se ha recreado en el escenario?» (1997: 131). No se dejó atrás un territorio propio pero sí algo de lo propio que el teatro en idisch, en ese remedo de la realidad, recupera. Lo que me interesa, sin embargo, es la función que el mismo cumple en tanto lugar de memoria dentro de la narrativa de Glantz, su función en el interior de las biografías que ella reconstruye. Es decir, lo que me resulta sugestivo es que el teatro también puede concebirse como una especie de ghetto móvil, cuyos habitantes, actores y platea, cambian y se desplazan, pero sobre todo que estamos, otra vez, ante un territorio hecho de palabras y de cuerpos en movimiento, público y privado, interior y exterior simultáneamente. No se trata de un territorio que se dejó atrás, un suelo, sino de un lugar que los personajes llevan consigo, como las valijas que transportaban en los largos viajes, esa suerte de baúles/casas que traían, tanto las fotos, como los acolchados de pluma de ganso.

Como sucede con los pogroms, en Las genealogías los viajes se superponen y se confunden unos con otros. En Rusia el viaje participa simultáneamente de la condición de huida y de sinsentido, porque si las casas no ofrecen protección, éste se presenta como una posibilidad de hurtarle el cuerpo a la muerte, refugiándose en otro lado o, más específicamente, en otro cuerpo que proporcione amparo. Puede tratarse tanto de un viaje a la pollera de la abuela que esconde a los hijos y los salva de los perseguidores, o de viajes entre regiones diferentes del propio país, o más adelante, del viaje a América. En todos los casos, el territorio es el cuerpo, sede del afecto. Los viajes, entonces, se hacen entre cuerpos, para salvarlos, para huir de la muerte, para protegerse en el cuerpo del otro. Condición que se mantiene vigente aún cuando la necesidad de huir no ha desparecido, pero se ha atenuado. Si como se lee en «La (su) nave...», durante la travesía Luci Glantz se reterritorializa en el cuerpo de su marido, por su parte, Jacobo Glantz afirma en el capítulo XXI «Nunca tuve mucha responsabilidad. La familia se sostuvo gracias a ella, no sólo porque trabajó sino porque ella siempre nos amparó, nos amarró» (1997: 78) (Cursivas mías).

Todavía en Rusia, el viaje, en tanto huida y sinsentido, no termina con el fin del zarismo sino que perdura después de la Revolución y se convierte en una carrera loca durante la Segunda Guerra. Situada en la lógica de la elección y de la causalidad del viaje, hay un momento en que la narradora le pregunta a su madre: «-¿Y por eso preferiste vivir en México?». A lo que ella responde: «-No, yo no sabía que voy a México, adonde voy. Quise salir, eso sí» (1997: 93). No importa el destino, la única certeza es el deseo de salida, la necesidad de irse, aunque sea a la mierda. El padre cuenta: «Pero no te dije lo que él me dijo cuando me vine a México. Me dijo: "¿Te vas a Europa?" Yo me iría hasta el culo (juego de palabras entre Europa y zhopa44 (1997: 98). Aún en el mismo capítulo, Luci Glantz comenta: «[...] no sé en realidad por qué tenía ganas de salir. Se me figura que si dejaran salir libremente muchos no hubieran salido porque no tenían a dónde ir» (1997: 94). El padre abandona su aldea natal cuando los pogroms se vuelven insoportables y cree que no va a sobrevivir al próximo. Los viajes se van ampliando a causa de las persecuciones, el espacio entre el lugar propio y el de destino se hace cada vez más ancho a medida que la persecución aumenta, porque quien no huye, muere.

En América los viajes continúan y aunque su signo no es exactamente el mismo, a veces adquieren la forma de una carrera loca, como cuando la abuela, ignorante del inglés se traslada de un sitio a otro de los Estados Unidos para poder ver a sus hijos. Si en Rusia un viaje se confunde con el otro, en México cada viaje se encadena y engendra uno nuevo. Es así que los paseos familiares y prohibidos que realizaban durante los días de fiesta religiosa se compensan con viajes en busca de fondos para los judíos desplazados durante la guerra. Viajes que, a su vez, están en el origen de un viaje menor, tal vez el primero de la narradora. Hablo de las idas y vueltas al aeropuerto para llevar y recoger al padre de sus viajes filantrópicos, un movimiento pendular que, según dice en «Ejercicio de navegación», forja su destino.

Al acercarse a sus últimos capítulos, Las genealogías desplaza ligeramente el foco de la memoria y se centra en los recuerdos de la narradora, lo que da lugar a una serie de relatos que, muchas veces se articulan también en torno al viaje. En escala menor y diferente, la narración de su vida repite el movimiento pendular de la vida de los padres; el barco es ghetto, lugar móvil de la memoria, una condición que éste comparte con los traslados al aeropuerto, o con las espaldas del indio que, para evitar que se embarrasen, cargaba a la narradora niña junto a sus hermanas durante los días de lluvia. Hay movilidad y huida, incluso cuando alude a un romance juvenil, referido como «escapadas con un novio», escapadas que la dejan en falta y en un lugar diferente del lecho de una tía agonizante de cáncer. Aunque «escapadas con un novio» sea una frase hecha, en el contexto de este libro se resignifica y se enlaza a la serie de movimientos constantes de huida y desplazamiento.

En el transcurso de su biografía la precariedad se asume como modo de vida y el viaje adquiere simultáneamente la condición de destino y la forma del deseo. Por un lado, se transforma de necesidad básica en lujo, y es así que los viajes emprendidos y relatados puntualmente por la narradora no son huidas, o no en el sentido literal del término, sino relatos de viajes específicos que obedecen a un impulso propio y no están determinados por la persecución.

Mirados de cerca, puede decirse que se trata de viajes que obedecen al deseo y al «destino», pero un destino «impuesto» por y en busca del padre. Dos veces en Las genealogías se alude al viaje como forma que adquiere el seguimiento de las huellas del padre. En el primer caso, Glantz escribe: «Mis viajes han sido más modestos y en lugar de buscar oro en mis largas travesías por este continente [...] he seguido, como Telémaco las de Ulises, las huellas de mi padre» (1997: 174). La segunda referencia es casi idéntica y aparece en el capítulo LXI: «[...] yo sabía que mi destino era viajero, casi como Telémaco, que recorrió el universo al revés en busca de la fama de su padre» (1997: 190).

Es el viaje, entonces, el viaje entre las lenguas, el viaje entre la boca y la mano que escribe, el viaje que trae y lleva a Rusia aquello que, en buena medida, impulsa y da forma a este relato que se desplaza de unas vidas habladas en ruso y en idisch a unas memorias escritas en castellano.








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