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ArribaAbajo LÓGICA Y NORMAS

Eugenio Bulygin13


En Septiembre de 1991 fui invitado por el ITAM a dictar un cursillo dentro del marco del I Seminario «Eduardo García Máynez» sobre Teoría y Filosofía del Derecho. El Seminario fue inaugurado en un acto solemne en el cual disertó el Profesor Ulises Schmill. La conferencia fue -como sucede cuando se trata de Schmill- muy interesante, pero no estuve de acuerdo con algunos puntos centrales de su exposición. Además, algunas críticas que nos dirigió a Alchourrón y a mí me parecieron injustificadas. Quería contestarle a mi amigo Schmill, pero como se trataba de una clase magistral, no hubo discusión y me quedé con las ganas. Pasaron años y me olvidé del asunto. Hace algunas semanas el organizador de aquel seminario, Rodolfo Vázquez, me pidió una contribución para la nueva revista del ITAM y me mandó el libro de Schmill, Lógica y Derecho (los números de páginas en el texto se refieren siempre a este libro) donde figura aquella exposición. Esto me brinda la esperada oportunidad para formular mis objeciones y contestar las críticas. Tal es el origen del presente trabajo.

I

En el primer capítulo del libro, titulado «Derecho y Lógica», que reproduce la conferencia de 1991, Schmill se ocupa del problema de la función de la lógica en el derecho, problema que plantea en forma de dos preguntas: A) ¿Cuál es la función de la lógica en la ciencia del derecho? y B) ¿Cuál es la función de la lógica en el derecho?

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La primera pregunta no es problemática y la respuesta de Schmill es clara: la lógica desempeña en la ciencia del derecho, o más precisamente en la Teoría General del Derecho, la misma función que en cualquier otra disciplina científica.

La segunda pregunta es más problemática, pero la respuesta de Schmill es igualmente clara: la lógica no desempeña ningún papel en el derecho. Para decirlo con sus propias palabras: «Creo que la lógica no interviene en sentido alguno en la determinación del objeto de estudio de la jurisprudencia o ciencia del derecho». (p. 14). Pero la claridad de la respuesta no implica en modo alguno que sea verdadera. Más bien, creo que hay poderosas razones para pensar que no lo es. En lo que sigue trataré de articular algunas de tales razones.

Si bien, como dije, la respuesta de Schmill a la segunda pregunta es clara, su fundamento no es tan claro. Una razón por la cual la lógica no desempeña ningún papel en la determinación del objeto de la ciencia jurídica, es decir, de las normas jurídicas, podría ser la falta de relaciones lógicas entre las normas. Algunas aseveraciones de Schmill parecen abonar esta tesis; por ejemplo, cuando dice: «Alchourrón y Bulygin tienen una afirmación que yo suscribo íntegramente: ‘así como no hay relaciones lógicas entre hechos, así no hay espacio para una lógica de normas’». (p. 20).14

En otros momentos Schmill parece admitir la existencia de relaciones lógicas entre normas; por ejemplo cuando dice «Las normas de un conjunto dinámico, aunque mantienen relaciones lógicas entre sí, consideradas desde un punto puramente semántico no constituyen, en conjunto, un sistema». (p. 20, el subrayado es mío). Además, nuestro autor repite varias veces que puede haber normas jurídicas que están en contradicción con las normas superiores y, sin embargo, pertenecen al orden jurídico (p. 20, 21). Como la relación de contradicción es una relación lógica se sigue que hay relaciones lógicas entre las normas de un orden jurídico. Y si hay relaciones lógicas entre las normas, no se entiende por qué tales normas no pueden constituir un sistema. O bien   —29→   Schmill usa el término «sistema» en algún sentido peculiar (y en tal caso, le corresponde a él definirlo, cosa que no hace), o bien sus afirmaciones son inconsistentes.

II

Sea cual fuere la situación, la posición de Schmill parece ser ésta: aunque haya relaciones lógicas entre las normas jurídicas, tales relaciones son irrelevantes para la cuestión de saber qué normas forman parte del derecho (o pertenecen al orden jurídico dado), porque las normas derivadas lógicamente de las normas que pertenecen al orden jurídico, no forman parte, necesariamente, de ese orden jurídico y, a la inversa, las normas que contradicen las normas superiores bien pueden pertenecen al orden jurídico. La médula de la argumentación de Schmill parece descansar en la siguiente tesis: Para que una norma pertenezca a un orden jurídico tiene que haber sido creada por un acto de autoridad; el mero hecho de que esa norma sea consecuencia lógica de otras normas que forman parte del orden, no es necesario ni suficiente para su pertenencia.

(Dicho sea de paso, la definición de Schmill de «norma jurídica válida» es rigurosamente circular. «Una norma es válida sólo si ha sido establecida por un acto de autoridad» (p. 43). Pero para que haya un acto de autoridad, tiene que haber una norma que faculta al órgano creador de esa norma («Aquí se supone que dicho acto de autoridad es un acto realizado en ejercicio de una facultad contenida en otra norma, que por ello se denomina ‘norma superior’». p. 43). De esta manera, la norma está definida en función de autoridad y la autoridad está definida en función de normas.

De todos modos, la tesis central de Schmill es que no hay norma que no haya sido dictada por una autoridad; por lo tanto, el que una norma se derive o sea consecuencia lógica de otras normas no la convierte en norma válida, es decir, perteneciente al orden jurídico.

Para probar esta tesis Schmill parte de la conocida distinción kelseniana entre órdenes normativos estáticos y dinámicos, que caracteriza del siguiente modo: «Las normas de los órdenes estáticos existen o valen   —30→   porque pueden ser deducidas lógicamente del contenido de la norma fundamental... Las normas de un orden dinámico valen porque han sido creadas por un acto específico de producción o establecimiento previsto en la norma fundante o superior. (p. 20).15

Inexplicablemente Schmill sostiene que Alchourrón y Bulygin «denominan» a la concepción de los órdenes estáticos como ‘hylética’, y a la concepción de los órdenes dinámicos como ‘expresiva’. (p. 17). Esto es claramente fruto de un malentendido, atribuible sin duda a la oscuridad de nuestro texto. En primer lugar, el par de conceptos «concepción hilética» y «concepción expresiva», usado por nosotros en el artículo citado por Schmill,16 no se refiere a distintas concepciones de órdenes normativos, sino a concepciones de normas. En segundo lugar, estas dos concepciones de normas no tiene nada que ver con la distinción entre sistemas estáticos y sistemas dinámicos.

Para la concepción hilética las normas son significados (sentidos) de ciertas expresiones lingüísticas; para la concepción expresiva son (el resultado de) ciertos actos lingüísticos: actos de mandar y actos de permitir. En esta perspectiva pareciera que para la concepción expresiva no hay relaciones lógicas entre normas (porque no hay relaciones lógicas entre actos), pero sí las hay para la concepción hilética. Tal fue la conclusión a la que llegamos en el artículo que cita Schmill. En un trabajo posterior,17 ante la crítica de Weinberger18 reconocimos que aún para la concepción expresiva hay una lógica de normas oculta y, por lo tanto,   —31→   hay relaciones lógicas entre normas y no sólo entre contenidos norma, como pensamos antes. Pero no cabe duda de que aun en la primera versión de la concepción expresiva que cita Schmill hay relaciones lógicas entre contenidos normativos. Llamamos contenidos normativos a las proposiciones mandadas o permitidas. Por ejemplo, cuando Pedro manda a Juan cerrar la ventana, la proposición «Juan cierra la ventana» es mandada por Pedro. Y cuando alguien manda (ordena) una proposición, implícitamente manda todas las proposiciones que son consecuencias lógicas de las proposiciones expresamente mandadas.

Contrariamente a Schmill no encuentro nada sospechoso en la noción de mandato implícito, que nada tiene que ver con ficciones.19 Por esto ni la concepción hilética para la cual hay relaciones lógicas entre normas se identifica con el orden normativo estático, ni la concepción expresiva -para la cual si bien no hay relaciones lógicas entre normas, las hay entre contenidos normativos- tiene carácter ecléctico o sincrético, como erróneamente cree Schmill (p. 17), ni es una «combinación entre la concepción estática y la concepción dinámica de las normas» (p. 18).

Ahora bien, dejando de lado esta cuestión más bien anecdótica, tenemos que tomar en serio la pretensión de Schmill de que toda norma exige un acto de creación (expreso, no meramente implícito) y que, por lo tanto, no hay normas derivadas, es decir, normas que pertenecen al orden jurídico en virtud del mero hecho de que son consecuencia lógica de normas positivas.

Voy a tratar de aclarar mi punto de vista mediante un ejemplo. El maestro, dirigiéndose a sus alumnos, ordena: «Cuando entre el director, ¡todos deben levantarse!». Entra el director y los alumnos se levantan,   —32→   menos el alumno Ulises. El maestro lo increpa: «Ulises, ¿no me has oído?». «Si señor maestro» responde Ulises. «Entonces ¿por qué no te has levantado?». «Ud. dijo que todos debían levantarse, pero no dijo que yo, Ulises, debía levantarme» es la respuesta lapidaria de Ulises.

En cierto sentido, Ulises tiene razón. El maestro no dijo que Ulises debía levantarse. Al menos, no lo dijo expresamente. Pero cualquier persona sensata, con la posible excepción de algún filósofo del derecho, diría que la orden del maestro estaba dirigida a todos los alumnos y, por lo tanto, también a Ulises. Al dar la orden el maestro ordenó implícitamente que Ulises debía levantarse. En otras palabras, la norma individual «El alumno Ulises debe levantarse» es una consecuencia lógica de la norma general «Todos los alumnos deben levantarse». Y esta norma individual es válida en el sentido de que pertenece al sistema de normas dictadas por el maestro. El que no lo entiende así (como ocurre en el ejemplo con el alumno Ulises), simplemente no entiende el lenguaje usado. (Nótese que esta conclusión no depende de la concepción de las normas que adoptamos; en la concepción hilética la norma individual es derivada directamente de la norma general; en la concepción expresiva la situación es básicamente idéntica: al ordenar la proposición general «todos los alumnos se levantan», el maestro ordenó implícitamente la proposición «el alumno Ulises se levanta».)

Este ejemplo muestra, a mi modo de ver, claramente que hay normas derivadas y que hablar de órdenes o mandatos implícitos no implica introducir ficciones. Así como Juan, quien cree que Pedro es gordo, implícitamente cree que existen gordos, así también el que ordena que todos los alumnos deben levantarse, implícitamente ordena al alumno Ulises que se levante. No hay nada de extraño en esto, más bien sería extraño no aceptar estos hechos más bien obvios.

III

Una posible objeción de Schmill podría ser ésta: aunque de la norma general «Todos los ladrones deben ser castigados» se pueda inferir la norma individual Antonio, que es ladrón, debe ser «castigado», tal norma no integra el orden jurídico, hasta tanto una autoridad (en este caso un   —33→   juez) haya dictado una sentencia condenando a Antonio. La validez de esta sentencia no puede ser derivada de la validez de la norma general del código penal, aunque el contenido de la sentencia sea una consecuencia de la norma general plus ciertas proposiciones descriptivas del caso. Pero reconocer esto ¿no implica acaso abandonar la concepción de sistemas jurídicos como sistemas deductivos? Sostener que una norma individual para ser válida, es decir, para pertenecer al orden jurídico debe ser dictada por una autoridad competente, en nuestro caso por un juez, y que su mera deducción de las normas generales no es suficiente para que esa norma pertenezca al orden jurídico no parece compaginarse con la noción de consecuencia lógica y sus implicancias, desarrolladas por Alchourrón y Bulygin.20 Esta pregunta me fue formulada hace poco por Ricardo Caracciolo en una entrevista que aparecerá pronto en la revista Doxa. En lo que sigue resumiré brevemente mi respuesta, pues creo que vale también como respuesta a las ideas de Schmill.

Tomemos una norma general contenida en el Código Penal que dice: «El que matare a otro debe ser penado con prisión de 8 a 25 años». Supongamos que Pedro ha matado a Alfredo. De aquí se infiere que Pedro debe ser penado con prisión de 8 a 25 años. Esta norma individual ¿es válida?, es decir, ¿pertenece al orden jurídico? Yo creo que la respuesta es afirmativa, pero hay que poner en claro qué quiere decir esta norma y a quién está dirigida.

Es razonable pensar que la norma general del Código Penal está dirigida a los jueces y les ordena castigar a todos los que cometen homicidio. Si esto es así, también la norma individual derivada o deducida lógicamente de esa norma general (más la proposición de que Pedro ha matado a Alfredo) también está dirigida a los jueces -en particular al juez competente para entender en el homicidio de Alfredo- y le ordena castigar a Pedro. ¿Cómo cumple el juez la obligación que le impone esa norma individual de castigar a Pedro? Pues, dictando sentencia y condenando a Pedro a una determinada pena de prisión, por ejemplo a 12 años (no ya de 8 a 25 años). En otras palabras, el juez debe dictar una   —34→   nueva norma individual condenando a Pedro. Además, el juez debe fundar su decisión en la norma general del Código Penal. Para justificar su decisión el juez debe mostrar que la parte dispositiva de su sentencia, es decir, la norma individual que dicta, es consecuencia lógica (se deduce) de la norma general y la descripción de los hechos del caso. Para la validez de esta norma individual deben cumplirse, pues, dos condiciones: 1) debe haber sido dictada por una autoridad competente y 2) debe ser consecuencia lógica de la norma general aplicada y de las proposiciones que describen los hechos del caso. Una vez dictada la sentencia surge el deber (establecido en otras normas generales) de encarcelar a Pedro y mantenerlo en la prisión durante el tiempo de la condena. Este deber está a cargo de las autoridades administrativas pertinentes. Pero antes de la sentencia, tales autoridades no deben castigar a Pedro. Más aún, les está prohibido hacerlo.

Antes de la sentencia del juez tenemos, pues, una situación con un cierto aire de paradoja: Pedro debe ser castigado y Pedro no debe ser castigado. Pero el aire de paradoja se desvanece tan pronto explicitamos el contenido de esas normas. «Pedro debe ser castigado» quiere decir que el juez competente debe condenarlo a una pena de prisión, pero «Pedro no debe ser castigado» quiere decir que no se lo debe encarcelar, hasta tanto un juez competente lo haya condenado. El sujeto o destinatario de la primera norma es el juez: es él quien debe castigar a Pedro. «Castigar» quiere decir aquí dictar una sentencia condenatoria. Los destinatarios de la segunda norma son, en cambio, las autoridades administrativas encargadas de hacer cumplir la sentencia del juez. Estas autoridades no deben, es decir, les está prohibido castigar a Pedro, mientras éste último no haya sido condenado por el juez. (Obsérvese que «castigar» quiere decir aquí encarcelar.) Pero la sentencia del juez que condena a Pedro es una norma individual que ordena a las autoridades administrativas a encarcelar a Pedro.

Esto muestra que las dos normas individuales «Pedro debe ser castigado» y «Pedro no debe ser castigado» no son contradictorias, pues su contenido y sus destinatarios son distintos. La primera ordena al juez a condenar a Pedro, la segunda ordena a las autoridades administrativas a no encarcelar a Pedro (es una norma general que prohíbe encarcelar a las personas que no han sido condenadas, es decir, sin orden judicial pertinente). Es obvio que la norma individual que constituye la parte   —35→   dispositiva de la sentencia judicial debe haber sido dictada por el juez para ser válida. Pero la norma individual que obliga al juez a condenar a Pedro (si éste ha matado a Alfredo) es una norma de la norma general del código penal y no requiere para su validez o pertenencia al orden jurídico el haber sido dictada por un órgano competente.

La conclusión que cabe extraer de este ejemplo es que el orden jurídico está integrado por las normas creadas por las autoridades jurídicas y las normas derivadas lógicamente de aquellas, es decir, normas que son consecuencias lógicas de las normas expresamente creadas. De donde se infiere: 1) que la distinción entre órdenes normativos estáticos y dinámicos es independiente de las concepciones (hilética y expresiva) de las normas; 2) que en los órdenes dinámicos hay normas derivadas, y 3) que Schmill se equivoca cuando cree que la lógica no desempeña ningún papel en la determinación de las normas que forman parte del orden jurídico.



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ArribaAbajoDerechos, Razonamiento jurídico y Discurso racional21

Robert Alexy22


Mi tesis es que hay una relación interna entre la teoría de los derechos y la teoría del razonamiento jurídico. No puede haber una teoría de los derechos sin tener una teoría del razonamiento jurídico, y una teoría del razonamiento jurídico adecuada, presupone una teoría de los derechos. Este es un primer paso. No es suficiente conectar simplemente la teoría de los derechos con la teoría del razonamiento jurídico. Se necesita una razón para hacer necesaria dicha relación. Esta razón puede encontrarse en la teoría del discurso racional que está en la base del sistema en su totalidad. Este es el motivo por el que el título de mi conferencia es: «Derechos, razonamiento jurídico y discurso racional».

Mi artículo se divide en tres partes. La primera parte trata de la teoría de los derechos. En la segunda parte diré algo acerca del papel de los derechos en el razonamiento jurídico. El tema de la tercera parte es la relación entre los derechos fundamentales y el discurso racional.

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1. TEORÍA DE LOS DERECHOS

1. El concepto de derecho

Es imposible presentar aquí una teoría elaborada de los derechos y, afortunadamente, es también innecesario. Me limitaré a dos distinciones que forman la base de mi argumento.

a) Conceptos fuerte y débil de los derechos

La primera diferencia es la distinción entre un concepto fuerte y uno débil de los derechos. Un concepto fuerte de derecho es un concepto de acuerdo al cual todos los rasgos que se consideran importantes en conexión con los derechos, son elementos del concepto de derecho. Se pueden encontrar ejemplos famosos de conceptos fuertes en la teoría de Jhering que define a los derechos como «intereses jurídicamente protegidos23», y en la definición de derecho de Windscheid como «un poder de la voluntad o superioridad de la voluntad que confiere el orden Jurídico24». Otras teorías que proponen un concepto fuerte son las teorías escépticas de los derechos, que primero tratan la existencia de un derecho como elemento del concepto de derecho y entonces -negando la existencia de derechos- pueden declarar fácilmente que el concepto de derecho es un concepto vacío. Todos los conceptos fuertes de derecho tienen una seria desventaja. Ellos transforman cuestiones substanciales de la teoría del derecho muy discutidas en problemas conceptuales.

Las concepciones débiles de los derechos tratan de evitar esto. De acuerdo con ellos, los derechos son relaciones jurídicas25. Quizá la relación-derecho más importante es la de pretensión-derecho. Esta es una relación normativa entre tres elementos: quien detenta un derecho (a), a quien se dirige el derecho (b), y el contenido del derecho (G).   —39→   Usando el operador-derecho «R» podemos expresar una pretensión de la siguiente manera:

(1) R a b G.

La proposición a tiene un derecho oponible a b con respecto a G es equivalente a la proposición b tiene una obligación hacia a con respecto a G:

(2) O b a G.

Esta fórmula expresa una obligación relativa. Los derechos-pretensión y las obligaciones relativas son dos aspectos de la misma cosa. Son, para decirlo en términos lógicos, relaciones conversas.

El contenido de los derechos-pretensión puede ser de actos u omisiones. En el primer caso tenemos un derecho positivo, y en el segundo, un derecho negativo. En una constitución liberal predominan derechos constitucionales negativos contra el Estado. En una constitución socialista se pueden encontrar muchos derechos positivos oponibles al Estado, es decir, los derechos sociales.

Este análisis podría ser mucho más elaborado. Nos llevaría entonces a tipos de derecho más básicos, a las libertades y los poderes, y a una lógica de los derechos que podría seguir ideas de Bentham26, Bierling27 y Hohfeld28. Para nuestros propósitos es suficiente una idea que se puede extraer fácilmente de lo que se ha dicho: los derechos son tipos especiales de normas. No es verdad que todas y cada una de las normas expresan un derecho. Pero si hay un derecho, entonces hay una obligación relativa, y si hay una obligación relativa, entonces hay un derecho. Un enunciado que expresa una relación relativa es un enunciado que expresa una norma29. Si todo esto es cierto, hablar acerca de derechos no es algo misterioso en absoluto. Cuando hablamos de derechos hablamos simplemente de un tipo especial de normas.   —40→  

Volvamos ahora a la distinción entre conceptos fuertes y débiles de derechos. El concepto débil propuesto aquí permite hacer una distinción clara entre derechos y razones para derechos30. La protección de la voluntad libre o de los intereses fundamentales no son elementos del concepto de derecho, pero son posibles razones para derechos y, como razones para derechos, son razones para normas. Aún más, no son las únicas razones posibles para derechos. En principio, cada razón para una norma puede ser una razón para un derecho31. Así, por ejemplo, la eficiencia de la economía, que es un bien colectivo, puede ser considerada como una razón para el derecho individual de propiedad. También nosotros tenemos una solución simple al problema de la existencia de derechos. Existe un derecho cuando la norma a que corresponde es válida. Esto significa que un derecho jurídico existe cuando hay una norma jurídica válida a la cual corresponde. Incluso parece que el problema de la relación entre derechos jurídicos y argumentación jurídicos está resuelto. La argumentación relativa a los derechos jurídicos parece ser la misma argumentación conectada con la aplicación de normas en general. Parece que no hay un discurso especial de los derechos. Que esto no es completamente erróneo pero que, no obstante, es algo superficial en un punto crucial parecerá obvio una vez que veamos nuestra segunda distinción. Esta es la distinción entre reglas y principios o, entre derechos definitivos y derechos prima facie.

b) Reglas y principios

La segunda distinción es una distinción entre dos tipos de normas, esto es, entre reglas y principios32. Las reglas son normas que, dadas determinadas   —41→   condiciones, ordenan, prohíben, permiten u otorgan un poder de manera definitiva. Así, pueden caracterizarse como «mandatos definitivos». Los derechos que se basan en reglas son derechos definitivos. Los principios son normas de un tipo completamente distinto. Estos ordenan optimizar33. Como tales, son normas que ordenan que algo debe hacerse en la mayor medida fáctica y jurídicamente posible. Las posibilidades jurídicas, además de depender de reglas, están esencialmente determinadas por otros principios opuestos, hecho que implica que los principios pueden y deben ser ponderados. Los derechos que se basan en principios son derechos prima facie34.

2. Aplicación y justificación de derechos

La distinción entre reglas y principios tiene consecuencias de largo alcance para la aplicación y justificación de derechos. Primero atenderé a la aplicación de derechos.

a) La aplicación de derechos

El concepto de aplicación de un derecho suena algo extraño. Es bastante claro lo que significa tener un derecho, pero ¿qué se podría querer decir por la aplicación de un derecho? Para estar seguros, hablando estrictamente es siempre la norma que otorga un derecho la que se aplica. Sin embargo, tiene sentido hablar de la aplicación de un derecho. Trataré de demostrar esto refiriéndome a los derechos fundamentales o constitucionales.

Los derechos fundamentales o constitucionales son derechos abstractos. Es típico en las constituciones modernas que se otorgue primero un derecho fundamental y que después se añada una cláusula que autorice   —42→   al parlamento, o a la administración, a delimitar o restringir dicho derecho. Esto crea un problema bien conocido que puede resolverse si se usa la distinción entre reglas y principios. El problema es que un derecho constitucional oponible al Estado, que incluye la cláusula que habilita al Estado a delimitar o restringir dicho derecho, parece no tener ningún valor, o casi ningún valor. Y de hecho, no tiene ningún valor, o casi ningún valor, si se considera que el derecho lo otorga una regla. En este caso, sería una regla que admite cualquier excepción. Haciendo excepciones se podría remover el derecho por completo. El derecho como tal no podría desarrollar ningún poder propio contra las restricciones o limitaciones35. Naturalmente, se podría tratar de introducir una regla adicional estableciendo límites a la limitación del derecho. En la constitución de la República Federal de Alemania se puede encontrar una cláusula que prohíbe eliminar la esencia de un derecho constitucional (art. 19 sec. 2). Pero, ¿cómo se puede determinar la esencia? y, lo que es más importante, ¿debe ser el Estado completamente libre en la delimitación de derechos a condición de que no elimine su esencia?

El panorama cambia completamente si se considera que el derecho es otorgado por un principio36. El problema de delimitación se convierte en un problema de optimización. Esto significa que los derechos constitucionales tienen que realizarse en la mayor medida posible, fáctica y jurídicamente. Las posibilidades fácticas dependen de cursos de acción alternativos. Si no es necesaria la limitación de un derecho constitucional para alcanzar los objetivos del legislador, especialmente si hay medios aptos para alcanzar el objetivo del legislador que interfieran menos intensamente con el principio, entonces hay una posibilidad fáctica mayor de realización del derecho y la delimitación queda prohibida por el principio que está en la base del derecho. Las posibilidades jurídicas de la realización, además de depender de reglas, están determinadas esencialmente por medio de otros principios opuestos. Esos principios opuestos pueden ser o bien principios en conflicto, o bien, otros bienes individuales o colectivos. En la determinación tanto de las condiciones fácticas de realización como de las jurídicas, el derecho   —43→   constitucional tiene una fuerza por sí mismo. Esta es la razón para concebir a los derechos constitucionales como derechos prima facie, esto es, como derechos basados en principios. Si seguimos esta propuesta, la aplicación de un derecho es algo más que la mera subsunción de un caso bajo una regla. Es un proceso de ponderación o balanceo. En el siguiente capítulo se dirá más sobre esto.

b) La justificación de derechos

No sólo se afecta la aplicación de derechos al concebirlos como derechos prima facie basados en principios. Lo mismo se puede decir de su justificación. La proposición de derechos prima facie es una proposición bastante débil. No se decide nada acerca de lo que está definitivamente obligado. Un socialista, siempre que no sea un fanático, puede aceptar un derecho general a la libertad como un derecho prima facie. Podemos tener la esperanza de que lo acomode, a través de un proceso de ponderación, dentro de sus ideales políticos. Un liberal, considerando de nuevo que no es un fanático, puede aceptar el derecho social general a la asistencia social como un derecho prima facie. Aquí, también, podemos esperar que lo reduzca a través de un proceso de ponderación de acuerdo a sus ideales políticos, por ejemplo, que lo transforme en un derecho definitivo con un contenido mínimo.

De esta manera, parece que es posible que la teoría de los derechos fundamentales consista en una lista de derechos fundamentales abstractos que pueden ser tomados en consideración. Tal teoría sería bastante débil, quizá incluso una teoría pobre y, sin embargo, no dejaría de tener algún valor. Contendría el principio de los discursos acerca de los derechos definitivos. La debilidad de tal lista es una explicación de por qué, incluso en los años más duros de la guerra fría, han sido posibles acuerdos internacionales sobre derechos humanos. Esto muestra que tal lista es sólo un primer paso. El segundo paso es la determinación de los pesos relativos de los distintos derechos prima facie. Esto nos lleva a la segunda parte de mi argumento, que trata del papel de los derechos en el razonamiento jurídico.

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II. DERECHOS Y RAZONAMIENTO JURÍDICO

A la distinción entre reglas y principios le corresponden dos tipos diferentes de aplicación de normas: la subsunción y la ponderación. El concepto de un derecho es compatible con ambas. Un sistema jurídico puede contener muchos derechos individuales que no se sostengan en principios. Es fácil dar ejemplos de derechos otorgados por reglas que pueden aplicarse por subsunción sin necesidad de pasar a través del proceso de ponderación. Podrían aducirse los derechos que resultan de la aplicación de las leyes sobre contratos, del derecho penal, del derecho fiscal y del derecho administrativo. En muchos casos, estar seguro de la aplicación de reglas en este tipo de derechos definitivos no es una tarea fácil. Hay muchos casos en que la vaguedad, la ambigüedad, la apertura valorativa o las lagunas, no permiten llegar a una decisión por medio de simple deducción. En estos casos, la subsunción es simplemente un marco dentro del cual tiene que tener lugar el razonamiento jurídico, para llegar a una decisión racional.37 Pero este tipo de razonamiento jurídico no tiene ninguna relación especial con el concepto de un derecho. Se trata de razonamiento jurídico en general.

El panorama cambia si el sistema jurídico tiene derechos que se sostienen en principios. Antes de pasar a los casos, habría que preguntarse bajo qué condiciones un sistema jurídico contiene derechos que se sostienen en principios.

1. Sistemas jurídicos perfectos e imperfectos

En un sistema jurídico como el de la República Federal de Alemania es fácil contestar esta pregunta. La constitución contiene un catálogo de derechos fundamentales y, lo que es más, el art. 1 sec. 3 declara explícitamente que éstos son derechos directamente aplicables que obligan a los legisladores, a la administración y a la judicatura. La fuerza obligatoria de los derechos fundamentales es controlada por la Corte Constitucional Federal, la cual, para este propósito, tiene un poder extensivo. Este   —45→   sistema puede llamarse un sistema de derechos fundamentales perfectamente institucionalizados. En un sistema de este tipo cada aplicación de reglas envuelve -de hecho o potencialmente- derechos fundamentales. En casos de vaguedad, por ejemplo, el juez tiene que tomar en cuenta el impacto de los derechos fundamentales que pueden ser afectados por su decisión.38 Un juez que simplemente aplica una regla tiene que estar seguro de que su aplicación estricta no infringe ningún derecho fundamental.

No hay duda de que las cosas son diferentes en sistemas que no son sistemas de derechos fundamentales perfectamente institucionalizados, por ejemplo, por carecer de derechos fundamentales en el nivel constitucional, o porque no hay un tribunal constitucional. Sin embargo, mi tesis es que, no obstante, -siempre que se trate de sistemas de tipo democrático constitucional occidentales- los derechos fundamentales juegan un papel importante en los sistemas jurídicos, por lo menos desde un punto de vista substancial. En esos sistemas jurídicos, el papel de los derechos fundamentales se debe a la práctica jurídica, y dentro de la práctica jurídica éste se manifiesta en el razonamiento práctico. Desde un punto de vista crítico se podría decir que los derechos fundamentales deben ser promovidos por la práctica jurídica e institucionalizados por decisión política.

2. Ponderación y argumento

Ahora podríamos preguntarnos cómo afecta la existencia de derechos fundamentales básicos al razonamiento jurídico. El punto crucial ya ha sido mencionado. Es el concepto de ponderación o balanceo. El concepto de ponderación es un concepto discutido. Algunos autores opinan que no es más que un camuflaje a meras decisiones o intuiciones39. Esta crítica sería correcta si no se tratara de un procedimiento de ponderación racional. Mi tesis es que hay un procedimiento racional de ponderación.

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El procedimiento de ponderación racionalmente estructurado lo provee la teoría de los principios. Los principios son mandatos de optimización. Como tales, implican lo que en la terminología jurídica alemana se llama la regla de proporcionalidad (VerhaltnismaBigkeitsgrundsatz40). Esta regla comprende tres subreglas: la regla de adecuación (Grundsatz der Geegnetheit), la regla de necesidad (Grundsatz der Erforderlichkeit), y la regla de proporcionalidad en sentido estricto (Grundsatz der VerhaltnismaBigkeit im engeren Sinne). Me referiré primero a la primera y segunda reglas, esto es, la regla de adecuación y la regla de necesidad. Ambas están implicadas por el hecho de que los principios son reglas que ordenan que algo debe realizarse en la mayor medida fácticamente posible. Supongamos que el legislador introduce la norma N con la intención de mejorar la seguridad del Estado. N infringe la libertad de expresión. La seguridad del Estado puede ser concebida como materia, un principio, dirigido aun bien colectivo. A este principio le podemos llamar P1. La libertad de expresión puede ser concebida como un derecho individual fundamental que se basa en un principio. A este principio le llamaremos P2. Supongamos ahora que la norma N no es adecuada para promover P1, esto es, la seguridad del Estado, y sin embargo, infringe P2, o sea, la libertad de expresión. En este caso de inadecuación, existe la posibilidad fáctica de cumplir ambos principios conjuntamente en una mayor medida, declarando inválida N, que aceptando la validez de N. Aceptar la validez de N no conlleva ninguna ganancia para P1 sino sólo pérdidas para P2. Tal solución no sería un óptimo de Pareto. Los derechos como principios exigen óptimos de Pareto.

La deducción de la segunda regla, la regla de la necesidad, es muy similar. Supongamos que hay una alternativa N’ a N, que es suficientemente adecuada para promover P1, y que infringe menos P2 que N. En esta situación, P2, y P2 prohíben conjuntamente N. N no es necesaria para realizar P2, porque P1 puede ser cumplido con un costo menor. De nuevo se trata de un óptimo de Pareto.

La tercera subregla de la regla de proporcionalidad, la regla de proporcionalidad en sentido estricto, tiene un carácter distinto. Esta regla se vuelve relevante cuando un acto realizado por el Estado es adecuado y necesario. Consideremos a un legislador que quiere prevenir,   —47→   de la manera más perfecta posible, que la gente contraiga SIDA. Propone una ley que prescribe que todos los sujetos infectados de SIDA deben ser puestos en cuarentena de por vida. No hay duda de que la salud pública y, por lo tanto, la protección de las personas no infectadas es una meta valiosa. Ahora supongamos que la cuarentena de por vida es una medida tanto adecuada como necesaria para que el SIDA sea controlado en la mayor medida posible. En esta situación, la regla de proporcionalidad en sentido estricto requiere que se tome en cuenta el derecho de aquéllos infectados de SIDA. Prohíbe que se siga sólo un principio, esto es, el ser fanáticos. El contenido de la idea de proporcionalidad en sentido estricto puede expresarse de la siguiente manera:

Cuanto más intensa sea la interferencia en un principio, más importante tiene que ser la realización del otro principio41.

La regla nos dice cómo argumentar cuando sólo se puede cumplir un principio a costa de otro. Tenemos que investigar la intensidad de la interferencia, en nuestro ejemplo, la intensidad de la interferencia con los derechos de aquéllos que serían puestos en cuarentena de por vida, y la importancia de las razones para tal interferencia. Pero es claro que la regla sólo nos dice la dirección del argumento. No prescribe ningún resultado. Alguien que no considere a los derechos individuales como algo con gran valor puede aplicar la regla para favorecer el bien colectivo de la salud pública. Al hacer esto, llegaría al resultado de que la cuarentena de por vida está justificada. Alguien para quien los derechos individuales son muy valiosos llegaría al resultado contrario aplicando la misma regla de ponderación.

Un crítico de la teoría de los principios podría sostener que la posibilidad arriba señalada de llegar a resultados divergentes muestra que toda esta teoría, o al menos el concepto de ponderación, es inútil. Pero esto sería un error. En el razonamiento práctico general, así como en el razonamiento jurídico, no se puede esperar el tener un método que nos permita llegar a una solución definitiva para cada caso difícil. Lo que se puede crear son estructuras racionales para el razonamiento. Es difícil negar que las estructuras implicadas al concebir los derechos como principios son racionales. Por ello, me gustaría proponer, como resultado intermedio, que los derechos fundamentales basados en principios implican una estructura racional de argumentación orientada a través del   —48→   concepto de ponderación, y que una estructura racional de argumentación jurídica implica que los derechos fundamentales tienen que basarse en principios. Con esto tenemos algo más que nada, pero todavía no es suficiente. Para llegar más lejos, debemos ver ahora la relación entre los derechos y el discurso racional.

III. LOS DERECHOS Y EL DISCURSO RACIONAL

1. La idea de discurso racional

Un discurso racional práctico es un procedimiento para probar y fundamentar enunciados normativos y valorativos por medio de argumentos. La racionalidad del discurso se define por un conjunto de reglas del discurso42. Estas reglas garantizan el derecho de cada ser humano a participar en el discurso y el derecho de cada participante de presentar y criticar cualquier argumento. Otras reglas, por ejemplo las que prohíben contradicciones o las que exigen claridad lingüística, la verdad empírica, la consideración de las consecuencias y la investigación de la génesis de las convicciones normativas, no son de especial interés aquí. Para el argumento que quiero presentar ahora, sólo necesito la idea de libertad e igualdad en los argumentos, que es la base normativa de la teoría del discurso. La teoría del discurso sostiene que una argumentación que excluye o suprime personas o argumentos -excepto por razones pragmáticas que tienen que ser justificadas- no es una argumentación racional, y que las justificaciones que se obtienen de la misma son defectuosas. No trataré aquí de argumentar en favor de esto, por el momento lo daré por sentado.

2. El discurso racional y la justificación de los derechos individuales

Un discurso es una empresa colectiva. Sin embargo, la teoría del discurso no expresa, en absoluto, ningún ideal colectivista. Que los individuos   —49→   tengan que discutir unos con otros para ser racionales es una expresión del ideal de que todas, y cada una de las personas, deben ser tomadas en serio. Lo que es verdad en los argumentos racionales acerca de cuestiones jurídicas o políticas tiene implicaciones para las respuestas que se den a tales cuestiones. Mi tesis es que el resultado de un discurso racional sería un sistema de derechos fundamentales que incluya una preferencial prima facie de los derechos individuales sobre los bienes colectivos43. La solución de la cuarentena de por vida para el problema del SIDA no sobreviviría a la prueba del discurso racional, porque éste imposibilita dicha preferencia.

3. El discurso racional y la aplicación de derechos

En muchos casos la respuesta no es clara. La teoría del discurso no es una máquina que nos permita determinar exacta, objetiva y definitivamente el peso de cada derecho, pero muestra que son posibles los argumentos racionales acerca de los derechos. Y por esto, muestra que la inclusión de derechos fundamentales en el sistema jurídico conduce a una conexión entre Derecho y Moral.



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ArribaAbajoLAS RAZONES DEL DERECHO. SOBRE LA JUSTIFICACIÓN DE LAS DECISIONES JUDICIALES

Manuel Atienza44


1. Derecho y argumentación

Alguien podría pensar que Toulmin exageró un tanto las cosas cuando afirmó que la lógica era, o debía ser, «jurisprudencia generalizada45». Pero no me parece que nadie pueda poner en duda que argumentar constituye la actividad central de los juristas y que el Derecho suministra al menos uno de los ámbitos más importantes para la argumentación. Ahora bien, ¿qué significa argumentar jurídicamente? ¿Hasta qué punto se diferencia la argumentación jurídica de la argumentación ética o de la argumentación política? ¿Cómo se justifican racionalmente las decisiones jurídicas? ¿Cuál es el criterio de corrección de los argumentos jurídicos? ¿Suministra el Derecho una única respuesta correcta para cada caso? ¿Cuáles son, en definitiva, las razones del Derecho: no la razón de ser del Derecho, sino las razones jurídicas que sirven de justificación para una determinada decisión?

Con el fin de sugerir algo parecido a una respuesta a algunos de los anteriores interrogantes (en algún caso, inevitablemente, la respuesta consistirá en abrir nuevos interrogantes), utilizaré como hilo conductor de mi exposición un caso jurídico reciente y que además ha suscitado -como no podía ser de otra forma- un enorme interés tanto dentro como fuera del mundo del Derecho: el problema planteado por la huelga de hambre de los presos del GRAPO.

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2. Un caso jurídico difícil: La huelga de hambre de los GRAPO

Los hechos del caso en cuestión -y que el lector sin duda recordará- son los siguientes. A finales de 1989, varios presos de los Grupos Antifascistas Primero de Octubre (GRAPO) se declararon en huelga de hambre como medida para conseguir determinadas mejoras en su situación carcelaria; básicamente, con ello trataban de presionar en favor de la reunificación en un mismo centro penitenciario de los miembros del grupo, lo que significaba modificar la política del Gobierno de dispersión de los presos por delito de terrorismo. Diversos jueces de vigilancia penitenciaria y varias Audiencias provinciales tuvieron que pronunciarse en los meses sucesivos acerca de si cabía o no autorizar la alimentación forzada de dichos reclusos cuando su salud estuviera amenazada, precisamente como consecuencia de la prolongación de la huelga de hambre. Los órganos jurisdiccionales -al igual que la opinión pública y la opinión «esclarecida» de juristas, filósofos, etc. -no llegaron a una misma conclusión, sino a las dos, o tres, siguientes e incompatibles entre sí.

La primera (expresada, por ejemplo, en autos del juez de vigilancia penitenciaria de Cádiz [de 24-1-90], de la sala primera de la Audiencia provincial de Zaragoza [de 14-2-90 y 16-2-90] o de la sala segunda de la Audiencia provincial de Madrid) [de 15-2-90] consistió en considerar que la Administración está autorizada a (lo que significa también, tiene la obligación de) alimentar a los presos por la fuerza, aun cuando éstos se encuentren en estado de plena consciencia y manifiesten, en consecuencia, su negativa al respecto. La segunda solución (que se puede encontrar en los autos de los jueces de vigilancia penitenciaria de Valladolid [de 9-1-90], de Zaragoza [de 25-1-90], No. 1 de Madrid [de 25-1-90], o de la Audiencia provincial de Zamora [de 30-3-90] y que parece contar también con un considerable apoyo en la doctrina penal española46) fue que la Administración sólo está autorizada a tomar este tipo de medidas cuando el preso ha perdido la consciencia. Finalmente, la tercera solución (defendida en algunos medios de opinión pública, pero que no ha sido suscrita por ningún órgano jurisdiccional, aunque sí cuente con algún respaldo en la doctrina penal) sería la de entender que la Administración   —53→   no está autorizada a tomar tales medidas, ni siquiera en este último supuesto, es decir, cuando el preso ha perdido la consciencia47.

El caso se planteó también ante el Tribunal Constitucional en dos recursos de amparo que dieron lugar a otras tantas sentencias del tribunal (de 27 de junio de 1990 y de 19 de julio de 1990) en las que se defiende, precisamente, la primera de las soluciones antes indicadas. La argumentación del tribunal (tengo en cuenta únicamente la primera de esas sentencias, pues la segunda se basa exactamente en los mismos razonamientos) sigue, cabe decir, la siguiente estrategia. En el recurso de amparo se aducía que el auto de la sala segunda de la Audiencia provincial de Madrid en que se declaraba «el derecho-deber de la Administración penitenciaria de suministrar asistencia médica... a aquellos reclusos en huelga de hambre una vez que la vida de éstos corriera peligro» (es decir, la primera de la solución) suponía una vulneración de los artículos 1.1, 9.2, 10.1, 15, 16.1, 17.1, 18.1, 24.1 y 25.2 de la Constitución. El pleno del tribunal va descartando uno a uno los diversos motivos de impugnación y centra su argumentación en el derecho a la integridad física y moral garantizada por el artículo 15 de la Constitución. La alimentación forzada de los presos constituye para el tribunal, en efecto, una limitación de este derecho fundamental, pero que considera justificada por la necesidad de preservar el bien de la vida humana. Y aquí, a propósito del conflicto que surge entre el valor de la vida y el valor de la autonomía personal, el tribunal justifica su opción en favor del primero de ellos -en favor de la vida- basándose, esencialmente, en los tres argumentos siguientes.

El primero es que el derecho a la vida tiene un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte. La persona «puede fácticamente disponer sobre su propia muerte... la privación de la vida propia o la aceptación de la propia muerte es un acto que la ley no prohíbe», pero no constituye un «derecho subjetivo». En consecuencia, «no es posible admitir que la Constitución garantice en su artículo 15 el derecho a la propia muerte», y por tanto, «carece de apoyo constitucional la pretensión   —54→   de que la asistencia médica coactiva es contraria a ese derecho constitucionalmente inexistente» [fundamento jurídico 7].

El segundo argumento es que los presos no usan de la libertad reconocida en el artículo 15 «para conseguir fines lícitos», sino «objetivos no amparados por la ley»: «la negativa a recibir asistencia médica sitúa al Estado, en forma arbitraria, ante el injusto de modificar una decisión, que es legítima mientras no sea judicialmente anulada, o contemplar pasivamente la muerte de personas que están bajo su custodia y cuya vida está legalmente obligado a preservar y proteger» [fundamento jurídico 7].

Y el tercer argumento -que es también al que más relevancia concede el tribunal- es que la «relación especial de sujeción «en que se encuentran los reclusos en relación con la Administración penitenciaria permite «en determinadas situaciones, imponer limitaciones a los derechos fundamentales de internos que se colocan en peligro de muerte a consecuencia de una huelga de hambre reivindicativa, que podrían resultar contrarias a esos derechos si se tratara de ciudadanos libres o incluso de internos que se encuentren en situaciones distintas» [fundamento jurídico 6]. La Administración, en virtud de esta situación de sujeción especial, «viene obligada a velar por la vida y la salud de los internos sometidos a su custodia; deber que le viene impuesto por el art. 3.4 de la L. O. G. P., que es la ley a la que se remite el art. 25.2 de la Constitución como la habilitada para establecer limitaciones a los derechos fundamentales de los reclusos, y que tiene por finalidad, en el caso debatido, proteger bienes constitucionalmente consagrados, como son la vida y la salud de las personas» [fundamento jurídico 8].

3. La teoría de la argumentación jurídica

La teoría de la argumentación jurídica -como cualquiera puede supo tiene como objeto de reflexión las argumentaciones que se producen en contextos jurídicos. En el Derecho existen básicamente tres contextos de argumentación: el de la producción o establecimiento de normas jurídicas; el de la aplicación de normas jurídicas a la resolución de casos; y el de la denominada «dogmática jurídica». Sin embargo, las   —55→   teorías de la argumentación jurídica que se han venido desarrollando en los últimos años (desde los estudios pioneros de los años 50 de Viehweg48, Perelman49 y Toulmin50, hasta las recientes construcciones de MacCormick51 y Alexy52) no se han ocupado prácticamente del primero de estos contextos, seguramente por considerar que se trata de una argumentación más política que jurídica; se han centrado en el segundo, el de la argumentación que se lleva a cabo en la resolución de casos jurídicos; y han prestado alguna atención al tercero, el de la dogmática jurídica, en la medida en que la argumentación dogmática no difiere esencialmente de la que efectúa un órgano jurisdiccional. Simplificando un tanto las cosas, podría decirse que mientras que los órganos aplicadores tienen que resolver casos individuales (por ejemplo, si se les debe alimentar o no por la fuerza a los presos del GRAPO en huelga de hambre), el dogmático del Derecho se plantea más bien casos genéricos (por ejem, el problema de determinar cuáles son los límites entre el derecho a la vida y el derecho a la libertad personal y cuál de los dos derechos debe prevalecer en caso de conflicto). Pero, como hemos visto, la solución dada a esta última cuestión juega un papel muy importante -por no decir, determinante- en la resolución de la primera. O, dicho de otra manera, la dogmática jurídica es una actividad compleja que desarrolla diversas funciones: una de ellas es la de suministrar criterios -argumentos- para la aplicación del Derecho en las diversas instancias en que esto tiene lugar, y la de ordenar y sistematizar los diferentes sectores del ordenamiento jurídico.

Así pues, tanto la labor de los órganos jurisdiccionales y, en general, aplicadores del Derecho, como la de los dogmáticos, puede decirse que consiste en producir argumentos para la resolución de casos, bien sean individuales o genéricos, reales o ficticios. ¿Pero qué significa más exactamente argumentar?

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Qué significa argumentar

Desde el punto de vista de la lógica, un argumento es un encadenamiento de proposiciones, puestas de tal manera que de unas de ellas (las premisas) se sigue(n) otra(s) (la conclusión). El ejemplo tradicional y bien conocido es el silogismo que tiene a Sócrates como protagonista: Todos los hombres son mortales; Sócrates es un hombre; luego, Sócrates es mortal. Quien acepta la verdad de las primeras proposiciones (la mortalidad de los hombres y la humanidad de Sócrates) viene obligado a aceptar también la última, la conclusión de que Sócrates es mortal. También a propósito de la sentencia sobre los GRAPO podríamos decir que el tribunal en algún momento efectúa -explícita o, cuando menos, implícitamente- una inferencia de este tipo. Lo que el Tribunal Constitucional establece en dicha sentencia podríamos ponerlo, en efecto, en forma silogística o deductiva: [La Administración tiene la obligación de velar por la vida de los presos, incluso cuando estos, voluntariamente, la ponen en peligro; con su huelga de hambre, los presos del GRAPO están poniendo en peligro sus vidas; por lo tanto, la Administración tiene la obligación de velar por la vida de estos presos]. Alguien podría decir que esa no es aún la conclusión a que llega el tribunal, pero una objeción semejante puede ser fácilmente contestada mediante otro silogismo u otra deducción: la obligación de la Administración de velar por la vida de los presos implica que cuando su salud corra grave riesgo como consecuencia de una huelga de hambre, debe alimentarles por la fuerza; la huelga de hambre de los presos del GRAPO les sitúa, en efecto, en una situación de riesgo grave para su salud; por lo tanto, la Administración debe alimentarles por la fuerza.

En estos dos últimos ejemplos -y dejadas al margen algunas cuestiones técnicas que no hacen aquí al caso- diríamos que la situación es la misma que en el silogismo a propósito de Sócrates. Las proposiciones son quizás más complejas, las conclusiones seguramente más interesantes (la mortalidad de Sócrates, al parecer, ni siquiera le importó demasiado a él mismo, quizás porque él fuera uno de los inventores de la teoría de la inmortalidad del alma; por el contrario, si se les debe o no alimentar por la fuerza a los presos del GRAPO es una cuestión discutida y discutible),   —57→   pero respecto de los tres ejemplos podríamos decir lo mismo; si uno acepta las premisas, entonces parece que necesariamente debe aceptar también la conclusión.

Ahora bien, esto podríamos presentarlo también de otra forma. Podríamos decir que lo que justifica que afirmemos que Sócrates es mortal o que la Administración debe alimentar por la fuerza a los presos del GRAPO son las premisas respectivas de estos razonamientos. Las premisas son razones que sirven de justificación a la conclusión. Un argumento podríamos verlo entonces no simplemente como una cadena de proposiciones, sino como una acción que efectuamos por medio del lenguaje. El lenguaje, como sabemos, lo utilizamos para desarrollar funciones o usos distintos. Mediante el lenguaje puedo informar, prescribir, expresar emociones, preguntar, aburrir, insultar, alabar... y puedo también argumentar. El uso argumentativo del lenguaje significa que aquí las emisiones lingüísticas no consiguen sus propósitos directamente, sino que es necesario producir razones adicionales. Para conseguir insultar a alguien basta incluso con pronunciar una sola palabra. Pero no se argumenta simplemente con decir que Sócrates es mortal o que los presos del GRAPO deben ser alimentados por la fuerza. Para argumentar se necesita además producir razones en favor de lo que decimos, mostrar qué razones son pertinentes y por qué, rebatir otras razones que justificarían una conclusión distinta, etc. En definitiva, argumentar es una actividad que puede llegar a ser muy compleja. Piénsese, por ejemplo, a propósito del caso de los GRAPO, en la cantidad de razones en una u otra dirección que pueden encontrarse en las resoluciones de los diversos órganos jurisdiccionales, del ministerio fiscal, de los abogados, etc. Tales razones, en parte se solapan y en parte no; algunas nos parecen sumamente fuertes, otras equivocadas y otras quizás discutibles; unos argumentos son centrales con respecto al problema discutido, otros periféricos y otros sencillamente ornamentales; etc. Y algo parecido cabe decir en relación con el resultado que normalmente se persigue en las argumentaciones jurídicas: justificar determinadas decisiones. ¿Cómo es entonces posible que una tarea tan compleja como la de llegar a una decisión en un caso particularmente difícil como el de los GRAPO se resuelva simplemente con un silogismo, o con un par de ellos? ¿Es eso todo lo que queremos decir cuando hablamos de justificar o de argumentar en favor de una decisión? ¿Es, en definitiva, el método de   —58→   la lógica -el método deductivo- el que debe seguir el jurista teórico o práctico para la resolución de los problemas jurídicos?

El papel de la lógica en la argumentación jurídica

Me parece que la mayor parte de los juristas -y no sólo de los juristas españoles- responderían negativamente a esta última cuestión. Unos traerían aquí probablemente a colación la famosa frase del juez Holmes de que «la vida del Derecho no ha sido lógica, sino experiencia53», o la crítica, en general, de los realistas americanos a la teoría del silogismo judicial. El juez -escribió, por ejemplo, Frank54- no parte de alguna regla o principio como su premisa mayor, toma luego los hechos del caso como premisa menor y llega a su resolución mediante un puro proceso de razonamiento. El juez -o los jurados- toman sus decisiones de forma irracional -o, por lo menos, arracional- y posteriormente las someten a un proceso de racionalización. La decisión, por tanto, no se basa en la lógica, sino en los impulsos del juez determinados por factores políticos, económicos y sociales, y, sobre todo, por su propia idiosincrasia. Otros recordarán probablemente a Viehweg y, con él, dirían que el método de la jurisprudencia no ha de ser -e históricamente no ha sido- el axiomático o deductivo de la lógica, sino el estilo -más bien que método- de la tópica. Que la clave del razonamiento jurídico no se encuentra en el paso de las premisas a la conclusión, sino en el establecimiento de las premisas. La tópica, en definitiva -nos dice Viehweg siguiendo una famosa distinción ciceroniana de origen estoico- no es un ars iudicandi, sino un ars inveniendi.

Este punto de vista crítico en relación con el papel que juega la lógica en el razonamiento jurídico apunta a algo que es cierto -la insuficiencia de la lógica para dar cuenta de todos los aspectos de la argumentación jurídica- pero es esencialmente erróneo en la medida en que pretende disociar y contraponer la lógica -la lógica deductiva- y la argumentación jurídica. El error consiste en no haber distinguido, por un lado, entre explicar y justificar una decisión y, por otro lado, dentro de la justificación,   —59→   entre lo que hoy se suele llamar justificación interna y justificación externa55.

Explicar y justificar decisiones: contexto de descubrimiento y contexto de justificación

Para aclarar el primer par de conceptos, puede echarse mano de una distinción que procede de la filosofía de la ciencia, entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación de las teorías científicas. Así, por un lado está la actividad consistente en descubrir o enunciar una teoría y que, según opinión generalizada, no es susceptible de un análisis de tipo lógico; lo único que cabe aquí es mostrar cómo se genera y desarrolla el conocimiento científico, lo que constituye una tarea que compete al sociólogo y al historiador de la ciencia. Pero, por otro lado, está el procedimiento consistente en justificar o validar la teoría, esto es, en confrontarla con los hechos a fin de mostrar su validez; esta última tarea requiere un análisis de tipo lógico (aunque no sólo lógico) y está regida por las reglas del método científico (que, por tanto, no son de aplicación en el contexto de descubrimiento).

Pues bien, esta distinción se puede trasladar al campo de la argumentación en general, y al de la argumentación jurídica en particular. Así, una cosa es el procedimiento mediante el que se llega a establecer una determinada premisa o conclusión, y otra cosa el procedimiento consistente en justificar dicha premisa o conclusión. Si pensamos en el argumento que concluye afirmando que «a los presos del GRAPO se les debe alimentar por la fuerza», la distinción la podemos trazar entre los móviles psicológicos, el contexto social, las circunstancias ideológicas, etc., que llevaron a un determinado juez o tribunal a dictar esa resolución, y las razones que el órgano en cuestión ha dado para mostrar que su decisión es correcta o aceptable, esto es, que está justificada. Decir que el juez tomó esa decisión debido a sus fuertes creencias religiosas o a su identificación con la política penitenciaria del Gobierno significa enunciar una razón explicativa; decir que la decisión del juez se basó en una determinada   —60→   nada interpretación del artículo 15 de la Constitución significa enunciar una razón justificativa. Los órganos jurisdiccionales o administrativos no tienen -al menos, por lo general- que explicar sus decisiones, sino que justificarlas.

Y si se tiene en cuenta esta distinción, es muy fácil ver cuál es el error en que incurren los realistas americanos y, en general, quienes sostienen que el proceso de toma de decisión de los órganos jurídicos no se efectúa de hecho según un modelo lógico. El error consiste, precisamente, en haber confundido el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación. Es muy posible que, de hecho, las decisiones se tomen precisamente como ellos sugieren, esto es, que el proceso mental del juez vaya de la conclusión a las premisas y no al revés, e incluso cabe pensar que la decisión (al menos, en algunos casos) es, sobre todo, fruto de prejuicios; pero ello no anula la necesidad de justificar la decisión, ni convierte tampoco a esta tarea en algo imposible. En otro caso, habría que negar también que se pueda dar el paso de las intuiciones a las teorías científicas, o que, por ejemplo, científicos que ocultan ciertos datos que se compadecen mal con sus teorías estén por ello privándolas de sentido.

Justificación interna y justificación externa

La otra distinción, a la que antes me refería, tiene lugar dentro del contexto de justificación y consiste en lo siguiente. Una vez que un juez o un tribunal ha llegado a establecer, por un lado, la premisa normativa: por ejemplo, la obligación de la Administración de velar por la vida de los presos implica que cuando la salud de éstos corra graves riesgos como consecuencia de una huelga de hambre, debe alimentarles por la fuerza; y, por otro lado, la premisa fáctica: la huelga de hambre de los presos del GRAPO les sitúa, en efecto, en una situación de riesgo grave para su salud; la justificación de la conclusión: a los presos del GRAPO se les debe alimentar por la fuerza, es sólo una cuestión de lógica. Justificar aquí significa que la inferencia en cuestión, esto es, el paso de las premisas a la conclusión es lógicamente -deductivamente- válido: quien acepte las premisas debe aceptar también la conclusión; o, dicho de otra manera, para quien acepte las premisas, la conclusión en cuestión está justificada. A este tipo de justificación, de la que obviamente no puede carecer ninguna decisión jurídica, se le suele llamar justificación interna.

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Ahora bien, este tipo de justificación sólo es suficiente cuando ni la norma o normas aplicables ni la comprobación de los hechos suscitan dudas razonables. Dicho de otra manera, la lógica deductiva resulta necesaria y suficiente como mecanismo de justificación para los casos jurídicos fáciles o rutinarios. Pero, naturalmente, en la vida jurídica no se dan únicamente este tipo de supuestos, sino que, con cierta frecuencia, surgen también casos difíciles (que es de los que se ocupa especialmente la teoría de la argumentación jurídica), esto es, supuestos en que el establecimiento de la premisa normativa y/o de la premisa fáctica resulta una cuestión problemática. En tales casos, es necesario presentar argumentos adicionales -razones- en favor de las premisas, que probablemente no serán ya argumentos puramente deductivos, aunque eso no quiera decir tampoco que la deducción no juegue aquí ningún papel. A este tipo de justificación que consiste en mostrar el carácter más o menos fundamentado de las premisas es a lo que se suele llamar justificación externa. En relación con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el caso de los GRAPO, la consideración del derecho a la vida como un derecho no disponible, la caracterización de la situación del preso como de sujeción especial con respecto a la Administración penitenciaria y la calificación de la huelga de hambre como actividad que persigue fines ilícitos son los argumentos que, de acuerdo con la opinión del tribunal, (o, más exactamente, de la mayoría de sus miembros), fundamentan una determinada interpretación de la Constitución y de la Ley Orgánica General Penitenciaria que funciona como premisa normativa del esquema de justificación interna. Esos argumentos constituyen básicamente -y suponiendo que mi reconstrucción de la argumentación del tribunal constitucional sea correcta- la justificación externa de su decisión. Por supuesto, en los casos difíciles la tarea de argumentar en favor de una decisión se centra precisamente en la justificación externa. La justificación interna sigue siendo necesaria, pero no es ya suficiente y pasa, por así decirlo, a un segundo plano de importancia.

4. Cómo se argumenta frente a un caso difícil

El proceso de argumentación jurídica frente a un caso difícil podría quizás reconducirse al siguiente esquema.

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En primer lugar, hay que identificar cuál es el problema a resolver, esto es, en qué sentido nos encontramos frente a un caso difícil. En general, cabría decir que existen cuatro tipos de problemas jurídicos56: 1) problemas de relevancia, cuando existen dudas sobre cuál sea la norma aplicable al caso; por ejemplo: ¿son aplicables, en relación con el recurso de amparo que resuelve el Tribunal Constitucional, diversas normas internacionales que supuestamente habría vulnerado el auto recurrido? [cfr. fundamento jurídico 3];

2) problemas de interpretación, cuando existen dudas sobre cómo ha de entenderse la norma o normas aplicables al caso; por ejemplo: ¿cómo debe interpretarse el art. 15 de la Constitución y, en particular, qué significa ahí derecho a la vida?;

3) problemas de prueba, cuando existen dudas sobre si un determinado hecho ha tenido lugar; por ejemplo: ¿fue realmente voluntaria la decisión de los presos del GRAPO al declararse en huelga de hambre?;

4) problemas de clasificación, cuando existen dudas sobre si un determinado hecho que no se discute cae o no bajo el campo de aplicación de un determinado concepto contenido en el supuesto de hecho de la norma; por ejemplo: ¿puede clasificarse la alimentación forzada de los presos del GRAPO como un caso de «tortura» o «trato inhumano o degradante», según el sentido que tienen estos términos en el art. 15 de la Constitución? [cfr. fundamento jurídico 9].

En segundo lugar, una vez determinado, por ejemplo, que se trata de un problema de interpretación, habría que ver si el mismo surge por una insuficiencia de información (esto es, la norma aplicable al caso es una norma particular que, en principio, no cubre el caso sometido a discusión) o por un exceso de información (la norma aplicable puede entenderse de varias maneras que resultan incompatibles entre sí).

En tercer lugar, hay que construir hipótesis de solución para el problema, esto es, hay que construir nuevas premisas. Si se trata de un   —63→   problema interpretativo por insuficiencia de información, la nueva premisa será una interpretación de la norma suficientemente amplia como para abarcar el caso en cuestión. Si se trata de un problema interpreta por exceso de información, habrá que optar por una de entre las diversas interpretaciones posibles de la norma en cuestión, descartando todas las demás.

En cuarto lugar, hay que justificar las hipótesis formuladas, esto es, hay que presentar argumentos en favor de la interpretación propuesta. Si se trataba de un problema de insuficiencia de información, la argumentación podríamos llamarla -en sentido amplio- analógica (incluyendo aquí tanto los argumentos a pari o a simili como los argumentos a contrario y a fortiori). Si se trataba de un problema de exceso de información, la argumentación tendrá lugar según el esquema de la reductio ad absurdum: se trataría de mostrar, por ejemplo, que determinadas interpretaciones no son posibles porque llevarían a consecuencias -entendido este último término en un sentido muy amplio- inaceptables.

En quinto y último lugar, hay que pasar de la nueva o nuevas premisas a la conclusión. Esto es, hay que justificar internamente, deductivamente, la conclusión.

5. Criterios de corrección de los argumentos jurídicos

Ahora bien, según lo que hemos visto hasta aquí, la teoría de la argumentación jurídica (que he tratado de presentar, naturalmente, en forma muy esquemática) cumpliría una función de reconstrucción racional. Suministra un entramado conceptual, un modelo que, convenientemente desarrollado, debería permitirnos analizar con una cierta profundidad -y supuesto que el modelo se considere aceptable- los procesos de argumentación jurídica -de justificación de las decisiones- que tienen lugar de hecho. Sin embargo, parece también que una teoría de la argumentación jurídica no debe perseguir únicamente una finalidad de tipo analítico o descriptivo, sino que debe cumplir también -al menos, hasta cierto punto- una función prescriptiva. No debe mostrar únicamente cómo argumentan de hecho los juristas, sino también cómo deben argumentar. El problema no es sólo el de aclarar que es un argumento o en qué consiste la actividad de argumentar, sino también cuándo un argumento (un argumento jurídico) es correcto o es más correcto que otro.

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Por lo pronto, si comparamos la argumentación jurídica con la argumentación que tiene lugar, por ejemplo, en la ciencia o en la filosofía, nos tropezamos inmediatamente con una peculiaridad de la argumentación jurídica que no siempre ha sido bien comprendida. Mientras que en la ciencia y en la filosofía -sobre todo, en la filosofía- las discusiones pueden proseguir indefinidamente, esto es, el proceso de argumentación es un proceso abierto, en el sentido de que no hay ninguna autoridad que tenga la última palabra, en el Derecho la argumentación está, en diversos sentidos, limitada y, en particular, existen instituciones -los órganos de última instancia- que ponen punto y final a la discusión. El que las cosas sean así se debe, naturalmente, a que las instituciones jurídicas -a diferencia de las científicas o filosóficas- no tiene como su función central la de aumentar nuestro conocimiento del mundo, sino la de resolver, mejor o peor, conflictos sociales; no persiguen básicamente una finalidad cognoscitiva, sino práctica. Para lograr esto, se establecen órganos -por ejemplo, el Tribunal Constitucional en nuestro país- que toman decisiones que, efectivamente, hemos de considerar como definitivas (al menos, en relación con un determinado caso). Pero que una decisión sea, en este sentido, definitiva, no quiere decir que sea infalible; ni siquiera que sea correcta. La sentencia del Tribunal Constitucional a propósito de la huelga de hambre de los GRAPO constituye, en mi opinión, un buen ejemplo de decisión última o definitiva, pero equivocada. ¿Y qué quiere decir esto?

No quiere decir, desde luego, que el tribunal haya cometido un error de tipo lógico, un error -podemos ahora decir con más exactitud- en la justificación interna de su decisión. Si se aceptan las premisas de las que parte el tribunal, entonces su decisión está justificada. Lo que ocurre es que esas premisas no parecen estar -o, al menos, así me lo parece a mí- bien fundamentadas. Lo que falla en la sentencia, en definitiva, es su justificación externa y, más exactamente, la fundamentación de la premisa normativa que establece la obligación de la Administración de velar por la vida de los presos, incluso cuando éstos, voluntariamente, la ponen en peligro. Como se recordará, el tribunal justificaba esta interpretación mediante tres argumentos: la no disponibilidad del derecho a la vida; la calificación de la huelga de hambre como actividad que persigue «objetivos no amparados por la ley»; y la caracterización de la situación del preso como de sujeción especial con respecto a la Administración penitenciaria.   —65→   Ninguno de los tres argumentos me parece, sin embargo, que sea sólido.

Por lo que se refiere a la forma de entender el derecho a la vida -y aunque ésta sea una cuestión de enorme complejidad y que aquí sólo es posible rozar-, lo menos que puede decirse es que cabe otra interpretación distinta a la que hace el Tribunal Constitucional que, además, comete, en mi opinión, un cierto error conceptual que consiste en lo siguiente. El Tribunal Constitucional tiene razón al pensar que el derecho a la vida tiene un contenido de protección positiva y que, en ese sentido, no puede asimilarse a un derecho de libertad en el sentido clásico de una libertad negativa. En relación con el derecho a la vida, el Estado no puede limitarse a no poner en riesgo nuestras vidas (como ocurre, por ejemplo, con la libertad de expresión o con la libertad de propiedad, donde el Estado asume únicamente una posición de no intervención y de garantía frente a intromisiones de terceros), sino que además tiene deberes positivos, es decir, debe poner los medios para garantizarnos la vida (hospitales, asistencia médica adecuada, etc.). Pero eso no significa necesariamente que el derecho a la vida no sea disponible en el sentido en que no es disponible, por ejemplo, el derecho a la educación (el niño -o sus padres- no tienen libertad para decidir si aquél debe recibir o no educación). El derecho a la vida es, en mi opinión, un derecho de libre disposición en el sentido de que -a diferencia de lo que pasa, por ejemplo, con el derecho a la educación- se tiene derecho a vivir o a morir. Pero, naturalmente, de la vida no se puede disponer como se dispone de la propiedad, porque el derecho a la vida no puede configurarse como una libertad negativa. El propietario puede transmitir a otro su derecho sobre un determinado objeto, pero yo no puedo transmitir a otro mi derecho a vivir o a morir. En esto, el derecho a la vida se asemeja al derecho de voto o el derecho a elegir una determinada religión. Yo no puedo vender mi voto o hacer -válidamente- un contrato renunciando en el futuro a adherirme a un determinado credo religioso, pero sin embargo, soy libre de votar o de no votar (tal y como está configurado este derecho en nuestro ordenamiento) o de adherirme o no a una religión. En definitiva, el Tribunal Constitucional estaría olvidando que entre una libertad negativa y lo que suele llamarse un «derecho-deber», existen categorías intermedias donde cabría muy razonablemente incluir el derecho a la vida.

  —66→  

El segundo argumento del tribunal, el de que conduzca la huelga de hambre los presos del GRAPO pretenden perseguir fines no lícitos, hace pensar que los magistrados del Tribunal Constitucional (o la mayoría de ellos) tienen una concepción de lo que significa poseer un derecho fundamental que sería más bien de temer si decidieran ser coherentes con ella. Pues tener un derecho fundamental parece que tiene que significar que, al menos en principio, ninguna directriz política ni objetivo social colectivo puede prevalecer frente a él57. El que el ejercicio de un derecho implique un obstáculo para llevar a cabo una determinada política gubernamental o que, incluso, sitúe al Gobierno ante un auténtico dilema no puede ser, por sí misma, una razón válida para limitar dicho derecho. En otro caso, habría que limitar también, y por las mismas razones, la libertad de expresión, de manifestación, etc., cuando con ellas se persigan «fines ilícitos».

En relación con el tercer argumento, la interpretación que en él se hace de la relación de sujeción especial parece verdaderamente insostenible. El internado en centro penitenciario goza -o ha de gozar- de los mismos derechos fundamentales que el ciudadano libre, en la medida en que éstos sean compatibles con el cumplimiento de la pena. Como argumenta en su voto particular uno de los magistrados discrepantes: «la obligación de la Administración penitenciaria de velar por la vida y la salud de los internos no puede ser entendida como justificativa del establecimiento de un límite adicional a los derechos fundamentales del penado, el cual, en relación a su vida y salud como enfermo, goza de los mismos derechos y libertad es que cualquier otro ciudadano, y por ello ha de reconocérsele el mismo grado de voluntariedad en relación con la asistencia médica y sanitaria».

La conclusión que cabe extraer de estos tres argumentos -o contraargumentos es que la respuesta correcta al problema que plantea la huelga de hambre de los GRAPO no es la contenida en la sentencia del Tribunal Constitucional. En mi opinión, tampoco lo sería la otra, la defendida por la juez de vigilancia de Madrid, según la cual sólo podía alimentarse a los presos una vez que éstos hubieran perdido la consciencia. Sino la tercera, la que sostiene que ni siquiera en este último supuesto se les pueda alimentar por la fuerza.

  —67→  

6. Razones jurídicas y razón práctica

Pero ahora, la situación es ésta. Frente a un mismo problema tenemos más de una respuesta que pretende ser correcta. No cabe dudar de que los magistrados del Tribunal Constitucional no sólo son juristas competentes, sino que, además, han realizado un esfuerzo serio y sincero para alcanzar lo que ellos estiman la mejor solución del caso. Y tampoco hay por qué dudar de que quienes han defendido las otras soluciones están adornados también de las mismas virtudes. Pero entonces, ¿cuál es la correcta o la más correcta de las tres posibles soluciones? ¿Y por qué?

Quizás la única forma de contestar a esta pregunta sea recurriendo a una instancia que consideremos de alguna forma superior a la de los jueces y tribunales en cuestión. Por ejemplo, cabría apelar a la opinión pública o, quizás mejor, a la opinión de la comunidad jurídica, como quiera que haya de entenderse ésta. Sin embargo, en casos como el de los GRAPO -en general, frente a los casos difíciles-, la comunidad jurídica está profundamente dividida y, aunque no fuera así, nunca podríamos estar completamente seguros de que la opinión mayoritaria, o incluso unánime, de quienes integran la comunidad jurídica se haya formado de manera plenamente racional. En definitiva, al final tenemos que recurrir no a una instancia real, sino a una instancia ideal, como el espectador imparcial de Adam Smith58, el juez Hércules de Dworkin59, el auditorio universal de Perelman60, o la comunidad ideal de diálogo de Habermas61. Eso quiere decir que la respuesta cor recta sería aquella a la que llegaría un ser racional, o el conjunto de todos los seres racionales, o los seres humanos si respetasen las reglas del discurso racional.

Si ahora siguiéramos cuestionándonos sobre qué cabe entender aquí por racionalidad, por racionalidad práctica, nos encontraríamos con respuestas que difieren en diversos extremos entre sí, aunque todas ellas parecen apuntar a requisitos coincidentes en lo esencial. Así, muchos   —68→   juristas estarían de acuerdo en aceptar que las exigencias que plantea la racionalidad práctica en la toma de decisiones jurídicas podrían reducirse al respecto de los siguientes principios62: el principio de universalidad o de justicia formal que establece que los casos iguales han de tratarse de la misma manera; el principio de consistencia, según el cual las decisiones han de basarse en premisas normativas y fácticas que no entren en contradicción con normas válidamente establecidas o con la información fáctica disponible; y el principio de coherencia, según el cual las normas deben poder subsumirse bajo principios generales o valores que resulten aceptables, en el sentido de que configuren una forma de vida satisfactoria (coherencia normativa), mientras que los hechos no comprobados mediante prueba directa deben resultar compatibles con los otros hechos aceptados como probados, y deben poder explicarse de acuerdo con los principios y leyes que rigen en el mundo fenoménico (coherencia narrativa).

Tales requisitos ponen sin duda límites a la hora de tomar una decisión racional, pero esos límites parecen ser todavía insuficientes, en el sentido de que su cumplimiento no determina necesariamente una única respuesta63. Bien pudiera ser que las argumentaciones en estos principios no posibilitan al decisor a discutir acerca del valor de sus propios puntos de partida ni a seleccionar en el espacio de respuestas coherentes con el sistema de normas aquella más valiosa desde el punto de vista de la ética colectiva. El proceso de construcción de la decisión es inseparable del de justificación de la misma, y esto es una cuestión fundamental de la argumentación jurídica, lo que nos llevaría a desarrollar una Teoría de la Argumentación Jurídica.



  —69→  

ArribaAbajoARGUMENTOS INTERPRETATIVOS Y POSTULADO DEL LEGISLADOR RACIONAL

Francisco Javier Ezquiaga64


1. Planteamiento

La argumentación jurídica no se agota en la argumentación interpretativa.

Si damos por bueno -y, en mi opinión, es la construcción teórica más completa- el modelo teórico de la aplicación judicial del derecho elaborado por el profesor Wróblewski65, la argumentación jurídica estaría presente (o, al menos, debería estar) en todas las fases en las que se descompone dicho modelo: elección de la norma aplicable, determinación de su significado, prueba de los hechos, subsunción de los hechos en la norma y determinación de las consecuencias jurídicas de esos hechos para la norma elegida. La razón reside en la exigencia legal de motivación de las decisiones judiciales vigente en los sistemas jurídicos de nuestro entorno; obligación de motivar que sólo se entenderá cumplida cuando el aplicador presupone razones (argumento) que justifiquen cada una de las decisiones adoptadas en el proceso de aplicación del derecho a un caso concreto.

Sin embargo, la argumentación jurídica tampoco se agota en la argumentación judicial. Esta es la que se desarrolla únicamente en los momentos conflictuales, cuya resolución tienen encomendada los órganos, pero en las organizaciones jurídicas modernas intervienen otros agentes y operadores que trabajan en relación con el derecho y que deben motivar, justificar, argumentar o, en general, «dar razones»   —70→   acerca de la forma en que manejan los materiales normativos. Muchos de los argumentos jurídicos invocados por los operadores jurídicos no judiciales son sustancialmente idénticos a los empleados por los jueces en la medida, sobre todo, en que desarrollan su actividad en relación con éstos: estoy pensando en abogados, fiscales, etc.

De los tres clásicos poderes del Estado moderno, no es, sin embargo, el poder judicial y su entorno el único que utiliza argumentos jurídicos en el ejercicio de sus funciones. También el poder legislativo y el ejecutivo lo hacen al ser tanto sujetos activos como pasivos en relación con el derecho; en efecto, ambos poderes deben, por un lado, adecuar su comportamiento a lo establecido por las normas jurídicas y, por otro, aplicar el derecho. Veámoslo.

En primer lugar, el poder legislativo. Además de que en el desarrollo de su función principal de productor de derecho, el Parlamento debe respetar las normas (casi siempre constitucionales) que regulan el procedimiento legislativo, todo acto normativo (de creación de normas) es un acto de aplicación del derecho, ya que implica, por un lado, aplicar (dándoles un significado concreto, es decir, interpretando) las normas constitucionales que regulan el procedimiento legislativo; y, por otro, aplicar (dándoles un significado concreto, es decir, interpretando) las normas constitucionales que regulan las materias que pueden verse afectadas por el acto legislativo.

Pues bien, lo que ahora nos interesa es que la decisión productora de derecho propia del legislador ha de ser una decisión justificada, ya que la producción de derecho se concibe en nuestra cultura jurídica como una actividad racional orientada hacia objetivos66. Ello obliga al legislador según Wróblewski, a:

a) determinar la finalidad que se persigue;

b) determinar los medios adecuados para la finalidad perseguida;

c) determinar los medios jurídicos para la finalidad perseguida;

d) determinar una norma jurídica como instrumento para lograr la finalidad perseguida; y,

d) promulgar una regla jurídica.

  —71→  

Como es obvio, no todas estas operaciones son susceptibles de un control jurídico para determinar si la decisión legislativa está o no justificada, ya que algunas de ellas son susceptibles únicamente de un control político. Sin embargo, en la medida en que se opta por el derecho como instrumento para lograr objetivos concretos, deben ser jurídicos, al menos parte de los argumentos utilizados para justificar la decisión del legislador. Además, al ser la Constitución el documento que marca las reglas (jurídicas) del juego político, pero, simultáneamente, el documento normativo que ocupa la cúspide del ordenamiento jurídico, incluso las decisiones políticas pueden ser medidas con el parámetro constitucional67.

Por tanto, y en general toda decisión del legislador susceptible de ser controlada por órganos judiciales (e incluso aquí la jurisdicción constitucional) deberá ser justificada a través de argumentos jurídicos: desde la finalidad perseguida con el acto legislativo manifestada, por ejemplo, a través de los debates parlamentarios, el preámbulo de las leyes o el conjunto de su articulado, hasta las reglas o enunciados elegidos para expresar las normas que se desean promulgar, para determinar su consistencia con los preceptos constitucionales.

La situación en cuanto al poder ejecutivo no ofrece particularidades relevantes en relación con lo dicho hasta ahora. Como se sabe, está compuesto por el Gobierno y la Administración. El primero, además de dirigir a ésta, participa de lo comentado acerca del poder legislativo por dos razones: primero, porque, en el parlamentarismo moderno, la inmensa mayoría de los actos legislativos de las Cámaras son iniciativa del Gobierno, que de esta forma ocupa un lugar privilegiado en el procedimiento legislativo; y segundo, porque tiene atribuida también una función normativa a través de la potestad reglamentaria y la legislativa delegada.

La Administración, por su parte, participa de algunas de las características señaladas de la actividad judicial: no sólo aplica permanente derecho, sino que resuelve, motivadamente en muchos casos, conflictos   —72→   con los ciudadanos como instancia previa a la judicial. En esa medida, puesto que la actividad de la Administración debe ser motivada en su mayor parte, y puesto que esa motivación debe realizarse siempre por referencia a normas jurídicas, cabría hablar de una argumentación jurídico-administrativa, en parte similar pero en parte distinta, de la argumentación legislativa y de la argumentación judicial.

El objeto de trabajo es únicamente (y no es poco) la argumentación judicial, es decir, la realizada por los órganos judiciales en el ejercicio de su función (por tanto, resolviendo conflictos por medios jurídicos) con el objetivo de justificar sus decisiones y cumplir, con ello, la obligación de motivar las resoluciones judiciales.

Como sería imposible abordar en este espacio todos los problemas argumentativos que plantea la actividad judicial de aplicación de derecho, voy a limitar mi análisis a la argumentación interpretativa, es decir, a los instrumentos de justificación de las atribuciones de significado a los enunciados elegidos para resolver el caso.

En concreto, el núcleo de mi estudio se centrará en analizar algunos de los argumentos interpretativos más frecuentes en las motivaciones judiciales, con objeto de mostrar que todos ellos encuentran su justificación en lo que ha sido de nominado el postulado del legislador racional, construcción dogmática que entiendo central en el discurso jurídico en general y, particularmente, en los procesos de interpretación judicial.

La hipótesis que planteo e intentaré demostrar es que los argumentos que justifican la interpretación de los enunciados jurídicos se encuentran, a su vez justificados por la imagen ideal de un legislador racional, imagen que, por un lado, parece guiar las decisiones interpretativas pero, por otro, se mantiene porque los operadores judiciales actúan como si fuera real.

2. Los argumentos interpretativos68

Motivar una decisión judicial significa proporcionar argumentos que la sostengan69. Aparentemente, por tanto la obligación de justificar una   —73→   decisión queda satisfecha simplemente presentando una sentencia en la que se recoja una fundamentación jurídica, un razonamiento que con a la decisión tomada.

A partir de ahí, para algunos la relación que liga a los argumentos que motivan la decisión con la decisión misma es sustancial, en el sentido de que ésta es efectivamente obtenida a partir de esos argumentos; para otros, sin embargo, esa relación es meramente formal, es decir, que la motivación ofrecida en la sentencia no tiene por qué ser necesariamente reconstrucción o expresión del razonamiento que efectivamente ha llevado a adoptar la decisión, sino, únicamente, una racionalización ex post para cumplir con la obligación de justificar las decisiones judiciales70.

Un estudio que pretenda analizar las decisiones de un órgano judicial podría, por tanto, abordarse a partir de dos materiales distintos. Por un lado, intentando reconstruir los procesos psicológicos que efectivamente han conducido al juez a su decisión; y, por otro, tomando como objeto de análisis el material decisional, es decir, los argumentos ofrecidos por el aplicador judicial en la motivación de su decisión71. Pero, en primer lugar, una investigación del primer tipo no tendría sentido como algo autónomo de la segunda para aquellos que aprecian una relación sustancial entre motivación y decisión, a no ser como un medio de confirmación de sus tesis. Y, en segundo lugar, el material psicológico es la mayoría de las veces inaccesible y difícil de analizar. En definitiva, el estudio del razonamiento justificativo partiendo de los argumentos ofrecidos en la sentencia puede o no coincidir con el proceso psicológico seguido por el juez para adoptar la decisión, pero, en cualquier caso, el decisional, además de ser el único material accesible, es el único que en estos momentos permite un control institucional sobre la labor del juez.

  —74→  

En este sentido, habría que tener en presente que no todas las motivaciones son iguales (es decir, que no es lo mismo dar razones que dar «buenas razones», que no dar ninguna razón)72 y que no son irrelevantes los argumentos ofrecidos en un caso van a vincularle para casos sucesivos, entrando a formar parte (sobre todo si han sido formulados por el Tribunal jerárquicamente supremo de una organización judicial) tanto del discurso jurídico-práctico como del jurídico-teórico.

Por último, según enseña la filosofía de la ciencia, lo realmente relevante para el avance del conocimiento no son las circunstancias en las cuales se produce un descubrimiento -el contexto de descubrimiento- (en nuestro caso, el proceso psicológico), sino su explicación científica -el contexto de justificación- (en nuestro caso, la motivación)73.

2.1. La analogía:

Para los juristas, este argumento justifica trasladar la solución legalmente prevista para un caso, a otro caso distinto, no regulado por el ordenamiento jurídico, pero que es semejante al primero74.

En el derecho español, de forma similar a lo que sucede en los sistemas jurídicos de tradición romano-napoleónica, el art. 4.1. del Código Civil expresa esa misma concepción, al indicar que:   —75→  

Procederá la aplicación analógica de las normas cuando éstas no contemplen un supuesto específico, pero regulen otro semejante entre los que se aprecie identidad de razón.

En definitiva, nos encontramos con cuatro elementos:

a) una norma N que regula un supuesto S1 al que aplica la consecuencia jurídica C;

b) otro supuesto S2 no regulado por ninguna norma;

c) los supuestos S1 y S2 son semejantes; y,

d) entre los supuestos S1 y S2 se aprecia identidad de razón.

En virtud de todo ello, y por medio del argumento analógico, se justifica la aplicación de la consecuencia C también al supuesto S2

Los problemas de aplicación del argumento son, fundamentalmente, los derivados de la determinación de la existencia de la laguna y de apreciar la semejanza e identidad de razón de los supuestos.

A) La existencia de la laguna:

Tradicionalmente se ha entendido, y de esa concepción es exponente la definición de analogía del art. 4.1 del Código Civil español, que este argumento es un instrumento de integración del ordenamiento, es decir el método por excelencia para solucionar las lagunas del ordenamiento y cumplir así el deber para los jueces de «resolver en todo caso los asuntos de los que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecidos» (según señala, por ejemplo, el art. 1.7 del Código Civil español; complementado por el art. 357 del Código Penal español que señala la pena de suspensión para el juez que «se negare a juzgar, so pretexto de oscuridad, insuficiencia o silencio de la Ley»).

Partiendo de esta concepción, la analogía parece que tiene que intervenir cuando se detecta una laguna en el ordenamiento y sólo en esos casos. Para esta noción tradicional de laguna75, sus notas más relevantes serían:

  —76→  

a) sólo es posible comprender la noción de laguna partiendo de la idea de un ordenamiento completo76;

b) en un sistema tendencialmente completo, con vocación de regular todos los casos posibles, la aparición de una laguna es considerada un fallo, una deficiencia del sistema en la medida en que su plenitud no ha sido perfectamente explicitada77;

c) las lagunas que se detecten en el ordenamiento serán siempre lagunas aparentes o provisionales que el juez puede (y debe) solucionar por medio de los instrumentos que se ponen a su alcance (entre ellos, la analogía78).

Pues bien, esta concepción que he denominado tradicional de la analogía, ligada necesariamente a la solución de las carencias del ordenamiento, creo que no da cuenta de otros usos de la misma.

En primer lugar, quien determina la existencia de la laguna -requisito previo para que entre en juego la analogía- es el juez, sin que el derecho le proporcione ningún tipo de regla para apreciarlo, remiténdole a la simple observación. Ello ocasiona que, en determinadas circunstancias, la laguna es creada por el propio juez: hablándose, entonces, de lagunas axiológicas. Estas serían las derivadas de la confrontación del sistema real con un sistema ideal, de tal modo que no se trata de que el juez carezca de solución para el caso, sino que se carece de una solución satisfactoria para el operador judicial79: entonces el juez proclama la laguna y la soluciona, saltando así por encima de la previsión legal.

  —77→  

En segundo lugar, además de este carácter integrador del ordenamiento, la analogía puede ser un procedimiento interpretativo (lo que Lazzaro llama la explicación analógica)80, que consistiría en que «el juez explica una disposición de significado incierto, pero presente en el ordenamiento, a la luz de otra disposición no equívoca o menos equívoca, invocando no obstante la analogía de las dos previsiones».

B) La semejanza e identidad de razón:

Tampoco el derecho proporciona al juez ninguna pauta para determinar cuándo dos casos son semejantes o gozan de igual razón, de tal modo que se le permite apreciarlo de forma completamente libre. Ello trae consigo que sea aquí donde se concentre el nudo fundamental de los problemas derivados del argumento analógico, ya que el nexo que justifica la extensión de la regulación de un supuesto a otro distinto-precisamente,   —78→   la similitud entre ellos- queda sin justificarse o, en el mejor de los casos, se justifica exclusivamente a partir de los valores propios del juez. Acabo de señalar que la semejanza entre dos supuestos es lo que justifica aplicar a uno de ellos la regulación prevista para el otro, pero ¿cuál es, a su vez, la justificación de esa aplicación analógica?

En mi opinión, la argumentación analógica descansa en el postulado del legislador racional en dos sentidos: por un lado, se asume que si el legislador (racional) ha regulado expresamente un supuesto de hecho, quiere reservar el mismo tratamiento para todos los supuestos esencialmente semejantes al primero81, por otro, como el legislador es racional, el fruto de su actividad es un sistema -el sistema jurídico-, y como tal requiere que las situaciones similares obtengan igual trato.

La ficción en la que se incurre con esta justificación, basada en el silencio del legislador, es que al regular un supuesto ha regulado tácitamente todos los demás casos similares82.

Además de la analogía en sí, el postulado del legislador racional justifica igualmente la obligatoriedad de solucionar las lagunas que puedan producirse en el ordenamiento, ya que, por ser éste una obra perfectamente racional no puede padecer de insuficiencias. El legislador racional ha resuelto todos los casos jurídicamente relevantes, siendo tarea del juez descubrir su regulación entre los enunciados explícitamente dictados.

La función que desempeña el postulado del legislador racional en relación con el argumento analógico es eminentemente ideológica, en la medida en que camufla algunos de los puntos débiles de este modo de razonamiento:

a) en primer lugar, oculta la creación de normas implícitas en varios momentos del uso del argumento:

-primero, al declarar la existencia de la laguna: la ficción del ordenamiento completo permite la aparición de las lagunas axiológicas, de tal modo que el legislador racional justifica incluso traicionar la voluntad   —79→   del legislador real, ya que el postulado no distingue entre lagunas reales y lagunas axiológicas, alcanzando su manto justificador a ambas.

- segundo, al apreciar la semejanza e identidad de razón: esta operación, eminentemente valorativa como ya he señalado, será siempre referida a la presunta intención del legislador racional; cualquier conexión entre supuestos será atribuida a esa hipotética voluntad, pero como el argumento descansa sobre una ficción, es incontrolable en la medida en que la ficción se reconstruirá en función de las necesidades del caso.

- tercero, la analogía tiene un tramo inductivo83 que lleva a elevar la regulación dada a un supuesto a principio válido para regular todos los demás casos similares; ese principio normativo será considerado una norma implícitamente promulgada por el legislador racional, de tal modo que, por mediación del postulado, desaparece cualquier rasgo creador de derecho de la actividad judicial.

b) En segundo lugar, el postulado del legislador racional oculta también la imposibilidad para el legislador real de prever todos los supuestos que van a necesitar una norma jurídica que los regule; incluso la regulación de los problemas jurídicos relacionados con los avances científicos o tecnológicos, imposibles de tener en cuenta por el legislador antes de que se produzcan, va a ser imputada al mismo por su carácter racional; de esa forma se alcanzan dos objetivos: innovar el ordenamiento conservando su estructura84 y mantener al juez como un mero aplicador de las normas que le proporciona el legislador que es el único que puede crear derecho.

c) Por último, el postulado del legislador racional contribuye a ocultar que por medio de la analogía se otorga la misma solución jurídica a dos supuestos que, aunque similares, son diferentes85.

  —80→  

2.2. El argumento a fortiori:

Como es conocido, este argumento es un procedimiento discursivo (la definición es de Tarello) por el que «dada una norma jurídica que predica una obligación u otra calificación normativa de un sujeto o de una clase de sujetos, se debe concluir que valga (que sea válida, que exista) otra norma que predique la misma calificación normativa de otro sujeto o clase de sujetos que se encuentran en situación tal que merecen, con mayor razón que el primer sujeto o clase de sujetos, la calificación que la norma dada establece para el primer sujeto o clase de sujetos86».

A pesar del confusionismo doctrina acerca de las relaciones y difierencias entre los argumentos analógico, a fortiori, a maiori ad minus y a minori ad maius87, la postura más simple, y, en mi opinión más acertada, es considerar que el argumento a fortiori se manifiesta bajo dos formas: a maiori ad minus y a minori ad maius, el primer caso sería «el argumento a fortiori aplicable a las calificaciones ventajosas, como por ejemplo los derechos o las autorizaciones», mientras que en el caso de la forma a minori ad maius sería «el argumento a fortiori aplicable a las calificaciones desventajosas, como por ejemplo los deberes88».

A partir de aquí pueden enumerarse las características o condiciones de utilización más relevantes del argumento:

a) El argumento a fortiori exige, como condición previa para su utilización, el silencio del legislador sobre la hipótesis dudosa. Cuando se aplica el argumento hay que contar con dos supuestos: el expresamente previsto por el legislador en un precepto y aquél al que se le debe dar una regulación jurídica por medio, precisamente, del argumento a fortiori.

b) El argumento a fortiori, más que un argumento interpretativo en sentido estricto, es un método de integración para llenar lagunas legales89,   —81→   en definitiva un instrumento de la interpretación extensiva o analógica. Independientemente de la polémica aludida acerca de si el argumento a fortiori forma o no parte del argumento analógico, parece difícil negar, no sólo las conexiones o similitudes entre ambos argumentos, sino que por medio del argumento a fortiori se suprimen lagunas legales y, en cuanto al resultado, se obtiene u na interpretación extensiva.

c) El argumento a fortiori se basa en la «mayor razón» y en la presunta voluntad del legislador90, es decir, se considera que la conclusión obtenida por medio del argumento refleja su voluntad (implícita). Por ello, no se entiende que estemos en presencia de una laguna, de una imprevisión del legislador, sino que éste ha querido llamar la atención sobre algunos casos más frecuentes o típicos típicos91 que son los mencionados, pero que implícitamente estaba teniendo en cuenta todos aquellos casos que merecen con mayor razón que los previstos, la regulación dictada.

d) Esta mayor razón constituye el núcleo del argumento a fortiori, ya que es lo que se presume que tuvo en cuenta el legislador para no incluir ciertas hipótesis en la previsión legal (el hecho de merecer con mayor razón que las previstas la consecuencia jurídica), y es también el elemento tenido en cuenta por el intérprete para extender la regulación leal a hipótesis no expresamente en el texto elaborado por el legislador92.

Como puede verse, la mayoría de las consideraciones que he realizado a propósito del papel desempeñado por el postulado del legislador   —82→   racional en relación con el argumento analógico serían aplicables directamente al a fortiori: así, aquí también se asume que cuando el legislador ha regulado expresamente un supuesto de hecho, quiere reservar el mismo tratamiento para los supuestos que lo merezcan con mayor razón.

De todos modos, conviene precisar un par de aspectos.

En primer lugar, el postulado del legislador racional despliega su función justificadora en relación con el argumento a fortiori de forma, si es posible, aún más contundente que en relación con la analogía, ya que, la idea de laguna (ni tan siquiera provisional o aparente) casi nunca aparece asociada al argumento a fortiori. La voluntad del legislador racional, su coherencia, aparecen tan claras e incuestionables que se piensa, sin ningún género de duda, que ha querido incluir, implícitamente claro, en su regulación a todos los casos que la merezcan con mayor razón.

En segundo lugar, y la siguiente consideración sería igualmente válida para la analogía, la capacidad de justificación del postulado es tan fuerte, que se oculta sistemáticamente el hecho de que, al menos en algunas ocasiones, la aplicación del argumento a fortiori debe ir precedida de la interpretación del enunciado cuya regulación quiere extenderse. Además, esa atribución de significado al enunciado está mediatizada de tal forma por el objetivo final de poner en práctica un razonamiento a fortiori, que creo poder afirmar que la mayor razón se aprecia de forma intuitiva, a partir únicamente de los valores del aplicador.

2.3. El argumento a contrario:

Este es un argumento por el que «dado un enunciado normativo que predica una calificación normativa de un término perteneciente a un enunciado destinado a un sujeto o una clase de sujetos, se debe evitar extender el significado de aquel término de tal modo que comprenda a sujetos o clases de sujetos no estricta y literalmente incluidos en el término calificado por el primer enunciado normativo93».

Como puede verse, se basa en la presunción de que si el legislador ha regulado expresamente una hipótesis, entonces esa regulación se refiere   —83→   a esa hipótesis y sólo a ella, rechazándose su aplicación a cualquier otro caso distinto al expresamente contemplado por el legislador.

Qué rasgos suelen citarse como característicos de esta forma de razonamiento.

a) En primer lugar, el argumento es considerado un instrumento de la interpretación literal, en dos sentidos: en cuanto que la actividad interpretativa llevada a cabo por medio de este argumento no se sale fuera del texto a interpretar, es decir, se trabaja exclusivamente en un nivel lingüístico; y en cuanto que supone el respeto de la letra, que se convierte en la única guía para la atribución de significado.

b) En segundo lugar, sirve para motivar interpretaciones restrictivas, entendidas como aquéllas que limitan los significados posibles de un texto, de tal modo que no todos los sugeridos por la redacción o por otros datos extratextuales son adoptados. Por ello puede afirmarse que el argumento a contrario es un instrumento de la interpretación literal que tiene como resultado la interpretación-producto restrictiva del texto94.

c) En tercer lugar, el argumento a contrario se basa en la voluntad del legislador racional. Su fuerza persuasiva la obtiene precisamente del hecho de ser fiel a la voluntad del autor del documento: a partir de lo redactado por el legislador para una especie concreta, se deduce por su carácter racional, que su voluntad ha sido excluir de esa regulación otra serie de supuestos del mismo género que prima facie hubieran podido considerarse incluidos95.

d) En cuarto lugar, el postulado del legislador racional oculta la debilidad de los resultados obtenidos por este procedimiento interpretativo. Recordemos que siempre que se hace intervenir el argumento nos encontramos ante un silencio del legislador, silencio que puede ser sustituido, apelando en ambos casos a la voluntad racional del legislador, tanto por medio del argumento a contrario como por medio del argumento analógico   —84→  

El hecho de optar por uno o por otro se justifica exclusivamente en base a una presunción: respetar la voluntad del legislador, voluntad que en ningún caso ha sido expresada ya que el texto a interpretar guarda silencio acerca de la hipótesis que plantea la duda interpretativa.

En definitiva, el argumento a contrario se justifica por uno de los caracteres del legislador racional -su capacidad de prever todos los casos que van a necesitar un tratamiento jurídico- origen, a su vez, del conocido dogma de la plenitud del ordenamiento. En esas circunstancias, las valoraciones del intérprete ocultas por el postulado serían: las que intervienen en la opción entre analogía o argumento a contrario, entre voluntad interpretativa extensiva o restrictiva, ya que la elegida por el intérprete será atribuida siempre a la voluntad del legislador racional; y, en segundo lugar, las que intervienen en la elección del enunciado que va ser interpretado a contrario para resolver el caso96.

Por último, y como ha quedado dicho, al basarse el argumento en el silencio del legislador, su utilización lleva a la creación de una norma «nueva» no expresamente dictada por el legislador, pero que es atribuida al mismo por entenderse que fue dictada implícitamente al promulgar expresamente una regulación particular para una especie del género de   —85→   que se trata. En definitiva, se justifica alegando que el caso contemplado por el legislador constituye una excepción a una regla general contrario y sobreentendida.

2.4. El argumento a partir de los principios:

Como todos ustedes conocen, adentrarse en el problema de los principios en el Derecho es una tarea arriesgada. Todos los operadores jurídicos los invocan constantemente pero, paradójicamente, no es posible llegar a un acuerdo sobre qué son, cuáles son y cuál es su relación con las normas jurídicas.

No esperen ustedes que yo resuelva estas cuestiones, únicamente me interesa analizar una de sus facetas: su utilización como argumento para la integración e interpretación del derecho. Como ese análisis exige manejar un concepto, aunque sea aproximado, de «principios», tomaré prestada una enumeración de los usos que se han dado a la expresión «principios del derecho» realzada por Wróblewski97.

Como se sabe, el profesor polaco enumera tres tipos principales de principios-regla en el derecho:

-los principios positivos de derecho: que serían normas explícitamente promulgadas en una disposición o enunciado, o normas construidas con elementos pertenecientes a varias disposiciones, pero que son consideradas más importantes que las demás.

-los principios implícitos de derecho: que serían las premisas o consecuencias de normas, a través de una inducción en el primer caso y de una deducción en el segundo.

-los principios extrasistemáticos de derecho: que serían principios externos al sistema jurídico, que provienen básicamente o del derecho comparado o de reglas sociales aceptadas por la práctica judicial (moral, costumbres...).

  —86→  

Cuando en la práctica judicial se argumenta invocando los principios se puede estar aludiendo a cualquiera de estos tres grandes tipos, con dos finalidades: integradora o interpretativa.

En primer lugar, los principios -de cualquiera de los tipos señalados utilizados para solucionar lagunas legales y su funcionamiento y los problemas que plantea son muy similares a los de la analogía: la diferencia estribaría en que, mientras en la analogía el implícito que queda cubierto por el postulado del legislador racional es la similitud e identidad de razón de los supuestos, en el caso de los principios es su propia enunciación la que, como diré inmediatamente, debe ser referida a la voluntad del legislador racional por la dificultad de justificarlo de otro modo.

En segundo lugar, los principios son también utilizados con una finalidad interpretativa: ante la pluralidad de significados de un enunciado, se optará por aquél que mejor se adecue a lo establecido por el principio. La razón es que el sistema jurídico elaborado por el legislador racional es coherente, no sólo en cuanto que sus preceptos son consistentes, sino, en un sentido más fuerte, en cuanto que sus normas responden a criterios (o principios) inspiradores comunes98.

De cualquier modo, como ya he anunciado antes, el problema fundamental que plantean los principios, en el que incide directamente la virtualidad justificativa del postulado del legislador racional, es el de su enunciación o reconocimiento. Para abordarlo es preciso distinguir los tres tipos de principios que hemos señalado al comienzo:

- los principios que, como Wróblewski, he llamado positivos de derechos son los que, a primera vista, plantean menos necesidad de justificación en la medida en que son normas positivas. Sin embargo, las cosas no son tan claras. En el caso de principios expresamente recogidos en un enunciado habrá que justificar por qué razón esa norma es más importante que otras para que sea elevada a la categoría de principio. En el caso de los principios-norma construidos a partir de varios enunciados, sería necesario justificar tanto el razonamiento constructivo del principio, como la elevación del resultado al nivel de principio. En ambos casos, la colaboración del postulado del legislador racional es intimidable   —87→   ya que, por su intervención, el juez puede limitarse a declarar que ha constatado la existencia de un principio enunciado por el legislador, no ha hecho más que traducir la voluntad de éste.

- con los principios implícitos de derecho pasa algo parecido. Recordemos que podían ser tanto premisas como consecuencias de normas. Pues bien, las problemáticas operaciones de inferencia o deducción para obtener la norma y la no menos problemática cuestión del motivo por el que al resultado de la operación presuntamente lógica se le asigna la etiqueta de principio, quedan ocultas por el postulado del legislador racional: el juez no ha creado nada, sino que ha desvelado la lógica oculta del legislador.

- por último, los principios extrasistemáticos de derecho son los que, a primera vista, menos pueden ser conectados con la idea del legislador racional, ya que están fuera del ordenamiento jurídico. Sin embargo, también ellos pueden ser reconducidos a esta figura. Por un lado, los principios basados en reglas sociales (moral, buenas costumbres, etc.) plantean el problema de determinar en cada momento su contenido, pero pueden ser atribuidos genéricamente al legislador racional que ordenaría comportarse conforme a ellos. Por otro, los principios basados en la comparación de diversos ordenamientos pondrían de manifiesto la existencia de lo que podría denominarse un supralegislador racional o que no sólo articula un ordenamiento jurídico-positivo perfecto, sino que es capaz de crear grandes familias suprasistemáticas coherentes y racionales. En el momento en que un principio es atribuido a la voluntad de ese supralegislador su capacidad de justificación es todavía mayor, porque, se entiende, que ocupa un lugar jerárquicamente más elevado en el sistema de los principios jurídicos (basta pensar aquí en los principios del derecho natural o de los derechos humanos).

En definitiva, gracias al postulado del legislador racional, cuando el juez utiliza este argumento, en primer lugar, sólo constata principios que le son impuestos por el legislador, y, en segundo lugar, cuando los utiliza, está, o bien, colaborando a eliminar lagunas aparentes del ordenamiento y respetando la voluntad del legislador de dar solución a todos los casos   —88→   jurídicamente relevantes, o bien, atribuyendo a los enunciados dudosos significados que coinciden con la voluntad del legislador y que ponen de manifiesto que el ordenamiento jurídico es un sistema coherente.

2.5. Los argumentos sistemáticos:

Con carácter general, la interpretación sistemática es aquella que intenta dotar a un enunciado de comprensión dudosa de un significado sugerido, o no impedido, por el sistema jurídico del que forma parte99. Por esta razón, el concepto de argumento sistemático reenvía automáticamente al concepto de sistema.

En las culturas jurídicas modernas el conjunto de preceptos que forman un ordenamiento jurídico concreto es concebido, no como una mera adición, sino como un sistema.

Por otro lado, en el ámbito jurídico se utiliza el término sistema en dos acepciones, que han sido denominadas extrínseca e intrínseca. Cuando se habla de sistema extrínseco se hace también en dos sentidos: como la sistematización del material normativo proporcionado por el legislador realizada por el dogmático, que no entraría en la interpretación operativa más que por la vía del argumento de autoridad; o como el modo en el que el legislador presenta su producción normativa, que puede ser invocado en apoyo en una interpretación, por traducir la voluntad del legislador, a través del argumento sedes materiae100.

Cuando se apela al sistema intrínseco en el derecho, se está haciendo referencia al objeto de su conocimiento, es decir, al conjunto de preceptos dictados por el legislador y a sus relaciones. Esas «conexiones sistemáticas»101 justifican el empleo de los argumentos a coherencia y sistemático en sentido estricto.

Antes de entrar a ver, siquiera brevemente, la función justificativa del postulado del legislador racional en relación con estos argumentos que he denominado «sistemáticos», es preciso mencionar un problema previo. Hay quien mantiene que la interpretación debe ser sistemática   —89→   porque el sistema jurídico tiene una lógica interna propia102, es decir, porque posee una coherencia intrínseca y objetiva que justificaría acudir a unos preceptos para aclarar el significado de otros dudosos103. No obstante, entiendo que, caso de que fuera posible construir un sistema jurídico, éste sería un resultado y no un presupuesto de la actividad interpretativa104.

La razón es simple: es difícil creer en la coherencia de un conjunto de normas nacidas bajo regímenes políticos diversos y, en consecuencia, portadoras de valores y fines en ocasiones contradictorios, de tal modo que el carácter sistemático no sería más que una construcción mental del sujeto que examina el conjunto de normas del ordenamiento.

Estas circunstancias provocan que la creencia en la sistematicidad objetiva e intrínseca del ordenamiento se convierta en una cuestión de fe en un legislador intemporal, «ministro -en palabras de Ost y Lenoble- un sistema jurídico anhistórico y armonioso»105, que, como toda cuestión de fe, es de difícil justificación.

La consecuencia más importante de caracterizar el ordenamiento jurídico como un sistema es la de que no pueden coexistir en su seno normas incompatibles, es decir, no cabe la posibilidad de antinomias. A pesar de que esa situación ideal es imposible de llevar a la práctica, ni tan siquiera con la ayuda de los medios informáticos actuales, el jurista, en lugar de reconocerlas buscará argumentos para ocultar su presencia106.

  —90→  

Lo primero que hará es intentar conciliar las normas en principio incompatibles por medio de cualquier instrumento interpretativo, a fin de declarar que la contradicción era aparente.

Si esa interpretación conciliadora fracasa, la única forma de restaurar la coherencia del sistema y la racionalidad del legislador consistirá en aplicar una de las tres clásicas reglas para resolver las antinomias: los criterios jerárquico, cronológico y de la especialidad107 directamente inspirados por el postulado del legislador racional108. En efecto, si la norma superior prevalece sobre la inferior es porque el autor de la norma superior se le considera más racional que al autor de la norma inferior; si la norma posterior prima sobre la anterior es porque el legislador racional, que conoce todas las normas del ordenamiento, ha querido regular de nuevo la materia e, implícitamente, ha derogado la anterior; y si la ley especial deroga a la general es porque el legislador, al regular un aspecto particular, y sin olvidar la regla general que contempla una previsión distinta, ha querido dar un trato diferente a esta hipótesis especial.

Como es sabido, estos criterios no resuelven todos los casos de antinomia, pero como la incompatibilidad entre normas no puede ser tolerada, al impedirlo el carácter racional de legislador, se pondrá en práctica una argumentación a cohaerentia. Pero, además, como el ordenamiento es coherente gracias a la labor racionalizadora del legislador, para la interpretación será importante tener en cuenta el ordenamiento dado por el legislador a su discurso, pues es reflejo de su voluntad y garantía de coherencia, y las conexiones de las normas con las demás del ordenamiento, por ser éste un sistema. Surgen, así, los argumentos a cohaerentia, a rubrica, sedes materiae y sistemático en sentido estricto, que voy a analizar brevemente.

  —91→  

A) El argumento a cohaerentia:

Es aquél por el que dos enunciados legales no pueden expresar dos normas incompatibles entre ellas109; por ello, sirve tanto para rechazar los significados de un enunciado que lo hagan incompatible con otras normas del sistema, como para atribuir directamente un significado a un enunciado, ya que el argumento justifica no sólo la atribución de significados no incompatibles y el rechazo de significados que impliquen incompatibilidad, sino la atribución de aquel significado que haga al enunciado lo más coherente posible con el resto del ordenamiento.

Analizando el funcionamiento del argumento se aprecia que la única fuente de la que puede surgir su capacidad de justificación de los rechazos o atribuciones de significado es la idea de un legislador racional. Se parte de que éste es ordenado, no se contradice y pretende dotar a toda su producción normativa de coherencia. Como se recurre a la ficción de que el legislador en el momento de promulgar una nueva norma ha tenido presente todas las normas existentes hasta ese momento, no pueden darse normas incompatibles. Todo significado de un enunciado que provoque su incompatibilidad con otros enunciados del sistema ha de entenderse que no es correcto, ya que no acataría la voluntad del legislador de respetar el sistema.

B) El argumento sedes materiae:

Es aquél que por la atribución de significado a un enunciado dudoso se realiza a partir del lugar que ocupa en el contexto normativo del que forma parte, ya que se piensa que la localización topográfica de una disposición proporciona información sobre su contenido.

El fundamento y la persuasividad del argumento reside en la idea de que existe una sistematización racional de todas las disposiciones de un   —92→   texto legal110 que no es casual sino expresión de la voluntad del legislador111 El razonamiento implícito que se lleva a cabo es doble: por un lado, se considera como un atributo del legislador racional su rigurosidad en la ordenación de los textos, que obedece a un criterio sistemático112; y, por otro, se piensa que esa sistemática, esa disposición lógica de las materias traduce la voluntad del legislador y es una información subsidiaria dirigida al intérprete113.

C) El argumento a rúbrica:

Consiste en atribuir a un enunciado un significado sugerido por el título o rúbrica que encabeza el grupo de artículos en el que aquél se encuentra. Su justificación es exactamente la misma que la del argumento sedes materiae: de la misma forma que se presume como un atributo del legislador racional que dispone lógicamente las materias tratadas, se presume asimismo que traduce correctamente sus intenciones en los títulos de las leyes y de las divisiones que realiza en su actividad legislativa114.

D) El argumento sistemático en sentido estricto:

Es aquél que para la atribución de significado a una disposición tiene en cuenta el contenido de otras normas, su contexto.

El fundamento de esta apelación y lo que justifica su empleo es, al igual que en el resto de los argumentos sistemáticos, la idea de que las   —93→   normas forman un sistema que obtiene su coherencia del diseño racional realizado por el legislador y de los principios que, como consecuencia de ser un producto racional, lo gobiernan115.

Mucho más brevemente ahora, otros argumentos.

2.6. El argumento psicológico:

Sería aquél por el que se atribuye a una regla el significado que se corresponda con la voluntad del emisor o autor de la misma, es decir, del concreto legislador que históricamente la redactó.

A pesar de que esa voluntad puede estar exteriorizada en varias fuentes, como las exposiciones de motivos y preámbulos de las leyes, no cabe duda que los documentos que por excelencia se consideran expresión de la voluntad del legislador son los trabajos preparatorios.

Quienes defienden la utilización interpretativa de los debates parlamentarios y de los trabajos preparatorios en general lo hacen porque presumen que traducen la voluntad del legislador116, que en el curso de la discusión de la ley ha podido expresarse de una forma más libre y amplia que en el texto aprobado117.

No es difícil ver, en esta postura, una directa presencia del legislador racional: su voluntad es un dato relevante para la atribución de significado por su carácter racional, ya que, a pesar de que el argumento psicológico parte de respetar la voluntad del autor del texto, se identifica, como pasa siempre que se apela al legislador racional, al legislador real con el legislador racional, y los atributos de éste son adjudicados a aquél.

  —94→  

2.7. El argumento de la no redundancia:

Partiendo del principio de no redundancia en el ordenamiento jurídico, según el cual cada disposición legal debe tener una incidencia autónoma, un particular significado, y no constituir una mera repetición de otras disposiciones legales, el argumento de la no redundancia justifica que, entre dos (o más) significados posibles de un enunciado, sea rechazado aquél (o aquellos) que supongan una mera repetición de lo establecido por otra disposición del ordenamiento118.

El argumento no sirve para justificar la atribución de significado a un enunciado que plantea dudas interpretativas sino que su función es justificar el rechazo de un posible significado de ese enunciado, alegando que entendido de esa forma repetiría lo ya establecida por otro enunciado distinto, aunque indirectamente sirve para justificar la atribución de un significado, puesto que al rechazar una interpretación se está motivando aceptar otra.

El origen del argumento se encuentra en la idea de un legislador no redundante que al elaborar el derecho tiene en cuenta todo el ordenamiento jurídico en vigor119 y sigue criterios de economía y no repetición120. Esta imagen de un legislador económico, enmarcada dentro del postulado del legislador racional121, hace que se considere que el intérprete no debe poner de manifiesto la redundancia del legislador al atribuir significado a los enunciados normativos, puesto que hacerlo supondría ir en contra de la voluntad del legislador racional, que es siempre que cada disposición tenga su significado específico.

  —95→  

En principio, la redundancia no tendría por qué ser problemática en el discurso jurídico, puesto que siendo eficaz y cumpliéndose uno de los enunciados redundantes, automáticamente lo serían los demás122. Pero como el postulado del legislador racional no permite reconocer repetición en su discurso, nunca se admiten y se consideran aparentes puesto que pueden ser solucionadas por medio de la interpretación.

2.8. El argumento pragmático:

Es un argumento consecuencialista123 que consiste en justificar un significado a partir de las consecuencias favorables que de él se derivan, o la inconveniencia de otro significado posible de un enunciado por las consecuencias desfavorables que de él se derivan.

El argumento pragmático justifica que cuando hay dos (o más) significados posibles de un mismo enunciado, de los cuales uno le da alguna efectividad mientras que el otro (o los demás) lo convierten en inútil, optar por el primero.

Lo característico de esta forma de razonar es que no se siente la necesidad de justificar ni la bondad de las consecuencias, ni el nexo que une la causa con las consecuencias. Ambos aspectos, ligados a la idea de lo razonable, quedan cubiertos por uno de los atributos del legislador racional: que no hace nada inútil.

2.9. El argumento teleológico:

Consiste en justificar la atribución de un significado apelando a la finalidad del precepto, por entender que la norma es un medio para un fin. El fundamento del argumento es, por tanto, la idea de que el legislador racional está provisto de unos fines de los que la norma es un   —96→   medio, por lo que ésta deberá ser interpretada teniendo en cuenta esos fines124.

El problema del argumento es, por supuesto, determinar cuáles son esos fines, ya que parece que este modo de razonar se mueve en un círculo vicioso en la medida en que el fin sería, en todo caso, el resultado y no el presupuesto de la interpretación.

2.10. El argumento histórico:

Sirve para justificar atribuir a un enunciado un significado que sea acorde con la forma en que los distintos legisladores a lo largo de la historia han regulado la institución jurídica que el enunciado actual regula125.

Del argumento pueden realizarse dos usos, que llamo estático y dinámico. El uso estático es la forma tradicional de entender su funcionamiento: se presume que el legislador es conservador y aunque elabore normas nuevas, su intención es no apartarse del «espíritu» que tradicionalmente ha informado la «naturaleza» de la institución jurídica que actualmente ha regulado126; por ello, ante una duda acerca del significado de un enunciado, el juez justifica su solución alegando que ésta es la forma en que tradicionalmente se ha entendido la regulación sobre esa materia. El uso dinámico consiste en tomar la historia de las instituciones jurídicas como una tendencia hacia el futuro127, como un proceso de cambio continuo, o como un proceso irregular, con rupturas y cambios en las circunstancias que impiden entender las reglas actuales con los criterios proporcionados por regulaciones ya derogadas.

Para poder entender la capacidad justificativa del argumento histórico, en sus dos vertientes, es imprescindible referirse al legislador racional. Es decir, no a una asamblea colectiva e históricamente mutable, sino   —97→   a una persona que se mantiene a lo largo del tiempo, que es la imagen que resume a todos los que han participado en el proceso de elaboración de todas las reglas que en algún período histórico han estado en vigor en un ordenamiento jurídico.

La ficción de la existencia de un legislador personificado, permanente y con una voluntad única128, que hace abstracción del hecho de que toda ley es fruto del compromiso entre varias voluntades o de la pugna entre fuerzas sociales opuestas, justifica, tanto que las legislaciones derogadas puedan ser alegadas como medio de interpretación de reglas actuales, como que se cambie la interpretación en relación a regulaciones anteriores, ya que al utilizar el argumento histórico en este caso no se tiene en cuenta el hecho de que el legislador ha cambiado sino, en todo caso, que han variado sus criterios.

2.11. El argumento por el absurdo:

Sería aquél que justifica rechazar un significado de un enunciado por las consecuencias absurdas a las que conduce129.

Naturalmente, el problema fundamental del argumento es establecer el parámetro que permita concluir en lo absurdo de las consecuencias a las que conduce el significado que es rechazado, y es aquí donde el postulado del legislador racional despliega toda su capacidad justificativa, resumen de lo dicho hasta ahora.

En principio, y por el papel que cumple en relación con el legislador racional, el razonamiento ad absurdum no puede considerarse un argumento autónomo, sino un esquema ad excludendum del que se vale el postulado para rechazar, mientras se utiliza otro argumento interpreta, toda atribución de significado que implique poner en cuestión la imagen de racionalidad del legislador; cualquier interpretación que conduzca a resquebrajar alguno de los atributos que se predican del legislador racional será considerada absurda y rechazada.

  —98→  

3. Conclusión

Así, resumiendo algunas cuestiones mencionadas en el análisis de los demás argumentos interpretativos, podrán ser rechazadas por absurdas todas aquellas atribuciones de significado que impliquen que

-el legislador ha regulado de forma diferente dos supuestos similares;

-el legislador no ha previsto regulación para un caso con relevancia jurídica;

-el legislador, regulado un supuesto, no extiende esa regulación a otros casos que la merecen con mayor razón;

- el legislador ha extendido una regulación a casos para los que no estaba pensada;

-el legislador enuncia principios contradictorios e incoherentes;

- el legislador ha dictado normas incompatibles;

-el legislador no conoce las normas del ordenamiento;

- el legislador no es ordenado;

-el legislador no tiene una voluntad única y coherente;

-el legislador se repite;

-el legislador dicta normas superfluas;

-el legislador no se marca objetivos claros;

- el legislador es mutable.



  —99→  

ArribaAbajoLA DECISIÓN JUDICIAL Y LA INFORMACIÓN

Julia Barragán130


1. Introducción

Aunque pueda parecer lo contrario, no es exagerado afirmar que la calidad y los resultados de un sistema experto aplicado al derecho dependen de una manera directa de la respuesta que se dé a la pregunta acerca de qué es lo que puede ser considerado una argumentación aceptable en el campo de las decisiones judiciales. Lo crucial de esta relación no siempre ha sido suficientemente aceptado por quienes elaboran dichos sistemas expertos, y en la mayoría de los casos aún hoy es percibible la sorpresa que en ellos se produce ante la afirmación de que un sistema experto jurídico (sin que importe cuan refinadas sean las herramientas empleadas en el desarrollo computacional) llega tan lejos o tan cerca como se lo permite la teoría de la argumentación que lo sostiene.

En general es aceptado que el tema de la argumentación racional tiene una innegable importancia filosófica, y como tal ocupa destacado lugar en el ámbito de la discusión intelectual de nuestro tiempo131. Dicha relevancia se percibe como muy especial cuando el tema es referido a la justificación de políticas públicas o en general de los actos de gobierno producidos en un estado democrático. Esto se debe a que el concepto filosófico de democracia, que se concreta en numerosas formas contemporáneas   —100→   de organización política, se apoya fundamentalmente en la publicidad y justificación racional de todos los actos que se ejecutan en el ejercicio del poder.

En el caso de los Tribunales Supremos, en razón del importante papel político que los mismos cumplen dentro de los estados democráticos, el tema es relevante no sólo desde el punto de vista filosófico, sino que adquiere una fuerza concreta muy singular que lo vincula directamente con la existencia y credibilidad del estado racional de derecho, como base fundamental de la dinámica social, política y económica de la vida democrática.

Asimismo, en el caso de los problemas de argumentación en los Tribunales Supremos ella se encuentra técnicamente asociada a las decisiones de dichos Tribunales, es decir que bajo tales circunstancias nos encontramos específicamente frente a un tipo especial de argumentación, que es aquélla que tiende a justificar racionalmente una decisión judicial. Esta asociación del argumento con la construcción de la decisión judicial tiene importantes efectos a la hora de evaluar los requisitos necesarios para su aceptabilidad; y es por otra parte el punto axial que vincula los modernos procesos de manejo de la información con el clásico problema de la argumentación.

Nuestro propósito es mostrar cómo el adecuado almacenamiento y recuperación de la información en el marco de la llamada inteligencia artificial puede contribuir a una mejor elaboración y justificación argumental de las decisiones judiciales. Pero dichos procesos a su vez no pueden llevarse a cabo sin el respaldo de una teoría de la argumentación jurídica. Con la finalidad señalada, se analizará el proceso de diseño de dos prototipos de sistemas expertos construidos para su ensayo en la Corte Suprema de Justicia de Venezuela, poniendo particular énfasis en las relaciones que los mismos han logrado establecer con temas fundamentales de la argumentación acerca de las decisiones judiciales, tales como son el de los métodos de refinamiento de dichas decisiones, y el de las condiciones de incertidumbre bajo las cuales se decide132.

  —101→  

2. Los argumentos acerca de una decisión judicial

De una manera general un argumento es una pieza de discurso (sea éste oral o escrito) mediante el cual alguien trata de evaluar y demostrar a otro o a sí mismo la procedencia de su demanda o punto de vista sobre un asunto, mediante la exhibición de razones suficientes. En el caso particular de los argumentos asociados a una decisión judicial, se presentan adicionalmente dos rasgos particulares: por una parte, las materias sobre las que normalmente versan los argumentos son controversiales, o bien hechos en disputa; y por la otra los argumentos se refieren siempre a decisiones (acciones) que afectan el resultado de tales controversias. Estos rasgos particulares de los argumentos acerca de las decisiones judiciales, van a delinear evidentemente los marcos de aceptabilidad de los mismos.

La construcción de una decisión es siempre un proceso complejo, en el que combinan la evaluación de diversas alternativas de acción (condenar/absolver, admitir/rechazar) con la evaluación de las situaciones del entorno que generalmente asumen también un carácter complejo. En el caso particular de las decisiones judiciales el entorno contiene tanto los elementos normativos (bajo todas sus formas), como los elementos fácticos (en toda su complejidad). De esta evaluación cruzada surge la decisión judicial, cuyas consecuencias se proyectan directamente al menos en dos esferas: primero, la del propio asunto resuelto mediante la decisión, y segundo la de la confianza pública en el estado racional de derecho. Esta última esfera posee una trascendencia política tal que difícilmente podría ser exagerada.

Por tratarse de una acción, que es seleccionada en virtud de reglas en concurrencia con evidencias fácticas, la decisión judicial siempre es elaborada y definida bajo condiciones de incertidumbre; el adecuado uso de la información actúa como corrector de la misma. En consecuencia, el terreno seguro de la sola validación deductiva parece quedar cerrado, y la racionalidad de la selección sólo puede ser evaluada a la luz del manejo que se efectúe de la información disponible.

  —102→  

2.1. Aceptabilidad de los argumentos sobre las decisiones judiciales

El punto de vista que considera que la decisión judicial es siempre elaborada y tomada bajo incertidumbre ofrece una buena base para delinear de manera razonable los patrones de aceptabilidad de los argumentos sobre las decisiones judiciales; pero el punto de vista señalado puede entrar en conflicto con otros puntos de vista alternativos. Si sólo argumentáramos que el punto de vista de la incertidumbre es extremadamente fecundo para la construcción y desarrollo de los sistemas expertos, con toda razón nuestro argumento podría ser calificado de insuficiente. Por tal motivo, quizás resulte de utilidad hacer una breve revisión comparativa del mismo con un par de patrones alternativos de aceptabilidad de un argumento acerca de una decisión judicial que han ejercido y aún ejercen, importante influencia en el terreno de los sistemas expertos y la inteligencia artificial.

Las visiones alternativas que serán consideradas tienen el rasgo común de colocar un énfasis casi absoluto en la coherencia formal de la decisión y en la certidumbre de la misma. Este enfoque general presenta dos variantes; la más radical postula la existencia de un sistema de normas sin brecha alguna, dentro del cual todos los casos pueden lograr una decisión con la sola aplicación de las reglas apropiadas de deducción. En dicho sistema la norma de la ley aplicable al caso serviría como premisa mayor, la situación de hecho bajo consideración del decisor sería la premisa menor, y a partir de allí, siguiendo las reglas de derivación se alcanzaría la conclusión que a su vez produce una decisión cierta.

Como se ha señalado, este punto de partida y la subsiguiente aceptación de los correspondientes patrones de validación de los argumentos sobre decisiones judiciales tienen seguidores numerosos en el campo de los sistemas expertos aplicados al derecho. Esto no debe sorprender demasiado: por una parte las decisiones judiciales tienden a asumir una forma que en apariencia es estrictamente deductiva, y suelen dar la impresión de que partiendo de lo establecido en la ley se ha llegado por un camino directo e inequívoco a la decisión tomada. Desde luego que quienes efectivamente trabajan en la elaboración de las decisiones judiciales saben muy bien que a pesar de lo que se lea en las sentencias, esto no sucede de esa manera. La otra razón para que este enfoque goce de   —103→   una popularidad superior a sus méritos, es que ofrece una base bastante improblemática para quienes trabajan los programas de computación básicamente como manipuladores de símbolos y que atribuyen a los aspectos sustantivos de los problemas sólo un carácter secundario. Creo que a esta manera de plantear el problema puede también atribuirse el carácter trivial de muchos desarrollos, y un cierto desaliento que se suele notar en los usuarios. En muchas oportunidades luego de un largo y minucioso trabajo de quienes han elaborado los programas, las soluciones que los mismos ofrecen son tan elementales a los avezados ojos del jurista, que éste prefiere continuar con los procedimientos tradicionales que le son familiares y le resultan más eficaces.

Una versión más moderada del enfoque señalado es la que considera que si bien los sistemas de normas no presentan brechas, es posible llegar coherentemente a soluciones no idénticas en virtud de que las condiciones establecidas por los sistemas son susceptibles de diversas interpretaciones por arte de los distintos decisores. Pero una vez producida dicha interpretación, lo que resta es aplicar las reglas de deducción correspondientes. En este grupo puede inscribirse el clásico trabajo de Schubert133, que corresponde a un estudio de las actitudes de los miembros de la Suprema Corte de los EE. UU., en la que ha determinado que los magistrados interpretan casi siempre las premisas establecidas conforme a su tendencia (liberal o conservadora), y sentencian coherentemente con dicho punto de vista. Para Schubert dicha coherencia hace que las decisiones sean previsibles, lo cual según su opinión es un valor de extrema importancia.

Sobre estos dos enfoques podrían efectuarse las siguientes observaciones: por un lado, excepto que se quiera supersimplificar la consideración del punto, el supuesto de que existen de manera espontánea los sistemas de normas con los rasgos señalados no parece plausible, con lo cual habrá que incluir como parte del esquema de la decisión, toda la actividad intelectual y material dirigida a la eliminación de las brechas que de hecho existen en tales sistemas134. Y en segundo lugar, la sola   —104→  

selección de las premisas relevantes al asunto bajo consideración es una instancia que queda fuera de la posibilidad de decisión en el sistema de normas, y que demanda un tipo especial de justificación que la sostenga. Desde luego que en estos enfoques se deja sin considerar el duro problema relativo al manejo de los elementos fácticos necesarios para la evaluación de la relevancia de la evidencia.

Tampoco parecen caer bajo consideración casos como los que son resueltos por analogía, en los cuales para incorporar la hipótesis que predica la existencia de una similitud entre el caso A y B (paso previo a la aplicación de las reglas de derivación correspondientes), es necesario superar múltiples dificultades prácticas, y no menos numerosas decisiones bajo incertidumbre.

Todo parece indicar que las teorías que tratan de fundamentar la aceptabilidad de un argumento acerca de las decisiones judiciales sólo sobre la base de la coherencia deductiva, dejan huérfanos de justificación aspectos demasiado importantes de la decisión como para ser ignorados; y como consecuencia de ello, dichos aspectos quedan potencialmente librados a evaluaciones de aceptabilidad extremadamente frágiles.

3. Argumentación, información y sistemas expertos

De lo expuesto puede inferirse que mediante la sola aplicación de las reglas de la deducción no somos capaces de capturar todos los factores que son necesarios para evaluar un argumento acerca de decisiones judiciales. Esto se debe por una parte a que los mismos trabajan y se expresan en lenguaje natural, y por la otra a que se refieren a decisiones tomadas bajo condiciones de incertidumbre. En el mejor de los casos dicho procedimiento de evaluación podría aplicarse a algún argumento de esta clase, después que todos los casos interesantes sobre interpretación de contenidos y verdad sustantiva hayan sido virtualmente resueltas mediante procedimientos no deductivos.

A este respecto hay que considerar que si bien en el terreno de los sistemas artificialmente contenidos, el planteamiento de los problemas   —105→   es siempre claro, las respuestas perfectamente verdaderas son posibles y las pruebas rigurosas existen, en el campo de la argumentación real las cosas no se presentan de tal modo. Allí las premisas sólo parcialmente pueden ser garantizadas; una nueva información puede descalificar algo que ya creíamos seguro; y las analogías pueden muchas veces ser persuasivas pero no totalmente convincentes. Por todas estas razones en los sistemas artificiales es perfectamente legítimo hablar de validez/invalidez como una posibilidad de decisión cierta; mientras que esto carece de sentido en el terreno de la argumentación acerca de decisiones concretas.

Esto tiene consecuencias notables en la elaboración de los sistemas expertos y en general en el campo del manejo automatizado de la información jurídica, ya que en este terreno con frecuencia se logran sólo soluciones triviales, en razón de que no se toma en consideración que antes de construir el sistema formal hay que ahondar en la naturaleza real del argumento jurídico, y aceptar que, en el caso concreto del de y el de las decisiones judiciales, se requieren bases más flexibles para el análisis de los argumentos, que las que nos proveen los sólos procedimientos deductivos. Sobre tales bases, no sólo la determinación de las premisas, sino también, la de las reglas de inferencia a utilizar deben ser establecidas con referencia específica al derecho, ya que los patrones para fundamentar una argumentación varían de una disciplina a otra135. Esto parece natural, ya que para evaluar las premisas de los argumentos necesitamos de información que sólo viene de la disciplina específica; y en consecuencia los juicios sobre los méritos de una inferencia determinada sólo pueden establecerse en el campo de la propia disciplina, porque es allí donde los patrones para la evaluación se desarrollan y se hacen inteligibles. No es en vano que los elementos esenciales del argumento acerca de una decisión (demanda, área, validación y respaldo) requieren de conocimientos específicos, junto a los conocimientos puramente deductivos.

La tendencia a considerar de una manera rígida que las solas herramientas deductivas son suficientes para evaluar la aceptabilidad de los argumentos, y la creencia en que los patrones de evaluación de la información tienen carácter universal, ha tenido como consecuencia que   —106→   al producirse el manejo automatizado de la información muchos argumentos de indudable importancia jurídica resultan desechados por inválidos. Este resultado perverso ha generado dos tipos de reacciones: por una parte la de quienes aceptan pagar el alto precio de la trivialización de sus resultados con la finalidad de conservar la consistencia formal de sus elaboraciones; mientras que otros no se deciden a abandonar tales argumentos, y buscan de reconstruirlos mediante la incorporación de premisas, usando el viejo recurso de los entimemas.

En el terreno de la Inteligencia Artificial, los llamados procesos de refinamiento tratan de aprovechar los conocimientos que poseen los expertos en la materia, con el fin de caracterizar adecuadamente las premisas implícitas en un razonamiento. Aun cuando esta actividad es llevada a cabo por los juristas de manera casi automática, cuando se hace necesario un desglose analítico de los procesos de conocimiento que ello implica, se descubre que hay un gran número de elementos no deductivos que se aplican antes de utilizar la deducción. Y naturalmente también se torna claro que el uso de tales mecanismos no puede ser dejado sin patrones que regulen sus métodos de aceptación y de soporte136.

En el desarrollo del sistema para determinar la aplicabilidad de la Ley Penal Venezolana a un caso determinado (KBS), mediante una serie de procesos de refinamientos del sistema en los cuales intervinieron de manera directa los Magistrados, se logró capturar la experiencia de los mismos, mejorando notablemente el rendimiento inicial de KBS. Sin embargo, lo que juzgamos como la consecuencia más importante del desarrollo de KBS ha sido la de poner en evidencia muy tangible el modo en que se transforma una decisión en virtud del tratamiento argumental de que es objeto. En la Suprema Corte Venezolana la expresión «decisión bajo condiciones de incertidumbre» comenzó a interpretarse de un modo mucho menos prejuiciado. La incertidumbre se pone de relieve cuando se ve que es posible derivar una serie de consecuencias diferentes tanto a medida que se agregan nuevas consideraciones de hecho, como cuando se hacen jugar de distinta manera los elementos normativos. Asimismo, se ha tornado muy evidente el particular comportamiento de   —107→   la argumentación en los asuntos altamente controversiales. En tales casos la consideración de las motivaciones estratégicas de determinadas premisas, puede ayudar mucho en la evaluación del argumento.

Por otra parte, como consecuencia del desarrollo de KBS la idea de que la validez y la incertidumbre son absolutamente incompatibles comenzó a repensarse, y se incorporaron elementos más sutiles mediante el uso del concepto de «soporte que un argumento puede exhibir». En este terreno es posible hablar de diferentes niveles de soporte de una decisión válida, lo cual permite mantener la idea de validez de la decisión y relacionarla a su vez con la de incertidumbre de la misma. Una decisión aunque sea válida es siempre tomada bajo condiciones de incertidumbre, y uno de los principios más saludables de la decisión judicial es que ella no se rige por reglas inmutables sino que es capaz de iluminar y trazar su propio camino.

A su vez, el hecho de que la decisión sea tomada bajo incertidumbre no excluye el uso de elementos de validación de origen deductivo, ya que aunque las Cortes no pueden emplear tales procedimientos para seleccionar sus premisas o fundamentar el uso de una determinada analogía, pueden y deben utilizarlos en la evaluación de la validez de sus argumentos. Esto no sólo posibilita un análisis crítico más claro y preciso, sino que hace más fácil someter las razones que justifican la decisión a una evaluación independiente.

Así las cosas, queda aún por considerar el problema de cuál es el momento en que opera la justificación de una decisión bajo condiciones de incertidumbre. Desdichadamente la afirmación en la que Jerome Frank sostiene que el juez generalmente comienza con la conclusión que considera adecuada, y sólo después busca racionalizar este resultado tratando de mostrar que el mismo deriva necesariamente de la regla legal relevante para el caso137, aunque fue efectuada en 1936 no ha perdido actualidad en nuestro tiempo. Una afirmación como ésta ignora completamente cuál es la estructura de justificación de una decisión racional. Este tipo de decisión no sólo se apoya en una argumentación formalmente convincente, sino que está determinada por el uso oportuno de toda   —108→   la información como único método de corrección de las probabilidades subjetivas138.

Por esta razón una característica fundamental de la justificación racional de dicho proceso de construcción de la decisión es que la misma no puede elaborarse fuera o separadamente de la propia construcción, sino que debe ir acompañando al proceso de definición de la decisión. Desde este punto de vista, aunque es perfectamente posible lograr una argumentación justificatoria coherente con algún principio para una decisión ya tomada, sólo tiene carácter de racional aquella que ha acompañado en su totalidad el proceso de construcción de la decisión y no aquélla que se refiere a un acto de decisión ya tomado.

Con la aceptación de este rasgo de la justificación de las decisiones racionales como punto de partida fue desarrollado el SECI (Sistema de Encapsulamiento y Consulta Inteligente). Este sistema considera los modos decisorios de un procedimiento en lo contencioso administrativo en la instancia de la Corte Suprema de Justicia y trata de ofrecer la información de manera oportuna en los diferentes momentos del proceso. De este modo, en cada momento procesal que ha sido previamente aceptado como no rutinario (es decir, como una auténtica instancia de elaboración de una decisión), se ofrecen los antecedentes jurisprudencia que puedan contribuir a la corrección de las probabilidades subjetivas del decisor. Esta información presenta la forma de una sentencia anterior o de un voto en disidencia sobre la materia.

El método de encapsulamiento y el de búsqueda han sido diseñados para facilitar la consulta en los momentos en que la probabilidad subjetiva puede efectivamente corregirse, lo cual da un gran dinamismo al manejo de la información, y la dota de un enorme sentido en el proceso de construcción de la decisión y de los argumentos acerca de la misma.

4. Conclusiones

Cuando un jurista frente a un desarrollo de inteligencia artificial aplicada al derecho, o ante un sistema de manejo automatizado de la información   —109→   jurídica muestra escepticismo, suele provocar dos tipos de reacciones: la de quienes sostienen que dicho jurista no está suficientemente preparado para los avances tecnológicos de este siglo, o la de los que opinan que es la inteligencia artificial la que no logra ofrecer soluciones interesantes a los problemas jurídicos. Al margen de que para ciertos casos específicos alguna o ambas afirmaciones sean verdaderas, la aceptación general de las mismas puede dar lugar a una peligros a trivialización del problema.

En rigor, los sistemas elaborados con base en los desarrollos de la inteligencia artificial no son sino herramientas que cobran sentido y se hacen inteligibles en el marco de una determinada teoría acerca de la argumentación y de la información. Fuera de las mismas son la mayoría de las veces sólo un torpe y pretencioso artefacto tecnológico. Por el contrario, insertas activamente en el lenguaje sugerido por esas teorías, son capaces de generar no sólo buenas respuestas al problema concreto del manejo inteligente de la información jurídica, sino que constituyen un fluido vehículo de difusión entre los magistrados y los hombres de derecho, de los conceptos filosóficos que contribuyen a hacer más racional las argumentaciones acerca de las decisiones.

Desde este punto de partida, en el desarrollo de KBS y SECI, se ha tratado de insistir en el estímulo de un intercambio sistemático entre los miembros de la Corte y quienes construyeron los sistemas, como un modo de que estos últimos penetren en la naturaleza de un argumento real acerca de las decisiones judiciales concretas. Aunque los resultados prácticos de los sistemas han sido considerados excelentes por los usuarios, desde nuestro punto de vista, los hallazgos más importantes radican en haber podido concretar en programas de computación (que son algoritmos susceptibles de validación), el manejo dinámico de que es objeto la información en el mundo de las decisiones bajo incertidumbre.

Asimismo, consideramos muy importante el haber podido comprobar que la trivialidad de algunos sistemas expertos no es un problema cuya solución es imposible, sino que el mismo deriva fundamentalmente de que quienes desarrollan los sistemas son renuentes a aceptar que para lograr resultados interesantes desde el punto de vista del derecho, además de la teoría propia de la inteligencia artificial es necesaria la aplicación de una teoría apropiada de la argumentación jurídica. Esta aproximación parece ofrecer la perspectiva de un terreno mucho más fértil para los desarrollos que el que hemos tenido hasta el presente.





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ArribaAbajoRAZONES DE LA FILOSOFÍA POLÍTICA139

Norberto Bobbio140


Era previsible que la institucionalización de la cátedra de filosofía política al crearse las nuevas facultades de ciencias políticas a finales de los años sesenta provocase un debate sobre la naturaleza, contenidos y objetivos de la nueva disciplina que ganaba su puesto al lado de dos materias tradicionales, la historia de las doctrinas políticas y la ciencia política para no hablar de la todavía más nueva sociología política. En realidad ese debate no se dio, o fue muy inferior en cuanto a intensidad y vivacidad que el que había precedido y acompañado el nacimiento de la disciplina.

Entre el 11 y el 13 de mayo de 1970 tuvo lugar en la Facultad de Derecho de Bari, gracias al profesor Dino Pasini, un congreso dedicado a la «Tradición y novedad en la filosofía política», en el que le tocó a Alessandro Passerin d’ Entrèves, primer titular de la materia, y a mí que sería su sucesor dos años después, presentar las conferencias introductorias. Ninguno de los dos nos dejamos seducir por la tentación, tan frecuente en estos casos, de proponer su particular concepto de filosofía política, es decir, de ceder a la presunción de decir qué debe ser la filosofía política. D’ Entrèves en su ponencia intitulada manzonianamente El comportamiento asignado a los estadistas se plantea el siguiente problema: «¿Existen características comunes que se encuentran en todos los pensadores que normalmente son catalogados como políticos?». Puesto en estos términos el asunto requería una respuesta basada en una pesquisa histórica consistente en una serie de juicios de hecho,   —114→   por encima de juicios de valor, aunque presuponía un acuerdo tácito apoyado en una convención ampliamente condividida sobre lo que se debía entender por «pensador político», o para responder la metáfora manzoniana, qué es lo que debe ser colocado en la «casilla» (en la que «destacaban» naturalmente Maquiavelo «licencioso, pero profundo», y Botero «recatado, pero agudo»). Los ejemplos proporcionados por d‘ Entrèves que iban de San Agustín a Santo Tomás, de Hobbes a Locke, de Maquiavelo a Montesquieu, se apegaban al acuerdo. Este procedimiento para definir la filosofía política es el típico mecanismo empírico en cuanto a extensión e intensión. Fijado el contenedor (extensión) se trataba de ver qué cosa había dentro (intensión).

También mi ponencia era descriptiva porque, presentando una clasificación de los principales significados lexicales de «filosofía política», no tenía intención de elevar alguno de ellos a definición privilegiada y exclusiva y por tanto de dar algún carácter estipulativo. Estos significa eran los siguientes: descripción y propuesta de la óptima república, búsqueda del fundamento último del poder y por tanto del deber de obedecer, determinación del concepto general de política, con la consecuente distinción entre política y moral, entre política y derecho, entre política y religión, y finalmente metodología de la ciencia política o metaciencia política. La necesidad de esta clasificación, que tenía un valor puramente analítico sin intención normativa alguna, brotaba de la constatación de que a la categoría de la filosofía política se suelen asignar obras aparentemente muy diferentes entre sí, como la República de Platón, el Contrato social de Rousseau, la Filosofía del derecho de Hegel, y que en estos últimos tiempos, luego del gran interés por los problemas de la filosofía de la ciencia, y de la sospecha de que la filosofía tradicionalmente entendida sea un saber ideológico, por «filosofía» se deba entender exclusivamente la crítica de la ciencia141.

El debate italiano fue precedido a distancia de un año por una discusión semejante que tuvo efecto gracias al Instituto internacional de filosofía política, en un congreso parisino cuyas memorias vieron la luz   —115→   en 1965. El Instituto fundado por Boris Mirscine-Guetzévitch, pero encabezado desde el inicio por Georges Davy, había inaugurado sus seminarios anuales, que continúan hasta ahora, con un debate sobre el tema fundamental, el «poder», cuyas actas fueron publicadas en dos volúmenes en 1965. El sexto congreso fue dedicado L’ idée de philosophie politique. De las ponencias sólo dos tocaban el tema específico, la de Paul Bastid, L’ idée de philosophie politique, y la de Raymon Polin, Definition et défense de la philosohie politique142 Ambas transitaban el camino opuesto al que seguiría el debate italiano: se proponían explicar en qué cosa consistiese la «verdadera» filosofía política y, por tanto, tenían un preciso objetivo propositivo. La verdadera filosofía política era lo que ella debía ser. Bastid se había limitado a distinguir la filosofía política frente a la filosofía de la historia, la filosofía moral y la filosofía jurídica, lo que tradicionalmente es un tema académico, con el que el enseñante de una disciplina introduce el discurso sobre la propia materia, y a concluir que ella se resuelve en la búsqueda de los primeros rudimentos o de los principios fundamentales de la organización social. Polin, en cambio, se proponía declaradamente la misión de dar una definición de filosofía que sirviese para «recouvrir» y para «remplacer» las definiciones tradicionales. Después de haberla definido como la forma de conocimiento superior que tiene la tarea de «hacer inteligible la realidad política», explicaba que ella era en el universo del conocimiento insustituible, y tenía una función «crítica y normativa», sobre todo la de tomar en consideración y favorecer «un avenir de libertad».

En el mismo congreso Renato Treves leyó un trabajo sobre la noción de filosofía política en el pensamiento italiano: constataba que eran dos las acepciones predominantes de la expresión, siendo entendida, de una parte, como descripción del Estado óptimo y, de otra, como la investigación sobre la naturaleza y objetivos de la actividad política que debe ser distinguida de otras actividades del espíritu (la referencia a la filosofía de orientación espiritual dominante en Italia era evidente), y sobre todo de la actividad económica y de la moral.

Este análisis constituyó un buen precedente de la discusión de Bari: en efecto dos de los significados de filosofía política que enuncié corresponden   —116→   a los resaltados por Treves en el pensamiento italiano contemporáneo. Luego él mismo declaraba su preferencia por un tercer significado, allí donde afirmaba que a su manera de ver la filosofía habría debido ser considerada como «metodología de la ciencia política, como reflexión sobre el lenguaje, sobre los límites y fines de esta ciencia»143. Con esto llama la atención sobre una posible definición de filosofía política que no correspondía a las tradicionales, y me sugería uno de los cuatro significados de mi clasificación. Sólo faltaba la acepción de filosofía política como justificación de la obligación política, o lo que es lo mismo, como problema de la legitimidad del poder.

A este problema siempre había sido más sensible el pensamiento político inglés, que se había interrogado sobre los límites del poder, vistos ex parte civium, mucho más que el pensamiento político continental cuyo problema funda mental había sido el de la razón de Estado, o sea, de la legítima ruptura de los límites, ex parte principis. El tema de la obligación política había sido importado en Italia por d’ Entrèves que había tenido su primera y decisiva formación académica en Inglaterra. No por casualidad en su ponencia de Bari, después de haber expuesto los que consideraba los caracteres comunes de las filosofías políticas tradicionales concluía que estos rasgos comunes convergen hacia un único problema, que es el de «percatarse de los vínculos de dependencia que abrazan al hombre de la cuna a la tumba», y en definitiva de hacer posible la respuesta a la pregunta: «¿Por qué un hombre debe obedecer a otro hombre144?» Ocupándose de este problema, concluía, los grandes escritores políticos del pasado hacían filosofía, «eran filósofos y no simples recopiladores y ordenadores de datos».

En la discusión de Bari no se había podido tomar en cuenta el artículo del Prof. Raphael de la Universidad de Londres, What is Political Philosophy? publicado el mismo año en el volumen Problems of Political Philosophy (que cito de la segunda edición de 1975). También Raphael seguía la otra vía, la de expresar su opinión sobre lo que la filosofía política debería ser, para distinguirla sea de la teoría política perseguida por los sociólogos y científicos de la política que se propone «explicar» el fenómeno político, sea por la ideología que tiene un carácter exclusivamente normativo. El propósito de la filosofía política no es, según   —117→   Raphael, la explicación sino la justificación, su cometido no es prescriptivo como el de la ideología, sino normativo en el sentido limitado que ofrece buenas razones para que se acepte o rechace una proposición. En pocas palabras, los objetivos de la investigación filosófica, que valen naturalmente también para la filosofía política son, a juicio de Raphael, esencialmente dos: a) la aclaración de los conceptos; b) la evaluación crítica de las creencias. Ambos propósitos son fina y claramente ilustrados por el autor.

No tiene caso comentar esta y las otras interpretaciones de la filosofía política. Tot capita tot sententiae. Tampoco hay que maravillarse que la filosofía política siga la suerte de la filosofía general que continúa interrogándose sobre sí misma desde que nació, tanto así que una parte conspicua del saber filosófico consista en un saber reflexivo, en filosofar sobre la filosofía. Aquí me interesa poner en evidencia que también la filosofía de la filosofía, que podemos llamar metafilosofía, puede tener, a semejanza de la metaciencia, un carácter descriptivo o prescriptivo. El debate como se desarrolló en Bari tuvo un rasgo predominantemente descriptivo, en contraste con el debate parisino y con el artículo de Raphael cuyo patrón es fundamentalmente prescriptivo. Luego se puede precisar que una metafilosofía descriptiva se orienta hacia el descubrimiento y el análisis de las definiciones lexicales que tienen en cuanto tales un derecho igual a ser tomadas en consideración, mientras una metafilosofía prescriptiva desemboca irremisiblemente en una definición estipulativa, que tiende a excluir todas las demás.

A pesar de la expansión gradual de la enseñanza de la filosofía política en nuestras universidades, las primeras discusiones sobre la naturaleza, los fines y los límites de la disciplina no tuvieron muchas repercusiones en los años siguientes. Una oportunidad para retomarlas fue la publicación de la nueva revista «Teoría política», cuyo primer número apareció a comienzos de 1985. Al proponer la confrontación entre filósofos de la política y científicos de la política y al invitar a colaborar y a interactuar a filósofos, sociólogos, historiadores, politólogos y juristas, la revista no podía dejar de provocar discusiones de naturaleza metodológica. La primera intervención apareció en el tercer número, gracias a Danilo Zolo, quien para desarrollar sus consideraciones partía del debate de 1970 como si en el intervalo de tiempo, a lo largo de quince años, y por tanto no tan breve, no se hubiese alzado ninguna voz digna de ser   —118→  

escuchada145. Incluso los otros escritos a los que Zolo se reclamaba, de Sartori y Matteucci, sobre el tema de la naturaleza de la ciencia política que no podía dejar de ser examinada sin confrontarla con la filosofía política, se remontaban a esos años. Por igual la ciencia política cuando apareció, o mejor dicho cuando reapareció bajo las cambiadas vestimentas de ciencia a la americana, aproximadamente diez años antes, provocó una discusión semejante. Todo discurso sobre la ciencia política llamaba en causa a la filosofía política y viceversa. En el sexto volumen de la gran Storia delle idee politiche economiche e sociali, dedicado al siglo veinte y publicado en 1973, se encuentran frente a frente un en sayo de d’ Entrèves sobre la filosofía política, con un parágrafo sobre la distinción entre filosofía política y la ciencia política, y uno de Giovanni Sartori sobre la ciencia política, con un parágrafo sobre la filosofía política146. Bajo un razonamiento simétrico e inverso, en el primero la filosofía aparece como no-ciencia, en el segundo la ciencia se muestra como no-filosofía.

La relación entre filosofía política y ciencia política era el tema principal del artículo de Zolo de 1985, pero considerado más desde el punto de vista de la ciencia política de la que criticaba la concepción neo-empirista o neo-positivista, predominante en Italia, sostenida por mí, y no desde el de la filosofía política. En referencia a esta última se congratulaba de que en nuestras universidades la filosofía política se hubiese emancipado de la filosofía del derecho, que tenía una larga tradición, y que hubiese superado el complejo de inferioridad frente a la ciencia política y a la sociología política. Retomaba el «mapa» diseñado por mí de los varios y posibles significados de filosofía política y planteaba una tesis para profundizar, según la cual, la distinción entre filosofía política y ciencia política puede remitirse «probablemente» a una diferencia de grados, a una tendencial polarización de maneras de pensar que se traduce en una diferente selección y presentación de los problemas. Precisaba que «la forma del pensamiento filosófico privilegia las teorías muy generales, fuertemente inclusivas, que operan una reducción de complejidad muy débil y por ellos mismos son muy complejas y difíciles   —119→   de controlar147»; mientras la forma del pensamiento científico resalta las teorías de alcance más limitado, capaces de una elevada reducción de la complejidad y por ello fuertemente especializadas y abstractas, gracias a un uso muy intenso de cláusulas ceteris paribus.

De este modo también Zolo se orientaba hacia una metafilosofía prescriptiva, proponiendo una sola acepción plausible de «filosofía política», preferible a todas las demás, si no incluso como la sola «probable» verdadera, una acepción que repetía, sin reconocimiento explícito, el concepto de la filosofía diferente sólo cuantitativamente de la ciencia, que había sido propio del positivismo, de la filosofía de la que el mismo Zolo había criticado el concepto de ciencia, sugiriendo como alternativa un enfoque post-empírico para la ciencia. Aún admitiendo que la filosofía política pudiese tener también la tarea de metaciencia, que era el cuarto significado que puse en evidencia, esta manera de entenderla era de cualquier forma, en referencia a los significados tradicionales, limitativo, porque tendía a eliminar del mapa los significados derivados de la distinción entre lo descriptivo y lo prescriptivo, entre la explicación y la justificación, distinción que había aparecido repetidamente en el debate sobre la naturaleza de la disciplina. La verdad es que de conformidad con la idea inspiradora de la nueva revista, Zolo se proponía trazar las líneas de una «teoría política», que en cuanto tal no podía tener la misma extensión de la filosofía política, naturalmente mucho más amplia. La limitación del campo de la filosofía política dependía del hecho de que ciertamente se hablaba de filosofía política pero se tenía en la mira la teoría política de la que se trataba de identificar su papel sea con respecto a la filosofía sea en referencia a la ciencia.

Que el verdadero objeto de la contienda fuese la teoría política resultó claro del artículo de Michelangelo Bovero, publicado dos números después en la misma revista, intitulado «Por una meta-teoría de la política. Cuasi-respuesta a Danilo Zolo». El asunto en cuestión no era tanto la filosofía política como el objeto todavía misterioso de la teoría política, como se mostraba desde el título en el que se hablaba de meta-teoría y no de meta-filosofía. Aquí no es el lugar para detenerse en este intento de construir un modelo de teoría política que diese cuenta de la estructura formal y del entramado de las teorías políticas, porque el tema sale de esta crónica, y el problema de la naturaleza de la teoría política deberá   —120→   ser profundizado en otra sede. Lo he señalado porque efectivamente era claro que el debate sobre lo que es la filosofía política se estaba desplazando hacia el problema de la naturaleza de la teoría política que parecía menos compro metido con la lucha secular sobre el significado de «filosofía» y, por tanto, más susceptible de respuestas específicas, particularmente oportunas en el momento en que se estaba introduciendo una nueva disciplina en la enseñanza universitaria. Que la nueva disciplina se llamase filosofía política no excluía una redefinición de ella como teoría política que parecía más adecuada a encontrar un mejor punto de convergencia del que estaba permitido a la vieja expresión filosofía política, abierta a las más diversas interpretaciones y críticas.

Con estas observaciones no quisiera dar a entender que yo esté dispuesto a dar a las cuestiones de método y a las relativas al conflicto de las disciplinas mayor importancia de la que tienen en realidad. Tanto las primeras como las segundas frecuentemente son cuestiones puramente académicas, en las que a la puntillosidad de las distinciones y subdistinciones no corresponde siempre una relevancia práctica. Ello no quita la sorpresa al constatar que la proliferación de las cátedras de filosofía política no haya sido acompañada de una reflexión sobre el lugar de la disciplina en la ahora vasta área de las enseñanzas que tienen por objeto la política. En un reciente comentario de las respuestas a un cuestionario sobre los programas de los profesores de filosofía política se mostró que, el objeto predominante de los cursos es el comentario de obras clásicas, tanto así que el comentarista fue constreñido a preguntarse si el objeto de la filosofía política para los docentes italianos de la materia sea la política en cuanto tal, o las ideas y las teorías Filosóficas sobre la política148. La pregunta era claramente retórica: es evidente que en este segundo caso la filosofía política no sería otra cosa que una copia de la historia de las doctrinas políticas que es enseñada desde hace cincuenta años en nuestras universidades. Si alguna vez hubo un debate sobre la naturaleza de la filosofía política, este se orientó sobre todo a la diferenciación de la filosofía política de la ciencia política y, en segunda instancia, de la filosofía moral y de la filosofía del derecho. Ninguno se había planteado el problema de la distinción entre filosofía política e historia del pensamiento político porque la diferencia entre una y otra era evidente. Y en   —121→   cambio una vez más se debe constatar -si es válido parodiar un célebre título kantiano- que lo que puede ser correcto en teoría no vale para la práctica.

Faltaba, es verdad, en Italia una tradición de docencia de la filosofía política, como había sido en cambio para la filosofía del derecho, que nadie hubiese pensado confundir con la historia del pensamiento jurídico, aunque al no existir un curso de esta materia las cátedras de filosofía del derecho en la práctica frecuentemente son cursos de historia del pensamiento jurídico, y los filósofos del derecho suelen distinguirse en filósofos propiamente dicho e historiadores. Pero en el caso de la filosofía política que era insertada en un tronco en el que una de las ramas frondosas era la historia del pensamiento político, la sobreposición y, en consecuencia, la confusión con la historia no debería haber surgido. Es preciso agregar que, mientras existe una larga tradición de manuales y tratados de filosofía del derecho que incluye -en honor a la supremacía del derecho sobre la política- a la filosofía política (basta el ejemplo de la Philosophie des Rechts de Hegel), no existe una tradición semejante en la filosofía política.

Así y todo, un ejemplo de lo que habría podido ser la enseñanza de la filosofía política diferente de la historia del pensamiento político había sido presentado por quien había ocupado primeramente esa cátedra. El manual que d’ Entrèves publicó en 1962 bajo el título en ese entonces académicamente insustituible de Doctrina del Estado, pero que luego continuó siendo utilizado cuando el título de la cátedra se volvió filosofía política, tenía por objeto un sólo tema, el poder, que sin embargo, era asumido desde tres puntos de vista, como fuerza, como poder legítimo y como autoridad. Cada uno de estos aspectos fue presentado mediante ejemplos tomados del estudio de los clásicos que él denominaba con una feliz expresión «los autores que cuentan». De esta manera la historia de ninguna manera quedaba excluida, pero era puesta al servicio de una propuesta teórica. El propio autor, casi como justificación del hecho de que la cronología no era respetada y que «los saltos en el tiempo son a veces tremendos», declaraba abiertamente: «Este libro no es una historia de las doctrinas políticas» (p. XI). Cierto, no era una historia de las doctrinas políticas porque era una obra de filosofía política.

En cuanto sucesor de d’ Entrèves en la misma cátedra, no olvidé ni la orientación del curso, la selección de un gran tema, para desarrollar con   —122→   referencia continuas a la historia de las ideas, ni la lección de los clásicos, o sea de los «autores que cuentan». Al dedicar un curso a la teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político, escribí en el Prólogo que «si una razón de ser tiene un curso de filosofía política, diferente a los cursos de historia de las doctrinas políticas y de ciencia política, es el estudio y el análisis de los llamados ‘temas recurrentes’149». Entendía por temas recurrentes los que atraviesan toda la historia del pensamiento político desde los griegos hasta nuestros días (comienzo por los griegos, por mi escaso conocimiento del pensamiento oriental), y que en cuanto tales constituyen una parte de la teoría general de la política. Explicaba que la identificación de estos temas recurrentes tenía un doble propósito: de una parte, sirve para identificar algunas grandes categorías (comenzando por la más amplia de la política) que permiten fijar en conceptos generales los fenómenos que entran a formar parte del universo político; de otra, facilita establecer entre las diversas teorías políticas, enarboladas en tiempos diversos, semejanzas y diferencias. El último curso lo dediqué partiendo del libro quinto de la Política de Aristóteles sobre los «cambios», a uno de estos conceptos, sobre el que ahora ya la literatura es inmensa, la revolución. Para cualquiera que tenga una cierta familiaridad con los clásicos, no hay más que la molestia de seleccionar.

Las no siempre buenas relaciones, por no decir la diferencia recíproca, de los historiadores de las doctrinas política y de los filósofos de la política es el efecto de las incomprensibles (perdonen ustedes el enredo) incomprensiones, sino incluso de los mal entendidos. La teoría política sin historia queda vacía, la historia sin teoría está ciega. Están fuera de lugar tanto los teóricos sin historia, como los historiadores sin teoría, en tanto que los teóricos que escuchan la lección de la historia y los historiadores que están bien conscientes de los problemas teóricos que su investigación presupone, salen beneficiados del ayudarse mutuamente. Es probable que más que de incomprensión se trata de un contraste de posiciones o de mentalidad: la que aprecia lo que es constante, propia del teórico, y la que privilegia lo que está en cambio permanente, propia del historiador. «Nihil sub sole novi» o «Todo se mueve». La permanencia o el fluir. El eterno retorno o el cambio irreversible. No tengo ninguna dificultad   —123→   en confesar que me he sentido cada vez más atraído por el descubrimiento de lo repetido que por la consecución de lo irrepetible; pero sin caer en la insidia del imperialismo disciplinario que pone a los historiadores contra los filósofos, a los juristas contra los politólogos, a los sociólogos contra los historiadores y así por el estilo. En el vasto y cada vez más amplio universo del saber afortunadamente hay lugar para todos. No concedo mucha importancia a las cuestiones metodológicas, pero ciertamente tienen alguna utilidad: la de hacer más conscientes, a cada cual en su propio campo, de los límites del propio territorio y del derecho de existir de otros territorios lejanos y cercanos. Una cosa es narrar los derechos y otra reflexionar sobre ellos y derivar leyes, siguiendo el juicio de Maquiavelo de acuerdo con el cual «todas las cosas del mundo en cualquier época tienen su correspondiente en los tiempos antiguos», lo que proviene de que los hombres tienen «siempre las mismas pasiones», de los que derivan «por necesidad» siempre los mismos efectos, o para captar de esos acontecimientos el sentido (la filosofía de la historia), recapitulando la enseñanza de Hegel según el cual la historia es el teatro del progreso del espíritu del mundo en la ciencia y en la afirmación de la libertad.

Naturalmente hay de historias a historias. Sobre el particular Salvadori hizo una observación útil: hay libros de historia, incluso grandes, que no estimulan la producción teórica, otros, en cambio, mucho menos grandes que proponen categorías de interpretación histórica que una reflexión teórica no puede más que tomarlas en consideración. Entre los primeros tomaba el ejemplo de Cavour de Romeo, entre los segundos el libro de Charles Maier, La refundación de la Europa burguesa, que introduce en el debate histórico y teórico el concepto nuevo, justo o errado que sea, de corporativismo. En esta segunda categoría ubicaría, como ejemplo típico, el libro de Alexander Yanov, Los orígenes de la autocracia, dirigido en buena medida a trazar, magistralmente, la distinción entre despotismo y autocracia y a ilustrar del despotismo, verdadero tema recurrente de Aristóteles a Wittfogel, su historia y sus varias interpretaciones.

No sólo hay de historias a historias, sino que hay diversas interpretaciones de lo que debería ser la tarea del historiador. Es por demás sorprendente que, mientras en Italia el debate metodológico, entre historiadores del pensamiento político, filósofos de la política y científicos   —124→   de la política ha continuado adormilado, algunos entre los más conocidos y originales historiadores del pensamiento político en Inglaterra, donde estos estudios tienen una tradición mucho más antigua y renombrada que en nuestro país, hayan dado vida a una disputa sobre los cometidos y el método de sus disciplinas, de los que sólo hasta ahora se ha comenzado a hablar también entre nosotros. Los dos mayores protagonistas de esta disputa son John A. Pocock, autor de The Machiavelian Moment (1974) y Quintin Skinner, al que se debe una de las obras de mayor resonancia en el campo de estos estudios, The Foundation of Modem Political Thought (1978).

Uno de sus adversarios fue la historia de las ideas de orientación analítica, como era impulsada y ejecutada en los años de éxito de la filosofía analítica neo-empirista y lingüista, cuyo propósito había sido el de examinar el texto clásico en sí mismo, en su elaboración conceptual y coherencia interna, independientemente de cualquier referencia histórica y de cualquier interpretación-falsificación ideológica. Personalmente considero que esta manera de estudiar a los clásicos de la filosofía y a los de la filosofía política haya dado buenos frutos, especialmente para una mejor comprensión de los textos y de la reconstrucción del sistema conceptual del autor estudiado. En escritores como Hobbes ha llevado a resultados nuevos en la aclaración de temas fundamentales como el estado de naturaleza, la relación entre ley natural y ley positiva, la naturaleza del contrató de unión, la relación entre libertad y autoridad, entre poder espiritual y temporal, la teoría de las formas de gobierno y así por el estilo. No debe olvidarse que la insistencia en el estudio analítico de un texto era una natural y, a mi juicio, saludable reacción a las extravagancias del historicismo que, colocando ese texto en una determinada situación histórica, tomaba de él con frecuencia sólo el significado polémico contingente y descuidaba la importancia de la elaboración y construcción doctrinarias, válida en todo tiempo y lugar, y contra los excesos de las interpretaciones ideológicas frecuentes en la parcela de los estudios marxistas, pero no sólo en esta, que había conducido al extraño resultado de considerar autores tan diversos como Hobbes, Max Weber, Locke, Rousseau, Kant, Hegel, Bentham, Mill, Spencer, a pesar de la contraposición de sus tesis, como ideólogos de la burguesía, unas veces en ascenso otras en declive y otras más en una crisis de transición, o bien a interpretar a Hobbes de cuando en cuando como   —125→   autoritario o liberal, a Rousseau como democrático o totalitario, a Hegel como fascista o anticipador del Estado social. Mientras la interpretación histórica interpreta una obra política, cualquiera que esta sea, grande o pequeña, con los ojos volteados a los problemas políticos del tiempo en el que fue escrita, Hobbes y la guerra civil, Locke y la revolución gloriosa, Rousseau y la revolución francesa, Hegel y la restauración, poniendo de esta manera en el mismo plano un gran texto como el Leviatán y uno de los miles de panfletos de esos mismos años en defensa de la monarquía, contra las pretensiones del parlamento, y por tanto limitando de ese texto la dimensión histórica, que trasciende el tiempo, la crítica ideológica, sometiéndola a juicios políticos positivos o negativos según si es considerada más o menos actual, más o menos útil a la parte a la que se pertenece, y de tal manera empobreciendo su valor teórico150.

Contra estas dos concepciones del trabajo historiográfico, la escuela analítica ha tenido el mérito de poner en evidencia el aparato conceptual con el que el autor construye su sistema, de estudiar sus fuentes, de sopesar los argumentos pro y contra, aprestando así los instrumentos necesarios para la comparación entre los textos, independientemente de su cercanía en el tiempo y de las eventuales influencias de éste sobre aquél, y para la elaboración de una teoría general de la política. No hay duda de que los diversos métodos bajo los que se puede tratar la historia del pensamiento político el que tiene una relación más cercana con la filosofía política es el método analítico. No llegaría al extremo de afirmar, como lo han hecho algunos críticos de los «revisionistas», que «la metodología sugerida por Skinner disuelve los textos clásicos y deja en su lugar una polvosa erudición151», por la conocida razón de que en cuestiones de método las exasperaciones polémicas están equivocadas. Cuando la «erudición», como en el caso del libro de Pocock sobre la suerte de Maquiavelo en Inglaterra permite ilustrar aspectos del pensamiento político inglés hasta el momento descuidados, cualquier estudioso, analítico o sintético, filosofante o historizante, «revisionista» u «ortodoxo», debe alegrarse de ello. También puedo admitir que haya   —126→   textos que se presten más y otros que se presten menos a la metodología analítica, como se ha dicho de los libros de historia, que no todos son iguales con respecto al subsidio que le pueden ofrecer a los teóricos, y entre estos textos campean las obras de Hobbes en las cuales se ha ejercitado en gran parte la escuela analítica. Pero no me inclinaría a acusar a los historiadores analíticos de las ideas de que «sus esfuerzos orientados a una historia continua representan intentos despreciables por mezclar las cuestiones filosóficas con los problemas sociales, políticos y religiosos152», y de considerar un error el hecho de que queriendo mirar a los escritores del pasado desde un punto de vista privilegiado han terminado por olvidar el sentido de la contingencia histórica.

Insisto en el oponer una obstinada resistencia a toda forma de «Methodenstreit», llevada hasta la exclusión recíproca. La pluralidad de los puntos de vista es una búsqueda de la que los partidarios del propio método con exclusión de cualquier otro no saben sacar ventaja. Método analítico y método histórico de ninguna manera son incompatibles. Antes bien, se integran mutuamente. Todo esto no quita que la filosofía política, más cercana a los historiadores analíticos que a los eruditos o historicistas no haya encontrado aún su status, como lo ha hecho la más antigua y académicamente más consolidada filosofía del derecho. Para complicar las cosas agréguese que al significado tradicional de «política», como la actividad o el conjunto de actividades que de alguna manera se refieren a la «polis», entendida como organización de una comunidad que para conservarse hace uso, en última instancia, de la fuerza, se ha venido acercando o incluso empalmando otro significado, la política como directriz o conjunto de directrices que una organización colectiva, no necesariamente el Estado, produce y trata de aplicar para alcanzar los propios fines, significado que se muestra en la expresión del lenguaje común, la «política» de la Fiat o del Banco de Italia. Esta confusión deriva de la traducción forzada de dos palabras inglesas «politics» y «policy». Pero la falta de conciencia de esta confusión ha hecho que hoy haya quien entienda la filosofía política como un discurso de ética pública, orientado a la formulación de propuestas para una buena o correcta o eficiente «política» (en cuanto «policy») económica, sanitaria, financiera, ecológica o energética. También en este caso, no hay que sorprenderse o escandalizarse. Las dos filosofías políticas, como teoría   —127→   general del Estado o como ética pública, son perfectamente legítimas. Basta entender: caen en la relación en la que están la meta-ética y la ética. La filosofía política tradicional es una metapolítica; la filosofía política como ética pública es una política en el sentido de una ética no de los sujetos individuales sino de los grupos organizados.

Al no tener un estatuto específico propio, la filosofía política deja inevitablemente a sus cultivadores una cierta libertad. Si pudiese expresar mi preferencia, pero sin ninguna intención de presentarla como mejor que otras, diría que hoy la función más útil de la filosofía política es la de analizar los conceptos políticos fundamentales, comenzando precisamente por el de política. Más útil porque son los mismos conceptos usados por los historiadores políticos, por los historiadores de las doctrinas políticas, por los politólogos, por los sociólogos de la política, pero con frecuencia sin poner cuidado en la identificación de sus significados, o de sus múltiples significados. Bien se sabe que el mismo fenómeno puede haber sido llamado de diversas maneras: en el discurso político un ejemplo típico es la confusión y la sobreposición de «república» y «democracia», por la que todavía Montesquieu en su análisis de la república, tomando dos ejemplos históricos, Atenas y Roma, juntaba una democracia en el sentido propio de la palabra, o que pretendía serlo de acuerdo con el célebre epitafio de Pericles, y una república en el sentido de forma de gobierno contrapuesto al régimen real o al principado, como Roma, la cual fue considerada, comenzando por Polibio, no como una democracia sino como un gobierno mixto, y exaltando los ideales y las virtudes republicanas, exaltaba en realidad los ideales y las virtudes democráticas. Viceversa, fenómenos diferentes pueden haber sido llamados con el mismo nombre: ejemplo clásico es el de la expresión «sociedad civil», que a lo largo de los siglos, desde la «politiké koinonia» de Aristóteles hasta la «bürgerliche Gesellschaft» de Hegel no sólo ha cambiado el significado original sino que incluso lo ha modificado por completo.



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ArribaAbajoNOTAS SOBRE LA TEORÍA DE LA DEMOCRACIA DE NORBERTO BOBBIO

Corina Yturbe153


1. La reflexión sobre la democracia contemporánea, a través de la revisión crítica del desarrollo y estado actual, tanto de las teorías como de los regímenes democráticos, es uno de los objetivos centrales de la obra de Norberto Bobbio. En la observación y análisis sistemático tanto histórico-sociológico como filosófico de la democracia, conducidos por un aparato teórico riguroso, encontramos un valioso aporte a la comprensión de las posibilidades y límites de esta forma de gobierno que «se ha convertido en estos años -señala Bobbio el común denominador de todas las cuestiones políticamente relevantes, teóricas y prácticas154».

En su conocido artículo sobre Bobbio, Anderson señala que, comparado con los filósofos reconocidos por sus notables contribuciones a un campo específico del saber -como la de Russell a la lógica y a la epistemología, o la de Mill a la economía y la ética- Bobbio «no es un filósofo original de gran estatura»155; sin embargo, el propio Anderson reconoce que se trata de un filósofo cuyo conocimiento y comprensión del pensamiento político occidental destaca por su amplitud y profundidad. Con una sólida formación en derecho y en filosofía y ciencia política, la innovación de Bobbio consiste, sobre todo, en la construcción de un   —130→   método analítico propio, método que consiste fundamentalmente en adoptar una particular posición frente a los problemas clásicos -los «temas recurrentes»- de la filosofía del derecho primero, y más tarde de la política. Sin menospreciar los matices que distinguen entre sí a las distintas teorías políticas en el espacio y en el tiempo, Bobbio rescata las «preguntas canónicas», que se obtienen del análisis y comparación entre los clásicos, y que permiten enfocar problemas siempre actuales. La originalidad de Bobbio no radica tanto en abordar o plantear problemas inauditos156, como en el modo de abordar y de presentar las tesis, en la claridad y en la fuerza de sus argumentos, así como en una cierta prudencia teórico-política que tiene que ver con su forma de enfrentar el pensamiento político.

Todo esto constituye un nuevo estilo de hacer teoría política, que tiene como resultado que algunas de sus tesis sí sean innovadoras, en particular aquéllas que se refieren a las posibles relaciones entre el socialismo y la democracia liberal. El proyecto de Bobbio consiste, en efecto, en apuntar el sentido en el cual se debería intentar repensar y redefinir el socialismo, sin abandonar el liberalismo, es decir, en buscar una manera de realizar una síntesis de la tradición liberal y la tradición socialista; pero, a pesar de tratarse de un proyecto apenas esbozado, abre una nueva perspectiva que no puede dejar de ser explorada.

Lo que sigue es un esbozo de algunos de los puntos fundamentales de la teoría de la democracia de Bobbio, esenciales para avanzar en ese proyecto. En primer lugar, señalaré algunas de las características de los escritos de Bobbio. Segundo, veré brevemente cuáles son para Bobbio las características fundamentales de la democracia, que podrían resumir en lo que Bobbio ha llamado una «definición mínima» de la democracia. Finalmente, señalaremos el sentido que toman los análisis de Bobbio sobre algunos de los problemas de las democracias contemporáneas: las llamadas «paradojas», es decir, las tensiones o contradicciones internas   —131→   de la propia democracia y las «promesas incumplidas», es decir, las fallas de la democracia debidas a obstáculos imprevistos o a procesos históricos específicos sobre los que es necesario reflexionar.

2. Los escritos teórico-políticos de Bobbio, en particular aquellos sobre la democracia, son el producto de dos intereses fundamentales: uno teórico, donde se conjugan la filosofía y la ciencia política, o lo que Bobbio llama «teoría política», y otro práctico, el análisis de coyuntura y la participación en debates ideológico-políticos. Así, por un lado, entre los escritos de Bobbio se encuentran aquellos que podríamos llamar teóricos en sentido estricto, donde el objetivo principal es la construcción de una teoría general de la política157. Bobbio lleva a cabo esta tarea mediante la formulación precisa de los problemas filosóficos esenciales en el campo de la política, la clasificación, esclarecimiento y ensayos de definiciones de los conceptos, así como por medio de la reconstrucción de modelos teóricos, entendidos como instrumentos para la comprensión del mundo158. No puede dejar de mencionarse, en relación con este objetivo, el esfuerzo constante de Bobbio por recuperar y repensar las «lecciones de los clásicos», recurriendo al conjunto de ideas de los grandes escritores que pueden considerarse «clásicos» en sentido estricto, es decir, de aquellos cuya teoría o modelo es indispensable para comprender la realidad159, y reelaborándolas para plantear y resolver nuestros problemas160.

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Por otro lado, están los escritos que se inscriben en el interior de debates ideológico-políticos específicos. Con una formación en filosofía del derecho y en filosofía política, defensor de los derechos individuales, Bobbio se convirtió en el interlocutor peculiar de una izquierda de gran importancia, como la italiana, la que en virtud de su historia particular se había logrado conseguir y mantener un espacio de autonomía frente a los dogmas del marxismo-leninismo. A pesar de las divergencias, tanto de carácter teórico como político, la discusión con los intelectuales de la izquierda italiana de tradiciones marxista y comunista no se ha interrumpido161. Con el alejamiento del Partido Comunista Italiano del movimiento comunista internacional, desde las posiciones de Berlinguer sobre la democracia, hasta su última «conversión», junto con la crisis y, finalmente, caída del llamado socialismo real, la discusión cobró un nuevo auge. Si bien los términos de ésta han cambiado, Bobbio seguirá luchando por un «socialismo» basado sobre la democracia y la libertad. En el nuevo contexto, qué debe entenderse por democracia se convierte en un problema crucial para la izquierda. La «soledad» de la democracia162, con todas sus «dificultades», impone el reto de repensar la función de la izquierda, el significado del progreso, los términos de una justicia social y los medios para conseguirla. Las participaciones de Bobbio en estas polémicas, partiendo siempre de la defensa de algunos valores liberales, son verdaderas intervenciones políticas, que no se agotan en su alcance coyuntural, sino que deben ser leídas como la puesta en movimiento de   —133→   toda su elaboración teórica, en función de los interrogantes más acuciantes del presente.

Con respecto al carácter teórico de su obra, ésta parece comprender tanto la tarea (asignada convencionalmente a la ciencia política) del análisis de los fenómenos, como la de una reconstrucción conceptual, así como la tarea tradicionalmente filosófica (al menos dentro de ciertas tradiciones) de la justificación. Es decir, no se excluyen los juicios de valor, aun cuando se reconozca que éstos no producen, ni se basan en un conocimiento en sentido estricto163. En un intercambio epistolar con Perry Anderson, Bobbio señala que no deben confundirse los juicios de hecho con los juicios de valor: «el realismo del científico y el idealismo del ideólogo se encuentran sobre dos planos distintos164». Pero, ello no significa que en estos dos planos no pueda darse un mismo proyecto teórico frente a una determinada realidad política: «Si bien yo sostengo -escribe Bobbio- que no hay contradicción entre una postura realista en el análisis de lo que sucede o ha sucedido y una postura idealista proyectada hacia el futuro en el intento por delinear lo que debería suceder, soy el primero en reconocer que en mis escritos políticos, los cuales se han realizado en un arco de tiempo de cerca de medio siglo, ha habido una acentuación de una u otra postura según el cambio de las circunstancias165». El trabajo de Bobbio presenta esta oscilación, que no es confusión ni conformismo, entre una visión realista, desencantada, de los fenómenos políticos y la defensa de algunos valores. Si en algún momento se percibe cierta incertidumbre, es porque la prudencia que caracteriza las posiciones de Bobbio lo induce a dejar los problemas abiertos, a no pretender decir la última palabra y a matizar los juicios evaluativos. Dicha tensión muestra, por un lado, que el conocimiento de la política supone tanto la capacidad de ver las cosas como son, cuanto la de valorarlas a la luz de principios y consecuencias, y con base en los criterios de valoración, elegir ciertos fines. Por otro, esa tensión es resultado de que sus escritos no sólo son un intento de conceptualizar la política, sino de intervenir en la política. Aun en sus textos más abstractos,   —134→   encontramos esta «vocación» política, una remisión constante a una cierta coyuntura teórico-cultural a partir de la cual puede mover sus análisis, entre los hechos y los valores, entre lo factible y lo deseable. La dimensión axiológica y prescriptiva de la reflexión política se vincula con la dimensión explicativa, si bien ambas esferas pertenecen a niveles diferentes y no deben confundirse sus funciones específicas.

3. Las reflexiones de Bobbio sobre la democracia pueden inscribirse como desarrollos de una teoría que considera a la democracia como una forma de gobierno, planteándose en su inicio dos preguntas fundamentales: i) ¿quién gobierna y cómo gobierna?, elaboradas a lo largo de la historia del pensamiento por los diversos escritores y filósofos políticos, cuyas construcciones conceptuales sobre este punto conforman en su conjunto la teoría de las formas de gobierno; y, como continuación obligada de la primera o, más bien, como precisión de ella, ii) ¿quién decide y bajo qué procedimientos?, una de cuyas respuestas lleva a Bobbio -en el caso de la forma de gobierno llamada democracia- a la elaboración de la llamada definición mínima de democracia: dicha definición supone pensar a la democracia como un conjunto de reglas procesales para la toma de las decisiones colectivas y debe incluir, además de la especificación de las reglas, cuáles s on las condiciones necesarias para la aplicación de las mismas.

En su uso descriptivo o analítico, «democracia» describe una forma específica de gobierno: en la tipología de los clásicos, cuyo principal criterio de clasificación es el número de los gobernantes o de los que ejercen el poder, la democracia designa aquella forma de gobierno en la cual el poder político es ejercitado por muchos, o por el mayor número, o por «el pueblo», en contraposición a la monarquía y a la aristocracia, formas de gobierno de uno y de los pocos respectivamente. Esta tripartición clásica es sustituida, a lo largo del tiempo, por una distinción «primaria y fundamental», dice Bobbio, entre democracia y autocracia: basado ya no en el número, sino partiendo de la distinción que hace Kelsen entre autonomía y heteronomía166, este segundo criterio toma   —135→   como prioritario los procedimientos según los cuales se toman las decisiones colectivas: la distinción se realiza con base en si las decisiones se toman según un proceso ascendente o uno descendente, dando lugar a una bipartición: democracia (el poder asciende de lo bajo hacia lo alto) y autocracia (el poder desciende de lo alto hacia lo bajo).

La determinación del carácter específico de un régimen democrático puede llevarse a cabo con mayor eficacia a partir de las relaciones entre la democracia y las otras formas de gobierno, determinando lo que la distingue de otras y colocándola, de acuerdo a ciertos valores, en un orden de preferencia con respecto de otras. Una de las líneas fundamentales de la investigación de Bobbio consiste en ocuparse del tema de la democracia como forma de gobierno, mediante la contraposición entre democracia y autocracia o dictadura.

Bobbio ha teorizado sobre la importancia metodológica general de lo que llama la «gran dicotomía». Esta sería el producto del «proceso de ordenamiento y organización del propio campo de investigación», me el cual «toda disciplina tiende a dividir su propio universo de entes en dos subclases que son recíprocamente exclusivas y conjuntamente exhaustivas167». Las dicotomías no surgen de un simple análisis lingüístico, sino que son producto de una clasificación, es decir, de una operación lógica. El uso de la antítesis democracia/dictadura o autocracia le permite determinar qué es lo que distingue precisamente los regímenes democráticos de los no democráticos y cuáles son los méritos y defectos de cada uno de ellos, incluso considerando todas las variaciones posibles de estas dos formas de gobierno. Una de las ventajas de analizar ciertos conceptos políticos claves contraponiéndolos a sus opuestos consiste en que al comparar un término con su contrario se aclara su origen, los cambios en su significado y su contenido normativo. Al reconstruir el significado del concepto de democracia a través de distintos momentos históricos mediante la comparación con otras formas de gobierno o, en este caso, con su opuesto, Bobbio no pierde de vista los cambios en el significado y en la relación de esos dos conceptos -democracia y dictadura-   —136→   debidos no sólo a la historia, sino al criterio utilizado en las varias teorías políticas para clasificar y evaluar las distintas formas de gobierno. Además del estudio de la democracia a partir de la antítesis democracia/dictadura, Bobbio ha mostrado las virtudes de este método compara, enriqueciendo su estudio sobre los rasgos característicos de la democracia, formando parejas conceptuales que le permiten elucidar semejanzas y diferencias entre distintos momentos históricos, o entre distintas formas de concebir la misma forma de gobierno. Por ejemplo: democracia de los antiguos/democracia de los modernos, democracia directa/democracia representativa, democracia formal/democracia sustancial o democracia política/democracia social168.

4. Las distinciones que establece Bobbio entre la democracia de los antiguos y la de los modernos, así como entre distintas maneras de entender o concebir esta forma de gobierno, le permiten ir precisando los rasgos distintivos de los regímenes democráticos. Sin embargo, Bobbio insistirá en que es necesario contar con un criterio analítico que nos permita decidir si un determinado estado es o no democrático. Tomando como punto de referencia a juristas como Ross y Kelsen que parten de una concepción puramente procedimental de la democracia, y la consideran, por tanto, como un método para la toma de las decisiones colectivas, Bobbio propone una definición mínima, «aunque no pobre», que contiene las condiciones necesarias - si bien tal vez no suficiente distinguir a la democracia como forma de gobierno que se contrapone a «todas las formas de gobierno autocrático»169. Alrededor de esta «definición mínima», que constituye el núcleo de su teoría de la democracia, Bobbio irá tejiendo -histórica y problemáticamente- diversos modos de abordar la cuestión de la democracia.

Vale la pena recordar aquí que lo que está en juego en toda la teorización de Bobbio sobre la política, es producir una concepción de la política capaz de enfrentar los retos de la modernidad. Su preocupación de fondo es contar con una concepción muy rigurosa de la política, pero con el objeto de ser capaces de responder qué puede ser, qué debe   —137→   ser, qué tendría que ser, la política en nuestros días: se trata de pensar la política, para intervenir en la política. «En realidad, -escribe Bobbio- la mía es una invitación al estudio, a la reflexión, a la meditación sobre las cosas de la Historia,... a estudiar los mecanismos del poder y no sólo las ideologías que los legitiman o los rechazan; a preferir la costumbre de quien no ha entendido nada, a la de quien lo ha entendido todo... Con renovado empeño, busco la vía maestra... Si la vía es realmente maestra, no puede haber más que una»170.

La vía maestra para Bobbio es, evidentemente, el método democrático. En contra de la concepción de la política únicamente como conflicto antagónico, Bobbio propone una idea alternativa de la política, en la que las reglas procedimentales son los requisitos mínimos, el punto de partida necesario. «Cuando se plantea el problema -escribe Bobbio- de la ‘nueva forma de hacer política’... no se deben contemplar únicamente los nuevos sujetos eventuales y los nuevos instrumentos eventuales, sino también, y ante todo, las reglas del juego dentro de las cuales se desarrolla la lucha política en un determinado contexto histórico»171. Nuestro contexto histórico se caracteriza, justamente, por la conquista de la democracia, cuyo significado preponderante es ser un conjunto de reglas, las cuales no sólo dirigen a los miembros de una colectividad, sino que, además, vinculan a los hombres entre sí. Son reglas que permiten la más amplia participación de la mayoría de los ciudadanos en la resolución de los conflictos que se presentan en la esfera política, ese «ámbito en el cual se realizan las deliberaciones de mayor interés colectivo»172.

La definición de dichas reglas es fundamental, en tanto que a través de ellas se establece quién debe tomar las decisiones y cómo se deben tomar estas decisiones (bajo qué procedimientos). El significado de la democracia se refiere, entonces, al procedimiento mediante el cual se toman las decisiones y no a cuál deba ser el contenido de éstas últimas, por lo que a través de la democracia como forma de gobierno pueden adoptarse políticas sociales o económicas diferentes, si una u otra logra el consenso de la mayoría.

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Para poder hablar de una definición mínima de democracia deben cumplirse dos condiciones: La primera, ya mencionada, consiste en que el poder de tomar decisiones sea atribuido, por lo menos en su acto inicial, a un número muy elevado de ciudadanos. La democracia moderna es, justamente, «un régimen en el que todos los ciudadanos adultos tienen derechos políticos, donde, en pocas palabras, existe el sufragio universal»173: al haber una «máxima extensión de los derechos políticos», todos los ciudadanos tienen el derecho de participar, directa o indirectamente, en la toma de decisiones. Y, segundo, la regla básica de la democracia consiste en que tales decisiones deben ser tomadas con base en el principio de mayoría174: dado que es prácticamente imposible la unanimidad cuando las personas que deben decidir son muchas, entonces las decisiones deben ser tomadas con el máximo consenso posible, es decir, con el consenso de la mayoría.

En el caso de las democracias contemporáneas -democracias representativas, las deliberaciones que involucran a toda la colectividad no son tomadas directamente por quienes forman parte de ella, sino por personas elegidas para ese fin. El «pueblo» no decide o gobierna, es decir, los individuos no participan en primera persona en las deliberaciones últimas que le atañen, como es el caso de la democracia directa; en las democracias representativas, cada uno de los individuos con derecho a participar en la toma de decisiones colectivas designa, por medio de elecciones y con base en la regla de la mayoría, a sus representaciones, a aquéllos que tendrán a su cargo la tarea de tomar las decisiones colectivas las que, a su vez, se tomarán de acuerdo con esa misma regla175.

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A estas dos condiciones iniciales, Bobbio agrega una tercera, la cual tiene que ver con la relación que él establece entre democracia y liberalismo, donde los supuestos fundamentales de éste último -los derechos de libertad- son la condición de posibilidad de cualquier Estado democrático: «para que los jugadores puedan jugar, deben ser libres de elegir el propio juego»176; y, para que esto se realice, «es necesario -escribe Bobbio- que a quienes deciden les sean garantizados los llamados derechos de libertad de opinión, de expresión de la propia opinión, de reunión, de asociación, etc., los derechos con base en los cuales nació el Estado liberal y se construyó la doctrina del Estado de Derecho en sentido fuerte, es decir, del Estado que no sólo ejerce el poder sub lege, sino que lo ejerce dentro de los límites derivados del reconocimiento constitucional de los llamados derechos ‘inviolables’ del individuo»177.

En resumen, la definición de democracia propuesta por Bobbio es siempre una definición formal, una definición procedimental, y ello no excluye, sino por el contrario, presupone la presencia de valores en los procedimientos mismos. Además de que éstos ya tienen un valor en sí mismos, el valor de garantizar la convivencia ordenada, la posibilidad de resolver los conflictos de intereses y de valores de manera pacífica, de crear vínculos entre los miembros de una determinada sociedad, hay por lo menos otros dos valores fundamentales presupuestos por la democracia: la igualdad política (los derechos políticos son atribuidos a todos) y los derechos de libertad, derechos fundamentales que preexisten a las mismas reglas del juego: (la libertad personal y las libertades civiles -libertad de prensa y de opinión, libertad de reunión y libertad de asociación).

5. Hasta aquí he dado algunas líneas de los desarrollos de la teoría de la democracia según Bobbio, señalando algunas de las características de esta forma de gobierno. Pero la identidad de Bobbio como teórico de la democracia también está ligada a dos dimensiones del problema, que de por sí ameritarían una consideración tan amplia, o más, que la dedicada a los problemas aquí apuntados. Se trata, por un lado, de la relación del liberalismo y la democracia con el socialismo y, por otro, de la comparación   —140→   entre democracia real y democracia ideal. En lugar de una conclusión quisiera dar algunas indicaciones rápidas sobre el modo como enfrenta Bobbio estas dos áreas problemáticas.

En el libro El futuro de la democracia, al iniciar sus reflexiones sobre la democracia, Bobbio señala la diferencia entre los ideales democráticos y la «democracia real», entre lo que la democracia había prometido ser y la «cruda realidad», es decir, lo que se realizó realmente en nombre de esos ideales democráticos178. Aun cuando a partir de esta distinción se subraye uno y otro aspecto, nunca se resuelve en confusión o en exclusión, entre los hechos -«la cruda realidad»- y el anhelo, aceptación y defensa de los valores, -«los ideales»; y más aún, el intento de disminuir ese hiato.

El compromiso de Bobbio con la democracia liberal no es nunca un obstáculo para que sus análisis sean siempre realistas, es decir, son análisis que buscan ajustarse a condiciones de hecho, reflexionando sobre la sociedad real y no sobre la sociedad deseada: así, en ¿Qué socialismo? analiza las paradojas de la democracia y de sus reglas, y en El futuro de la democracia muestra, como él mismo dice, «la cara oscura de la democracia»179, analizando las promesas hechas por la democracia a finales del siglo XVIII, la mayor parte de las cuales no fueron cumplidas. Al hablar de promesas no cumplidas, Bobbio está confrontando un modelo ideal de democracia con la realidad, siempre imperfecta con respecto de cualquier modelo ideal. Sus análisis, nos dice, no pretenden ser «ni más ni menos que una descripción realista de lo que ha sucedido en el proceso de democratización en el último siglo, una ilustración desapasionada, desencantada, amarga, si se quiere, pero obligatoria (obligatoria para quien quiere permanecer fiel a la ética de la ciencia, esto es, de la investigación desinteresada) de las dificultades con las que se encuentra la democracia en el paso de lo que se concebía como ‘noble y elevado’ a la ‘cruda realidad’»180.

Pero, al mismo tiempo, este «realismo» no lo lleva a renunciar a ciertos valores, en particular a los valores irrenunciables del liberalismo político,   —141→   a esas conquistas civilizadoras que no se pueden abandonar, en virtud de los cuales la democracia, con todas sus promesas incumplidas, es la mejor forma de gobierno (o la menos peor): «es mejor una mala democracia -dice Bobbio- que una buena dictadura»181.

Así, Bobbio reconoce que la democracia se enfrenta al grave problema de la lógica del mercado como uno de sus desafíos fundamentales, tanto que muchas de sus promesas «incumplibles», tienen que ver, justamente, con el hecho de que la democracia, hasta ahora, ha estado conjugada con una situación donde rigen las reglas del mercado e intereses económicos muy poderosos: «la razón de la crisis moral de la democracia podría buscarse en el hecho de que hasta ahora la democracia política ha convivido, o ha estado obligada a convivir, con el sistema económico capitalista. Un sistema que no conoce otra ley que la del mercado, el cual es de por sí completamente amoral, fundado sobre la ley de la oferta y la demanda, y sobre la consiguiente reducción de toda cosa a mercancía...»182. Pero, a pesar del hecho de que hasta ahora la democracia sólo ha existido en los sistemas capitalistas, y de que hasta ahora no ha sido posible la síntesis entre democracia y socialismo, Bobbio no abandona la idea de un proyecto de democracia «social», donde sea posible conjugar los derechos de libertad -condición necesaria de toda posible democracia- con una sociedad más justa.

El proyecto, o la preocupación, más ambiciosa de Bobbio ha consistido, en efecto, en conjugar la democracia formal y el socialismo. La definición procedimental de la democracia señala que por democracia debe entenderse el establecimiento de reglas para la solución de los conflictos, los cuales necesariamente surgen en el interior de cualquier sociedad, sin necesidad de recurrir directamente a la fuerza. Los valores que se pongan en juego en las diversas sociedades democráticas dependerán de las fuerzas hegemónicas en cada una de ellas. Pero, en los países de capitalismo atrasado, en el Tercer Mundo, «la democracia puramente formal no es capaz de transformar a los «no hombres» en «hombres»; ahí se muere de hambre y de enfermedades; los derechos son sólo formales»183. En esos lugares se vuelve evidente que la democracia se convierte en una forma sin sentido si no existen las condiciones mínimas   —142→   de justicia social. Tampoco puede decirse que la democracia ha podido satisfacer todas las exigencias de liberad, ni siquiera en los lugares privilegiados donde esta forma de gobierno ha mostrado ser eficaz. Con todo, la apuesta de Bobbio será siempre a favor de la democracia.

Bobbio reconoce que hasta ahora no se ha encontrado la manera de acordar los derechos de libertad con las exigencias de la justicia social. Una de las primeras tareas consistirá en redefinir el socialismo: sabemos que tiene que ser un socialismo que se realice a través de la democracia y, una vez realizado, gobierne democráticamente, porque «recorriendo el atajo hacia el socialismo no se ha regresado jamás a los derechos de libertad»184.



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ArribaAbajoFILOSOFÍA JURÍDICA Y POLÍTICA EN NORBERTO BOBBIO

José Fernández Santillán185


En octubre de 1982 la Fundación Ferltrinelli de Milán, dirigida por Salvatore Veca, organizó un evento académico para celebrar la inauguración de su Centro de Estudios Políticos. La conferencia de apertura estuvo a cargo de Norberto Bobbio quien disertó sobre la relación entre filosofía del derecho y filosofía política. Lo primero que hizo fue recordar que la cultura occidental tiene una matriz grecolatina de la que no escapa ese vínculo en cuanto la política nos viene de Grecia y el derecho de Roma. En los apuntes que tomé en esa ocasión, y que afortunadamente aún conservo, dos nombres aparecen emblemáticamente, de una parte, Aristóteles, de otra, Cicerón. Luego hay un listado de temas abordados generalmente por los clásicos de las ideas políticas como la familia, la distinción entre los poderes paternal, patronal y político, las formas de gobierno, los cambios de regímenes, la fundamentación del poder. A ese listado le sigue otro referente a los tópicos preferidos por los clásicos de pensamiento jurídico como la distinción entre derecho público y derecho privado, entre moral y derecho, entre iusnaturalismo e iuspositivismo, la validez y eficacia de la norma.

Esta lúcida referencia de Bobbio a las raíces de la cultura occidental no es simplemente anecdótica. Por el contrario, tiene importantes repercusiones en la época actual. Al legado grecolatino se hace constante referencia en muchos ámbitos, por ejemplo, en las cátedras de ciencia política y de derecho. Así es, normalmente los profesores y estudiantes de las primeras analizan los textos de la cultura helénica, en tanto que los docentes y educandos de las segundas abordan los escritos   —144→   de la cultura latina. No es casualidad que el vocabulario de la ciencia política esté salpicado de conceptos griegos, así como tampoco es fortuito que la terminología jurídica esté llena de términos latinos. Esto se aprecia incluso en la heráldica: el escudo de los juristas lleva siempre alguna palabra como lex, el emblema de los politólogos porta frecuente algún concepto como ton zoon politikón.

Habría que aclarar, sin embargo, que la distinción entre el estudio de la política y el del derecho no es tan tajante: durante siglos uno y otro se influyen mutuamente. Es el caso de Maquiavelo quien en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio cita con frecuencia a los juristas; de Johannes Althusius en cuyo libro Política se alude constantemente al derecho romano; de Hobbes el cual siendo muy joven tradujo a Tucídides de Bentham quien sugirió la reforma de las instituciones públicas a través de las leyes; de Hegel en cuyo pensamiento hay una conjugación de líneas políticas y jurídicas. Por cierto, los casos de Hobbes y Hegel nos recuerdan que hay autores que se siguen estudiando así en las facultades de ciencias políticas como en las de derecho: Montesquieu, Rousseau, Kant. Al lado de estos autores hay temas comunes como la justicia, el origen y los fundamentos del poder y de la norma, el gobierno popular, la anarquía y el orden. Se trata de temas y autores que de una u otra manera Norberto Bobbio ha frecuentado en su larga carrera como estudioso de la filosofía del derecho y de la filosofía política. Es cierto, como él dice, que tener un pie en una y otro pie en otra es una posición incómoda pero al mismo tiempo ventajosa porque le ha permitido reflexionar sobre problemas que los analistas de una sola rama difícilmente se plantean. Cabe observar que el amor por tan difícil pero redituable postura le viene en buena medida de su maestro Gioele Solari y de su condiscípulo Alessandro Passerin d’ Entrèves. En efecto, el primero hizo libros como Estudios históricos de filosofía del derecho pero también obras como La filosofía política publicada en dos tomos186. El segundo escribió textos como La doctrina del derecho natural pero igualmente análisis como La doctrina del Estado, sin duda, su obra más importante de filosofía política187. Fue este condiscípulo quien promovió a fines de   —145→   los años sesenta la creación, como disciplina académica en Italia, de la filosofía política. Él mismo se convirtió en el primer titular de la cátedra en Turín hasta que en 1972 lo sustituyó Bobbio quien previamente había impartido durante treinta y seis años cursos de filosofía del derecho. Los doce primeros en universidades como las de Camerino, Siena y Padua; los veinticuatro restantes en Turín. A pesar de que la mayor parte de su vida académica la empeñó en la teoría jurídica, se retiró de la docencia en 1984 luego de doce años de ocupar la cátedra de filosofía política.

A semejanza de Solari y Passerin d’ Entrèves, Bobbio desarrolló su pensamiento en ensayos cortos y no tanto en volúmenes de gran extensión. De hecho, sus libros más famosos como Política y cultura, ¿Qué socialismo? y El futuro de la democracia son compilaciones de artículos. Alfonso Ruiz Miguel captó bien esta peculiaridad al decir que: «La base del trabajo de Bobbio es el artículo, e incluso una de las estructuras más típicas de sus artículos es de carácter más crítico o problemático que sistemático»188. Esta característica no se constriñe a sus escritos de teoría política o jurídica: se traslada a muchas otras áreas en las que incursionó la historia, la metodología, la vida civil y cultural italianas, la resistencia antifascista, etcétera. Tomando esta variedad de temas y el alto número de trabajos publicados -hasta 1988 aparecían registrados oficialmente 1626 títulos-189 parecería imposible tratar de diseñar un esquema explicativo de su producción literaria. El propio Ruiz Miguel trae a colación que: «En una serie de programas de la radio oficial italiana realizados en 1972 sobre la filosofía contemporánea de ese país, preguntado Norberto Bobbio por la evolución de su trabajo intelectual, respondió modesta y autocríticamente: ‘Me he ocupado de muchas cosas, quizá de demasiadas (...). Me he ocupado de tantas cosas que ahora me resulta difícil encontrar el hilo conductor que las una a todas. He recorrido varios caminos, pero, para ser franco, no he llegado al término de ninguno de ellos’»190. Si fuese completamente verdad esta apreciación   —146→   entonces lo único que nos quedaría sería escudriñar en las particularidades de sus escritos, seguir el método del «grano de arena», como gusta decir Remo Bodei, para sacar algún provecho de ellos.

Sin embargo, detrás de esta aparente dispersión, por lo menos en el caso de la filosofía del derecho y de la filosofía política, hay un orden que si bien no ha llegado al propósito final de presentar todo un sistema coherente y acabado sí ha proporcionado bases firmes para la construcción de una teoría general sea del derecho sea de la política. Esta es una apreciación que tomo de Alfonso Ruiz Miguel, profundo conocedor de la obra de Bobbio y en especial de su filosofía del derecho y de Michelangelo Bovero sucesor de Bobbio en la cátedra de filosofía política en la universidad de Turín. Por lo que hace a la teoría jurídica ya desde 1955 Bobbio hizo un esfuerzo constante en pos de una teoría general del derecho. El punto al que llegó fue el advertir la necesidad de pasar de un análisis estructural a uno funcional del derecho. De manera semejante se percató de que, con los vientos que corrían, ya no era posible mantener el conocimiento del derecho en el plano formal; había que tomar en cuenta los avances de la sociología y de la ciencia política. En la práctica estas dos transformaciones están íntimamente relacionadas porque el tránsito de la teoría estructural a la funcional es también el cambio de una teoría formal del derecho a una teoría más involucrada en el papel social del mismo.

En el paso de la filosofía del derecho a la filosofía política hay un hecho curioso y no carente de significado. Bobbio siempre fue enlistado entre los simpatizantes del iuspositivismo, aunque esta inclinación nunca fue incondicional sino más bien moderada. Con todo y eso su entrada a la filosofía política está relacionada con el interés en el iusnaturalismo. Como ya quedó señalado Bobbio asumió la cátedra de filosofía política en 1972, pues bien, en 1973 escribió un ensayo intitulado «El modelo iusnaturalista»191. El tema fue profundizado y ampliado en el libro Sociedad y estado en la filosofía política moderna (modelo iusnaturalista y modelo hegelo-marxiano), escrito junto con Michelangelo Bovero y   —147→   publicado en 1979.192 El título es elocuente: en él aparecen tanto el modelo iusnaturalista como la filosofía política. Con esto no quiero decir que el discípulo de Solari, en cuanto filósofo del derecho, haya desistido del iuspositivismo y pasado al iusnaturalismo y que por eso haya preferido adentrarse en los terrenos de la filosofía política. Hacer una afirmación de este tipo sería demasiado aventurada, por decir lo menos. Pero sí llama la atención el que se hubiese manifestado a un tiempo el cambio a la filosofía política y la atención en el iusnaturalismo. Una posible explicación quizá pueda encontrarse en Thomas Hobbes, el clásico con el que más se identifica. El autor del Leviatán es un clásico tanto del pensamiento jurídico como del pensamiento político y al mismo tiempo guarda una posición «paradójica» con respecto al iusnaturalismo y al iuspositivismo en cuanto puede incluirse tanto en uno como en otro dependiendo de la óptica bajo la que se contemple su obra.

En cualquier caso lo que es evidente es el afán, manifestado desde un inicio, de ir atando cabos que dieran forma a una teoría general de la política. En 1970 Bobbio participó en el 1º simposium de filosofía política con la ponencia «Sobre las posibles relaciones entre filosofía política y ciencia política» donde trató de clarificar las respectivas posiciones y el tipo de investigación que cada una propone. Derivado de este simposium y sobre todo de la discusión con Passerin d‘ Entrèves, publicó al año siguiente un ensayo denominado «Consideraciones sobre la filosofía política». No pretendo aquí, ni por asomo, enlistar la bibliografía bobbiana sobre la filosofía política. Además de tedioso sería inoportuno enunciar los más de cien títulos dedicados a esta materia. Sólo diré que el volumen que recoge las ponencias que se presentaron en el congreso-homenaje que se organizó con motivo de su retiro de la universidad lleva el título Por una teoría general de la política (1984). Y que el libro que condensa años de estudio invertidos en la búsqueda de esa teoría se llama Estado, gobierno, sociedad (Por una teoría general de la política) (1985). Tratando de hacer una recapitulación en torno a los avances que ha hecho para sistematizar el estudio de la política podríamos decir que se mantiene como un punto firme su clasificación de los tres tipos de investigación propios de la filosofía política, o sea, la búsqueda de la   —148→   mejor forma de gobierno o la óptima república; la pesquisa sobre la fundamentación del Estado; el estudio de la naturaleza de la política o la distinción frente a otras áreas del conocimiento humanístico en especial de cara a la moral. Asimismo, con el fin de ordenar el conocimiento de la política propuso, en especial en el congreso de 1984, la formación de tres grandes áreas: autores clásicos, temas clásicos, problemas contemporáneos. Veamos: los cinco auto res clásicos preferidos por Bobbio son Hobbes, Locke, Rousseau, Kant y Hegel. Entre los temas clásicos están la relación Estado-sociedad, las formas de gobierno y el problema del cambio político que en buena medida encarna en el binomio reforma-revolución. Entre los problemas contemporáneos que ha abordado se encuentran la relación política-cultura, la democracia y el vínculo entre liberalismo y socialismo.

Resulta obligado mencionar la manera en que Bobbio plantea en términos metodológicos la filosofía política. En las primeras líneas de la introducción al libro Sociedad y estado en la filosofía política moderna afirma con énfasis que ese método es de naturaleza conceptual y recuerda que: «En el estudio de los autores del pasado jamás fui atraído particularmente por el espejismo del llamado enfoque histórico que eleva las fuentes a precedentes, las ocasiones a condiciones, se mete en las particularidades hasta perder de vista el conjunto; en cambio me dediqué con especial interés a la ubicación de temas fundamentales, a la aclaración de los conceptos, al análisis de los argumentos, a la reconstrucción del sistema»193. Con esto subrayaba el imperativo de distinguir el método de la filosofía política del método de la historia y en especial del «historicismo» tan arraigado en la cultura de su país que encuadró ideológicamente a los autores clásicos en la perspectiva de las aspiraciones y de los intereses de clase. Para Bobbio, por el contrario, es un error confinar la filosofía política al área de la historia de las ideas y más aún comprimirla al marco ideológico. Historia e ideología parten de un mismo punto: «de la idea que para comprender una teoría política, social y económica, sea preciso ante todo colocarla en su tiempo y ponerla en relación con las condiciones objetivas de las que surgió»194. Los resultados de una y otra han sido demasiado rígidos y monótonos. Contra estas   —149→   limitaciones producidas por la hegemonía del historicismo en Italia, Bobbio recomendó ir más allá y aproximarse al horizonte del análisis conceptual que incluso sería benéfico para los miradores histórico e ideológico porque los haría más problemáticos y menos genéricos.

La manera más ilustrativa de explicar la distancia entre la posición histórico-ideológica y la postura de la filosofía política la oí alguna vez de Bovero quien, palabras más palabras menos, advertía lo siguiente: lo que para los historiadores es un dato, por ejemplo, Maquiavelo escribió el Príncipe en 1513 y su contenido refleja la lucha por el poder en aquella época; para el filósofo de la política es el problema, vale decir, cuál es la forma en que Maquiavelo estructuró y dio orden a ese libro, cuál es la manera en que compuso su sistema conceptual para que sus ideas trascendieran. Desde esta perspectiva encontramos que hay un diálogo entre los clásicos, una polémica que supera el tiempo. Sólo así se explica el que Hobbes haya podido cuestionar el sistema aristotélico o que Hegel haya retomado lo expuesto por Montesquieu o que Rousseau haya capitalizado la teoría democrática de Althusius o que nuestro contemporáneo Rawls haya reconocido que su filosofía se mueve en el panorama abierto por Kant. Hoy recurrimos a las obras de estos y otros autores no sólo para entender la época en que vivieron sino también para dar luz a la nuestra.

Bien sabemos que la hegemonía del enfoque histórico-ideológico no es privativa de Italia, en nuestro país también la hemos experimentado. En varias ocasiones, a principios de los ochenta, le expuse este problema a Norberto Bobbio. Por eso diseñamos un plan, junto con Bovero, para impulsar la filosofía política en México y en los países de habla hispana mediante la traducción de algunos de sus artículos y libros. Uno de los principales argumentos para llevar a cabo esta tarea fue que: «Como materia de enseñanza la filosofía política debería ocupar en las facultades de ciencias políticas de más reciente formación el mismo lugar ya ocupa por una larga tradición de la filosofía del derecho en las facultades de derecho»195. En el proyecto al que aludí se puso en primer lugar la traducción de un ensayo intitulado «El poder y el derecho» que son las dos nociones fundamentales de la filosofía política y de la filosofía   —150→   jurídica respectivamente. En ese escrito hay un fragmento muy interesante: «Habiendo comenzado mi enseñanza universitaria con la filosofía jurídica y habiéndola concluido con la filosofía política, he tenido que reflexionar más sobre el nexo entre las dos nociones de lo que generalmente les haya tocado a los escritores políticos, que tienden a considerar como principal la noción de poder, o a los juristas, proclives a calificar como primordial la noción de derecho. Y en cambio una llama continuamente a la otra. Son, por decirlo así, dos caras de una misma moneda»196.

Recuerdo que Bobbio me sugirió entrar en contacto con un amigo suyo, Eduardo García Máynez, uno de los bastiones de la filosofía del derecho en México -y no solamente en México-, para encontrar su auxilio en las traducciones que debía hacer y en el deseo de difundir la filosofía política a la manera en que la trabajan los turineses. La primera vez que platiqué con don Eduardo tocamos la relación entre juristas y politólogos en nuestro país. Con cierta amargura me dijo que no era buena: si en un primer momento, cuando se fundaron las facultades de ciencias políticas por un desprendimiento de las facultades de derecho, fue conflictiva, luego pasó a ser de mutua indiferencia. Y en esta separación, hay que reconocerlo, las dos áreas perdieron. No obstante, el contacto y apoyo, como lo palpé cuando conocí y trabajé con García Máynez puede ser invaluable. Efectivamente se trata de «dos caras de una misma moneda». El valor que alcance esa mon eda depende del esfuerzo conjunto y esto no por un mero compromiso intelectual sino también práctica porque el Estado político y el Estado de derecho están estrechamente vinculados. Tan es así, que por regla general cuando el Estado de derecho desaparece al mismo tiempo deja de existir la política como acción conciliadora. Es mejor que evitemos eso a través de un compromiso con los grandes valores que dieron vida y siguen sosteniendo, a pesar de todo, la cultura occidental.



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ArribaAbajoALGUNAS CONSIDERACIONES ÉTICAS SOBRE EL TRASPLANTE DE ÓRGANOS197

Ernesto Garzón Valdés198


El trasplante de órganos se ha con en una práctica habitual del tratamiento médico en los países desarrollados. En la República Federal de Alemania, en 1990 fueron trasplantados 2.358 riñones, 48 5 corazones, 329 hígados y 34 pulmones. En España, en 1992 se realizaron 1.492 injertos renales, 468 hepáticos y 254 de corazón199. Los resultados obtenidos son verdaderamente alentadores: en el caso de los trasplantes de riñones, la cuota de éxito es del 80 al 90 por ciento después de un año, del 60 al 70 por ciento después de 5 años y del 50 al 60 por ciento después de 10 años200. Es obvio que, a medida que se perfeccione la técnica de los trasplantes, irá aumentando también la demanda de órganos, cuya escasez es ya notoria201. Además, la eficacia de medidas de seguridad con miras a evitar accidentes mortales   —152→   (disposiciones de tránsito en las autopistas o el equipamiento de los automóviles con Airbags) y la reducción de la mortalidad en algunas enfermedades ha aumentado aún más la escasez de órganos disponibles; de esta manera, la conservación y la prolongación de la vida de los unos impide recuperar la salud y prolongar la vida de los otros.

Si es verdad que la «medicina ha salvado la vida de la ética» -para usar la sugestiva fórmula de Stephen Toulmin-202 al plantearle problemas normativos concretos que han obligado a los filósofos a abandonar el no siempre fecundo nivel de la metaética, no hay duda que la práctica de trasplantes de órganos presenta un conjunto de cuestiones de enorme interés. Me propongo considerar algunas de ellas. Para esto dejaré de lado la perspectiva de lo que suele llamarse la «etnomedicina», es decir, la consideración de las enfermedades exclusivamente desde el punto de vista de las personas afectadas por ellas. El haber subrayado esta perspectiva en la consideración de los problemas de la ética médica ha desplazado a la ética a la esfera de la antropología y de la psicología, a la vez que contribuido a la relativización de la ética normativa.203

En lo que sigue, adoptaré una versión de la ética que parte de la aceptación del valor de la autonomía individual y de la universabilidad de las normas éticas formuladas desde una actitud de imparcialidad. El principio de la autonomía individual excluye enfoques utilitaristas, que pueden sugerir la adopción de sistemas de abastecimiento y adjudicación de órganos basados en criterios tales como los de un equilibrio compensatorio de los órganos vitales de los miembros de una sociedad. El requisito de la universabilidad requiere adoptar el enfoque de la llamada «medicina comparativa» que se ocupa, entre otras cosas, de «las necesidades que afectan a los seres humanos en toda cultura».204 Pienso que la necesidad de contar con órganos para transplantes es una de ellas.

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Por lo pronto, puede admitirse una subdivisión de esta problemática en dos grandes ámbitos: el de la obtención de órganos (I) y el de su adjudicación (II).

I

Los órganos a los que aquí quiero referirme son aquéllos que son obtenibles de seres humanos. No habré de considerar, pues, el caso de los órganos de origen animal y dejaré, por lo tanto, de lado la problemática-ética de la experimentación con animales en los laboratorios médicos.

Los órganos pueden ser obtenidos de personas vivas o muertas; su suministro puede ser voluntario o no y a título gratuito o no. Estas son las variables que consideraré aquí. Ello me permite construir el siguiente cuadro de alternativas posibles referidas al abastecedor y a las características del abastecimiento de órganos:

vivovoluntariogratuito
1)+++
2) ++-
3) + -+
4) + - -
5) - + +
6) - +-
7)- - +
8) ---

Veamos más de cerca estos 8 casos.

El caso 1) puede ser llamado el del abastecedor generoso.

El caso 2) es el del abastecedor mercantil.

El caso 3) es el del abastecedor obligado no indemnizado.

El caso 4) es el del abastecedor obligado indemnizado.

El caso 5) es el del difunto generoso con la sociedad.

El caso 6) es el del difunto generoso con sus herederos.

  —154→  

El caso 7) es el del difunto socializado sin indemnización (para sus herederos).

El caso 8) es el del difunto socializado con indemnización (para sus herederos).

En todos estos casos he supuesto que el abastecedor es una persona mayor de edad en pleno uso de sus facultades mentales. Quedan, pues, excluidos los casos de los incompetentes básicos y la extracción de órganos de niños, que es uno de los tipos de delitos más aberrantes practicados, sobre todo, en el Tercer Mundo205.

Volvamos, pues, a los 8 casos presentados.

Caso 1): el abastecedor generoso

Este caso fue considerado expresamente por Kant, quien le negaba toda justificabilidad ética:

Deshacerse de una parte integrante como órganos (mutilarse), por ejemplo, dar [«verschenken», donar] o vender un diente para implantarlo en la mandíbula de otro, o dejarse practicar la castración para poder vivir con mayor comodidad como cantante, etc., forman parte del suicidio parcial; pero dejarse quitar, amputándolo, un órgano necrosado o que amenaza necrosis y que por ello es dañino para la vida, o dejarse quitar   —155→   lo que sin duda es una parte del cuerpo, pero no es un órgano, por ejemplo, el cabello, no puede considerarse como un delito contra la propia persona; aunque el último caso no está totalmente exento de culpa cuando se pretende una ganancia externa.206



La posición de Kant se apoya esencialmente en tres pilares: a) la prohibición del suicidio, b) la relevancia del cuerpo para el ejercicio de la libertad y la identidad personales y c) la negación de derechos de propiedad sobre nuestro cuerpo.

a) La prohibición del suicidio resulta, según Kant, de la existencia de deberes para con uno mismo en tanto se es sujeto moral. En la segunda formulación del imperativo categórico se establece el deber de tratar la humanidad en los demás y en nosotros mismos siempre también como un fin y no sólo como un medio. En la Metafísica de las costumbres se dice:

Destruir al sujeto de la moralidad en su propia persona es tanto como extirpar del mundo la moralidad misma de su existencia, en la medida en que depende de él (del hombre, E. G. V.), moralidad que, sin embargo, es fin en sí misma; por consiguiente, disponer de sí mismo como un simple medio para cualquier fin supone desvirtuar la humanidad en su propia persona (homo noumenon), a la cual, sin embargo, fue encomendada la conservación del hombre (homo phaenomenon).207



b) Según Kant, existiría una relación esencial entre nuestra personalidad moral y la integridad de nuestro cuerpo:

Nuestra vida está enteramente condicionada por nuestro cuerpo de manera tal que no podemos concebir una vida sin la mediación del cuerpo y no pode hacer uso de la libertad excepto a través del cuerpo.208



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En 1954 una madre donó uno de los riñones para salvar la vida de su hijo mortalmente enfermo. Por lo que sé éste fue el primer caso de un abastecedor generoso. Los teólogos evangélicos que en su hora se ocuparon de este trasplante lo calificaron de automutilización y le negaron justificabilidad moral.209

c) Por último, la concepción de los derechos de propiedad sostenida por Kant le permitía decir tajantemente:

No se puede disponer de uno mismo porque sobre uno mismo no se tienen (derechos de) propiedad.210



Dado que sólo se tienen derechos de propiedad sobre cosas, sostener que una persona tiene derechos de propiedad sobre sí misma equivaldría a privarla de su humanidad transformándola en una cosa. Además, sería contradictorio afirmar que alguien puede ser a la vez propietario y propiedad de sí mismo.

Ninguna de estas tres consideraciones de Kant parece plausible:

a’) La condena incondicionada del suicidio resulta difícil de aceptar cuando se trata de un acto realizado por una persona en pleno uso de sus facultades mentales. Para sostener una tesis tan fuerte como la kantiana habría que suponer que la vida en sí misma es un bien absoluto y supremo. Todo sacrificio de la propia vida sería condenable y habría que eliminar por inmoral el ideal del santo o del héroe, es decir, de quienes están dispuestos a sacrificar su propia vida en aras de la de los demás. El propio Kant relativizó la prohibición del suicidio en el caso del «gran monarca recientemente fallecido» quien en sus campañas militares llevaba siempre consigo veneno para, en caso de ser tomado prisionero, suicidarse y no tener que entrar en negociaciones para obtener la libertad que «pudieran ser perjudiciales para su Estado»211. Pero,   —157→   ¿cuál es la diferencia entre el monarca patriota y el ciudadano generoso que está dispuesto a privarse de su vida donando un órgano absolutamente vital, el corazón, por ejemplo, para salvar la vida de otro ser humano? Como este tipo de donación-suicida requiere la colaboración de terceros especialistas, su consideración adecuada parece situarse dentro del marco de la discusión sobre la aceptabilidad moral de la eutanasia activa. Si se acepta su admisibilidad moral, ¿qué inconveniente habría en aceptar la donación de un órgano vital por parte de un enfermo terminal?212

Ulrich Klug ha expuesto convincentemente la debilidad intrasistemática de los argumentos de Kant en favor de la prohibición moral del suicidio. En efecto, éste no contradice ni el imperativo categórico ni el «principio general del derecho» ya que su permisión es perfectamente universalizable y su práctica no reduce necesariamente la libertad de los demás213.

Si no valen los argumentos en contra del suicidio, tampoco tienen fuerza los argumentos en contra del suicidio parcial, es decir, el privarse de un órgano. El propio Kant admite este «suicidio parcial» cuando se trata de un órgano enfermo. Pero, entonces, ¿por qué no habría de permitirse moralmente el «suicidio parcial» que consiste en la pérdida de un órgano sano para salvar la vida de otro y asegurarle así el ejercicio de su autonomía? ¿No sería éste un medio para conservar en el mundo un sujeto moral, como quería el propio Kant?

Podría, sin embargo, contraargumentarse aduciendo que la donación de órganos es moralmente condenable por los riesgos que ello implica para el abastecedor generoso. Una persona que prescinde de un riñón correría un peligro mortal en caso de tener alguna afección renal. Por lo tanto, quien toma la decisión de donar un riñón sería también un incompetente básico y su donación debería serle prohibida por razones paternalistas éticamente justificables.

Para evaluar la plausibilidad de este argumento conviene tener en cuenta que el riesgo que corren los donantes de órganos es muy reducido   —158→   (1/1.600 riesgo de mortalidad quirúrgica y 1.8% de riesgo de complicaciones graves en los trasplantes de riñón) y si la operación es exitosa, su riesgo no es mayor que el de otras personas que poseen sus mismas características físicas214.

Según Eric Rakowski, el riesgo de una muerte prematura de una persona de 34 años que vive con un riñón es aproximadamente el mismo que tiene una persona que todos los días viaja a su trabajo conduciendo su auto a 20 kilómetros215.

Además, si el argumento contra la donación de órganos fuera el del riesgo que corre el donante, habría también que prohibir por razones morales el ejercicio de profesiones riesgosas tales como la de bombero, policía o salvavidas en las playas. El fundamento plausible que se aduce para la aceptación y promoción de estas profesiones es la existencia de un deber moral positivo de ayudar a quien se encuentra en una situación de vulnerabilidad, cual es el caso, por ejemplo, del habitante de una casa que se incendia, del asaltado o del que se ahoga216. Si estos argumentos valen para la institucionalización profesional de actividades riesgosas, no se comprende por qué ha de rechazarse moralmente la posibilidad de la donación de órganos. Habría entonces que condenar moralmente la creación de asociaciones tales como las de bomberos voluntarios.

b’) Aun cuando se acepte la importancia de la mediación del cuerpo, no es en absoluto evidente que si alguien pierde un dedo o un riñón ha de resultar por ello necesariamente afectada su personalidad o su identidad moral. Ello dependerá más bien de la forma como cada cual valore la pérdida o la modificación de una parte del cuerpo. Una cirugía estética facial podría haber alterado, sin duda, la identidad de una reina egipcia. También es verdad que la pérdida del pelo puede tener consecuencias trágicas para el ejercicio de la libertad, si se ha de creer el relato bíblico, y conozco un niño de cinco años en Bonn que protesta cada vez que le cortan el pelo pues al mirarse al espejo dice que tiene que cambiar de nombre porque ya no es el mismo. Pero, los casos de Cleopatra, Sansón y Thomas son ejemplos de situaciones especiales, a partir de las cuales no es aconsejable inferir conclusiones de validez universal.

  —159→  

c’) La reducción a cosas de los objetos sobre los que se pueden tener derechos de propiedad es convincente y útil cuando se trata de las relaciones interpersonales: pretender tener derechos de propiedad sobre una persona es equivalente a querer transformarle en cosa. Sin embargo, la cuestión no es tan clara cuando se hace referencia a una relación intrapersonal. Cuando se dice, por ejemplo, que toda persona es dueña de sí misma no se pretende reducirla a una cosa sino que, por el contrario, se afirma que ser dueño de su propio ser (también de su cuerpo) es una expresión de la dignidad humana. Y ello no tiene nada de contradictorio.

Parece plausible suponer que no poseemos nuestros brazos o nuestros riñones como poseemos un cuadro o una silla. En el primer caso, el derecho de propiedad es tan fuerte que todo intento no consentido de apropiación por parte de un tercero constituye una gravísima lesión. Podría decirse, por ello, que se trata aquí justamente de un derecho de propiedad por excelencia, que responde a la vieja definición romana. Es instructivo recordar, en este sentido, que uno de los argumentos fuertes que suelen ser aducidos por las mujeres que propician la despenalización del aborto es que ellas tienen derecho de propiedad sobre su cuerpo y que pueden hacer con él lo que quieran. En este concepto de propiedad (con las limitaciones del suicidio), piensa John Locke en el primer párrafo de su Segundo Tratado. Si no tenemos propiedad sobre nuestro cuerpo, no sólo pierden su fuerza muchos argumentos en contra de la prohibición del aborto sino que también, como dice G. V. Tadd, no se entiende muy bien por qué el cirujano ha de solicitar el consentimiento del paciente antes de una operación217.

Por último, quien no esté dispuesto a aceptar la justificabilidad ética de la donación voluntaria de órganos podría ahora aducir el argumento del abastecedor voluntario arrepentido. La donación de un órgano es un acto irreversible, es decir, todo arrepentimiento es tardío. Para reducir este peligro (de tipo mas bien psicológico), podrían introducirse plazos de reflexión entre el anuncio de la donación y la realización efectiva de la misma218.

Desde luego, el arrepentimiento es irrelevante si se trata de partes del cuerpo renovables. Kant no tenía inconveniente en aceptar la   —160→   donación de cabellos. Pero, lo mismo podría decirse del caso de la sangre, cuya donación no sólo es actualmente aceptada sino hasta promovida y, en algunos casos, está éticamente impuesta. Basta pensar en los casos de graves accidentes en los cuales podría exigirse a gente joven y fuerte la donación de sangre para salvar la vida de los accidentados.

Resumiendo: no encuentro argumentos morales fuertes en contra del comportamiento del abastecedor generoso.

Caso 2): el abastecedor mercantil

El 11 de enero de 1988, el Guardian publicó la siguiente noticia:

Un italiano indigente procesado por homicidio ofrece donar un riñón a cambio de un abogado que lo defienda. Maurizio Bondini, de 25 años, dijo en una carta dirigida a los periódicos que no podía correr con los gastos y que creía que un defensor de oficio no podría defenderlo con la misma eficacia que uno pagado219.



En la India, un drogadicto, para conseguir dinero que le permitiera comprar la droga, fue vendiendo órganos hasta quedar reducido a la mínima condición de supervivencia. En Japón parece ser frecuente que deudores acosados por sus acreedores dejen de lado las inhibiciones budistas y vendan sus riñones.220

En contra de la venta de órganos se han aducido, por una parte, los mismos argumentos presentados para negar la justificabilidad ética de su donación. Así Kant afirmaba con toda radicalidad:

un ser humano no está autorizado a vender sus miembros por dinero, ni siquiera se le ofreciera diez mil táleros por un solo dedo.221



Los argumentos del suicidio parcial, de la relevancia del cuerpo para la identidad personal y la problemática de los derechos de propiedad sobre nuestro cuerpo han sido reactualizados por Charles Fried:   —161→  

[C] uando una persona vende su cuerpo no vende lo que es suyo sino que se vende a sí misma. Lo que perturba, pues, en la venta de tejidos humanos es que el vendedor trata a su cuerpo como un objeto extraño [... ].222

[E] l argumento tiene que ser que ciertos atributos -por ejemplo, los propios órganos del cuerpo [...]- están tan estrechamente vinculados con una concepción del sí mismo que hacerlos objeto de una negociación en un esquema de moralidad sería como ganar el mundo y perder la propia alma. Dicho menos metafóricamente, una persona racional en una posición inicial sentiría que adquirir beneficios a riesgo de tener que hacer una contribución de sus más íntimos atributos es adquirir beneficios a riesgo de convertirse en otra persona y así cometer una forma de suicidio223.

A estos argumentos suelen añadirse otros dos:

a) El argumento de la degradación moral.

Tenemos la obligación moral de defender nuestra propia dignidad. Kant establecía una clara distinción en el reino de los fines: todas las cosas tienen allí un precio o una dignidad:

Lo que tiene un precio puede ser sustituido por alguna otra cosa como su equivalente; en cambio, lo que está por encima de todo precio y, por lo tanto, no permite ningún equivalente, tiene una dignidad224.



La venta de partes del propio cuerpo equivaldría a poner precio a elementos integrantes de la «naturaleza animal» de la persona, es decir, contradiría el principio de dignidad humana.

Ruth Chadwick continúa esta línea argumentativa cuando señala que

una de las consecuencias no deseables de la venta de nuestro propio cuerpo es que contribuye a una sociedad en la cual los cuerpos de las   —162→   personas son considerados como recursos. La acción de vender el propio cuerpo contribuye al ethos dominante según el cual todo está en venta, todo tiene su precio. Refuerza la ética del mercado. El vendedor de partes de su cuerpo estimula al comprador a pensar que todo es obtenible por un precio225.

b) El argumento de la explotación.

El comercio de órganos es una de las formas más perversas de explotación ya que quien vende partes de su cuerpo se convierte en medio para la obtención de recursos accesibles mediante el pago de una determinada suma de dinero. Se viola así la autonomía del vendedor, es decir, se le impide actuar como sujeto moral.

El caso de la venta de sangre haitiana (llegó a ser uno de los principales productos de exportación de ese país) a los Estados Unidos podría ser considerado como una buena ilustración de esta explotación. El peligro de una situación tal constituye la base del argumento que suelen utilizar algunos autores que propician el sistema de donación gratuita de sangre existente en Gran Bretaña a diferencia de la venta, que impera en los Estados Unidos.

En mayo de 1991, la OMS aprobó una resolución eligiendo que el comercio de órganos fuera prohibido jurídicamente en todo el mundo. Esta prohibición existe ya en no pocos países.

Con respecto a estos argumentos puede aducirse lo siguiente:

a’) El razonamiento Kant-Chadwick es convincente sólo a medias. Lo es si se quiere poner de manifiesto que «no todo es obtenible por un precio». No hay duda que es moralmente inaceptable permitir que todos los bienes puedan ser objeto de transacción comercial. Lo único que puede ser llevado al mercado es aquello que justamente es negociable a través del compromiso de la venta y la compra. Ahí, no pueden ser objeto de transacciones comerciales los bienes incluidos en lo que suelo llamar «coto vedado» de los bienes básicos. Llevarlos al mercado sí equivale a una autolesión de derechos inalienables y, por lo tanto a una degradación moral. Tal podría ser el caso de alguien que se vende como esclavo: pone en venta un derecho inalienable cual es el derecho a la libertad y, con ello, lesiona su propia dignidad.

  —163→  

Pero, esto no es aplicable a la venta de órganos. A menos que se sostenga que cada una de las partes del cuerpo humano es, al igual que éste, una entidad de naturaleza racional capaz de actuar de acuerdo con principios morales, dotada de autonomía. Como ha observado Stephen R. Munzer:

Y aun si un cuerpo humano viviente tiene una dignidad incondicionada e incomparable, no se sigue que las partes de ese cuerpo la tengan. Pues, en general, lo que es verdad del todo no necesita ser verdad de alguna o de todas sus partes. El argumento a partir de la humanidad y la dignidad [...] parece cometer la falacia de división.226

Tampoco puede afirmarse sin más, como creía Kant, que se comienza con la venta del cabello y se termina con la venta de todo el cuerpo: entre el acto de la venta del cabello o de un órgano y la venta de todo el cuerpo no hay ninguna relación de necesidad lógica y por lo que respecta a la necesidad psicológica también pueden haber muchas dudas.

Pero, ¿qué sucede en el caso de que alguien desea vender un órgano vital, por ejemplo, el corazón? Este sería el caso de un suicidio con ventajas económicas eventuales para los herederos del suicida. Si quien desea suicidarse (vendiendo un órgano vital) es una persona adulta que actúa libremente, en pleno uso de sus facultades mentales, los argumentos en pro de la prohibición de la venta son parasitarios de los que puedan utilizarse para condenar éticamente el suicidio en circunstancias similares. Nótese en este sentido que este tipo de suicidio tiene características muy especiales: a diferencia de lo que suele suceder en otros casos, no puede decirse aquí que perjudica económicamente a la familia del suicida ya que ella recibe el precio de la venta del órgano y, además, permite salvar la vida de otra persona.

b’) John Harris ha propuesto una definición de explotación que considero adecuada como punto de partida para la consideración de este argumento:   —164→  

Existe explotación cuando los explotados no han adoptado autónoma su parte en nuestros proyectos como uno de sus propios proyectos sino que han sido coaccionados de alguna manera para convertirse en instrumentos de los nuestros.227

El elemento de la coacción es aquí decisivo ya que es él el que elimina la posibilidad de comportarse como agente moral. Pero, si ello es así, para que todo tipo de venta de órganos fuera moralmente reprochable -si se rechaza el argumento de la degradación moral ya analizado- habría que admitir que todo pago de dinero por bienes o servicios destruye irremediablemente la autonomía del vendedor ya que lo transformaría en mero medio de los planes del comprador. Esta suposición me parece sumamente implausible: equivale a la condena de toda negociación en dinero, es decir, a una satanización indiscriminada del mercado.

El argumento de la explotación se vuelve más interesante si se lo centra en la consideración de las circunstancias en las que se realiza la venta de órganos. Son ellas las que pueden colocar al vendedor en una situación tal que no tenga otra alternativa que la de convertirse en mero medio para la obtención de los fines del comprador. Dicho con otras palabras: si las circunstancias que enmarcan la transacción son injustas, es altamente probable que las relaciones mercantiles que bajo ellas se realizan también lo sean. Pero, las circunstancias no cambian porque se prohíba cierto tipo de transacciones. Más aún, esta prohibición podría ser un recurso para practicar una cínica preocupación por el destino de quienes viven en la indigencia. En efecto, ¿qué es peor: prohibirle a un pobre que venda sus órganos o condenarlo a que él o su familia se muera de hambre? Si el problema es el de la explotación de personas que se encuentran en una situación tal que o bien venden sus órganos o mueren de hambre, parece que el problema no reside en la comercialización de los órganos sino en la comercialización impuesta por las circunstancias socio-económicas imperantes. Lo moralmente reprochable son aquí las condiciones en las que se encuentran estas personas que se ven obligadas a vender sus recursos corporales, renovables o no. Es el caso de los haitianos obligados a vender su sangre para sobrevivir.

  —165→  

En conclusión, en el caso 2) las posibilidades que pueden presentarse es que el abastecedor mercantil se encuentre en situación de indigencia o no, es decir:

Indigencia
2.1) +
2.2) -

En 2.1) puede haber explotación, pero ella suele ser la consecuencia de una explotación mayor y temporalmente anterior al ingreso al mercado de órganos o tejidos humanos. Es ésta la que debe ser eliminada. Reducir la situación de explotación a la venta de órganos puede ser una forma perversa y más o menos sutil de ocultar el problema real.

Para el caso 2.2) no encuentro argumentos éticamente fuertes en contra. En efecto, si no se dan condiciones de explotación, la única diferencia que existe entre la donación voluntaria y la venta de órganos es el componente mercantil de esta última que podría ser considerado hasta como un factor positivo para aumentar la disponibilidad de un bien escaso. A menos que se tenga una adversión moral a toda operación mercantil, no veo por qué si se acepta la permisión moral de la donación ha de prohibirse la venta cuando se dan las mismas condiciones de voluntariedad y no explotación.

Casos 3) y 4): el abastecedor obligado (no indemnizado o indemnizado)

Podría pensarse que los casos 3) y 4) son éticamente injustificables; en efecto, en ellos se lesiona la autonomía de la persona y se interviene en su integridad física. Tampoco pueden caer bajo la clase de los actos paternalistas justificables: no sólo porque ex hypothesi los abastecedores no son incompetentes básicos sino también porque la intervención no se realiza para evitarles un daño físico.

Un ejemplo del caso 3) es el de los «pacientes» del Dr. Raymond Crockett, en Gran Bretaña, quien fue expulsado del registro de médicos por participar en la venta de riñones de pacientes que ni siquiera sabían que les iban a extraer este órgano. Así, un «donante» turco denunció   —166→   que pensaba que le iban a hacer un examen médico para obtener un nuevo trabajo y luego comprobó que había sido operado y privado de un riñón.228

El caso del Dr. Crockett nos molesta moralmente por dos razones: primero, el engaño inicial al trabajador turco; no se trataba de una revisión sino de una extracción; segundo, el engaño fue realizado con fines de lucro. El engaño inicial convierte al acto en un delito. En este sentido, podríamos descartar el caso 3) como susceptible de justificabilidad ética.

Pero, ¿qué pensaríamos si el Dr. Crockett extrae el riñón para dárselo gratuitamente a otra persona en peligro de muerte y, además, indemniza al donante obligado aplicando las tarifas legales de compensación por pérdida de órganos? Estaríamos entonces frente al caso 4). Supongamos, además, que el Dr. Crockett no sólo es médico sino que ha seguido cursos de ética profesional impartidos por filósofos consecuencialistas como Jan Narveson y ha leído, a demás, con cuidado el artículo de Guido Calabresi/A. Douglas Melamed, «Property Rules, Liability Rules, and Inalienability: One View of the Cathedral»229 y el último libro de Eric Rakowski, Equal Justice.

El Dr. Crockett aduciría, por lo menos, los siguientes argumentos: a) Los derechos a las partes del propio cuerpo no están protegidos por reglas de propiedad bajo las cuales el comprador y el vendedor acuerdan un precio para la transferencia si no por reglas de responsabilidad (en el sentido de liability) que establecen una determinada suma como compensación de la pérdida no voluntaria de una parte del cuerpo.

b) Por razones de justicia, las personas deben ser igualadas en los recursos vitales a fin de que puedan realizar sus planes de vida. Los tejidos y los órganos humanos pueden ser considerados como recursos vitales al igual que los alimentos y, a diferencia de los talentos, son también transferibles:   —167→  

[S] i alguien carece de sangre, de médula ósea o de un órgano esencial para su supervivencia o para gozar una existencia normal [...] no se da la igualdad de recursos si otras personas que, por lo demás, están igualmente situadas pueden remediar su necesidad sin sufrir una privación igualmente grave.230

Una buena teoría de la justicia debe partir de una adjudicación de bienes primarios lo más igual posible en el punto de partida. La lotería de la naturaleza, la «suerte bruta», como diría Ronald Dworkin, tiene que ser reducida lo más posible transfiriendo recursos. Si de lo que se trata es de maximizar la posición de los peor situados, ¿por qué no ha de poder imponerse la redistribución forzada de partes de nuestro cuerpo? Recordemos la formulación con la que Robert Nozick ilustra esta posición:

Has tenido visión completa durante todos estos años; ahora uno de tus ojos -o ambos- será transplantado a otra persona.231

c) Así como cuando se trata de la redistribución de otros recursos, si ella está legitimada por el principio de igualdad, es irrelevante el consentimiento de quienes los poseen en abundancia, así también cuando se trata de la redistribución del recurso órganos o tejidos humanos es indiferente el consentimiento del abastecedor. Si para justificar un sistema impositivo tendiente a asegurar una mayor igualdad económica fuera moralmente necesario contar con el consentimiento de los ricos, no iríamos muy lejos. Y no hay duda que, por lo que respecta a la capacidad óptica, quien posee dos ojos es inmensamente más rico que quien es ciego de nacimiento. Dicho con palabras de Eric Rakowski:

¿Por qué, por ejemplo, alguien que es ciego de nacimiento ha de tener derecho sólo a una compensación material que no puede sustituir la visión y no derecho a un ojo de alguien que tiene dos que funcionan bien?232

  —168→  

d) Si se ha aceptado más arriba que la identidad personal no se pierde por amputación de órganos o miembros, no vale tampoco el argumento de que se habría alterado la personalidad del obrero turco.

e) Podría afirmarse que el turco monorrenal teme ahora que en caso de padecer una afección renal correría un grave peligro de muerte. Por ello, tiene miedo y este dato psicológico debe ser tomado en cuenta. El Dr. Crockett respondería:

e 1) El obrero turco no tiene motivo para tener miedo pues en caso de que tuviera una afección renal, se le implantaría otro riñón obtenido de un muerto o de una persona viva que lo haya donado o vendido o a quien se le haya aplicado el mismo procedimiento de extracción no voluntaria.

e 2) Comprendo que el obrero turco pueda tener miedo a pesar de lo dicho en e 1 pero, nadie negará sensatamente que el miedo es un dato moralmente menos relevante que la muerte de alguien a quien podría haberse salvado de una muerte segura.

f) Por lo tanto, puede inferirse, siguiendo a Eric Rakowski, que está éticamente permitido y hasta ordenado proceder a un trasplante compulsivo de órganos si se cumplen las siguientes cinco condiciones:

Primero, debe haber una escasez crónica de estos órganos y tejidos, habida cuenta también de las donaciones voluntarias, de los comprados y de los órganos de cadáveres. Segundo, los beneficios esperados de los receptores tienen que ser substancialmente mayores que los de los órganos artificiales u otras formas de tratamiento. Tercero, la transferencia de sangre o de un órgano no debe conducir a la muerte probable del donador o a inconvenientes tan graves como los que afectaban al receptor antes de la transferencia. Cuarto, los beneficios para el receptor deben ser significativos; pequeñas mejoras no permiten la imposición de riesgos o sacrificios substanciales a los transferentes. Quinto, los receptores potenciales no deben haber renunciado a sus derechos a esta ayuda233.

Y, para mayor justicia, puede aceptarse la cláusula cautelar que dice que los transplantes de este tipo sólo podrán realizarse a personas que no hayan causado voluntariamente el daño del órgano que debe ser   —169→   reemplazado: los alcohólicos no recibirán hígados, los fumadores no tendrán acceso a nuevos pulmones.

Llegados a este punto, no hay duda que muchos de nosotros, por más importancia que demos al principio de la igualdad de recursos, nos sentiremos algo incómodos ante la idea de que éticamente esté justificada la imposición de donación de órganos no renovables. Aduciríamos, probablemente, los siguientes argumentos:

a’) La aplicación de reglas de compensación en el caso del turco engañado significa desvirtuar totalmente el sentido de aquéllas. Su fin es contribuir a superar una situación deficitaria provocada por un accidente o por un acto delictivo. Pero, en este último caso, el carácter delictivo no queda eliminado por la compensación. Robert Nozick ha expuesto argumentos convincentes acerca de la relación entre compensación y prohibición de ciertas acciones que no he de reiterar aquí.234

El Dr. Crockett ha dejado de lado muy rápidamente el aspecto psicológico del miedo. Si hubiera leído a John Locke, sabría que justamente el miedo es el motivo fundamental que impulsa a las personas en el estado de naturaleza a la creación del Estado. O sea que no se trata de un simple dato desechable sin más.

b’) Pero, el paso más importante es el de suponer que los órganos no renovables son recursos equiparables a los bienes que no forman parte del cuerpo humano. Los ojos o los riñones no son sólo recursos vitales sino que forman parte, como diría Dworkin, tanto de la persona como de sus «circunstancias» y, por ello, no pueden ser tratados como sus dineros o vestidos.235

c’) Las intervenciones en la integridad física de una persona no pueden dejar de lado su consentimiento, a menos que aquellas se realicen para evitarle un daño físico. Tal sería el caso de las vacunaciones obligatorias. Extraer los órganos de una persona sin su consentimiento para aliviar el mal de otra es un caso claro de instrumentalización, es decir, del tratamiento de una persona sólo como un medio.

d’) El tratamiento de una persona como mero medio no depende del grado de identidad o de personalidad de aquélla. Puede ser que la   —170→   persona siga siendo la misma en el sentido de que su identidad no es alterada por la extracción de un riñón. Si el argumento en contra de la extracción forzada fuera el de la alteración de la personalidad, no costaría mucho llegar a la posición según la cual como los niños no tienen una personalidad muy formada, ellos serían los candidatos ideales para practicar la extracción forzada de órganos.

e’) Tiene razón en este sentido Ronald Dworkin cuando propone el trazado de una «línea profiláctica» que vuelva inviolable la integridad física de las personas y excluya las partes del cuerpo de una persona viviente de la categoría de los recursos sociales236.

f’) Thomas Nagel ha insistido en la necesidad de distinguir entre valores «agent-neutral» y «agent-relative». Este tipo de valores permiten aducir razones que

[...] surgen de los deseos, proyectos, compromisos y, lazos personales del agente individual, todo lo cual le proporciona razones para actuar persiguiendo los fines que le son propios. Estas son [...] razones de autonomía237.



Las posiciones éticas consecuencialistas admitirán tan sólo valores «agent-neutral». Los inconvenientes que estas posiciones implican no he de analizarlos aquí; en todo caso ellas contradicen la perspectiva que he adoptado al comienzo de este trabajo.

Si se acepta, como creo que es correcto, la existencia de valores «agent-relative», parece también plausible inferir que la extracción forzada de órganos, indemnizada o no, contradice el principio de autonomía y está moralmente prohibida.

Casos 5)-8): Abastecedores difuntos

Los casos 5), 6), 7) y 8) se diferencian notoriamente de los anteriores por el hecho de que se trata de cadáveres. Pero, aún en estos casos, hay que   —171→   excluir, por lo pronto, aquéllos en los que la muerte fue producida violentamente con miras a obtener órganos. Así, en marzo de 1992, en el anfiteatro de la Facultad de Medicina de Barranquilla fueron encontrados diez cadáveres de indigentes y los restos de otras cuarenta personas. Los guardias de la Facultad apaleaban a los mendigos con bates de béisbol y los trasladaban luego a los quirófanos en donde se les extraían sus órganos que eran comercializados después en el mercado negro. Este fue el caso de los abastecedores no voluntarios llamados «desecha» (designación genérica para mendigos y niños abandonados)238.

Los casos 5) y 6) son muy semejantes a los casos 1) y 2) con la ventaja de que aquí no se presentarían los aducidos problemas de pérdida de identidad, degradación moral o explotación. No veo, por ello, inconveniente ético alguno en respetar la voluntad de la persona fallecida. El que la donación post mortem sea gratuita o no, no altera substancialmente la calidad moral del acto.

Si la voluntad del difunto es relevante en los casos 5) y 6), no veo por qué no ha de serlo también en 7) y 8). Sin embargo, no hay duda que aquí podrían aducirse argumentos en contra, dignos de ser tomados en serio. Son, por lo menos, los siguientes:

a) Es verdad que podría sostenerse que el no respeto de la voluntad del difunto implica dañarlo por frustrar sus intereses y que, por lo tanto, ello debería estar prima facie prohibido. Sin embargo, si se ven las cosas más de cerca y no se desea penetrar en el ámbito de nebulosas metafísicas, no cuesta mucho concluir que el concepto de daño no puede ser utilizado en el contexto de las decisiones de última voluntad. Joel Feinberg, por ejemplo, ha sostenido que las personas pueden ser dañadas en este sentido después de muertas:

Acontecimientos posteriores a la muerte pueden frustrar o promover aquellos intereses de una persona que puedan haber ‘sobrevivido’ a su muerte. Estos incluyen sus intereses orientados públicamente e intereses referidos a terceros y también sus intereses ‘autocentrados’ en el sentido de que se piense de él de una determinada manera. El daño póstumo   —172→   produce cuando el interés del difunto es frustrado en un tiempo posterior a su muerte239.



También según Feinberg, los intereses de una persona estarían conceptualmente vinculados con los propósitos, deseos y expectativas de aquélla. Ahora bien, como sólo las personas vivientes pueden desear, esperar o proponerse algo, hablar de la violación de los deseos o intereses de un difunto es un sinsentido. Por lo tanto, es moralmente irrelevante el respeto de las decisiones cuya realización tendrá lugar post mortem. Valen aquí los argumentos presentados por Barbara Baum Levenbook240 y Ernest Partridge241 en contra del principio de intereses póstumos. Según Levenbook, si se admite que una condición necesaria para tener intereses es la capacidad de estar consciente, de sustentar creencias o formular deseos, se puede inferir la inexistencia de intereses póstumos. Si, para evitar este problema se recurre a la idea de intereses separados de quien los posee, como también propone Feinberg, se llega a una especie de «intereses flotantes» o a una ontología de los intereses, desprovistos de toda sustentación personal. Como afirma Ernest Partridge:

Esto no puede significar que las personas [...] no son ingredientes necesarios de la existencia de intereses. Así, si bien es verdad que los intereses son o pueden ser satisfechos por eventos y circunstancias objetivas, estas condiciones objetivas son ‘intereses’ sólo en la medida en que interesen a alguien. Si se elimina el interés personal a causa de la muerte, por ejemplo, lo que queda son meros acontecimientos y condiciones sin objeto, no ‘intereses’242.



b) Levenbook ha intentado recuperar la noción de daño a difuntos recurriendo al concepto de «pérdida». Según Levenbook, para que   —173→   exista un daño se requieren dos condiciones necesarias: «a) la persona dañada tiene que perder algo o ser privada de algo, b) la pérdida, la privación, tiene que ser algo malo para ella»243. La idea de pérdida permitirá superar los problemas del concepto de daño como lesión de intereses: cuando una persona es asesinada, por ejemplo, el daño que sufre consiste en la pérdida de la vida pero ella se produce justamente cuando ha dejado de existir. Si una persona puede perder algo cuando ya no existe, entonces puede también ser dañada después de muerta. La pérdida de una buena reputación es algo que puede sucederle a una persona después de muerta. La reputación es algo que no se pierde con la vida y, por ello, puede perderse también después de muerto. En el caso que aquí nos interesa, el no respeto post mortem de nuestras decisiones voluntarias lícitas nos daña porque significa la pérdida de vigencia de las mismas justamente en el momento en que deberían tenerlas.

El argumento no es convincente. Joan C. Callahan244 ha puesto de manifiesto el error que subyace a la concepción de Levenbook: definir la muerte como la pérdida de la vida es recurrir a una formulación equívoca que permite después hablar de pérdidas sin perdedores con lo que se vuelve a tener algo así como «pérdidas flotantes». No es que alguien pierda la reputación después de muerto; lo que cambia es la opinión que los vivientes tienen ahora del difunto. Y éste no pierde nada porque ya no es poseedor de nada, ni espiritual ni materialmente.

c) Las decisiones de última voluntad se distinguen claramente de las que una persona toma con la intención de llevarlas a cabo en vida. Aquéllas sólo pueden ser cumplidas por terceros. En este sentido son similares a contratos pero, a diferencia de lo que sucede en los contratos entre vivientes, su incumplimiento no puede dañar ya que la parte presuntamente «dañada» ha dejado de existir y no podrá enterarse jamás de que su voluntad ha sido burlada. Este es el «argumento de la ignorancia».

d) Hay que distinguir claramente entre disposiciones de última voluntad que afectan un interés público o social y aquéllas que son pública o socialmente indiferentes. Así como puede prohibirse que alguien disponga que su cadáver no sea enterrado o cremado sino colocado en una   —174→   plaza hasta su total descomposición, así también puede prohibirse que alguien impida la salvación de otras personas negándose a la extracción de sus órganos post mortem. Si por razones estéticas u olfativas se prohíbe la colocación del cadáver en una plaza, no se comprende por qué no han de tener más peso las razones éticas de la salvación de una o más vidas sin costos para el muerto.

e) Si se acepta la autopsia dispuesta judicialmente, para aclarar, por ejemplo, las causas de la muerte, sin que importe la voluntad del muerto, ¿por qué no ha de aceptarse la intervención en un cadáver para salvar vidas?

f) Un cadáver no es una persona, es decir, que aquí no puede hablarse de derechos fundamentales tales como los de la integridad física. Un cadáver es una cosa y, a menos que se crea en «la resurrección de la carne y en la vida perdurable», parece no haber buenos argumentos racionales para sostener que puede inflingirse daño a un cadáver.

A ello podría responderse con las siguientes razones:

a’) Es verdad que los intereses son siempre intereses de alguna persona y que cuando hablamos de los intereses de un difunto nos referimos a los que tenía la persona cuando vivía.

En la frase de Joel Feinberg citada más arriba se recoge una distinción de W.D. Ross que no deja de ser relevante para esta cuestión. Se trata de la que existe entre «cumplimiento de un deseo» y «satisfacción de un deseo»: uno puede cumplir un deseo sin quedar por ello satisfecho y uno puede estar satisfecho sin que el deseo se haya cumplido. Si se quiere mantener la vinculación entre deseo, interés y daño, en el caso de la persona muerta, los intereses que desaparecen definitivamente son aquéllos que están vinculados con la satisfacción y el goce personales; ellos son los intereses «auto-delimitados» («self-confined»). Pero hay otros intereses, los «auto-centrados» («self-centered»), que pueden ser cumplidos o frustrados después de la muerte de una persona:

El cumplimiento o la frustración de un interés puede seguir siendo posible, aun cuando sea demasiado tarde para la satisfacción o el disgusto245.



  —175→  

En el caso de las disposiciones de última voluntad se trata, sin duda, de intereses «auto-centrados» que excluyen radicalmente toda posibilidad de satisfacción personal pero que suelen tener para el común de las personas una máxima importancia. Psicológicamente significan algo así como una experiencia precaria de eternidad. Lo grave en este caso es que su cumplimiento depende totalmente de la voluntad de terceros. Quien formula una disposición de última voluntad queda librado íntegramente a los supervivientes en cuya buena fe confía. Son los supervivientes quienes prometen expresa o tácitamente cumplir el deseo formulado ante mortem. Si el cumplimiento de las promesas entre vivos es uno de los pilares de la vida social moralmente aceptable debido a la seguridad que ello trae consigo, dada la relevancia psicológica de la creencia de que los deseos póstumos serán cumplidos, no cuesta mucho imaginarse el daño psíquico que pueden experimentar los miembros de una sociedad en la que impere una regla que permita burlar el cumplimiento de todo deseo no controlable por quien lo formula246.

Aceptar la relevancia moral de los deseos de cumplimiento post mortem no requiere, pues, recurrir a «intereses flotantes» o a «perdedores inexistentes» sino tan sólo tomar en cuenta intereses relevantes de seres vivientes que saben que irremediablemente habrán de morir y que probablemente habrán también de formular deseos cuya realización requiere haber muerto.

b’) No hay duda que una diferencia básica entre las disposiciones de última voluntad y las decisiones cuya realización tienen lugar durante la vida del decidor es que en el primer caso su control de realización escapa al decidor y su ignorancia acerca de la misma es total. La cuestión es si esta ignorancia afecta el valor (moralmente) vinculante de la decisión. Si la respuesta es afirmativa, ello equivaldría a sostener que está moralmente permitido o es moralmente indiferente no cumplir decisiones siempre que el decidor no se entere. Lo mismo valdría para todo tipo de contrato: un engaño exitoso liberaría de toda culpa moral. Pero, si ello es así, el hecho de que el decidor haya muerto es irrelevante. También en el caso de las relaciones entre personas vivientes, la ignorancia del incumplimiento de un contrato eliminaría toda responsabilidad moral. Ello significaría, dicho con otras palabras, la consagración moral del   —176→   adagio «ojos que no ven corazón que no siente». Este adagio no parece ser un buen candidato como criterio para la evaluación de comportamientos morales. El argumento de la ignorancia deriva su plausibilidad de un dictum moralmente inaceptable cual es el que propone el engaño perfecto como eliminador de daño. Ya Aristóteles tenía sus dudas acerca de la vinculación conceptual entre daño sufrido y conciencia de daño247. Como observa sabiamente Thomas Nagel:

[E]l descubrimiento de una traición nos hace desgraciados porque es malo ser traicionados; no es que la traición sea mala porque su descubrimiento nos hace desgraciados248.



Desde el punto de vista de la ignorancia no existe diferencia entre contratos in vita y decisiones post mortem.

La reprochabilidad moral de la violación de decisiones post mortem no se fundamenta (obviamente) en un derecho del difunto sino en el deber de los demás de respetar las decisiones de terceros (siempre que el contenido de las mismas sea moralmente legítimo). Si se acepta que la autonomía de una persona se manifiesta justamente en las decisiones que libremente adopta, el respeto de las mismas (también en los casos en los que el decidor no puede controlar su cumplimiento) equivale al respeto de la autonomía personal. El respeto de las decisiones post mortem constituye el contenido de un deber imperfecto en el sentido de que no tiene como correlato un derecho.

c’) Un cadáver es una cosa y, en tanto tal, no puede tener derecho. Pero, ello no quiere decir que un cadáver no tenga relevancia moral. Si se está dispuesto a admitir, por ejemplo, que las obras de arte tienen una relevancia moral (moral standing) que impone deberes de respeto, podría sostenerse que lo mismo vale para un cadáver. Y, al igual que en el caso de la obra de arte, puede sostenerse también que no se trata tanto de un deber «directamente» centrado en el cadáver sino que «a través de él», tiene como destinatarios terceros vivientes249.

  —177→  

d’) Si la profanación de cementerios es considerada como una grave agresión a la memoria de los muertos (con prescindencia de la ofensa a sus familiares), ello se debe a que un cadáver no es una mera cosa o una fuente de recursos sin más. La idea de la «línea profiláctica» puede valer también aquí.

e’) Según una encuesta Gallup de febrero de 1983, muchas personas se niegan a donar sus órganos post mortem porque temen que en caso de enfermedad grave los médicos puedan sentirse tentados a aumentar la disponibilidad de órganos descuidando la atención del paciente y acelerando su muerte. (No hay que descartar sin más la posibilidad de caer en manos de un médico consecuencialista.) Este argumento valdría con mucha más razón para el caso de la luz verde a los transplantes aun en caso de negativa del paciente250.

No obstante todos estos argumentos, podría sostenerse que, aun cuando pueda disponerse ante mortem sobre el destino del propio cadáver (decidiendo, por ejemplo, que debe ser enterrado en un determinado cementerio o incinerado), un cadáver es, además, una fuente de bienes vitalmente útiles cuya no utilización puede causar daños a seres vivientes. Volviendo al caso de las obras de arte: ¿existe la obligación moral de cumplir la última voluntad de un gran artista que dispone que a su muerte deben ser destruidas todas sus obras? ¿No pensaríamos que en este caso de egoísmo póstumo su decisión debe ser ignorada?251 El «gran artista» en el caso de trasplante de órganos es el difunto poseedor de órganos aptos para trasplantes, «Human vegetables», para usar una expresión en boga en el ámbito anglosajón. Esta perspectiva parece ser la que subyace a las disposiciones jurídicas vigentes en varios países en el sentido de que, a menos que exista manifestación expresa en contrario, habrá de suponerse la voluntad de donación252.

El aspecto de la gratuidad o no de los órganos del difunto depende de la atribución de derechos de propiedad sobre el cadáver. Aquí pueden distinguirse dos casos:

  —178→  

a) Cadáveres que no son reclamados por nadie; para él valdrían las disposiciones que rigen para la res derelicta y así suele procederse. Siempre parece haberse supuesto en este caso la voluntad tácita del difunto en favor de la libre disposición de su cuerpo post mortem. La mayoría de los cadáveres con los que se experimenta en las lecciones de anatomía tienen este origen. Uno de los perversos argumentos que suelen utilizarse para matar «desechables» y «niños de la calle» con el objeto de extraerles órganos es que sus cadáveres serán res derelicta.

b) Cadáveres que son «reclamados» por los parientes del difunto. Este derecho de reclamación podría ser interpretado en el sentido de que aquéllos tienen derechos de propiedad sobre el cadáver253. Si así fuera, en caso de que el donante no lo hubiera especificado, se admitirá que son los herederos quienes tienen la propiedad del cadáver. Esto es lo que se supone en el caso 6).

Desde luego, una vez admitido que la propiedad del cadáver corresponde a los herederos y suponiendo la voluntad de donación del difunto, podrían construirse escenarios más o menos macabros en los que los herederos podrían depositar el cadáver en lugares adecuados y, de acuerdo con el grado de conservación de los órganos (un problema técnico), ir vendiendo órganos según las necesidades familiares.

Los casos 7) y 8) con casos de colectivización de bienes privados.

En el caso 7), el Estado realiza la confiscación de un bien privado perteneciente a los herederos (puesto que si no se trata de una res derelicta) por razones de utilidad pública. Los herederos resultan dañados   —179→   ya que se los priva de una posible indemnización. Y los intereses «auto-centrados» del difunto resultan irremediablemente lesionados. Esto implica una muy fuerte carga de argumentación para quien propicie la confiscación.

En el caso 8) se trata de una expropiación de un bien privado sobre la cual pesa el inconveniente de la violación de la voluntad del difunto. Pueden haber también fuertes dudas acerca de hasta qué punto es posible hablar de «indemnización» cuando se trata del destino del cadáver de un familiar.

Todo esto vuelve muy difícil la justificación ética de los casos 7) y 8).

II

Al comienzo de este trabajo me he referido a la creciente escasez de órganos. Las causas de esta situación son de diferente naturaleza pero pueden agruparse en dos clases fundamentales:

a) causas puramente naturales: mayor demanda de órganos debido a los progresos de la técnica médica y menos disponibilidad de cadáveres aptos para la extracción de órganos como consecuencia de la disminución de la tasa de mortalidad. Este es un hecho estadísticamente comprobado.

b) causas de tipo psicológico: menor disposición a la donación de órganos in vita y post mortem. También existen al respecto datos estadísticos254.

  —180→  

Las causas del tipo a) no pueden ser eliminadas con medios éticamente aceptables ya que la única forma de suprimirlas o reducirlas sería, por una parte, renunciar a la aplicación de un recurso que puede salvar la vida de muchos pacientes o, por otra, promover la muerte de personas sanas estimulando el suicidio de los jóvenes, derogando las medidas de seguridad vial y laborales, aumentando la clase de los «desechables» o extendiendo el concepto de muerte de manera tal que puedan incluirse a personas aun vivas en la categoría de muertas255.

Las causas de tipo b) están vinculadas (como todo fenómeno psicológico) a una serie de factores no siempre fáciles de identificar y de delimitar claramente: prejuicios, creencias religiosas, temor a que el interés por obtener órganos pueda conducir a un descuido en el tratamiento de ciertas enfermedades (como en el caso de los encuestador por Gallup a los que me he referido más arriba) o a la fijación prematura del momento de la muerte. La discusión actual sobre la aceptabilidad del concepto de muerte como muerte cerebral, muerte pulmonar o muerte cardíaca o el caso de Marion Ploch256, sumados al hecho de que los trasplantes tienen que realizarse conservando funciones vitales del «muerto» y el temor ante la diligencia de los trasplantadores, han contribuido a crear un estado de ánimo entre los potenciales donantes post mortem y sus familiares adverso a la donación de órganos. Así, en Alemania, por cada cuatro muertos cerebralmente los parientes se niegan a que se realice un trasplante de sus órganos; hace un año la proporción era de cinco a uno.

La superación de las causas del tipo b) exigirá, pues, un reforzado trabajo de información, tarea tanto más complicada si se toma en cuenta las circunstancias en las que debe realizarse el trasplante (los órganos   —181→   trasplantados tienen que estar «vivos») y la actual polémica acerca de la definición de la muerte257.

Estas dificultades influyen también en las propuestas de obtención y/o adjudicación de estos bienes crecientemente escasos. A ellas quiero ahora referirme. Si se acepta la relevancia de las decisiones autónomas subrayada en la sección I, hay que descartar desde ya la posibilidad de recurrir a «abastecedores» no voluntarios. Puede pensarse entonces en las tres siguientes formas de obtención y/o adjudicación de órganos para transplantes:

  1. mercado
  2. banco de órganos
  3. club.

1) Quienes proponen el recurso del mercado centran sus consideraciones en los casos 2) y 6) del cuadro presentado y argumentan que de esta manera puede aumentarse considerablemente la disponibilidad de órganos. Si se admite el derecho de propiedad de cada persona sobre su propio cuerpo, se afirma, no habría inconveniente alguno en aceptar la vía del mercado. Las transacciones podrían realizarse in vita o post mortem. El ejemplo del delincuente italiano ilustraría el primer caso. Con respecto a las transacciones post mortem, Lloyd R. Cohen y Henry Hansmann han propuesto diferentes modalidades que se extienden desde el pago anticipado de cuotas anuales decrecientes al vendedor hasta la entrega de una única suma a sus herederos258.

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Frente a la posibilidad del mercado de órganos pueden hacerse valer las siguientes objeciones:

a) Si se establece el mercado de órganos, es probable que disminuya el número de donantes: el atractivo económico puede inhibir la disposición a la cesión gratuita; ello traería como consecuencia un aumento de los costos de los trasplantes;

b) si el mercado funciona plenamente, sólo los ricos serán compradores ya que el «bien» órgano seguirá siendo necesario y escaso, dos hechos que permiten vaticinar precios relativamente elevados259: las actuales desigualdades de ingreso y fortuna se manifestarían también en desigual por lo que respecta a las chances de salud y prolongación de la vida; una sociedad que confiere importancia al principio de igualdad de oportunidades no habrá de aceptar este procedimiento de asignación de órganos;

c) quienes propician la idea del mercado no tienen en cuenta que este sistema sólo serviría para reforzar la vulnerabilidad de sectores de la población que no tienen otros productos que vender como no sean partes de su propio cuerpo;

d) un mercado libre de órganos provocará la aparición de mayoristas que concentrarán las ventas; se establecería una especie de «rufianismo de órganos». Los anuncios publicitarios de países del Este de Europa citados más arriba parecen testimoniar la existencia de estos centros de venta al por mayor.

A estas objeciones podría responderse lo siguiente:

a’) conviene tener en cuenta que aquí no se cuestiona la licitud moral de la venta sino más bien las consecuencias negativas por lo que respecta a la adjudicación o accesibilidad de los órganos por parte de los distintos sectores de la población; en este sentido, si el mercado puede asegurar una mejor oferta, los mayores costos que puedan resultar deberían correr por cuenta de los organismos estatales o por las cajas de enfermedad. Si el problema fuera sólo el mayor costo, habría que renunciar también a la medicina atómica y a buena parte de los tratamientos médicos. En este sentido, los órganos ocuparían una posición intermedia entre los bienes privados y los bienes públicos. No son públicos porque su uso es   —183→   excluyente y distributivo; pero no serían estrictamente privados porque su disponibilidad tiene una relevancia tal para la salud que se asemejan a ciertos bienes públicos tales como la disponibilidad de recursos técnicos en los hospitales.

b’) el mercado podría funcionar restringiendo la calidad de comprador a centros oficialmente autorizados que luego distribuirían los órganos comprados de acuerdo con criterios estrictamente medicinales; de esta manera no se violaría el principio de igualdad de oportunidades de recibir un órgano, cualquiera que fuera el status económico del paciente;

c’) el argumento de la vulnerabilidad es correcto a medias. En efecto, desde el punto de vista del comprador (y también desde el punto de vista imparcial) él se encuentra en una situación de mayor vulnerabilidad ya que la posesión del órgano en cuestión es un asunto de vida o muerte, en cambio, para el vendedor, se trata de un asunto de mayor o menor riesgo. Como afirma John Harris:

Una pregunta que se impone aquí es la de saber quién es más vulnerable, quién necesita más nuestra protección. Si formulamos esta pregunta, podríamos ver la ética de los trasplantes comerciales bajo una luz diferente. La gente que se está muriendo y necesita un trasplante tiene derecho también a nuestra preocupación, respeto y protección, no desean morir. Quienes eligen y vender órganos aceptan voluntariamente un riesgo menor y hasta insignificante. ¿Es preferible moralmente someter a un grupo de ciudadanos a una muerte segura en vez de ofrecer incentivos (tentaciones, si se prefiere) a otro grupo para que corra riesgos? ¿No es mejor proteger a los más vulnerables permitiendo que otro grupo elija correr o no el riesgo con la esperanza tanto de beneficiar a sus congéneres como de beneficiarse a ellos mismos financieramente?260



d’) el peligro del «mayorista» o del «rufián» es un caso claro de abuso que podría ser evitado exigiendo al vendedor la presentación de un informe sobre el origen del órgano que ofrece en venta. Si ésta es la consecuencia de un crimen o de situaciones de explotación, la compra no se lleva a cabo.

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De estos cuatro contraargumentos, los más débiles son los dos últimos: mientras la situación del mundo se mantenga como hasta ahora (y no hay indicios de que ella haya de cambiar en un futuro ni siquiera medianamente lejano), seguirán dándose condiciones socio-económicas de explotación y será muy difícil determinar el grado de vulnerabilidad de compradores y vendedores ya que muy probablemente los vendedores no serán agentes voluntarios sino personas que se vean forzadas a entrar en este tipo de transacciones. Y es también probable que ellas mismas se vean obligadas a recurrir a intermediarios para un mejor éxito en su búsqueda de potenciales compradores. Será, por lo tanto, prácticamente imposible crear los marcos suficientes como para garantizar un funcionamiento mercantil éticamente aceptable. Ello sugiere la conveniencia de buscar otras alternativas para la adjudicación de órganos.

2) El banco de órganos es el sistema que actualmente se practica en el Centro de Leiden. Abastecedores del tipo 5) constituyen la mayor parte de los suministradores de órganos (pero no habría problema en incorporar también a los tipo 1). Los problemas de este procedimiento de adjudicación son, por lo menos, los siguientes:

a) Como a este banco tienen acceso tanto los donantes como los no donantes, existe una tendencia fuerte a adoptar la posición que menor sacrificio requiere, es decir, no donar y recibir el órgano cuando se lo necesita.

b) Está también el peligro de la «parcialidad»: aunque existe la obligación de informar al Centro de Leiden, la disponibilidad de órganos suele no ser comunicada con la debida rapidez y se tiende a adjudicarlos a receptores vinculados por razones de vecindad o de conocimiento personal con el hospital que dispone del órgano261.

Los inconvenientes de la gorronería y de la manipulación pesan pues sobre el sistema de bancos.

3) La tercera posibilidad, la del club, ha sido propuesta recientemente por Hartmut Kliemt262. Esta alternativa se basa en el principio de reciprocidad: quien dona un órgano lo hace no sólo por razones supererogatorias sino porque espera también ser receptor eventual en caso de   —185→   que necesite un órgano o un tejido. La donación le otorga un derecho privilegiado de acceso a los órganos disponibles. Por supuesto, pueden pensarse distintas modalidades para la constitución de estos clubes:

a) Admisión de todo aquel que esté dispuesto a donar un órgano:

  • in vita,
  • post mortem;

b) Clubes especializados en ciertos órganos (clubes renales, de retina, de hígados);

c) Clubes que permitan heredar a los hijos menores de edad o incapaces el derecho de acceso a órganos no utilizados por el progenitor donante y a quien se le extrajo en vida o post mortem un órgano;

d) Clubes con membrecía revocable o no; la revocabilidad queda excluida en el caso de las donaciones post mortem de un receptor-donante arrepentido. Este podría ser un caso de confiscación justificable del cadáver.

En el caso de revocación de una donación en vida, no hay argumentos éticamente sostenibles que permitan lesionar la integridad física del donante arrepentido.

e) Clubes de donación única o múltiple. Parecería que es justo que el donante a quien se le extrajo un órgano quede liberado en el futuro de su obligación de donación.

La selección del donante en cada caso particular obedecerá primariamente a razones médicas y, en caso de que existan varios posibles donantes igualmente aptos, el sistema de sorteo parece ser en los casos normales el más equitativo.

El principio básico del club es, como se ha dicho, el de reciprocidad pero éste es completado con el de solidaridad frente a quienes por razones de edad o de incapacidad física no pueden ser miembros del club263.

Si volvemos a considerar el cuadro de los 8 casos, es fácil comprobar que con la idea del club aquéllos quedan reducidos a sólo dos: el 1) y el 5), es decir, los casos de donación voluntaria y gratuita en vida y post mortem. El caso 7), es decir, el de la extracción no voluntaria post mortem   —186→   podría ser justificable sólo si se tratase de un receptor-donante arrepentido.

La propuesta del club evitaría, según Kliemt, dos problemas vinculados con el mercado y con el banco de órganos respectivamente: el de considerar a los órganos como un simple recurso, susceptible sin más de transacciones mercantiles, y el de establecer una especie de propiedad colectiva sobre los órganos en el sentido de un «common pool ressource». Sobre el primer punto me he extendido en la parte I de este trabajo y sobre el segundo he insinuado el carácter ambiguo de los órganos como bienes privados/públicos.

Dejando de lado estos problemas, podría pensarse que la propuesta del club puede conducir a situaciones que nos parecen moralmente reprochables. Cabe recordar al respecto el caso de Luiza Magardician, una rumana de 22 años que llegó a Nueva York en junio de 1985 con la esperanza de obtener un riñón. En su país había agotado todos los métodos de tratamiento y era imposible obtener este órgano. El director de la National Kidney Foundation de Nueva York/New Jersey denegó el pedido de la ciudadana rumana alegando que «dada la enorme escasez de donantes en los EE.UU., los ciudadanos americanos deben tener preferencia»264. Esta posición fue apoyada por Jeffrey M. Prottas, subdirector del Bigel Institute for Health Policy en la Brandeis University, quien sostuvo que dado que la comunidad americana «había demostrado el altruismo necesario para posibilitar el trasplante de órganos, [...] los miembros de esta comunidad nacional tienen un derecho a que no se les niegue un trasplante de órgano porque este órgano haya sido enviado a un país de ultramar u ofrecido a una persona que hubiera viajado aquí específicamente para obtenerlo». El «criterio legítimo» para tomar decisiones de adjudicación debía ser la «membrecía en la comunidad que proporciona los órganos»265.

El fundamento de la restricción nacional es aproximadamente el mismo que el de la propuesta del club: evitar «gorrones» y estimular las donaciones concediendo un tratamiento privilegiado a sus miembros.

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La alternativa extrema de una política de apertura total destruiría, por cierto, la institución misma del club con lo que se volvería a caer en las otras dos alternativas que parecen ser menos atractivas. La solución posiblemente se encuentre en la dirección sugerida por la resolución de la American Society of Transplant Surgeons que establece que el 5 por ciento de todos los trasplantes de riñón deben estar destinados a pacientes extranjeros (no miembros del club) y que «estos pacientes deben ser seleccionados sobre la base de los mismos criterios médicos que los demás (miembros)»266. La discusión acerca de si el porcentaje del 5 por ciento es adecuada o no puede ahora ser dejada de lado: lo importante es decidir si se está dispuesto a aceptar esta nueva excepción para no socios. En todo caso, mientras no existan a nivel mundial clubes como el propuesto por Kliemt la presión de quienes no pueden ser socios de ningún club constituirá un fuerte peligro para la estabilidad de los clubes existentes a nivel nacional. El porcentaje propuesto por la American Society equivale a algo así como una cuota de inmigración de los países industriales con respecto a ciudadanos del Tercero o Cuarto Mundo y valen para él argumentaciones similares a las aducidas sobre esta cuestión.

La inclusión de cuotas de beneficios para los no socios altera, desde luego, la concepción clásica de un club267. Efectivamente, en los «clubes» normales nadie puede ser obligado a ingresar pero quien no ingresa no goza de los servicios del club. Pero, hay otro aspecto que parece conspirar contra la idea del club: en el caso de los clubes de donantes, los servicios que se ofrecen son de una naturaleza tal que, de facto, el ingreso se vuelve compulsivo (al menos para los ciudadanos del país que adopte la institución del club). Si ello es así, el concepto de donación parece ser difícilmente aplicable; el club corre el riesgo de transformarse en un recurso eufemístico para ocultar un reclutamiento coactivo de abastecedores. En este caso, si la idea justificante del club era asegurar un mejor ejercicio de la autonomía individual, cuando se le aplica hasta sus últimas consecuencias ellas son justamente las opuestas a las que se quería llegar: el individuo se ve enfrentado con una situación sin escapatoria: o es socio   —188→   o carece del derecho a ser considerado como posible receptor de órganos: posee la misma oportunidad de ejercer su autonomía que el sediento en el desierto a quien se le ofrece un vaso de agua a cambio del otorgamiento de un servicio riesgoso.

*

En lo aquí expuesto no he pretendido proponer soluciones sino más bien delimitar problemas. En la primera parte, he intentado subrayar la admisibilidad moral del abastecimiento voluntario de órganos, gratuito o no, in vita o post mortem. A menos que se adopte una intransigente posición kantiana por lo que respecta a la relación entre donaciones o ventas de órganos y la dignidad personal, no veo cómo pueda argumentarse válidamente en contra de lo que he sostenido en la consideración de los 8 casos analizados. Por lo que respecta a la vía más adecuada para la adjudicación de órganos, mi actitud es vacilante: razones prudenciales parecen aconsejar la no implantación de un mercado libre de órganos; el funcionamiento de bancos de órganos puede estar sujeto a los inconvenientes subrayados por Hartmut Kliemt; la propuesta del club, a primera vista sugestiva porque parece evitar los problemas del mercado y del banco, puede, en la práctica, conducir a resultados no aceptables desde el punto de vista del libre ejercicio de la autonomía individual.

El problema es complicado porque, a diferencia de lo que ha sucedido con otros adelantos de la técnica médica, los trasplantes pueden (por ahora) ser realizados sólo con la contribución de seres humanos que asuman el papel de abastecedores268; encontrar el punto de equilibrio equitativo es una tarea tan difícil que invita a inclinarse por el rechazo de regulaciones de validez general. Tal vez lo más sensato sea proceder   —189→   en los casos de adjudicación de órganos de acuerdo con una cuidadosa casuística que dé prioridad a quienes estén dispuestos a participar en las relaciones de abastecimiento-recepción, pero con cláusulas cautelares que tengan en cuenta el principio de solidaridad y de urgencia médica. Para agravar aún más la situación, cabe tener también en cuenta que la escasez de órganos sólo podrá disminuir si estamos dispuestos a cambiar fundamentalmente nuestras tradicionales relaciones con nuestro propio cuerpo ante y post mortem. Todo esto invita a seguir reflexionando sobre un tema que, como casi todos los que plantea la medicina, escapa a la posibilidad de soluciones radicales o definitivas.

Tenía razón Toulmin: la medicina le ha salvado la vida a la ética; pero, creo que coincidiría conmigo en afirmar que también se la ha puesto mucho más difícil.