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ArribaAbajoCONSENTIMIENTO Y EXTRACCIÓN DE ÓRGANOS

Rodolfo Vázquez269


El problema del trasplante de órganos constituye, sin lugar a dudas, uno de los llamados tema-frontera en el que se dan cita tanto los análisis éticos como los jurídicos, y también los económicos, como se puede apreciar en el minucioso y lúcido artículo de Ernesto Garzón Valdés: «Algunas consideraciones éticas sobre el trasplante de órganos». Con el ánimo de continuar la discusión iniciada hace algún tiempo en aquella «fortaleza» de la razón, el trabajo y el arte que fue, durante muchos años, la casa de la Hohenzollerntrasse, quiero agregar ahora algunos comentarios al texto de Garzón poniendo énfasis en la importancia del régimen de consentimientos necesarios para la extracción de órganos en el marco de la legislación mexicana vigente sobre la materia. Con este fin, dividiré el escrito en dos partes que no requieren de mayor justificación:

  1. Consentimiento para la extracción de órganos in vita
  2. Consentimiento para la extracción de órganos post mortem

Reservaré para el final un breve comentario sobre el problema de la no gratuidad en el suministro de los órganos.

I

Con respecto al consentimiento para la extracción de órganos en vida del donante estoy de acuerdo con Garzón Valdés en que es moralmente   —192→   justificable el caso l (el abastecedor en vida voluntario) y es injustificable el caso 3 (el abastecedor en vida obligado).

En concreto, para el caso 1, el consentimiento debe reunir cuatro características:

  1. Debe ser personalísimo, es decir, no puede ser otorgado por nadie en nombre de otro
  2. Requiere de la más plena deliberación, de la más completa información y de la libertad más absoluta
  3. Debe ser rigurosamente formal
  4. Es un consentimiento no necesariamente eficaz270

Las tres primeras características excluyen lo que en términos de Garzón llamaríamos un «incompetente básico»271. A este respecto, la Ley vigente en México que reglamenta el derecho a la protección de la salud en los términos del art. 4º constitucional, invalida el consentimiento otorgado por: menores de edad, incapaces, y personas que por cualquier circunstancia no puedan expresar el consentimiento libremente272. La Ley es aún más explícita cuando señala que el disponente originario deberá: tener más de dieciocho años de edad y menos de sesenta; contar con dictamen médico actualizado y favorable sobre su estado de salud, incluyendo el aspecto psiquiátrico; tener compatibilidad con el receptor, de conformidad con las pruebas médicas practicadas; haber recibido información completa sobre los riesgos de la operación y las consecuencias de la extirpación del órgano, en su caso, así como las probabilidades de éxito para el receptor; y, haber expresado su voluntad por escrito, libre de coacción física o moral, otorgadas ante dos testigos idóneos o ante un notario273.

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Como se puede apreciar, la ley pone el acento en el consentimiento -libre de toda causa que lo pudiera convertir en involuntario- con el fin de legitimar una acción lesiva a la misma integridad física del donante274.

Un caso que ilustra la importancia del consentimiento en el contexto de un conflicto de normas es el que dio lugar en 1981, en Argentina, al fallo de la Corte Suprema de Justicia en el caso «Saguir y Dib»275. Se trataba de la necesidad de una menor deficiente renal de obtener un trasplante de riñón, luego del fracaso del que se había hecho con un órgano de su madre; su vida corría serio peligro, de acuerdo con el dictamen médico. La única persona que podía ceder uno de sus riñones era su hermana y la extracción no representaba un riesgo grave para su salud. El problema residía en que a la potencial dadora le faltaban dos meses para cumplir dieciocho años y, al igual que en México, la ley argentina limita la posibilidad de consentimiento a las personas capaces mayores de dieciocho años. La menor consentía y los padres perseguían la autorización judicial para proceder al trasplante. Se falló en contra en primera y en segunda instancia con la clara intención de proteger a la menor de dieciocho años y porque exceptuar la edad atentaría contra la observancia estricta de los jueces a una disposición legal, esencial a un Estado de derecho. La Corte, sin embargo, dio una opinión diferente y autorizó el trasplante.

Uno de los argumentos relevantes que la Corte alegó fue que, dado que estaba en juego el derecho a la vida de un individuo, que debía prevalecer en un balance de bienes frente al de la integridad corporal, la ley debía ser interpretada de acuerdo con su ratio y los principios generales del derecho, haciendo prevalecer en su interpretación imperativos constitucionales como el de afianzar la justicia. Si aquí hubiera concluido la argumentación, de tintes claramente utilitaristas como advierte Nino, se hubiera puesto en serio peligro el derecho a la integridad física del donante, necesaria para su identidad personal, en aras de la maximización   —194→   del bienestar del receptor actual. Pero es aquí, precisamente, continúa Nino, donde el consentimiento del donante es relevante para compensar la lesión a su integridad física a través de un acto de voluntad que permite restablecer el equilibrio entre la continuidad psíquica y física siempre que tal lesión no pusiera en serio peligro su vida. Si así fuera, el consentimiento no bastaría para que alguien sea suprimido como persona moral y excluido de la comunidad de deliberación colectiva en una sociedad democrática276.

El problema, entonces, fue determinar hasta qué punto hubo un consentimiento válido aun cuando no se alcanzara el límite de los dieciocho años. La Corte dio preferencia a la ratio legis por encima de la aplicación literal del texto legislativo, es decir, dio preferencia a las razones que han llevado a un legislador democrático a exigir cierta condición por encima de la observancia irrestricta de tal condición cuando ella frustra las razones en cuestión. La exigencia de dieciocho años para dar el consentimiento válido se basa en la hipótesis de madurez y discernimiento que puede darse, si así lo demuestran las pericias, en individuos más jóvenes. El peritaje comprobó que tal era el caso de la joven y la Corte autorizó el trasplante.

Pues bien, dadas las circunstancias señaladas más arriba, que permiten excluir a los incompetentes básicos para la donación de órganos, tiene razón Garzón en invalidar el argumento paternalista ya que si estamos en presencia de un competente básico, con madurez y discernimiento, éste puede preferir correr el riesgo de un daño seguro o altamente probable en aras de su propio bienestar o de un tercero. En efecto, para Garzón, una medida paternalista está éticamente justificada si se reúnen dos condiciones: 1. el destinatario de la medida paternalista es un incompetente básico (empírica) y 2. la medida paternalista tiene por objeto evitar un daño a su destinatario y no se realiza con intención de manipularlo (normativa). Ambas, condiciones necesarias, y en su conjunción, suficientes277.

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Si bien me parece inobjetable esta concepción garzoniana de paternalismo, creo que el problema que sigue en pie es el de determinar el grado de riesgo que se debe permitir. Sobre este punto, y a la luz del caso mencionado anteriormente, me inclino a pensar que el paternalismo jurídico es injustificable cuando el riesgo es aceptable pero sí se justifica cuando la vida del donante corre peligro o su salud puede deteriorarse gravemente. A este respecto, me parece acertada la ley cuando permite el trasplante de órganos siempre que represente un riesgo aceptable para la salud y la vida del disponente originario (L.G.S. art. 321). Quizás, podría ser más específica en cuanto al significado de «riesgo aceptable». La ley argentina, por ejemplo, dispone que la ablación de órganos se autorice siempre que no implique riesgo razonable previsible de muerte o incapacidad total y permanente del dador278.

Algo muy distinto sucede cuando el daño no recae sobre el mismo sujeto sino sobre un tercero. Así, por ejemplo, la ley dispone que el consentimiento de la mujer embarazada sólo será admisible para la toma de tejidos con fines terapéuticos (prohíbe, implícitamente, la extracción de órganos) si el receptor correspondiente estuviere en peligro de muerte, y siempre que no implique riesgos para la salud de la mujer o del producto de la concepción (L.G.S. art. 327). Esta intervención coactiva está plenamente justificada porque lo que se intenta no es evitar únicamente un daño directo a la madre sino sobre todo a un tercero, el producto de la concepción que, por cierto, resulta ser un incompetente básico.

Cuando el daño a terceros no está claramente determinado o no se muestra con evidencia el nexo causal entre la acción y el resultado pueden darse situaciones injustificadas como la que la misma ley contempla cuando dispone que las personas privadas de libertad puedan otorgar el consentimiento para la utilización de sus órganos y tejidos con fines terapéuticos, solamente cuando el receptor sea cónyuge, concubinario, concubina o familiar del disponente originario de que se trate (L.G.S. art. 328). ¿Qué daño quiso prevenir el legislador con esta limitación de los destinatarios cuando los órganos y tejidos provienen, digamos, de un presidiario? No alcanzo a percibir una razón fuerte que impida al presidiario donar sus órganos a un receptor anónimo con fines   —196→   terapéuticos o, incluso, con fines científicos. Al parecer, en Filipinas, un reo donó uno de sus riñones a cambio de su libertad. Independiente de lo sofisticada que resulta esta forma de negociación, si la intención del legislador es evitar transacciones ilícitas de órganos, bastaría con una disposición general que las prohibiera sin necesidad de privar a un receptor potencial anónimo del beneficio de los órganos de un presidiario generoso.

El argumento del abastecedor arrepentido nos lleva a la cuarta de las características del consentimiento mencionadas al principio. Es un consentimiento no necesariamente eficaz, es decir, la decisión del donante es siempre revocable y sin responsabilidad de su parte (L.G.S. art. 324). Esto significa, entre otras cosas, que aun cumplidos todos los requisitos formales que exige la ley, la forma no constituye una razón fuerte para la eficacia del acto. La legislación mexicana no establece un plazo específico entre la firma del documento de cesión y la extracción del órgano a diferencia de la española, por ejemplo, que establece un plazo de veinticuatro horas. En cualquier caso, sea con plazo abierto o cerrado, el propósito es introducir un periodo de reflexión que garantice la absoluta libertad del donante.

El caso 3, que contempla la posibilidad de un trasplante compulsivo de órganos no renovables, aun cumpliendo con las cinco condiciones de Rakowski, que cita Garzón Valdés, y con la cláusula cautelar, no es justificable éticamente. Dos de las razones aducidas por Garzón me parecen convincentes. En primer lugar, extraer los órganos de una persona sin su consentimiento para beneficiar a otra atentaría contra el principio de autonomía; y en segundo lugar, partir del supuesto de que los órganos no renovables son recursos equiparables a los bienes que no forman parte del cuerpo humano y que pertenecen a la categoría de los recursos sociales, atentaría contra la integridad física del individuo. Sin embargo, Garzón descarta el argumento de la alteración de la identidad en contra de la extracción forzada porque «puede ser que la persona siga siendo la misma en el sentido de que su identidad no es alterada por la extracción de un riñón». Tengo serias dudas de que no se afecte la identidad de una persona, lesionando su integridad física, ante la expectativa, por ejemplo, de vivir en el futuro con un solo riñón o con un solo pulmón. Creo que en este punto, Garzón se ha inclinado excesivamente por la caracterización de la identidad del sujeto a partir de sus componentes   —197→   mentales prescindiendo, parcialmente, de su continuidad corporal. El argumento es inválido no porque no se altere la identidad de la persona sino porque, de nueva cuenta, la extracción del órgano no supone un riesgo previsible de muerte o incapacidad total y permanente del dador.

II

Muerto el disponente desaparece el obstáculo de la integridad física. Se abren dos posibilidades: la exigencia de un consentimiento positivo, o bien, la presunción de consentimiento que, por otra parte, no excluye la declaración positiva de la voluntad de donar. En una o en otra situación nos movemos en el caso 5 (el abastecedor difunto voluntario) porque es claro que la presunción de consentimiento debe distinguirse del no consentimiento que especifica al caso 7 (el abastecedor difunto obligado).

La tendencia actual, como señala Garzón, dada la importancia de los órganos y tejidos humanos y su notable escasez, apunta hacia la presunción de consentimiento más que al consentimiento positivo. Esta tendencia no sólo se justifica por su carácter más solidario y realista dado el dato cierto de la infrecuencia de la positiva voluntad de donar y de contar con la documentación auténtica de la misma sino también, como resulta paradójico a simple vista, por un mayor respeto a la autonomía del donante. En efecto, lejos de colocar la autonomía del donante como única instancia con capacidad decisoria, las legislaciones que privilegian el consentimiento positivo, como sucede con la mexicana, suplen injustificadamente su decisión, para algunos casos, por la de los disponentes secundarios (L.G.S. art. 325). La ley entiende por éstos: I. El cónyuge, el concubinario, la concubina, los ascendientes, descendientes y los parientes colaterales hasta el segundo grado; II. A falta de los anteriores, la autoridad sanitaria y III. Los demás a quienes esta ley y otras disposiciones generales aplicables les confieran tal carácter (L.G.S. art. 316). Como se puede apreciar, de no mediar un consentimiento positivo y, por supuesto, sin existir un no consentimiento, la voluntad del fallecido queda totalmente relegada. Desde mi punto de vista, esta situación se subsana con la presunción de consentimiento.

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Ahora bien, pienso que la adopción de la presunción de consentimiento resulta relevante cuando se introduce una tercera variable a las dos ya consideradas por Garzón para su tipología y que arroja un poco de luz para resolver otras posibles situaciones conflictivas. Me refiero a la consideración de los fines para la extracción de órganos. Estos fines pueden ser de dos tipos: terapéutico y científico. El primero, a su vez, puede ser inmediato (salvar la vida del receptor) o mediato (crear un banco de órganos para salvar la vida de futuros receptores); el segundo, por su parte, puede ser con propósitos de docencia o de investigación aunque esta última distinción no es ahora relevante279.

Pienso que la presunción de consentimiento se justifica plenamente cuando el fin es terapéutico inmediato. La razón me parece obvia: el valor de la vida del receptor debe prevalecer sobre el consentimiento o la autorización de los disponentes secundarios. Aquí la ley resulta incoherente cuando dispone que para los casos en que se necesita practicar necropsia no se requiere de autorización o de consentimiento (L.G.S. art. 325). Si el valor de la justicia penal prevalece en este caso sobre el consentimiento, a fortiori, no se debería requerir de éste cuando se trata de la vida del receptor.

En el caso de que el motivo sea terapéutico mediato tengo dudas pero me inclino a pensar que dada la gran escasez de órganos tampoco se requeriría del consentimiento o de la autorización de los disponentes secundarios. En ambos casos, las autoridades deben limitarse a informar de los hechos y tomar las medidas necesarias para que el cadáver se entregue a los familiares sin desfiguración.

Únicamente si el motivo es científico pienso que se justifica el consentimiento de los familiares. La llamada pietas familiar que fundamenta el derecho de los familiares al cuidado y a la custodia del cadáver debe prevalecer, en estos casos, sobre los motivos científicos. En esta situación no está demás recordar que tratándose de cadáveres de desconocidos y no reclamados, la ley permite que se puedan destinar para propósitos científicos (L.G.S. art. 346 y 347).

El caso 7 (el abastecedor difunto obligado) se plantea con la variable del no consentimiento del disponente o, incluso, contra su voluntad. Pienso que de nueva cuenta deben distinguirse aquí los fines.

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Si se trata de fines terapéuticos inmediatos nos hallamos en presencia de lo que se conoce como un estado de necesidad. La doctrina en este punto se divide ya que para algunos autores el estado de necesidad sólo suple el no consentimiento del disponente pero de ninguna manera puede ir en contra de su voluntad cuando ésta se manifiesta en sentido negativo. Para otros, en cambio, el estado de necesidad puede hacerse valer aun en contra de la voluntad del disponerte. Me inclino a pensar que en el conflicto que se suscita entre las exigencias de la vida y la salud, por una parte, y la incolumidad del cadáver, por la otra, se justifica plenamente el auxilio necesario si se trata de un trasplante por motivos terapéuticos inmediatos. En otros términos, no parece justificable, para estos casos, supeditar la virtualidad del estado de necesidad a la voluntad del donante fallecido; mucho menos a la voluntad de los herederos del cadáver. En cambio, si los motivos son terapéuticos mediatos o científicos desaparece el estado de necesidad y debe prevalecer la autonomía del donante fallecido.

Por último, un breve comentario con respecto a los casos 2, 4, 6 y 8, señalados por Garzón, que introducen la variable de la no gratuidad.

Sin duda, existen buenas razones para no justificarlos y la ley es muy categórica en este punto: La disposición de órganos y tejidos para fines terapéuticos será a título gratuito (R.L.G.S. art. 21) y se prohíbe el comercio de órganos o tejidos desprendidos o seccionados por intervención quirúrgica, accidente o hecho ilícito (R.L.G.S. art. 22).

Sin embargo, pienso que rechazar la comercialización y la compensación pecuniaria que conlleva, no excluye otras formas de compensación. Y no me refiero al hecho de que el donante o los familiares no deban incurrir en los gastos del trasplante, ni al hecho de que por razones de liberalidad del destinatario se compense al donante o a los familiares. La ley no puede prohibir actos de liberalidad. Me refiero, más bien, al hecho de que entre la acción supererogatoria y la acción egoísta cabe un altruismo limitado que se justifica precisamente por el principio al que aludió Garzón: el de reciprocidad.

El esquema del club que sugieren Kliemt y Garzón es una forma de compensación, diría incluso que es un sistema de seguro si pensamos,   —200→   además, en los beneficios que puede reportar a los herederos. La misma posición privilegiada de los miembros ya es una forma de compensación. La Ley no contempla esta situación y me temo que en la voluntad del legislador, al disponer el carácter gratuito para la disposición de órganos y tejidos, se manifiesta un rechazo a toda forma posible de compensación. Pienso que la propuesta resulta sumamente sugestiva y sería partidario de comenzar a profundizar en sus implicaciones y buscar los mecanismos jurídicos adecuados para su implementación sin olvidar la sensata recomendación de Garzón de una "cuidadosa casuística" en la adjudicación de órganos.





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ArribaAbajoNOTAS

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ArribaAbajoBOBBIO Y HOBBES280

Michelangelo Bovero281


1. «Fuera del Estado es el dominio de las pasiones, la guerra, el miedo, la pobreza, la crueldad, la soledad, la barbarie, la ignorancia, el salvajismo; en el Estado, reina la razón, la paz, la seguridad, la riqueza, la belleza, la sociabilidad, la elegancia, las ciencias, la benevolencia».

Este célebre fragmento tomado del capítulo X del De Cive, está entre los que más se citan en los escritos hobbesianos de Bobbio, y ha sido leído y comentado casi todas las veces que Bobbio ha tocado a Hobbes en sus lecciones. Es un fragmento que podemos considerar verdaderamente ejemplar bajo un doble aspecto: de un lado, de acuerdo con el contenido, porque ilustra de manera muy clara el núcleo de la teoría política hobbesiana, o mejor dicho, ilustra cuál es este núcleo en la interpretación de Bobbio; de otro, de acuerdo con la forma, porque revela de manera paradigmática el modo en que pensaba Hobbes, y precisamente por esto permite quizá reconocer, mejor que otros fragmentos incluidos en las   —204→   páginas bobbianas, las afinidades entre el pensamiento de Hobbes y el de Bobbio en la manera de conducir el razonamiento. En efecto, quiero sugerir que la inspiración hobbesiana del pensamiento de Bobbio, o si se quiere la influencia de Hobbes sobre Bobbio, es bastante conocida, pero se refiere más bien a la forma que al contenido.

Por lo que hace al contenido, el núcleo de la teoría política de Hobbes, Bobbio no se cansa de insistir en que debe buscarse en el tema de la unidad del Estado, cuyo concepto fue construido por Hobbes mediante la contraposición sistemática bajo las características negativas de la anarquía natural ubicadas sobre todo en el principal ejemplo histórico de estado de naturaleza, la guerra civil. Si en la reconstrucción de la lección de un clásico conviene no perder de vista su preocupación fundamental, no hay duda de que, con las palabras de Bobbio, «lo que impulsó a Hobbes a dedicarse al estudio de la política es la aversión a las doctrinas, y el miedo a los movimientos que provocan, la disgregación del Estado». La idea que Hobbes «persiguió toda su vida -continúa Bobbio- fue que la única vía abierta al hombre para salir de la anarquía natural, o sea, dependiente de la naturaleza, y para establecer la paz, prescrita por la primera Ley de naturaleza (cada hombre debe buscar la paz), es la institución artificial de un poder común, vale decir, el Estado».

2. Al tener presente este núcleo central, la interpretación bobbiana aparece lejana tanto de las apreciaciones que han visto en Hobbes al precursor del Estado totalitario como de las consideraciones que han reconocido en su teoría un antecedente de la doctrina liberal. Y es también completamente extraña, me parece, a una corriente interpretativa que recientemente ha encontrado aceptación, es decir, la corriente que da especial relevancia a las partes religiosas de las obras políticas de Hobbes, y que trata de descubrir en las páginas del príncipe de los racionalistas significados místicos y proféticos. En el panorama de la crítica hobbesiana contemporánea la lectura de Bobbio debe ser ubicada en el lado opuesto, junto a la corriente anglo-americana de tipo analítica que en esta última década ha desarrollado programas de investigación claramente neohobbesianos (como los de David Gauthier, Jean Hampton y Gregory Kauka), proponiéndose el objetivo de reconstruir, desarrollar y corregir la teoría hobbesiana a la luz de la teoría de juegos y de las decisiones racionales. Sin embargo, lo que distingue a la interpretación   —205→   de Bobbio de estas corrientes -que resaltan el «juego» del conflicto natural y del contrato social, o sea, el problema de la salida del estado de naturaleza considerado por lo demás como un problema de interacción estratégica, de conformidad con el esquema del famoso «dilema del prisionero»- es el hecho de que por esta vía no siempre se logra tomar en cuenta el objetivo político propiamente hobbesiano que es el de la potencia del Estado. A la interpretación místico-decisionista que priva al proyecto teórico hobbesiano de su fundamento racional, parece contraponerse una interpretación que lo priva de su fin de potencia: allá un Leviatán sin razón, aquí un Leviatán sin espada.

Bobbio, en cambio, pone en evidencia la manera en que Hobbes, utilizando el método racional y conceptos y argumentos semejantes a los de los innovadores antiabsolutistas -la ley de naturaleza, el pacto social- alcanza un resultado autoritario semejante al de los conservadores, y la forma en que el itinerario conceptual hobbesiano, con dificultades y contradicciones parciales frecuentemente exageradas por los intérpretes, puede, a pesar de todo, ser reconstruido en un diseño teórico sustancialmente coherente y de gran eficacia.

El significado de la teoría hobbesiana fue sintetizado por Bobbio con estas palabras: «El pensamiento político de todos los tiempos está dominado por dos grandes antítesis: opresión-libertad, anarquía-orden. Hobbes pertenece definitivamente al grupo cuyo pensamiento político se ubica en la segunda antítesis». Debe señalarse que el pensamiento de Bobbio, por contra, en todos sus aspectos, incluso el de la relación con los clásicos, se inspira más bien en la primera antítesis. De esto se puede encontrar una confirmación en la evaluación general que Bobbio propone de la misma filosofía política de Hobbes, por ejemplo, allí donde afirma que «obsesionado por el problema de la unidad del poder en una época de luchas lacerantes, no reconoció la eficacia a veces benéfica del contraste. Vio en todo conflicto incluso ideal una causa de disolución y de muerte, en el disenso más pequeño un germen de discordia... No admitió otra alternativa a la anarquía más que la autoridad del soberano, a la situación de división permanente más que un poder monolítico e indivisible». Y más adelante: «Como todos los realistas, a fuerza de incluirse entre quienes intercambian sus deseos con la realidad, también Hobbes terminó como Hegel por intercambiar la realidad más cruel por lo que en ella hay de deseable».

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¿Dónde está, pues, la raíz de la fascinación que Hobbes ejerció siempre sobre Bobbio, o si se quiere, de la influencia hobbesiana sobre su pensamiento? Como he señalado anteriormente, esa influencia debe ser buscada más bien en la forma que en el contenido.

3. Regresemos por un momento al fragmento de Hobbes que cité al inicio. En su estructura formal está constituido por dos series de términos puntualmente contrapuestos: cada término encuentra su negación en el término simétrico de la serie opuesta, y la propia fundación del vínculo de congruencia o de implicación recíproca con los otros términos de la serie a la que pertenece de manera que cada una de las dos series presenta en un cuadro coherente las características esenciales de uno de los dos hemisferios del universo conceptual hobbesiano, el estado de naturaleza y la sociedad civil o política, que juntos forman lo que Bobbio ha llamado la gran dicotomía del modelo hobbesiano.

Al igual que el de Hobbes, el pensamiento de Bobbio es, en sus puntos vitales, dicotómico, con frecuencia explícitamente dilemático en la formulación de los problemas decisivos: libertad-opresión y anarquía-unidad, como vimos, y debe subrayarse que estas dos parejas de opuestos han sido presentadas a su vez como términos de una alternativa dicemática y luego democracia-autocracia, o público-privado, sólo para mencionar las dicotomías más conocidas. Bobbio incluso ha teorizado la importancia metodológica general de la «gran dicotomía» definida como el producto de aquél «proceso de ordenación y de organización del propio campo de investigación» por lo que «toda disciplina tiende a dividir el propio universo de entes en dos subclases que son recíprocamente exclusivas y conjuntamente exhaustivas». A decir verdad, es bastante frecuente encontrar en las páginas de Bobbio, junto a las dicotomías, las tricotomías, de las que por lo demás está diseminado el pensamiento filosófico y político. Recuerdo un par de ocasiones en las que se discutió, en tono semiserio, la validez respectiva, y la alternancia en la historia del pensamiento, de la regla de dos y de la regla de tres. Contemplando los escritos de Bobbio, quizás se podría decir, con cierto esfuerzo, que mientras la estructura dicotómica es usada más bien en la definición de conceptos y en la formulación de problemas, la tricotómica es usada más bien en la ordenación del discurso y en la disposición de la materia. Pero es fácil observar que lo mismo encontramos en Hobbes:   —207→   baste pensar en las tres partes del sistema filosófico o en las tres partes del último apartado, el De Cive.

En todo caso parece que es válido tanto para Bobbio como para Hobbes la regla negativa de que entia non sunt multiplicanda (los entes no deben ser multiplicados): cuando las articulaciones esenciales del razonamiento son más de tres se escapa la claridad. Por lo que hace a la afinidad entre Bobbio y Hobbes en cuanto a la claridad no hay necesidad de gastar muchas palabras: ella deriva de la vocación racionalista por la sobriedad del lenguaje, y por el estilo analítico, de los que se puede decir que Hobbes es el iniciador en el campo de la filosofía política y que Bobbio ha sido, entre nosotros, un defensor muy frecuentemente aislado. Tal vez haya todavía otra afinidad, no sabría decir si solamente formal, que vale la pena subrayar: se trata de la posición realista, así de Hobbes como de Bobbio, que se manifiesta en la inclinación por ver y describir una situación bajo la luz más desfavorable y plantear un problema en los términos más difíciles para encontrar una solución satisfactoria. Como se sabe, el pesimismo de Bobbio se ha vuelto casi proverbial. Así pues, precisamente en el dramatismo extremo de ciertos problemas, Bobbio mira (como ha observado Bonanate) las razones de la actualidad de Hobbes. Pero sobre esto quisiera regresar más adelante.

Para resumir, las afinidades entre Bobbio y Hobbes, o si se desea el hobbesismo de Bobbio me parece que se puede articular en tres puntos (de esta manera ha respetado por lo menos la regla de tres, et salvavi animam meam (y así se salva mi alma): la estructura dicotómica y ditemática del razonamiento, la claridad derivada del rigor analítico y la posición realista frente a los problemas políticos. Pero cabe la pregunta: ¿no hay afinidades sustanciales, influencias hobbesianas en Bobbio que se refieran al contenido de la teoría política? La pregunta es difícil y responderla nos llevaría demasiado lejos. Sin embargo, creo que se podría buscar en dos direcciones. La primera: gran parte de la reflexión política de Bobbio podría ser interpretada como el intento por regresar a su sentido natural antiautoritario los instrumentos conceptuales del modelo iusnaturalista, la doctrina de los derechos naturales y del contrato social; pero sin olvidar que solamente la radical transformación individualista y racionalista introducida por Hobbes permitió enumerar esas doctrinas entre los fundamentos filosóficos de la democracia moderna. La segunda: si la antítesis libertad-opresión, y no aquella hobbesiana   —208→   anarquía-unidad, es en la que se mueve el pensamiento de Bobbio (y por encima de ella, en la mezcla libertad justicia), sin embargo, este filósofo jamás olvidó que el problema de la libertad no puede ser afrontado antes e independientemente del problema elemental, hobbesianamente dramático, de la superación de la anarquía.

4. Los escritos recopilados en este volumen cubren un arco de cincuenta años: el primero aparecido en 1939, es la reseña al famoso libro sobre Hobbes de Carl Schmitt, el último es el artículo publicado en «La Stampa» en 1988 en ocasión del cuarto centenario del nacimiento de Hobbes. No fueron dispuestos bajo un orden cronológico sino sistemático. Al inicio, después de una introducción escrita específicamente para presentar el volumen, se encuentra el ensayo de 1973 sobre El modelo iusnaturalista o sea, sobre el esquema conceptual dicotómico elaborado por Hobbes que después de él se volvió predominante en la filosofía política moderna hasta Hegel. Siguen un amplio ensayo de 1980 que reconstruye todo el sistema de la teoría política de Hobbes y la introducción al De Cive de 1948 que examina una de las versiones dadas por Hobbes a su sistema. Por tanto, se encuentran dos ensayos vinculados entre sí, respectivamente de 1958 y de 1962, que se refieren a la controvertida pertenencia de Hobbes al iusnaturalismo o al iuspositivismo, y un ensayo de 1982 dedicado al no muy frecuentado tema de las sociedades parciales. A manera de conclusión, el artículo para el cuarto centenario. Un breve anexo contiene tres escritos menores (en cuanto a la extensión): la introducción de 1957 a la traducción de un escrito menor de Hobbes, una breve historia de la historiografía hobbesiana y las reseñas a tres libros sobre Hobbes, el primero de los cuales es el ya recordado de Carl Schmitt. (Confieso que si se hubieran podido hacer a un lado las referencias internas entre el IV y el V ensayo, yo hubiera propuesto una arquitectura diferente para los escritos mayores, moviendo al V inmediatamente después del primero, con el objeto de presentar tres grupos de dos ensayos semejantes en la argumentación).

Las premisas y la conclusión llevan a considerar el tema de la actualidad de Hobbes. Frente al drama potencial y real de las relaciones internacionales en la era atómica, al aumento inaudito del peligro para la humanidad del estado de naturaleza entre los estados, Bobbio repropone una renovada validez ideal del modelo hobbesiano para la solución   —209→   de los conflictos mediante la institución de un poder común, en la dirección que Hobbes no recorrió de la extensión del modelo al sistema internacional. No podría decir mayor cosa sobre la practicabilidad de la terapia; pero yo diría que el diagnóstico del mal podría ya no ser redimensionado (como tal vez quisiera mi amigo Bonanate) sino incluso agravado, hasta abarcar los riesgos de la catástrofe ecológica, también ella producto de la miopía humana. Pero al llegar a este punto la actualidad de Hobbes parece entre usarse y confundirse con su inactualidad; me refiero a la inactualidad de su visión mecanicista del mundo. Amplios estratos de la cultura contemporánea tienden a creer, por decirlo así, que tuviese razón Platón, en el sentido de que el mundo sea verdaderamente un único y gran animal y que nuestras máquinas, fruto de la industria crecida hobbesianamente bajo el amparo de la seguridad y de la potencia, sean en realidad tumores malignos que llevan al gran animal a la muerte. Todo el sistema de vida aparece amenazado, la urgencia de cuestiones vitales, o mortales, cuestiones de sobrevivencia, les parecen a muchos tales que pone a la humanidad en estado de emergencia y sin embargo, ¿no era de aquí, de la amenaza de la vida, de donde había partido Hobbes para la construcción del gran Leviatán? Su Leviatán era una máquina ultrapotente creada no sólo para proteger la vida de sus artífices, sino también para permitirles una vida mejor mediante la construcción de otras máquinas. Ahora, que no sólo los vivientes como tales, sino todo el sistema biológico aparece amenazado, ¿no sería necesario construir un Leviatán todavía más potente, capaz de prohibir las máquinas en general, y cualquier artificio, debido a que todo artificio termina por poner en peligro la naturaleza? ¿pero quién defendería a los individuos de semejante Leviatán?

5. Alguna idea para desdramatizar y concluir

Hace algunos meses salió un libro dedicado a Hobbes, o mejor dicho a las interpretaciones de Hobbes, que lleva un título aparentemente bobbiano: me refiero al libro de Giuseppe Sorgi; ¿Qué Hobbes? Fue Salvatore Veca, hace cinco cumpleaños, quien sugirió que el adjetivo «qué» fuese una especie de anzuelo que permite a Bobbio capturar presas de gran tamaño como socialismo, liberalismo y democracia.   —210→   ¿También Hobbes puede ser considerado una presa para el anzuelo «qué»? No creo. Es muy cierto que, de acuerdo con Bobbio, las grandes obras se caracterizan por una cierta ambigüedad, por lo que continuamente son reinterpretadas y soportan una gama más bien amplia de interpretaciones divergentes y plausibles. Así y todo, también es verdad que si un autor fuese constitutivamente ambiguo hasta el corazón de su teoría, o sea, hasta el límite de la incoherencia en los principios, no sería un autor de Bobbio, no sería uno de sus clásicos. En nuestro caso, a pesar de ciertas variaciones de obra a obra, ciertas dificultades y parciales incongruencias, de acuerdo con Bobbio no es verdad que Hobbes sea, como escribe Sorgi, un autor de «muchas almas»: el alma de la teoría de Hobbes es, en la lectura de Bobbio, el modelo, el dispositivo conceptual cuya invención representó algo semejante a un cambio revolucionario de paradigma en la historia de la filosofía política.

En uno de los tantos congresos celebrados el año pasado con motivo del cuarto centenario del nacimiento de Hobbes, un joven y ya conocido estudioso afirmó, literalmente, que «es necesario apresar las contradicciones de Hobbes y hacerlas hablar». Repensando sobre esto creo que no era más que un modo de proponer con una involuntaria -pienso- metáfora policíaca la pregunta «¿Qué Hobbes?» Si este volumen hubiese sido publicado antes, yo hubiese podido responder mostrándole un ejemplar: «Pero cómo preguntas, ¿Qué Hobbes? ¡Thomas Hobbes! el de Bobbio naturalmente».



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ArribaAbajoUNA CONTRIBUCIÓN AL PROBLEMA DE LA CIENTIFICIDAD DEL DERECHO

Luis Raigosa282


Uno de los problemas de más interés en la Teoría y en la Filosofía del Derecho, y por cierto, uno que ha provocado encendidas polémicas, es el que se refiere a la cientificidad del Derecho. Desde el campo de los juristas, para muchos la calidad científica de la actividad que suele denominarse Dogmática Jurídica, Jurisprudencia o Ciencia Jurídica está garantizada; para otros, los menos -quizá sólo unos cuantos-, esa calidad es dudosa. Desde fuera del Derecho, particularmente desde la Filosofía de la Ciencia, y en especial al clasificar los saberes científicos, parece que las opiniones quizá sean proclives a o bien negar esa cientificidad o bien aceptarla, pero ubicando este campo del conocimiento en sitios muy alejados de las denominadas ciencias duras283. No parece, pues, haber una respuesta única a la pregunta sobre la cientificidad jurídica, ni, por lo mismo, las respuestas satisfacen a todos.

Parece también cierto que los juristas no cambiarían sus hábitos de trabajo, sus métodos de desarrollo de sus actividades dogmáticas, o sus objetivos o presupuestos al «hacer jurisprudencia» por el hecho de que todo el mundo finalmente se pusiera de acuerdo acerca de la cientificidad de la Jurisprudencia o de su carencia de cientificidad, o bien de que las cosas se queden como están. Es decir, la respuesta a la pregunta no sería trascendente, pues el «sí» o «no» absoluto y definitivo seguramente dejaría inalteradas las conductas de la comunidad de dogmáticos jurídicos.

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¿Qué sentido tiene, pues, un análisis de este tema, un estudio completo acerca de la actividad científica de los juristas, de la dogmática, tal como se realiza en el libro de Albert Calsamiglia intitulado Introducción a la Ciencia Jurídica? La respuesta, anticipada, a la pregunta es una rotunda afirmación por el sentido de un estudio como el mencionado, por las razones que ofrezco a continuación. De hecho, el título que originalmente llevaba esta Nota sumaba el adjetivo «valiosa» al sustantivo «contribución» -que se ha retirado sólo por razones de edición-, precisamente porque sostengo que el recorrido transitado por el autor para analizar la dogmática jurídica ofrece múltiples aclaraciones sobre la actividad de quienes se dedican profesionalmente a la dogmática jurídica.

Creo que la importancia que verdaderamente tiene el ofrecer una respuesta fundamentada sólidamente a la pregunta mencionada no radica en lograr la adhesión de la totalidad de la comunidad científica, jurídica y extrajurídica, acerca de la cientificidad del Derecho, sino en colaborar con argumentos firmes y razones de peso al conocimiento de lo que pueda entenderse con el término «Ciencia Jurídica». Y es ésta la virtud fundamental del libro que estamos citando. Calsamiglia logra, en un estilo sencillo y con un claro lenguaje introducir al lector en el análisis de los elementos fundamentales de los problemas de la Jurisprudencia. Dado el desarrollo actual de los estudios sobre el Derecho, sobre la Teoría del Derecho y sobre la Filosofía de la Ciencia y la Teoría del Conocimiento ¿qué es necesario tomar en cuenta para entender lo que hacen los juristas cuando éstos trabajan para científicos?, ¿existe algún método jurídico que determine la calidad del trabajo de los dogmáticos?, ¿qué es lo que realmente hacen los juristas cuando realizan una actividad a la que se refieren como Ciencia Jurídica?, ¿para qué sirven los resultados de la dogmática jurídica?, ¿contra qué elementos valorativos debe contrastarse la actividad de los juristas?, ¿qué supuestos sustentan la labor de los científicos del Derecho?, desde la parcela de la Filosofía de la Ciencia ¿cuáles elementos me permiten conocer la calidad de la actividad de los dogmáticos? A través de cinco capítulos, en su Introducción Calsamiglia va integrando las respuestas a múltiples preguntas que dibujan los contornos de la Jurisprudencia.

El énfasis es puesto en estos aspectos fundamentales: los presupuestos y reglas del juego, las funciones sociales y los criterios de valoraciones de las teorías jurídicas. El estudio se completa con una revisión histórica   —213→   del problema del método en la Filosofía de la Ciencia. En este último punto, tras una revisión de los principales desarrollos de las escuelas metodológicas, en donde la razón y la experiencia juegan un fundamental papel «como facultades y procedimientos que sirven sea para descubrir la verdad sea para controlar que las afirmaciones que realiza la ciencia son verdaderas» al decir de Calsamiglia, el autor puede concluir que «no existen unos métodos que permitan descubrir mecánicamente la verdad y que tampoco existen unos procedimientos que permitan justificar la verdad de los enunciados de la ciencia». Esto no lo lleva a un anarquismo metodológico sostenido ya por algún célebre filósofo de la Ciencia -Feyerabend-, desde luego, pero sí a la aceptación del relativismo en el sentido defendido por Thomas Kuhn identificado con el término neoempirismo crítico, para concluir que, toda vez que es ciencia lo que hacen y reconocen como tal las comunidades científicas, la Ciencia Jurídica será la actividad que los juristas reconocen como científica, aplicando los procedimientos y reglas del juego que esa comunidad acepta y aplica. Así, tras ese reconocimiento, Calsamiglia avanza para analizar lo que realmente llevan a cabo los juristas, es decir, los aspectos fundamentales ya mencionados de su trabajo: sus presupuestos y reglas del juego.

A la identificación de esos aspectos fundamentales se llega en el capítulo Cuarto de la Introducción. Por un lado, Calsamiglia considera que los dos presupuestos fundamentales de la dogmática son el del modelo del legislador racional y el de la abdicación valorativa. Por otro, identifica tres principales reglas del juego dogmático: la sujeción a la ley, la regla de la justicia del caso y la de la sistematicidad del Derecho. Toca aquí temas muy polémicos para los juristas. Por ejemplo, si bien los contenidos del Derecho deben ser aceptados por aquéllos como si fueran hechos, avalorativamente, conforme al principio de la abdicación valorativa, éste no implica una postura pasiva del dogmático, tanto porque una misma norma jurídica puede interpretarse de diferentes maneras -Kelsen- como porque los contenidos del Derecho no se reducen a las reglas sino también a los principios y las directrices -Dworkin. Así, si bien el jurista se encuentra subordinado a la ley, tiene un campo de alguna discrecionalidad que le obliga a construir argumentos racionales, sin poder salirse de tal subordinación. Esta cuestión se conecta con la del modelo de legislador racional, por una parte, y, por otra, con la de la argumentación jurídica.

  —214→  

La ficción de un legislador racional es indispensable para justificar la existencia de las normas jurídicas, pero también para defender sus contenidos normativos, es decir, al momento de la interpretación. Parece claro que la actividad del jurista al argumentar no es la de demostrar o convencer acerca de verdades, más bien se trata de persuadir con razones acerca de alguna postura o algún punto de controversia o norma284. Pero no se sigue de aquí que tal actividad sea arracional por el solo hecho de que la lógica formal o deductiva no constituya la herramienta única aplicada por la dogmática, sino que se abre la puerta a todo el vasto campo de la lógica material que juega tan importante papel en la profesión del jurista. En la fundamentación de reglas y principios lógicos asume un lugar indispensable el principio del legislador racional.

De igual manera controversial es el enfrentamiento entre las reglas de la dogmática, particularmente la de la sujeción a la ley y la de la justicia del caso. Como recuerda el autor, la aceptación de ambas reglas por la comunidad de juristas ha provocado, en su aplicación, la fundamentación de resoluciones jurídicas distintas; es decir, el aceptar una u otra regla suprime la aplicación del principio de neutralidad valorativa, habida cuenta de que se trata del enfrentamiento de dos valores diferentes: el de la seguridad jurídica, sustentado por el primer principio, y el de la justicia material, por el de la justicia del caso, y «ésta es una ventana abierta a la politización de la administración de justicia». Se presenta aquí el problema de la imposible jerarquización definitiva de los valores sociales defendidos por el Derecho -una de las críticas más fuertes que ha sido enderezada ante la célebre teoría de la Tópica Jurídica contemporánea, de Theodor Viehweg285-, y, consecuentemente la inevitabilidad de la controversia axiológica. Por ello, con toda razón concluye en este punto Calsamiglia que «el esfuerzo dedicado a discutir los valores y sus consecuencias constituye la columna vertebral del razonamiento jurídico: la política jurídica ocupa un valor muy importante en la comunidad dogmática».

Finalmente, el análisis de las funciones sociales de la dogmática conduce a otros terrenos también de discusión entre la comunidad jurídica, pues se trata de precisar si sus miembros solamente describen   —215→   el Derecho o si consideran que su actividad forma parte del propio Derecho. Tiene esto que ver, obviamente, con el alcance del término «función prescriptiva», pues si en ella se incluye solamente la actividad que cumplen las autoridades reconocidas por las propias normas para emitir normas, desde luego que dicha función no es ni puede ser realizada por los dogmáticos; pero si, en cambio, se acepta que tal término denota cualquier actividad que implique la emisión de enunciados lingüísticos con los que se pretende influir en la conducta de «los destinatarios de un mensaje», y, por tanto, en ella se encuentran no solamente los diferentes tipos de normas sino hasta los consejos, desde luego que la dogmática cumple tal función. Pero quizá si fuera indebido estirar el contenido del término Derecho para abarcar la dogmática en él.

En suma, Introducción a la Ciencia Jurídica es un estupendo esfuerzo de análisis de la Jurisprudencia. Creo que su consulta resulta muy provechosa para facilitar la lectura, en el ámbito jurídico mexicano, de nuestros libros de Dogmática. La lectura de los textos de autores como Gabino Fraga, García Ramírez, Sánchez Medal, Fix-Zamudio o Tena Ramírez, por recordar solamente a algunos renombrados juristas mexicanos, resulta más comprensible tras la del texto de Calsamiglia.

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ArribaAbajoSOBRE LA TEORÍA DEL DERECHO DE ROBERT ALEXY

Pablo Larrañaga286


Quizá sea la noción de razón práctica uno de los temas más recurrentes en la teoría jurídica a lo largo del tiempo. Derecho y razón práctica es el título de un libro de Robert Alexy que se ha publicado recientemente287 y que recoge algunos de los principales artículos de este autor, quien, por otra parte, es sin duda uno de los teóricos que más ha enriquecido el discurso jurídico actual. La obra de Alexy es amplia, por lo que tratar de presentarla exhaustivamente en el espacio que permite una nota sería, sin lugar a dudas, un esfuerzo estéril; sin embargo, sí que me parece útil presentar algunos trazos de su pensamiento jurídico como claves para un estudio más profundo del mismo. Y esto es lo que pretendo en esta nota.

1. Razón práctica y discurso racional

Que las cuestiones relativas a qué hacer, las cuestiones práctico-morales, pueden decidirse mediante la razón es el presupuesto fundamental de la teoría del discurso práctico de Jürgen Habermas. Las decisiones prácticas acerca de lo correcto o lo incorrecto, lo justo y lo injusto, pueden tomarse a través de un proceso de comunicación en el que los participantes se convencen entre sí por medio de argumentos. Cuando se sostienen y se problematizan argumentos acerca de cuestiones prácticas,   —218→   se forma un discurso práctico. El discurso práctico, si cumple con ciertos requisitos (condiciones o reglas) referentes a los argumentos y al comportamiento de los participantes, será un discurso práctico racional. Y si el discurso práctico es racional, su resultado será un resultado racional.

Esta teoría habermasiana del discurso racional práctico sirve como base teórica e inspiración para la teoría de argumentación jurídica de Alexy, y, a su vez, la construcción de la teoría de la argumentación jurídica es la columna vertebral de su teoría del Derecho. En adelante, especificaré brevemente algunos de los rasgos centrales de la teoría de la argumentación de Alexy en relación con la teoría del discurso práctico general que acabo de tra zar.

1.1. La tesis del caso especial

Una de las ideas fundamentales de la teoría de la argumentación jurídica de Robert Alexy es que ésta es una actividad lingüística que «trata de la corrección de los enunciados normativos»288, por lo que, en el sentido anteriormente referido, es posible hablar de un tipo de discurso práctico. El discurso práctico jurídico es, según Alexy, un caso especial del discurso práctico general. El discurso práctico jurídico coincide con el discurso práctico general en que: «1) [...] las discusiones jurídicas se refieren a cuestiones prácticas, es decir, a cuestiones acerca de lo que hay que hacer u omitir, o sobre lo que puede ser hecho u omitido, y 2) estas cuestiones son discutidas desde el punto de vista de la pretensión de corrección»289; y se diferencia del discurso práctico general, porque el discurso jurídico se desarrolla bajo condiciones de limitación específicamente jurídicas290. En este sentido, el discurso jurídico se define, por una   —219→   parte, por reglas y formas del discurso práctico y, por otra, por reglas y formas características del discurso jurídico291.

1.2. La teoría de la argumentación jurídica

a) Justificación interna y justificación externa

Como he señalado, el propósito de la teoría de la argumentación jurídica es establecer un marco para la justificación racional de enunciados normativos dentro del marco del Derecho vigente. Dentro de este marco se dan dos tipos de justificación: la interna y la externa. «En la justificación interna se trata de ver si la decisión se sigue lógicamente de las premisas que se aducen como fundamentación el objeto de la justificación externa es la justificación de las premisas»292. La justificación interna debe cumplir ciertas reglas y ajustarse a determinadas formas de justificación que aquí sería inconveniente reproducir293. Las premisas del razonamiento jurídico pueden ser de tres tipos: 1) reglas de Derecho positivo, 2) enunciados empíricos y 3) premisas que no son ni enunciados empíricos ni reglas de Derecho positivo. «Estos distintos tipos de premisas se corresponden con distintos métodos de fundamentación. La fundamentación de una regla en tanto regla de Derecho positivo consiste en mostrar su conformidad con los criterios de validez del ordenamiento jurídico. En la fundamentación de las premisas empíricas puede recurrirse   —220→   a la escala completa de formas de proceder que va desde los métodos de las ciencias empíricas, pasando por las máximas de la presunción racional, hasta las reglas de la carga de la prueba en el proceso. Finalmente, para la fundamentación de las premisas que no son ni enunciados empíricos ni reglas de Derecho positivo, sirve lo que puede designarse como “argumentación jurídica”»294. Alexy clasifica a las formas de argumentos y a las reglas de justificación externa en seis grupos: «reglas y formas 1) de interpretación, 2) de la argumentación dogmática, 3) del uso de los precedentes, 4) de la argumentación práctica general, 5) de la argumentación empírica, así como 6) las llamadas formas especiales de argumentos»295.

b) Los límites del discurso jurídico

Estos grupos de reglas y formulaciones constituyen, junto con las reglas y formas de la argumentación práctica general, la argumentación jurídica, que, como he señalado anteriormente, tiene por objeto justificar racionalmente enunciados normativos. Sin embargo, la capacidad justificativa del discurso racional tiene ciertos límites intrínsecos, ya que las reglas del discurso permiten que varios participantes en un mismo discurso lleguen, frente a un mismo caso, a soluciones incompatibles entre sí. En este sentido, la pretensión de corrección que se presenta en el discurso jurídico se ve cercada por dos costados: primero, queda limitada por las exigencias de la ley, de la dogmática y de los precedentes y, segundo, se hace relativa a los participantes en el discurso296. Pero esto no significa que la teoría del discurso no suponga un paso adelante ya que, por lo   —221→   menos, nos sirve para establecer límites negativos, es decir, para excluir posibles respuestas297. Por otra parte, la idea de que en el Derecho existe una única respuesta correcta -apoyada, por ejemplo, por Dworkin- implica sostener una teoría fuerte de los principios que contuviera «además de todos los principios, todas las relaciones de prioridad abstractas y concretas entre ellos y, por ello, determinara unívocamente la decisión en cada uno de los casos»298. Pero, como veremos enseguida, Alexy cree que sólo se puede sostener una teoría débil de los principios jurídicos.

2. La teoría de los principios jurídicos

2.1. El concepto de principio y la teoría de los principios

Para Alexy tanto las reglas como los principios pueden concebirse como normas. La distinción entre reglas y principios es, pues, una distinción entre clases de normas. En su opinión, la distinción es cualitativa o conceptual, rechazando, al igual que Dworkin, la teoría de que la distinción entre principios y reglas es un asunto meramente de grado, y que considera que los principios no son más que reglas con un alto nivel de generalidad. Para Alexy, los principios se diferencian de las reglas en que éstos «son normas que ordenan que se realice algo en la mayor medida de lo posible, en relación con las posibilidades jurídicas y fácticas»299. En este sentido, los principios jurídicos son mandatos de optimización que pueden ser cumplidos en diversos grados en función de las situaciones fácticas y de las posibilidades jurídicas. Así, a diferencia de las reglas, las cuales sólo pueden ser cumplidas o incumplidas por ser normas que exigen un cumplimiento pleno -es obligatorio hacer lo que se ordena, ni más ni menos-, los principios establecen una obligación que puede cumplirse en diversos grados, dependiendo de las posibilidades jurídicas que establecen otros principios y reglas en sentido contrario, y del contexto fáctico en que se aplican. Como las posibilidades jurídicas   —222→   se establecen en relación con otros principios que se contraponen a aquél, la aplicación de los principios se realiza mediante la operación de ponderación entre los mismos, a diferencia del caso de las reglas, cuya aplicación se realiza en forma de subsunción. Cuando dos principios se contraponen no existe una contradicción, sino una tensión entre ellos, y el caso se resuelve ponderando la supremacía de uno frente a otro respecto al caso concreto, «al principio que juega en sentido contrario se le hace retroceder, pero no se le declara inválido»300.

Como he señalado anteriormente, Alexy opta por una teoría débil de los principios jurídicos. Esta teoría consta de tres elementos: 1) un sistema de condiciones de prioridad, 2) un sistema de estructuras de ponderación y 3) un sistema de prioridades prima facie.

a) El sistema de condiciones de prioridad permite que la ponderación en la aplicación de los principios a casos concretos sirva para la decisión en nuevos casos. Alexy establece la siguiente ley de colisión: «las condiciones, bajo las que un principio prevalece sobre otro, forman el supuesto de hecho de una regla que determina las consecuencias jurídicas del principio prevaleciente»301. Así, las condiciones de prioridad establecidas en un sistema jurídico y las reglas que les corresponden sirven para proporcionar información sobre el peso relativo de los principios y, en este sentido, no solamente se establece qué principio prevalece en la solución de un caso determinado, sino que también proporcionan un orden de principios -de prioridad de los principios- que permite resolver casos futuros.

b) El sistema de estructuras de ponderación se deriva de la inclusión del requisito de optimización dentro de la ponderación en la aplicación de los principios. Respecto a las posibilidades fácticas hay que atender a los principios de adecuación y necesidad expresados en dos reglas que reflejan el principio de optimalidad de Pareto: la primera es que «una medida M está prohibida con respecto a P1 y P2, si no es eficaz para proteger el principio P1, pero es eficaz para socavar el principio P2»; y la segunda dice así, «una medida M1, está prohibida en relación a P1 y P2,   —223→   si existe una alternativa M2 que protege a P1 al menos igual de bien que M1, pero que socava menos a P2»302.

c) El sistema de prioridades prima facie establece la carga de la argumentación, creando un cierto orden en el campo de los principios; esto es, la prioridad que se establece de un principio sobre otro puede cambiar en el futuro, pero quien pretenda modificar esa prioridad corre con la carga de la prueba303.

2.2. Los principios y la argumentación jurídica

Como hemos visto, la argumentación jurídica, el discurso jurídico racional, aparece como una exigencia de la racionalidad práctica, en cuanto se dirige a problemas prácticos abordándolos a través de un método (reglas del discurso y principios del discurso) que garantiza la «racionalidad» de la argumentación y del resultado, pero no una única respuesta correcta. Así pues, la argumentación jurídica cumple sólo la función de suministrar medios para el control racional del discurso jurídico. Esta limitación del discurso jurídico es muy relevante con respecto a la teoría de los principios, ya que en la aplicación de los mismos al caso concreto es necesario efectuar una ponderación, de tal manera que no es posible garantizar una única respuesta correcta, pero sí es posible, a través de un proceso de ponderación de principios adecuados, arribar a una decisión racionalmente fundamentada. En este punto la teoría de los principios de Alexy se separa de las de Dworkin -quien, a través de su ya famoso juez Hércules, habla de la posibilidad de una única respuesta correcta-, pero sin dejar a un lado el concepto de una «única respuesta correcta» como idea regulativa. En este sentido, Alexy dice lo siguiente: «El punto   —224→   decisivo aquí es que los respectivos participantes en un discurso jurídico, si sus afirmaciones y fundamentaciones han de tener pleno sentido, deben, independientemente de si existe o no una única respuesta correcta, elevar la pretensión de que su respuesta es la única respuesta correcta. Esto significa que deben presuponer la única respuesta correcta como idea regulativa. La idea regulativa de la única respuesta correcta que presupone que exista para cada caso una única respuesta correcta, sólo presupone que en algunos casos se puede dar una única respuesta correcta»304.

3. La relación entre Derecho y Moral

Como hemos visto, la teoría de la argumentación jurídica tiene la función de dotar al sistema jurídico de criterios de racionalidad. Esto criterios responden a lo que Alexy ha llamado la «pretensión de corrección» del Derecho que, en su opinión, forma parte de la definición de sistema jurídico: «El sistema de normas que, de manera implícita o explícita, no tenga esta pretensión no es un sistema jurídico»305. Esto tiene mucha importancia en relación con el lugar que ocupan los principios en la teoría del Derecho de Alexy, ya que si los principios expresan valores jurídicamente relevantes, es a través de éstos como la Moral y el sistema jurídico se unen306. En este sentido, el discurso jurídico, en tanto caso   —225→   especial del discurso práctico general, a través la pretensión de corrección y de la argumentación jurídica, como marco de la justificación de las decisiones judiciales, incorpora los principios de igualdad -igualdad entre los participantes del discurso- y la exigencia de generalización -la base de la ética procedimental307. De esta forma, parece que, dentro de una teoría procedimental del Derecho, se puede establecer una relación entre el Derecho y la Moral universalista, que es válida para los sistemas jurídicos modernos y que podría justificarse en los sistemas pre-modernos dentro del marco de una teoría normativa de la evolución jurídica. Y si esto es así, según Alexy, la Moral universalista ha encontrado expresión en los Derechos Fundamentales y en los principios de la democracia308.

Para Alexy los sistemas jurídicos modernos contienen principios que expresan ideales jurídicos -y a la vez morales- que sólo pueden ser integrados a través de un modelo de sistema jurídico que contemple reglas, principios y procedimientos. Los principios y las reglas no pueden determinar el resultado racional de la solución de cada caso pues no dirigen ellos mismos su aplicación. Hace falta procedimiento bajo el control del discurso racional para completar un sistema jurídico racional309. El discurso jurídico, como caso especial del discurso práctico general, comparte con éste tanto los principios básicos de una moral universalista como los elementos de una racionalidad discursiva en tanto ideal jurídico.



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ArribaSOLIDARIDAD Y SEGURIDAD SOCIAL

Lorenia Trueba310


«En esa hora, el hombre, enfadado con la vida, no considerará más el mundo como el valioso objeto de su admiración y reverencia. Todo esto, que es una cosa buena, lo mejor que puede verse en el pasado, el presente y el futuro estará en peligro de perecer; el hombre lo estimará como una carga...»

Hermes Trimegistus Asclepius                




Después de la Segunda Guerra Mundial, el tema de los derechos humanos ha sido ampliamente considerado, no sólo dentro de los círculos académicos, sino que incluso cobran cada vez mayor importancia dentro de la política. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 tiene un enfoque individualista bien conocido. Sin embargo, los llamados derechos humanos de segunda generación forman parte del derecho positivo, a través de la Convención Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966.

Actualmente, frente a un mundo en rápido proceso de globalización económica para unos o de homogeneización cultural y centralización política para otros, el tema de los derechos humanos, junto con el de la democracia, adquiere especial importancia. Por ejemplo, en el proceso de integración de Europa, la Democracia y los Derechos Humanos han sido considerados como instrumentos fundamentales y bases comunes. Por todos es bien conocida la importante labor de la Corte Europea de Derechos Humanos dentro del Consejo de Europa, con su innovador   —228→   mecanismo de presentación directa de quejas por ciudadanos europeos, sin la necesidad de intermediación de un Estado Miembro. Pero más aún, los derechos humanos son considerados como fuente en la Unión Europea, primero a través de la Declaración Conjunta sobre Derechos Humanos del Parlamento, el Consejo y la Comisión Europeos y también en el Tratado de la Unión Europea o mejor conocido como Tratado de Maastricht, en su Título I, artículo F (2).

Es importante recordar que el desarrollo de los derechos humanos económicos y sociales en las sociedades occidentales se ha hecho con el fin de promover la justicia social y al mismo tiempo evitar las rebeliones armadas, mientras que la social democracia en Europa jugó un papel importante en la lucha contra el avance del comunismo311. Fue precisamente en Alemania en donde las primeras leyes de seguridad social fueron promulgadas. La legislación de Bismarck de 1883-1889 en concreto fue aprobada porque favorecía los objetivos políticos de ese momento, a pesar de que el proceso de industrialización no estaba muy avanzado312.

Sin embargo, hoy en día, con el desmembramiento de la Unión Soviética, la crisis en los países de Europa oriental, el derrumbe del muro de Berlín y la pérdida de legitimidad de los partidos de izquierda en Europa Occidental, con sus claras excepciones por supuesto, la ideología de libre-mercado tiene una posición mucho más fuerte. Al mismo tiempo, la crisis económica ofrece un buen argumento contra el Estado Social como garante de los derechos económicos y sociales. Por su parte, algunos académicos han defendido la desaparición de los derechos económicos como categoría, argumentando que desde un punto de vista formal no pueden ser considerados como derechos en sentido estricto.

De acuerdo con Ernesto Garzón Valdés los derechos económicos implican obligaciones positivas para el Estado, en el sentido de que este último tiene que realizar una conducta positiva, tiene que hacer algo y no solamente abstenerse de ciertos actos y ser un mero vigilante313. A su   —229→   vez, los derechos positivos según Alexy, pueden clasificarse en derechos a la protección, derechos a la participación y derechos a beneficios concretos314. El primer tipo se refiere a la protección del individuo contra o frente a posibles abusos de otro individuo. El segundo tipo se refiere a la organización y procedimientos, mientras que el tercero a beneficios concretos, como bienes y servicios.

Una de las críticas al Estado Social se hace en relación a su función redistributiva. Por un lado, el Estado tiene cada vez una mayor carga de control y dirección, mientras que progresivamente disminuye su capacidad de control y dirección efectivas. Una posible explicación a este fenómeno es el proceso de burocratización y la consecuente ineficiencia. Pero otra alternativa es entenderlo como consecuencia del proceso de globalización de la economía, que provoca que las agencias y centros financieros internacionales tengan cada vez mayor control sobre las decisiones de los gobiernos nacionales315.

Otra crítica al Estado Social, dentro de la misma línea funcionalista antes mencionada, es que su función redistributiva provoca una tensión estructural, ya que existen demandas económicas y políticas que no pueden ser resueltas satisfactoriamente por el sistema316. Siguiendo ese razonamiento, dentro de un proceso de aprendizaje, se dice que si la experiencia contradice nuestras expectativas, llámense salud, educación o servicios, entonces se puede aceptar el hecho y cambiar nuestras expectativas, o bien mantener la expectativa y considerar la experiencia como equivocada o elección equivocada de los medios.

Si aceptamos el análisis y el diagnóstico funcionalista arriba mencionados, entonces se plantean dos alternativas posibles como solución al problema del Estado Social. Una es la deslegalización frente al fenómeno de la burocratización. Y la otra es el control legal de la auto-regulación para la satisfacción de demandas económicas y políticas. Sin embargo, la auto-regulación como alternativa presenta ciertos problemas que analizaré enseguida. La plena vigencia de los derechos económicos   —230→   exige resultados concretos, en cuanto a la satisfacción de necesidades básicas, pero no exige o determina el procedimiento a seguir para alcanzarlos. Así, la asignación y administración de recursos es el instrumento para alcanzar dichos resultados, pero al mismo tiempo son funciones que actualiza el Estado a través de políticas públicas. En consecuencia, la asignación de recursos a través de tales políticas resulta el principal problema de la auto-gestión. En México se ha implementado una política neoliberal o de neoliberalismo social, que plantea la reducción del Estado Social y la auto-regulación para la satisfacción de demandas económicas. Se reduce el monto del gasto social y se delegan funciones a la sociedad civil, apoyadas a través del programa de solidaridad.

Es concretamente en el Digesto, donde la expresión in solidun esse se presenta en principio y su significado era la indivisibilidad de la prestación u obligación frente a la pluralidad de sujetos317. Sin embargo, Durkheim es el teórico por excelencia de la solidaridad, pero como concepto no tanto jurídico, sino político. El solidarismo se presenta en la III República como proyecto alternativo frente al individualismo y socialismo318, pero al mismo tiempo como elemento de integración, como instrumento de legitimización que soslaya, más que supera, el conflicto.

La solidaridad como concepto es poco utilizado actualmente en las ciencias sociales. Uno de sus requisitos es la construcción de una identidad colectiva y del deber de ayuda mutua. Ello presenta dos problemas, como lo señala Javier de Lucas; uno es la construcción de esa identidad colectiva en una sociedad cerrada, que lleva necesariamente a la exclusión del otro y a esquemas de chauvinismo nacionalista, por ejemplo. El otro problema es la construcción de esa identidad en sociedades muy heterogéneas, complejas y con un alto grado de especialización y diferenciación. La solidaridad, como principio jurídico-político o como uno de «los fundamentos de los derechos» según Peces-Barba319, está vinculada con la tradición igualitaria de Rousseau. El mismo autor menciona otro concepto de la solidaridad como principio ético, de origen religioso cristiano, es decir, como caridad.

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Volviendo al problema de los derechos económicos y las alternativas del neoliberalismo, me interesa retomar esta diferencia entre dos tipos de solidaridad. El primer tipo, la solidaridad moderna, como principio jurídico-político, sería en cierta forma lo que Durkheim llamó solidaridad orgánica. El segundo tipo, la solidaridad de los antiguos, como principio ético, sería lo que Durkheim llamó solidaridad mecánica, la cual tiene un origen religioso cristiano como ya se dijo. En mi caso, voy a llamar a la primera solidaridad horizontal y a la segunda solidaridad vertical, pero voy a explicar por qué.

La seguridad social representa uno de los mecanismos más efectivos ideados para asegurar el goce de los derechos económicos en las sociedades occidentales. Anteriormente, las respuestas a las necesidades básicas, que encontramos atrás de los derechos económicos, eran la asistencia y la caridad. La seguridad social responde a un esquema de solidaridad horizontal, ya que presupone la cooperación entre una sociedad más igualitaria o en la que los individuos tienen situaciones de oportunidad poco distantes una de la otra. En cambio, la asistencia social responde a un esquema de solidaridad vertical, ya que implica una cooperación del que tiene mayores oportunidades y recursos con el que tiene pocas o ninguna oportunidad y recursos, es decir, que implica una sociedad poco igualitaria.

En un modelo de solidaridad vertical lo que se necesitan son muchas madres Teresas, pero también una amplia población de desposeídos y miserables. Sin embargo, por más altruista y admirable que resulte la acción de una Madre Teresa a nivel individual, es mucho más apreciable desde el punto de vista ético, en una sociedad como conjunto, las pequeñas acciones de ciudadanos invisibles, que permiten una solidaridad horizontal y una sociedad más igualitaria. Aquí encontramos una reivindicación de los que se ha llamado el héroe de lo cotidiano, frente a los mártires y salvadores individuales.

La política actual neoliberal, mediante una reducción del Estado Social, reduce el ámbito de la seguridad social y ensancha el de la asistencia social. Una diferencia entre la seguridad social y la asistencia es el criterio de asignación de recursos. En la asistencia, la asignación es a quien no tiene recursos y se financia con gasto público general. En la seguridad, la asignación es por derecho, sin importar los recursos y se financia con cuotas de seguridad social e impuestos.

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La propuesta a nivel internacional320 es que la asistencia debe ser complementaria de la seguridad social y no viceversa. Si no es así, a mediano y largo plazo, la asistencia social se vuelve muy costosa e ineficiente. Primero, porque la asistencia presupone un grupo extenso de personas sin recursos, es decir, en extrema pobreza. Segundo, porque no hay una participación real de los beneficiarios y tampoco responsabilidad en el manejo de los recursos. Tercero, porque cuando existe una cadena larga entre el beneficiario y la fuente de recursos, es fácil que exista desvío de fondos, es decir, que no lleguen a quienes y a dónde deben llegar.

Como reflexión final, cabe recordar que los cambios mundiales han obligado a redefinir el Estado de Derecho. Esa redefinición es un reto fundamental para todos, que consiste en saber hasta dónde el lenguaje del mercado y sus imperativos coexisten con los imperativos y principios del Estado Social y Justicia Social, pero también el determinar hasta dónde pueden hacerlo.