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Modelización estructural del género en el «Diálogo de la dignidad del hombre», de F. Pérez de Oliva

Pedro Ruiz Pérez





En el estudio preliminar de su edición del Diálogo de la dignidad del hombre, de Fernán Pérez de Oliva, M.ª Luisa Cerrón afirma que la auténtica naturaleza de esta obra es la de una «discusión literaria»1. Dicho carácter literario debe entenderse, más que como una voluntad estética, como un proceso de construcción con materiales proporcionados por la tradición literaria, haciendo del propio texto un juego reflexivo sobre los mismos. Así, el Diálogo, además de sobre la naturaleza del hombre, ofrece una meditación sobre el propio género del diálogo, como método de conocimiento y como cauce de expresión literaria. Para ello, aprovechando precisamente toda la virtualidad que el género posee, Oliva hará concurrir en el espacio textual una diversidad de paradigmas estructurales que, en su conjunción funcional, organizan el Diálogo de la dignidad del hombre e iluminan algunas de las líneas de desarrollo del propio género.


Estructura de diálogo

En un proceso de depuración no exento de censura crítica2, el Diálogo prescinde de todo elemento dramático, de acción, de movimiento físico y hasta de caracterización de los personajes, para reducirse a la más estricta expresión dialéctica de un proceso racional. En este aspecto, se vincula a la tradición del diálogo discursivo culminante con Cicerón, pero depurándolo de adherencias didácticas y desvinculando a los personajes de los juicios del autor, haciéndolos soportes de un discurso autónomo.

El diálogo recupera por esta vía su naturaleza de proceso in fieri, que reproduce un acto de conversación, más amistosa que doctrinal, aunque no carezca de procedimientos de formalización estética y literaria. La independencia de los personajes respecto a un autorial discurso doctrinal se manifiesta en el nivel del texto en la total ausencia del elemento inquit, que reproduce en lo formal, con la completa desaparición del narrador, la inhibición del autor respecto a los argumentos manejados por los personajes. El proceso de discere deja así en similar posición al lector y al propio autor, que afirma su distancia respecto a lo expuesto. Igualmente, el esquema narrativo de la obra se reduce de modo estricto. Tras el preámbulo introductorio de la situación, se desarrolla el núcleo argumental de la obra, compuesto por sendos parlamentos de Aurelio y Antonio, para cerrarse con la brevísima conclusión de la sentencia de Dinarco.

La simplificación de este esquema movió la intervención del, por otro lado, poco escrupuloso primer editor de la obra, el inquieto Cervantes de Salazar3, que la hizo preceder de un «Argumento», mantenido, con ligeros retoques de Ambrosio de Morales4, en las sucesivas ediciones hasta las más recientes. Su adición, como la del extenso añadido final, responde a la injustificada creencia del editor en el carácter incompleto del Diálogo, basada en una estrecha interpretación del género, según la cual no se podía prescindir de componentes canónicos como el prólogo o la conclusión, aun cuando éstos no resultaran pertinentes en la obra y manifestaran una apreciable contradicción con el contenido y la estructura de la misma.

La necesidad de introducir a los personajes y marcar el tiempo y el espacio del diálogo5, en los casos de ausencia de una instancia de narración extradiegética, encontraba en el «argumento» una respuesta inmediata, a imitación de los textos dramatúrgicos, establecida con una cierta autonomía del texto, pero como continuidad de la praefatio del modelo clásico6. Sin embargo, el texto de Oliva, pese a la ceguera de su editor, tiene un espacio propio para esta función, en las primeras intervenciones de los dos personajes, que en unas cuantas frases, apoyadas en una relación amistosa previa, ponen en pie los antecedentes, el cronotopo, las actitudes de los personajes y el modelo de desarrollo que seguirá el diálogo.

La amistad que anuda las relaciones dialécticas entre los dos oradores, Aurelio y Antonio, tal como hacen gala de ella en el preámbulo a su disputa, es uno de los rasgos exaltados por el paradigma humanista, situado entre los característicos del entramado de relaciones que los abanderados del movimiento sostuvieron a todo lo ancho de Europa y que se manifestó particularmente por medio de la comunicación epistolar. Entre los principios que la movieron y sostuvieron su desarrollo a través de años y leguas se hallaba el placer de la intercomunicación, el deseo de la expresión personal, pero también el gusto por el ejercicio retórico, no siempre gratuito, pero sí distanciado por el filtro de la imitación de los modelos clásicos, de la disputatio7. Tales juegos retóricos encontraron adecuado acomodo en el marco de una afable relación amistosa, no ajena a un proceso de búsqueda de la verdad en las opiniones del interlocutor más que en la imposición dogmática de la propia tesis. La actitud de complacencia en una relación tan típicamente humanista se encuentra muy cercana a la de los personajes del Diálogo de la dignidad del hombre, y quizá por ello sus discursos ininterrumpidos, en los que un orador contesta globalmente al primero, muestran acusado paralelismo con la particular situación comunicativa que se establece en el intercambio epistolar, sobre todo tal como lo desarrollaron los humanistas8.

Precediendo al intercambio oratorio que constituye el núcleo del Diálogo, el preámbulo, que ocupa las primeras réplicas de Aurelio y Antonio y las intervenciones de Dinarco organizando el debate, se caracteriza por la rapidez y agilidad de las intervenciones, organizadas como preguntas -no siempre interrogaciones directas- y respuestas, en abierto contraste con el desarrollo posterior del debate. Siguiendo la caracterización que de ambas formas realiza Wyss Morigi, es posible considerar este preámbulo como una fusión del modelo platónico, que «è sempre exordia -sia in forma narrativa, sia dialogica- destinato a presentare i personaggi e ad avviare la converzacione sul tema principale», con el desarrollado por Cicerón, «in cui i personaggi dichiarano espressamente di voler iniziare una disputatio»9. A lo largo de estas escasas páginas el lector queda situado en el marco espacial del diálogo y ante los personajes que se muestran en él, se plantea el tema del debate y se fijan las reglas que lo regirán.

Las primeras palabras de Aurelio -«Viéndote salir Antonio oy de la ciudad» (P. 75)- establecen el marco campestre mediante una verdadera acotación interna, que se despliega más adelante en las panorámica que realiza Antonio:

«Mira este valle quán deleitable parece, mira essos prados floridos, y estas aguas claras, que por medio corren: verás essas arboledas llenas de ruyseñores y otras aves, que con su buelo entre las ramas y su canto nos deleytan».


(p. 75)                


La posterior mención a la fuente, punto exacto en el que confluyen los personajes y se celebra el debate, y su ubicación entre los árboles completan la pintura del marco espacial de la obra. La funcionalidad de dicho marco no se sitúa en el plano del descriptivismo paisajístico, sino en el de la tradición literaria, pues la tópica configuración de locus amoenus, de obligada aparición en la tradición bucólica y pastoril, se entronca con un motivo no infrecuente en el diálogo clásico, tal como aparece, por ejemplo, en el Fedro platónico, que se desarrolla también a la salida de la ciudad, ni en el diálogo renacentista, que busca por igual los bosques y los jardines10.

En este marco, más conceptual que físico, se sitúan las figuras de los dos protagonistas, caracterizados de manera tópica por medio de los elogios que se prodigan mutuamente, así como por los que más tarde dedicarán a Dinarco. Estas intervenciones caracterizan menos al personaje a las que se dedican que al que las realiza, pues, como fórmulas de cortesía que son, definen a unos personajes cultos, dueños de una retórica de tradición clásica, desenvuelta en un mundo de relaciones semejantes a las descritas por Castiglione para su arquetipo del cortesano. En el marco de cortesanía que establecen cumplen la función retórica de la captatio benevolentiae que precede a todo discurso según las reglas. La modestia del hablante y su elogio del oyente constituyen uno de los recursos elementales para ello, pero en este caso, al invertirse los papeles a lo largo del debate, las alabanzas de los demás participantes se corresponden también con un formulario iudicem attentum parare, como para corroborar el interés de lo que se tratará a continuación, ya que los oradores están a la altura del tema elegido.

Centrado éste en el «género humano» a través de las primeras cuestiones acerca de la soledad y su búsqueda por Antonio, los dos interlocutores fijan inmediatamente sus posiciones respecto al mismo, por lo que sólo queda situar a Dinarco en el papel de juez y a sus acompañantes en el de auditorio, para que pueda desarrollarse el debate. Como ocurre con el marco escénico, la conformación de los oyentes resalta el carácter de convencionalidad, que se formaliza por medio de Dinarco con el establecimiento del modo y el orden que han de regir los dos parlamentos.

De acuerdo con el orden fijado, el debate se abre con la intervención de Aurelio, a la que sigue la de Antonio, en una simetría destacada por el paralelismo de ambos discursos en la disposición y uso de sus argumentos, que convierten al segundo en una réplica perfecta del primero. Son las diferentes valoraciones sobre la naturaleza del hombre el exclusivo principio de individuación de los personajes, cuyas posturas estaban completamente prefijadas antes del diálogo y no muestran la más mínima variación por el mismo. De igual modo, la acción queda diluida hasta desaparecer. La inmutabilidad de los personajes ante el discurso ajeno reduce éste a una mera realidad lingüística, sin incidencia dramática o pragmática en los interlocutores. Reducidos casi a la categoría de la abstracción11, se muestran en la función de portavoces, de soportes de un discurso conformado por unas ideas en alto grado tópicas, producto de una larguísima tradición de más de veinte siglos12, ofrecida en cada uno de los parlamentos a manera de síntesis o resumen.

La reducción de los personajes a la mera formulación de su doctrina suele ser una característica de los diálogos ideológicos o expositivos, a la manera ciceroniana. También como el autor latino, Pérez de Oliva restringe a tres el número de personajes del Diálogo de la dignidad del hombre, adaptándolo a sus necesidades expositivas. No obstante, se separa de las estructuras ciceronianas al diluir en el debate la figura del dialogante-maestro, escindida entre el papel de juez asignado a Dinarco y la primacía otorgada a Antonio por el lugar de la intervención. Formalmente al menos, ésta se convierte en réplica a la postura de Aurelio y, de alguna manera, es el eco cuya resonancia permanece tras el final del coloquio.

Es la brevísima intervención de Dinarco la que pone punto final a la obra, aunque sin cerrarla. Lo que debía resultar una sentencia que sancionara el resultado del debate y resolviera su contradicción se convierte en una renuncia implícita a ello, dejando la disputa abierta y remitiendo el juicio y el dictamen al lector, que, en última instancia, es quien tiene que desempeñar la función de juez que los dialogantes encomendaron a este personaje:

«Yo no tengo más que juzgar, de tenerte, Antonio, por bien agradecido, en conocer y representar lo que Dios ha hecho por el hombre: y preciar también mucho tu ingenio, Aurelio, pues en causa tan manifiesta hallaste con tu agudeza tantas razones para defenderla. Y vámonos, que ya la noche se acerca, sin darnos lugar a que lleguemos a la ciudad, antes que del todo se acabe el día».


(p. 117)                


La apelación a la creación divina al referirse al discurso de Antonio frente al ingenio de Aurelio muestra, sin duda, una inclinación por parte de Dinarco, a la que implícitamente parece referirse cuando califica la causa como «tan manifiesta», pero su juicio no tiene la rotundidad necesaria para esclarecer del todo el sentido del diálogo y forzar la interpretación del lector.

No habría que perder de vista que este tipo de final en el que no se explicita el juicio esperado, si no con carácter dominante, sí aparece en casos significativos en la tradición del diálogo. Por señalar dos hitos bien distintos, basta detenerse en el final de la III de las Bucólicas virgilianas, en la que Palemón, designado juez de la disputa de Dametas y Menalcas, concluye afirmando: «No está en mí entre los dos / dirimir tamaña contienda»13 y dejando el juicio en suspenso; o en el Debate de Elena y María, que, en una tradición sin relación directa con la de Virgilio, también mantiene un final abierto, al remitir el juicio al veredicto de Oriol y dejar al lector ante una similar ausencia de opinión autorizada.

La indefinición que resulta de la ambigua respuesta de Dinarco se ha puesto de manifiesto en las distintas interpretaciones que se han hecho del final de la obra. Su primer editor, Cervantes de Salazar, si no fue una simple excusa para justificar su intervención prolongando el texto mediante la incorporación de un largo parlamento de Dinarco, sostuvo el carácter accidentalmente inacabado de la obra, apoyándose en su final aparentemente trunco14. Desde otra perspectiva, Max Aub se convierte en el representante de la interpretación de la obra como portadora de un sentido decididamente pesimista en su visión de la naturaleza humana15. Por contra, la lectura de la obra en la perspectiva de la Oratio de Pico de la Mirándola, la más común, subraya el carácter esencialmente optimista y exaltador de la dignidad del hombre. Juicios tan dispares son representativos de la apertura que permite la lectura de la obra. No es éste, sin embargo, el momento de entrar en más consideraciones sobre su sentido, sino más bien el de ver cómo esta apertura está relacionada con la naturaleza textual, con su arquitectura constructiva y con la resolución de su modelo genérico.




Estructura de égloga

Las anteriores referencias al marco bucólico en el que se sitúa el desarrollo del debate no son los únicos puntos de contacto que cabe establecer entre dos modalidades genéricas, como la del diálogo y la égloga, tan emparentadas genéticamente, con raíces comunes en los clásicos grecolatinos, e históricamente, por su desarrollo en el humanismo renacentista, en el que no debió resultar ajena al desarrollo del modelo prosístico del diálogo la recuperación por los poetas italianos -y, más tarde por los italianistas- de la forma eglógica. De ella pudo tomar el diálogo notas tales como el discurso alternante, la carencia de acción dramática o la misma artificiosidad y convencionalidad de los personajes, rasgos todos ellos que llegaron a ser comunes en una amplia serie de diálogos renacentistas. Como señala Aurora Egido, la égloga ofrece una versatilidad en todos los géneros, además de permitir el ejercicio, por su carácter alegórico, de una cuidada prosa; por esta razón atrajo la atención de los humanistas, que la sometieron a un proceso de dignificación, que acercó los géneros menores a la retórica, mientras aproximaba los mayores a la poética16. En el Diálogo de la dignidad del hombre es posible apreciar, junto a estos rasgos estructurales, la presencia de un conjunto de elementos que parecen tomados directamente de la poesía bucólica y de su desarrollo hacia los libros de pastores, en cuyo eje se sitúan las composiciones eglógicas.

El uso de unas estructuras y de unos materiales convertidos en tópicos por una moda pujante y una estricta codificación de su empleo, y que eran reconocidos como tales por todo el público culto que podía constituir el destinatario directo del Diálogo, representa por parte de Oliva el deseo consciente de incardinar su obra en el seno de una tradición, o en la encrucijada de varias tradiciones. En todo caso, lo que el humanista busca es una acentuación de la literariedad de la obra, dándole el marchamo de unos rasgos genéricos. Su naturaleza de tópicos supone por parte del autor un intencionado juego con las convenciones literarias, a las que fuerza en la estructura de la obra, para poner de relieve el paralelismo con el comportamiento de sus personajes, situados todos ellos, personajes y autor, en los límites de una convención.

El juego con la literariedad se inicia con la adopción desde las primeras líneas de una convención bucólica de reconocida y arraigada estirpe literaria. El establecimiento del marco del desarrollo del diálogo se lleva a cabo con materiales totalmente convencionales y preelaborados ya por la historia literaria, resaltando la artificiosidad de unas circunstancias en la que implícitamente se denuncia la artificiosidad de los mecanismos y, por tanto, de las conclusiones del debate. Dos son las categorías de estas circunstancias, la de espacio y la de tiempo, y ambas se corresponden sin la más mínima desviación con las de la tradición pastoril de la égloga. Si el Diálogo de la dignidad del hombre comienza espacialmente con la salida de la ciudad, en ya citado paralelismo con el Fedro platónico, esta posible dependencia se desplaza hacia el tópico del locus amoenus tal como se configura en el idilio renacentista, con todos sus elementos constitutivos: valle deleitable, prado florido, aguas claras, arboledas y pájaros cantores, con especial mención de la clásica Filomena. Contra el fondo de este paisaje idílico se desarrolla la conversación de unos personajes cuya naturaleza se contrapone frontalmente a la del paisaje, pues, participando de su convencionalidad y falta de profundidad, incorporan el contraste entre el campo y la ciudad, entre la naturaleza y la cultura, manifiesto en el movimiento de salida que abre el Diálogo: «Viéndote salir Antonio oy de la ciudad, te he seguido» (p. 75).

En la égloga el oficio pastoril de los personajes no presenta ningún conflicto con el marco espacial, en tanto que sí lo hace con relación a la demostración de un espíritu cultivado. Por contra, Oliva muestra crudamente el contraste entre unos personajes, herederos directos de la tradición filosófica platónica y ciceroniana, y un paisaje bucólico, cuya aparición, por otra parte, resulta bastante generalizada en los diálogos de esta época, como ya constatara Aubrey Bell17, pues desde Platón la naturaleza quedó establecida como el marco ideal para tratar el problema del ser del hombre18. Al avanzar el Diálogo, el paisaje pasa de la convencionalidad descriptiva a la abstracción conceptual, al concretarse el lugar del debate, «una fuente entre los árboles», con el esquematismo de un elemento funcional y significativo. La relación vital entre este entorno y los personajes que lo pueblan no tiene ninguna realidad, y éstos se desenvuelven en él con total independencia del mismo.

La convencionalidad del espacio encierra, más allá de su carácter de telón de fondo, un componente de teatralidad, incluso en el propio tratamiento conceptual del espacio, en el que la reducción de los elementos lleva aparejada una multiplicación de sus funciones. Los árboles no sólo acotan y cierran el lugar de la representación de la disputa, reduciendo convencionalmente la enorme distancia entre unos personajes esencialmente urbanos, un tema erudito y la dimensión abierta de un escenario al aire libre; auténticas columnas del bosque e intercaladas de los «hombres buenos amadores del saber» (p. 76) que acompañan a Dinarco, también nos traen a la memoria la porticada Academia de los filósofos clásicos. Mientras tanto, la figura de Dinarco y su relación metafórica y metonímica con la convencional fuente son dotadas expresamente de un manifiesto valor simbólico:

«No está bien acompañada, sino una fuente con otra. Ésta es fuente de agua clara, y tú eres fuente de clara sabiduría: assí que soys dos fuentes bien ayuntadas, para entera recreación del ánima y del cuerpo».


(p. 78)                


Ambos factores contribuyen a distanciar el desarrollo del diálogo, situándolo en una dimensión filosófica alejada de la realidad cotidiana y de la propia realidad bucólica. En paralelo, su tema adquiere la verdadera naturaleza de lugar común, de tópico repetidamente frecuentado por la filosofía y la literatura.

En la categoría temporal Oliva se adapta igualmente a las normas impuestas en el género de la égloga y respeta el límite temporal del día como extensión del debate:

«DIN.- [...] Y vámonos, que ya la noche se acerca, sin darnos lugar que lleguemos a la ciudad, antes que del todo se acabe el día».


(p. 117)                


Como los pastores literarios seguían el horario real de las labores ganaderas, así los filosóficos personajes de Oliva respetan de manera realista las circunstancias habituales de la vida cotidiana, con el obligado receso impuesto por las sombras nocturnas. Pero con ello el Diálogo de la dignidad del hombre se inscribe también en una tradición literaria, la de la égloga, a la que también la noche solía poner punto final, tal como fue recogido por otros ejemplos del género diálogo.

La convencionalidad y el carácter externamente impuesto de este marco temporal quedan de manifiesto por la ausencia total de indicaciones sobre el paso del tiempo a lo largo de los parlamentos de los personajes. No existe progresión ni consciencia del tiempo hasta que sobreviene por sorpresa la evidencia de las sombras y la necesidad de la interrupción, contrastando esta omisión con la significativa información sobre el lugar que ofrecen las propias palabras de los personajes.

Junto a la convencionalidad que comparte con el marco espacial, este topos le proporciona a Oliva una gran funcionalidad. Representa, primeramente, un recurso para interrumpir la discusión en el punto que le interesa, disimulando con la convención la posible arbitrariedad. Pero también permite enmarcar el diálogo con unos valores simbólicos puestos en juego por la dicotomía entre la sombra y la luz. Si ésta última ha presidido el debate, el silencio con que acaba aparece ligado a la oscuridad. No es que la discusión no haya arrojado suficiente luz, sino que ésta brota al hilo de la palabra, de la articulación y expresión del pensamiento.

No son estas dos categorías enmarcadoras los únicos elementos de la tradición pastoril presentes en el Diálogo. La disputa, un cierto componente de rivalidad o el requerimiento de oyentes que salven del vacío a los parlamentos son otros tantos rasgos habituales de la poesía eglógica, cuyo principal componente, el amoroso, tampoco es soslayado por Oliva, si bien con un cierto tono irónico, que marca con claridad el carácter de contrapunto. El personaje prototípico de la égloga, el pastor aquejado de mal de ausencia o en busca de su amada esquiva, se transforma en el Diálogo de la dignidad del hombre con marcas de parodia, es decir, de reelaboración de un material procedente de una literatura previa con una inversión de su sentido, tampoco exenta en este caso de un punto de humorismo irónico. Así se aprecia en el origen de la discusión entre los dos protagonistas, en un juego imitativo de los típicos afanes amorosos de los pastores:

«AUR.-  [...] yo te ruego no me encubras las causas de tu venida.

ANT.-  Pues assí lo quieres: sabe que en estos valles mora una que yo mucho amo.

AUR.-  Agora veo Antonio, que has gana de burlarme. Dime yo te ruego, qué tienen que hazer los amores con gravedad, o las vanidades con tu sabiduría?

ANT.-  Verdaderamente Aurelio ansí es como te digo, que en aqueste valle mora una, sin la qual yo por la vida me daría poco.

AUR.-  Grande deve ser su bondad, y hermosura: pues a ti que menosprecias el mundo y sus deleytes, te trae tan enamorado, con cudicia de verla o alcançarla. Dime al menos su nombre, si por celos no me la quieres mostrar.

ANT.-  Soledad se llama».


(p. 76)                


La elección inicial de una clave diferente a la que organiza todo el diálogo supone un guiño humorístico, pero también una llamada de atención a la complicidad del lector, para que siga descubriendo la continua duplicidad de niveles, de apariencia y realidad, tal como establecían las églogas poéticas.

La confluencia de todos estos elementos compartidos con el modelo eglógico están generando, ya desde las páginas iniciales, unas determinadas expectativas en el lector respecto a la conformación del diálogo al que va a asistir a continuación. Su forma se presiente más cercana a la del modelo oratorio, de largos parlamentos alternados, que a la del estrictamente dramático, donde la acción se desenvuelve a través de ágiles réplicas y contrarréplicas. La similitud con el canto amebeo propio del discurso bucólico puede encontrarse, por tanto, en la base del desplazamiento del diálogo hacia parlamentos individuales relativamente separados y aislados, para cuya ordenación el humanista acude a nuevas pautas, a esquemas retóricos distintos a los del modelo eglógico.




Modelo dispositivo judicial

La conciencia de artificiosidad que se muestra en el autor a la hora de utilizar los modelos de autoridad genérica que le proporciona el canon bucólico parece extenderse también a los propios personajes, que manifiestan la misma voluntad de acogerse a reconocidos códigos retóricos, en este caso a la hora de disponer sus intervenciones en el desarrollo del debate.

En el preámbulo Aurelio y Antonio, tras centrar el tema de la discusión y manifestar su intención de tratarlo, piden a Dinarco y a sus acompañantes que tomen parte en el juego, demandando del primero que les marque la forma en que éste debe llevarse a cabo: «Dinarco sea nuestro juez», «los otros serán nuestros oyentes» o «tú nos muestra la manera, que devemos tener en esta disputa» son algunas de las expresiones que surgen del diálogo de los personajes, al mostrar su «gana de hablar en una disputa, que avíamos començado». Se van delimitando así los términos del juego antes de ser claramente explicitados por Dinarco:

«porque no se confundan vuestras razones, me parece que cada uno diga por sí su parecer entero. Tú Aurelio dirás primero, y después te responderá Antonio: y ansí guardaréys la forma de los antiguos oradores, en cuyas contiendas el acusador era el primero que dezía, y después el defensor».


(p. 79)                


Son, pues, los propios personajes los que conscientemente se otorgan unas pautas a seguir, a partir de la imitación, como en todos los demás aspectos, de un modelo de prestigio.

La ordenación que resulta de estas normas responde a la que rige los procedimientos judiciales, superponiéndose así a la estructura de este diálogo oratorio una connatural estructura forense. Por medio de ella el debate queda organizado a la manera de un juicio, en el que no sólo se ha dispuesto quién habrá de dirimirlo, sino que cuenta asimismo con un encausado, la naturaleza humana, tal como afirma Antonio: «Sobre el hombre es nuestra contienda», y, por consiguiente, ambos interlocutores adoptan en su representación los papeles complementarios de fiscal y abogado, según descubre Dinarco al exponer su disposición. De este modo se actualizan con un sentido nuevo elementos ya señalados, como la formación convencional de un foro con los árboles de la fuente o la participación del grupo de acompañantes de Dinarco como «senado», que sitúa en el interior del texto el lugar del lector, introducido como espectador de excepción en este juicio simulado de definición conflictiva de la imago hominis que debe ilustrar la nueva época. La precipitada salida de Dinarco deja este juicio sin una sentencia explícita y clara, por lo que el lector se ve movido a abandonar su pasivo papel de espectador, para completar la función abandonada por Dinarco, no por inconsciente descuido, sino por lo que podemos entender como una voluntaria decisión de Oliva de ponerla en manos del lector.

Junto a esta pauta de lectura y la consiguiente indicación de la intervención del lector en la definición última del tema tratado, el modelo forense trasciende el mero carácter de recurso literario de organización del debate, para introducir en la obra un valor más importante. Es este elemento el que proporciona al humanista el campo necesario para aplicar de una manera práctica a la lengua romance unos modelos retóricos clásicos que no encontraría en el entorno de otras modalidades de diálogo o de estructuras dispositivas. Con el modelo forense convencionalmente concertado los protagonistas pueden dar amplio cauce a su argumentación en unos dilatados parlamentos, a los que Oliva hace seguir fielmente el esquema retórico judicial, tal como fuera establecido en el mundo clásico, desde Aristóteles a Cicerón y Quintiliano, dando cumplimiento al deseo humanista de dignificar la lengua romance y de dotarla de los mismos mecanismos expresivos que el latín19.

Empeñado en mostrar, al tiempo que la dignidad humana, la dignidad de la lengua castellana20, Oliva selecciona los esquemas retóricos en los que se despliega la altura estilística del latín, pues normalmente, como señala Lausberg, «como caso modelo se elige el discurso del genus iudiciale, porque éste (en razón de tener singularmente marcado el carácter dialéctico) es el que mejor muestra cada una de las partes en su desarrollo característico»21. La literatura castellana medieval ya proporcionaba un ejemplo característico, como el del humanista del prerrenacimiento Alonso de Cartagena, primer traductor al castellano del De inventione ciceroniano, quien identifica la judicial como la única retórica o, al menos, como su modalidad principal22.

El texto del Diálogo de la dignidad del hombre muestra algo más que unos detalles aislados en formas de expresiones y frases hechas, que remiten a modelos formularios como los de iudicem attentum parare23. En él se aprecia una exacta disposición del discurso siguiendo los preceptos y las divisiones establecidas por la auctoritas clásica. Mientras la inventio responde a la utilización de modelos y lugares comunes de la tradición, la dispositio de ambos discursos no se aparta de manera significativa del esquema trazado según el ordo naturalis, esto es, la ordenación dispuesta por los tratados clásicos de retórica: exordium, narratio, argumentatio y peroratio.

En el parlamento de Aurelio se produce una insignificante inversión en el orden de las dos primeras partes, comenzando ligeramente ex abrupto con la introducción directa de la narratio, precediendo al proemium. La narratio, que posee las tres virtutes necessariae -brevedad, claridad y verosimilitud- señaladas por los tratadistas24, se inclina hacia una cierta forma de disgressio, ya que no se refiere estrictamente al tema de la miseria hominis de que trata este discurso, sino que hace una referencia a la ignorancia humana, a la «flaqueza de entendimiento», que Aurelio preferiría no alterar, para no provocar la desgracia de sus oyentes. Por medio de ello conecta directamente con el exordium, en el que, además de la tópica invocación, se desarrolla el no menos tópico juego de la captatio benevolentiae, apoyado en esta ocasión en los motivos de la obediencia debida, que fuerza la voluntad del orador, y de la brevedad, ya que «hablaré yo en ello -anuncia Aurelio- según la experiencia que podemos alcançar en los pocos días que bivimos: de tal manera que el tiempo baste, y la paciencia que para oyr tenéys aparejada» (p. 80). A partir de este punto comienza a desenvolverse la argumentatio, que debe asentar detalladamente lo fundamentado en la narratio. Aurelio la ordena según una partitio de ocho grandes «argumentos», que constituyen, en expresión de Lausberg, «la parte nuclear y decisiva del discurso»25, amen de la más extensa. Los distintos argumentos constituyen auténticos loci o lugares comunes que, como preceptúa la retórica, son extraídos de la tópica generada por la tradición, como se aprecia claramente en el simple enunciado de los mismos: el lugar de la tierra en el cosmos, la comparación del hombre con los demás animales, el abandono del hombre en la tierra, la composición del cuerpo humano, la relación del hombre con la naturaleza, la vida en comunidad, las potencias del alma y la muerte26. Estos motivos, verdaderos temas secundarios en el tratamiento de la dignitas hominis, representan, por otra parte, un significativo conjunto de las preocupaciones que adquirieron una nueva dimensión con el final de la Edad Media y el nacimiento de un nuevo período.

Por último, el discurso ofrece un final bastante brusco, con una muy breve peroratio, en la que apenas cabe una recapitulatio mínima, en beneficio de una conquestio, en la que Aurelio sustituye el intento de conmover al juez por un gesto de humildad, al ceder la palabra a Antonio: «si tú assí lo hizieres, yo seré vencido de buena gana, pues tu victoria será gloria para mí» (p. 92). La humildad se mezcla con la paradoja, pues la derrota de Aurelio constituirá para él su mayor triunfo, ya que supondrá el reconocimiento de su propia dignidad como hombre.

El discurso de Antonio presenta unas ligeras variantes con el precedente, en parte motivadas por el hecho de ser una respuesta, que encuentra ya un pie forzado para su elaboración. Su comienzo se presenta más ex abrupto, pues prácticamente el orador hace desaparecer el exordium, tal vez considerando que el tema se encuentra ya suficientemente introducido por la intervención anterior. El otro objetivo de esta parte del discurso, la captatio benevolentiae, se alcanza por la vía de la más radical brevedad. La narratio, en cambio, muestra la más ortodoxa composición, con el adelanto del argumento fundamental del discurso y alguna digresión apoyada en argumentos de autoridad. La argumentatio es, sin duda, la parte más afectada por la especial naturaleza del discurso de Antonio, como réplica al anterior. Por ello es posible señalar una partitio prácticamente idéntica a la desarrollada por Aurelio, pero invirtiendo los argumentos, para presentarlos como refutatio de los utilizados por su oponente. El número y el orden de los temas de los argumentos son casi perfectamente iguales, y totalmente opuestos el tratamiento y la resolución de los mismos. Finalmente, la peroratio se presenta con sus partes claramente marcadas: recapitulatio, refutatio y conquestio:

«Este es el fin del hombre constituydo, no la fama ni otra vanidad alguna, como tú Aurelio dezías, y éste tan alto, que aunque se puede considerar quán excelente será, pues se dará Dios al hombre en su eterna bienvanturança, como antes dezía: sin que ya tengamos más que dezir dél, aviéndolo ensalçado Dios para tanta grandeza. Tú Dinarco verás agora lo que te conviene juzgar del hombre, conforme a la grande estima, que Dios ha hecho dél».


(pp. 116-117)                


El modelo forense se ha convertido en un modelo oratorio, cuyo desdoblamiento y repetición destaca su orden retórico, su carácter canónico y su adecuación al paradigma clásico, al que la lengua castellana se adapta sin problemas, demostrando su dignidad, como uno de los elementos definitorios del debatido problema de la dignidad del hombre, de la que un parlamento presenta la tesis y otro la antítesis.




Estructura dialéctica

Entendido el concepto en sentido filosófico, la dimensión dialéctica se articula como un proceso que organiza el contenido tratado en la obra, pero sin proporcionar directamente modelos formales para la imitación. Lo que hace es determinar, según su necesidad interna, las características de dichos modelos y el esquema sobre el que se ha de moldear formalmente el diálogo27. Así pues, este esquema no resulta directamente actuante en los discursos de Aurelio y Antonio, pero sí se perfila en el preámbulo, donde se enuncian y se articulan las bases de este proceso, cuyo resultado será la ordenación posterior del diálogo.

Una concepción más dogmática del problema, matizada por un componente más o menos dramático, habría ofrecido sin duda un modelo de raíz platónica o desarrollo lucianesco, posiblemente imitado directamente de Erasmo, su adaptador renacentista, tal como hiciera Alfonso de Valdés. Pero Oliva selecciona para el Diálogo de la dignidad del hombre una organización de naturaleza diferente, que corresponde a su visión dialéctica del problema. Se parte de la presentación del problema básico como un proceso, identificado simbólicamente con la salida de la ciudad, que parece corresponder con un proceso de ascesis según el modelo clásico. El «menosprecio de corte y alabanza de aldea» constituye ya un tópico plenamente adaptado a la nueva época, y junto a él el beatus ille horaciano continúa manteniendo toda su vigencia, por lo que esa salida del mundanal ruido ha de ser el primer paso necesario en el proceso de superación. La ascesis se intensifica con la renuncia a los deleites sensoriales ofrecidos por la naturaleza, superando el puro nivel estético que parece alimentar el ideal bucólico: «Porque según tú eres sabio y de más altos pensamientos, bien sé que essas cosas sensuales, ni las amas, ni las procuras», afirma Aurelio (p. 76). La trascendencia de la contemplación aparencial de la naturaleza, para encontrar la verdadera esencia de la realidad, constituye el acceso a la sabiduría perseguida por Antonio. Este proceso, que se corresponde con un desarrollo vital, se produce con dificultades, a la manera de una batalla, metáfora paulina que aparece repetidamente a lo largo del Diálogo como imagen de la vida.

La unión de los conceptos de «proceso» y «batalla», es decir, la evolución con oposición, desemboca inmediatamente en la interpretación dialéctica, en la que el proyecto de acceso a la sabiduría representa la tesis, mientras que las dificultades impuestas por la vida suponen la antítesis. Tras este primer planteamiento, los contenidos enunciados como tesis y antítesis se reducen, hasta precisar claramente sus límites y ofrecer conceptos más operativos. La tesis se concreta en la idea de la soledad, causa primera de la salida de Antonio y, como motivo, germen inicial del diálogo. La paradoja sólo lo es en apariencia, pues ya desde su elogio de la soledad Antonio ofrece de la misma una visión claramente dialéctica, en la que el valor de la soledad está en muy estrecha relación con la vida cotidiana. La soledad no es concebida en ningún momento como un valor absoluto, como una situación definitiva, sino que se pone en función de un elemento diferente, que constituye su polo más opuesto, su antítesis: la soledad es la que permite al hombre, tras el tráfago, «tornar entero a la batalla» (p. 76). El ideal de Antonio se concibe según este delicado juego de equilibrios que denominamos dialéctica, en la que ninguno de sus elementos se justifica por sí mismo ni constituye un ideal positivo, sino que han de complementarse mutuamente para tener este valor.

Obedeciendo a este planteamiento es como Antonio acepta reproducir su esquema dialéctico ante la llegada de Aurelio, abandonando resueltamente la soledad inicial a la que él se dirigía y que queda presentada como tesis, para trabar conversación con su acompañante, lo que equivale a reproducir la antitética contienda de la que huía hacia la soledad, pero a la que ha de volver necesariamente, como en una imagen del humanista, situado en el doble compromiso de la búsqueda de la sabiduría y la propia perfección y de la dimensión social que le empuja a poner sus logros al servicio de la comunidad. A pesar de todas sus formuladas nostalgias de la vida retirada, la verdadera naturaleza del hombre renacentista es la civilidad, de la que los cargos públicos de los humanistas y sus desbordantes epistolarios no representan más que una de las fachadas más brillantes28. Por esta razón, aunque Aurelio y Antonio debatan sobre la soledad, lo hacen mediante el diálogo, y, aunque escogen el marco bucólico, no pueden evitar reproducir en él las formas de la ciudad. En resumen, la tensión dialéctica generada en estos primeros pasajes no hace más que enmarcar la situación, presentando uno de los problemas esenciales de la época. Con ello el Diálogo de la dignidad del hombre queda dotado de un punto de partida de precisas coordenadas, que lo integran en su momento y que enfocan el tema central desde una perspectiva de vigencia, permitiéndole superar la mera reiteración del tópico al enfrentar el tema del hombre (la «nueva visión del hombre» que consagrara Burckhardt29), tema clave del Renacimiento, desde un planteamiento plenamente renacentista.

Tras su sentido más directo e inmediato, el Diálogo de la dignidad del hombre encubre una verdadera «contienda de antiguos y modernos»30. No son sólo dos opiniones sobre un tema concreto, sino que la querella es la de dos universos mentales contrapuestos, las dos maneras de entender la realidad que, desde su concepción de la naturaleza del hombre, pugnan por mantenerse frente a la novedad o por imponerse sobre los modelos pretéritos. En torno a la simbólica fuente del bosque lo que se enfrenta en realidad es el viejo mundo medieval con el nuevo cosmos renacentista. Pero ya, como deja entrever el preámbulo, se trata de un mundo medieval en retirada ante la pujanza de los nuevos modos. Como afirma Antonio, «sobre el hombre es nuestra contienda» (p. 78), desplazando el antropocentrismo renacentista al teocentrismo medieval. La recuperación por los humanistas del tema clásico de la dignitas hominis vino a oponerse, al tiempo que lo reavivaba, al tema paralelo de raíz cristiana y medieval de la miseria hominis. No obstante, el cambio de perspectiva es decisivo. El debate sobre el hombre es una formulación renacentista, ya que las obras medievales que se acercaban al tema no lo hacían desde la perspectiva del hombre, sino desde la del alma, desde la de Dios o desde la del mundo31.

En el Diálogo de Oliva la diferencia aparece superada por la imposición de la perspectiva renacentista, lo que, en principio, contribuye a colocar en desventaja la postura defendida por Aurelio, quien, al aceptar el tema del hombre, de alguna manera comienza admitiendo su importancia, lo que se traduce en mayor dificultad para mostrar las debilidades de la naturaleza humana. En su análisis Aurelio parte de planteamientos básicamente medievales y sólo desarrolla los esquemas correspondientes, con la natural desventaja de enfrentar un tema renacentista con modelos mentales pertenecientes a la época pasada.

Adoptando una perspectiva trascendentalista, Aurelio presenta toda forma de existencia inexorablemente condicionada por una esencia negativa: «nunca he visto cosa -afirma- por do tuviese esperança, que puede venir el hombre a algún estado, donde no le fuera mejor no ser nacido» (p. 77)32. Y, para demostrarlo, su discurso sigue el esquema escolástico de recorrer pormenorizadamente todos los estados y estadios de la vida humana, para señalar en ellos la imposibilidad del hombre para superar su adversa naturaleza. A pesar de las raíces cristianas de su menosprecio del hombre, de herencia medieval, el pensamiento defendido por Aurelio supone un determinismo fatalista, más propio de la época ante gratia, es decir, de la gentilidad33, que del cristianismo surgido de la Redención. Antonio, por el contrario, incorpora a una concepción religiosa, en la que el hombre encuentra en Dios su justificación última según la doctrina cristiana, la modernidad de un pensamiento renacentista, teñido de una incipiente forma de existencialismo. La grandeza del hombre se encuentra en el hecho de que es hijo de Dios y hecho a su imagen y semejanza, pero también en su libre albedrío y en la posibilidad de forjar su propia naturaleza, esto es, el hombre no depende de una esencia determinada, sino que debe forjarse en su propia existencia.

La confrontación dialéctica de los dos personajes responde, por consiguiente, a los planteamientos conflictivos desarrollados en el preámbulo en torno a la sabiduría y la necesaria soledad o la dimensión social. La superación de este conflicto, desarrollado en cauce de diálogo, sólo puede provenir del silencio, como síntesis de una dialéctica irreconciliable. El silencio se proclama en diferentes ocasiones a lo largo del diálogo como el mayor bien: con la salida de Antonio de la ciudad, con su búsqueda de la soledad, con la reiterada negativa de los personajes a entablar debate con motivo de las alabanzas mutuas y, sobre todo, con la intervención final de Dinarco. Ya en el preámbulo éste había sido presentado en una síntesis, con la fuente, del alma y del cuerpo, como se recoge en una cita anterior. Como la fuente acoge el diálogo, Dinarco lo rige y culmina, situando su intervención al final del mismo, para poner su sabiduría como síntesis de lo desarrollado y del proceso dialéctico de búsqueda de la verdad. Y su respuesta vuelve a ser el silencio, pero ya no el silencio con el que Antonio abría la obra, sino el que surge de la confrontación, como tesis y antítesis, de las posturas de los dos personajes, un silencio hecho de positiva indefinición.

La síntesis, de acuerdo con ciertos principios de la filosofía hermética34 que los interlocutores utilizan en sus argumentaciones, tiene un carácter unitivo, como la naturaleza del hombre. No procede por negación, sino por confluencia, y se expresa en el silencio, en la renuncia al discurso cerrado, para evitar la definición reductora y exclusivista y optar por una forma inacabada, abierta al proceso dialéctico, como se presenta la propia naturaleza humana desde una perspectiva humanista de libertad y capacidad de realización. Con la forma antidogmática que resulta de la falta de explicitación en el juicio de Dinarco Pérez de Oliva expresa la conciencia de un momento de crisis, en el que la irrupción de las ideas nuevas no ha conseguido desplazar aún los modelos pretéritos, permaneciendo elementos del mundo anterior en los nuevos esquemas de pensamiento, conviviendo ambos en una pugna que aún tardará en encontrar solución.

La intervención final de Dinarco representa la posibilidad de la síntesis de todas las dicotomías expuestas y desarrolladas en diálogo según el esquema de tesis y antítesis. Es por ello que los discursos de los dos personajes se ordenan en un paralelismo perfecto. Ante las dos opciones el silencio de Dinarco mantiene abierto el proceso dialéctico, que adquiere una resonancia especial con la disposición de la peculiar estructura de la obra y la profundidad que la misma adquiere con la combinación de los distintos niveles estructurales y formales señalados. Todos ellos se suman en el Diálogo de la dignidad del hombre para distanciarlo de una imagen plana, siendo básico el recurso del juego combinatorio o de confluencia de estructuras, que caracteriza a muchos diálogos renacentistas35.

El género del diálogo en estas décadas iniciales del siglo XVI se presenta, pues, en su realización por Oliva no sólo como un género abierto, sino como una modalidad textual establecida sobre una serie de estructuras superpuestas, en confluencia integradora. Esta diversidad de modelos estructurantes, en lugar de contraponerse o neutralizarse entre sí, se suplementan y enriquecen mutuamente, para reforzar el carácter del diálogo como género marcado por la flexibilidad, la diversidad y la apertura. Esto es, en síntesis, lo que lo convierte, al tiempo, en el crisol de formas y modos característicos de la literatura humanista y del Renacimiento36, en el cauce para la expresión de un sentimiento de crisis ante un mundo en transformación37 y en el marco idóneo para que se operen en él las más importantes facetas de la evolución de los mecanismos narrativos hasta la configuración del género novelístico38. Con el hito del Lazarillo, el camino hasta la creación cervantina se construye, en el espacio del diálogo, sobre el esquema estructural de confluencia de modelos, del que el Diálogo de la dignidad del hombre, con su síntesis de paradigmas estructurales, representa un cumplido ejemplo, un tanto primitivo y alejado de las metas finales, pero no por ello menos sintomático de ciertos aspectos del camino que habría de recorrerse en unas pocas décadas.







 
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