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La monarquía imposible: la Constitución de Cádiz durante el Trienio


El contenido de este artículo lo expuse en un curso sobre «La Monarquía en la historia constitucional española: 1808-1833», que impartí en el Centro de Estudios Constitucionales, de Madrid, en mayo de 1996, y forma parte de un estudio mucho más amplio sobre «La Monarquía en el constitucionalismo europeo: 1688-1833», en curso de elaboración.

A la memoria de Francisco Tomás y Valiente





Tras los intentos fallidos de Mina, Porlier, Richard, Renovales y Lacy de acabar por la fuerza con el absolutismo fernandino, el pronunciamiento de Riego logra tan ansiado objetivo en enero de 1820. Comienza, así, un período de tres años, conocido con el nombre de «Trienio Liberal» o «Constitucional», que concluye en septiembre de 1823 con la restauración de la Monarquía absoluta. Este período tiene un gran interés en la historia constitucional española pues fue durante él cuando se puso de relieve por vez primera la dificultad -e incluso la imposibilidad- de poner en planta la Monarquía prevista en la Constitución de Cádiz, restablecida en marzo de 1820. En efecto, si entre 1812 y 1814, ante la ausencia del Rey, el poder ejecutivo había estado en manos de una Regencia, que las Cortes lograron dominar, en el Trienio la Monarquía hubo de articularse en presencia de Fernando VII. Un Rey que seis años antes había abolido el código doceañista y perseguido a sus redactores y defensores, buena parte de los cuales formaría parte de los Gabinetes y de las Cortes del Trienio, con lo cual el enfrentamiento entre estas instituciones surgió de inmediato y no cesó a lo largo de este período, como se tendrá ocasión de ver en este trabajo.

En él se va a examinar, primero, el marco constitucional y político del Trienio y, a continuación, su compleja dinámica constitucional. Al hilo de esta dinámica se mostrarán, después, las dos interpretaciones que los protagonistas de la vida política hicieron de la Constitución de Cádiz, una en clave presidencialista y otra en clave asamblearia, así como el nacimiento de algunos mecanismos propios del sistema parlamentario de gobierno. Finalmente, se pondrá de relieve el progresivo cuestionamiento del código doceañista por parte un importante sector del liberalismo, deseoso de reformar dicho código conforme a los principios vigentes entonces en la Gran Bretaña y Francia.




ArribaAbajo El marco constitucional y político del Trienio

Como he mostrado en un largo artículo anterior, que ahora me limitaré a resumir1, la Constitución española de 1812, al igual que la francesa de 1791, había hecho recaer en el Parlamento, y no en el Rey, la dirección política del Estado, aunque no de forma exclusiva. En primer lugar, a las Cortes -en este caso a las de revisión- correspondía, en virtud del principio de soberanía nacional proclamado en el artículo tercero, la decisión política más importante: reformar la Constitución y, por tanto, alterar ad libitum la posición constitucional del Rey y la de cualquier otro órgano del Estado (Título X).

En segundo lugar, a través de sus «Decretos», las Cortes podían regular unilateralmente, además de la reforma constitucional, como disponía el artículo 384, otros decisivos aspectos del sistema político, algunos de los cuales podían afectar la regulación constitucional de la Regencia y del derecho sucesorio, respectivamente2.

En tercer lugar, las Cortes podían regular también a su sabor las materias que constitucionalmente debían revestir la forma de leyes, puesto que éstas se entendían automáticamente sancionadas una vez que transcurriesen dos años desde su presentación al Rey3. Las Cortes, pues, controlaban el proceso jurídico de adopción de las decisiones básicas del Estado. Ellas en exclusiva estaban capacitadas constitucionalmente para juridificar estas decisiones, transformándolas en normas jurídicas e imprimiendo al Estado la dirección política apetecida.

A ello hay que añadir, por último, que las Cortes podían mediatizar el control de la ejecución de estas decisiones políticas convertidas en normas jurídicas, al condicionar sobremanera la dirección de la Administración Pública por parte del Rey, tanto la civil como la militar4. Este aserto es particularmente cierto si se tiene en cuenta que las Cortes influían en la designación del Consejo de Estado controlaban los ingresos y gastos del Tesoro, ejercían una potestad reglamentaria autónoma, además de fijar anualmente el contingente militar y establecer, por medio de Ordenanzas la disciplina, orden de ascensos, sueldos y todo cuanto correspondiese «a la buena constitución del Ejército y Armada»5.

Ahora bien, la Constitución de Cádiz reservaba al Rey una parte nada desdeñable en el ejercicio de la función de gobierno, ciertamente algo superior a lo que habían establecido los constituyentes franceses de 1789. Mediante la iniciativa legislativa, ejercida a través de sus Secretarios del Despacho6 y la potestad reglamentaria, siempre secundum legem, como disponía el art. 171, 1.ª, el Monarca podía participar, si bien de forma muy atenuada, en la creación del Derecho e influir, por tanto, aunque no decidir, sobre la juridificación de algunas decisiones políticas de importancia.

El Rey, además, disponía de muy amplias facultades en lo tocante a la dirección de la Administración Pública, particularmente en lo relativo a las Fuerzas Armadas y a las de Orden Público, así como en el campo de las relaciones internacionales7. Disponía también de un cierto margen de maniobra en punto a la designación de algunos altos órganos del Estado, como los Magistrados, los Consejeros de Estado e incluso ciertas autoridades eclesiásticas8. Un margen de maniobra que estaba a salvo del control de las Cortes en el caso de la designación de los altos mandos de los Ejércitos y de Secretarios del Despacho -que era el dieciochesco nombre que la Constitución utilizaba para referirse a lo que durante el Trienio se llamarían «Ministros»- a quienes nombraba y separaba «libremente», según establecía el artículo 171, 16.ª, lo que permitía al Rey ejercer con cierta autonomía la función de gobierno o de dirección de la política.

Pero, además, el Rey podía entorpecer e incluso colapsar temporalmente la dirección política de las Cortes sin salirse del orden constitucional, en el supuesto de que decidiese utilizar sistemáticamente el veto suspensivo a las leyes aprobadas por el Parlamento. De este modo, las decisiones políticas de las Cortes que revistiesen forma de ley podían paralizarse durante dos años, que era justamente el tiempo que duraba el mandato parlamentario, según disponía el artículo 108 de la Constitución, con lo que el proyecto de ley en suspenso tendría que ser de nuevo aceptado por unas Cortes distintas.

El Rey, en definitiva, participaba en la dirección de la política del Estado junto a las Cortes, aunque, eso sí, de forma subordinada, pues aun gozando de una cierta discrecionalidad en este campo y aun pudiendo oponerse temporalmente a la dirección política de las Cortes, a la postre estaba obligado jurídicamente a ejecutar la política que las Cortes adoptasen, aunque fuese distinta e incluso contraria a la suya.

Con esta normativa constitucional no cabe duda de que si las Cortes y el Rey -que, aparte de sus poderes constitucionales, por supuesto seguía conservando una gran influencia sobre lo que hoy llamaríamos los «poderes fácticos», como los altos cuerpos de la Administración, el Ejército, la Iglesia y buena parte de la nobleza- no lograban entenderse políticamente, la actividad del Estado sufriría una parálisis casi segura, que sólo podría superarse recurriendo a medidas ajenas o contrarias a la Constitución.

Ahora bien, el problema residía en que los liberales doceañistas no habían previsto -o, con más exactitud, habían previsto mal- las consecuencias de esta falta de entendimiento desde el momento en que se negaron a establecer unos mecanismos de relación entre el ejecutivo monárquico y el legislativo. La Constitución de 1812, en efecto, siguiendo las pautas de la francesa de 1791 e incluso del constitucionalismo norteamericano9, establecía una separación muy neta entre el Rey y sus Ministros, de un lado, y las Cortes, de otro, en la que se ponía de relieve el recelo -por otra parte, muy fundado- que los constituyentes gaditanos habían tenido hacia el poder ejecutivo.

Coherentemente con este punto de partida, la responsabilidad política de los Secretarios del Despacho ante las Cortes, aunque no se descartaba de forma expresa, repugnaba al espíritu de la Constitución. Los Secretarios del Despacho dependían tan sólo y de forma exclusiva de la confianza del Rey, para nada de la confianza de las Cortes. A este respecto, el artículo 168 declaraba que la persona del Rey era «sagrada e inviolable» y que no estaba sujeta a responsabilidad. Por consiguiente, sus órdenes debían ir firmadas por el Secretario del ramo a que el asunto correspondiese, sin que ningún Tribunal ni autoridad pudiese dar cumplimiento a la orden que careciese de este requisito, como disponía el art. 225. Un refrendo que, dada la inviolabilidad regia, tenía por objeto trasladar la responsabilidad de los Secretarios a las Cortes por los actos en que estamparen su firma10. Aquellos, en efecto, eran responsables ante éstas de las órdenes que hubieran autorizado contra la Constitución o las leyes, sin que pudiera servirles de excusa el mandato del Rey, según disponía el artículo 226. Otro supuesto de responsabilidad parecía deducirse del artículo siguiente, que obligaba a los Ministros a rendir cuentas de los gastos de administración en su ramo respectivo. Asimismo, los Ministros eran responsables ante las Cortes en el caso de que sancionasen con su firma la orden de privación de libertad o imposición de penas por parte del Rey, expresamente prohibida por el artículo 172 de la Constitución11.

Pero en todos estos casos se trataba, claro está, de una responsabilidad penal. A las Cortes correspondía decretar que «había lugar a la formación de causa» y al Supremo Tribunal de Justicia el decidir sobre la causa formada12. Las Cortes, pues, podrían llevar a cabo un juicio de legalidad, pero no de oportunidad. Más que de un impeachment, como sostiene Sánchez Agesta13, parece más plausible considerar que se trataba de «un juicio de residencia»: «acusación por las Cortes y juicio ante un Tribunal ordinario, de tan rancia tradición en nuestro país y radicalmente distinto a la acusación anglosajona, que se tramita y resuelve ante la Cámara Alta del Parlamento»14.

Los artículos 95 y 129, que tenían una importancia muy grande en la configuración del sistema de gobierno15, cerraban el paso a la responsabilidad política de los Ministros ante las Cortes al señalar que los Secretarios del Despacho no podían ser elegidos Diputados de Cortes, ni estos últimos solicitar para sí ni tampoco para otro «empleo alguno de provisión del Rey», y entre ellos el de Secretario del Despacho ( ni siquiera ascenso, como no fuese de escala en sus respectivas carreras), cuando terminase su Diputación, esto es, su legislatura, para decirlo con el galicismo posterior.

Pero si las Cortes no podían exigir la responsabilidad política de los miembros del ejecutivo, los artículos 104 y 121 de la Constitución disponían, en contrapartida, que las Cortes se convocaban automáticamente, sin que fuera siquiera necesario que el Rey asistiese a su apertura ni al cierre de sus sesiones, aunque estaba facultado para hacerlo. Más importantes, y no menos expresivas, eran las disposiciones que recogía en artículo 172 en su apartado primero, en virtud del cual el Rey no podía «impedir, baxo ningún pretexto, la celebración de las Cortes en las épocas y casos señalados por la Constitución, ni suspenderlas ni disolverlas, ni en manera alguna embarazar sus sesiones y deliberaciones». Los que aconsejasen o auxiliasen en cualquier tentativas estos actos serían declarados «traidores y perseguidos como tales».

La Constitución de Cádiz, en definitiva, regulaba las relaciones entre el ejecutivo y las Cortes desde unos esquemas que se situaban en las antípodas del sistema parlamentario de gobierno, como había denunciado desde su exilio londinense José M.ª Blanco-White16. El Rey se configuraba a la vez como Jefe del Estado y Jefe del Gobierno, (así se definía en el Discurso Preliminar), aunque, la Constitución de Cádiz no establecía un órgano colegiado de gobierno, -un Consejo de Ministros o Gabinete- ni por tanto la preeminencia en él de un Secretario de Estado o Ministro. Los Secretarios del Despacho, si bien gozaban de una autonomía mayor que sus antecesores en el siglo XVIII, eran considerados por la Constitución como Ministros del Rey y no como verdaderos titulares del poder ejecutivo y de la función de gobierno, una función esta última que los redactores de la Constitución de Cádiz, como era común en la época, habían desconocido como función autónoma, distintas de las tres clásicas funciones del Estado.

Ejecutivo y legislativo, en definitiva, se concebían como dos poderes separados e independientes, sin más mecanismos de unión entre ellos que los ya mencionados de la débil iniciativa y la sanción regia de las leyes, que llevaba anexa un simple veto suspensivo, a los que podría añadirse el formulario Discurso de la Corona, que el Rey debía pronunciar en la apertura de las sesiones parlamentarias y que el Presidente de las Cortes debía contestar «en términos generales», según disponía el art. 123, así como la posibilidad de que las Cortes compartiesen con el Rey ciertas funciones de orden ejecutivo (y, por supuesto, de gobierno), como se ha visto antes.

La creación de una Diputación Permanente de Cortes y de un Consejo de Estado obedecía también al sentimiento de desconfianza hacia el ejecutivo y, en lo que concierne a esta última institución, al deseo de disminuir el peso de los Secretarios del Despacho. El Consejo de Estado, cuyos miembros eran nombrados por el Rey a propuesta en terna de las Cortes, ejercía unas funciones consultivas, correspondiéndole asesorar al Rey «en los asuntos graves gubernativos y señaladamente para dar o negar la sanción a las leyes, declarar la guerra y hacer los Tratados», como establecía el art. 236. En el «Reglamento del Consejo de Estado», aprobado por Decreto CLXIX, de 8 de junio de 1812, se facultaba también a este órgano para proponer al Rey las medidas necesarias «para aumentar la población, promover y fomentar la agricultura, la industria, el comercio, la instrucción pública y cuanto conduzca a la prosperidad nacional» (art. 3.º). Estas atribuciones, a las que debe añadirse la de proponer al Rey, en terna, las personas destinadas a ocupar determinados oficios eclesiásticos y judiciales, convertían al Consejo de Estado, en palabras de Menéndez Rexach, mutatis mutandis, en un verdadero Consejo de Ministros en sentido moderno, aunque colocado, naturalmente, bajo la dirección del Monarca, que era quien decidía. En este esquema, sigue afirmando este autor, los Secretarios del Despacho «quedaban relegados a la simple ejecución de lo que el Rey acuerde, por sí solo o previo dictamen del Consejo de Estado. Se institucionalizaba así a nivel orgánico el dualismo funcional entre deliberación y ejecución, al que en las Cortes de Cádiz se atribuyó gran importancia como garantía frente a la arbitrariedad»17.

Como se verá en las páginas que siguen, la forma de gobierno consagrada en la Constitución de Cádiz derivó en la práctica del Trienio hacia unos esquemas asamblerarios o convencionales, que no favorecieron en modo alguno un entendimiento entre el Rey, los Ministros y las Cortes. Ahora bien, el enfrentamiento entre estas instituciones se debió también a otros factores de índole extraconstitucional, que es preciso examinar a continuación18.

Fernando VII -a quien Marcelino Menéndez Pelayo definiría como un Rey «de aviesa condición; falso, vindicativo y malamente celoso de su autoridad, la cual, por medios de bajísima ley, aspiraba a conservar incólume»-19 sentía un odio profundo hacia la Constitución de Cádiz, al restringir notablemente sus prerrogativas, sin que él hubiera tenido arte ni parte en su elaboración ni, desde luego, en su restablecimiento. Pese a ello, cuando, se vio obligado a restaurarla, no tuvo reparo alguno en proclamar su fidelidad a este código, a la vez que su amor por sus otrora vasallos o súbditos: «... Mientras Yo meditaba maduramente con la solicitud propia de mi paternal corazón las variaciones de nuestro régimen fundamental -decía Fernando VII en el 'Manifiesto del Rey a la Nación', de 10 de, marco de 1820-, me habéis hecho entender vuestro anhelo de que se restableciese aquella Constitución que entre el estruendo de armas hostiles fue promulgada en Cádiz el año de 1812... He oído vuestros votos, y cual tierno Padre he condescendido a lo que mis hijos reputan conducente a su felicidad. He jurado esa Constitución por la cual suspirabais, y seré siempre su más firme apoyo... Españoles... Confiad, pues, en vuestro Rey... Marchemos francamente, y Yo el primero, por la senda constitucional...»20.

Pero lejos de estas promesas, Fernando VII comenzó a conspirar contra la Constitución de Cádiz, al poco de ser restaurada. Para tal cometido, además de amparar a todos los sectores sociales opuestos al nuevo sistema constitucional (como buena parte de la Nobleza, del clero y del pueblo), no dudó en recabar la colaboración de Rusia, Austria, Prusia y Francia. Naciones integradas en la Santa Alianza, para la cual, según parece que dijo Metternich, la Constitución española era el «código de la anarquía». Incluso para la Francia de Luis XVIII, la más liberal de las naciones de la Santa Alianza, la Constitución de Cádiz no era más que un trasunto de la de 1791, muy distinta, por tanto, de la Carta de 1814, entonces en vigor en el país vecino. Si la Constitución española recogía solemnemente la soberanía nacional y organizaba el Estado de acuerdo con una concepción rígida de la división de poderes, la Carta francesa consagraba el principio monárquico y hacía suyas algunas premisas básicas del «cabinet system». Unas premisas que tuvieron un notable desarrollo en los seis primeros años de la monarquía restaurada, a la par que se había desplegado un interesante debate doctrinal sobre esta forma de gobierno, cuyos protagonistas habían sido Benjamín Constant, los «ultras» y los doctrinarios21, aunque es verdad que la parlamentarización de la Monarquía francesa había retrocedido precisamente en 1820, tras el asesinato del Duque de Berry, a partir del cual Luis XVIII, presionado por su entorno familiar, intervino de forma más activa en los asuntos públicos y en particular en la ayuda militar prestada a Fernando VII22.

La Constitución de Cádiz tampoco agradaba demasiado al Gobierno Tory de Lord Liverpool. Al fin y al cabo, el pánico a la revolución francesa, de la cual la Constitución de Cádiz no había sido más que una consecuencia, no había desaparecido del todo en la Gran Bretaña. Es más; incluso se había reavivado por esos años puesto que algunas de sus aspiraciones comenzaban de nuevo a ser aireadas por el pujante movimiento cartista, nacido al calor de la progresiva revolución industrial. Circunstancia que había obligado al Gobierno a redactar en 1819 las «Seis Leyes» «(The Six Acts)», mediante las cuales se restringía considerablemente el ejercicio de las libertades públicas, sobre todo de la libertad de prensa. Es evidente, por otro lado, que la Constitución de Cádiz consagraba un sistema de gobierno muy distinto del sistema parlamentario establecido en la Gran Bretaña, objeto de un intenso y novedoso debate doctrinal en la segunda década del siglo pasado, al socaire de la discusión sobre la «Catholic Emancipation Act», aunque en la práctica no había avanzado mucho desde la caída de Napoleón23.

La Gran Bretaña, además, no tenía demasiado interés en que se consolidase el Estado Constitucional español, no tanto por prejuicios ideológicos cuanto porque la inestabilidad política de España favorecía la emancipación de la América hispana. Un vasto territorio codiciado por el comercio británico, aunque los Estados Unidos no estaban dispuestos a permitir que en aquel hemisferio volviese a ondear las enseñas de ninguna Nación europea; como advertiría con toda claridad el Presidente Monroe en 182324.

Ni la Santa Alianza ni la Gran Bretaña podían ver tampoco con buenos ojos la admiración que allende nuestras fronteras suscitaba el texto doceañista. En Portugal, en Nápoles y en el Piamonte, en efecto, la Constitución de Cádiz no tardaría en adoptarse como bandera propia, al igual que años más tarde harían los decembristas rusos. En realidad, la promulgación de este texto constitucional en 1820 había supuesto una luz de esperanza para los liberales radicales y para los demócratas de toda Europa, relegados o perseguidos a consecuencia de la política reaccionaria que la Santa Afianza había impuesto en el viejo continente. La Constitución de 1812, fruto señero de una guerra de independencia nacional, primero, y enarbolado osadamente, después, ante las fauces de la reacción internacional, se convirtió durante el Trienio en un punto de referencia para todo el movimiento liberal y nacionalista de Europa y América, marcando, así, un hito decisivo en la historia del liberalismo occidental25. Con su restablecimiento en 1820 el epicentro de la revolución europea se había trasladado a España. Esto es, a una Nación que pocos años antes había asombrado al mundo entero por la heroica victoria que su pueblo, galvanizado en su mayoría en defensa de la Monarquía y de la religión tradicionales, había infligido a Napoleón, la bête noire de la Europa reaccionaria. El pasmo y estupor de esta Europa eran ahora perfectamente comprensibles. Nada menos que España, y no Francia, como hubiera podido esperarse, introducía la primera fisura en el orden internacional delimitado por los acuerdos de Viena, en 1815. Pero al pasmo y al estupor sucedería en 1823 la venganza, como muy pronto se verá.

La división del liberalismo fue funesta también para la supervivencia del nuevo régimen. Se manifestó ya en los inicios del Trienio con motivo de la disolución del «Ejército de la Isla», esto es, del contingente de tropas mandadas por los héroes de la revolución: Rafael de Riego, en un primerísimo lugar, Quiroga, Arco-Agüero y López Baños. Los liberales «exaltados» querían hacer de este Ejército un bastión armado de la revolución, o poniéndose a que fuese disuelto. Los liberales «moderados» temían, en cambio, el papel que este Ejército podía jugar como grupo de presión frente a las Cortes y al Gobierno. De ahí su interés en disolverlo, que fue a la postre lo que ocurrió.

Pero junto a esta cuestión hubo otras muchas que a lo largo de estos tres años dividieron a los liberales españoles, como el nombramientos de altos cargos de la Administración Civil y Militar, la legalización de las Sociedades Patrióticas y, sobre todo, la estrategia que debía seguir el proceso de transformación social en España. Los «exaltados», también llamados «veinteañistas», querían restablecer íntegramente el programa de las Cortes de Cádiz e incluso radicalizarlo. Sus dirigentes más destacados eran Moreno Guerra, Romero Alpuente, Álvaro Flórez Estrada, Istúriz y, de forma más ambigua, Calatrava. Estos liberales pensaban que en España había un peligroso divorcio entre el poder político, en manos de los liberales, y el poder social, en manos de los absolutistas, o, para decirlo con palabras de Alcalá Galiano, un «exaltado» muy perspicaz, eran bien conscientes de que «la Constitución existía de iure, (pero) no existía de facto»26. Este divorcio sólo podía solucionarse, a juicio de estos liberales, acelerando el proceso revolucionario y ampliando la base social de las nuevas instituciones. Los «moderados» pensaban, por el contrario, que no debían radicalizarse los conflictos entre las fuerzas del Antiguo Régimen y las favorables al nuevo orden liberal, sino buscar un entendimiento entre éstas y las más contemporizadoras de aquéllas, teniendo en cuenta, precisamente, el escaso apoyo popular con que contaba el Estado constitucional, que se había puesto de manifiesto de forma trágica en 1814, cuando la masa popular había dado la bienvenida al absolutismo. Entre sus miembros más preeminentes figuraban muchos liberales que habían tenido una sobresaliente participación en las Cortes de Cádiz, como Argüelles, Toreno, Muñoz Torrero y Espiga, de ahí que se les conociese también con el sobrenombre de «doceañistas».

Si los «exaltados» acusaban a los «moderados» de ser demasiado condescendientes con las fuerzas reaccionarias y de intentar beneficiarse en su exclusivo provecho del ejercicio del poder, éstos se defendían acusando a aquéllos de favorecer objetivamente el desmoronamiento del régimen y de concitar la inquina del Monarca, de buena parte de la Aristocracia y del Clero, así como de la Santa Alianza.




ArribaAbajoEl enfrentamiento entre el Rey, los ministros y las Cortes

En marzo de 1820, la Junta Provisional Consultiva impuso al Monarca el primer Gobierno del Trienio, que coexistió con la Junta hasta que en julio de ese mismo año se abrieron las Cortes. De este primer Gobierno -pues así comenzaba a llamarse, aunque tal órgano no estuviese previsto constitucionalmente- formaban parte, entre otros, Agustín Argüelles, García Herreros y Canga Argüelles, es decir, nada menos que tres destacados doceañistas que se habían pasado los años anteriores en la cárcel, razón por la cual Fernando VII gustase denominar a este Gobierno como el «Ministerio de los presidiarios». El primer conflicto constitucional surgió a consecuencia de la disolución del «Ejército de la Isla», en agosto de 1820. Las Cortes solicitaron que Fernando VII cesase al Secretario del Despacho de la Guerra, el Marqués de las Amarillas, a quien la mayoría de la Cámara consideraba responsable del Decreto de disolución y cuyas convicciones ideológicas eran abiertamente absolutistas; disonantes, por tanto, de las del resto del Gobierno, en el que despuntaba la figura de Agustín Argüelles. Ante la solicitud de las Cortes, Fernando VII recabó el apoyo de sus Ministros -como entonces se prefería denominarlos-, pero éstos, pese a no haberse opuesto a la medida adoptada por el Marqués, respaldaron la postura de las Cortes, con lo cual el Monarca se vio obligado a cesar a su Ministro de la Guerra el 18 de agosto de 1820.

No contentos con este cese, algunos Diputados «exaltados» solicitaron la presencia del Gobierno ante las Cortes -en las que había una mayoría moderada favorable al Ministerio- con el objeto de exigirle su responsabilidad política. Tal solicitud dio lugar a principios de septiembre a un interesante debate sobre las facultades del Parlamento respecto del ejecutivo, en el curso del cual los Diputados «exaltados» sostuvieron que los Ministros debían responder ante las Cortes de todos sus actos y no solamente de aquéllos que fuesen manifiestamente contrarios a la Constitución y a las leyes. Ochoa, por ejemplo, señaló que «una de las obligaciones del cuerpo legislativo» era sin duda alguna la de «velar sobre la marcha del Gobierno...»27. Para Freke la Constitución establecía que «los poderes ejecutivo y judicial» debían estar «bajo la vigilancia de las Cortes», pues en caso contrario existirían «tres gobiernos en un sólo Estado, contra lo que se halla establecido en este libro sabio»28.

La actitud que adoptaron en este debate los «moderados» fue, en cambio, muy distinta. Interpretando de una forma más literal la Constitución de 1812, defendieron la competencia de las Cortes para valorar si los Ministros eran penalmente responsables, pero no para exigir la responsabilidad política del Gobierno. Martínez de la Rosa recordó en este sentido que tanto el Rey como sus Ministros habían respetado escrupulosamente el texto constitucional -concretamente el artículo 171, 5.ª y 9.ª- a la hora de disolver el «Ejército de la Isla» y de efectuar ciertos nombramientos militares, por lo que las Cortes no podían exigir ninguna responsabilidad al Gobierno so pena de «destruir el equilibrio de las autoridades y abusar del cargo que les ha confiado la Nación...»29. El propio Martínez de la Rosa resumió muy bien este primer debate, en el que triunfó la postura de los «moderados», al decir que en él se había extraído una importante conclusión, a saber: «que las Cortes no pueden someter a su examen y determinación lo que es propio exclusivamente del poder ejecutivo»30.

Un enfrentamiento no menos áspero entre los tres protagonistas del juego político se produjo con motivo de la Ley de Monacales, mediante la cual se extinguían los conventos de Monjas y se reducían los de frailes. Fernando VII se opuso a esta ley en septiembre de 1820, interponiendo el veto suspensivo que la Constitución le concedía. El Gobierno Argüelles, no obstante, presionó al Monarca, logrando que éste prestase su sanción en octubre de ese mismo año. Alcalá Galiano, comentando este enfrentamiento, escribiría años más tarde: «estaba tan mal entendido el juego de la máquina constitucional, que nadie -o cuando menos muy pocos- miraba el caso como una discordancia entre el Monarca y sus consejeros responsables, en que, no siendo la opinión de éstos atendida, debían hacer su dimisión inmediatamente. Fernando leía la letra de la Constitución, y viendo que a él tocaba dar o negar la sanción a los proyectos de ley que el Congreso le presentase aprobados, y que nada se decía allí de los Ministros, juzgó que no tenía para qué consultarles en aquel negocio, y aun los reputó entrometidos hasta pecar de insolentes, porque en él quisiesen mezclarse...»31.

Un mes más tarde se produjo un nuevo conflicto entre los principales órganos del Estado a resultas de haber nombrado Fernando VII, el 16 de noviembre de 1820, Capitán General de Castilla la Nueva a un militar de ideología absolutista, José Carvajal, en sustitución de Gaspar Vigodet. El nombramiento regio carecía del refrendo ministerial a que se refería el artículo 225 de la Constitución. Por ello, habiéndose cerrado el 9 de noviembre las sesiones de la primera legislatura del Trienio, la Diputación Permanente de las Cortes consiguió que el Monarca anulase este nombramiento, para lo cual resultó decisiva la actitud favorable del Gabinete Argüelles. La Diputación Permanente elevó al Monarca un conjunto de «Exposiciones». En la última de ellas se recordaba al Rey que la Constitución le había conferido el poder ejecutivo, pero que éste debía ejercerse con el auxilio del Consejo de Estado y por medio del Ministerio. Sobre estas dos «corporaciones» debía recaer «toda la responsabilidad, no sólo de las infracciones de ley» que cometiesen, «sino otra mucha mayor y más terrible, ante el Tribunal inflexible de la opinión pública, por el acierto o desacierto en las providencias del Gobierno y en la elección de los funcionarios públicos que las han de ejecutar». La «exposición» concluía con estas palabras: «En los sistemas representativos llega hasta tal punto esta responsabilidad, que el Ministerio cae necesariamente si llega a perder la votación de algún asunto grave en el cuerpo legislativo. De aquí nace una diferencia esencial entre un Ministerio constitucional y el de un Gobierno absoluto, que no tiene más responsabilidad que la de complacer al que manda o a sus favoritos»32.

Entre otros Diputados, firmaban esta «exposición» dos moderados de renombre, que habían sido destacadísimos miembros de las Cortes de Cádiz: Muñoz Torrero -a la sazón Presidente de la Diputación Permanente de las Cortes- y Giraldo. Junto a ambos figuraba también como signatario Vicente Sancho, un liberal que en la década de los treinta habría de jugar un relevante papel en el seno del Partido progresista. En esta ocasión, pues, a diferencia de lo que había ocurrido durante el debate en torno a la disolución del Ejército de la Isla, los Diputados «moderados», al menos algunos de nota, coincidieron con los «Exaltados», en que las Cortes tenían ciertas competencias a la hora de juzgar el uso que el Rey y sus Ministros hacían de las prerrogativas que la Constitución les atribuía, llegando a formular de forma explícita la necesidad de que el poder ejecutivo -atribuido de iure al Rey, pero que, a su juicio, debía ejercerse a través de los Ministros- contase con la confianza de las Cortes para mantenerse en el poder. Esta básica coincidencia parecía acercar las dos tendencias del liberalismo representadas en las Cortes a unas tesis de factura parlamentaria, similares a las que por aquellas fechas se defendían en Inglaterra y Francia, aunque no cabe descartar que esta coincidencia, así como el apoyo del Gobierno Argüelles, no obedeciese a razones doctrinales, sino a otras de naturaleza política, puramente circunstanciales: impedir que un conocido absolutista ocupase un cargo de relevancia en la organización militar.

En marzo de 1821 comenzó la segunda legislatura de las Cortes. En ese mismo mes, Fernando VII decidió cesar a su primer Gobierno, lo que dio lugar a la llamada «crisis de la coletilla». Para entender cabalmente su alcance es preciso recordar que la Constitución de Cádiz establecía en los artículos 121 y 122 que el Rey debía asistir a la apertura de las Cortes y pronunciar con tal motivo un Discurso en el que propondría a la Cámara lo que estimase oportuno. Pese al tenor literal de tales preceptos, durante el Trienio liberal era ya valor entendido que el Discurso de la Corona no debía expresar opiniones personales del Monarca, sino las ideas y programas del Ministerio33. Fernando VII, sin embargo, al inaugurar las Cortes, en marzo de 1821, no se limitó a leer el Discurso, preparado por Argüelles y ratificado por los demás Ministros, sino que al final del mismo añadió un párrafo propio -la famosa coletilla- en la que denunciaba los supuestos vejámenes cometidos contra su Real persona y la debilidad del Ministerio en impedirlos y reprimirlos.

Después de este incidente, Fernando VII cesó a sus Ministros, antes de que éstos dimitiesen; enviando más tarde un Oficio a las Cortes en el que, tras anunciar la exoneración del Gobierno, les comunicaba el propósito de valerse «de sus juicios y de su celo para acertar en la elección de nuevos Secretarios del Despacho». «Bien sé -añadía el Monarca- que esto es prerrogativa mía, pero también conozco que al ejercicio de ella no se opone que las Cortes me designen las personas que más merecen la confianza pública y que a su juicio son más a propósito para desempeñar con aceptación y utilidad común tan interesantes destinos»34.

Con tal propuesta, Fernando VII trataba de atenuar la tensión que se había creado por el cese del Gobierno y de responsabilizar a las Cortes de la crisis política que la actitud del Monarca había originado35. Pero las Cortes no cayeron en la trampa y rechazaron casi por unanimidad la solicitud del Rey. «Moderados» como Martínez de la Rosa y Toreno, «exaltados» como Calatrava, Romero Alpuente y Moreno Guerra, insistieron en que aceptar la propuesta del Rey significaría dar por bueno tácitamente el cese regio del Ministerio anterior y responsabilizarse de los errores del Ministerio futuro. Pero además estos Diputados señalaron que aceptar la propuesta regia supondría contradecir de forma notoria las disposiciones constitucionales. «El Congreso Nacional -afirmó en este sentido Calatrava- no debe tener influencia alguna en el Poder executivo... Las Cortes no pueden, sin contravenir la Constitución, dar a S. M. el consejo que se les pide»36. En términos parecidos se expresó Martínez de la Rosa, para quien aceptar la propuesta del Monarca supondría atentar contra la división de poderes establecida en la Constitución: «el equilibrio de los tres poderes -argüía el Diputado andaluz-, el contrapeso entre ellos subsiste mientras cada uno se circunscriba dentro del círculo de sus atribuciones»37.

Este consenso entre «exaltados» y «moderados» no significaba que hubiesen desaparecido por completo sus diferencias a la hora de concebir las relaciones entre el ejecutivo y el legislativo. En realidad, lo que puso de manifiesto este debate es que ante esta delicada y fundamental cuestión la postura de unos y otros distaba mucho de ser firme e inflexible. Si con anterioridad algunos destacados «moderados» habían coincidido con los «exaltados» al manifestarse a favor de que las Cortes tuviesen un control sobre la política del Gobierno, ahora un «moderado» tan sobresaliente como Toreno, se manifestó a favor de que el Gobierno contase siempre con la confianza de las Cortes para poder ejercer sus funciones, aunque estaba de acuerdo en que a las Cortes no correspondía aconsejar al Monarca sobre la composición del Gobierno, ni mucho menos imponerle los hombres que debían formar parte de él. Lo que correspondía a las Cortes era, a juicio de Toreno, algo distinto: «lo que se hace y se ha hecho en todos los países en que hay Cuerpo legislativo es que para variar el Ministerio y nombrar otro que le suceda, se cuenta con dicho cuerpo; porque aunque es cierto que en este género de gobierno cada poder tiene sus facultades y atribuciones peculiares, es preciso que la legislativa y la ejecutiva se entiendan mutuamente, pues que sería imposible llevar a efecto las providencias si no obrasen de acuerdo, como también lo sería en cuanto al Poder Legislativo que sin contar con el ejecutivo diese una ley... Lo mismo, pues, nos sucedería cuando un Ministro no cuenta con la mayoría del Cuerpo legislativo; es preciso que deje el Ministerio...»38. Supuesto este último que no era aplicable al Gobierno Argüelles. Antes al contrario, como señaló Toreno, este Gobierno «había tenido hasta ahora la confianza de la Nación, teniendo además una mayoría constante en el cuerpo legislativo; y para una separación hecha con arreglo al espíritu de las nuevas instituciones, era preciso haberse entendido con el Congreso o con muchos de sus individuos, y éstos con sus compañeros, para saber si el Ministerio que se eligiera podría contar con la mayoría. Sin dar este paso -concluía Toreno- los consejeros de S. M. no habrían podido prever cúal era la opinión de las Cortes, puesto que no había prueba alguna de que los anteriores hubiesen perdido la confianza de la gran mayoría del Cuerpo legislativo»39.

Con estas tesis, el Conde de Toreno se decantaba por un sistema de gobierno parlamentario, alejándose visiblemente de la postura que en este mismo debate había defendido Martínez de la Rosa. ¿Pesaba en la disímil o más bien opuesta actitud de estos dos destacados «moderados» y doceañistas la diferente peripecia personal de cada uno durante el absolutismo fernandino, marcada por la prisión, en el caso de liberal andaluz, y por el exilio parisino, en el caso del liberal asturiano? Pues probablemente sí. Es muy significativo a este respecto que después de defender la necesidad de una mutua confianza entre el Gobierno y la mayoría de las Cortes, el Conde de Toreno añadiese a continuación que éste era «el artificio maravilloso» sobre el que descansaba el sistema de gobierno «que se iba estableciendo por toda la Europa», a pesar de los muchos obstáculos con que se enfrentaba40.

En cambio, resulta difícil imaginar a Martínez de la Rosa al tanto de las últimas novedades constitucionales que se estaban discutiendo en los salones o en los Parlamentos de París y Londres, mientras permanecía en las alejadas prisiones del Norte de África, aunque lo más seguro es que tuviese acceso a ellas desde los comienzos mismos del Trienio, merced a las traducciones y comentarios de Marcial Antonio López, Toribio Núñez y Ramón de Salas. El primero, miembro «del Colegio de Abogados de Madrid y Diputado de las Cortes ordinarias», tradujo, «libremente al español», en 1820, el Curso de Política Constitucional, de Benjamín Constant41, mientras los dos últimos se encargaron de traducir y comentar a Bentham42. Un autor cuya influencia fue particularmente notable en tres destacados liberales asturianos: el Conde de Toreno, Agustín Argüelles y Canga Argüelles, con los que el publicista inglés mantuvo una relación epistolar43. La más importante labor difusora de la nueva teoría constitucional y de las nuevas prácticas parlamentarias recayó, sin embargo, en El Censor. Un semanario de una insólita altura intelectual, que se publicó en Madrid, desde agosto de 1820 hasta julio de 1822, impulsado por tres antiguos afrancesados, Alberto Lista, Sebastián Miñano y Mamerto Hermosilla44, y en donde, a la par que se ensalzan las ideas de Constant, de los doctrinarios franceses y de Bentham45, se defiende expresamente el sistema parlamentario de gobierno en un artículo titulado muy significativamente De la armonía de los poderes constitucionales, publicado en el número 16 de septiembre de 182046.

Debe consignarse, a este respecto, que si bien Martínez de la Rosa no se manifestó, como Toreno, a favor del sistema parlamentario de gobierno, hizo gala de conocer -e incluso de compartir, de forma incoherente con otras intervenciones suyas- este sistema en un discurso que pronunció poco después de que hablara el Diputado asturiano, en el que se preguntaba: ¿Podremos creer que existiendo un gobierno representativo y habiendo Cortes, personas indignas de la confianza pública se sienten en estas sillas y rodeen al Monarca? No es creíble: o ha de destruirse la libertad española o los nuevos Ministros han de responder a la confianza de la Nación. Si la merecen o no, como dijo muy bien el Sr. Conde de Toreno, se ve por las votaciones de los Cuerpos representativos. Este es el termómetro fijo para conocer si corresponden a la confianza pública»47.

Pero, volviendo a la crisis abierta por la «coletilla», lo que ahora importa destacar es que, ante la negativa de las Cortes a proponer al Monarca los miembros de su Ministerio, Fernando VII solicitó al Consejo de Estado -tal como la Cámara le había sugerido- que le señalase los candidatos idóneos para ocupar una cartera ministerial. De acuerdo con el dictamen de este órgano consultivo, el Rey formó en ese mismo mes de marzo de 1821 un nuevo Ministerio, cuyo miembro más representativo era Ramón Felíu, que sustituía a Agustín de Argüelles en la Secretaría de la Gobernación. Pero este Gabinete nació falto de la confianza del Rey, sin que gozase tampoco del apoyo de las Cortes48.

Estas se disolvieron el 30 de junio y, tras las consiguientes elecciones, abrieron de nuevo sus sesiones en septiembre de 1821. Al poco de hacerlo iniciaron una campaña contra el Gabinete Felíu, que se agravó por las protestas populares que se produjeron en Cádiz y Sevilla durante los meses de octubre y noviembre de 1821, a resultas de los nombramientos que el Gobierno había hecho para cubrir ciertos cargos militares. Tales protestas, alentadas por los «exaltados», llevaron a los Diputados afines a esta tendencia a solicitar en las Cortes, en diciembre de ese mismo año, la responsabilidad del Gobierno e incluso a exigir su exoneración.

Al igual que había ocurrido en el debate sobre la disolución del «Ejército de la Isla», se pusieron de manifiesto dos interpretaciones excluyentes de la Constitución de Cádiz: la del Gobierno, apoyado en las Cortes por los Diputados «moderados» -aunque en esta ocasión no por todos ellos- y la de los «exaltados», a los que se sumó, parcialmente, el grupo de Diputados «moderados» que se negaron a apoyar las tesis gubernamentales. Por parte del Gobierno intervino Felíu, Ministro de la Gobernación y hombre fuerte del Gabinete. Para Felíu la legalidad de los nombramientos militares era tan indisputable como la inconstitucionalidad en que incurrían las Cortes al exigir al Gobierno una responsabilidad que iba más allá de la puramente penal que la Constitución contemplaba. «Si el Ministro obra contra la ley -opinaba Felíu- se le exige la responsabilidad; si comete errores dentro de sus facultades está el derecho de petición, está la imprenta, está la opinión pública». Pero nadie, a su entender, podía impedir que el Rey separase a un Capitán General y nombrase a otro cuando lo estimase oportuno: «si hubiera una corporación o autoridad que calificara las razones que el Gobierno tiene para hacer un nombramiento -concluía Felíu-, me atrevo a decirlo, esta facultad del Gobierno estaría un poco más abajo que las de un Juez de Primera Instancia...»49.

Dos días más tarde, este mismo Ministro puso en las Cortes el dedo en la llaga cuando señaló que la cuestión de más enjundia en esa crisis no estaba en la responsabilidad del Gobierno por su política de nombramientos ni en la de si debían o no permanecer en sus puestos. «La verdadera cuestión, la cuestión política es la de que en naciones constituidas, en que el gobierno tiene más garantías que en España, el derecho de exigir responsabilidad a los Ministros se limita sólo a dos casos... Esto es, cuando la responsabilidad versa sobre delitos de traición o concusión ... Mientras cada poder obra dentro de sus facultades -concluía Felíu-, es libre e independiente...»50.

Frente a esta exégesis de la Constitución -que apoyaron varios Diputados «moderados» y particularmente Martínez de la Rosa- la reacción de los Diputados «exaltados» no se hizo esperar. Para Palarea el Gobierno no debía ser responsable «solamente de infracciones de leyes y Constitución», sino también «de ciertas omisiones», que este Diputado no dudaba en calificar de «criminales». Palarea no se oponía a que el Gobierno usase de las facultades constitucionales de disponer de la fuerza armada según creyese necesario y de proveer los destinos en quien juzgase conveniente. Pero entendía que, «siendo el objeto del Gobierno la felicidad de la Nación», no podía en modo alguno al hacer uso de dichas facultades «obrar por puro capricho» o «por mera arbitrariedad». Las Cortes eran precisamente el órgano llamado a velar por que el capricho y la arbitrariedad no se convirtiesen en las pautas de acción del Gobierno, pues al fin y al cabo ellas eran el más legítimo, sino el único, representante de la Nación51.

Muchos Diputados «moderados», entre los que cabe destacar a los doceañistas Muñoz Torrero, Giraldo y Toreno, quien en esta ocasión no pronunció discurso alguno, se sumaron a los «exaltados» a la hora de censurar la política del Gobierno Felíu52. Para tal censura, sin embargo, las Cortes desecharon expresamente el procedimiento establecido para exigir la responsabilidad penal de los Ministros en la Constitución de Cádiz y en el «Reglamento del Gobierno Interior de Cortes y su Edificio», aprobado el 21 de junio de 1821, que se seguía moviendo dentro de los esquemas de la Constitución de 1812 a la hora de regular el «modo de exigir la responsabilidad a los Secretarios del Despacho»53, pues se consideró que la responsabilidad en que había incurrido el Gobierno era de otra índole y además que los trámites y formalidades exigidos en ambas normas eran excesivamente complicados y largos. La decisión que adoptaron fue la de dirigirse al Rey, en uso del derecho de Petición.

Con este objeto, el 15 de diciembre de 1821, las Cortes aprobaron, por 104 votos a favor y 59 en contra, remitir al Rey un Mensaje del siguiente tenor: «las Cortes consideran que el actual Ministerio no tiene la fuerza moral necesaria para dirigir felizmente el Gobierno de la Nación, y sostener y hacer respetar las prerrogativas del Trono, por lo cual esperan las Cortes y ruegan a S. M. que en uso de sus facultades se dignará tomar las providencias que tan imperiosamente exige la situación del Estado»54. Tres días más tarde, el 18 de diciembre, las Cortes elevaron un escrito al Monarca en el que exigían se nombrase «un Ministerio vigoroso que, inspirando a todos la mayor confianza por su saber y celo, por su patriotismo y adhesión a las libertades públicas, auxilie a S. M. para templar las pasiones, reunir los ánimos, rectificar las opiniones extraviadas, reprimir la licencia y afirmar el imperio de las leyes».

Ante la negativa del Monarca a cesar al Ministerio, cuatro de sus miembros, Felíu entre ellos, presentaron al Monarca su renuncia el 8 de enero de enero de 1822, prefiriendo una vez más acatar la voluntad de las Cortes en lugar de la del Rey.

Antes de que las Cortes pudiesen presionarle, Fernando VII se apresuró a nombrar su tercer Gobierno, cuyo miembro más destacado era Francisco Martínez de la Rosa, un liberal que había sido miembro de las Cortes Ordinarias de Cádiz y que, como ya se sabe, había sido encarcelado más tarde por orden del mismo Rey que ahora le llamaba a su lado, acaso por haberse convertido en un destacado miembro de la sociedad secreta «El Anillo de Oro», de carácter conservador. Pero en febrero de 1822 unas nuevas elecciones conceden a los «exaltados» la mayoría parlamentaria. El mismo día en que las Cortes ordinarias abrieron sus sesiones, Riego, a la sazón Presidente de las Cortes, expuso con claridad cuál era la idea que este grupo liberal tenía de las funciones del Rey en el Estado constitucional, al señalar, en presencia de Fernando VII, que «el verdadero poder y grandeza de un Monarca» consistían «únicamente en el exacto cumplimiento de las leyes»55. La pugna entre unas Cortes en manos de los «exaltados» y el Gobierno «moderado» de Martínez de la Rosa, resultó ser más virulenta que nunca y comenzó a manifestarse con la oposición de este último a la decisiva Ley sobre la abolición de los mayorazgos y señoríos territoriales, que había provocado la natural contrariedad entre el estamento nobiliario. A partir del Gobierno Martínez de la Rosa, escribe Miguel Artola, «la situación entre ambos poderes -el ejecutivo y el legislativo- no hizo sino empeorar. Fernando VII se dedicó a boicotear todo proyecto de ley de carácter reformista, en tanto la Cámara se encontraba atada por las limitaciones que la Constitución fijaba a sus decisiones... De este modo se llegó a la irritante situación que se deriva de la existencia de un Gabinete que ignora la opinión parlamentaria por cuanto no necesita la confianza de la Cámara, desde el momento en que la responsabilidad ministerial no tiene carácter político; y de la acción de un monarca que, al menos a corto plazo, puede boicotear las decisiones de la Cámara con el ejercicio del veto suspensivo»56.

El enfrentamiento entre las Cortes y el Gobierno culminó el siete de julio con una serie de graves enfrentamientos callejeros entre los realistas y los liberales, apoyados los primeros por los Guardias de Corps y los segundos por la Milicia Nacional, cuya intervención fue decisiva. Alcalá Galiano recordaría más tarde que estas refriegas presentaban una gran semejanza con las que habían tenido lugar en Francia el 10 de agosto de 1792, aunque a la postre concluyesen de forma muy distinta, pues mientras en Francia el liberalismo radical había sido capaz de destronar a Luis XVI, en España los realistas estuvieron a punto de acabar con el Estado Constitucional y devolver el poder absoluto a Fernando VII57, pese a que este Monarca mantuvo una conducta tan belicosa como el Rey francés ante el nuevo régimen, sin dejar nunca de utilizar en su provecho las desavenencias entre las Cortes y el Gobierno. «La oposición que las Cortes hacían al Gabinete -escribe Artola, a este respecto-, pública en sus procedimientos y objetivos, tenía su contrapartida en la aún más grave para el futuro del régimen que realizaba en secreto Fernando VII: La política del Monarca no tiene más objetivo que la restauración de su poder personal, y al servicio de esta idea pondrá una nutrida serie de medios y procedimientos. De una parte utilizará todos los recursos que la Constitución ponía en sus manos para crear obstáculos a las reformas decididas en l as Cortes, política que producía subsidiariamente el descrédito del Gabinete, tenido por los exaltados como fiel al Monarca. Al mismo tiempo mantuvo una activa correspondencia con Luis XVIII y Alejandro I con el objeto de provocar una intervención militar»58.

Como consecuencia de los sucesos de julio, Fernando VII se vio obligado a cesar al Gobierno Martínez de la Rosa y a nombrar, en agosto de 1822, a su cuarto Gabinete, presidido esta vez por un «exaltado», San Miguel, conocido miembro de la Masonería. Por primera vez en el Trienio, y quizá para acelerar el hundimiento del régimen, Fernando VII entregó el poder a los «exaltados», quienes lo conservarían hasta el final. No todos los miembros de este grupo liberal apoyaron, sin embargo, al nuevo Gobierno. En realidad, sólo lo hicieron los afectos a la masonería. En cualquier caso, a partir del Ministerio San Miguel las Cortes impondrían al Monarca el cese y el nombramiento de los Ministros, agravándose las desavenencias entre aquél y éstos.

Fueron los «comuneros», rivales de los «masones», quienes obligaron al Rey a nombrar un nuevo Gabinete, el quinto del Trienio, a principios de 1823. Su más destacado miembro era Álvaro Flórez Estrada. De este Gobierno formaba parte también Calvo de Rozas. Las relaciones entre Fernando VII y sus Ministros fueron especialmente tensas a partir del forzoso traslado del Monarca a Andalucía, como consecuencia de la ocupación de buena parte del suelo español por los Cien Mil Hijos de San Luis, al mando del Duque de Angulema, sobrino de Luis XVIII. Esta ocupación -que dio lugar a acalorados debates en las dos Cámaras del vecino país, con motivo de l' Adresse de 182359. Había sido decidida, en el Otoño de 1822, por las Cancillerías de Austria, Prusia, Rusia, Francia, las Dos Sicilias y Módena, reunidas en el Congreso de Verona, con el disentimiento de Inglaterra, representada en aquel Congreso por Canning, quien desde el verano de 1822, se encontraba al frente del Foreign Office, tras el suicidio de Castlereagh. La intervención extranjera había sido insistentemente requerida por Fernando VII y fue posible en buena medida gracias al apoyo o cuando menos a la inhibición de la mayor parte del pueblo español, ajeno cuando no francamente hostil al liberalismo y a la Constitución de Cádiz60.

En esta dramática situación, las Cortes se vieron obligadas a trasladarse a Sevilla y en abril de 1823 consiguieron que el Rey cesase a Flórez Estrada y a Calvo de Rozas y los sustituyese por Calatrava y Zorraquín. Pero habida cuenta de la mayor parte de España estaba ocupada por las tropas francesas, el Gobierno Calatrava, sobre ser muy efímero, tuvo escaso margen de maniobra. Ante la resistencia del Rey a trasladarse hacia Cádiz y con el objeto de evitar que se reuniese con las tropas invasoras, las Cortes adoptaron el 11 de junio una trascendental decisión: la de «considerar a S. M. en el impedimento moral señalado en el artículo 187 de la Constitución», procediendo a continuación a nombrar una Regencia. Alcalá Galiano justificó en el Parlamento esta insólita medida, por otra parte perfectamente constitucional, con estas palabras: «No queriendo S. M. ponerse a salvo y pareciendo más bien a primera vista que S. M. quiere ser presa de los enemigos de la patria, S. M. no puede estar en pleno uso de su razón: está en estado de delirio...»61.

¡Hasta este extremo había llegado el enfrentamiento entre el Rey, los Ministros y las Cortes!




ArribaAbajoEl sistema de gobierno durante el Trienio

De todo lo antedicho se deduce que durante el Trienio se pusieron de manifiesto dos exégesis de la Constitución de Cádiz. En virtud de la primera, sustentada sobre todo por los «moderados» más conservadores, como Felíu y Martínez de la Rosa, las relaciones entre el Ejecutivo (Monarca y Ministros) y las Cortes se interpretaron a la luz de una concepción rígida de la separación de poderes, que prefería insistir más en el «equilibrio» de éstos que en su «armonía», de acuerdo con los postulados de Locke y Montesquieu y con los que habían defendido en la Asamblea francesa de 1789 los «monarchiens»62. Según los defensores de esta interpretación, las Cortes debían ocuparse de legislar, mientras el Monarca debía ejercer junto a sus Ministros, aunque no siempre con ellos, la función ejecutiva y la de gobierno. Dos funciones que, desde luego, no se distinguían con nitidez. La responsabilidad de los Ministros ante las Cortes debía ser puramente penal y ponerse en funcionamiento tan solo cuando aquellos infringiesen el ordenamiento jurídico.

De acuerdo con la segunda interpretación, sustentada de forma coherente y explícita por los «exaltados» y, con menos coherencia y de forma más implícita, por algunos «moderados», las Cortes debían convertirse en el centro del Estado constitucional, legislando y gobernando (esto es, ejerciendo la dirección política del Estado), mientras que el Rey y los Ministros debían limitarse a ejecutar las directrices jurídicas y políticas de las Cortes. Un órgano que venía a concebirse como el único verdaderamente representativo de la Nación e incluso a veces a identificarse con la Nación misma, de acuerdo con una interpretación de impronta roussoniana, que ya habían mantenido algunos Diputados en las Cortes de Cádiz63 y Martínez Marina en la Teoría de las Cortes64. A las Cortes correspondía por ello exigir la responsabilidad política al Gobierno. Los Ministros, en efecto, además de responder penalmente de las infracciones del orden amiento jurídico, debían responder de los actos que llevasen a cabo en el ejercicio de su cargo (y de sus omisiones) cuando fuesen contrarios a la política delimitada por las Cortes. Ciertamente, no correspondía a éstas decirle al Monarca qué Ministros debía nombrar, pero tales nombramientos, y el de otros altos cargos de la Administración civil y militar, además de contar con el respaldo del Consejo de Estado, debían tener en cuenta sobre todo la voluntad de la representación nacional. En caso de que no fuera así, las Cortes eran plenamente competentes para exigir al Monarca la exoneración del Gobierno. Se trataba, en definitiva, de la exégesis que a la postre se había impuesto en la Asamblea de 1789 y cuyos fundamentos ideológicos se encontraban mucho más próximos a Rousseau que a Locke o Montesquieu65.

Indudablemente, la primera interpretación no conducía a parlamentarizar la Monarquía, sino a reforzar las prerrogativas del ejecutivo -Monarca y Ministros- ante las Cortes, de acuerdo con los esquemas de un sistema de gobierno semi-presidencialista, en el cual los Ministros o, más exactamente, el Gobierno tuviese una cierta autonomía respecto del Jefe del Estado. Está claro, asimismo, que la segunda interpretación no pretendía tampoco parlamentarizar la Monarquía configurada en la Constitución de Cádiz, sino articular un sistema asambleario o convencional de gobierno.

No es menos cierto, sin embargo, que esta segunda interpretación conducía inevitablemente a defender algunas instituciones de corte parlamentario, no previstas en la Constitución de Cádiz e incluso poco acordes con ella, que de hecho se fueron articulando durante este período. Así ocurrió con el nacimiento del Gobierno como órgano colegiado. La necesidad de un Gobierno, Consejo de Ministros o Ministerio -denominación esta última que era la más frecuente en la época- la aceptaban casi todos los liberales españoles. Por eso, Priego, un obscuro Diputado en la Legislatura extraordinaria de 1821-1822, no expresaba una opinión puramente personal cuando sostuvo que el Ministerio debía concebirse como «un cuerpo moral unido entre sí para todas sus operaciones por medio de las juntas que deben celebrar a fin de que haya acuerdo en las resoluciones, unidad en la acción y energía en sus operaciones». Asimismo, la mayoría de los liberales suscribían el criterio de Priego cuando añadía que «en un sistema representativo» el Ministerio o caía o se sostenía todo, pues «el caer dos o tres Ministros, y el irlos reemplazando uno en pos de otro sería formar un compuesto de partes heterogéneas sin unión ni afinidad entre sí, y de consiguiente destruir todo su poder, que es la unidad»66. Prueba de esta aceptación casi unánime del Gobierno como órgano colegiado es que dicho órgano adquiriría su condición legal, con el nombre de «Consejo de Ministros», por Real Decreto de 19 de noviembre de 1823, expedido poco después de que concluyese el Trienio67, aunque dada la naturaleza no constitucional y, por tanto, no parlamentaria de la Monarquía fernandina, no puede hablarse de la creación legal de esta institución hasta el Estatuto Real de 1834. «El Consejo de Ministros de Fernando VII -escribe Pablo González Mariñases un órgano simplemente asesor... Desde el punto de vista político no tiene nada que ver con el Gobierno de los regímenes constitucionales... Concebido en 1823 por Fernando VII como un simple órgano consultivo, ejecutor de las decisiones reales, coordinador de las medidas del Gobierno y sin auténtico sentido de colegialidad en sus escasas actuaciones»68.

Resulta no menos indudable que en cada uno de los seis Ministerios que se formaron durante esta época hubo un Secretario de Despacho que en buena medida vino a ejercer de Primer Ministro, pese a carecer esta figura de respaldo legal alguno. Ello es especialmente cierto en lo que atañe a los Ministerios que encabezaron los «moderados» Agustín Argüelles, Felíu y Martínez de la Rosa, los dos primeros al frente de la Secretaría de la Gobernación de la Península y el último al frente de la Secretaría de Estado. El peso del Primer Ministro no fue igual en los seis Gobiernos del Trienio, pero en todos ellos le correspondió en gran parte dirigir y coordinar la labor de los demás miembros del Gabinete y en algún caso redactar el Discurso que el Rey debía pronunciar al abrir las Cortes, aunque Fernando VII siguió asistiendo y presidiendo las reuniones del Gobierno, sin renunciar tampoco a intervenir en la redacción del Discurso regio, según se ha visto al comentar la crisis de «la coletilla»69. La preeminencia del Primer Ministro se debió, por último, a que en su persona se centró el control político de las Cortes, al menos en los tres primeros Gabinetes.

La existencia de este control resulta innegable. Es más: durante el Trienio, concretamente el 18 de diciembre de 1821, las Cortes, según se ha visto, dirigieron al Monarca un escrito en el que le solicitaba la sustitución del Gobierno Felíu y el nombramiento de un nuevo Ministerio, aunque tal escrito no puede calificarse de un voto de censura en sentido estricto -el primero de nuestra historia, como a veces se ha dicho-70, por cuanto a la postre, por enérgico que fuese, se trataba de un ruego del Parlamento al Monarca para que éste ejerciese sus prerrogativa constitucional de separar a los Ministros, cosa que Fernando VII no hizo más que después de transcurridas algunas semanas. Algo, pues, muy distinto de un auténtico voto de censura, cuya aprobación -según se entendería en España, desde el Estatuto Real- implica el cese automático del Gobierno por parte del Jefe del Estado o bien la inmediata disolución de las Cortes71.

En cualquier caso, la experiencia del Trienio puso de relieve, como antes había ocurrido en la Inglaterra del siglo XVII y en la Francia revolucionaria, según ha mostrado Michel Tropper72, que las lindes entre la responsabilidad penal y la responsabilidad política eran muy difusas e incluso que en la práctica la primera podía llegar a ser equivalente de la segunda.

Ahora bien, aunque durante el Trienio existiese un Gobierno como órgano colegiado, un Primer Ministro y una responsabilidad política de ambos ante las Cortes, no es posible hablar de una parlamentarización de la Monarquía (ni mucho menos de una Monarquía parlamentaria). Lo que pretendieron los Diputados «exaltados», así como algunos «moderados» -no pocos de los cuales formarían parte más tarde del partido progresista -no era tanto introducir un sistema parlamentario de gobierno, cuanto un sistema convencional o asambleario, en el cual las Cortes participasen en todas las funciones del Estado -incluida la jurisdiccional-73 Un objetivo que se cumplió en gran parte durante el Trienio, aunque al final la victoria resultase pírrica. Es preciso no olvidar, a este respecto, que si bien la Constitución de Cádiz, como queda dicho, concedía al Rey la prerrogativa para nombrar y cesar libremente a los Ministros, los diversos Gobiernos que se sucedieron a lo largo del Trienio fueron impuestos al Monarca por diversas instancias, como la Junta Provisional Consultiva que se formó tras el levantamiento de Cabezas de San Juan, el Consejo de Estado y, sobre todo, las Cortes, que se convirtieron, una vez disuelto el Ejército de la Isla, en la única institución de ámbito nacional que podía neutralizar las facultades que la Constitución otorgaba al Monarca y a sus Ministros. De ahí que el enfrentamiento de estos dos órganos con las Cortes resultase tan inevitable como el del Rey con sus Ministros, incluso con aquéllos más moderados, cuyas relaciones tampoco fueron nunca cordiales e incluso a veces fueron francamente tensas.

No parece, pues, muy acertado hablar de una «parlamentarización» de la Monarquía española durante el Trienio, como han hecho los pocos autores que han estudiado desde un punto de vista histórico-constitucional este interesantísimo período74, preludio y ensayo de los breves interregnos progresistas que vendrían después. Más ajustado a la realidad resulta hablar-aunque el vocablo, desde luego, no sea muy lindo- de una «asamblearización» de dicha monarquía, que ya había tenido lugar en Francia después de la entrada en vigor de la Constitución de 1791. Una «Asamblearización» que si, por un lado, dio lugar al nacimiento de algunos mecanismos consustanciales al sistema parlamentario de gobierno, condujo, por otro, a interpretarlos desde unos esquemas mucho más próximos a un sistema convencional, como ocurrió con el mecanismo de la responsabilidad política del Gobierno ante las Cortes, que incluso un sector muy influyente del liberalismo español rechazó de pleno. Téngase presente que para que se pueda hablar de sistema parlamentario es preciso que el Gobierno recabe la confianza del Parlamento para llevar a cabo su política, pero en modo alguno que el Parlamento imponga al Gobierno la política que éste debe seguir. Y esto último fue precisamente lo que los «exaltados» intentaron y en buena medida consiguieron durante el Trienio.

En rigor, el Conde de Toreno fue el único Diputado que, en la intervención antes comentada, defendió de forma inequívoca el sistema parlamentario de gobierno. Pero esta excepción no hace más que confirmar la tesis que aquí se sostiene, puesto que sus argumentos, según se ha visto, no fueron compartidos, de forma coherente, ni por los «moderados» ni por los «exaltados». Los primeros por ser partidarios de una exégesis «presidencialista» de la Constitución de 1812 y los segundos por serlo de una interpretación asamblearia.

En realidad, la parlamentarización de la Monarquía no era posible en este contexto. No lo era jurídicamente, por cuanto chocaba con el ordenamiento constitucional en vigor, sobre todo con la incompatibilidad entre el cargo de ministro y la condición de Diputado así como con la prohibición de que el Rey disolviese las Cortes; ni lo era políticamente, pues no la deseaban ni la mayoría de los liberales ni desde luego la mayoría de los realistas, empezando por el mismo Fernando VII, como se acaba de ver.

Lo que con claridad meridiana se puso de manifiesto durante el Trienio era que el sistema de gobierno sólo podía funcionar bajo la Constitución de Cádiz si el Ejecutivo (Rey y Ministros) y las Cortes coincidían en la dirección política del Estado. De no ser así el colapso del sistema estaba asegurado. Un colapso, además, irremediable en el marco de la legalidad doceañista, puesto que en España, como antes en Francia, a la cúspide del poder ejecutivo se accedía de forma hereditaria y vitalicia, a diferencia de lo que ocurría en los Estados Unidos de América.

Ante esta grave tesitura, que se puso en evidencia de forma dramática desde los primeros meses del Trienio, los liberales sólo podían adoptar dos soluciones (para los absolutistas estaba claro desde el principio que la única solución era acabar pura y simplemente con el Estado constitucional): la primera era la de deslizar al Estado hacia un sendero asambleario, acelerando las transformaciones económicas y sociales que hiciesen posible un auténtico liberalismo popular -verdadera contradictio in terminis en la España de entonces y en general en la del siglo XIX-, capaz de hacer frente a los poderosos enemigos interiores y exteriores, infringiendo si era preciso la Constitución o, al menos, forzando al máximo una interpretación de la misma en clave convencional. A esta solución, como se ha visto, se acogieron los «exaltados» durante el Trienio y a ella se seguirían acogiendo durante buena parte del siglo XIX los progresistas de izquierda y los demócratas75, para quienes la Constitución de Cádiz continuó siendo un punto de referencia ineludible hasta que abrazaron el ideal republicano76.

La segunda solución -que parecía imponerse a medida que la interpretación presidencialista de la Constitución de Cádiz iba siendo derrotada- era la de abandonar el modelo monárquico vertebrado en esta Constitución, similar al francés de 1791, según queda dicho, y articular otro modelo inspirado en el constitucionalismo británico. Como ya se ha hablado suficientemente de la primera solución -cuya virtualidad a lo largo del siglo fue más bien escasa- conviene centrarse a continuación en la segunda, la reformista, que si bien no saldría adelante durante el Trienio, fue la que triunfó en España después de la muerte de Fernando VII, manteniéndose a lo largo de toda la centuria.




ArribaCambio de rumbo: el cuestionamiento del modelo doceañista

De creer a Andrés Borrego, los deseos de reformar el texto constitucional de 1812 surgieron casi tan pronto como éste se restableció en 1820. «Al poco tiempo de entrar en ejercicio la Constitución de 1812 -escribe este inteligente testigo de la época- comenzaron ya a asaltar dudas en el ánimo de un pequeño número de hombres reflexivos sobre las incompatibilidades que aquel sistema ofrecía respecto a las condiciones más precisas de las Monarquías; dudas que aumentaba y fortalecía la comparación del régimen democrático que aquella Constitución consagraba, con la clase de instituciones que regían a la Inglaterra, a la Francia a los demás pueblos donde se hallaba establecido el gobierno representativo»77.

Estos deseos reformistas aumentaron considerablemente con el transcurso del tiempo. Los constantes conflictos entre el Rey y sus Ministros y entre éstos y las Cortes contribuyeron sin duda a que buena parte de los liberales españoles, sobre todo los más conservadores, se fuese distanciando del modelo doceañista y buscase otro más eficaz para edificar el Estado constitucional y más acorde a la vez con los nuevos vientos que soplaban en Europa. Así ocurría con el Conde de Toreno, el liberal que mejor representaba el nuevo rumbo que había emprendido el liberalismo español. Leopoldo Augusto de Cueto, su biógrafo más autorizado, advierte a este respecto que las estancias en diversos países europeos, principalmente en Francia, y el paso de los años, habían cambiado notablemente las ideas del aristócrata asturiano, que en el Trienio acabó de convencerse de que «la Constitución tenía defectos que la hacían incompatible con la esencia del gobierno monárquico, y que con ella se imponían obligaciones opuestas y contradictorias a los Ministros, habiendo éstos, por una inevitable alternativa, de ponerse en pugna con el principio liberal que entonces regía (esto es, con las Cortes), o con la autoridad real, de donde emanaba la suya propia»78.

Pero con la reforma de la Constitución de 1812 no se pretendía solamente organizar de forma distinta las relaciones entre el ejecutivo y el legislativo, sino también, y acaso sobre todo, vertebrar una Monarquía de acuerdo con una estrategia social y económica más posibilista o, dicho de otra forma, menos revolucionaria. Algunos liberales pensaban, en efecto, que para consolidar en España el nuevo Estado era imprescindible atraer al campo constitucional al Rey y a los realistas más tibios y conciliadores, que representaban a unas fuerzas sociales de mucho peso, como buena parte de la nobleza y del clero, así como los altos cargos de la Administración civil y militar. Para ello consideraban necesario robustecer los poderes del Monarca y establecer una segunda Cámara legislativa que diese acogida a aquellos sectores sociales, como ocurría en Inglaterra con la Cámara de los Lores y en Francia con la de los Pares. De esta opinión era el mencionado Conde de Toreno, que de ser uno de los más radicales Diputados en las Cortes constituyentes de Cádiz (y el más joven), se había convertido en el Trienio en uno de los más destacados representantes del moderantismo. Según su biógrafo , «todavía (en el Trienio) amaba ardientemente la libertad... pero ya no la comprendía del mismo modo que en su primera juventud, y empezaba a ver claro que la libertad se cimenta exclusivamente en el orden público que éste no es posible, apadrinando las exigencias desatentadas de la plebe»79.

Una fecha clave para el auge del reformismo moderado fue la de julio de 1822, cuando se produjeron los graves disturbios callejeros entre realistas y «exaltados». «En 1822 -señala, en este sentido, Andrés Borrego- ya existía el núcleo de partido que propendía al establecimiento de dos Cámaras y a otras reformas no menos importantes; pero la efervescencia de la época no permitió a los que profesaban aquella opinión producir libremente sus aspiraciones, hasta que atacada por la Santa Alianza la revolución española, aquel partido contribuyó desgraciadamente con su desafección a lo existente al triunfo de los invasor es y a la caída del régimen liberal»80. A. Duverine, por su parte, escribe que «En julio de 1822 existía ya un plan para llevar a cabo una reacción moderada introduciendo una segunda Cámara (en la Constitución de 1812).Y es bien conocido que Martínez de la Rosa, Pambley y otros miembros de las Cortes y de la Administración compartían esta opinión, que era también la de los Generales Morillo y Ballesteros, y la de varios otros que se oponían a Riego y al partido de la Isla (esto es, a los «exaltados»). La Corte favoreció esta idea y algunos Embajadores extranjeros tenían la intención de sostenerla...»81.

La reforma de la Constitución de Cádiz era auspiciada por lo que Quintana, en su correspondencia con Lord Holland, llama el grupo de «los importantes», formado por destacados representantes del sector más templado del liberalismo y algunos realistas que ocupaban puestos de relevancia en el Ejército y la Administración82. «Los 'Importantes' -escribe a este respecto Carvajal- son altos funcionarios que operan en la sombra, con talento, pero sin calor ni simpatía. Igual que los afrancesados, se sitúan por encima de la lucha política, aunque al cabo de ella se aproximen al grupo vencedor. Y con los 'afrancesados' forman, en 1822, el partido de los 'modificadores', esto es, el partido de los que desean la revisión de la Constitución de 1812»83.

Buena parte de los «afrancesados» apoyaba, en efecto, la reforma del texto doceañista. Muchos de ellos habían regresado a España pocos meses después del pronunciamiento de Riego, constituyendo un grupo muy culto e influyente. Su poco entusiasmo por la Constitución de Cádiz-patente en las páginas de El Censor, aunque en ocasiones se disimulase con expresas manifestaciones de adhesión- era tan notorio como el que sentían por los hombres que la habían hecho, no pocos de los cuales seguían echándoles en cara su capitulación con el Rey intruso, en 1808, lo que no fue óbice para que, en de 1820, las Cortes del Trienio les amnistiasen, aunque en septiembre del mismo año les prohibiesen recobrar sus privilegios y honores así como recobrar sus destinos anteriores. Los «afrancesados», algunos de los cuales seguía estando más cerca del despotismo ilustrado que de un liberalismo conservador, formarían junto a los «importantes» el embrión de lo que en la década siguiente sería el partido monárquico-constitucional o «moderado», en cuyas fuentes doctrinales se mixturaría el liberalismo doctrinario, el despotismo ilustrado y el tradicionalismo monárquico84.

Ahora bien, el cuestionamiento del modelo doceañista no se limitaba sólo a los sectores más templados del liberalismo. Algunos liberales que llegarían a ser destacados dirigentes del partido progresista -ya militasen durante el Trienio en las filas de los «moderados» o en las de los «exaltados»- no descartaban tampoco una reforma de la Constitución de 1812. La única condición que ponían era que las Cortes la hiciesen de acuerdo con el procedimiento establecido y sin interferencias ni presiones extranjeras. Así, por ejemplo, Antonio Alcalá Galiano, un conocido «exaltado» en el Trienio, confesaría en sus «Memorias» que en aquel entonces «se hubiese alegrado de ver en España una Cámara Alta y una Monarquía con más prerrogativas que la que le daba la Constitución de 1812; y unas Cortes menos poderosas; o dicho de otro modo, que no gobernasen». Añadía Galiano que se hubiese prestado «sin repugnancia y aun con gusto» a la reforma de este texto85.

El propio Galiano recuerda que Álvaro Flórez Estrada era partidario de establecer en España una Cámara de Pares, pese a estar entonces muy próximo a la sociedad secreta de «los Comuneros», de significación «exaltada»86 . En realidad esta opinión la había sostenido ya Flórez Estrada en la Representación a S. M. C. el Señor don Fernando VII en defensa de las Cortes. Un escrito que vio la luz en Londres, en 1818, aunque antes se había difundido por España entre los cenáculos liberales, contribuyendo en el plano de las ideas a preparar el ambiente propicio para la sublevación de Riego87.

También Andrés Borrego confesaría más tarde que en el Trienio era partidario de transformar el Consejo de Estado en una segunda Cámara. Añade Borrego que tal propuesta la hizo llegar al General Riego -todo un héroe nacional, cuyas ideas, escasas y muy elementales, eran muy próximas a las de los «exaltados»88, quien si no se entusiasmó, tampoco manifestó por ella excesiva repugnancia.

Agustín Argüelles, por su parte, confesaba a su amigo Lord Holland, en una carta que le remitió desde Madrid el 8 de febrero de 1823, que era consciente de «los vicios que pueda tener nuestro actual sistema (constitucional)». Tales «Vicios», proseguía, «fueron inevitables cuando se formó en Cádiz porque en general entre nosotros no había entonces ideas exactas sobre un sistema representativo. Sólo se conocían las ideas y teorías francesas, que tenían, no lo dude Vd., mucha analogía con nuestras antiguas Cortes y con las que aún duraban en Navarra antes del año». Agregaba el célebre doceañista que el brutal restablecimiento del absolutismo durante seis años había impedido que la opinión pública española debatiese en libertad sobre asuntos concernientes a la Constitución89.

Vicente Sancho, un descollante miembro del partido progresista, reconocería en las Cortes constituyentes de 1837, que durante el Trienio era también muy consciente de los defectos de la Constitución de 1812, aunque no dudase en salir en su defensa cuando las tropas extranjeras invadieron España: «...soy tan amante como el que más de nuestra Constitución -decía Sancho-. Confieso que en el año 23 conocía sus defectos como ahora; pero, sin embargo, fui de los primeros que en el mismo año se presentaron para defenderla»90. Una confesión muy parecida a la de que Agustín Argüelles hizo pública en este mismo recinto91.

Lleva, pues, razón Ángel María Dacarrete cuando, refriéndose al Trienio, afirma: «Martínez de la Rosa... pensaba, sin duda alguna, y los hechos vinieron a probar que lo pensaba con mucho acierto, que debía ser reformada la Constitución de 1812... (que) no era, no podía ser un código político viable... Muy difícil, en verdad, por no decir que imposible, era que fuesen atendidas estas opiniones de Martínez de la Rosa y de los que como él pensaban, entre los que se contaron no pocos que andando el tiempo habrían de figurar en las filas del partido progresista...»92.

Al incremento de las opiniones reformistas no fue ajena la cruzada desatada por la Santa Alianza contra el régimen constitucional español. Es verdad que la inquina extranjera a la Constitución de Cádiz tuvo un efecto contraproducente en el grueso del liberalismo español, incluso entre algunos destacados «moderados» de entonces, para quienes aceptar la mudanza de esta Constitución -que, por otro lado, no llegó nunca a plantearse en las Cortes- incluso en los puntos en que podían considerarla más necesaria, suponía doblegarse a las presiones foráneas, lo que en modo alguno estaban dispuestos a aceptar. Así, por ejemplo, se expresaba Agustín de Argüelles en la carta, antes citada, que envió a Lord Holland, que concluía con una pregunta: «si se desea de buena fe la reforma de la Constitución española en la parte que pueda ser perjudicial o trascendental a los gobiernos de otras naciones, ¿por qué no se cede algo por su parte y se aguarda la época señalada por la misma Constitución (para reformarse)?»93

Pero esta actitud, consecuente y patriótica, no fue seguida por todos los liberales españoles. Desde luego no lo fue por aquéllos que sostenían las opiniones políticas más templadas, como buena parte de los afrancesados, pero tampoco por algunos que hasta entonces habían defendido un liberalismo radical. Unos y otros, en muchos casos más por pusilanimidad que por convicciones ideológicas, quisieron llegar a un acuerdo con el Duque de Angulema con el objeto de reformar la Constitución de Cádiz y transformarla en una Carta similar a la francesa de 1814. La actitud comedida del aristócrata francés, que en el llamado «Decreto de Andújar» no había dudado en ordenar que concluyese la feroz represión absolutista, así como las vagas promesas de reforma constitucional que en alguna ocasión había hecho, parecieron infundir esperanzas a estos liberales españoles94.

Sobre el ánimo de éstos pesaron también ciertas declaraciones del Duque de Wellington y de George Canning a favor de una solución negociada de la crisis española, que condujese al establecimiento de una Monarquía aceptable tanto par a los liberales como para Fernando VII. Como prueba de esta voluntad negociadora y reformista del Gobierno británico, la Revista Ocios de Españoles Emigrados, publicada en el exilio londinense, en el número correspondiente a febrero de 1825, reproduciría el Memorándum del Duque de Wellington para Lord Fitz Sommerset, fechado en Londres a 6 de enero de 1823, en el que el héroe de la «Peninsular War» decía: «...los españoles que deseen sinceramente la paz y el bien de su país, deben hacer en su Constitución las alteraciones que lleven por objeto revestir al Rey del poder de desempeñar la autoridad real... La reforma de la Constitución sobre los principios indicados haría tan improbables estos sucesos (un golpe de Estado por parte de Fernando VII y la invasión de las tropas francesas), como que la permanencia del ejército de observación sería un gasto inútil, y no hay duda de que sería inmediatamente retirado»95.

Estas esperanzas carecían, en realidad, de fundamento. No habían nacido de un sereno y lúcido análisis de la realidad, sino del deseo de acabar con la penosa situación por la que atravesaba España y, en algunos casos, de la cobardía o de la pura ambición personal, como se encargarían de repetir los liberales más proclives a la resistencia patriótica. En las dramáticas sesiones de Cortes que tuvieron lugar en Sevilla y en el exilio posterior, estos liberales insistieron en que, con independencia de lo que pensase el Duque de Angulema y algunos destacados representantes del Gobierno británico, lo que la Santa Alianza y desde luego Fernando VII deseaban de verdad no era reformar la Constitución de Cádiz con el objeto de edificar una nueva Monarquía limitada, sino restaurar el absolutismo. Así había ocurrido en 1814 y así volvería a ocurrir en 1823, sin que la «neutral» Inglaterra y los círculos moderados de la Corte francesa se hubiesen esforzado seriamente en impedirlo96.

En cualquier caso, el deseo de sustituir la Constitución de Cádiz por otra más acorde con la teoría y la práctica constitucionales de Gran Bretaña y Francia, se fue imponiendo entre la mayoría de los liberales españoles exiliados en Londres y en París durante la llamada «década ominosa», como he tratado de mostrar en otro lugar97.





Oviedo, mayo de 1996



 
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