La
égloga tercera de Luis Barahona de Soto está
compuesta de veinticuatro estrofas o estancias, en las que se
alternan versos endecasílabos y heptasílabos, como es
usual en este tipo de poemas italianizantes. El esquema
métrico de cada estancia es el siguiente:
ABCABCEefFgGhH.
En
él puede apreciarse que los endecasílabos inician la
estrofa, como suele ser habitual, con seis versos en este caso, que
adoptan una disposición similar a la de los tercetos
encadenados. La transición a la segunda parte se marca con
dos heptasílabos, uno que enlaza con los
endecasílabos anteriores desde el punto de vista de la rima,
siempre consonante o completa, y otro que, en el mismo sentido,
sirve de puente con respecto a los versos que vienen
después, si es que no está integrado ya en la parte
segunda. En la parte última se alternan heptasílabos
y endecasílabos en la misma proporción, con rima que
semeja la disposición de los pareados, consiguiéndose
en muchas ocasiones una marcada sensación de musicalidad y
de armonía. Se trata de un esquema métrico bien
meditado que se inicia con regularidad y cierta majestad y que en
su última parte da entrada a escalas alternas de
endecasílabos y heptasílabos que producen en ese
momento un ritmo más marcado y sincopado.
Hay
alguna irregularidad métrica, no imputable al autor, sino a
la transmisión textual de que ha sido objeto su
poesía, consistente en dos breves lagunas producidas por la
pérdida de sendos versos, uno ya señalado por
Rodríguez Marín como inexistente en el códice
que copia y otro que hemos detectado nosotros en la estancia
número XVIII, que bien pudiera ser omisión
involuntaria del antiguo editor, puesto que éste no
señala que faltase en su manuscrito. En ambas ocasiones se
ha indicado su falta, como es habitual, mediante una línea
de puntos. En conjunto, la égloga tendría en su
origen trescientos doce versos, aunque en realidad nos han llegado
dos menos, que no afectan al cómputo de nuestra
edición.
Estructura
Las
veinticuatro estrofas que componen la égloga tienen una
repartición armónica y equilibrada,
iniciándose el texto con dos estrofas narrativas de
presentación y acabándose con dos de cierre. El resto
se reparte alternadamente en ocho intervenciones de los pastores
Felicino y Cleanto que entonan sus cantos de amor por la pastora
Olisa, cuyo nombre es parcialmente homófono con el de la
Elisa garcilasiana. La tendencia general es que a una
intervención de Felicino, de una sola estrofa, siga otra de
Cleanto con la misma extensión, salvo la séptima
intervención que ocupa dos estrofas para cada uno de los
enamorados. Se rompe la correlación indicada en la segunda
intervención de Felicino, cuyo canto se extiende a lo largo
de dos estrofas, en tanto que Cleanto tiene una, pero vuelve a
equipararse en la quinta intervención, puesto que ahora a
Cleanto se le asignan dos estrofas, frente a la única que
tiene Felicino.
En
resumen (además de la introducción y del
epílogo, ambos de carácter más presentativo y
narrativo), la materia lírica se reparte equilibradamente
entre el canto de los pastores enamorados, puesto que en total a
cada uno de ellos le corresponde diez estancias para expresar sus
sentimientos acerca de la pastora Olisa.
Tema y contenido
El
tema, tal como se ha indicado, es el amor que sienten los pastores
Felicino y Cleanto por la desdeñosa pastora Olisa. No hay
una competición clara entre ellos, sino que se limitan por
lo general a elogiar la belleza de la dama aparentemente ausente,
pero que en realidad está escuchando los cantos pastoriles,
como se manifiesta tanto al principio como al final del poema. El
planteamiento general se encuentra en la primera estancia, de tal
forma que el desarrollo de la composición puede considerarse
una especie de amplificación general de lo que aquí
se apunta, con intervenciones concretas y demoradas por parte de
cada uno de los pastores. La ubicación de lugar, una selva
frondosa y umbría, se localiza en las orillas del Dauro o
Darro granadino, tal como ocurre en otras composiciones del mismo
tipo (tal la Égloga de las hamadríades) y
por parte de otros poetas granadinos o relacionados con Granada, de
tal forma que en alguna ocasión se dijo que Barahona era
oriundo de Granada, quizás teniendo en cuenta este hecho y
la fuerte relación con el grupo granadino.
No
hay una competición amorosa muy pronunciada entre estos
pastores, sino que tanto Felicino como Cleanto se limitan a
ensalzar cada cual por su cuenta a la pastora sin interferir uno en
el canto del otro, sin que haya propiamente un diálogo
pastoril ni menos oposición en lo que expresan. Los dos
ofrecen rasgos positivos, poco divergentes entre sí, y
aparecen poco individualizados, caracterizados ambos como
jóvenes, discretos y poco expertos en amor. Olisa, se dice,
es superior en todo a ellos, y se contenta con guardar
apaciblemente su rebaño sin prestar atención a los
amores.
A
continuación Barahona hace una petición a las Musas
para que le ayuden en la dificultad que pueda encontrar en el canto
que emprende, un rasgo que suele ser característico de la
poesía épica, pero que también se da en
múltiples églogas. El poeta, de una forma directa, se
dirige a ellas diciéndoles que cante estas divinidades como
mejor pudieren lo que seguirá. El sentido habitual de la
invocación a las musas viene a indicar que la tarea
emprendida es superior a las fuerzas del poeta, por lo que necesita
su ayuda. En el fondo se solicita una inspiración adecuada
para expresar correctamente lo que se pretende. Barahona
señala además que esta composición es
resultado de un mandato que se le ha hecho, sin que determine por
parte de quién, tópico que recuerda los rasgos que se
presentaban en algunas situaciones del amor cortés y que
solían proceder del deseo o del simple capricho de la amada.
No hay que descartar, tal como indicar el profesor Lara Garrido,
que ese mandato provenga de un contexto
académico51,
puesto que nuestro poeta frecuentaba las academias granadinas.
El
elogio alterno de las hermosas cualidades o aspectos de Olisa se
inicia con Felicino que se refiere a los cabellos y Cleanto a los
ojos. Felicino canta luego las mejillas y los labios y Cleanto echa
de menos la presencia toda de la ausente. El primero la insta a
bajar de los fieros montes, y el segundo agrega que en el prado el
sitio es mucho más agradable y habitable. En las dos
estrofas siguientes ambos se refieren al rigor climático de
las alturas. Felicino vuelve a invitarla a descender a la agradable
situación geográfica donde se desarrolla el canto,
suponiendo al mismo tiempo que está detenida por
algún otro competidor amoroso. Cleanto añade que sin
ella se ha producido un cambio desgraciado en la naturaleza, que
afecta tanto a las plantas como a los animales y que va a provocar
incluso la muerte de los pastores, tópico con frecuencia
repetido en este tipo de composiciones. Además no entiende
cómo le pueden gustar los secos montes en comparación
con el fértil valle por el que transcurre el transparente
río Dauro. Ambos se refieren a continuación al
momento feliz en que ella estaba presente y vivía con ellos,
en tanto que ahora todo se ha tornado desgracias y la
alegría de antes se ha vuelto infelicidad. Cleanto se
pregunta acerca de quién le ayudará si la pastora se
quiere dedicar a la pesca o a la caza, recordando de paso que
él mismo solía antes librar de lobos o ladrones el
rebaño de Olisa. Los dos vuelven a instarla para que baje,
ofreciéndole regalos naturales, al igual que lo harán
en su caso los demás pastores.
Terminado el canto parece como si toda la naturaleza estuviese
suspensa escuchándolo. El día ha terminado, de la
misma manera que ocurre en muchas otras églogas, en las que
la proximidad de la noche hace cesar las canciones de los pastores.
Olisa, que ha estado escuchando todo el coloquio pastoril, se
levanta y sin decir nada se marcha cantando algunos versos de
contento y juego, al mismo tiempo que recoge sus cabras.
Este comportamiento de la pastora Olisa recuerda un tanto al de
aquella otra pastora Marcela, que aparece en la primera parte del
Quijote (I, XII-XIII), que tampoco tiene ningún
interés en el amor, y que ni siquiera se siente responsable
del suicidio del desgraciado pastor Grisóstomo.
No
llega aquí a tanto la dureza de Olisa, que se limita a
desaparecer, coronada de flores y de rosas, sin conmoverse
aparentemente por los elogios y reproches que ha oído,
mientras conduce en el incierto anochecer su hato de cabras, en un
final marcado por el anticlimax.
Nuestra edición
Tomamos el texto, en esta ocasión, de la edición de
Rodríguez Marín, op. cit., pp. 811-820,
actualizando los aspectos gráficos del mismo así como
algunos elementos de la puntuación, de acuerdo con la
lectura que nos parece más adecuada. La anotación
tiene en cuenta algunas aclaraciones del mencionado editor,
indicándose en su momento cuando así se ha
procedido.
El
esquema métrico de la presente égloga es más
simple y monocorde que el de las anteriores, reducido al empleo de
tercetos encadenados de versos endecasílabos que se reparten
de forma aproximada entre cada uno de los contendientes. En
ocasiones, sobre todo en las partes donde la violencia de los
pastores es más explícita y directa, el terceto puede
ser compartido por ambos personajes; incluso hay versos divididos
entre ambos, recurso que será más frecuente en la
comedia áurea, y que parece enfatizar la acción dado
la brevedad de las intervenciones. No se aprecia bien como en otras
ocasiones la armonía en la repartición alternada de
las estrofas entre ambos personajes, aunque de forma aproximada
tanto Salicio como Filón intervienen de manera equilibrada
en el texto.
Son
doscientos veintinueve versos los que integran el cómputo
total de la égloga, lo que equivale a setenta y seis
tercetos, más un verso de cierre para que no quede ninguno
suelto, como es habitual en las composiciones que emplean los
tercetos encadenados. Se trata de la égloga más breve
de las tres que editamos en esta ocasión.
Estructura
De
nuevo estamos ante un debate amoroso y ocasionalmente físico
entre dos pastores por la misma amada: tanto Salicio, de nombre tan
garcilasiano, como Filón, se disputan los favores de la
pastora Lida. Las intervenciones de ambos se alternan a lo largo
del texto, con más brevedad al principio y algo más
extensas en la parte final.
Tema y contenido
En
contra de la placidez de la égloga anteriormente editada, la
presente es mucho más dinámica, casi violenta en
ocasiones. De tal forma que, y es éste un caso bastante
inusitado en el mundo pastoril, los pastores llegan a combatir
cuerpo a cuerpo por el amor de la amada. No es que el mundo
idílico carezca de conflicto, puesto que en ocasiones al
mismo tiempo que el desamor o el olvido está también
muy presente la muerte, como se vio en la Égloga de las
hamadríades, y se llega incluso al suicidio, pero es
infrecuente la violencia física, reducida la
confrontación de manera habitual a la musica y a veces a los
juegos deportivos. La viveza de esta composición de Barahona
se acrecienta con el recurso del comienzo in medias res. Se han producido ya
algunos hechos previos, de los que no se ha dado cuenta al lector,
aunque se deducirán a lo largo del texto, y la acción
se inicia bruscamente, sin ninguna introducción narrativa,
en un momento de especial tensión: Salicio reta a
Filón a la pelea y lo insulta.
El
origen inmediato de la pelea va a ser la posesión de un
canastillo que ha tejido la hermosa Lida. Pero se interrumpen
porque la ven pasar corriendo con otras pastoras, llena la falda de
olorosas flores, sobrepasando en altura a las demás,
haciendo incluso que el viento sople más amoroso en las
riberas del Dauro donde de nuevo tiene lugar la acción. Al
verla, en lugar de luchar, se dedican los dos a ensalzarla.
De
esta forma ven como la joven abate a un ciervo, ejercicio
cinegético al que tan aficionado fue Barahona, según
se deduce de los Diálogos de la
Montería.
Sale luego a relucir la desigual edad de ambos, así como el
aspecto o la hermosura, la fuerza y otras cualidades
físicas, rasgos bastantes disímiles en uno y otro.
Salicio es más joven y blanco, no tiene aún barba,
sólo bozo, en tanto que Filón es más fuerte y
más alto, tiene una barba espesa, pero es menos hermoso que
el primero, que tiene pequeñas proporciones corporales
similares a las de Lida.
De
acuerdo con lo expresado, en un momento determinado en que ambos
luchan cuerpo a cuerpo, Salicio lleva las de perder y le pide un
respiro a Filón: «No me aprietes, Filón; afloja
un poco», le pide. El fuerte pastor se burla del muchacho,
del que dice que no «es carne ni pescado, y con la lengua
leones desquijara y montes raja», aludiendo a que sus hechos
no están a la altura de sus palabras.
Salicio añade que será más venturoso en la
contienda del amor que en esta lucha física y alaba a la
pastora ausente, lo que causa de nuevo la ira de Filón; pero
replica el joven que no está en su mano dejar de hacerlo
así. A partir de entonces ambos se dedican a loar a Lida,
con referencias a personajes y pasajes virgilianos. En algún
momento se pone de relieve si es mejor la fuerza del esposo o la
belleza del mismo y cada cual pone de relieve sus propias
cualidades al efecto.
Por
último, Filón señala que el color blanco de
que se envanece Salicio es algo deleznable, porque ni la misma
diosa Flora sintió preferencia por él. La noche se
acerca y ambos deciden acabar el canto, aplazando la
competición para el día siguiente, cuando algunos
pastores actúen como jueces de la competición.
Filón apostará un hermoso mastín, Melampo, y
Salicio una cabra que está preñada y que va a parir
dos cabritos, y, en el caso de que su madrastra le pregunte por
ella, le dirá que se quedó cansada y detenida en los
riscos. Pero he aquí que la cabra ha parido ya sus dos
cabritos, y ambos se aprestan a cenar bajo una peña; Salicio
le señala la leña para hacer la lumbre, en tanto que
él se acerca a unas breñas donde antes ha oído
unos ruidos.
Nuestra edición
Seguimos el texto de la edición de Rodríguez
Marín, pp. 830-837, con algunas leves modificaciones
gráficas y de puntuación, como en el caso de la
égloga anterior.
Las
hamadríades son divinidades menores de la mitología
clásica, compañeras de las ninfas, las
náyades, las dríades, los faunos y los silvanos;
suelen ser personajes frecuentes del mundo pastoril. Ofrecen
numerosas afinidades con las dríades, de tal forma que en
varias ocasiones las hamadríades parecen ser meras
especializaciones de las dríades. Tanto unas como las otras
carecen de nombre propio, no están individualizadas, sino
que forman parte del grupo que suele llamarse dioses menores o
«aldeanos», como explica Pérez de Moya: «A
otro género de dioses decían aldeanos, y éstos
eran tenidos por hijos de padres mortales; decíanse
aldeanos, porque habitaban en varias partes de la tierra y agua, y
tenían que ninguno estaba en el cielo, como los dioses
grandes y medios dioses, ni les daba Júpiter, padre de los
dioses, tanta dignidad, según dice Ovidio, y por esto se
decía, por otro nombre dioses terrestres, o héroes, o
semones; por este nombre entendían ser mortales, aunque eran
de más excelencia que los hombres; deste género eran
las Musas, Ninfas, Lares y Penates», Juan Pérez de
Moya, Filosofía secreta, [1585], op. cit.,
I, p. 29. La referencia de Pérez de Moya es coetánea
del texto de Barahona y refleja una misma convención
literaria y mitológica. Un poco antes, en la primera mitad
del siglo XVI, se había intentado un estudio clasificatorio
de algunos de estos seres, cfr. Theophrastus von
Hehenheim, Paracelso, Libro de las ninfas, los silfos, los
pigmeos, las salamandras y los demás espíritus,
Barcelona, Obelisco, 1987; el tratado tiene interés
esotérico y fue escrito antes de 1541, aunque editado por
vez primera en 1591.
Entre las primeras menciones literarias de las dríades se
pueden señalar las de algunos textos de Virgilio, como la
que se incluye en la Bucólica V, vv. 58-59:
«Ergo alacris silvas et cetera rura
voluptas
Panaque pastoresque tenet Driadasque
puellas».
El
texto se refiere a Dafnis, que ha muerto y que mira gozoso a sus
pies las nubes y las estrellas: «Así es como un goce
alegre posee a las selvas y demás campos, a Pan, a los
pastores y a las niñas Dríades». O la que
aparece casi al principio del libro III de las
Geórgicas, vv.40-41: «Entretanto iremos tras
los bosques y breñas no holladas de las Dríades,
encargo tuyo nada cómodo, Mecenas»; apud Virgilio,
Bucólicas. Geórgicas, trad. Bartolomé
Segura Ramos, Madrid, Alianza, 1981, pp. 42-43 y 103
respectivamente. Servio, al comentar estos lugares virgilianos,
señaló que «las Dríades son las ninfas
que habitan en medio de los árboles, mientras que las
Hamadríades son las que nacen y mueren con ellos, aquellas
cuya vida depende de la del árbol», cfr. Constantino
Falcón Martínez y otros, Diccionario de la
mitología clásica, Madrid, Alianza, 1980, I, p.
191. La distinción se encuentra ya en Sannazaro:
«Salid de vuestros árboles, piadosas
Hamadríades, diligentes defensoras de éstos, y
prestad atención al fiero suplicio que mis manos de
aquí a poco me preparan. Y vosotras, Dríades,
hermosísimas doncellas de las selvas profundas, que no una
vez, sino mil, habéis sido vistas por nuestros pastores al
anochecer bailando en círculo bajo la sombra de los
fríos nogales, con los cabellos rubísimos y largos
cayendo por detrás de las blancas espaldas...», Iacopo
Sannazaro, Arcadia, ed. Julio Martínez Mesanza,
Madrid, Editora Nacional, 1982, p. 89. Garcilaso retoma esta
mención de las dríades en la Égloga
II, vv. 623-628, pero no incluye la de las hamadríades:
¡Oh dríades, de
amor hermoso nido,
dulces y graciosísimas doncellas,
que a la tarde salís de lo escondido,
con los cabellos rubios, que
las bellas
espaldas dejan de oro cobijadas,
parad mientes un rato a mis querellas.
El
Brocense, en sus anotaciones a Garcilaso, hace una
recapitulación de estas divinidades: «Todo esto es de
Sannazaro, como lo demás: y para que se entienda la
propiedad de estas Ninfas, que aquí pone, digo que
Náyades son de los ríos; Napeas de los collados;
Dríades de los bosques; Hamadríades de los
árboles; Oreades de los montes; Henides de los
prados», apud Antonio Gallego Morell, ed.,
Garcilaso de la Vega y sus comentaristas, Madrid, Gredos,
1972, p. 291, grafía actualizada.
Contaba, pues, Barahona con una amplia y culta tradición en
lo que se refiere a estos seres mitológicos, de los que
mantiene los rasgos más sobresalientes, como su
vinculación con los árboles: «el bosque umbroso
cría las bellas hamadríades», señala en
estos versos iniciales, árboles a los que regresan al final
del poema: «Y así las ninfas [...]/ desnudas se
metieron / en las encinas huecas do salieron» o los cabellos
sueltos por las espaldas: «las hebras de brocado a las
espaldas / sueltas», al igual que en Sannazaro y en
Garcilaso.
El
hecho de que las hamadríades se cobijen en los troncos de
las encinas puede deberse a la etimología de su nombre, tal
como señalaba Fernando de Herrera en sus anotaciones a
Garcilaso: «Dríades] Ninfas de los
árboles, porque dris es árbol generalmente,
y más el que los Latinos llaman quercus»,
Fernando de Herrera, Obras de Garcilaso de la Vega con
anotaciones, op. cit., p. 570. El propio Herrera las incluye
al comienzo de su égloga tercera, titulada Amarilis
también de carácter funeral como la de Barahona, como
divinidades a las que invoca el poeta:
Vos drïades, napeas, ninfas bellas,
que el canto lamentable y las querellas
oistes del pastor enamorado,
referid todas ellas
a quien canta su lástima y cuidado.
Fernando de Herrera, Rimas
inéditas, ed. José Manuel Blecua, Madrid, CSIC,
1948, p. 143, grafía actualizada.
En
la literatura española suelen aparecer estas ninfas en
variados contextos pastoriles:
napeas y hamadríades hermosas
con frescas rosas
le van delante;
Gaspar Gil Polo, Diana
enamorada, ed. Francisco López Estrada, Madrid,
Castalia, 1987, p. 307.
Góngora ofrece la forma hamadrías en las
Soledades:
Tantas al fin el arroyuelo, y tantas
montañesas da el prado, que
dirías
ser menos las que verdes Hamadrías
abortaron las plantas:
fragmento que
Dámaso Alonso vierte en prosa de la forma siguiente:
«En fin, tantas montañesas hay en el arroyuelo, tantas
en el prado, que se diría ser su número mayor que el
de las Hamadrías, ninfas de los árboles, de las
cuales cada árbol tiene la suya», Dámaso
Alonso, Las «Soledades» de don Luis de
Góngora, en Obras completas, Madrid, Gredos,
1982, vol. VI, pp. 561 y 634 respectivamente.
El libro Tres églogas
de
Luis Barahona de Soto
se acabó de imprimir
en la Imprenta Caballero
de la M.N. y M. L.
Ciudad de Lucena,
durante los primeros días
del mes de noviembre
de 1997,
en conmemoración del
402 aniversario de la muerte
del escritor lucentino
y del segundo año de hermanamiento
entre Lucena y Archidona.