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ArribaAbajoCapítulo segundo

Preparación evangélica


Sumario

I. VISIÓN DE ZACARÍAS

1. Zacarías, padre de San Juan Bautista. El Ángel Gabriel en el Altar de los Perfumes.- 2. Pruebas extrínsecas de la autenticidad de la narración Evangélica. - 3. Pruebas intrínsecas de la autenticidad de la narración Evangélica.- 4. Ceremonia de la adustión del incienso, en tiempo de Zacarías.- 5. Conformidad de la narración Evangélica con las prescripciones rituales.

II. ANUNCIACIÓN.

6. El mensaje del Ángel a la Virgen de Nazaret.- 7. Ave María.

III. LA INMACULADA VIRGEN MARÍA.

8. Tradiciones universales sobre la Virgen Madre.- 9. El culto de María y el protestantismo.- 10. Historia tradicional de María.- 11. Ana y Joaquín.- 12. Concepción inmaculada de María.- 13. Natividad de María.- 14. Presentación y educación de María en el Templo. Los Desposorios.

IV. VISITACIÓN. NACIMIENTO DE SAN JUAN BAUTISTA.

15. Visitación. Magnificat.- 16. Crítica racionalista.- 17. Nacimiento y circuncisión de San Juan Bautista.- 18. Nudo de los dos Testamentos.- 19. Sospechas de San José. Matrimonio virginal.

V. EL EMPADRONAMIENTO DEL IMPERIO.

20. Objeciones generales de los Racionalistas.- 21. Testimonio de Augusto que confirma la realidad del empadronamiento mencionado por el Evangelio.- 22. Testimonios idénticos de Tácito, Suetonio y Dión Casio.- 23. Testimonio idéntico de Tertuliano.- 24. Testimonio inesperado e involuntario del racionalismo moderno.- 25. Una dificultad cronológica que resulta de una diferencia de diez años entre la fecha de Josefo y la de San Lucas. Texto griego de San Lucas.- 26. Traducción de San Lucas, según la Vulgata. Solución. Testimonio de San Justino y de Tertuliano.- 27. Belén. La verdadera Casa del Pan.

VI. EL VIAJE A BELÉN.

28. ¿Era Jesús de la familia de David?- 29. Forma del censo según la ley romana.- 30. Pruebas históricas de la realidad del viaje a Belén.- 31. El judío Triphon.- 32. Conclusión.

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VII. GENEALOGÍA DE JESUCRISTO.

33. Diferencia de las dos genealogías de San Mateo y de San Lucas.- 34. Importancia de las genealogías entre los Hebreos.- 35. Solución de la cuestión de las dos genealogías Evangélicas.- 36. Conclusión.


ArribaAbajo§ I. Visión de Zacarías

1. «Hubo en tiempo de Herodes, rey de Jadea, un sacerdote llamado Zacarías, de la familia de Abias, y su mujer, llamada Isabel, era de la familia de Aarón. Y ambos eran justos a los ojos de Dios, observando todos los mandamientos y leyes del Señor irreprensiblemente. Y no tenían hijos, porque Isabel era estéril, y ambos eran de avanzada edad. Y sucedió que ejerciendo Zacarías las funciones del sacerdocio, según el orden de su turno delante de Dios, conforme a la costumbre establecida entre los sacerdotes, le tocó por suerte entrar en el templo del Señor a ofrecer el incienso en el altar de los Perfumes. Entre tanto, todo el pueblo estaba de parte de afuera en el atrio, según acostumbraba durante la oblación del incienso. Y se le apareció a Zacarías un ángel del Señor, puesto en pie a la derecha del altar de los Perfumes, o en que se ofrecía el incienso. Y Zacarías se turbó al verle, y quedó sobrecogido de espanto. Mas el Ángel le dijo: No temas Zacarías, porque ha sido oída tu oración, y tu mujer Isabel te dará a luz un hijo, a quien llamarás Juan184 el cual será para ti objeto de gozo y regocijo, y muchos se alegrarán en su nacimiento. Porque ha de ser grande en la presencia del Señor. Según la ley de los Nazarenos, no beberá vino ni cosa que pueda embriagar, y será lleno del Espíritu Santo, aún desde el seno de su madre; y convertirá a muchos de los hijos de Israel al Señor, su Dios, delante del cual irá él, con el espíritu y la virtud de Elías, para conciliar los corazones de los padres con los de los hijos, y conducir los incrédulos a la prudencia de los justos, a fin de preparar al Señor un pueblo perfecto. Y preguntó Zacarías al Ángel: ¿Cómo conoceré que es cierto lo que me dices? porque ya yo soy viejo y mi mujer está muy avanzada en la edad. Y respondiéndole el Ángel, le dijo: Yo soy Gabriel, y uno de los espíritus celestiales que circundan la majestad de Dios, de quien he recibido   —107→   la misión de anunciarte esta buena nueva. Y he aquí, desde ahora quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no creíste mis palabras, que se cumplirán a su tiempo. Entre tanto estaba afuera el pueblo esperando a Zacarías, y admirándose de que se detuviera tanto en el Templo. Y habiendo salido el sacerdote, le fue imposible hablar una palabra, y el pueblo conoció que había tenido en el templo alguna visión, y él procuraba explicarse por señas y permaneció mudo. Y cumplidos los días de su ministerio, volvió a su casa; y después de algún tiempo concibió Isabel su esposa, la cual guardó secreto y se mantuvo escondida durante cinco meses, diciendo: El Señor Omnipotente se ha dignado inclinar a mi una mirada de misericordia y ha borrado el oprobio que pesaba sobre mi nombre entre los hombres185

2. Esta página abre la narración evangélica. Está sacada del primer capítulo de San Lucas, que todos los racionalistas están conformes en relegar, así como el segundo, entre las interpolaciones legendarias, añadidas al texto primitivo por la credulidad de los siglos siguientes186. ¡Cómo habían de admitir los racionalistas un milagro al principio de la historia de Jesucristo! ¡Así, pues, rehúsan a Dios, en nombre del orden natural, inmutable en sus leyes, estudiadas por la ciencia, el poder de manifestar sus oráculos a un sacerdote judío, y de hablarle por ministerio de un Ángel! Por desgracia para los discípulos de Strauss, en esta ocasión les vence, abruma y rinde el milagro por todas partes. Y para librarse de la visión de Zacarías van a precipitarse en toda una serie de prodigios. Decís que la primer página de San Lucas es una adición apócrifa; concedido; fue la pluma de un impostor la que escribió en la cuna de Juan Bautista estas palabras: «muchos se alegrarán con su nacimiento,» pero ¿cómo es que se realizó esta profecía si fue obra de un impostor? ¿Por qué es célebre todos los años el día de la Natividad de San Juan Bautista en todos los puntos del universo? ¿Cuántas personas saben hoy en el mundo entero qué día es el aniversario del nacimiento de Alejandro o de César, sin embargo de haber sido ambos figuras bastante ilustres en la historia? ¡Y he aquí que en la cuna de un hijo oscuro de Aarón, predice un impostor, un falsario, que jamás perderá el mundo la memoria de una Natividad tan gloriosa! Esta profecía   —108→   increíble, absurda, bajo el punto de vista de todas las verosimilitudes históricas, se realizó al pie de la letra. Después de mil ochocientos sesenta y cuatro años persiste el mundo en celebrar el nacimiento de Juan Bautista: dentro de dos mil años, si se halla el universo destinado a llegar a esta edad, sucederá lo mismo y ¡encontraréis esto natural! nada es más fácil de imaginar que un apócrifo, una leyenda; mas para introducirlo en el texto evangélico hay más obstáculos que parece creen los racionalistas. San Lucas advierte en los cuatro primeros versículos que forman el prólogo de su Evangelio, y cuya autenticidad no se niega por ningún exégeta conocido, que él escribe la narración histórica de la Encarnación, desde el principio (a)/nwqen)187, y que la proseguirá por el orden cronológico (kaqech=j)188. Tales son los caracteres que señala de antemano, como debiendo considerarse propios exclusivamente de su obra. Si se suprimieran, pues, los dos primeros capítulos de San Lucas, es decir, el nacimiento de Juan Bautista y la historia de los primeros años de Jesucristo, ¿en qué se distinguiría el Evangelio de San Lucas del de San Marcos, puesto que comenzaría, como este último en el bautismo del Jordán189? ¿Cómo justificaría la intención, previamente manifestada de tomar el relato desde el principio (a)/nwqen) es decir, aún más allá que San Mateo, que sólo principia por la Anunciación? ¿No había sabido lo que ponía el mismo San Lucas, cuando trazaba, con su pluma inspirada, el prólogo de su Evangelio? Esto sería otro milagro que tendrían que soportar los racionalistas, para compensar el de la visión de Zacarías, que les causa horror, y tendrían que explicar cómo ha podido subyugar la fe del mundo un Evangelista que no se da razón de lo que escribe. Pero aún hay más; este impostor, este falsario que interpoló en el segundo siglo la leyenda de San Juan Bautista, hubiera debido ser un verdadero taumaturgo para conseguirlo; habiendo consistido su mayor milagro en hacerse invisible, porque en efecto, nadie le vio ni le sospechó en toda la serie de la historia cristiana, habiéndose esquivado a toda pesquisa. No le vio Orígenes, en el año 200, y se necesitaba tener más que habilidad para ocultarse a las miradas de Orígenes; pero sobre todo, no le vio en el año 150, Celso el pagano, el enemigo de los Evangelios. Para burlar esta mirada llena de odio, era preciso un artificio   —109→   casi prodigioso. Pues bien, el filósofo Celso cita el primer capítulo de San Lucas, tomando ocasión de él para mancillar el nombre inmaculado de María190. ¿Dónde colocar, pues, vuestro invisible falsario, en un período histórico examinado tan escrupulosamente? Tertuliano, Ireneo, anteriores a Orígenes, no le conocieron. San Papías, cuyos preciosos testimonios nota Eusebio con tanto cuidado, no tenía la menor sospecha de él. Guardad, pues, con vuestros demás mitos este milagro apócrifo. No ha podido inventarse después del suceso la primera página de San Lucas por un falsario póstumo.

3. Por otra parte, lleva en sí misma señales de incontestable autenticidad. Imaginaos un ignorante legendario escribiendo después de la ruina del Templo, e improvisando sin incurrir en una sola falta, todo el conjunto de la historia, de las costumbres y de la religión judaicas. La sola expresión, tan sencilla al parecer: «En tiempo de Herodes, rey de Judea,» supone todo un orden de conocimientos que desafiaría a una impostura retrospectiva. En el siglo II, hubo tres príncipes con el nombre de Herodes que reinaron en Judea; Herodes el Idumeo; Herodes Antipas y Herodes Agripa. Si el impostor hubiera sido hábil, hubiera sabido esto, y entonces hubiera designado más particularmente el rey de quien quería hablar. No hay evasiva sobre esta necesidad impuesta por los hechos históricos. ¿Quiérese mejor suponer al impostor completamente inepto y sustancialmente extraño a los acontecimientos judaicos? En este caso, sólo habría conocido a un Herodes, el que menciona el texto de San Lucas en el capítulo III, con el nombre de Herodes el Tetrarca191, y no hubiera pensado en darle otro título. Sólo un contemporáneo podía escribir estas palabras: «En tiempo de Herodes, rey de Judea.» Porque en efecto, sólo un Herodes reinó en toda la Judea, pues los demás, confinados en sus tetrarquías, sólo reinaron en una parte de ella. Y nótese que no dice San Lucas: «Rey de los Judíos,» porque si bien podía equivocarse sobre este punto un impostor, un legendario póstumo, nunca podía equivocarse un contemporáneo. Herodes el Idumeo fue impuesto por Roma a la Judea; soberano de hecho, no de derecho, reinaba en el país contra la voluntad de sus habitantes. El rey de los Judíos sólo podía ser un heredero   —110→   de la familia asmonea192, u otro descendiente de la tribu de Judá y de la raza de David. La pluma del pretendido apócrifo no tropieza entre tantos escollos. ¡La casualidad! se dirá. La casualidad es un Dios complaciente que ha escrito todas las líneas del Antiguo Testamento sin que haya que hacer en él una sola corrección. ¿Cuántos milagros no habéis atribuido a la casualidad? Agréguese también a su ciega responsabilidad la maravillosa exactitud con que vuestro falsario, del siglo segundo o tercero, habla de los orígenes y de las costumbres sacerdotales de los Judíos: «Zacarías, dice era de la raza de Abias, y su mujer Isabel era de la familia de Aarón.» Sin duda no ignoran los racionalistas modernos qué relación puede haber entre la raza de Abias y las funciones sacerdotales. Su ciencia no conoce eclipse, y no obstante un lector común podría no sospechar siquiera el motivo de esta correlación; con mucho más motivo, pues, hubiera podido equivocarse un oscuro falsario. Pero el apócrifo interpolador de San Lucas no ignora nada. Sabe que en tiempo de David fueron divididas en veinte y cuatro clases las familias sacerdotales provenientes de Aarón193, a que pertenecía la de Abias. No ignora que se arregló por turnos el orden del servicio semanal de cada una de ellas en el Templo; que en su consecuencia, la de Abias ocupó el turno octavo194. El falsario sabe todo esto, y ha leído a Josefo que dice en términos formales: «Este orden se ha mantenido hasta nuestros días195.» Sabe muy bien el impostor otra cosa todavía; que los sacerdotes judíos podían elegir una esposa entre todas las tribus de Israel196. El apócrifo lo sabe, y advierte como una particularidad notable, que la mujer de Zacarías no pertenecía solamente a la tribu de Levi, sino que descendía de la familia pontifical de Aarón197. Con la misma seguridad de intuición da cuenta el afortunado legendario, dos o tres siglos después de la ruina del Templo, y viviendo tal vez a quinientas leguas de Jerusalén, de las funciones sacerdotales que consistían en cuatro principales deberes: 1.º La inmolación de las víctimas y la oblación de los holocaustos; 2.º El cuidado de las lámparas en el Candelero de oro; 3.º La confección y la ofrenda de los doce panes nuevos en la Mesa de Proposición;   —111→   4.º Finalmente, la adustión del incienso, noche y mañana en el Altar de los Perfumes198. Asimismo sabe que los sacerdotes al principiar su servicio cada semana, echaban suertes para distribuirse estos varios oficios199. Esto bastaría para admirarse de la ciencia general de la historia judía, que posee vuestro legendario; pero llevando más adelante este examen, y entrando en los pormenores mismos de la función sacerdotal que describe, resaltará hasta la evidencia la demostración sobre su autenticidad.

4. He aquí las indicaciones circunstanciadas que nos suministran sobre este punto, los libros rituales de los Hebreos. «Las veinte y cuatro series sacerdotales se subdividían en familias, cada una de las cuales tenía su príncipe o jefe. Cuando había mas familias en la serie que días en la semana, servían en un mismo día muchas familias. La edad de los levitas se limitaba a los 50 años, pero no había límite alguno respecto a la edad de los sacerdotes. El viernes por la noche, antes de entrar en sus funciones, se reunían los jefes de familia en el Templo, y sorteaban el día de su servicio por números de orden, y cada noche sacaban igualmente a la suerte los miembros de la familia por números de orden, sus funciones del día siguiente. La adustión de los perfumes se hacía por la mañana, al rayar el día, y por la tarde al ponerse el sol. Los sacerdotes de servicio se reunían, antes de la hora, en el Templo, revestidos con sus ornamentos y llevando los instrumentos sagrados necesarios para su servicio especial. Para comenzar, esperaban la señal del Mygrepkhah, instrumento de cobre, cuyo fuerte sonido resonaba en toda la ciudad de Jerusalén. En este momento levantaban las puntas de la cortina cuatro levitas por cada lado, y entraba el sacerdote encargado de la oblación del incienso, acompañado de otros dos, llevando el uno un vaso lleno de perfumes, y el otro una estufilla con ascuas; el sacerdote primero llevaba en la mano una bandeja de plata. En seguida entraban los sacerdotes encargados de cuidar de las lámparas, los que debían renovar los Panes de la Proposición, si era el día señalado; los que debían purificar la rejilla del Altar de los Perfumes y quitar las cenizas y los carbones de la estufa, retirándose cada uno no bien había terminado su oficio. Cuando estaba todo preparado, recibía el sacerdote turiferario en su bandeja las ascuas,   —112→   las cuales colocaba en la rejilla del Altar, después tomaba los perfumes que le cabían en la mano para echarlos en el fuego. Entonces le dejaban todos: también él retrocedía algunos pasos y permanecía en adoración mientras subía hacia el cielo la nube de humo odorífero, permaneciendo así algunos momentos solo, ante Dios. Entre tanto, las personas que tenían que ofrecer oblaciones por el pecado, hallábanse reunidas por la mañana delante de la puerta de Nicanor, donde las colocaban los sacerdotes por orden y por series; los levitas, llamados igualmente por el sonido del Migrephah, se colocaban en sus atriles, y cantaban los salmos del nacimiento o declive del día; los hijos de Israel que habían acudido a la oración, esperaban el instante en que salía del Templo el sacerdote encargado de la adustión del incienso para recibir su bendición. Generalmente se llenaban los pórticos exteriores por la multitud piadosa, y cuando aparecía el sacerdote en el umbral del Templo, se prosternaban todos, y juntando éste los dedos de la mano de modo que formaran el número tres200, extendía la derecha hacia el pueblo, y pronunciaba en alta voz la fórmula legal201: «¡Bendígaos y guárdeos el Señor! ¡Incline Jehovah sobre vosotros una mirada favorable, y otórgueos misericordia; vuelva hacia vosotros una mirada propicia, y concédaos la paz202

5. Cotéjese el texto evangélico con estas indicaciones múltiples, auténticas y precisas como todas las tradiciones sacerdotales del Judaísmo, y no se encontrará una sola discordancia. Zacarías había sido el designado por la suerte para ofrecer el incienso en el Altar de los Perfumes; y en efecto, la suerte era la que distribuía cada día las funciones sacerdotales entre los miembros de la evemeria sagrada. Zacarías era un anciano, encorvado al peso de los años. Si sólo hubiera sido un simple levita, le hubiese alejado su vejez del servicio de los altares; pero no llegaba a los sacerdotes el límite de la edad. Cuando penetró Zacarías en el Templo para ejercer sus santas funciones, se halla orando el pueblo en los pórticos exteriores; esta circunstancia indicada sencillamente por el Evangelista, supone todo un orden de costumbres nacionales, cuyo estudio nos   —113→   da la clave de las prescripciones rituales. Zacarías está solo en el Altar de los Perfumes en el momento en que se le aparece el ángel Gabriel. Sabía, pues, perfectamente el historiador que los demás sacerdotes debían retirarse en el instante en que principiara la oblación de los perfumes en el Altar. No ignoraba el poco tiempo que se necesita para quemarse en el fuego un puñado de incienso. El hábito de asistir dos veces cada día a esta santa ceremonia debió familiarizar a los Judíos con el intervalo que estrictamente necesitaba. Por esto se admira la muchedumbre de la tardanza de Zacarías; pero cualquiera que sea el intervalo de esta dilación excepcional, nadie deja el Templo. Espérase la bendición del sacerdote que va a salir del santuario del Eterno. Aparece por fin Zacarías, y advierte la muchedumbre que está mudo. ¿En qué señal lo hubiera reconocido si no hubiese sido un indicio irrecusable el rito sacramental de la bendición? Hallándose mudo el sacerdote, se ve obligado a hacer solamente por gestos esta bendición sin poder articular las palabras: Et ipse erat innuens illis. He aquí una parte de las maravillas de autenticidad que se ocultan bajo el simple contexto del Evangelio. ¿Y pretendéis hacer el honor de que las conociera la impostura retrospectiva de un escritor que no hubiera visto ni el Templo, ni Jerusalén, ni las ceremonias del culto judaico? ¡Verdaderamente, son estos para un ignorante legendario, milagros de ciencia, que exceden a los prodigios de incredulidad del racionalismo!




ArribaAbajo§ II. La Anunciación

6. «Seis meses después de estos sucesos, envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazareth, a una Virgen desposada con cierto varón de la casa de David, llamado Josef; y la Virgen se llamaba María. Y habiendo entrado el Ángel donde ella estaba, le dijo: Dios te salve; llena eres de gracia; el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres. Al oír estas palabras la Virgen se turbó, y púsose a considerar qué significaría esta salutación. Y el Ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Sábete que concebirás en tu seno y parirás un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande, y será llamado hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de su padre David, y reinará eternamente en la casa de Jacob; y su reino   —114→   no tendrá fin. Pero María dijo al Ángel. ¿Cómo ha de ser eso? porque yo no conozco varón203. Y el Ángel le respondió: El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá (o fecundará) con su sombra, y así lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. Y sabe que tu parienta Isabel también ha concebido un hijo en su vejez, y la que se llamaba estéril, está ahora en el sexto mes. Porque nada hay imposible para Dios. Entonces dijo María: He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra. Y en seguida el Ángel desapareció204.

7. La majestad del consejo divino en que se resolvió la Encarnación en los esplendores de la eternidad, requería, como un corolario conmovedor, el consejo virginal celebrado en la tierra en el corazón de María con un Ángel por confidente. Yen efecto, es imposible desconocer que el Ave María de Gabriel se dirige a una soberana. Jamás se recibió con formas de igual respeto, en las manifestaciones angélicas del Antiguo Testamento, el lenguaje de los enviados celestiales. Aquí se inclina primeramente el Ángel ante la Virgen de Nazareth, y la saluda: «Dios te salve.» En otras partes los mensajeros del Altísimo llevan la gracia a los mortales: aquí encuentra Gabriel la gracia divina en su plenitud; y así como se había prosternado en los cielos, ante la majestad del Omnipotente, que le daba su misión, se inclina en Nazareth ante una Virgen que ha llegado a ser el Tabernáculo donde reside Dios. «Dios te salve, llena eres de gracia, el Señor es contigo.» ¿Podrá expresar nunca palabra humana este inefable misterio? Al descender el Ángel de las esferas eternas, ha dejado el trono divino en la gloria; y encuentra en Nazareth el trono divino en la humilde virginidad. Jehovah en el cielo; el Señor en María: tales son los dos términos que reúne la misión del augusto embajador. Saluda, pues, a la «mujer bendita entre todas las mujeres;» salutación que después del Ave María de los coros angélicos, dirigida a la reina de los ángeles, es la salutación del género humano; la aclamación de los justos, de los patriarcas, de los profetas, que resume todas las esperanzas del mundo y las concentra en derredor de la «mujer bendita» que debe borrar la maldición de la mujer primera. ¿Cuarenta siglos de expectación, de votos,   —115→   de oraciones y de lágrimas; los ángeles y los hombres prosternados, con Gabriel ante la Virgen de Nazareth, atraen suficiente grandeza, gloria y majestad sobre la frente de la hija de David? No. La misma Trinidad divina trasmite a María una salutación más elevada que todo lo que se puede imaginar nunca. El Altísimo quiere descender a María: el Espíritu Santo quiere cubrirla con su sombra: el Hijo de Dios quiere nacer de ella y llamarla madre suya. El Ángel expone a la Virgen la resolución del consejo eterno, y aguarda, como si sometiera al consejo de María el voto de la Santísima Trinidad. Recogida en el silencio de su humildad, en el ardor de su adhesión, en la contemplación de un amor divino que quiere asociarse su amor virginal, para salvar al mundo, guarda silencio María; el Ángel espera, hasta que al fin sale de sus labios una palabra de asentimiento: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.» El consejo virginal ha ratificado los decretos del consejo eterno: desaparece el Ángel para llevar al Trono divino esta palabra que conmueve los cielos, salva la tierra, y arranca el cetro de las almas a las potestades infernales. Abismado el hombre en la contemplación de estas maravillas, cae arrodillado, y llora y suplica, y adora la misericordia eterna que ha creado prodigios de salvación para colmar el abismo de nuestras miserias. ¡No se me recuerde el nombre de estos desgraciados que han tenido la audacia de ultrajar el nombre virginal, en que fueron rehabilitadas sus madres, sus esposas y sus hermanas! ¡No quiero saber que han pretendido arrancar del Evangelio y atribuir a la impostura de un falsario, esta página divina, el verdadero decreto de la salvación del género humano! Las bendiciones del universo prosternado hace dos mil años a los pies de la Virgen de Nazareth, de la reina de los ángeles, de la Madre de Dios, convertida en Madre de los hombres; los milagros de gracia, de consuelo, de esperanza y de salvación, derramados a manos llenas por la poderosa intercesión de María; el rayo de su esplendor virginal, difundido, desde este momento, sobre la frente de todas las hijas de Eva, y haciendo brotar en la tierra maravillas de santidad, de caridad y gracia; tales son las voces, tal el séquito que queremos oír y evocar en torno de la soledad de Nazareth, donde dejó el Ángel a María!



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ArribaAbajo§ III. La Virgen Inmaculada

8. La humanidad repetirá hasta el fin de los siglos el Ave María de Gabriel, y a medida que lo medite más, encontrará nuevos encantos. ¿Cómo pueden, pues, privarse cristianos, por otra parte habituados a llamar al Evangelio la Palabra inefable de Dios, de la dicha de repetir en honor de María, la salutación que se le dirigió hace mil ochocientos años por el celestial mensajero? El protestantismo nos trata en esto de idólatras; pero la Iglesia católica no adora a María, sino que la invoca como madre de Dios; la honra, como criatura llena de gracias, bendita entre todas las mujeres, de la que nació el Hijo del Altísimo. Si esto es una idolatría, la hemos aprendido del mismo ángel Gabriel, y la leemos en la página primera del Evangelio. Hay en el sistemático silencio protestante respecto de la Virgen de Nazareth, un carácter limitado y nebuloso que espanta la fe y desconcierta la razón. No puede negarse que en la inmensa trasformación social verificada directamente por la luz evangélica, es uno de los hechos más patentes y más notables el de la rehabilitación de la mujer. Es imposible desconocer este hecho a no suprimir la historia. Pues bien, este grande hecho es ininteligible sin la acción y la influencia del culto de María. En la cadena de los acontecimientos que constituyen la historia, todo está ligado con nudos indisolubles. No es un fenómeno insignificante, arbitrario o irreflexivo el abatimiento de la mujer en las sociedades antiguas, y en todas las naciones extrañas actualmente a la revelación del Verbo encarnado; sino que al contrario, es un hecho constante, uniforme, regulado positivamente por los legisladores, y cuya razón de ser, gravada profundamente en la conciencia del género humano, se remonta a una condenación divina. Si se prescinde de la sentencia lanzada contra la mujer culpable en el umbral del Edén, no hay explicación posible para este extraño hecho. El sensualismo del mundo pagano, lejos de obrar en favor de la mujer, agrava su oprobio. Búsquese una razón filosófica de esta inferioridad persistente, durante los cuatro mil años que preceden a María: explíquese por qué adoraba el politeísmo a Venus en los templos, y por qué tenía a la mujer, a la esposa, a la madre de familia, por cosa más vil que la esclava. Y no obstante, esperaba el mundo una Virgen que abriera a   —117→   la tierra las puertas cerradas del cielo. Paralelo a este sistema de abatimiento inexorable, proseguido sin tregua durante cuarenta siglos por una mitad del género humano contra la otra; al lado de estos santuarios impuros donde se adoraba realmente a sí misma la depravación del hombre, y se pretendía elevar hasta el cielo el oprobio de la mujer; en sentido inverso de esta corriente de brutalismo sin freno y de ignominiosas apoteosis, se desarrolló en todos los pueblos, y se mantuvo en toda la serie de los tiempos, una tradición de salvación por la mujer. El pueblo romano esperaba a la Virgen que volvería a traer las llaves de la edad de oro. La misma esperanza ofrecen las teofanías indias. Los libros sagrados de los Bramas declaran que cuando se digna visitar un Dios al mundo, se encarna misteriosamente en el seno de una Virgen205. La China tiene su flor de virginidad: Lien-Huha206, semejante al Lotus egipcio que hace, al soplo de Dios, a Isis fecunda207. Los Druidas esperan a la Virgen Madre208. Todos estos resplandores diseminados de una creencia primitiva que se remonta al Edén, se concentran en la revelación judía, alrededor del Lis de Israel, del Vástago de Jessé, que producirá la flor celestial. Una mujer «quebrantará la cabeza de la serpiente. Una Virgen concebirá y parirá un hijo, que será Dios con nosotros.»

9. ¿Con qué derecho se atreven, al presente, a trastornar la historia del mundo antiguo, a hollar la evidencia de los hechos contemporáneos y a negar la conformidad de las tradiciones universales con la enseñanza evangélica, respecto de la influencia de una Virgen Madre? Solo es aquí nuevo, insólito y verdaderamente inadmisible la pretensión de trastornar todo lo pasado, de convertir lo presente en un enigma inexplicable, y de sustituir un contra-sentido a la clara y radiante manifestación de los siglos. La Virgen Madre es honrada   —118→   con un culto de esperanza durante los cuatro mil años que precedieron a su venida; y ¿queréis que permanezca olvidada, sin honor y sin culto por las generaciones que le deben su salvación, la Virgen de Nazareth, cuyo nombre es María, y cuyo Hijo, Jesucristo, redimió al mundo? Esto no es ni puede ser así. Ella misma, la humilde esclava del Señor, ha declarado, según veremos en breve, que todas las naciones la proclamarían bienaventurada. Interróguense a sí mismos nuestros hermanos extraviados en las heladas regiones del protestantismo, exentos de todo espíritu de partido, de toda idea preconcebida. Pregúntense lo que se hace entre ellos para realzar la gloria de la Virgen bendita. ¿Dónde están los testimonios de veneración, de respeto, de reconocimiento, que tributan a su memoria? Si ignorase el universo entero el nombre de María ¿sería el protestantismo quien disiparía este olvido, honraría este nombre y le colocaría en todos los labios como sinónimo de felicidad? No obstante el: Beatam me dicent omnes generationes, es realmente una de las palabras evangélicas que lee el protestantismo con nosotros en el texto sagrado. ¿Por qué permanece esta palabra infecunda y sin aplicación activa en el seno de la pretendida Reforma?

10. La verdad está exenta de estas contradicciones, incoherencias y antipatías sistemáticas. La Iglesia Católica, aquí, como siempre, guarda inviolablemente el depósito de la Palabra divina, y le conserva una fecundidad inmortal. La Virgen Inmaculada tiene altares en todos los puntos del mundo: no hay punto alguno en el espacio y en el tiempo, donde no se verifique al pie de la letra el oráculo virginal: Beatam me dicent omnes generationes. Además de la narración evangélica, ya tan explícita respecto de las magnificencias de María, ha conservado la Iglesia pormenores tradicionales sobre su historia. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Los Apóstoles conocieron personalmente a María; algunos eran parientes suyos: todos eran sus compatriotas. Cuando el Espíritu Santo descendió en el Cenáculo en forma de lenguas de fuego, se hallaba María con los doce Apóstoles, perseverando como ellos en la oración y la fracción del pan. Juan, el discípulo amadísimo, había recibido al pie de la cruz el divino legado de Jesucristo, que le confiaba a su Madre. Estos hechos son constantes y auténticos, puesto que se hallan consignados en el Evangelio. ¿Puede imaginarse, pues, que los parientes de María, los Apóstoles, todos los cuales sufrieron la persecución o   —119→   la muerte por el nombre de Jesús, ignorarán el origen y la historia de su madre? ¡Los cortesanos de Alejandro supieron la historia de Olimpias, y habrían desdeñado aprender los Apóstoles de Jesucristo la de María! ¡Habían de haber vivido con ella y como bajo su maternal dirección, después de la Ascensión gloriosa de su Maestro, sin haber recogido ningún relato de sus labios, sin haberla interrogado sobre un pasado que les era más querido que su propia vida! La sola enunciación de proposición semejante, demuestra indudablemente su falsedad. La Iglesia Católica, heredera de los Apóstoles, recibió, pues, de ellos un conjunto de tradiciones concernientes a la Virgen Inmaculada.

11. No ignoramos que el solo nombre de tradición, espanta al protestantismo; sin embargo, mas adelante se verá que la Iglesia ha sido fundada, no sobre una palabra escrita, sino sobre una doctrina trasmitida por la predicación oral; de suerte que no son los cristianos, como los judíos, los hijos de un libro, sino los hijos de una palabra, los hijos del Verbo siempre vivo. Esta distinción capital que formulaba San Pablo con tanta precisión, inspiró más adelante a San Agustín el célebre dicho: «Yo no creería en el Evangelio, si no determinara mi fe la autoridad de la Iglesia. «Bástenos por ahora haber sentado el principio, dejando para otra parte su desarrollo y sus pruebas. La Iglesia Católica sabe el nombre de los padres de la Virgen de Nazareth. María tuvo por padre a Joaquín209, de la antigua raza de los reyes de Judá. Su madre, Ana, descendía de Aarón; -y por este lado era la Santísima Virgen parienta de   —120→   Isabel. La antigüedad cristiana ha conservado estos nombres, inscritos, no por oscuros legendarios o por escritores apócrifos, sino por la pluma de los doctores y de los Padres de la Iglesia. San Epifanio (310-405) en su obra inmortal: Adversus haereses, se expresa de esta suerte: «María tuvo por madre a Ana y por padre a Joaquín. Era parienta de Isabel, y descendía de la familia y de la casa de David210.» En estas palabras del ilustre obispo de Salamina, se encuentra la tradición del mundo católico, tal como nos la trasmitieron los Apóstoles. Hoy repetimos nosotros lo que escribía San Epifanio en el año 350; sabemos de la familia de María lo que sabía él mismo, y lo creemos como él211.

12. En la época en que vivían los piadosos padres de María de Nazareth, proseguía Herodes la construcción de los suntuosos edificios que quería agregar al templo de Jerusalén. ¡Quién le hubiera dicho entonces, que se preparaba el Señor en una humilde ciudad de su reino, un templo más augusto que el de Zorobabel; más puro que el Tabernáculo de Aarón; más santo que el Arca de Moisés! Hoy contempla el mundo entero lo que no supo jamás Herodes, puesto que ha sido proclamada en nuestros días de lo alto de la cátedra augusta, en que no cesa el Verbo siempre vivo de enseñar a su Iglesia, por boca del Sucesor de San Pedro, la Inmaculada Concepción de María, atestiguada por todas las edades, y saludada por todos los doctores y por los Santos Padres. Escuchemos esta palabra sagrada que ha hecho estremecerse al mundo con una alegría desconocida, y que descendió sobre nuestras almas como el eco prolongado de la salutación angélica de Nazareth: «El Dios inefable, cuyas vías son misericordia y verdad, cuya voluntad es omnipotencia, cuya sabiduría llega de un extremo a otro con fuerza y lo dispone todo suavemente, había previsto desde toda la eternidad, la ruina lamentable del género humano, consecuencia de la trasgresión de Adán. Por un misterio oculto en las profundidades de los siglos, decretó consumar la Encarnación del Verbo, obra primera de su bondad, de una manera más maravillosa todavía. Eligió y preparó desde el principio, antes de los siglos, una Madre, cuyo Hijo único debía nacer en la dichosa plenitud de los tiempos, y la amó sobre todas las criaturas,   —121→   hasta el punto de poner únicamente en ella todas sus complacencias212. Esta Madre reunió en sí una plenitud de santidad y de inocencia, tal, cual no puede imaginarse mayor después de Dios, y cuya magnitud Dios sólo puede medir213. Así como Cristo, mediador entre Dios y los hombres, destruyó, al revestirse con la naturaleza humana, el decreto de nuestra condenación, y lo fijó vencedor en su cruz, así la Santísima Virgen, unida a Jesucristo con el lazo más estrecho y más indisoluble, entrando con él y por él en el eterno combate contra la antigua serpiente, ha triunfado sin reserva, quebrantando con su pie sin mancha, la cabeza del enemigo214. ¡Triunfo magnífico y singular de la Virgen: inocencia incomparable, pureza, santidad, integridad sin mancha, efusión inefable de gracias, de virtudes y de privilegios divinos que proclamaron los Santos Padres, los cuales vieron su figura en el arca de Noé, que hizo sobrenadar la mano de Dios en el naufragio del género humano! Para ellos era la Escala de Jacob, que unía la tierra con el cielo, por cuyas gradas subían y bajaban los ángeles de Dios, y en cuya cima descansaba Jehovah: era la Zarza ardiendo que vio Moisés rodeada de llamas, sin que tocara el fuego su verde follaje; la Torre inexpugnable, de donde penden los mil escudos, armadura de los fuertes y terror del enemigo; el Jardín cerrado, cuya entrada no manchará nadie, y a cuya puerta son impotentes el fraude y la asechanza; la Ciudad de Dios, centelleante de resplandores, cuyos cimientos se hallan colocados en las montañas santas; el Templo augusto de Jerusalén,   —122→   resplandeciente con las divinas claridades, y lleno de la gloria de Jehovah215. Al meditar las palabras de Gabriel y el mensaje con que anuncia el Ángel a la Virgen la dignidad sublime de Madre de Dios, han proclamado que esta salutación inaudita, solemne y sin precedentes, reconocía a la Virgen María como la sede de todas las gracias divinas, adornada con todos los dones del Espíritu Santo; como tesoro, en cierto modo infinito, y como abismo inagotable de las gracias celestiales. De manera que sustraída a la maldición y participando con su Hijo de las bendiciones eternas, pudo recibir de la boca inspirada de Isabel, esta otra salutación: Bendita eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre216. He aquí por qué, revindicando para María la inocencia y la justicia originales, la compararon a Eva en los tiempos en que, Virgen inocente y pura, no había sucumbido aún a las emboscadas mortales de la falaz serpiente, y aún llegaron a ensalzarla por una admirable antítesis, sobre este tipo primitivo. Porque en realidad, Eva prestó miserablemente el oído a la serpiente, perdió la inocencia original y se hizo la esclava del tentador; más al contrario, la bienaventurada Virgen, acrecentando sin medida el don original, lejos de abrir el oído a las seducciones de la serpiente, destruyó con la virtud de Dios, su energía y su poder217. Tal es el sentido de los nombres que dan a María.   —123→   Llámanla: Azucena entre espinas; Tierra virgen, intacta, sin mancha, siempre bendita, siempre libre del contagio del pecado, de la cual fue formado el nuevo Adán; Paraíso de delicias, plantado por el mismo Dios al abrigo de las asechanzas de la serpiente; siempre inmaculada, inundada de luz, mansión risueña de inocencia y de inmortalidad; Árbol incorruptible, que jamás carcomió el gusano del pecado; Fuente siempre límpida, que selló la virtud del Espíritu Santo; Templo verdaderamente divino; Hija de la vida, única y sola que no fue hija de la muerte; Germen de gracia, no de cólera, desarrollado por una maravilla de singular providencia, sobre un tallo ajado y corrompido, y haciendo brotar y abrirse su divina flor, fuera de la ley común218. Han dicho también, hablando de la Concepción de la Virgen, que se había detenido la naturaleza trémula, ante esta obra maestra de la gracia219. Según su testimonio, sólo tuvo María de común con Adán la naturaleza, mas no la culpa. Era conveniente que el Hijo único, a cuyo Padre cantan en los cielos el trisagio los serafines, tuviera en el mundo una Madre, cuya santidad no hubiese experimentado jamás eclipse220. Pues bien, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles San Pedro y San Pablo y por Nuestra propia autoridad, declaramos, pronunciamos y definimos, como revelada por Dios, la doctrina que enseña, que la muy bienaventurada Virgen María fue desde el primer instante de su concepción, por una gracia y un privilegio   —124→   singulares del Omnipotente, y en virtud de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano, preservada enteramente de la mancha del pecado original. Tal es la doctrina que deben abrazar todos los fieles con una fe firme y constante221.

13. He aquí esta augusta palabra de Pío IX, que resume la enseñanza de los Padres, la creencia del Oriente y del Occidente, la tradición de los tiempos, elevándolas a la majestad de un dogma definido y para siempre inmutable. Es el comentario apostólico del Ave-María de Gabriel. Toda esta doctrina se hallaba en la salutación del Ángel: «Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres.» La encarnación del Verbo hizo refluir a su cauce las aguas del río de la corrupción original. La sangre divina que redimió al mundo, volvió a surtir anticipadamente hasta su origen: así la primera creación del Verbo encarnado fue realmente la integridad original de su futura madre. En el mes de Tisri (8 de septiembre de 730 o 732 antes la E. C.), nació en Nazareth la Virgen Inmaculada. Ana y Joaquín le dieron el nombre de María (Mirjam), reina o estrella de la mar. Este nombre aparece una vez en el Antiguo Testamento, llevado por la hermana de Moisés, al pie del Sinaí, al lado del Arca Santa. En el Nuevo Testamento recuerda el nombre de María el Sinaí virginal que fue el trono de un Dios niño; el Arca de salvación universal, donde se reconciliaron Dios y el hombre. El nombre de María, asociado al de Jesús, divide con él el reino del cielo y de la tierra.

14. La infancia de María se deslizó a la sombra del santuario, entre la multitud de jóvenes vírgenes confiadas a la dirección de la tribu sacerdotal222. Estaba tan arraigada en Oriente, desde el siglo VI, la tradición sobre este hecho histórico, que el mismo Mahoma creyó deber consignarlo en su Koran: «Habla de Mirjam, se lee en él. Refiere de qué modo dejó a sus padres, cómo fue al Oriente   —125→   del Templo, y se cubrió el semblante con un velo, que la ocultó a sus miradas223.» ¡Admirable conformidad de testimonios! La aureola con que rodea la fe católica la figura celestial de María y traspasa las nubes del mahometismo, prolongándose su radiación al través de las edades. La Presentación de la Virgen Inmaculada en el Templo de Jerusalén es un acontecimiento que hace época en los anales del género humano. Desde entonces fue educada María, dicen unánimemente los Doctores y los Padres, por el sacerdote Zacarías su pariente. Desde la época de Moisés224 y en toda la serie de la historia judía225, rodeaban el santuario de Jehovah piadosas mujeres y jóvenes vírgenes. El templo de Zorobabel tenía, después de la restauración de Herodes, un distrito dedicado especialmente para uso de las mujeres, aislado de la clausura, con dos puertas, que daban, la una a la ciudad, y la otra al Templo226. En este asilo de oración, de recogimiento y de santas labores, se deslizaron a las miradas de los Ángeles, los primeros años de la humilde María227. En la época de la mayoría de edad de las mujeres judías, hacia los catorce años, entregó Zacarías la joven virgen a sus padres en Nazareth, para que se desposara, según la ley de los Hebreos. La sucesión temporal era el honor de las mujeres en Israel; todas las bendiciones de la Antigua Alianza se referían a ella; el porvenir del mundo dependía de la perpetuidad de la raza de Abraham, que debía dar a la tierra el germen bendito, en el que se salvarían las naciones.   —126→   María, descendiente de la familia real de David, debía, según la ley mosaica, desposarse con su más próximo pariente, y el Booz de la nueva Ruth, era un santo anciano, llamado Josef, hijo de Jacob y hermano de Cleophas; descendiente de David, por la línea de Salomón, así como descendía María del mismo por la antigua línea Belénica de Nathan. Desposose, pues, María con Josef, según los ritos acostumbrados, en el mes hebraico de Sebeth (23 de enero de 737). En el intervalo que trascurrió entre la ceremonia de los desposorios y la del matrimonio definitivo, se encuentra el glorioso mensaje de Gabriel a la Virgen Inmaculada (25 de marzo). Nazareth, teatro de esta Anunciación divina, quiere decir en lengua hebraica, Flor. Por eso dice San Bernardo: «Jesucristo, la flor de Jessé, quiso brotar de una flor en una flor, en la estación de las flores228.




ArribaAbajo§ IV. Visitación. Nacimiento de San Juan Bautista

15. Después de esta comunicación celestial, «se dirigió María con toda diligencia a las montañas de Judea, hacia la ciudad sacerdotal de Hebrón. Luego que llegó a la morada de Zacarías, saludó a Isabel. Al sonido de la voz de María, saltó de gozo el infante de Isabel en el seno maternal, e Isabel se sintió llena del Espíritu Santo. Y exclamando en alta voz, dijo a María: Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí esta ficha que la madre de mi Señor se digne visitarme? Porque desde que sonó en mis oídos la voz de tu salutación, saltó de gozo en mi seno el infante. Bienaventurada eres en haber creído en la promesa divina, porque se cumplirán las palabras que te se han revelado en nombre del Señor.- Y dijo entonces María: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu rebosa de alegría en Dios, mi Salvador. Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava; y he aquí que desde este momento todas las generaciones me proclamarán bienaventurada. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, y cuyo nombre es santo. Y su misericordia se extiende de generación en generación sobre todos los que le temen. Ha desplegado la potestad de su brazo, y su soplo ha deshecho los   —127→   orgullosos intentos del corazón, de los soberbios. Ha derribado del trono a los poderosos y ensalzado a los abatidos. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos los despidió sin nada. A Israel, su siervo acogió bajo su amparo, acordándose de su misericordia. Así lo había anunciado a nuestros padres, según la promesa que hizo a Abraham y su descendencia por todos los siglos.- Y detúvose María con su prima Isabel, cerca de tres meses, y se volvió después a Nazareth229

16. Se advierte en el Evangelio, con solo leerlo, tal armonía de tono, una sencillez tan notable, al paso que una majestad tan elevada, que no es necesario más demostración para producir el convencimiento. Tal es el carácter propio de la palabra de Dios: Llevar en sí la luz, sin necesidad de otra justificación que ella misma. La evidencia se impone y no se demuestra. Así, por más que nos diga el racionalismo que el Cántico de María «es uno de esos procedimientos convencionales que forman el carácter esencial de los Evangelios apócrifos230,» en vano tratará de persuadirnos que tenemos a la vista «una leyenda sin valor, una amplificación pueril231.» ¿Es cierto que fue prometido un Dios Salvador del mundo, después del Edén, y predicho por todos los profetas y esperado por toda la serie de las edades en el Antiguo Testamento? No puede negarse, a no destruir la historia. ¿Es cierto que es adorado Jesucristo durante dos mil años, como Salvador, como Hijo de Dios en la eternidad y como Hijo de María en el tiempo? Nadie podría ponerlo en duda, a no negarse a sí mismo. Pues para que se prosternara un solo hombre ante Jesucristo (y se cuentan por millares sus adoradores), ha sido necesario que se hallase rodeada la historia del Señor de señales incontestables de credibilidad. Cuantas más páginas se arranquen a su divina historia, se imposibilita más la fe en su divinidad. Entonces excedería el milagro de haber creído sin pruebas, en proporción infinita, a la prueba de los milagros que negáis. Así, cuando pensáis haber dicho la última palabra, atribuyendo el Magnificat a un falsario, y creéis haberlo destruido todo, relegando el relato de la Visitación entre las crédulas invenciones de un apócrifo, no habréis hecho, no obstante, más que multiplicar rechazándolas, dificultades inexplicables. Supongamos, pues, si   —128→   queréis, que no haya escrito esta página San Lucas; que sea producción de una pluma desconocida del siglo II de la Era Cristiana, tendréis sin duda alguna que dar una fecha a la obra, aunque no podáis nombrar su autor, según vuestra hipótesis. Señalemos, pues, el siglo II, pero no descendamos más que al año 150, porque en aquella época conocía el pagano Celso el Evangelio de San Lucas; lo leía ya tal como lo leemos en el día, y si hubiera sospechado la impostura de un legendario, no hubiera dejado de notarla. Pues bien, vuestro apócrifo del siglo II pone en boca de María una predicción, clara, neta, positiva. «¡Todas las generaciones, dice la Virgen de Nazareth, me proclamarán bienaventurada!» Para saber si se ha realizado esta profecía os basta hoy abrir los ojos y mirar lo que pasa a vuestro alrededor. El mundo entero resuena con las alabanzas de María, y ¡queréis que un oscuro legendario hubiese adivinado esto, hace diez y ocho siglos, cuando adoraba el mundo la divinidad de un César cualquiera, y quemaba incienso a manos llenas en todos los altares de Venus! Sería dispensar con sobrada facilidad el don de profecía atribuirlo tan liberalmente a todos los falsarios desconocidos del primer siglo de la Era Cristiana. Si es tan fácil profetizar, ¿por qué no hacen profecías todos nuestros sabios, que no son oscuros apócrifos? Y cuando intentan por casualidad hacer alguna, ¿cómo es que no se verifica nunca? La facultad profética supera todos los esfuerzos de la ciencia, todas las inspiraciones del genio humano: no se equivoca sobre ella el sentido más vulgar. He aquí por qué se ha creído, se cree y se creerá hasta el fin de los tiempos en el Evangelio. Por do quiera se hallan comprobadas las profecías de que está lleno. Su comprobación se baila de tal suerte al alcance de todas las inteligencias, que para consignar su realización basta oírlas enunciar.

17. «Llegado el tiempo de su alumbramiento a Isabel, dio a luz un niño. No bien supieron los vecinos y sus parientes la gran misericordia que el Señor le había hecho, se congratularon con ella. Y al día octavo, se reunieron para la ceremonia de la circuncisión del niño, y quisieron llamarle Zacarías, que era el nombre de su padre. Pero Isabel se oponía diciendo: No le llaméis así, pues su nombre debe ser Juan. Y ellos la dijeron: Ninguno hay en tu familia que tenga ese nombre. Sin embargo, se dirigieron por señas a Zacarías, padre del niño, invitándole a que diera a conocer cómo quería se le   —129→   llamase. Y él pidiendo la tablilla de escribir, escribió: Juan232 es su nombre; de lo que quedaron todos admirados. Y en aquel momento, se desató la lengua del sacerdote, y empezó a hablar, bendiciendo a Dios en alta voz. Un temor religioso se apoderó de todos los asistentes. Y en las montañas de Hebrón, donde se divulgaron estas maravillas, conservaron sus habitantes su memoria, y se decían unos a otros: ¿Quién será algún día este niño? Porque verdaderamente la mano del Señor esta con él. Y Zacarías, su padre, inspirado por el Espíritu Santo, hizo oír estos proféticos acentos: Bendito sea el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo. Y nos ha suscitado un poderoso Salvador en el seno de la familia de su siervo David, según prometió por boca de sus Santos profetas que hubo desde los siglos antiguos, que nos salvaría de nuestros enemigos y de la mano de los que nos aborrecen, ejerciendo su misericordia con nuestros padres y teniendo presente siempre su santa Alianza; conforme al juramento que hizo a Abraham, nuestro padre, de otorgarnos esta gracia; para que, libertados de las manos de nuestros enemigos, le sirvamos sin temor, con santidad y justicia, ante su acatamiento, todos los días de nuestra vida. ¡Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor, a preparar sus caminos, enseñando a su pueblo la ciencia de la salvación, para que obtenga la remisión de sus pecados, por las entrañas de la misericordia de nuestro Dios, con la cual vino a visitarnos ese Sol naciente de lo alto del cielo, iluminando a los pueblos sentados en las tinieblas y a la sombra de la muerte, y dirigiendo nuestros pasos por el camino de la paz!- Tales fueron las palabras de Zacarías. Y el niño crecía y se fortalecía en el Espíritu del Señor y habitó en los desiertos hasta el tiempo de su manifestación pública en Israel233

18. La aparición de Juan Bautista; su papel histórico de Precursor; la notoriedad que rodeó más adelante su misión en Judea unen el Evangelio, con un nudo indisoluble, al Antiguo Testamento. «He aquí que yo doy su misión al Ángel que prepara la vía delante de mi faz, había dicho Malaquías, el último profeta en el orden cronológico. Aparecerá al punto en su Templo el Dominador a quien buscáis; el Enviado del Testamento que imploran vuestros votos.   —130→   ¡Vedle aquí que llega234!» Tal era la palabra final del ciclo profético. La Judea, trémula de impaciencia y de esperanza, interrogaba todos los horizontes, y se estremecía en la expectación. ¡Llega el Dominador, el Rey, hijo de David, cuyo trono no tendrá fin; el Deseado de las colinas eternas; el Mesías; el Cristo! ¿Qué voz tendrá la gloria de ser la primera en anunciar su advenimiento al mundo? ¿Quién será el primero que señale su Precursor? Evidentemente, en semejante situación de los espíritus, en medio de la expectativa de un pueblo entero, debieron grabarse en la memoria con caracteres indelebles, todos los rasgos que podían referirse a la realización de las esperanzas unánimes, ávidamente recogidos por la atención pública. Así fue a la verdad, según lo atestigua el Evangelio. Los prodigios verificados en la cuna de Juan Bautista, dispertaron la esperanza en todos los corazones. «¿Quién será, se decía, este niño extraordinario?» Semejante lenguaje no ha podido imaginarse después del suceso. Siéntese vibrar en toda esta narración la impresión de la época, en su candidez y su profundidad. El historiador no ha perdido el menor detalle y el pretendido legendario es aquí, como en todas partes, de una exactitud desesperadora para el racionalismo. Un apócrifo póstumo no hubiera dejado de colocar la escena de la Circuncisión, para dar más colorido a su relato, en el atrio del Templo. Hubiera designado un sacerdote para realizar la ceremonia. El afortunado Zacarías hubiera sido rodeado de la tribu sacerdotal, que le hubiese felicitado por su curación súbita, y hubiera oído de sus labios la magnífica predicción de los destinos de su Hijo. Pero no hay nada de esto en el Evangelista. Sabe que no exigía la Circuncisión entre los Judíos, rigurosamente el ministerio sacerdotal, ni aún el levítico. Bastaba una mano profana para imprimir sobre los hijos de Abraham el sello exterior de la alianza divina; por tanto, se circunscribió la solemnidad al hogar doméstico de Hebrón. El historiador sabe además, que en semejante caso, se reunían alrededor del recién nacido toda la parentela y toda la vecindad. Un nacimiento en Israel tenía no solamente el carácter de un regocijo nacimiento de familia, sino de una bendición pública. Todo esto resulta como de un modo natural, del texto sagrado, sin gran examen, sin esfuerzo, sin preparación. Un hebraizante moderno que quisiera   —131→   trazar en nuestros días una escena análoga, tendría que leer antes volúmenes enteros, y cuando hubiera terminado sus estudios preliminares, no conseguiría nunca dar a su relato la sencillez de la narración evangélica. Cada paso que demos en el estudio del libro divino nos ofrecerá pruebas de este género, en las cuales creemos deber insistir, a riesgo de fatigar al lector, para hacérselo percibir más bien. Pero antes de acabar la demostración, el texto por sí solo habrá llevado la convicción a los entendimientos, porque el privilegio de la palabra divina es estar siempre viva, puesto que tiene su acción propia, su eficacia perseverante, que es el Verbo, a quien basta mostrarse para iluminar las conciencias y los corazones.

19. María había vuelto a Nazareth: el término de los desposorios había espirado, y aproximábase la época del matrimonio solemne. «Sucedió, pues, que antes de haberse unido a su esposo, concibió por virtud del Espíritu Santo. Y Josef, su marido, siendo justo, y no queriendo delatarla al tribunal de los Sacerdotes, se resolvió a una separación secreta. Pero mientras pensaba en esto, se le apareció el Ángel del Señor en sueños, y le dijo: Josef, hijo de David, no temas retener a María por esposa, porque ha concebido por obra del Espíritu Santo; así, que parirá un hijo a quien pondrás por nombre Jesús (Salvador), porque ha de salvar a su pueblo de sus pecados. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la promesa divina, proclamada por boca del profeta, que dice: He aquí que una Virgen concebirá y parirá un hijo, cuyo nombre será Emmanuel, que significa Dios con nosotros235. Y al dispertar Josef del sueño, obedeció la prescripción del Ángel del Señor, y retuvo a María por esposa236.» La terrible ansiedad de Josef forma con la tranquilidad de María en esta circunstancia, un contraste de que se apoderaba victoriosamente Orígenes contra las odiosas calumnias de Celso. La ley mosaica era terminante. Al tribunal de los Sacerdotes pertenecía el juicio de la mujer culpable, y no había lenidad en la sentencia, como nos lo demuestra suficientemente el ejemplo de Susana; así es que esperaba a la desposada convicta de crimen, el suplicio de la lapidación. Nunca se insistirá demasiado sobre este hecho capital, que forma por sí solo una demostración completa de la veracidad del Evangelio. Herido Josef en su honor, perseguido por la más cruel duda,   —132→   es un testigo, cuya declaración no puede ser sospechosa por ningún título; su mismo carácter es una nueva garantía más. Es «justo,» dice el Evangelista; es decir, que une al sentimiento de la rectitud y del honor, una moderación tierna y compasiva. Ha calculado la trascendencia de una denuncia solemne, ante el tribunal de los Sacerdotes, el Sanhedrín judío. Repugna a su dulce carácter el rigor del castigo legal que seguirá a su queja. Sin embargo, no puede consentir en lo que él cree un deshonor personal. María no será su esposa: la entregará un libelo de separación ante dos testigos, y la joven doncella, que ha recibido su juramento de desposada, no tendrá que echarle en cara una muerte infamante. Este libelo de separación es también legal, y asegura a un mismo tiempo, sin comprometer nada, la vida de una mujer y el honor de un esposo. Tal era esta situación, delicada y peligrosa cual no hubo jamás igual en ninguna historia; sin embargo, María calla, envolviendo el silencio en un velo divino su maternidad virginal. No resuena al oído de Josef voz alguna humana en medio de sus desgarradores pensamientos; y no obstante, Josef llega a ser esposo de María. Jamás han negado los judíos este matrimonio: el mismo Celso y nuestros racionalistas creen en él. Celso reconoce que Josef se había desposado solemnemente con María. Luego, podemos nosotros decir con Orígenes: Lo que no enseñaron los hombres a Josef, se lo reveló Dios; el secreto que guardó la Virgen Inmaculada con peligro de su misma vida, lo depositó el Ángel de la Anunciación en el seno de Josef. Suprímase el milagro de la revelación angélica, y se recae en el milagroso consentimiento del «justo Josef», que ahoga súbitamente sus ansiedades, sus sospechas; más aún, que cierra los ojos a la evidencia, y toma a María por esposa. He aquí cómo se libra el contexto del relato Evangélico de los ataques de la incredulidad, desafiando todos los esfuerzos del racionalismo e imprimiendo la fe por su divina sencillez. Las siguientes líneas van a ofrecernos una nueva prueba de esto.




ArribaAbajo§ V. El empadronamiento del Imperio

20. «En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, dice San Lucas, para que fuese empadronado todo el mundo. (Este primer empadronamiento se hizo por Cyrino, gobernador de Siria)237.   —133→   Y todos iban a empadronarse a la ciudad de donde cada uno descendía. Y Josef, que era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en la Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba en cinta238.» Cada palabra del texto Evangélico toca aquí cuestiones capitales. Historia universal, pormenores particulares de la administración de las provincias; derecho romano, puesto en parangón con el derecho judío; en estas breves líneas, donde no encuentra el lector la menor vacilación, se hallan resueltos los problemas más complicados y del orden más diverso. El Evangelista no hubiera podido pasar tan ligeramente sobre hechos de tal importancia, a no referirse a recuerdos todavía vivos de una generación contemporánea, y a no hablar de hechos notorios que todos habían visto, oído y experimentado. No afecta sin embargo este carácter intrínseco de autenticidad a nuestros modernos racionalistas. San Lucas, dicen ellos, menciona un empadronamiento universal ordenado por Augusto en la época del nacimiento de Jesucristo; es así que no habla de este empadronamiento ningún historiador moderno; luego ha mentido el Evangelio. Tal es el silogismo de Strauss, adoptado por d'Eichthal, Salvador, etc. Merecen citarse íntegras sus palabras, porque han obtenido en estos últimos tiempos una publicidad más ruidosa. «Los textos con que se trata de probar, dicen ellos, que debieron extenderse al dominio de los Herodes algunas de las operaciones de estadística y de catastro, mandadas por Augusto, o no implican lo que se les hace decir, o son de autores cristianos que han tomado estos datos al Evangelio de Lucas239.» He aquí la objeción; nadie hallará la tesis oscura o mal deslindadas las posiciones.

21. He aquí la respuesta. El historiador, mejor informado sobre el reinado de Augusto de todos los historiadores, es indudablemente el mismo Augusto. Pues bien, hace algunos años se encontró el sumario histórico del reinado de Augusto, escrito de su mano y grabado por orden suya, en el famoso mármol de Ancyra, conocido hoy de toda la Europa sabia. El emperador romano, sin preocuparse de   —134→   lo desagradable que sería un día su testimonio para los literatos del siglo XIX, inscribe sobre sus fastos lapidarios, no ya «algunas operaciones parciales de estadística o de catastro,» sino tres empadronamientos generales, ejecutados en el Imperio bajo su dirección; el primero en el año 726 de Roma (28 años antes de la E. V.240), confirmado con el nombre de Augusto y el de Agripa, su colega; el tercero el año 767 de Roma (14 de la E. V.), que lleva los nombres de Augusto y de Tiberio241. Es indudable que ni este primero ni este último empadronamiento tienen relación con el que menciona San Lucas; el uno es 28 años anterior al nacimiento de Jesucristo; el otro es 14 años posterior, por lo menos; el uno llevaba los nombres de Augusto y de Agripa, el otro los de Augusto y de Tiberio, al paso que el edicto citado por San Lucas, no debe llevar más que un solo nombre, el de César Augusto: Exiit edictum a Caesare Augusto242. Pero hubo un empadronamiento intermedio, que refiere el mármol de Aneyra en estos términos significativos: «Yo he cerrado sólo el segundo lustro con el poder consular, bajo el consulado de C. Censorino y de C. Asinio. Durante este lustro se han empadronado por cabezas los ciudadanos romanos, habiendo resultado ascender su número a cuatro millones doscientos treinta mil243.» Nos hallamos ahora ante un texto que indudablemente no es de un autor cristiano, «y que no ha podido tomar al Evangelio de Lucas su dato,» por la razón suprema de que Augusto murió cuarenta años antes que San Lucas escribiese su Evangelio. No es posible sospechar connivencia sobre este punto. Ahora bien, el mármol de Aneyra usa exactamente el mismo lenguaje que San Lucas. La concordancia es perfecta. El segundo lustro, es decir, el intervalo trascurrido desde el último empadronamiento, fue cerrado por Augusto, bajo el consulado de C. Censorino y de C. Asinio. Así lo dice la Inscripción lapidaria.   —135→   Sabemos que la fecha de este consulado cae en el año 746 de Roma, es decir, precisamente   —136→   un año antes del nacimiento de Jesucristo. Esta misma circunstancia es decisiva, puesto que nacía Jesucristo en Judea en una provincia distante de Roma, donde no pudo haberse verificado el empadronamiento, sino después de efectuarse en Italia y en las comarcas más inmediatamente próximas a la metrópoli. Pero aún hay más. Por una singular excepción, el único de los tres empadronamientos universales verificados por Augusto, que quiso consagrar este príncipe con su solo nombre, sin agregarle el de ningún otro colega, es precisamente éste; de manera que al leer en el mármol de Ancyra la expresión imperial: «Yo solo, investido del poder consular, he cerrado este lustro,» es imposible desconocer la rigurosa exactitud de San Lucas, cuando dice más tarde: «En aquellos días, salió un edicto de César Augusto para que fuese empadronado todo el mundo.» Estamos, pues, distantes «de algunas operaciones de estadística y de catastro,» mandadas por Augusto y aplicadas erróneamente «a los dominios de los Herodes» bajo la fe de escritores mal comprendidos «o de autores cristianos que han tomado este dato del Evangelio de Lucas.» La inscripción de Ancyra tiene la rigidez del mármol, y no se presta en manera alguna a la flexibilidad del lenguaje de los racionalistas: «Todos los ciudadanos romanos han sido empadronados por cabezas,» dice el emperador; esto significa indudablemente, que comparecieron todos y cada uno individualmente ante el delegado imperial. No se trataba, pues, de una simple «operación de estadística o de catastro.» Su número se ha elevado, continúa el monumento lapidario, «a cuatro millones doscientos treinta mil.» Y no habiendo noticia de que hubiera nunca más de cien mil romanos de raza244, para que llegara el empadronamiento al número oficial inscrito por Augusto, debió comprender todas las provincias anejas, súbditas o aliadas del Imperio por do quiera, todos los puntos a que se había concedido a alguna familia el título de ciudadano romano. Y tal era en particular el estado en que se hallaba la Judea. El padre de Herodes, Antipas el Idumeo recibió como un ilustre favor este título que no había extendido aún al universo entero la locura de Caracalla.

22. Hubo, pues, en Judea, en el reinado de Augusto, precisamente en la fecha fijada por San Lucas, un empadronamiento que no respetó «los dominios de los Herodes.» De él se tenía noticia antes del descubrimiento del mármol de Ancyra, puesto que Suetonio había escrito estas palabras: «Augusto procedió tres veces al empadronamiento del pueblo; la primera y la tercera vez con un colega, y la segunda vez solo245.» Tácito alude también a este empadronamiento de un modo manifiesto: «Augusto, dice, dejó al morir una obra póstuma, titulada: Breviarium Iniperii (Sumario del Imperio), donde se consignaban todos los recursos del Estado, cuántos ciudadanos y aliados había en todas partes bajo las armas; cuantas flotas, reinos y provincias; los foros y tributos; los gastos que había que hacer, y las gratificaciones que conceder; todo escrito de mano del príncipe246.» Después de la muerte de Augusto, decía también Suetonio, «llevaron al Senado las Vestales, con el testamento imperial, a cuyas manos había confiado Augusto, en vida, este depósito precioso, tres paquetes sellados; el uno contenía órdenes relativas a sus funerales; el otro un sumario de los actos de su reinado hecho para grabarse en tablas de bronce, ante su mausoleo» (el Mármol de Ancyra, de que acabamos de hablar, es precisamente, sino su original, al menos una copia auténtica); «finalmente, el tercero era el Breviarium Imperii. En él se veía cuántos soldados había por todas partes bajo las armas; cuánto dinero había en el Tesoro, así como en las diversas arcas del fisco, y finalmente, a cuánto ascendían las rentas públicas247. «Estos textos, a los cuales se agrega el de Dion Casio, que se expresa lo mismo248, no son ciertamente de origen cristiano; «no han tomado sus datos del Evangelio de Lucas.» «Antes implican verdaderamente lo que se les hace decir» porque ¿cómo hubiera podido reunir, en efecto, Augusto, los elementos de un trabajo que comprendía a todos los ciudadanos y aliados, los recursos y los cargos militares, marítimos y rentísticos del Imperio, de las provincias y de los reinos, a no haber tenido previamente en su mano la estadística de un empadronamiento universal? No es necesario ser un grande estadista para comprender la correlación necesaria, rigurosa, absoluta que existe entre estas dos ideas. El Breviarium Imperii, redactado por Augusto y citado por Tácito, Suetonio y Dion   —137→   , era un resumen para el uso imperial, del empadronamiento verificado por Augusto. Sin embargo, el racionalismo moderno tiene una simpatía especial «a los dominios de los Herodes» e invoca una excepción a favor de «estos dominios,» a los cuales, dice, no debieron extenderse las operaciones de estadística y de catastro del primer emperador romano. Pero ¡ah! tanto en derecho como en hecho, es un sueño semejante excepción. En derecho, porque era hacía cincuenta años el dominio de los Herodes, es decir, la Judea, una provincia romana. He aquí en qué términos refería Agripa el Joven a los Judíos esta dura verdad: «No olvidéis, les decía, que sois súbditos hereditarios del Imperio, cuya herencia de servidumbre asciende para vosotros a la conquista de Jerusalén por Pompeyo249.» Agripa el Joven debía saber el derecho romano bajo el cual vivía. Herodes tenía su trono por la benévola voluntad de Roma, pudiendo hacerle bajar de él una señal de Augusto, así como le había hecho subir otra. Sabidas son las circunstancias de la concesión imperial hecha en favor de Herodes después de la batalla de Accio. Pues bien, nadie da más de lo que tiene; Roma tenía, pues, la propiedad real de la Judea250, y para que no lo olvidase Herodes, unió Augusto a su título de rey vasallo, el de gobernador romano en Oriente. Herodes no era, pues, más que un gobernador coronado. En cuanto al hecho: el inviolable «dominio de los Herodes» fue violado en el año 37 de la era de Accio, por la deposición de Arquelao, hijo de Herodes, que fue desterrado por Orden de Augusto a Viena, en las Galias, y diez años antes había sido violado por el empadronamiento de Augusto, en la época del nacimiento de Jesucristo. Esta vez lo afirma un Judío que no tiene nada que ver con San Lucas. El año penúltimo del reinado de Herodes, «se vio obligado todo el pueblo judío, dice Josefo, a prestar el juramento individual de fidelidad a César, habiendo protestado y negádose a obedecer solamente seis mil Fariseos. Irritado Herodes de su resistencia, los condenó a una multa que pagó por ellos la intrigante Salomé251.» ¡Este es el modo como respetaba César Augusto «el dominio de los Herodes!» Y para que no haya equivocación   —138→   sobre el valor de la palabra «juramento» que emplea Josefo, añadamos, que entre los Romanos precedía siempre al empadronamiento el juramento de fidelidad. Es el término mismo que usa la ley252. ¡Explíquese ahora esta pasmosa concordancia! El año en que fueron obligados los Hebreos, según Josefo, a prestar juramento individual a César Augusto, es exactamente el mismo en que escribe San Lucas: «En aquellos días salió un edicto de César Augusto para que fuese empadronado todo el mundo253

23. Está hecha la prueba: tal vez se nos dispensara que insistamos más. Sin embargo, ha llegado la hora de difundir obstinadamente la luz a cada uno de los puntos que ha querido oscurecer el sofisma. Se ha oído los testimonios romanos, griego y judío de Augusto, de Tácito, de Suetonio, de Dion Casio, de Josefo, los cuales implican realmente lo que se les hice decir, y que no toman su idea del Evangelio de Lucas: «y no obstante hablan como él. Pero supongamos que no existen; tengámoslos por no aducidos. Quedaría aún una serie de testimonios cuya palabra produciría la convicción, y de que no se desembarazara el racionalismo, poniéndolos bajo la categoría sospechosa «de autores cristianos.» Cada día los tribunales aceptan la declaración de los «cristianos.» ¿Tiene aquí derecho de mostrarse el racionalismo más severo que los Magistrados? Júzguese por un solo ejemplo. Hacia el año 204 de nuestra era, iba de Cartago a Roma un jurisconsulto famoso, cuyas decisiones figuran en el Digesto juntamente con las de Papiniano, de Trebonio y de Ulpiano. Había nacido y vivido largo tiempo en el paganismo, pero le hizo cristiano el valor de los mártires cuya muerte intrépida contemplaba diariamente. Su nombre de Tertuliano, ilustre ya en un tiempo en que era la ciencia del derecho el gran camino de los honores, se halló por su misma conversión investido de una notoriedad mayor todavía. Tenía curiosidad de saber el mundo lo que había podido seducir de la odiada doctrina del Cristo, a un jurisconsulto eminente. En esta situación particular, podemos estar seguros que Tertuliano fijaría las cuestiones de hecho con la exactitud familiar al foro. He aquí, pues, lo que escribía Tertuliano,   —139→   en la misma Roma, el año 204: «En los archivos de Roma se conservan los documentos originales del empadronamiento de Augusto, constituyendo un testimonio auténtico su declaración relativa al nacimiento de Jesucristo254.» Así habla un jurisconsulto romano a toda una sociedad en expectativa y pronta a apoderarse y abultar la más ligera inadvertencia en su lenguaje. Así es como se explica ciento cincuenta años solamente después de la muerte de Augusto, cuando estaba aún tan reciente en Roma la memoria de este glorioso reinado, como puede estarlo en Francia la de Luis XIV; cuando se trataba de un hecho, tal como un empadronamiento universal, base de todo el impuesto, de todos los contratos de propiedad, de todas las prerrogativas hereditarias adherentes al título de ciudadano, de todos los estados de nacimiento, de familia o de condición en el Imperio. ¡Es posible imaginar que evoque aquí Tertuliano un «dato» completamente desconocido a los romanos «tomado de San Lucas!» «¡Cuando apela de él el jurisconsulto a los archivos públicos de Roma, a los documentos originales del empadronamiento de Augusto, significa esto para nuestros literatos que no tiene Roma otros archivos ni otros documentos originales que «el Evangelio de Lucas!» Esto es verdaderamente mofarse demasiado de la razón humana en nombre del racionalismo. Aunque no tuviéramos más que el testimonio de Tertuliano, bastaría para echar por tierra el famoso silogismo de Strauss, aun adicionado con la famosa paráfrasis de sus nuevos discípulos.

24. Pero el racionalismo nos ha preparado una nueva sorpresa. Se acaba de oírle afirmar «que los textos con que se trata de probar que debieron extenderse al dominio de los Herodes algunas operaciones de estadística y de catastro mandadas por Augusto, o no implican lo que se les hace decir, o son de autores cristianos que han tomado este dato del Evangelio de Lucas.» Y he aquí ahora que nos dice en el mismo párrafo, sin transición alguna, que el empadronamiento de la Judea se verificó en el año 37 de la era   —140→   de Accio, por Quirinio255, gobernador romano de Syria. ¿Sería posible que ignorase el racionalismo que reinaba aún Augusto en el año 37 de la era de Accio? Hállase, sin embargo, probado que murió el primer emperador romano, más que septuagenario, en el año 44 de la era de Accio; por consiguiente, se verificaba en nombre de Augusto, el año 37, el empadronamiento de la Judea por Quirinio. Pero oigamos las mismas palabras del crítico, porque es sobrado inverosímil semejante contradicción. «El empadronamiento verificado por Quirinio, dice, al cual refiere la leyenda el viaje a Belén, es posterior por lo menos en diez años al en que habría nacido Jesucristo, según Lucas y Mateo. Y en efecto, los dos Evangelistas hacen nacer a Jesús bajo el reinado de Herodes (Mat. II, 1, 19, 22; Lucas, I, 5). Y el empadronamiento de Quirinio no se verificó hasta después de la deposición de Arquelao, es decir, diez años después de la muerte de Herodes, el año 37 de la era de Accio (Josefo, Ant. XVII, XIII, 5; XVIII; I. 1; II, 1). La inscripción por la que se quiso consignar en otro tiempo que hizo Quirinio dos empadronamientos, se ha reconocido como falsa (V. Orelli, Inscr. latin. núm. 623, y el suplemento de Henzen, a este número; Borghesi, Fastos consulares (aún inéditos, en el año 742).» Es imposible equivocarse sobre este punto. El crítico dice positivamente que «en el año 37 de la era de Accio, después de la deposición de Arquelao, se verificó, no una operación catastral, sino un verdadero empadronamiento de la Judea por Quirinio.» Pues bien, Arquelao fue depuesto por Augusto; Arquelao era hijo de Herodes. «Su «dominio» fue violado por Augusto; Quirinio fue enviado a Judea por Augusto; Augusto sobrevivió siete años al 37 de la era de Accio. ¡Luego el racionalismo moderno, de quien no se sospechará que tomo «este dato del Evangelio de Lucas,» y cuya palabra «implica» muy realmente una contradicción, enseña con Tertuliano y San Lucas, que hubo un empadronamiento de la Judea en tiempo de Augusto! ¡Qué importa que no sepan los lectores vulgares qué emperador reinaba en el año 37 de la era de Accio? ¿Qué importa que no sospechen lo que puede haber de común entre Arquelao y «los Herodes?» Pueden muy bien ignorar el nombre del príncipe que depuso a Arquelao; nadie está obligado a saber, como Josefo, que el gobernador romano Quirinio fue enviado a Judea por Augusto, y como Tácito, que tenía el rango consular, que era amigo del emperador y preceptor de sus nietos. Estos pormenores prueban indudablemente la contradicción del critico; pero el silencio en que éste los envuelve, atestigua, al mismo   —141→   tiempo, la escrupulosa delicadeza con que quería evitar que apareciese esta contradicción, a los ojos de sus lectores.

25. Es, pues, actualmente imposible poner en duda la realidad de un empadronamiento de la Judea por Augusto, y quedan en toda su integridad las palabras de San Lucas. «En aquellos días salió un edicto de César Augusto para que fuese empadronado todo el mundo.» El racionalismo acaba de suministrar a este texto evangélico el apoyo tan inesperado de su propio testimonio. El crítico se condena a sí mismo voluntariamente; consiente en decir, con el Evangelio, que se verificó el empadronamiento de Judea por Quirinio, pero solamente diez años después de la época indicada por San Lucas. Así pues, se halla reducida la discusión a una diferencia cronológica de diez años, entre la fecha suministrada por el Evangelista y la que señala Josefo, pormenor muy pequeño después de tan altas pretensiones. Sin embargo, si no fue Quirinio a Judea hasta diez años después de la muerte de Herodes, es indudable que no presidió Quirinio en tiempo de Herodes el empadronamiento descrito por San Lucas. Ahora bien, es perfectamente cierta la época precisa de la llegada de Quirinio a la Judea. «Después de la deposición de Arquelao, dice Josefo, se reunió el dominio de este príncipe a la provincia de Syria. Enviose por César Augusto a Quirinio, cónsul, para hacer el empadronamiento, llevando además la orden de vender en beneficio del tesoro los bienes patrimoniales de Arquelao256.» La deposición de Arquelao, hijo de Herodes, se verificó cerca de diez años después de la muerte de su padre, o sea en el año 37 de la era de Accio. Luego el Evangelio de San Lucas equivoca la fecha, cuando coloca la operación de Quirinio en tiempo de Herodes, y cuando dice: Haec descriptio prima facta est a praeside Syriae Cyrino257. Esta vez es decisiva la objeción. A menos de suponer que hizo Quirinio anteriormente un viaje a la Judea, en tiempo de Herodes, es imposible conciliar el texto de San Lucas con el de Josefo. «Ahora bien, está reconocida como falsa la inscripción por la cual se pretendía consignar en otro tiempo que Quirinio hizo dos empadronamientos. (V. Orelli, Inscr. lat., número 623, y el suplemento de Henzen a este número. Borghesi, Fastos consulares (aún inéditos), en el año 742).» Luego   —142→   se equivocó en la fecha más que nunca San Lucas cuando dijo: Haec descriptio prima facta est a praeside Syriae Cyrino. Desgraciadamente para el racionalismo, no escribió San Lucas su Evangelio en latín, y más desgraciadamente aún, ha llegado hasta nosotros el texto griego del Evangelio de San Lucas, texto original que se halla en manos de todos. ¿Cómo, pues, se ha olvidado de consultar el texto griego del Evangelio de San Lucas, el traductor que nos ha dado tan curiosos comentarios sobre los Logia de San Mateo? Como quiera que sea, he aquí cómo traducía el versículo de San Lucas, desde el año 1070, Teofilactes, arzobispo de Bulgaria, que hablaba el griego, que escribía en esta lengua, al reproducir la tradición anterior de los intérpretes helenistas: «Este empadronamiento precedió o fue anterior al de Quirinio, gobernador de Syria.»258 No queda, pues, ya sombra de contradicción entre el texto original de San Lucas y el testimonio de Josefo, y ha venido a tierra el triunfante silogismo. Pero ¿es tal vez arbitraria la interpretación de Teofilactes; es tal vez desconocida y sin autoridad en el mundo sabio? No. «Cuanto más se examina el versículo griego, ya en sí mismo, ya en sus relaciones con lo que le rodea, dice M. Waillon, más se quiere entenderlo en este sentido. La explicación de Teofilactes parece natural en un autor que hablaba el griego, y tiene en él tanto más valor, cuanto que según toda apariencia, no creía que fuera el gobierno de Quirinio en Syria, posterior de diez a doce años al edicto imperial, citado por San Lucas259.» Después de este testimonio de la ciencia contemporánea, sólo nos resta que decir, que en estos tres últimos siglos, toda la Alemania, desde Keplero260 hasta Michaelis261 y Huschke262 y toda la Inglaterra, desde Herwaert263 hasta Lardner264; todos los sabios europeos, desde Casaubón265 hasta los Bollandistas266 y a los demás autores del Arte de comprobar las fechas267,   —143→   han vulgarizado la interpretación de Teofilactes. De esta suerte se ha puesto en tanta evidencia el pasaje de San Lucas, decía hace cien años el exégeta Leclerc, que es incontestable de hoy en más su explicación.»268

¿Sabía el crítico todo esto? Dudar de ello sería   —144→   desconocer la erudición de que nos ha dado tantas pruebas. Admitirlo, supondría que tenía la intención formal de engañar a sus lectores.   —145→   Todos rechazarán como nosotros esta lamentable alternativa. Por esta vez, y por excepción a sus procedimientos científicos habituales, ha creído deber preferir el latín de la Vulgata al texto original   —146→   de San Lucas. Se halla, pues, fuera de causa el Evangelio, encontrándonos tan solo ante la traducción de San Gerónimo, revestida con la autoridad de la Iglesia, e investida por los racionalistas,   —147→   en esta circunstancia particular, con un privilegio de autenticidad que aventaja al mismo texto original en esta circunstancia particular, con un privilegio de autenticidad que aventaja al mismo texto original.

26. ¡No quiera Dios que reclame un escritor católico   —148→   contra una muestra tan manifiesta de confianza en la Vulgata! Así, pues, leemos con sumo gusto con San Gerónimo: «Verificose este primer empadronamiento por Cyrino, gobernador de Syria.» No   —149→   será por ello más sólida la tesis del racionalismo, puesto que se halla efectivamente comprobado que todos los Judíos debieron en tiempo de Herodes prestar juramento de fidelidad a César Augusto   —150→   en manos del legado imperial. Ya hemos visto el testimonio de Josefo. No se halla menos probado que no pudo verificarse esta primera operación, habiéndose   —151→   negado a prestarse a ella seis mil Fariseos, según afirma el mismo Josefo. Tiene, pues, razón el latín de la Vulgata en designar esta operación incompleta bajo el título de: Primer empadronamiento. Pero quien dice primero, implica necesariamente un segundo. Pues bien, el segundo empadronamiento, el censo definitivo tuvo por autor a Quirinio, gobernador de Syria. Quirinio, el hombre consular, el gobernador de Syria, el amigo de César Augusto, fue quien dio a esta operación en dos actos, su forma completa y absoluta; por lo que naturalmente prevaleció el nombre de Quirinio para designar el conjunto de las listas censuales o catastro, y toda la obra completa. He aquí, pues, naturalmente desatada esta cuestión insoluble: conocíanse con el nombre de Quirinio las actas del empadronamiento de la Judea: así lo consigna el latín de la Vulgata por ser así. Vese, pues, que no es necesario suponer «dos empadronamientos verificados por Quirinio,» y apoyados en «una inscripción que se halla reconocida como falsa.» Si viviera aún Orelli, que publicó sus Inscripciones Latinas hacia el año 1830, se admiraría grandemente al saber «que se pretendía en otro tiempo» fundar todo un sistema de exégesis en una inscripción que había quedado   —152→   casi desconocida antes de él269. ¡Verdaderamente es cosa peregrina un «en otro tiempo» que data de 1830! «¡El suplemento de Henzen y Borghesi, Fastos consulares (aún inéditos)» realza maravillosamente la venerable antigüedad de 1830! El mundo sabía hacía largo tiempo, que en el año 138 de nuestra era se expresó San Justino en su Reclamación oficial presentada al emperador Antonino Pío en estos términos: «Jesucristo nació en Belén, pequeña villa judía, situada a treinta y cinco estadios de Jerusalén, como puedes cerciorarte consultando las tablas del empadronamiento de Quirinio, tu primer gobernador en Judea270.» Tal era el lenguaje de San Justino en una Apología en favor de los Cristianos, puesta a los pies del Señor del mundo, y que tuvo por resultado poner fin a la tercera persecución general. Esta Apología de San Justino tuvo que pasar como todas las reclamaciones oficiales, antes de llegar a poder del César, por manos y por la inspección de los oficiales, de los secretarios y de los consejeros imperiales. ¿Es de creer que evocase San Justino ante estos jueces, los registros de Quirinio si no hubiesen sido realmente conocidos con tal nombre, si no hubieran referido el nacimiento de Jesucristo en Belén? Habiendo matado los Romanos diez millones de mártires por odio a Jesucristo, hubiera sido mucho más sencillo abrir los archivos públicos de Roma, y mostrar a los Cristianos que se les engañaba, que no había registro alguno que   —153→   llevase el nombre de Quirinio, o por lo menos, que hablase del nacimiento de su Dios. Finalmente, a ser falsa la alegación sobre un punto de hecho tan fácil de aclarar, ¿es de creer que se hubiera concedido por Antonino la tolerancia invocada para la doctrina? Es, pues, evidente que en tiempo de San Justino, se contenían en los archivos de Roma, con el título general de Registros de Quirinio, los documentos originales en que se consignaba el nacimiento de Jesucristo en Belén. Pero preséntase el jurisconsulto Tertuliano, cuyo testimonio hemos citado ya, y el cual no se contenta con la designación genérica. No le basta a él, instruido en el derecho romano, un término exacto, pero vago, sino que da a su cita la precisión jurídica, cual conviene al magistrado habituado, al examinar procesos, a poner el dedo en el documento o título que se desea y a indicarlo con su propio nombre. Tertuliano tenía que contestar a los discípulos de Marción que negaban, no ya la divinidad de Jesucristo, porque ésta les parecía incontestable, sino su humanidad; pues no podían resolverse a asociar la naturaleza humana a la radiante divinidad del Cristo. Los racionalistas modernos retuercen la tesis sin mejor éxito. Para consignar la realidad del nacimiento humano de Jesucristo, decía Tertuliano a los Marcionitas: «Fácil os es su comprobación, puesto que tenéis las Actas redactadas entonces en Judea por Sencio Saturnino, bajo el reinado de Augusto, en las que hallaréis inscrito el nacimiento de Jesucristo.» No se trata ya aquí de la designación general de los Registros de Quirinio, sino del título particular de las Actas comprendidas en estos Registros y redactadas cuando el primer empadronamiento, por Sencio Saturnino. Tertuliano había leído, como San Justino, el Evangelio de San Lucas. Los Marcionistas conocían este Evangelio tan bien como pueden conocerlo nuestros racionalistas. Así, pues, para Tertuliano, lo mismo que para nosotros, se extendía el nombre de Quirinio, bajo la administración del cual se había completado la operación del empadronamiento o censo judío, al conjunto de las actas de la Judea, y el de Sencio Saturnino, que nos dice Josefo haber sido en efecto gobernador de Syria, en la época del nacimiento del Salvador, se hallaba inscrito realmente en el título particular en que fue empadronado el hijo divino de María. Esto es lo que sabían y lo que decían los comentadores «en otro tiempo» y lo que hoy repetimos nosotros, con el consuelo de ver más afirmado que   —154→   nunca el texto evangélico, después de tan impotentes ataques.

27. ¿Qué queda en efecto de la teoría racionalista y del desprecio con que se imponía al relato de San Lucas el epíteto de «leyenda»? ¿De parte de quién están las contradicciones que se pretendía notar en él271? Cuando se piensa que durante cerca de dos mil años ha experimentado el Evangelio la comprobación hostil de los sabios, de los filósofos, de los incrédulos de todos tiempos y países, sin que hayan conseguido borrar una sola coma de este libro, es preciso convenir, a no renegar de toda razón, de toda ciencia y de toda filosofía, en que es divino el Evangelio. Cada letra de esta obra inspirada resplandece a medida que se fijan los ojos en ella. ¡Dichosos los siglos que se iluminan con estos rayos de la verdad eterna, en vez de tomarse la ingrata y estéril tarea de oscurecerlos! No hay duda que la lucha empeñada contra la luz va a parar en definitiva al triunfo de la luz. Todos los sofismas, cuya refutación acabamos de ver, hacen más patente y brillante la augusta sencillez de las palabras de San Lucas: «En aquellos días salió un edicto de César Augusto para que fuese empadronado todo el mundo. Este primer empadronamiento se hizo por Cirino, gobernador de Siria. Y todos iban a empadronarse a la ciudad de donde cada uno descendía. Y Josef que era de la casa y familia de David,   —155→   subió desde Nazareth, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en la Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta.» No puede ya caer sobre este relato la sospecha de infidelidad legendaria; pero en vez de defenderlo contra las objeciones que han llegado a ser hoy populares, ¿no valía más leer esta página con el corazón, y exclamar como Bossuet: «Qué hacéis príncipes del mundo, poniendo todo el universo en movimiento para que se os traiga una matrícula de todos los súbditos de vuestro imperio? Queréis saber su fuerza, sus tributos, sus futuros soldados y principiáis a matricularlos, por decirlo así; porque esto es, o cosa semejante, lo que pensáis hacer. Pero Dios tiene otros designios que vosotros ejecutáis, sin pensarlo, con vuestros medios humanos. Debe nacer su Hijo en Belén, humilde patria de David: así lo ha hecho predecir por su Profeta, hace más de setecientos años, y he aquí que se agita todo el universo para cumplir esta profecía. Jesús, hijo de David, nació en la ciudad en que vio David la luz del día. Su origen fue atestiguado en los registros públicos; el imperio romano rindió testimonio a la real descendencia de Jesucristo, y César que no pensaba en ella, ejecutó la orden de Dios. Vamos también nosotros a hacernos inscribir en Belén. Belén, es decir: ¡Casa del pan! Vamos a probar en ella el pan celestial, el pan de los ángeles, que ha llegado a ser el alimento del hombre: miremos todas las iglesias como el verdadero Belén y como la verdadera Casa del pan de vida. Este es el pan que da Dios a los pobres, en la Natividad de Jesús, si aman con él la pobreza, si conocen las riquezas verdaderas: Edent pauperes et saturabuntur. Comerán y serán hartos los pobres, si imitan la pobreza de su Señor, y vienen a adorarle en el pesebre272




ArribaAbajo§ VI. El viaje a Belén

28. Nos es preciso descender de estas regiones llenas de luz y de paz, para escuchar las últimas argucias del racionalismo. «Lo que prueba bien, continúa éste, que no es en manera alguna histórico el viaje de la familia de Jesús a Belén, es el motivo que se le atribuye. Jesús no era de la familia de David (V. más adelante las páginas 237 y 238), y aunque lo hubiera sido, tampoco se concebiría   —156→   que se hubieran visto obligados sus padres, para una operación catastral y rentística, a ir a inscribirse al lugar de donde habían salido sus antepasados hacía dos mil años. Imponiéndoles la autoridad romana semejante obligación, hubiera sancionado pretensiones amenazadoras273.»- ¿No era Jesús de la familia de David? Si principiara un escritor moderno la historia de Alejandro con estas palabras: Alejandro el Grande no era hijo de Filipo, rey de Macedonia, obraría con prudencia en no remitir a su lector a un desdeñoso, «véase274 más adelante páginas 237 y 238.» Es verdad que jamás obtendrá la historia de Alejandro la notoriedad que la Vida de Jesús. Habrá, pues, que tener la paciencia de buscar la cita indicada, para saber a qué familia pertenecía el Salvador, para saber qué nueva genealogía debe sustituirse a la de San Lucas, que le hace descender de David275, y a la de San Mateo, que le da el mismo origen276. No puede menos de despertarse vivamente la curiosidad, sobre todo, en vista de textos precisos de San Marcos que afirma ser Jesús de la familia de David277. Pues bien, «el Evangelio de Marcos, se nos dice, es de los tres sinópticos el más antiguo, el más original, el menos recargado de fábulas tardíamente insertas278.» San Juan ha escrito en el Apocalipsi estas palabras significativas: «En cuanto a mí, Jesús, yo soy la raíz y la prosapia de David279.» Pero no tiene San Juan las simpatías del moderno racionalismo porque deja ver sin cesar, dice, las preocupaciones del sectario; sus cláusulas son presuntuosas, pesadas, mal escritas: todos sus discursos están llenos de una metafísica refinada280.» Es evidente que la pluma que ha escrito el In principio, no estaba cortada a gusto de nuestros literatos. El autor de los Actos de los Apóstoles por lo menos ha encontrado gracia a los ojos de los nuevos exégetas. Pues bien, se lee en la segunda página de los Actos, que saliendo San Pedro del Cenáculo, se dirige a la muchedumbre   —157→   reunida para la solemnidad de Pentecostés, y proclama que Jesús era hijo de David281, el Cristo esperado y predicho. Tres mil judíos se hacen bautizar a su voz. San Pablo282, un judío discípulo de Gamaliel, nutrido en todas las tradiciones nacionales, dice de Jesucristo que «le hizo nacer Dios de la raza de David, según la carne.» Habíase pues creído hasta el día, bajo la fe de San Mateo, de San Marcos, de San Lucas, de San Juan, de San Pedro y de San Pablo, que Jesucristo era hijo de David. La unanimidad de creencia fundada en la unanimidad de testimonios contemporáneos hace más interesante la revelación remitida negligentemente al «Véase más adelante páginas 237 y 238.» He aquí esta revelación: La familia de David, nos dice en fin, se había extinguido, a lo que parece, hacía mucho tiempo; ni los Asmoneos de origen sacerdotal, podían tratar de atribuirse semejante descendencia; ni Herodes ni los Romanos piensan un momento en que exista a su alrededor representante alguno de los derechos de la antigua dinastía283.» A esto se reduce todo. Evidentemente los cuatro Evangelistas y los testimonios de San Pedro y San Pablo quedan destruidos por esta frase: «¡No era Jesús de la familia de David!»- «Parece que se había extinguido hacía largo tiempo la familia real;» y por esto sin duda estaban acordes todos los Judíos en esperar un Mesías, hijo de David. «Parece que los Asmoneos no tenían nada de común con la descendencia de David.» Y ¿qué tienen que ver los Asmoneos con Jesucristo? Y no obstante, afirman los Talmudistas que los Asmoneos asociaron la sangre de la tribu real a la tribu de Aarón284. «Parece que no pensó Herodes un momento que existiera a su alrededor representante alguno de la antigua dinastía.» Por eso hizo degollar Herodes a todos los niños de Belén. «Parece que no se preocupan de esto los Romanos» ¿y qué tenían que ver con ello los Romanos? Sin embargo, como si no debiera quedar una sílaba de todos los «parece» del racionalismo, quiso el presidente romano Pilatos, conservar obstinadamente a Jesús crucificado su título oficial de Rey de los Judíos285. Y Vespasiano, después de la destrucción de Jerusalén, hacía buscar y matar a todos los miembros que sobrevivían de la familia de David286.

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29. Antes de veinte años parecerá más sorprendente que un milagro, que se haya podido tomar por lo serio por un solo momento tal arrogancia científica unida a semejante modo de discutir. Este prodigioso «más adelante,» no puede superarse ni por su autor, aunque se vea obligado un taumaturgo a reproducir a su voluntad, todos los milagros que hizo una vez. Apenas si tenemos valor, después de esto, para poner en evidencia el anacronismo «de la autoridad romana, sancionando pretensiones amenazadoras, al imponer a Josef la obligación de hacerse inscribir» en Belén, cuna de su familia; en lugar de enviar, como se practica entre nosotros, a un tabellion o escribano a su domicilio de Nazareth, a recibir la declaración de sus nombres, apellidos, edad y cualidades. «¡No se concibe» entre los Romanos un procedimiento administrativo tan exagerado! ¡Los imprudentes corrían a una revolución! pues bien, digámoslo, no a literatos, que lo saben mejor que nadie, sino a la multitud, a quien podrían seducir tales sofismas: entre los Romanos, entre los Judíos, entre todos los pueblos de la antigüedad, y aún en el día, en Oriente, no era el empadronamiento en el lugar de su origen, una dura obligación, sino un privilegio lleno de honor y de gloria. No se referían solamente como entre nosotros, a la cuna de los antepasados, los recuerdos del corazón, sino todos los derechos jurídicos de propiedad, de libertad, de existencia legal, comprendidos para los Romanos en el título de ciudadano, y para los Judíos en el de hijo de Abraham. «La pretensión amenazadora de la autoridad romana» hubiera sido precisamente la de imponer un sistema inverso. La antigüedad vivía por los abuelos; a nosotros que vivimos únicamente de lo presente, olvidándonos con exceso de lo pasado, al que debemos, no obstante, todo lo que somos, nos es permitido admirarnos de los usos antiguos, pero con la condición al menos de conocerlos. He aquí un resumen exacto de la legislación romana respecto del censo. Todo el Ager Romanu se había dividido primitivamente entre los ciudadanos, que tuvieron su dominio útil, sin que perdiera nunca el Estado el dominio eminente y la propiedad real. El Estado era la cosa pública (Respublica) en su sentido general, fraccionándose en ciudades (civitas); el ciudadano (civis) era el que estaba adherido a una ciudad por su nacimiento en el seno de una familia libre. En la época de Augusto no había en la inmensa extensión del Imperio romano más que cuatro   —159→   millones de ciudadanos287. ¿Qué era todo el resto a los ojos del derecho? Esclavos o vencidos. He aquí por qué se hacía el empadronamiento en Roma, por tribus, es decir, en el lugar originario sin consideración al lugar de la residencia. Convocábase a los ciudadanos de las provincias a Italia, para que se inscribieran; y recíprocamente, se mandaba a los Latinos que residían en Roma, que fueron a sufrir el censo en sus propios municipios288. Estableciose como regla absoluta por la ley Julia, que se hiciera cada uno empadronar en la ciudad de que era ciudadano; y el libro De Censibus, de Ulpiano, nos ha conservado hasta las fórmulas legales de los estados de empadronamiento, los cuales reproducimos aquí para convencer al lector sobre el verdadero carácter de lo que afecta llamar el racionalismo una «operación insignificante de estadística y de catastro.» No se acusará a Ulpiano, secretario y ministro de Alejandro Severo, de ignorar el derecho romano. En cuanto al derecho judío sería inútil probar que se hallaba esencialmente basado en la división por tribus, por familias y por patrimonios o herencias289.

Preferimos   —160→   tomar a la Biblioteca Oriental de Asemani290, un hecho más reciente, que demostrará la persistencia de estas costumbres en Siria. «Habiendo querido Abdul Melik proceder a un empadronamiento de la Judea, mandó como Augusto, que acudiera cada individuo   —161→   a su país, a su pueblo, y a la casa patrimonial, para ser matriculado». No parece sino que se oye el eco de las palabras de San Lucas: «Todos iban a empadronarse a la ciudad de donde cada uno descendía, y Josef que era de la casa y familia de David, subió desde Nazareth, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en la Judea291».

30. Las consideraciones extrínsecas, tomadas de la historia universal,   —162→   de los pormenores particulares de la administración provincial, de las fórmulas de derecho romano y judío, se hallan conformes en consignar la autenticidad del viaje de Joseph y de María a Belén. Pero este sólo es el lado de la demostración, pues como observa con sumo juicio M. Vogué: «El lugar del nacimiento de Nuestro Señor es de una autenticidad la más cierta y la menos controvertida por los adversarios ni aún siquiera de la tradición. No solamente se halla consignada su historia, así como la de otros santuarios, por hechos incontestables, a contar desde la época de Constantino, sino que se prolonga, por un privilegio excepcional, más allá de esta fecha, pudiéndosela llevar por medio de textos contemporáneos hasta a una época bastante próxima a los hechos del Evangelio para que subsistiera aún viva su memoria292». Vamos a poner en toda su claridad estas observaciones del sabio arqueólogo. No se habrá olvidado la Reclamación oficial dirigida a Antonino Pío por San Justino: «Jesucristo ha nacido, decía el Apologista, en Belén, pequeño pueblo judío, situado a treinta y cinco estadios de Jerusalén, según podéis cercioraros, abriendo los registros del empadronamiento de la Judea, por Quirinio». Así hablaba un testigo ocular, un siglo después de la muerte de Jesucristo. He dicho testigo ocular, porque habiendo nacido San Justino en el año 103 de la E. C. en Flavia Neapolis, la antigua Siquem, a veinte leguas solamente de la capital de Palestina, paso en ella toda su juventud, y vio en su consecuencia, los sitios de que habla. Esto es tanto menos dudable, cuanto que procediendo de una familia de colonos paganos trasladados por Vespasiano y Tito a la Judea, se convirtió San Justino al cristianismo a la edad de treinta años. Tenemos, pues, en él, no solamente un testigo ocular, sino un testigo que se vio en la obligación de estudiar escrupulosamente los hechos de que habla, puesto que fue incrédulo, antes de convertirse; condición manifiestamente preferible para hablar de una religión, a la de un escritor que hubiera principiado por creer en ella y que terminase por la apostasía. Para librarse de las seducciones de la filosofía platónica y abrazar la sabiduría de Jesucristo, «única verdadera» como lo expresa él mismo, debió San Justino determinarse por motivos irrecusables de credibilidad. Pues bien, San Justino encuentra precisamente   —163→   en este pasaje que acabamos de trascribir, una prueba evidente de la verdad del cristianismo en la perfecta concordancia de las profecías que anuncian la aparición del Mesías en Belén, con la realidad del nacimiento de Jesucristo en esta población. «Escuchad, dice al emperador, cómo ha designado un profeta, Miqueas, el lugar donde debía nacer el Mesías. Estas son sus palabras: Belén, tierra de Judá, tú que eres tan pequeña entre las ciudades, figurarás, no obstante, entro las más gloriosas; pues de ti ha de salir el jefe que gobernará a mi pueblo». -Ahora bien, continúa San Justino, Belén es una población judía situada a treinta y cinco estadios de Jerusalén; y allí es donde ha nacido Jesús, según consignan los registros de Quirinio». Así atestigua que ha nacido Jesucristo en Belén el filósofo platónico, convertido recientemente a la fe del Evangelio, en el teatro mismo de los hechos evangélicos. La realidad de este nacimiento que confirma las profecías anteriores, es a sus ojos una demostración de la divinidad del cristianismo. Por consiguiente, en el año 103, fecha del nacimiento de San Justino, era público y notorio en Palestina, que Jesucristo era oriundo de Belén, lo cual no era una tradición apócrifa conservada entre los cristianos, puesto que nació San Justino en el seno de una familia pagana, y que fue educado en el paganismo. Pero en 103 de la E. C. habían trascurrido solamente setenta años desde la muerte de Jesucristo. Suponer que hubiera podido introducir en este intervalo la mala fe de los cristianos, sobre este punto, una leyenda subrepticia, y hacerla adoptar por la generación contemporánea, no sería menos absurdo que si se imaginara en nuestros días la posibilidad de colocar en Roma, por ejemplo, al pie del Capitolio, la cuna de Napoleón I.

31. Nuestros modernos racionalistas no retroceden ante estas imposibilidades palpables. «Esta leyenda, dicen, no se hallaba en el texto primitivo que ha suministrado el bosquejo narrativo de los Evangelios actuales de Mateo y de Marcos. Y debió añadirse a la cabeza del Evangelio de San Mateo a consecuencia de repetidas objeciones293». Pues bien, explicadnos ¿por qué prodigio de inexplicable poder conseguirían los Cristianos, relegados en las catacumbas, arrojados a los leones en el anfiteatro, encarcelados en todos los calabozos   —164→   de Roma, añadir su leyenda al texto oficial de los registros de Quirinio, conservados en los archivos imperiales? Decid cómo hubiera podido disimular el falsario las señales de su falsificación; cómo hubiera sustituido matrículas apócrifas a las verdaderas; cómo había de haber encontrado en tiempo de Antonino el sello de Augusto; cómo hubiera hallado cuarenta años después de la destrucción de Jerusalén el sello de Herodes, para sellar con uno y otro los documentos de su invención póstuma. No eran los registros de Quirinio «esos libritos que se prestaban los Cristianos mutuamente, y en que trascribía cada uno al margen de su ejemplar, las palabras, las parábolas que encontraba en otros libros y que lo conmovían294». ¿Qué son estas evoluciones de un comentario pueril ante los hechos reales de la historia? ¿A quién se hará creer que las colonias romanas que habitaban la Palestina, que permanecieron fieles al culto de los dioses del Imperio, que estaban sumamente interesadas, por su celo en favor de la divinidad de César, en sofocar el cristianismo naciente, se hicieran eco de una leyenda cristiana, cuando se trataba de un hecho contemporáneo y de una localidad que tenían a la vista? Pero no es esto todo. El mismo San Justino insiste sobre este hecho capital, en la célebre conferencia que tuvo en Roma con un judío, y de que nos ha dejado el acta auténtica, con el título de Diálogo con Tryfon: «Cuando nació Jesucristo en Belén, dice, fue informado de ello el rey Herodes por los Magos, que venían de Arabia, y resolvió matar al niño; pero Josef, por orden de Dios, tomó a Jesús, con María, su madre, y se refugió a Egipto295». Así habla San Justino. ¿Qué objeción va a hacerle su interlocutor? Oid: ¿No podía Dios, responde el judío, hacer morir a Herodes del modo más fácil296? «He aquí lo que halla que oponer a este relato un hebreo, Tryfon, que estaba muy al corriente de la historia evangélica, y de la que sólo se hallaba separado por un intervalo de ochenta años. Si no hubiera pues nacido en Belén Jesucristo; sino hubiera pensado nunca Herodes en hacer degollar a los niños de Belén; sino hubieran ido jamás a Egipto Josef y María; si hubieran sido todos estos hechos una leyenda cristiana, sin realidad, sin notoriedad, sin raíz en la historia, no hubiera dejado de decirlo Tryfon. Hubiera declarado, como nuestros racionalistas que «faltaba   —165→   en el texto primitivo esta fábula, que ha suministrado el bosquejo narrativo de los actuales Evangelios». Mas en vez de dar esta contestación perentoria, razona Tryfon como podía hacerlo un judío convencido de la realidad de los hechos, a pesar de no admitir su consecuencia. -Dices que Jesucristo era hijo de Dios, replica; pues bien podía Dios matar a Herodes para salvar a su hijo. La cosa valía bien la pena; y puesto que se vio obligado Josef a llevar el niño a Egipto con María, es que no era Jesucristo hijo de Dios y que no tomaba por su vida Dios el interés que hubiera tenido ciertamente por su propio hijo.- Era, pues, preciso para que usara el judío Tryfon semejante lenguaje que admitieran todos los hebreos la notoriedad de los hechos evangélicos. ¿Hubiera podido producir una «leyenda» cristiana el milagro de imponerse unánimemente a los más mortales enemigos del nombre cristiano?

32. Después de estas demostraciones, que llegan hasta la evidencia, sería superfluo insistir sobre los demás testimonios. ¿Qué decir, por ejemplo, del filósofo Celso que censura a Jesús el haber nacido en Belén? «Gran gloria para un Dios, decía, hacerse ciudadano del pueblo más miserable del mundo297». Así hablaba Celso, que vivía en tiempo de San Justino, y que detestaba el nombre de Jesucristo tanto como pueden detestarlo nuestros racionalistas modernos, y su polémica era más formal que la de estos; pues les llevaba la ventaja de vivir en la época en que, según nuestros literatos, «debió añadirse al texto primitivo, la leyenda que suministró el bosquejo narrativo a los actuales Evangelios». No habiendo advertido Celso tal adición, es esta un sueño. Y el racionalismo moderno del siglo XIX habrá tenido la gloria de inventar por un milagro de perspicacia retrospectiva, lo que no vieron ni el filósofo Celso, ni el judío Tryphon, ni el discípulo de Platón, Justino, en el año 103 de la E. C.




ArribaAbajo§ VII. Genealogía de Jesucristo

33 No necesita tantos apoyos extraños para imponerse a nuestra fe el monumento evangélico. Bástale existir; su sola existencia demuestra su veracidad, y a medida que pasa un nuevo siglo sobre   —166→   sus venerables cimientos sin poder conmover una sola piedra, va aumentándose por el mismo progreso de los tiempos el número de pruebas que consignan su autoridad. Sabido es que cada uno de los dos Evangelios de San Mateo y de San Lucas trae la genealogía de Nuestro Señor Jesucristo. San Mateo hace descender la suya desde Abraham hasta Josef, esposo de María, pasando por David, y siguiendo toda la real generación de Judá, desde Salomón hasta Jesucristo. La genealogía reproducida por San Lucas sigue un orden inverso, pues comienza en Jesucristo y remonta el curso de los siglos, pasando por David, Abraham, Noé y los patriarcas antediluvianos hasta Adán, «que fue de Dios». Pues bien, estas dos genealogías, paralelas hasta David, sólo tienen, desde este rey, dos puntos de contacto: Zorobabel y Salathiel; todos los demás grados intermedios son diferentes. La genealogía de San Mateo hace descender a Jesucristo de David, por Salomón; la genealogía de San Lucas hace descender a Jesucristo de David, por Nathan. «La inexactitud y la contradicción de estas dos genealogías, dice el racionalismo, induce a creer que fueron resultado de un trabajo popular, que se verificó en diversos puntos, y que ninguna de ellas fue sancionada por Jesús298». Jamás se ha escrito semejante despropósito. Si fueran las dos genealogías, fruto «de un trabajo popular» ejecutado en puntos distantes uno de otro, se hubiera tratado sobre todo de conciliarlas, se hubiera hecho desaparecer la aparente contradicción que señala en ellas el racionalismo, y cuya explicación han dado todos los padres griegos y latinos, desde San Ireneo y San Justino. Era preciso ser judío y contemporáneo de Jesucristo para trazar estas dos genealogías; en el día no hubiera podido inventarlas sino existieran, toda la ciencia de todas las academias del mundo. He aquí la razón.

34. Entre los Hebreos eran sagradas las genealogías; su redacción original confiada a los escribas y puesta bajo la vigilancia de los sacerdotes, era depositada en los archivos del Templo, formando su estudio parte esencial de la educación. El pueblo, así como el territorio, se hallaba dividido en tribus, y el tiempo para las épocas genesíacas, estaba limitado por el número siete y sus cuadrados. Había en esta práctica, esencialmente judía, de que nos ofrece un ejemplo la genealogía de San Mateo, no solamente un procedimiento   —167→   mecánico, para aliviar la memoria, sino una aplicación a las series de las razas humanas, de la gran ley septenaria, cuya extensión a los días, a las semanas, a los años, a los hombres, a los animales, a los campos y a las heredades, hemos visto en toda la historia de los Hebreos. ¿Pueden inventarse semejantes usos después del suceso? En cada período de siete semanas de años, es decir, en cada medio siglo, cuando sonaba la trompeta del Jubileo para dar libertad a los cautivos, para la restitución de los inmuebles enajenados, la extinción de las deudas y la restauración de cada familia, de cada individuo en el orden primitivo; se tenían presentes, para esta gran revolución, las listas genealógicas conservadas en los Archivos del Templo y en el santuario doméstico. Los enlaces mismos exigían, de parte de la familia y del Estado, la observancia escrupulosa de la ley de las genealogías. La jerarquía religiosa, la constitución civil, la existencia nacional del pueblo judío, se apoyaban únicamente en las tablas de los orígenes. No se podía, pues, entre los Hebreos formar un árbol genealógico de pura invención, porque hubieran confundido inmediatamente los archivos del Templo la impostura. Así, ostenta Josefo en su Autobiographia299 cierta vanidad en exponer a los ojos de los patricios de Roma, envanecidos ellos también con su origen, la antigüedad de su propia raza; si añade que se hallaba consignado cada grado de su genealogía por los cuadros oficiales y públicos. «Obsérvase este orden, dice, no sólo en Judea, sino también en todos los lugares donde están diseminados mis compatriotas: en Egipto, en Babilonia, por todas partes. Remiten a Jerusalén el nombre del padre de aquella con quien quieren desposarse, con una reseña de su genealogía, certificada por testigos. Si sobreviene alguna guerra, redactan los sacrificadores sobre las antiguas Tablas nuevos registros de todo el resto de las mujeres de origen sacerdotal, y no se desposan con ninguna que haya estado cautiva, por temor de que haya tenido comercio con los extranjeros. ¿Puede haber nada más a propósito para evitar toda mezcla de razas? Nuestros sacerdotes pueden probar con documentos auténticos su descendencia de padres a hijos desde hace dos mil años, y el que deja de observar estas leyes es separado para siempre del altar300». Así, pues, con tal conjunto de formalidades desplegado en torno de los   —168→   orígenes hebraicos, fue imposible una suposición en la genealogía de Jesucristo, mientras subsistió el Templo de Jerusalén. Y después de la destrucción de la Ciudad Santa por Tito, pasó esta imposibilidad social a ser una imposibilidad material. Devorados por el fuego todos los archivos del Templo y dispersos los Judíos desde entonces, han permanecido sin genealogía, confundidos indistintamente bajo el nombre de hijos de Jacob, ignorando ellos mismos a qué tribu pertenecían en otro tiempo sus abuelos.

35. Así, basta por sí sola la existencia de las genealogías reproducidas por San Mateo y San Lucas, para consignar de un modo perentorio, que estaba compuesto su Evangelio antes de la destrucción de Jerusalén (70). Su misma discordancia ofrece una garantía más de su autenticidad. Las naciones extranjeras, a las que llevaban los Apóstoles la buena nueva del Verbo hecho carne, no tenían ningún conocimiento de los usos judaicos; si se hubiera, pues, hecho, como supone el racionalismo «un trabajo popular» después del suceso y sobre diversos puntos, relativamente a los orígenes del Salvador, lejos de complacerse los autores apócrifos en redactar dos listas contradictorias, se hubieran puesto de acuerdo para reproducir escrupulosamente la misma, en las narraciones que quisieron adoptar con los nombres de San Mateo y San Lucas. Aquí destruye también el Evangelio con su inmutable y augusta sencillez todas las hipótesis del racionalismo. La genealogía de Jesús debía ser una de las que mejor se conservaran de todas las genealogías judías, puesto que representaba, por una parte, la descendencia real de David, y por otra, tocaba a la raza sacerdotal, por la afinidad de María con Isabel, descendiente de Aarón. Pero Jesucristo ofrecía en su persona divina, a los genealogistas hebreos un tipo sin precedente en la historia: pasaba legalmente por hijo de Josef de Nazareth, siendo en realidad hijo de María, y no teniendo padre entre los hijos de los hombres. He aquí por qué tiene Jesucristo dos genealogías: la una por Joseph, ascendiendo a Salomón y David, y ésta es la de San Mateo; y la otra por María, hija de Heli o Joakim, subiendo a David por Nathán, y ésta es la de San Lucas. Y nótese bien, que no se encuentra el nombre de María al principio de la genealogía de San Lucas, el cual no hubiera dejado de inscribir un apócrifo extraño o ignorante de las costumbres judaicas. Para evitar este lazo era absolutamente necesario que se hallase el Evangelista perfectamente   —169→   al corriente de los usos hebraicos. Y en efecto, nunca figuraba la mujer en las genealogías de los Hebreos, a no recordar su nombre un origen extranjero, o un enlace ilegal en el principio, pero regularizado después por circunstancias excepcionales. Por eso la genealogía de San Mateo menciona a Thamar, cuya unión con Juda, el hijo mayor de Jacob, recordaba un episodio famoso. Asimismo, inscribe los nombres de Rahab, la heroína de Jericó, a quien su adhesión nacionalizó en Israel; el de Ruth la Moabita, y en fin el de Bethsabee, esposa de Urías que llegó a ser madre de Salomón en las circunstancias que todos recuerdan. Fuera de estas uniones extrañas o excepcionales, no nombra mujer alguna la genealogía de San Mateo, no obstante abrazar un período de tres mil años. Esto consiste en que según la raíz misma de la palabra hebrea (Nssim)301, eran siempre pasadas en silencio las mujeres. Sólo el hombre (Zhar)302, tenía el privilegio de perpetuar los recuerdos, así como la raza. Desde el día en que fue legalmente María esposa de Josef, debían substituir los genealogistas el nombre de Josef al de María; de suerte que según la expresión de un moderno exegeta, «hay en la genealogía de San Lucas precisamente lo que debía haber. Hállase velada la mujer; no se habla de ella, aun con perjuicio de la divinidad del Cristo. Se ha puesto sobre esta línea genealógica el sello de una robusta autenticidad».

36. Y ahora ¿teníamos razón en decir que aunque reunieran todas las academias del mundo sus luces y los datos históricos de que pueden disponer en el día, no conseguirían rehacer las dos genealogías de San Mateo y San Lucas, si llegaran a perderse estos dos monumentos? ¿Qué significa el «trabajo popular verificado sobre diversos puntos» al que el racionalismo quiere hacer el honor de semejante resultado? El Evangelio es un milagro vivo de exactitud, de realidad verdadera y de patente autenticidad. Parece que haya tomado a empeño la Providencia multiplicar alrededor de este monumento divino las más incontestables garantías. Jerusalén será borrada del cuadro de las naciones en cuanto haya sido registrada en el libro eterno la genealogía de Cristo. Y no bien se haya desplegado la flor patriarcal del Antiguo Testamento, perderán los Hebreos la memoria de sus antepasados. No se sabrá añadir una coma por   —170→   mano alguna, en el libro del Cordero, sellado hasta la consumación de los siglos. ¡Y se pretende arrancar al mundo la fe en el Evangelio! Pero inténtese someter a una comprobación tan minuciosa, a un examen tan severo, a una crítica tan exagerada, el historiador más acreditado, y es seguro que no resistirá ninguno a ellas. Ni una página de Tito Livio tomada al acaso en los catorce o quince volúmenes de sus obras, podría soportar sin duros descalabros semejante prueba. Y no obstante, se halla en pie el Evangelio. Orígenes lo explicaba al filósofo Celso: San Justino lo explicaba al judío Tryphon: San Ireneo a los Gnósticos: San Agustín a los discípulos de Manés. Keplero, Leibinitz, Newton, Bossuet, los genios más grandes que ha conocido el mundo caían arrodillados ante la maravilla del Evangelio. Y nosotros que apenas balbuceamos las primeras letras de una ciencia, todos cuyos secretos poseen estos grandes hombres ¿no hemos de tener derecho de adorar en su manifestación evangélica la radiante divinidad de Jesucristo? ¡Pobrezas sofísticas, algunos retazos de erudición contradictoria usurpados al través de los siglos a herejías muertas mil veces, he aquí lo que opone el racionalismo decrépito de la última hora, a la tradición católica, a dos mil años de, luz, de gloria y de fe! Para ahogar y hacer que se olviden estos miserables acentos, basta que repita la voz del sacerdote en el ángulo del altar la página primera del Evangelio: Liber generationis Jesu Christi. La historia entera se conmueve; todos los muertos del Antiguo Testamento resucitan y vienen a adorar al hijo de María, en la cuna de Belén. Adán, que fue de Dios» reconoce el germen prometido que ha de quebrantar la cabeza de la serpiente. Noé saluda el arca nueva de la alianza, que no sumergirá nunca al diluvio de la impiedad; Abraham ve al hijo, en quien serán bendecidas todas las naciones; Isaac, a la víctima verdadera del monte Moria; Jacob, al león salido de Judá que recobra el cetro; Rahab, la Cananea se felicita de haber trasmitido su sangre al héroe divino, ante quien caerán las murallas de la infiel Jericó; Ruth, la Mohabita, se inclina ante la garba recogida en los campos de Booz; Jessé ante la flor abierta en la copa del árbol antiguo, David vuelve a pulsar su kinnor, en presencia del rey inmortal que le inspiró sus cánticos proféticos; la que fue esposa de Urías, ha merecido por su arrepentimiento, la gloria de que se la cuente en el número de las abuelas del Redentor; Salomón inclina la majestad de su diadema   —171→   ante el esposo de su Cántico; saluda a la Virgen Inmaculada, «bella como el astro de las noches, radiante como el sol, formidable como un ejército formado en batalla». Reconoce Achaz la señal que pedia a Isaías. «He aquí que una Virgen ha dado a luz un niño cuyo nombre es Emmanuel (Dios con nosotros)». Los hermanos de la trasmigración de Babilonia descuelgan las arpas colgadas de los sauces de la ribera. Comprenden que en adelante resonarán en todas las playas los cánticos de Sión, porque tiene el Dios del universo el mundo entero por morada. No echa de menos ya Zorobabel los suntuosos edificios de Salomón. El huésped divino que acaba de cubrir con su gloria la majestad del segundo Templo, disipa todas las sombras, reemplaza todas las figuras, cumple todas las profecías, consuma todos los sacrificios y reconcilia al hombre con Dios. He aquí las magnificencias que hace resplandecer la genealogía evangélica en el pesebre de Belén. Al leer esta página el humilde cristiano, hermano del Cristo, toca con una mano la aurora de los días; llega con la otra al periodo final de los tiempos; únense las dos vertientes de la humanidad en la persona de Jesús, principio y fin de todas las cosas; y la forma bajo la que van a aparecérsenos estas inefables maravillas es «un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre».