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- IV -

Cantos de amor


La situación de las mujeres en España era más libre que entre los otros pueblos mahometanos. En toda la cultura intelectual de su tiempo tomaban parte las mujeres, y no es corto el número de aquéllas que alcanzaron fama por sus trabajos científicos o disputando a los hombres la palma de la poesía. Tan alta civilización fue causa de que se les tributase en España una estimación que jamás el Oriente musulmán les había tributado. Mientras que allí, con raras excepciones, el amor se funda sólo en la sensualidad, aquí arranca de una más profunda inclinación de las almas, y ennoblece las relaciones entre ambos sexos. A menudo el ingenio y el saber de una dama tenían tan poderoso atractivo para sus adoradores, como sus prendas y hechizos corporales; y una inclinación común a la poesía o a la música solía formar el lazo que ligaba dos corazones entre sí86.

En testimonio de lo dicho, los cantos de amor de los árabes españoles manifiestan, en parte, una pasmosa profundidad de sentimientos. Algunos respiran una veneración fervorosa de la mujer, a la cual era extraña la Europa cristiana de entonces. En los movimientos y voces del estos cantares se halla una mezcla de blandos arrobos y de violentas pasiones, que recuerdan la moderna poesía por el melancólico. amor a la soledad, y por la estática y soñadora contemplación de la naturaleza.

Con todo, un extraordinario esplendor de colorido y otras muchas calidades nos hacen pensar en el origen oriental de estos cantos. Transportémonos por un momento, a fin de conocerlos mejor en su esencia y propiedades, bajo el hermoso cielo de Andalucía, donde nacieron. Anochece; la voz del muecín se ha oído convocando para la oración; los fieles entran en las mezquitas; el silencio reina sobre el cerro a orillas del río; su peñascosa cima está coronada por las almenadas torres y chapiteles de un alcázar; con los últimos resplandores del sol, brillan los dorados alminares de la ciudad; las sombras de los cipreses se proyectan con más extensión; por los arcos de herradura de los ajimeces se percibe movimiento; por entre las rejas se ven vagar blancos velos; y murmurando y alzándose por encima de las copas de los granados, se oye subir del valle el sonido de un laúd. Una voz canta:


   Por la inmensidad del cielo
con afán mis ojos giran.
En las estrellas buscando
la luz de tu faz querida.
En pos del rastro oloroso
que tu beldad comunica,
voy por todos los senderos
y detengo al que camina.
Parar los vientos ansío,
por si en sus alas envías
un eco de tus palabras,
una nueva de tu vida.
Por si pronuncian tu nombre,
mi oído anhelante espía,
y en todo rostro encubierto
mi mente el tuyo imagina87.



Otra voz canta:


   Di a mi amada, mensajero,
que me da muerte su amor,
y que la muerte prefiero
a tan acerbo dolor.
Desdeñosa o enojada,
sólo a morir me convida,
mas con su dulce mirada
puede volverme la vida88.



Otra tercera voz dice:


   Desde que me dejaste,
y a los brazos de otro te anudaste,
es mi vida tan negra y tan amarga
como la noche larga.
Dime, infiel; di, gacela fugitiva,
¿no recuerdas las noches deliciosas
en que gocé de tu beldad, cautiva
en cadenas y tálamo de rosas?
¿Así olvidas el lazo que formamos,
de un collar perlas y de un tronco ramos?
El mismo manto entonces nos ceñía,
era tu forma una con la mía,
y de dorada luz un limpio velo
nos echaban los astros desde el cielo89.



Para comprender de cuánta ternura de sentimientos eran capaces las almas más nobles y delicadas de los árabes españoles, se debe leer la descripción del amor juvenil de uno de los más importantes escritores del siglo XI, tal como él mismo nos la ha dejado escrita.

«En el palacio de mi padre, dice Ibn Hazm90, vivía una joven, que recibía allí su educación. Tenía dieciséis años, y ninguna otra mujer se le podía comparar en beldad, entendimiento, modestia, discreción y dulzura. Las pláticas amorosas, el burlar y el reír no eran de su gusto, por lo cual hablaba poco.

Nadie osaba levantar hasta ella sus pensamientos, y sin embargo, su hermosura conquistaba todos los corazones, pues, aunque orgullosa y reservada en dar muestras de su favor, era más seductora que las que conocen a fondo el arte de encadenar a los hombres. Su modo de pensar era muy severo y no mostraba inclinación alguna por los vanos deleites, pero tocaba el laúd de un modo admirable. Yo era entonces muy mozo, y sólo pensaba en ella. A veces la oía hablar, pero siempre en presencia de otros, y en balde busqué durante dos años una ocasión de hablarle sin testigos. Ocurrió en esto que se dio en nuestra casa una de aquellas fiestas que se acostumbraban en los palacios de los grandes, a la cual asistieron las mujeres de nuestra casa y las de mi hermano, y donde, por último, estuvieron convidadas también las mujeres de nuestros clientes y más distinguidos servidores. Después de pasar una parte del día en el palacio, fueron éstas a un pabellón, desde donde se gozaba de una magnífica vista de Córdoba, y tomaron asiento en un sitio desde el cual los árboles de nuestro jardín no estorbaban la vista. Yo fui con ellas, y me acerqué al hueco de la ventana donde se encontraba la joven; mas apenas me vio a su lado, cuando con graciosa ligereza se huyó hacia otra parte del pabellón. Yo la seguí, y se me escapó de nuevo. Mis sentimientos le eran ya harto conocidos, porque las mujeres poseen un sentido más perspicaz para descubrir las huellas del amor que se les profesa, que el de los beduinos para reconocer la vereda trillada en sus excursiones nocturnas por el desierto. Por dicha, ninguna de las otras mujeres advirtió nada de lo ocurrido, porque estaban todas muy embelesadas con la vista, y no prestaban atención.

Cuando más tarde bajaron todas al jardín, las que tenían mayor influjo por su posición o por su edad, rogaron a la dama de mis pensamientos que entonase un cantar, y yo uní mi ruego a los de ellas. Así rogada, empezó, con una timidez que a mis ojos realzaba más sus encantos, a pulsar el laúd, y cantó los siguientes versos de Abbas, hijo de al-Ahnaf:


   En mi sol pienso sólo,
en mi muchacha linda.
¡Ay, que perdí su huella
tras de pared sombría!
¿Es de estirpe de hombres,
o de los genios hija?
Ejerce de los genios
el poder con que hechiza;
de ellos tiene el encanto,
pero no la malicia.
Es su cara de perlas,
su talle palma erguida,
blando aroma su aliento,
ella gloria y poesía.
Ser de la luz creado,
graciosamente agita
la veste vaporosa,
y ligera camina;
su pie no quiebra el tallo
de flores ni de espigas.



Mientras que cantaba, no fueron las cuerdas de su laúd, sino mi corazón, lo que hería con el plectro. Jamás se ha borrado de mi memoria aquel dichoso día, y aún en el lecho de muerte he de acordarme de él. Pero desde entonces, nunca más volví a oír su dulce voz, ni volví a verla en mucho tiempo.

No la culpes, decía yo en mis versos, si es esquiva y huye. No merece por esto tus quejas. Hermosa es como la gacela y como la luna, pero la gacela es tímida, y la luna inasequible a los hombres.

Me robas la dicha de oír tu dulce voz, decía yo además, y no quieres deleitar mis ojos con la contemplación de tu hermosura. Sumida del todo en tus piadosas meditaciones, entregada a Dios por completo, no piensas más en los mortales. ¡Cuán dichoso Abbas, cuyos versos cantaste! Y sin embargo, si aquel gran poeta te hubiese oído, se hubiese llenado de tristeza, te hubiera envidiado como a su vencedora, porque, mientras que cantabas sus versos, ponías en ellos un sentimiento de que el poeta carecía, o que no supo expresar.

Entre tanto sucedió que, tres días después que al-Mahdi subió al trono de los califas, abandonamos nuestro nuevo palacio, que estaba en la parte de Oriente de Córdoba, en el arrabal de Zahira, y nos fuimos a vivir a nuestra antigua morada, hacia el Occidente, en Balat Mugit; pero, por razones que es inútil exponer aquí, la joven no se vino con nosotros. Cuando Hišam II subió otra vez al trono, caímos en desgracia con los nuevos dominadores; nos sacaron enormes sumas de dinero, nos encerraron en una cárcel, y cuando recobramos la libertad, tuvimos que escondemos. Entonces vino la guerra civil; todos tuvieron mucho que padecer, y nuestra familia más que todos. Entre tanto murió mi padre el 21 de Junio de 1012, y nuestra suerte no se mejoró en nada. Cierto día, asistiendo yo a las exequias de un pariente, reconocí a la joven en medio de las mujeres que componían el duelo. Muchos motivos tenía yo entonces para estar melancólico; se diría que venían sobre mí todos los infortunios, y sin embargo, no bien la volví a ver, me pareció que lo presente, con todas sus penas, desaparecía como por encanto. Ella evocó y trajo de nuevo a mi memoria mi vida pasada, aquellos días hermosos de mi amor juvenil, y por un momento volví a ser joven y feliz, como ya lo había sido. Pero ¡ay, este momento fue muy corto! Pronto volví a sentir la triste y sombría realidad, y mi dolor, acrecentado con las angustias de un amor sin esperanza, se hizo más devorador y violento.

Ella llora por un muerto que todos estimaban y honraban, decía yo en mis versos que en aquella época compuse; pero el que vive aún tiene más derecho a sus lágrimas. Es extraordinario que compadezca a quien ha muerto de muerte natural y tranquila, y que no tenga compasión alguna de aquél a quien deja morir desesperado.

Poco tiempo después, cuando el ejército de los berberiscos se apoderó de la capital, fuimos desterrados, y yo tuve que abandonar a Córdoba en el verano de 1013. Cinco años pasaron entonces, durante los cuales no vi a la joven. Por último, cuando en el año de 1018 volví a Córdoba, fui a vivir a casa de uno de mis parientes, donde la encontré de nuevo; pero estaba tan cambiada, que apenas la reconocí, y tuvieron que decirme quién era. Aquella flor, que había sido el encanto de cuantos la miraban, y que todos hubieran tomado para sí, a no impedirlo el respeto, estaba ya marchita; apenas le quedaban algunas señales de que había sido hermosa. En aquellos infelices tiempos, la que había sido criada entre la abundancia y el lujo de nuestra casa, se vio de pronto en la necesidad de acudir a su subsistencia por medio de un trabajo excesivo, no cuidando de sí misma ni de su hermosura. ¡Ay, las mujeres son flores delicadas; cuando no se cuidan, se marchitan! La beldad de ellas no resiste, como la de los hombres, a los ardores del sol, a los vientos, a las inclemencias del cielo y a la falta de cuidado. Sin embargo, tal como ella estaba, aún hubiera podido hacerme el más dichoso de los mortales si me hubiese dirigido una sola palabra cariñosa; pero permaneció indiferente y fría, como siempre había estado conmigo. Esta frialdad fue poco a poco apartándome de ella. La pérdida de su hermosura hizo lo restante.

Nunca dirigí contra ella la menor queja. Hoy mismo no tengo nada que echarle en cara. No me había dado derecho alguno para estar quejoso. ¿De qué la podía yo censurar? Yo hubiera podido quejarme si ella me hubiese halagado con esperanzas engañosas; pero nunca me dio la menor esperanza; nunca me prometió cosa alguna».

Hasta aquí lo que refiere Ibn Hamz de los amores de su juventud. Si examinamos ahora algunos cantos de amor de diversos autores, veremos qué variedad de tonos hay en ellos. El siguiente expresa el alborozo de un alma embriagada de felicidad al ver cumplidos todos sus deseos:


   ¡Alá permite que triunfe,
y al fin la puerta me abre,
por donde en noche sombría
el alba espléndida sale!
Alba91 su amor me concede;
amigos, felicitadme,
que a durar más su desdén,
muriera yo de pesares.
¡Oh alcores!
¡Oh verdes ramos,
florida gala del valle!
¡Y tú, gacela, Alba mía,
que mi noche iluminaste!
Pronto despierta cualquiera
de la embriaguez en que cae;
mas la que tú me infundiste
jamás podrá disiparse.
No hay censor que me la quite,
aunque me reprenda grave;
el mal llegó a tal extremo,
que no me le cura nadie92.



El mismo júbilo inspira esta otra composición:


   No bien el sol se hundiera entre celajes de oro,
y mostrase la luna su claro resplandor,
me prometió la dama gentil a quien adoro
venir a mi morada en alas del amor.
Y vino, como viene la luz de la mañana,
cuando nace en oriente, y dora y besa el mar.
Aérea deslizándose, y cual rosa temprana,
el ambiente llenando de aromas al pasar.
Como en cada capítulo del Alcorán severo
besa todas las letras el piadoso lector,
do estampaba la huella su breve pie ligero,
besaba yo la tierra con amante fervor.
Iluminó mi estancia, cual la luna radiante;
mientras todos dormían, velábamos allí;
y yo no me cansaba de besar su semblante
y de estrecharla al seno con dulce frenesí.
Al fin a separarnos nos obligó la aurora.
¡Noche al-Kadir!93 ¡oh noche bendita por Alá!
Más goces y misterios y dichas atesora
la noche que a su lado bendita pasé ya94.



No son menos apasionados los versos en que la princesa Umm al-Kiram celebra a su querido al-Sammar:


   ¿Quién extraña el amor que me domina?
Él solo le mantiene,
rayo de luna que a la tierra viene,
y con su amor mis noches ilumina.
Él es todo mi bien, toda mi gloria;
cuando de mí se aleja,
ansioso el corazón, nunca le deja.
Y le guarda presente la memoria95.



Cualquiera pensaría, al leer la siguiente composición de Said Ibn Yudi, que es obra de un Minnesänger o un trovador. Y sin embargo, el poeta autor de los versos vivió mucho antes, en el siglo IX:


   Desde que su voz oí,
paz y juicio perdí;
y su dulce cantinela
me dejó tan sólo pena
y ansiedad en pos de sí.
Jamás a verla llegué.
Y en ella pensando vivo;
de su voz me enamoré,
y mi corazón cautivo
por su cantar le dejé.
Quien por ti, Yuyana, llora,
tu nombre, escrito en el seno,
pronuncia, y piedad implora,
Cual un monje nazareno
de aquella imagen que adora96.



Esta otra breve canción parece un suspiro arrancado de lo íntimo del pecho por el dolor de la ausencia:


   Lejos de ti, hermosa,
la pena me causas
que un pájaro siente
si quiebran sus alas.
Sobre el mar anhelo
volar do te hallas,
antes que la ausencia
la muerte me traiga97.



Muchos de los cantares cortos recuerdan de una manera pasmosa las seguidillas improvisadas que todas las noches se cantan, al son de la guitarra, bajo los balcones de Andalucía. Así las que siguen:


   En el cielo la luna
radiante luce,
pero pronto se vela
de negras nubes;
que, al ver tu cara,
envidiosa se esconde
y avergonzada98.


   Una eternidad dura
la noche triste
para el enamorado
que llora y gime;
mientras él vela,
ni querida ni amigos
oyen sus quejas99.


   La desdicha me tiene
de ti muy lejos,
mas a tu lado vive
mi pensamiento:
tu dulce imagen,
vagando ante mis ojos
llorar me hace100.



Una idea que se repite a menudo es la de que dos amantes se ven mutuamente en sueños durante la ausencia, y de esta suerte hallan algún consuelo en su aflicción. Ibn Jafaya canta:


   Envuelta en el denso velo
de la tenebrosa noche,
vino en sueños a buscarme
la gacela de los bosques.
Vi el rubor que en sus mejillas
celeste púrpura pone,
besé sus negros cabellos,
que por la espalda descoge,
y el vino aromoso y puro
de nuestros dulces amores,
como en limpio, intacto cáliz,
bebí en sus labios entonces.
La sombra, rápida huyendo,
en el Occidente hundiose,
y con túnica flotante,
cercada de resplandores,
salió la risueña aurora
a dar gozo y luz al orbe.
En perlas vertió el rocío,
que de las sedientas flores
el lindo seno entreabierto
ansiosamente recoge;
rosas y jazmines daban
en pago ricos olores.
Mas para ti y para mí,
¡oh gacela de los montes!
¿Qué más rocío que el llanto
que de nuestros ojos corre?101



Ibn Darray expresa el mismo pensamiento más sencillamente:


   Si en los jardines que habita
me impiden ver a mi dueño,
en los jardines del sueño
nos daremos una cita102.



En la canción que sigue reproduce la misma idea el príncipe heredero Abd al-Rahman:


   ¡Oh desdeñosa gacela mía!
Tu dulce boca nunca me envía
palabra alguna que dé consuelo.
¡Qué mal respondes a tanto anhelo!
¡Qué mal me pagas tanto amor!
Como con flechas enherboladas
hieres mi alma con tus miradas,
y ni das bálsamo para la herida,
ni esa tu hermosa forma querida
mandas en sueños al amador103.



Estos otros versos respiran una pasión tierna y profunda:


   ¿No tendrá fin esta noche?
¿No dará jamás alivio
El alba a quien vela y gime
de tu hermosura cautivo?
El dolor me oprime el seno,
y del corazón herido
arranca violentamente
apasionados suspiros.
En la cama me revuelvo,
sin quedar nunca tranquilo,
cual si estuviese erizada
de mil puñales buidos.
Enamorado me quejo,
y a ti mis ayes dirijo;
sé piadosa, oh muy amada,
sé menos dura conmigo.
Mas sólo quien de amor sabe
comprenderá mi martirio.
Cuánto queman las heridas
que amor en mi pecho hizo;
tú no, que en vez de sanarlas,
las renuevas con ahínco,
y al fin me hieres de muerte,
del alma en el centro mismo104.



En esta otra composición hay un sentimiento más blando:


   Pon en tu pecho brío,
¡oh mi querida Selma!
A fin de que resistas
el dolor de la ausencia.
Al apartarme ahora
de tu sin par belleza,
soy como condenado
que aguarda la sentencia;
pues nunca manda el cielo
más espantosa pena
que la de separarse
dos almas que se quieran.
Separación y muerte
igual dolor encierran,
aunque al muerto acompañen
con llantos a la huesa.
De nuestro amor se rompe
la florida cadena,
el nudo de mi pecho
y tu pecho se quiebra
ramos del mismo tronco
son esta angustia acerba
y el placer que tuvimos
en comunión estrecha.
Siempre el mayor deleite
mayor pesar engendra,
y la más dulce vida
más amarga tristeza105.



Por último, muchas de las poesías eróticas de los árabes españoles son, como acontece a menudo con los versos de los pueblos meridionales, más bien que la expresión inmediata del sentimiento, un ingenioso juego de palabras, y una multitud de imágenes acumuladas por la fantasía y el entendimiento reflexivo. A esta clase pertenecen las composiciones que voy a citar. De Ibn Jafaya:


   Cuántas noches contigo, deliciosas,
vino en el mismo cáliz yo bebía,
y nuestro hablar suave parecía
el susurro del céfiro en las rosas.
Perfume dulce el cáliz exhalaba;
pero más nuestros juegos; más las flores
que de tu seno y ojos seductores
y de tus frescos labios yo robaba.
Sueño, embriaguez, un lánguido quebranto
rindió tu cuerpo hermoso,
que entre mis brazos a posarse vino;
pero la sed, en tanto,
apagar quiso el corazón ansioso,
de tu boca en el centro purpurino,
fue entonces limpia y rutilante espada
y fue bruñido acero tu figura,
al desnudar la rica vestidura
tan primorosamente recamada.
Y yo estreché con lazo cariñoso
tu esbelto talle y delicado seno,
y besé tu sereno
rostro, que sol hermoso
para mi bien lucía,
dando ser a mi alma y alegría.
Toqué con ambas manos
toda la perfección de tu hermosura,
anchas caderas y cintura breve,
y dos alcores cándidos, lozanos,
que separa de un valle la angostura
y que están hechos de carmín y nieve106.



De Ibn Baqi:


   Cuando el manto de la noche
se extiende sobre la tierra,
del más oloroso vino
brindo una copa a mi bella.
Como talabarte cae
sobre mí su cabellera,
y como el guerrero toma
la limpia espada en la diestra,
enlazo yo su garganta,
que a la del cisne asemeja.
Pero al ver que ya reclina,
fatigada, la cabeza,
suavemente separo
el brazo con que me estrecha,
y pongo sobre mi pecho
su sien, para que allí duerma.
¡Ay! el corazón dichoso
me late con mucha fuerza.
¡Cuán intranquila almohada!
No podrá dormir en ella107.



De Ibn Saraf:


   Con su gracia y sus hechizos
enciende en mi corazón
una vehemente pasión
la niña de negros rizos.
No da sombra a su mejilla,
sobre los claveles rojos,
el cabello, porque brilla
cual sus negrísimos ojos108.



De Abd Allah Ibn Abd al-Aziz:


   Danos ventura, mostrándote,
¡oh luna de las mujeres!
¿Habrá más dulce ventura
que la ventura de verte?
Todos dicen a una voz,
donde quiera que apareces:
¡Ya ilumina nuestra noche
la luna resplandeciente!
Pero yo al punto replico
que la luna sólo tiene
una noche luz cumplida,
y tú la difundes siempre,
por Alá juro, señora,
que hasta el sol, cuando amanece,
no sale a dar luz al mundo
mientras tú no se lo ordenes;
porque ¿cómo podrá el sol
teñir de grana el Oriente,
sin que tus frescas mejillas
vivo rosicler le presten?109



De al-Rusafi, A una tejedora:


   Olvida tus amores,
me dicen los amigos;
no es digna la muchacha
de todo tu cariño.
Yo siempre les respondo:
vuestro consejo admito;
mas seguirle no puede
mi corazón cautivo,
de su dulce mirada
me retiene el hechizo,
y el olor que en sus labios
entre perlas respiro.
si echa la lanzadera,
brincan todos los hilos,
y mi corazón brinca,
y versos la dedico.
Si en el telar sentada,
forma un bello tejido,
me parece que urde
y trama mi destino.
Mas si entre las madejas
trabajando la miro,
me parece una corza
que en la red ha caído110.



De Ibn al-Abbar, La cita nocturna:


   Recatándose medrosa
de la gente que la espía,
con andar tácito y ágil
llegó mi prenda querida.
Su hermosura por adorno,
en vez de joyas, lucía.
Al ofrecerle yo un vaso
y darle la bienvenida,
el vino en su fresca boca
se puso rojo de envidia.
Con el beber y el reír
cayó en mi poder rendida.
Por almohada amorosa
le presenté mi mejilla.
Y ella me dijo: en tus brazos
dormir anhelo tranquila.
Durante su dulce sueño
a robar mil besos iba;
mas ¿quién sacia el apetito
robando su propia finca?
Mientras esta bella luna
sobre mi seno yacía,
se oscureció la otra luna,
que los cielos ilumina,
pasmada dijo la noche:
¿quién su resplandor me quita?
¡Ignoraba que en mis brazos
la luna estaba dormida111.



De Umayya Ibn Abu-l-Salt, A una bella escanciadora:


   Más que el vino que escancia,
vierte rica fragancia
la bella escanciadora,
y más que el vino brilla
en su tersa mejilla
el carmín de la aurora.
Pica, es dulce y agrada
más que el vino su beso,
y el vino y su mirada
hacen perder el seso112.



Estos delicados versos son del príncipe Izz al-Dawla:


   Lleno de afán y tristeza,
este billete te escribo,
y el corazón, si es posible,
en el billete te envío.
Piensa al leerle, señora,
que hasta ti vengo yo mismo;
que sus letras son mis ojos
y te dicen mi cariño.
De besos cubro el billete,
porque pronto tus pulidos
blancos dedos romperán
el sello del sobreescrito113.



El poeta Abu Amir dirigió a la hermosa Hind, tan célebre por su talento en música y poesía, la siguiente invitación para que viniese a su casa con el laúd:


   Ven a mi casa; ansía tu presencia
un círculo de amigos escogido;
escrúpulo no tengas de conciencia,
que no se beberá nada prohibido.
Ven, Hind; que agua clara
sólo como refresco se prepara.
De ruiseñores un amante coro
en mi jardín oímos;
mas todos preferimos
tu voz suave y tu laúd sonoro.



Apenas hubo leído estas líneas, escribió Hind en el respaldo de la carta:


   Señor, en quien la nobleza
y la elevación se unen.
Que allá en los siglos remotos
hubo en los hombres ilustres,
Hind cede a tu deseo,
y al punto a tu casa acude;
antes que tu mensajero,
quizás ella te salude114.



Abd al-Rahman II amaba con pasión a la hermosa Tarab, la cual se aprovechaba a menudo interesadamente de esta inclinación. Una vez se mostró tan enojada y zahareña, que se encerró en su estancia, donde el califa no logró penetrar en largo tiempo. Para hacérsela propicia y atraerla de nuevo a sus brazos, mandó entonces poner muchos sacos de oro a la puerta. A esto ya no pudo resistir la hermosa Tarab; abrió la puerta y se arrojó en los brazos de su regio y espléndido amante, mientras que las monedas de oro rodaban a sus pies por el suelo. En otra ocasión regaló Abd al-Rahman a esta muchacha un collar que valía diez mil doblas de oro. Uno de los visires se maravilló del alto precio del presente, y el califa respondió: «Por cierto que la que ha de llevar este adorno es aún más preciosa que él: su cara resplandece sobre todas las joyas». De esta suerte se extendió más aún alabando la hermosura de su Tarab, y pidió al poeta Abd Allah Ibn al-šamar que dijese algo en verso, sobre aquel asunto. El poeta dijo:


   Para Tarab son las joyas;
Dios las formó para ella.
Vence a su luna y al sol
el brillo de la belleza.
Al dar la voz creadora
ser al cielo y a la tierra,
cifró en Tarab el dechado
de todas sus excelencias.
Ríndale, pues, un tributo
cuanto el universo encierra;
los diamantes en las minas,
y en el hondo mar las perlas.



Abd al-Rahman halló muy de su gusto estos versos, y también él improvisó los que siguen:


   Excede a toda poesía
la poesía de tus versos.
¿Quién no te admira, si tiene
corazón y entendimiento?
Tus cantares se deslizan
en lo profundo del pecho,
pasando por los oídos
con un mágico embeleso.
De cuanto formó el Criador
para ornar el universo,
en esta linda muchacha
cifra dechado y modelo.
Sobre jazmines las rosas
en sus mejillas contemplo;
es como jardín florido,
es mi deleite y mi cielo.
¿Qué vale el collar de perlas
que rendido le presento?
Mi corazón y mis ojos
lleva colgados al cuello115.



Hafsa, célebre poetisa granadina, no menos encomiada por su hermosura que por su extraordinario talento, tenía relaciones amorosas con el poeta Abu Yafar. El gobernador de Granada puso en ella los ojos, y como celoso, empezó a tender lazos contra su rival. Hafsa se vio obligada a obrar con mucho recato, y estuvo dos meses sin contestar a un billete que su amante le había escrito pidiéndole una cita. Abu Yafar le volvió a escribir entonces:


   Tú, a quien escribí el billete,
a nombrarte no me atrevo,
di, ¿por qué no satisfaces
mi enamorado deseo?
Tu tardanza me asesina;
de afán impaciente muero.
¡Cuántas noches he pasado
dando mil quejas al viento
cuando las mismas palomas
no perturban el silencio!
¡Infelices los amantes
que del adorado dueño
ni una respuesta consiguen,
ni esperanza ni consuelo!
Si es que no quieres matarme
de dolor, responde presto.



Abu Yafar envió a su querida este segundo billete con su esclavo Asam y ella contestó al punto en el mismo metro y con la misma rima:


   Tú, que presumes de arder
en más encendido afecto,
sabe que me desagradan
tu billete y tus lamentos.
Jamás fue tan quejumbroso
el amor que es verdadero,
porque confía y desecha
los apocados recelos.
Contigo está la victoria:
no imagines vencimientos.
Siempre las nubes esconden
fecunda lluvia en el seno.
Y siempre ofrece la Palma
fresca sombra y blando lecho.
No te quejes; que harto sabes
la causa de mi silencio.



Hafsa entregó esta contestación al mismo esclavo que le había traído el billete de Abu Yafar, y al despedirle, prorrumpió en invectivas contra él y contra su amo. «Mal haya, dijo, el mensajero, y mal haya quien le envía. Ambos son para poco y no quiero tratar con ellos». El esclavo volvió muy afligido a donde estaba Abu Yafar, y mientras éste leía la respuesta, no cesó de quejarse de la crueldad de Hafsa. Cuando Abu Yafar hubo leído, le interrumpió, exclamando: «Necio ¿qué locura es ésa? Hafsa me promete una cita en el quiosco de mi jardín que se llama la Palma». En efecto se apresuró a ir allí, y Hafsa no se hizo esperar mucho tiempo. Abu Yafar quiso darla nuevas quejas, pero la poetisa, dijo:


   Ya basta; juntos estamos;
cuanto ha pasado olvidemos116.



El grande al-Mansur estaba sentado una vez, en compañía del visir al-Mugira, en los jardines de su magnífico palacio de Zahara. Mientras que ambos se deleitaban bebiendo vino, una hermosa cantadora, de quien al-Mansur estaba enamorado, pero que amaba al visir, entonó esta canción:


   Ya el sol en el horizonte
con majestad se sepulta,
y con sus últimos rayos
tiñe el ocaso de púrpura.
Como bozo en las mejillas,
se extiende la noche oscura
por el cielo, donde luce,
dorada joya, la luna.
En la copa cristalina
que como hielo deslumbra,
del vino los bebedores
el fuego líquido apuran.
Entre tanto, confiada,
he incurrido en grave culpa;
pero su dulce mirar
el corazón me subyuga.
Le vi, y al punto le amé,
él huye de mi ternura,
y con estar a mi lado
la está haciendo más profunda.
A caer entre sus brazos
enamorada me impulsa,
y a suspenderme a su cuello
en deleitosa coyunda.



Al-Mugira fue tan poco circunspecto, que contestó a la canción de esta manera:


   Para llegar hasta ti
abrir camino pretendo,
y una muralla le cierra
de amenazantes aceros;
mas por lograr tu hermosura
perdiera la vida en ellos,
si supiese que me amas
con un amor verdadero;
pues el que noble nació
y se propone un objeto,
ni ante el peligro se para,
ni retrocede por miedo.



Al-Mansur se levantó furioso, sacó su espada, y gritó con voz de trueno a la cantarina: «Confiesa la verdad; tu canción iba dirigida al visir. -Una mentira aún pudiera salvarme acaso, contestó ella; pero no quiero mentir. Sí; su mirada ha penetrado en mi corazón; el amor me ha obligado a declarar lo que debí callar. Puedes castigarme, señor; pero eres magnánimo y te complaces en perdonar a los que confiesan su delito». En seguida añadió, vertiendo lágrimas:


   No pretendo sincerarme;
mi falta no tiene excusa,
a lo que el cielo decrete
me resigno con dulzura.
Pero tu poder supremo
en la clemencia se ilustra:
muéstrate, señor, clemente,
y perdona nuestra culpa.



Poco a poco fue al-Mansur calmándose y suavizándose con ella; pero su cólera se volvió contra el visir, a quien abrumó de reproches. El visir dejó primero que cayesen sobre él las quejas, y al cabo dijo: «Señor, confieso que he faltado gravemente; pero no podía ser otra cosa. Cada uno es esclavo de su destino y debe someterse a él con calma. Mi destino ha querido que yo ame a una hermosa a quien nunca debí amar». Al-Mansur calló al principio, pero respondió finalmente: «Está bien; os perdono a los dos: al-Mugira, la muchacha es tuya; yo te la doy»117.




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- V -

Cantos de guerra


Desde el momento dice Ibn Jaldun, en que España fue conquistada por los mahometanos, esta tierra, como límite de su imperio, se hizo perpetuo teatro de sus santos combates, campo de sus mártires, y puerta de entrada a la eterna bienaventuranza de sus guerreros. Los deliciosos lugares que habitaban los muslimes en esta tierra estaban como fundados sobre fuego devorador, y como entre las garras y los dientes de los leones, porque a los creyentes de España los cercaban pueblos enemigos e infieles, y sus demás correligionarios vivían separados de ellos por el mar»118.

Sabido es como aquel puñado de valientes godos que en el octavo siglo, acaudillados por Pelayo, conservaron sólo su independencia de los muslimes, defendiéndose en un principio de la cueva de Covadonga, fueron creciendo en número y poder, emprendieron la guerra ofensiva, y volvieron a llevar la bandera de la cruz por toda la Península. Más de siete siglos duró la guerra entre cristianos y moros, en un principio con notable superioridad de los últimos; después de la caída de los omeyas, con frecuente y brillante éxito para los primeros. Si todavía, hacia el fin del siglo X, el poderoso al-Mansur penetró hasta el corazón de Galicia, arrasó en venerable santuario de Santiago, e hizo traer a Córdoba, sobre los hombros de los prisioneros cristianos, las campanas de las iglesias destruidas, ya en el siglo siguiente Alfonso VI hace tributarios a algunos príncipes mahometanos y conquista a Toledo. Pero más terrible que nunca ardía entonces la pelea. El Islam parecía amenazar a toda Europa. Fervorosas huestes, llenas de religioso fanatismo, se precipitaban de nuevo, y con frecuencia, desde África en la Península, a fin de lanzarse contra los ejércitos cristianos, los cuales, reforzados por caballeros de otros países, y singularmente de Provenza, sólo reconocían la mar por límite de sus atrevidas cruzadas. No hay un palmo de tierra en todo el territorio español, que no esté regado con la sangre de estos combates de la fe. Cien millares de hombres caían por ambos lados en las espantosas batallas de Zalaca, Alarcos y las Navas de Tolosa, confiados firmemente, los unos en que por tomar parte en el triunfo de la santa cruz alcanzarían el perdón de sus pecados y se harían merecedores del Cielo; los otros, en que entrarían como mártires en el paraíso de Mahoma. «A medianoche (así describe Rodrigo, arzobispo de Toledo, los preparativos para una gran batalla) resonó en el campamento de los cristianos la voz del heraldo, que los excitaba a todos a que se armasen para la santa guerra. Después de haberse celebrado los divinos misterios de la pasión, se confesaron y comulgaron todos los guerreros, y se apresuraron armados a salir a la batalla. Las filas estaban en buen orden, y levantando las manos al cielo, dirigiendo a Dios los ojos, y sintiendo en el fondo del corazón el deseo del martirio, se arrojaron todos a los peligros de la batalla, siguiendo las banderas de la cruz e invocando el nombre del Altísimo»119. Un escritor árabe dice: «El poeta Ibn al-Faradi estaba una vez como peregrino en la Meca, y abrazándose al velo de la Caaba, pidió a Dios Todopoderoso la gracia de morir como mártir. Posteriormente, sin embargo, se presentaron a su imaginación con tal viveza los horrores de aquella violenta muerte, que se arrepintió de su deseo y estuvo a punto de volver y de rogar a Dios que tuviese por no hecha su súplica; pero la vergüenza le retuvo. Más tarde alcanzó de Dios lo que le había pedido. Murió como mártir en la toma de Córdoba, y se cuenta que uno que le encontró tendido entre un montón de cadáveres, le oyó murmurar, durante la agonía, y con voz apagada, las palabras siguientes de la santa tradición: «Todo el que es herido en los combates de la fe (y bien sabe Dios reconocer las heridas que se han recibido por su causa) aparecerá en el día de la resurrección con las heridas sangrientas; su color será como sangre, pero su aroma como almizcle. Apenas hubo dicho estas palabras expiró120.

Apariciones maravillosas inflamaban por ambos lados el celo de la religión. Un historiador arábigo refiere: «Abu Yusuf, príncipe de los creyentes, se pasó en oración toda la noche que precedió a la batalla de Alarcos, suplicando fervorosamente a Dios que diese a los muslimes la victoria sobre los infieles. Por último, a la hora del alba, el sueño se apoderó de él por breve rato. Pero pronto despertó lleno de alegría; llamó a los jeques y a los santos varones y les dijo: Os he mandado llamar para que os alegréis con la noticia de que Dios nos concede su auxilio. En esta bendita hora acabo de ser favorecido por la revelación. Sabed que mientras que estaba yo arrodillado, me sorprendió el sueño por un instante, y al punto vi que en el cielo se abría una puerta y que salía por ella y descendía hacia mí un caballero sobre un caballo blanco. Era de soberana hermosura y difundía dulce aroma. En la mano llevaba una bandera verde, la cual desplegada, parecía cubrir el cielo. Luego que me saludó, le pregunté: ¿Quién eres? ¡Dios te bendiga! Y él me contestó: Soy un ángel del séptimo cielo, y vengo para anunciarte, en nombre de Alá, la victoria a ti y los guerreros que siguen tus estandartes, sedientos del martirio y de las celestiales recompensas»121.

Así como a los árabes se les aparecían los ángeles del séptimo cielo o el Profeta, los cristianos veían a Santiago, no sólo anunciando la victoria, sino también como campeón contra los infieles. Don Rodrigo, arzobispo de Toledo, cuenta de la batalla de Clavijo: «Los sarracenos avanzaron entonces en portentosa muchedumbre, y las huestes del rey Don Ramiro retrocedieron a un lugar llamado Clavijo. Durante la noche el rey estaba en duda sobre si aventuraría la batalla. Entonces se le apareció el bendito Santiago y le dio ánimo, asegurándole que al siguiente día alcanzaría una victoria sobre los moros. El rey se levantó muy de mañana, y participó a los obispos y a los grandes la visión que había tenido. Todos dieron por ella gracias a Dios, y llenos de fe en la promesa del apóstol, se apercibieron a la pelea. Por la otra parte, los sarracenos salieron también a combatir, confiados en su mayor número. De este modo se trabó la batalla; pero pronto se desordenaron los moros y se pusieron en fuga. Setenta mil de ellos quedaron antes en el campo. En esta batalla se apareció el bendito Santiago sobre un caballo blanco y con una bandera en la mano»122. El cronista general de Galicia dice: «Treinta y ocho apariciones visibles de Santiago en otras tantas batallas, en las cuales el Apóstol dio auxilio a los españoles, son enumeradas por el erudito D. Miguel Erce Jiménez; pero yo tengo por cierto que sus apariciones han sido muchas más, y que en cada victoria alcanzada por los españoles, este gran capitán suyo ha venido a auxiliarlos»123. «Santiago, dice otro escritor español, es en España nuestro amparo y defensa en la guerra; poderoso como el trueno y el relámpago, llena de espanto a los mayores ejércitos de los moros, los desbarata y los pone en fuga»124.

Aquella grande y secular pelea, que conmovía todos los corazones, halló también eco en la poesía. Entre el estruendo de las batallas, el resonar de las armas los gritos invocando a Alá y el tañido de las campanas, su voz llega a nuestro oído. Oigámosla, ora excitando al guerrero de la cruz, ora al campeón del Profeta, ya prorrumpiendo en cánticos de victoria, ya entonando himnos fúnebres.

Cuando los cristianos, en el año 1238, estrechaban fuertemente a Valencia, Ibn Mardaniš, que mandaba en la ciudad, encargó al poeta Ibn al-Abbar que fuese a África, a la corte del poderoso Abd Zakariya, príncipe de los hafsidas, a pedirle socorro. Llegado allí, el embajador recitó en presencia de toda la corte la siguiente qasida, e hizo tal impresión, que Abd Zakariya concedió al punto el socorro demandado, y envió una flota bien armada a las costas de España:


   Abierto está el camino; a tus guerreros guía,
¡oh de los oprimidos constante valedor!
Auxilio te demanda la bella Andalucía;
la libertad espera de tu heroico valor.
De penas abrumada, herida ya de muerte,
un cáliz de amargura el destino le da;
se marchitó su gloria, y sin duda la suerte
a sus hijos por víctimas ha designado ya.
Aliento a tus contrarios infunde desde el cielo,
y a tu pesar, ¡oh patria! del alba el arrebol;
tu gozo cambia en llanto, tu esperanza en recelo
cuando a ocultarse baja en Occidente el sol.
¡Oh vergüenza y oprobio! juraron los cristianos
robarte tu amoroso y más preciado bien,
y repartir por suerte a sus besos profanos
las mujeres veladas, tesoro del harem.
La desdicha de Córdoba los corazones parte;
Valencia aguarda, en tanto, más negro porvenir;
en mil ciudades flota de Cristo el estandarte;
espantado el creyente, no puede resistir.
Los cristianos, por mofa, nos cambian las mezquitas
en conventos, llevando doquier la destrucción,
y doquiera suceden las campanas malditas
a la voz del almuédano, que llama a la oración.
¿Cuándo volverá España a su beldad primera?
Aljamas suntuosas do se leyó el Corán,
huertos en que sus galas vertió la primavera,
y prados y jardines arrasados están.
Las florestas umbrosas, que alegraban la vista,
ya pierden su frescura, su pompa y su verdor;
el suelo se despuebla después de la conquista;
hasta los extranjeros le miran con dolor.
Cual nube de langostas, cual hambrientos leones,
destruyen los cristianos nuestro rico vergel;
de Valencia los límites traspasan sus pendones,
y talan nuestros campos con deleite cruel.
Los frutos deliciosos que nuestro afán cultiva,
el tirano destroza y consume al pasar;
incendia los palacios, las mujeres cautiva;
ni reposa, ni duerme, ni sabe perdonar.
Ya nadie se re opone; ya extiende hacia Valencia
la mano para el robo que ha tiempo meditó;
el error de tres dioses difunde su insolencia;
por él en todas partes a sangre y fuego entró.
Mas huirá cuando mire al aire desplegado
el pendón del Dios único, ¡oh príncipe! por ti;
salva de España, salva, el bajel destrozado;
no permitas que todos perezcamos allí.
Por ti renazca España de entre tanta ruina,
cual renacer hiciste la verdadera fe;
ella, como una antorcha, tus noches ilumina,
en pro de Dios tu acero terrible siempre fue.
Eres como la nube que envía la abundancia;
la tiniebla disipas como rayo de sol;
de los almorávides la herética ignorancia
ante tu noble esfuerzo amedrentada huyó.
De ti los angustiados aguardan todavía
que les abras camino de paz y de salud;
Valencia, por mi medio, estas cartas te envía;
socorro te demanda; espera en tu virtud.
Llegamos a tu puerto en nave bien guiada,
y escollos y bajíos pudimos evitar;
por los furiosos vientos la nave contrastada,
temí que nos tragasen los abismos del mar.
Cual por tocar la meta, reconcentra su brío
y hace el último esfuerzo fatigado corcel,
luchó con las tormentas y con el mar bravío,
y en puerto tuyo, al cabo, se refugió el bajel.
El trono a besar vengo do santo resplandece
el noble Abd Zakariya, hijo de Abd al-Wahid;
mil reinos este príncipe magnánimo merece;
el manto de su gracia los sabe bien cubrir.
Su mano besan todos con respeto profundo;
de él espera cuitado el fin de su dolor;
sus órdenes alcanzan al límite del mundo
y a los remotos astros su dardo volador.
Al alba sus mejillas dan color purpurino;
su frente presta al día despejo y claridad;
siempre lleva en la mano su estandarte el Destino;
aterra a los contrarios su inmensa potestad.
Entre lanzas fulgura como luna entre estrellas;
resplandores de gloria coronan su dosel,
y es rey de todo el mundo, y por besar sus huellas,
se humillan las montañas y postran ante él.
¡Oh rey, más que las pléyades benéfico y sublime!
De España en el Oriente, con brillo y majestad,
álzate como un astro, y castiga y reprime
del infiel la pujanza y bárbara maldad.
Lava con sangre el rastro de su invasión profana;
harta con sangre ¡oh príncipe! de los campos la sed;
riégalos y fecúndalos con la sangre cristiana;
venga a España tu ejército esta sangre a verter.
Las huestes enemigas intrépido destruye;
caiga mordiendo el polvo el cristiano en la lid;
a tus siervos la dicha y la paz restituye;
impacientes te aguardan como noble adalid.
Fuerza será que al punto a defendernos vueles;
España con tu auxilio valor recobrará.
Y con lucientes armas y rápidos corceles,
al combate a sus hijos heroicos mandará.
Dinos cuándo tu ejército libertador envías;
esto, señor, tan sólo anhelamos saber,
del cristiano enemigo para contar los días,
y su total derrota y pérdida prever125.



A esta composición, que no carece de empuje, brillo y fogosa elocuencia, puede contraponerse esta otra en antiguo provenzal, donde el trovador Gavaudan convoca a los cristianos para una cruzada contra el muwahide Jacub al-Mansur.

«¡Ah, señores! por nuestros pecados crece la arrogancia de los sarracenos. Saladino tomó a Jerusalén y aún la conserva. El Rey de Marruecos, con sus árabes insolentes y sus huestes de andaluces, mueve guerra a los príncipes cristianos para extirpar nuestra fe.

Llama a las tribus guerreras de África, a los moros berberiscos y masamudes, todos juntos, y vienen ardiendo en furia. No cae la lluvia más espesa que ellos, cuando se precipitan sobre el mar. Para pasto de buitres los lleva su rey, como corderos que van a la pradera a destruir vástagos y raíces.

Y se jactan, llenos de orgullo, de que el mundo entero les pertenece; y se acampan con mofa, amontonados sobre nuestros campos, y dicen: Francos, idos de aquí, porque todo es nuestro hasta Puy, Tolosa y Provenza. ¿Hubo nadie jamás tan atrevido como estos perros sin fe?

Oye, emperador; oíd, reyes de Francia y de Inglaterra; oye, conde de Poitiers; tended una mano protectora a los reyes de España; nunca tendréis mejor ocasión de servir a Dios. ¡Oídme, oídme! Dios os dará la victoria sobre los paganos y los renegados, a quienes ciega Mahoma.

Se nos abre un camino para hacer penitencia de los pecados que Adán echó sobre nosotros. ¡Confiad en la gracia de Jesucristo! Sabed que Jesucristo, de quien dimana la verdadera salud, ha prometido darnos la bienaventuranza y ser nuestro amparo y defensa contra esa canalla feroz.

Nosotros, que conocemos la verdadera fe, no debemos vender esta promesa a esos perros negros, que se aproximan furiosos desde el otro lado del mar. ¡Sús, pues!, apresuraos, antes que la desgracia caiga sobre nosotros. Por largo tiempo hemos dejado ya solos a Castilla, Aragón, Portugal y Galicia, para que caigan entre sus garras.

No bien las huestes de Alemania, adornadas de la cruz, y las de Francia, Inglaterra, Anjou y Bearn, con nosotros los provenzales, estemos unidos en un poderoso ejército, derrotaremos al de los infieles, cortaremos sus cabezas y sus manos, hasta que no quede nada de ellos, y nos repartiremos el botín.

Gavaudan el vidente os lo anuncia; los perros serán pasados a cuchillo; y donde Mahoma impera, será adorado Dios en lo futuro126.

Pero la predicción del trovador no se cumplió, porque la batalla de Alarcos puso término a la cruzada, que él había convocado, con una terrible derrota de las huestes cristianas127.

El mismo escritor árabe, de quien hemos copiado la historia de la aparición que anunció al rey mahometano la victoria durante la noche que precedió a la batalla, refiere la batalla de esta manera: «El maldito Alfonso, enemigo de Dios, se adelantó con todo su ejército para atacar a los muslimes. Entonces oyó a la derecha el redoblar de los tambores, que estremecía la tierra, y el sonido de las trompas, que llenaba los valles y los collados, y mirando a lo lejos, columbró los estandartes de los muwahides, que se acercaban ondeando, y el primero de todos era una blanca bandera victoriosa, con esta inscripción: -¡No hay más Dios que Alá; Mahoma es su profeta; sólo Dios es vencedor!- Al ver después a los héroes musulmanes que hacia él venían con sus huestes, ardiendo en sed de pelear, y al oír que en altas voces proclamaban la verdadera fe, preguntó quiénes eran, y obtuvo esta respuesta: «¡Oh maldito! quien se adelanta es el Príncipe de los creyentes, todos aquellos con quienes hasta aquí has peleado eran sólo exploradores y avanzadas de su ejército. De esta suerte, Dios Todopoderoso llenó de espanto el corazón de los infieles, y volvieron las espaldas y procuraron huir; pero los valientes caballeros muslimes los persiguieron, los estrecharon por todos lados, los alancearon y acuchillaron, y, hartando sus aceros de sangre, hicieron gustar a los enemigos la amarga bebida de la muerte. Los muslimes cercaron en seguida la fortaleza de Alarcos, creyendo que Alfonso quería defenderse allí; pero aquel enemigo de Dios entró por una puerta y se escapó por otra. Luego que las puertas de la fortaleza, tomada por asalto, fueron quemadas, todo lo que había allí y en el campamento de los cristianos cayó, como botín, en poder de los muslimes; oro, armas, municiones, granos, acémilas, mujeres y niños. En aquel día perecieron tantos millares de infieles, que nadie puede decir su número; sólo Dios lo sabe. A veinte y cuatro mil caballeros de las más nobles familias cristianas, que en la fortaleza quedaron cautivos, mostró su piedad el Príncipe de los creyentes, dejándolos ir libres. Así ganó alta fama de magnánimo; pero todos los muslimes, que reconocen la unidad de Dios, censuraron esto como la mayor falta en que puede incurrir un rey»128.

Oigamos ahora un cántico triunfal de los árabes, en el cual se celebra, no esta victoria de las armas muslímicas, sino otra casi tan brillante. Cuando Abu Yusuf, después de la batalla de Écija, entró en Algeciras, recibió del príncipe de Málaga, Ibn Ašqilula, la siguiente qasida, felicitándole:


   Los vientos, los cuatro vientos,
traen nuevas de la victoria;
tu dicha anuncian los astros
cuando en el Oriente asoman.
De los ángeles lucharon
en tu pro las huestes todas,
y era su número inmenso
la inmensa llanura angosta.
Las esferas celestiales,
que giran majestuosas,
hoy, con su eterna armonía,
tus alabanzas entonan.
En tus propósitos siempre
Alá te guía y te apoya;
tu vida, por quien la suya
diera el pueblo que te adora,
del Altísimo, del único,
has consagrado a la gloria.
A sostener fuiste al campo
la santa ley de Mahoma,
en tu valor confiado
y en tu espada cortadora;
y el éxito más brillante
la noble empresa corona,
dando fruto tus afanes
de ilustres y grandes obras.
De incontrastable pujanza
Dios a tu ejército dota;
sólo se salva el contrario
que tu compasión implora.
Sin recelar tus guerreros
ni peligros ni derrota,
a la lid fueron alegres,
apenas nació la aurora.
Magnífica de tu ejército
era la bélica pompa,
entre el furor del combate,
teñido de sangre roja,
y el correr de los caballos,
y las armas que se chocan.
Alá tiene fija en ti
su mirada protectora;
como luchas por su causa,
Él con el triunfo te honra.
Y tú con lauro perenne
nuestra fe de nuevo adornas,
y con hazañas que nunca
los siglos, al pasar, borran.
Justo es que Alá, que te ama
y virtudes galardona,
la eterna dicha en el cielo
para tus siervos disponga.
Alá, que premia y ensalza
y que castiga y despoja,
en el libro de la vida
grabada tiene tu historia.
Todos, si pregunta alguien,
¿quién los enemigos doma?
¿Quién es el mejor califa?
Te señalan o te nombran.
No sucumbirá tu imperio;
deja que los tiempos corran.
Y que el destino se cumpla
en la señalada hora.
Álcese, en tanto, en el solio
con majestad tu persona,
y ante su brillo se eclipsen
las estrellas envidiosas.
Pues eres de los muslimes
defensa, amparo y custodia,
y su religión salvaste
con la espada vencedora.
Que Alá te guíe y conserve,
y haga tu vida dichosa,
y de todo mal te libre,
y sobre tu frente ponga
el resplandor de su gracia
y sus bendiciones todas,
para que siglos de siglos
se perpetúe tu gloria129.



La siguiente composición contiene otro llamamiento a la guerra santa, cuando ya los cristianos se habían enseñoreado en la mayor parte de la Península. La escribió, por encargo de Ibn Ahmar, rey de Granada, su secretario Abu Omar, a fin de avivar más el celo de combatir contra los enemigos de la fe en el corazón del sultán Abu Yusuf, de la dinastía de los Banu Merines, a quien entregaron los versos en Algeciras, en el año de 1275:


   Camino de salud os abre el cielo
¿quién no entrará por él, de cuantos vivan
en España o en África, si teme
la gehenna inflamada, y si codicia
el eterno placer del paraíso,
sus sombras y sus fuentes cristalinas?
Quien anhele vencer a los cristianos,
la voz interna que le llama siga;
llénese de esperanza y fortaleza,
e irá con él la bendición divina.
Mas ¡ay de ti! si exclamas: «¿Por qué ahora
ha de volverse a Dios el alma mía?
Será mañana». ¿Y quién hasta mañana
te puede asegurar que tendrás vida?
Pronto viene la muerte, y tus pecados
la penitencia sólo borra y limpia.
Mañana morirás, si hoy no murieres;
la jornada terrible se aproxima,
de la que nadie torna; para ella
provisión de obras buenas necesitas.
La obra mejor es ir a la pelea;
ármate, pues, y ven a Andalucía;
no pierdas un instante; Dios bendice
a todo aquel que por su fe milita.
Con las infames manchas del pecado
llevas toda la faz ennegrecida;
lávatela con lágrimas, primero
que a la presencia del Señor asistas,
o siguiendo el ejemplo del Profeta,
arroja del pecado la ignominia,
y, por la fe lidiando, en las batallas
el alma con la sangre purifica.
¿Qué paz has de tener con los cristianos,
que niegan al Señor, y te abominan,
porque, mientras adoran a tres dioses,
que no hay más Dios que Alá constante afirmas?
¿Qué afrenta no sufrimos? En iglesias
por doquiera se cambian las mezquitas.
¿Quién, al mirarlo, de dolor no muere?
Hoy de los alminares suspendidas
las campanas están, y el sacerdote
de Cristo el sacro pavimento pisa,
y en la casa de Dios se harta de vino.
Ya en ella no se postran de rodillas
los fieles, ni se escuchan sus plegarias.
Pecadores sin fe la contaminan.
¡Cuántos de nuestro pueblo en las mazmorras
encerrados están, y en vano ansían
la dulce libertad! ¡Cuántas mujeres
entre infieles también lloran cautivas!
¡Cuántas vírgenes hay que, por librarse
del rudo oprobio, por morir suspiran;
y cuántos niños cuyos tristes padres
de haberlos engendrado se horrorizan!
Los varones piadosos, que en cadenas
yacen entre las manos enemigas,
no lamentan el largo cautiverio,
lamentan la vileza y cobardía
de los que a darles libertad no vuelan;
y los mártires todos, cuya vida
cortó la espada, y cuyos santos cuerpos,
llenos de sangre y bárbaras heridas,
cubren los vastos campos de batalla,
venganza de nosotros solicitan.
Un torrente de lágrimas derraman
desde el cielo los ángeles, que miran
tanta desolación, mientras del hombre
las entrañas de piedra no se agitan.
¿Por qué, hermanos, no arden vuestras almas
de indignación y de piadosa ira,
al saber cómo triunfan los infieles,
cómo la muerte aclara nuestras filas?
¿Olvidados tenéis los amistosos
lazos que antiguamente nos unían?
¿Nuestro deudo olvidado? ¿Son tan viles
los que adoran a Cristo, que no esgriman
el acero en defensa del hermano
y por vengar la injuria recibida?
Se extinguió el vivo ardor de vuestros pechos;
la gloria del Islam está marchita;
gloria que en otra edad os impulsaba,
mientras que ahora el miedo os paraliza.
¿Cómo ha de herir la espada, si desnuda
en una diestra varonil no brilla?
Mas los Banu Merines que más cerca
de nosotros están, ya nos auxilian;
la guerra santa es el deber supremo,
y en cumplir el deber no se descuidan.
Venid, pues; la pelea con laureles
o con la palma del martirio os brinda.
Si morís peleando, eterno premio
el Señor de los cielos os destina;
os servirán licores deliciosos,
del Paraíso en la floresta umbría,
las hermosas huríes ojinegras,
que anhelando están ya vuestra venida.
¿Quién, pues, cobarde, a combatir no acude?
¿Quién su sangre no da por tanta dicha?
Alá promete el triunfo a los creyentes,
y su promesa se verá cumplida.
Venid a que se cumpla. Nuestra tierra
clama contra los fuertes que la olvidan,
cual clama en su aflicción el pordiosero
contra el que el oro en crápulas disipa.
¿Por qué están los muslimes divididos,
y los contrarios en estrecha liga?
Liguémonos también, y pronto acaso
de todo el mundo haremos la conquista.
¿Qué ejército más fuerte que el de aquellos
a quienes el Altísimo acaudilla?
¿Cómo, en vez de suspiros y de quejas,
por nuestra santa fe no dais la vida?
Delante del Profeta, ¿con qué excusa
lograréis disculpar vuestra desidia?
Mudos os quedaréis cuando os pregunte:
«¿Por qué contra las huestes enemigas,
que a mi pueblo maltratan, no luchasteis?»
Y estas palabras de su boca misma,
duro castigo, si tenéis vergüenza,
serán para vosotros; y en el día
de la resurrección, que no interceda
justo será por vuestras almas míseras.
A fin de que interceda, a Dios roguemos
que al gran Profeta y a su ley bendiga;
y por su ley valientes combatamos,
a fin de que las fuentes dulces, limpias,
que riegan el eterno Paraíso,
nos den hartura en la región empírea130.



En contraposición de estos versos, citaremos aquí otro llamamiento poético a la cruzada. Parece que el trovador Marcabrún le escribió, cuando Alfonso VII preparaba una expedición contra los moros andaluces, y que se cantó en España, en cuya parte de Oriente la lengua provenzal era entendida:

«Praxim nomine Domini. Marcabrún ha compuesto este canto, música y letra; escuchad lo que dice: El Señor, el Rey del cielo, lleno de misericordia, nos ha preparado cerca de nosotros una piscina que jamás la hubo tal, excepto en ultramar, allá hacia el valle de Josafat; y con ésta de acá nos conforta.

»Lavarnos mañana y tarde deberíamos según razón, yo os lo afirmo. Quien quiera tener ocasión de lavarse mientras se halla sano y salvo, deberá acercase a la piscina, que no es medicina verdadera, pues si antes llegamos a la muerte, de lo alto caeremos en una baja morada.

»Pero la avaricia y la falta de fe no quieren acompañarse con los méritos propios de la juventud. ¡Ay! cuán lamentable es que los más vuelan allá donde se gana el infierno. Si no corremos a la piscina antes de que se nos cierren la boca y los ojos, ninguno hay tan henchido de orgullo, que al morir no se halle con un poder superior.

»El Señor, que sabe todo cuanto es y cuanto será y cuanto fue, ha prometido el honor y nombre de emperador... ¿y sabéis cuál será la belleza de los que irán a la piscina? más que la de la estrella guía-naves, con tal de que venguen a Dios de la ofensa que le hacen aquí, y allá hacia Damasco.

»Cundió aquí tanto el linaje de Caín, del primer hombre traidor, que ninguno honra a Dios; pero veremos cuál le será amigo de corazón, pues en la virtud de la piscina se nos hará Jesús amigo, y serán rechazados los miserables que creen en agüero y en suerte.

»Los lujuriosos, los consume-vino, apresura-comida y sopla-tizón quedarán hundidos en medio del camino y exhalarán fetidez. Dios quiere probar en su piscina a los esforzados y sanos. Los otros guardarán su morada, y hallarán un fuerte poder que de ella los arroje, con oprobio suyo.

»En España, y acá el Marqués (Raimundo Berenguer IV) y los del templo de Salomón sufren el peso y la carga del orgullo de los paganos, por lo cual la juventud coge menguada alabanza; y caerá la infamia, a causa de esta piscina, sobre los más poderosos caudillos, quebrantados, degenerados, cansados de proezas, que no aman júbilo ni deporte.

»Desnaturalizados son los franceses si se niegan a tomar parte en la causa de Dios, pues bien sabe Antioquía cuál es su valor y cuál su prez. Aquí lloran Guiena y Poitú, Señor Dios junto a tu piscina. Da paz al alma del Conde y guarda a Poitú y a Niort el Señor que resucitó del sepulcro131



Mientras que la poesía provenzal podía competir así con la arábiga en brio y rapto lírico, para animar a la guerra santa, la castellana, que ya desde el siglo XII se había atrevido a dejar oír su tímida voz, no podía aún entrar en competencia. Pero, no bien esta poesía encontró un órgano adecuado en la lengua que poco a poco iba formándose de la latina, tomó también por asunto de su canto las expediciones guerreras contra los enemigos de Cristo. Estos comienzos, aunque briosos, todavía rudos y poco hábiles, de una poesía que estaba en la infancia, no se podían comparar con el arte de los árabes, llegado ya a su madurez; su torpe tartamudear se ahogaba entre el sonido de las trompas de los poetas mahometanos; los severos contornos de su dibujo palidecían ante el brillo del colorido deslumbrador de la poesía oriental132. Sin embargo, éste es el lugar de presentar en el espejo de las noticias arábigas al héroe que ensalza el canto más antiguo escrito en lengua castellana tanto más cuanto que el cuadro de estas noticias encierra algunas poesías que iluminan a dicho héroe con una luz completa. Nadie se admire de que el famoso Cid Rui Díaz el Campeador, a quien la tradición nos pinta como un modelo ejemplar de piedad, de lealtad y de todas las virtudes del caballero aparezca de un modo menos brillante en las descripciones de sus enemigos. Si aquélla le retrata como un varón excelente, fiel a su injusto rey, aunque hablándole con severa franqueza, éstas nos le hacen ver como un cruel tirano, quebrantador de la palabra dada, y que no pelea por defender a su rey y a su religión, sino para servir a pequeños príncipes mahometanos133. La narración arábiga nos coloca en el momento en que el príncipe de los almorávides, Yusuf Ibn Tašufin, ha invadido a Andalucía con sus hordas africanas, y amenaza derrocar los tronos de los príncipes mahometanos españoles. «No bien, dice, Ahmad Ibn Yusuf ibn Hud, el que en estos mismos momentos se agita en la frontera de Zaragoza, se cercioró de que los soldados del emir al-Muslimin salían de todos los desfiladeros, y se subían por todas partes a los puntos elevados, excitó a un cierto perro de los perros gallegos, llamado Rodrigo y apellidado el Campeador. Era éste un hombre muy sagaz, amigo de hacer prisioneros y muy molesto. Dio muchas batallas en la Península, y causó infinitos daños de todas especies a las taifas que la habitaban, y las venció y las sojuzgó. Los Banu Hud, en tiempos anteriores, fueron los que le hicieron salir de su oscuridad. Le pidieron su apoyo para sus grandes violencias, para sus proyectos viles y despreciables. Le habían entregado en señorío ciertas comarcas de la Península, y puso su planta en los confines de sus cinco mejores regiones, y plantó su bandera en la parte más escogida de ellas, hasta el punto de robustecer su imperio; y semejante a un buitre, depredó las provincias cercanas y las más apartadas. Entre tanto, Ahmad, temiendo la caída de su reino y notando que iban mal sus asuntos, trató de poner al Campeador entre él y la vanguardia del ejército del emir al-Muslimin, y le facilitó el paso para las comarcas de Valencia, y le proporcionó dinero, y le mandó después hombres. El Campeador sitió entonces la ciudad, en la cual había grandes discordias, y el cadí Abu Yahaf se había apoderado del mando. Mientras que las parcialidades ardían en lo interior, Rodrigo continuó el sitio con vivo celo, persiguiendo su objeto como se persigue a un deudor, y estimándole con la estimación que dan los amantes a los vestigios de sus amores. Cortó los víveres, mató a los defensores, puso en juego toda clase de tentativas, y se presentó sobre la ciudad de todas maneras. ¡Cuántos soberbios y elevados lugares, cuya posesión había sido envidiada por tantas gentes, y con quienes no podían competir ni la luna ni el sol, cayeron en poder de este tirano, que profanó sus misterios! ¡Cuántas jóvenes, cuyos rostros daban envidia a los corales y a las perlas, amanecieron en las puntas de las lanzas, como hojas marchitas por las pisadas de sus viles soldados!

»El hambre y la miseria obligaron a los habitantes de la ciudad a comer animales inmundos, y Abu Ahmad no sabía qué partido tomar, y no tenía dominio sobre sí y se culpaba de todo. Imploró el auxilio del emir al-Muslimin y de los vecinos que rodeaban sus cercanías, mas como aquél estaba lejos, demoró su venida, unas veces porque no oyó sus quejas, otras porque le impidió venir algún inconveniente. Sin embargo, en el corazón del emir al-Muslimin había piedad, y se condolía de sus males prestándoles oído, mas fue tardo en dar socorro, porque se encontraba muy distante de la ciudad y sin poder para otra cosa. Cuando Dios dispone un suceso, abre las puertas y allana los obstáculos134.

»Mientras que Valencia estaba en el mayor apuro, se dice que un árabe subió a la torre más alta de los muros de la ciudad. Este árabe era muy sabio y entendido, e hizo el siguiente razonamiento135:


   ¡Valencia, Valencia mía,
cuán terrible es tu desgracia,
muy cerca estás de perderte;
sólo un milagro te salva.
Dios prodigó mil bellezas
y bienes a tu comarca;
toda alegría y deleite
dentro de ti se guardaban.
Si el Señor tiene del todo
tu ruina decretada,
por tus enormes pecados
y tu soberbia te mata.
A fin de llorar tus cuitas,
ya por juntarse se afanan
las piedras fundamentales
en que tu mole descansa;
y los muros, que en las piedras
con majestad se levantan,
se cuartean y vacilan.
Porque el cimiento les falta.
A pedazos se derrumban
tus torres muy elevadas,
que alegrando el corazón,
a lo lejos relumbraban.
Ya no brillan como antes,
por el sol iluminadas,
tus almenas relucientes
más que la cándida plata.
Al noble Guadalquivir
y a todas las otras aguas
del útil y antiguo cauce
los enemigos separan;
y sin esmero y limpieza,
se turban y se encenagan
las acequias con sus ondas
tan cristalinas y claras.
Ya en tus fértiles jardines
ni flor ni fruto se halla,
porque los lobos rabiosos
todo de cuajo lo arrancan.
Ya se agostan las praderas,
do el pueblo se deleitaba
con el canto y el aroma
de las aves y las plantas.
Tu puerto, que era tu orgullo,
con las naves no se ufana,
que riquezas te traían
de mil regiones extrañas.
El vasto y ameno término
en qué tu trono se alza,
en humo denso te envuelve,
devorado por las llamas.
Grande dolencia te aflige;
perdiste toda esperanza;
ya para ti no hay remedio
los médicos te desahucian.
¡Valencia mía, Valencia!
al decir estas palabras,
el dolor me las inspira
y el dolor me parte el alma136.



«El tirano Rodrigo logró, al fin, sus vituperables designios con su entrada en Valencia, en el año de 487, hecha con engaño, según su costumbre, y después de la humillación del cadí, que se tenía por invencible a causa de su impetuosidad y soberbia. El cadí se sometió a Rodrigo y reconoció la dignidad que le daba la posesión de la ciudad, y contrató con él pactos, que, en su concepto, debían guardarse, pero que no tuvieron larga duración. Ibn Yahaf permaneció con el Campeador corto tiempo, y como a éste le disgustaba su compañía, buscó un medio de deshacerse de él, hasta que pudo lograrlo, dícese que a causa de un tesoro considerable de los que habían pertenecido a Ibn Du-l-Nun137.

»Sucedió que Rodrigo en los primeros días de su conquista preguntó al cadí por el tal tesoro, y le tomó juramento, en presencia de varias gentes de las dos religiones, acerca de que no le tenía. Respondió el cadí, jurando por Dios y sin cuidarse de los males que debía temer de su ligereza. Le exigió Rodrigo, además, que se extendiese un contrato, con anuencia de los dos partidos, y firmado por los más influyentes de las dos religiones, en el cual se convino en que si Rodrigo averiguaba el paradero del tesoro, retiraría su protección al cadí y a su familia, y podría derramar su sangre.

»Rodrigo no cesó de trabajar para descubrir el tesoro, valiéndose de diferentes medios. Al fin llegó a conseguirlo, poniendo al cadí y a su familia en el colmo de la desesperación. Después hizo encender una hoguera, donde el cadí fue quemado vivo.

»Me contó una persona que le vio en este sitio, que se cavó en tierra un hoyo, y se le metió hasta la cintura para que pudiese elevar sus manos al cielo, que se encendió la hoguera a su alrededor, y que él se aproximaba los tizones con el fin de acelerar su muerte y abreviar su suplicio. ¡Quiera Dios escribir estos padecimientos en la hoja de sus buenas acciones, y olvide por ellos sus pecados, y nos libre de semejantes males, por él merecidos, y nos impulse hacia lo que se aproxima a su gracia!

»También pensó Rodrigo, a quien Dios maldiga, en quemar a la mujer y a las hijas del cadí; pero le habló por ellas uno de sus parciales, y después de algunos reparos, no desoyó su consejo y las libró de las manos de su fatal destino.

»La noticia de esta gran desgracia cayó como un rayo sobre todas las regiones de la Península y entristeció y cubrió de vergüenza a todas las clases de la sociedad.

»El poder de este tirano creció hasta el punto de ser gravoso a los lugares más elevados y a los más cercanos al mar, y de llenar de miedo a los pecheros y a los nobles. Y me contó uno haberle oído decir, cuando se exaltaba su imaginación y se excitaba su codicia: -En el reinado de un Rodrigo se perdió esta Península, y otro Rodrigo la libertará; -palabras que llenaron de espanto los corazones, y que infundieron en ellos la certeza de que se acercaban los sucesos que tanto habían temido. Con todo, esta calamidad de su época, por su amor de la gloria, por la prudente firmeza de su carácter y por su heroico ánimo, era uno de los milagros de Dios. Murió a poco, de muerte natural, en la ciudad de Valencia.

»La victoria, maldígale Dios, siguió constante su bandera, y él triunfó de las taifas de bárbaros, y tuvo varios encuentros con sus caudillos, como con García el de la boca torcida y con el príncipe de los francos. Desbarató los ejércitos de Ibn Radmir, y con pequeño número de los suyos mató gran copia de los contrarios. Cuéntase que en su presencia se estudiaban los libros y se leían las memorias heroicas de los árabes, y que, cuando llegó a las hazañas de Muhallab, se exaltó su ánimo y se llenó por él de admiración».

En aquel tiempo, Ibn Jafaya dijo sobre Valencia lo que sigue138:


   «¡Cómo ardían los aceros
en los patios de tu alcázar!
¡Cuánta hermosura y riqueza
han devorado las llamas!
Profundamente medita
quien a mirarte se para,
¡oh Valencia! y sobre ti
vierte un torrente de lágrimas.
Juguete son del destino
los que en tu seno moraban;
¿qué mal, qué horror, qué miseria
no traspasó tus murallas?
La mano del infortunio
hoy sobre tus puertas graba:
«Valencia, tú no eres tú,
y tus casas no son casas»139.






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- VI -

Cantares báquicos. Descripciones


Sin música no hay fiesta. «¡Oh reina de la hermosura! Beber sin cantar no es estar alegres», dice, en la perla de las Mil y una noches, en el cuento de Nurud-Din y de la bella Persiana, el viejo jardinero que hospeda secretamente a los fugitivos en el pabellón del califa. Esta sentencia tenía no menos valor en España que en Oriente. Grande es, pues, el número de los cantares que celebran el vino y los festines en todos los días y estaciones del año. Desde la mañana temprano, durante la primavera, solían circular los vasos en los aromáticos jardines, según lo atestiguan estos versos:


   Ya el alba ahuyenta las sombras,
y ya los vasos circulan
en el huerto, que el rocío
cubrió de perlas menudas,
no con lánguidas miradas
nos deleita la hermosura,
sino el vino, que orla el vaso
de blanca y brillante espuma.
No creo que las estrellas
en el ocaso se hundan;
más bien descienden al huerto
y entre nosotros fulguran140.



Burlándose de los preceptos religiosos que ordenan a los creyentes la oración de la mañana en las mezquitas, al-Mutadid de Sevilla fingió otro precepto que prescribe a los fieles beber a la misma hora:


   ¡Mirad cómo los jazmines
en el huerto resplandecen!
Olvida todas sus penas
quien por la mañana bebe.
Que beba por la mañana
está mandado al creyente;
el tiempo es húmedo y frío,
y calentarse conviene141.



Por el mismo estilo es este otro cantar:


   Ven al huerto, muchacha;
ya difunde alegría
la refuljante aurora,
y a beber nos convida,
antes que de las flores
besando las mejillas,
puro rocío beba
el aura matutina142.



Ibn Hazm se burla de la hipocresía de los anacoretas y derviches:


   No es un crimen beber vino;
poco el precepto me asusta;
hasta los mismos derviches
lo beben, y disimulan.
La garganta se les seca
con tanta oración nocturna,
y a fin de que se refresque,
vino en abundancia apuran.
Mi casa es cual sus ermitas;
lindas muchachas figuran
los muecines, y los vasos,
no las lámparas, me alumbran143.



Hasta el famoso sabio al-Bakri incurre y se deleita en estos deportes:


   Casi no puedo aguardar
que el vaso brille en mi diestra,
beber ansiando el perfume
de rosas y de violetas.
Resuenen, pues, los cantares;
empiece, amigos, la fiesta;
y de oculto a nuestros goces
libre dejando la rienda,
evitemos las miradas
de la censura severa.
Para retardar la orgía
ningún pretexto nos queda,
porque ya viene la luna
de ayunos y penitencias,
y cometen gran pecado
cuantos entonces se alegran144.



Abu-l-Hasan al-Merini refiere: «Estando yo una vez con algunos amigos bebiendo alegremente en frente de la Ruzafa, se llegó a nosotros un hombre mal vestido y se sentó a nuestro lado. Nosotros le preguntamos por qué venía a sentarse sin conocernos de antemano. Él sólo contestó: -No os enojéis desde luego contra mí.- Un momento después levantó la cabeza y dijo:


   «Mientras que junto al alcázar
de Ruzafa estáis borrachos,
poneos a meditar
cómo cayó el califato,
y cómo el mundo está siempre
en un incesante cambio.
Cuando sobre esto medita
el espíritu del sabio,
ve que la gloria, el poder
y el señorío son vanos;
pronto el tiempo los destruye,
y los borra el desengaño.
Nada son y nada valen
todos los seres creados;
sólo el vino y el amor
importan y valen algo».



»Apenas acabó de hablar así, le besé la frente y le pregunté quién era. Entonces dijo su nombre, y añadió que la gente le tenía por loco.- Por cierto, repliqué yo, que los versos que has dicho no son de un loco; sabios hay que no los hacen mejores. Quédate, por Alá, en nuestra compañía, y recítanos más versos sentenciosos, a fin de que nuestro placer sea completo.- Efectivamente, él se quedó entre nosotros y dijo otras composiciones, que nos regocijaron mucho. Por último, le dejamos sosteniéndose contra las paredes para no venir al suelo, y gritando: ¡Alá, perdóname!145»

El príncipe Rafi al-Dawla dice:


   Las copas, Abu Allah,
están de vino colmadas,
a los huéspedes alegran
y de mano en mano pasan.
Besa el céfiro y agita
levemente la enramada;
su olor despiden las flores,
y los pajarillos cantan,
mientras las tórtolas gimen,
columpiándose en las ramas.
Ven a beber con nosotros
aquí a la orilla del agua.
La copa hasta el fondo apura,
en ella no dejes nada.
El rojo vino encendido,
que te sirve esta muchacha,
se diría que ha brotado
de sus mejillas de grana146.



Said Ibn Yudi encomia así los goces de la vida:


   Cuando entre alegres amigos
los vasos circulan llenos,
y miran a las muchachas
amorosos los mancebos,
el mayor bien de la tierra
es ceñir el talle esbelto
de nuestra amada, y reñir
para hacer las paces luego.
Por la senda del deleite,
como caballo sin freno,
me arrojo, salvando montes,
hasta alcanzar mi deseo.
Nunca temblé en las batallas,
la voz de la muerte oyendo;
pero a la voz del amor,
todo me turbo y conmuevo147.



Ibn Said compuso lo que sigue, estando una tarde con varios amigos, al ponerse el sol, en el huerto de la Sultaniyah, cerca de Sevilla:


   La tarde va pasando;
traednos pronto vino.
Hasta que el alba ría,
bebed, bebed, amigos.
El sol hacia el ocaso
prosigue su camino,
y junto al horizonte
se dilata su disco,
que ardiente se refleja
en las ondas del río.
Gocemos, mientras dura
del fulgor vespertino.
Suene el laúd, empiece
el canto y regocijo,
y fijemos los ojos
en el jardín florido
que nos rodea, antes
que nos robe su hechizo
la noche, al envolverle
en su manto sombrío148.



En elogio de estos festines de por la tarde, Ibn Jafaya dice:


   Por la tarde a menudo
con los amigos bebo,
y al cabo, sobre el césped,
me tumbo como muerto.
Bajo un árbol frondoso,
cuyas ramas el viento
apacible columpia,
y donde arrullos tiernos
las palomas exhalan,
gratamente me duermo.
Suele correr a veces
un airecillo fresco,
suele llegar la noche
y retumbar el trueno,
mas, como no me llamen,
yo nunca me despierto149.



Después de estos días amenos, la noche azul-profunda se levanta con sus lucientes estrellas y trae nuevos placeres. En una ligera barquilla va el poeta, en compañía de gente joven, sobre las mansas ondas del Guadalquivir:


   El mágico embeleso
de la noche me admira
cuando sobre las aguas
la barca se desliza,
resplandece en la barca
una muchacha linda.
Sus formas elegantes
y su estatura erguida
son cual esbelta palma
cuando el aura la agita.
Lleva en la blanca mano
una antorcha encendida.
Entre Orión y el Águila
la luna llena brilla,
pero más su semblante,
que la antorcha ilumina.
El río como espejo,
su hermosura duplica,
y parece que arden
las ondas cristalinas150.



Frecuentemente la musa de los árabes españoles se entrega a la contemplación de la naturaleza de su hermosa patria, y presta alma a flores, estrellas, bosquecillos y fuentes. Los seres animados e inanimados la saludan con amor cuando entra en los encantados jardines de Andalucía:


   Teje la primavera
con seda de colores
la túnica de flores,
adorno del vergel;
y la fuente sonora
al aura mansa atrae,
que en un desmayo cae,
enamorado de él.
Perlas prende el rocío,
de la rosa en el seno,
y en el jardín ameno
al ir a penetrar,
que extiende el claro arroyo
los brazos me parece,
y que un ramo me ofrece
de anémonas y azahar.
Los pajarillos cantan
en la fresca espesura,
que forma de verdura
un rico pabellón;
y lirios y violetas
saludan mi llegada,
dando al aura templada
fragante emanación151.



La musa arábigo-hispana elogia así los naranjales de Sevilla:


   Entre ramos de esmeraldas,
como globos de rubíes.
Parece que las naranjas
ya maduras se derriten.
Y vino puro y dorado
del fresco seno despiden,
mientras que suavemente
las mece el aura apacible.
¿Quién, como en puras mejillas,
en ellas besos no imprime?
¿A quién no encanta su olor
más que el olor del almizcle?152



La rosa es saludada así, como nuncio de la perenne hermosura de la primavera:


   ¿Más rico olor por perlas
al alba quién envía?
¿Quién hay que en hermosura
con la rosa compita?
Acepta el homenaje
con modestia sencilla,
cuando las otras flores
al mirarla se inclinan,
su beldad adorando.
O muriendo de envidia.
Salud, ¡oh primavera!
Cada rosa que brilla,
al abrir su capullo,
anuncia tu venida.
No eres cual otros nuncios,
¡oh rosa purpurina!
Con mayor gloria el cielo
te adorna y califica.
Las nuevas que tú traes
son clara profecía.
Si tu tallo perece,
y si tú te marchitas,
eterna es la que anuncias
primavera florida153.



Las descripciones de paseos por el agua se repiten con frecuencia:


    Ya vogamos por el río,
que fulgura como el éter:
las ampollitas del agua
son como estrellas lucientes.
Su negro manto la noche
sobre las ondas extiende;
manto que el sol con sus rayos
bordó primorosamente154.



El recuerdo hechicero de tales paseos por el Guadalquivir es también el punto céntrico de un cuadro en que pinta el español Ibn Said, durante su permanencia en Egipto, los placeres de su antigua vida en la patria andaluza:


   Éste es Egipto; pero ¿dó está la patria mía?
Lágrimas su recuerdo me arranca sin cesar;
locura fue dejarte, ¡oh bella Andalucía!
Tu bien, perdido ahora, acierto a ponderar.
¿Dónde está mi Sevilla? Desde el tiempo dichoso
que yo moraba en ella, lo que es gozar no sé.
¿Qué apacible deleite cuando, al son melodioso
del laúd, por su río, cantando navegué!
Gemían las palomas en el bosque, a la orilla;
músicas resonaban en el vecino alcor...
Cuando pienso en la vida alegre de Sevilla,
lo demás de mi vida me parece dolor.
¡Y aquellas gratas horas en el prado florido!
¡Y aquella en los placeres suave libertad!
Recordando mi dulce paraíso perdido,
cuanto en torno me cerca es yermo y soledad.
Hasta el eco monótono de la movible rueda
que el agua de la fuente obligaba a subir,
cual si cerca estuviese, en mis oídos queda;
toda impresión de entonces en mí suele vivir.
No eran por la censura mis goces perturbados;
la ciudad es tan linda, que se allana el Señor
a perdonar en ella los mayores pecados;
allí hasta el fin del mundo puedes ser pecador.
La soberana pompa del caudaloso Nilo
se eclipsa ante la gloria del gran Guadalquivir.
¡Cuántas ligeras barcas en su espejo tranquilo
se ven, al son de músicas alegres, discurrir!
Y los oídos gozan, y gozan más los ojos
con las bellas muchachas que en las barquillas van,
y cuya tersa frente y cuyos labios rojos
el fulgor de la luna avergonzando están.
Con su sonar los vasos, las flores con su aroma,
dicha en el alma infunden y lánguido placer:
en noches de verano, hasta que el alba asoma,
es grato las orillas en barca recorrer.
En pos deja la barca su luminosa estela,
sueltos hilos de perlas sobre ondulante chal;
es la barca, adornada por su cándida vela,
cisne que se columpia en líquido cristal.
También con sus memorias Algeciras me abruma,
y su enriscada costa recuerdo con amor;
en ella el mar bramando alza montes de espuma,
que estremecen los árboles de angustia y de terror.
En los labios el vino y en brazos de mi amada,
allí de mil auroras me sorprendió la luz,
mientras que, por la luna con oro recamada,
tendía el mar la fimbra de su túnica azul.
En tu valle, ¡oh Granada!, fructífero y umbrío,
y en ti pienso con lágrimas, ¡oh fecundo Genil!
Como desnuda espada reluce el claro río,
brinca en sus verdes márgenes la gacela gentil.
Con el fuego amoroso de sus tiernas miradas
hacen las granadinas una herida mortal.
Y disparan sus ojos mil flechas inflamadas,
y sus pestañas matan como mata un puñal.
A Málaga tampoco mi corazón olvida;
no apaga en mí la ausencia la llama del amor.
¿Dónde están tus almenas, ¡oh Málaga querida!
Tus torres, azoteas y excelso mirador?
Allí la copa llena de vino generoso
hacia los puros astros mil veces elevé.
Y en la enramada verde, del céfiro amoroso,
sobre mi frente el plácido susurrar escuché.
Las ramas agitaba con un leve ruido,
y doblándolas ora, o elevándolas ya,
prevenir parecía el seguro descuido,
y advertimos si alguien nos venía a espiar.
Y también ¡Murcia mía! con tu recuerdo lloro.
¡Oh entre fértiles huertas deleitosa mansión!
Allí se alzó a mi vista el sol a quien adoro,
y cuyos vivos rayos aún guarda el corazón.
Pasaron estas dichas, pasaron como un sueño:
nada en pos ha venido que las haga olvidar;
cuanto Egipto me ofrece menosprecio y desdeño;
de este mal de la ausencia no consigo sanar155.



No sólo la naturaleza, sino asimismo las obras de la mano del hombre, y especialmente los palacios de los príncipes, fueron ensalzados en verso. Cuando una poesía de esta clase alcanzaba grande aplauso, se le concedía la honra de grabarla con primorosas letras de oro sobre las paredes del mismo palacio que ensalzaba. Ya citaremos más adelante muchas de estas composiciones, que encomian las quintas y palacios de Sicilia, o que brillan aún sobre los muros de la Alhambra. Entre tanto vamos a trasladar aquí varias composiciones que celebran a toda Andalucía o algún lugar determinado:


   Nada más bello, andaluces,
que vuestras huertas frondosas,
jardines, bosques y ríos,
y claras fuentes sonoras.
Edén de los elegidos
es vuestra tierra dichosa;
si a mi arbitrio lo dejasen,
no viviría yo en otra.
El infierno no temáis,
ni sus penas espantosas;
que no es posible el infierno
cuando se vive en la gloria156.



OTRO ELOGIO DE ANDALUCÍA


   Hace perpetua mansión
el gozo en Andalucía:
allí todo corazón
está lleno de alegría.
Vivir allí recompensa
el trabajo de vivir,
y felicidad intensa
el vino suele infundir.
Nadie esta tierra consiente
por otra tierra en cambiar:
allí murmura la fuente
con más dulce murmurar.
Allí el bosquecillo umbroso
y el siempre verde jardín
nos convidan al reposo,
al deporte y al festín.
Del Edén formará idea
el que sus vegas y huertos
siempre tan lozanos vea
de flor y fruto cubiertos.
Allí el ambiente templado
ablanda el alma más dura,
y al pecho desamorado
infunde amor y ternura.
y es plata todo arroyuelo,
perlas y limpios joyeles
las guijas, almizcle el suelo,
rica seda los vergeles.
Si allí las aguas hermosas
bajan el campo a regar,
ámbar y esencia de rosas
el campo llega a exhalar;
vierte allí perlas sin cuento
la fresca aurora en el prado,
y no brama, gime el viento,
sumiso y enamorado.
¿Cómo describir la rara
beldad de aquella región?
¿Quién su imagen os mostrara,
que guardo en el corazón?
Al salir del mar profundo
esta tierra encantadora,
la aclamó el resto del mundo
emperatriz y señora.
Las claras ondas en torno
como un collar la ciñeron,
y al ver su gala y su adorno,
de placer se estremecieron.
Y desde entonces las aves
cantan allí sus amores,
y aromas dan más suaves,
y son más bellas las flores.
Cuando de allí me destierra,
no me quiere el hado bien:
un yermo es toda la tierra.
Y sólo aquélla un Edén157.



A GUADIX


   Tu pensamiento embelesa
toda mi alma, ¡oh Guadix!
El destino generoso
te adornó de encantos mil.
Por Alá que, cuando arde
vivo el sol en el cenit,
fresca sombra presta siempre
tu verde ameno pensil.
Con sus miradas de fuego
quiere penetrar allí
el sol, pero se lo estorba
de ramas un baldaquín.
Pompas de cristal levanta,
copos de espuma sutil,
si riza tu faz ¡oh río!
El cefirillo gentil;
y las ramas que coronan
tu manso curso feliz,
como eres sierpe de plata,
Tiemblan por miedo de ti158.



A UN PALACIO DESIERTO EN CÓRDOBA


   Tus salas y desiertas galerías
mis ojos contemplaban;
y pregunté: ¿Dó están los que, otros días,
en tu seno moraban?
En mi seno, dijiste, breve ha sido,
muy breve, su vivir,
ya se ausentaron; pero ¿dónde han ido?
No lo puedo decir159.



AL PEÑÓN DE GIBRALTAR


   La frente elevas al cielo,
y ya de apiñadas nubes,
que flotan sobre tus hombros,
un negro manto te cubre;
ya joyas áureas, que en cerco
de limpio cristal discurren,
sobre ti, como diadema.
Los claros astros relucen;
y ya la luna amorosa
hace tu sueño más dulce,
besándote con sus rayos
y bañándote en su lumbre.
Resiste tu mole altiva
de los siglos el empuje,
sin que sus dientes voraces
tus duras piedras trituren.
Todo lo muda el destino
sin que a ti nunca te mude;
como un pastor su rebaño,
tú los sucesos conduces.
Ve tu pensamiento el giro
de la fortuna voluble,
y lo que es y lo que ha sido
y lo que será descubre.
Con misterioso silencio
la fija mirada hundes
en el tenebroso abismo
del mar, que a tus plantas ruge160.






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- VII -

Panegíricos y sátiras


Para los cantos en alabanza de los califas y príncipes se presentaban las mu'allaqat a los árabes de todos los tiempos como modelos clásicos. Así es que siempre ponían en estos cantos encomiásticos las reminiscencias de la antigua poesía. Las quejas de amor y las descripciones de la vida de los beduinos no podían faltar en ellos, y hace una impresión extraña el considerar que los ojos del poeta se apartan de la magnificencia que le rodea, del suelo fértil de Andalucía y del lujo extraordinario de las cortes de sus príncipes, y se fijan en los desiertos de Arabia como en una patria mejor y más antigua. Ibn al-Haddad empieza una qasida en loor de al-Mutasim, rey de Almería, como si fuese un pastor errante de la época de Imru-l-Qays:


   A índico ámbar trasciende
la solitaria vereda;
¿pasó por aqueste valle
dichoso Lubna la bella?
Que no está lejos mi amada
estos aromas me muestran,
y al punto mi corazón
enamorado despierta.
En el desierto, a menudo,
su antorcha la señal era
que dirigía mis pasos
en las noches sin estrellas.
Relinchaba alegremente
siempre mi caballo al verla,
y la caravana entonces
caminaba más de prisa.
Detengámonos ahora
do suele morar aquélla
con cuyo recuerdo el alma
de contino se sustenta.
Éste es el valle de Lubna,
y la única fuente ésta
en que puede hallar hartura
el alma mía sedienta.
¡Cuán delicioso es el valle
y cuán fecunda la tierra
do la tribu de mi amada
sus rebaños apacienta!
¡Bendito y querido el suelo
en que se estampó su huella!
¡El lugar en que ha vivido
mi amada bendito sea!
Aquí mis tiernos suspiros
y mis amorosas penas
nacieron, y la esperanza
con que el alma mía sueña161.



Los reyes, que solían habitar en palacios suntuosos, en medio de fértiles jardines, son casi siempre representados como príncipes nómadas, en cuyo campamento hallan un refugio los que vagan en el desierto durante la noche. Ibn Billita, por ejemplo, dice en una qasida:


   Vierten las nubes abundante lluvia,
de al-Mutasim para imitar la gracia;
del árbol gentilicio de este príncipe,
que ornó la antigüedad de perlas raras
y a las edades primitivas llega,
su espléndido collar hizo la fama.
Bajo sus tiendas reposó la gloria,
que siempre sus banderas acompaña.
¡Oh príncipe, tú enciendes por las noches
un fuego con que indicas tu morada,
y guías al perdido caminante,
y le albergas después y le regalas.
Yo digo, si pregunta en el desierto
por ti, señor, la errante caravana:
nadie cual él; ¿qué antorcha brillar puede
donde brilla del sol la lumbre clara?162



Tampoco la descripción de la despedida del dueño amado o del comienzo del viaje, que ha de llevar al poeta a la corte de su valedor, falta, casi nunca en esta clase de composiciones; pero en esto suele haber pinturas donde se retrata la rica naturaleza de Andalucía, y que nunca un árabe del desierto hubiera podido imaginar. Así, por ejemplo, cuando Ibn Jaraf canta:


   Larga fue la noche triste
que precedió a mi partida;
las estrellas se quejaban
de velada tan prolija.
El viento de la mañana
agitó al fin la sombría
vestidura de la noche,
mientras las esencias ricas
de las flores olorosas
en sus alas difundía.
Se alzó en Oriente la aurora,
virgen ruborosa y tímida,
húmedas por el rocío
las rosas de sus mejillas.
En tanto la noche huyendo
de estrella en estrella iba,
y a su paso las estrellas
cual hojas secas caían.
Salió, por último, el sol,
que con su fulgor disipa
las tinieblas y las sombras,
y los cielos ilumina.
Yo, desvelado en mi tienda,
en vano dormir quería;
sólo a mis párpados sueño
trajo el aura matutina.
Mientras que durmiendo estaba,
rendido ya de fatiga,
mientras que en torno las flores,
frescas, lozanas se abrían
para beber el rocío
que el alba en perlas destila,
se me apareció fantástica
la imagen de mi querida,
de aquélla por quien el alma
constantemente suspira.
A calmar vino mi anhelo
su aparición peregrina.
¡Cuán hermosa con sus anchas
caderas me parecía!
¡Cuán esbelta su figura,
en el aire sostenida!
Cuando echó atrás los cabellos,
que la frente le cubrían,
vi que ahuyentaba la noche
el alba con su sonrisa,
pues sus perfumadas trenzas
son como noche negrísima,
y cual la luz de la aurora
sus sonrosadas mejillas163.



En un canto encomiástico de Ibn Darray al poderoso al-Mansur, en vez de la descripción de la tienda del beduino, pinta el poeta su verdadera casa, como si estuviese en una ciudad. Al empezar habla con su mujer, y dice:


   Peor que la muerte, ¡oh mujer!
Es este largo sosiego;
es una tumba mi casa,
en que de todo carezco.
El peligro y las fatigas
del viaje que hacer quiero,
si beso a al-Mansur la mano,
lograrán colmado premio.
A beber aguas salobres
me resigno en el desierto,
y hartaré mi sed al cabo
de su gracia en el venero.



Más adelante describe así el poeta la despedida de su mujer y de su hijo:


   Vacilaba mi firmeza,
movida por sus lamentos,
cuando vino a despedirme
del día al albor primero,
rogándome no olvidase
su firme y ardiente afecto.
Al lado estaba la cuna
de nuestro hijo pequeño,
que apenas hablar sabía,
pero que hería mi pecho
con su sonrisa inocente
y con sus dulces ojuelos.
En nuestras almas moraba
el niño, y era su lecho
el regazo de su madre,
su blanco y hermoso seno.
Por la que el seno le daba
de amor hubiera yo muerto.
Mi alma se enternecía
al ir a apartarme de ellos;
mas la sonrisa del niño
y de mi adorado dueño
las lágrimas y las quejas
detenerme no pudieron.
Por último, me ausenté;
y el profundo sentimiento
a mi mujer desolada
hizo caer por el suelo.



Todas estas cosas, como se ve, podían ocurrir perfectamente en una ciudad de España; pero no había de faltar el imprescindible viaje por el desierto, aunque Ibn Darray, que vivía en Córdoba como poeta de corte de al-Máncer, no había menester peregrinar tanto para llegar a donde su protector se hallaba. Con todo, la descripción de este fingido viaje se distingue por una gran viveza:


   ¡Oh! si ella me hubiese visto
al ardor del mediodía,
lanzando el sol sobre mí
sus saetas encendidas,
o cuando imágenes vanas
en los vapores se pintan
del desierto, y sin temor
yo mi camino seguía,
o cuando en candente arena
se hunde la planta indecisa,
y el más ligero airecillo
con ansiedad se respira;
si ella así visto me hubiese,
hubiera dicho en seguida,
que no teme los peligros
quien la suerte desafía.
El cobarde ve la muerte
bajo mil formas distintas,
mas el fuerte y valeroso
ni la teme ni la mira.
Como un rey a sus esclavos,
él los temores domina,
y para vencerlo todo,
en su espada se confía.
En el silencio nocturno
y en la llanura extendida,
el ruido de mis pasos,
difundiéndose, crecía,
y excitaba de los duendes
el conversar y las risas,
y al oírle, entre las matas
el fiero león rugía.
Como vírgenes que danzan
en una selva florida,
en la bóveda del cielo
las Pléyades relucían,
y alrededor de la clara
luz del polo, siempre fija,
el coro de las estrellas
sus círculos describía,
cual vasos que en un convite
entre los huéspedes giran,
por hermosas manos llenos
de deliciosa bebida.
La vía láctea en la oscura
noche su fulgor vertía,
como en el rostro de un viejo
la blanca barba crecida.
De Saturno el ominoso
brillo no me detenía,
y al fin, los astros dormidos
se quedaban de fatiga.
¡Oh, si ella visto me hubiese,
hubiera dicho enseguida:
así de al-Mansur la gracia
contra la suerte conquista!164



En cuanto a la parte meramente encomiástica de esta clase de composiciones, se debe decir que una grande hinchazón la afea con frecuencia. La repetición constante en el elogio de la valentía, de la liberalidad y de la magnificencia regia, forzaba a los poetas a buscar en lo extraño de la expresión, en lo pomposo del estilo, y en lo rebuscado y raro de las comparaciones, un medio de tener novedad, y con todo, incurrían en este defecto, sin lograr por eso libertarse de la monotonía de que ansiaban huir. A veces, sin embargo, en medio de lo hueco e hiperbólico, se hallan pasajes que sorprenden por la energía de la expresión o por el atrevimiento de las imágenes. Dos o tres ejemplos bastarán a mostrarnos las buenas y malas cualidades de que hemos hablado.

Abu Amir dice en un canto, alabando a un general famoso:


   Harto saben ya los buitres
que como leones bravos
se arrojan sobre la presa
tus valerosos soldados.
Sobre ti hambrientos se ciernen,
y graznan pidiendo pasto,
hasta que vuelven al nido,
de carne humana saciados165.



Ibn Hani canta:


   Señor, cuando tus corceles
a la pelea se lanzan,
no detienen su carrera
las más sublimes montañas.
Los primeros siempre son
en entrar en las batallas;
ojos no hay que los sigan;
al relámpago aventajan,
y su rapidez apenas
los pensamientos igualan.
Vierten las fecundas nubes
raudos torrentes de agua,
pero tu pecho magnánimo
más beneficios derrama.
De las estrellas del cielo,
que con sus giros preparan
riego a los campos, tu diestra
tal vez la senda señala166.



Ibn Abd Rabbih dirigió a Abd al-Rahman III, antes que tomase el título de califa, los versos siguientes:


   Ancha senda al Islam Dios bondadoso
tiene abierta en el día,
y van los hombres en tropel copioso,
do esta senda los guía.
Ya la tierra con rica vestidura
reluce ataviada,
y se viste de gala y hermosura
para ser tu morada.
¡Oh hijo de califas! es consuelo
tu gracia y bien del mundo;
no dan jamás las nubes desde el cielo
un riego más fecundo.
Nunca la guerra, si por ti guiados
a tus valientes mira,
el ánimo que das a tus soldados
en los otros inspira.
Postra a tus pies su avergonzada frente
la herejía tremenda;
el indómito potro fácilmente
se somete a la rienda.
Atada a tus reales estandartes
camina la victoria,
y siempre te obedece en todas partes,
por amor de tu gloria.
¡Oh vástago de reyes! ofendido
al Califato tienes,
porque con su corona no has querido
ceñir aún tus sienes167.



Casi con el mismo celo que el encomio, era cultivada la sátira, y es admirable el atrevimiento con que los poetas solían disparar los más agudos dardos contra los poderosos. Véase, por ejemplo, esta composición, escrita cuando al-Máncer, el poderoso ministro del impotente omeya Hišam, gobernaba el imperio:


   De cuanto en torno contemplo
en verdad me maravillo;
este mal que nos aqueja
no puede tener alivio.
el alma creer no quiere
lo que los ojos han visto.
¿Cómo, si viven aún
de omeya los nobles hijos,
pretende subir al trono
un giboso advenedizo?168
¿Por qué los fuertes guerreros,
de sus armas con el brillo,
circundan el palanquín
pomposo donde va el jimio?
¿Por qué ocultáis, Banu Omeyas,
vuestros rostros tan queridos,
que cual las Pléyades daban
sus resplandores benignos?
Leones erais, y ¡oh mengua!
Os domó el zorro ladino169.



A veces aparece la sátira como parodia de la qasida encomiástica, y empieza también con pinturas de la vida del desierto. Así es que Ibn Ammar, en unos versos que compuso contra al-Mutamid, rey de Sevilla, empieza saludando a una tribu de beduinos que hay en Occidente, y en cuyo campamento las tiendas se aprietan unas a otras; pero en vez de proseguir con los amorosos recuerdos de su querida, habla burlescamente el poeta de la aldea de donde procede la familia del rey, y la llama la capital del mundo; después se complace en escarnecer a la mujer del rey, que no vale más que el cabestro de un camello, etc170.

También los poetas se perseguían entre sí con sátiras literarias. Con estos versos zahería Ibn Ujt Ganim a su rival Ibn Šaraf de Berja:


   Se cree en Irak nacido
este coplero de Berja,
se finge que es un Buhturi,
y se declara poeta.
Cuando sus coplas recita,
se aburren hasta las piedras,
y quien no muere al oírle,
en no volver sólo piensa
a escuchar del chafallón
las obrillas chapuceras.
¡Oh Yafar, cómo tus versos
este infeliz estropea!
¡Cómo a los grandes ingenios
groseramente remeda!
Del licor que beben ellos
no quiere el cielo que beba;
infeccionan la poesía
sus labios cuando la besan171.



Como la mayor parte de las poesías de este género, más que a censurar en general las debilidades humanas, van dirigidas contra determinadas personas y han sido compuestas en circunstancias especiales, no ofrecen sino poquísimo interés a la posteridad. Me limitaré, pues, para terminar este capítulo, a citar aquí algunos versos epigramáticos.

El poeta al-Nahli, protegido del rey de Almería al-Mutasim, en un viaje, que hizo a Sevilla, se presentó en la corte del rey al-Mutadid, y dejó que se le escapasen los siguientes versos en una poesía encomiástica:


   Mutadid, con tu triunfo celebrado
las berberiscas tribus exterminas;
también al-Mutasim ha exterminado
la casta de los pollos y gallinas.



No sospechando que esta burla fuese conocida de su antiguo valedor, el poeta se volvió a Almería, y a poco recibió una invitación para ir a cenar con el rey. Apenas entró en el comedor, al-Mutasim le acogió con suma benevolencia y le llevó delante de una mesa cubierta toda de pollos y gallinas. «Quería mostrarte, le dijo, que toda esta casta no ha sido completamente exterminada por mí»172.

El poeta al-Husri, mientras que se hallaba en África, fue convidado por al-Mutamid para que viniese a su corte, pero se excusó diciendo:


   Quieres que pase el mar en un madero.
Bendígate el Señor, mas yo no quiero.
Para pasarle a pie no soy Mesías,
ni eres Noé, pues arca no me envías173.






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- VIII -

Elegías. Poesías religiosas


Lo más bello de cuanto posee la literatura de los árabes en el género elegíaco es sin disputa lo que compuso en la prisión el infortunado rey al-Mutamid, de Sevilla. Más adelante daremos a conocer sus obras. Casi igual en mérito es una elegía, llena de los más profundos sentimientos y de los más elevados raptos, en la cual Abu Bakr, de Ronda, después de la toma de Córdoba y Sevilla por San Fernando, deplora la inminente caída del Islam en España.

La elegía dice así174:


   Cuando sube hasta la cima
desciende pronto abatido
    al profundo.
¡Ay de aquel que en algo estima
el bien caduco y mentido
    de este mundo!
En todo terreno ser
sólo permanece y dura
    el mudar.
Lo que hoy es dicha o placer
será mañana amargura
    y pesar.
Es la vida transitoria
un caminar sin reposo
    al olvido;
plazo breve a toda gloria
tiene el tiempo presuroso
    concedido.
Hasta la fuerte coraza
que a los aceros se opone
    poderosa,
al cabo se despedaza,
o con la herrumbre se pone
    ruginosa.
¿Con sus cortes tan lucidas,
del Yemen los claros reyes
    dónde están?
¿En dónde los Sasánidas,
que dieron tan sabias leyes
    al Irán?
¿Los tesoros hacinados
por Karún el orgulloso
    dónde han ido?175;
¿De Ad y Tamud afamados176
el imperio poderoso
    dó se ha hundido?
El hado, que no se inclina
ni ceja, cual polvo vano
    los barrió,
y en espantosa ruina
al pueblo y al soberano
    sepultó.
Y los imperios pasaron,
cual una imagen ligera
    en el sueño;
de Cosroes se allanaron
los alcázares, do era
    de Asia dueño.
Desdeñado y sin corona
cayó el soberbio Darío
    muerto en tierra.
¿A quién la muerte perdona?
¿Del tiempo el andar impío
    qué no aterra?
¿De Salomón encumbrado
al fin no acabó el poder
    estupendo?
Siempre del seno del hado
bien y mal, pena y place
    van naciendo.
Mucho infortunio y afán
hay en que caben consuelo
    y esperanza;
mas no el golpe que el Islam
hoy recibe en este suelo
    los alcanza.
España tan conmovida
al golpe rudo se siente
    y al fragor,
que estremece su caída
al Arabia y al Oriente
    con temblor177.
el decoro y la grandeza:
de mi patria, y su fe pura,
    se eclipsaron;
sus vergeles son maleza,
y su pompa y hermosura
    desnudaron.
Montes de escombro y desiertos,
no ciudades populosas,
    ya se ven;
¿qué es de Valencia y sus huertos?
¿Y Murcia y Játiva hermosas?
    ¿Y Jaén?
¿Qué es de Córdoba en el día,
donde las ciencias hallaban,
    noble asiento,
do las artes a porfía
por su gloria se afanaban
    y ornamento?
¿Y Sevilla? ¿Y la ribera
que el Betis fecundo baña
    tan florida?
Cada ciudad de éstas era
columna en que estaba España
    sostenida.
Sus columnas por el suelo,
¿cómo España podrá ahora
    firme estar?
Con amante desconsuelo
el Islam por ella llora
    sin cesar.
Y llora al ver sus vergeles,
y al ver sus vegas lozanas
    ya marchitas,
y que afean los infieles
con cruces y con campanas
    las mezquitas.
En los mismos almimbares178
suele del leño brotar
   tierno llanto.
Los domésticos altares
suspiran para mostrar
    su quebranto179.
nadie viva con descuido,
su infelicidad creyendo
    muy distante,
pues mientras yace dormido,
está el destino tremendo
    vigilante.
Es dulce patria querida
la región apellidar
    do nacemos;
pero, Sevilla perdida,
¿cuál es la patria, el hogar
   que tenemos?
Este infortunio a ser viene
cifra de tanta aflicción
   y horror tanto;
ni fin, ni término tiene
el duelo del corazón,
    el quebranto.
Y vosotros, caballeros
que en los bridones voláis
    tan valientes,
y cual águilas ligeros,
y entre las armas brilláis
    refulgentes;
que ya lanza ponderosa
agitáis en vuestra mano,
    ya, en la oscura
densa nube polvorosa,
cual rayo, el alfanje indiano
    que fulgura;
vosotros que allende el mar
vivís en dulce reposo,
    con riquezas
que podéis disipar,
y señorío glorioso
    y grandezas;
decidme: los males fieros
que sobre España han caído,
    ¿no os conmueven?
¿Será que los mensajeros
la noticia a vuestro oído
    nunca lleven?
Nos abruman de cadenas;
hartan con sangre su sed
    los cristianos.
¡Doleos de nuestras penas!
¡Nuestra cuita socorred
    como hermanos!
El mismo Dios adoráis,
de la misma estirpe y planta
    procedéis;
¿por qué, pues, no despertáis?
¿Por qué a vengar la ley santa
    no os movéis?
Los que el imperio feliz
de España con alta honra
    sustentaron,
al fin la enhiesta cerviz
al peso de la deshonra
    doblegaron.
Eran cual reyes ayer,
que de pompa se rodean;
    y son luego
los que en bajo menester,
viles esclavos, se emplean
    sin sosiego.
Llorado hubierais, sin duda,
al verlos, entre gemidos,
    arrastrar
la férrea cadena ruda,
yendo para ser vendidos,
    al bazar.
A la madre cariñosa
allí del hijo apartaban
    de su amor;
¡separación horrorosa,
con que el alma traspasaban
    de dolor!
Allí doncellas gentiles,
que al andar perlas y flores
    esparcían,
para faenas serviles
los fieros conquistadores
    ofrecían.
Hoy en lejana región
prueban ellas del esclavo
   la amargura,
que destroza el corazón
y hiere la mente al cabo
    con locura.
Tristes lágrimas ahora
vierta todo fiel creyente
    del Islam.
¿Quién su infortunio no llora,
y roto el pecho no siente
    del afán?180



Goza de fama singular otra elegía compuesta por Ibn Abdum a la caída de la dinastía de Badajoz; pero difícilmente podemos convenir con los críticos árabes, que la encomian como una obra maestra. Esta elegía está sobrecargada de erudición histórica, y su estilo lleno de antítesis, y sus muchas alusiones, que apenas se entienden sin comentario, hacen creer que la tal poesía no ha sido verdaderamente inspirada por el sentimiento de las desgracias de aquella familia real.

Un sentimiento más verdadero hay en los versos elegíacos, que al-Abbas, de Jerez, el cual había vivido en Damasco mucho tiempo, escribió, recordando con amor los días que allí había pasado:


   Suspira por vosotros
mi corazón herido,
de Damasco la hermosa
¡oh mis caros amigos!
¿Por qué ninguna nueva
de vosotros recibo?
Ni cuando estoy despierto,
ni cuando estoy dormido,
mi corazón encuentra
para su mal alivio,
desde que tan distante
de vuestro lado vivo.
Aquellos gratos días
recuerdo de continuo,
que, estando yo en Damasco,
pasaron fugitivos.
¡Cuál otro era yo entonces,
si, al albor matutino,
de Nairab en los valles,
húmedos de rocío,
las flores contemplaba,
y escuchaba el sonido
del aura entre las hojas,
y el murmurar del río,
y de blancas palomas
el amante gemido!
Del monte en la ladera,
tal mi ventura ha sido,
que otra igual en mi vida,
de lograr desconfío.
Allí riegan las plantas
arroyos cristalinos:
¡bien pudieran mis ojos
con lágrimas suplirlos!181



Al poeta Abu-l-Majši, que vivió en tiempo de Abd al-Rahman I, le sacaron los ojos por orden del príncipe Sulayman, porque se atrevió, en unos versos que le había dirigido, a hacer algunas alusiones ofensivas a su hermano Hišam, de que Sulayman se creyó en el deber de tomar venganza.

Aquel desgraciado escribió las siguientes líneas con motivo de su ceguera:


   La madre de mis hijos abrumada
por el dolor está,
porque mis ojos con su diestra airada
ha fulminado Alá.
Ciego me ve seguir la esposa mía
esta mortal carrera,
hasta que el borde de la tumba fría
con el báculo hiera.
Y la infeliz, postrada por el suelo,
exclama: «¡Oh suerte, oh suerte,
no aumentarás tan espantoso duelo,
ni con la misma muerte!»
Y abre en mi corazón profunda llaga,
diciendo: « No hay pesar
como no ver la luz, que ya se apaga
en tu dulce mirar»182.



Cuando el poeta se hizo llevar delante del Califa y le recitó estos versos, Abd al-Rahman se conmovió hasta verter lágrimas, y le dio dos mil dineros, mil por cada ojo. También Hišam, cuando subió al trono, recordó con piedad esta desgracia, que Abu-l-Majši había tenido por causa suya, y siguiendo el ejemplo de su padre, le dio mil dineros por la pérdida de cada ojo.

La siguiente elegía religiosa se compuso a la memoria del rey de Granada Abu-l-Hayyay Yusuf, asesinado traidoramente en la mezquita, mientras hacía oración. La elegía adorna como epitafio la losa de su sepulcro:


   Logre la gracia divina
quien en esta tumba yace,
y la bendición del cielo
mientras que el tiempo durare.
Hasta el día del juicio,
cuando ante Dios los mortales
caigan con la faz en tierra,
Dios te bendiga y te guarde.
Pero una tumba no eres,
eres un jardín fragante,
donde el aroma del mirto
en torno embalsama el aire;
de la flor más delicada
eres el precioso cáliz,
y eres nacarada concha
de la perla más brillante;
y ocaso donde la luna
hundió su fulgor suave,
y asilo de la grandeza,
y centro de las bondades;
porque guardas en tu seno
al príncipe más amable,
heredero de Nazar,
honra y prez de su linaje.
Tú guardas al que a los débiles
protegía con su alfanje,
al defensor de la fe
al rayo de los combates.
Fue siempre de la justicia
el más firme baluarte,
y el más terrible enemigo
de heréticas impiedades.
Noble vástago de Ubada,
heredero de sus padres
ocupó el trono, y fue digno
por su virtud de ocuparle.
De la vasta mar inmensa
dar una idea es más fácil
que de su piedad profunda
y de sus hazañas grandes.
Al fin nos le arrebató
del tiempo el cambio incesante.
¿Qué no perece en el mundo?
¿Qué es duradero y estable?
Con la noche y con el día,
de doble rostro hace alarde
el tiempo: ¿cómo extrañar
que nos burle y nos engañe?
Orando a Dios, de rodillas,
él sucumbió como un mártir.
La luna de los ayunos
cumplió con celo laudable,
su rara virtud mostrando
en mil obras ejemplares.
Y en la fiesta en que se rompe
el ayuno, vino a darle
un asesino la muerte,
porque su ayuno acabase,
con la copa del martirio
para el banquete brindándole183.
por más que las lanzas sean
y los dardos penetrantes,
sólo cuando hiere Dios
son las heridas mortales.
¡Ay de aquél que se confíe
en este mundo mudable,
y en arena movediza
torres de orgullo levante!
Tú, Señor de aquel imperio
en que término no cabe,
que nuestra vida gobiernas,
y marcas nuestro viaje,
echa el velo a nuestras culpas
de tu gracia inagotable.
En tu bondad sólo debe
todo mortal confiarse.
Envuelto en ella conduce
el rey de los musulmanes
a la mansión venturosa
de los goces celestiales.
En ti tan sólo se encuentran
salud y dicha durables:
en el mundo todo engaña,
y todo en el mundo cae.



Con esta elegía se puede decir que hemos entrado en el dominio de la poesía religiosa, y, por consiguiente, debemos presentar aquí algunas otras muestras de ella. También en España hallaron numerosos parciales el misticismo y el ascetismo, que ya aparecieron en los primeros siglos del Islam, y alcanzaron en el sufismo su perfección más alta. Así en las ciudades como en la sociedad de los montes se levantaron claustros y ermitas, donde piadosos anacoretas, apartados del mundo, se consagraban enteramente a la contemplación de lo infinito184. Sin embargo, en las poesías religiosas del pueblo español de entonces, al menos en aquéllas que nos son conocidas, en balde hemos buscado la mística profundidad por donde se distinguen las obras de los sufíes orientales. No hay en ellas aquel arrobo, aquella embriaguez divina de un alma que se anega en la inmensidad del sentimiento y que llega a aniquilar su propio ser en el abismo del amor de Dios, sino severas consideraciones sobre lo pasajero de la vida, arrepentimiento de los pecados y esperanza en la misericordia del Altísimo185.

De los siguientes versos asegura su propio autor Ibn Suhayd, que cada uno que los recite para implorar la gracia de Dios, verá satisfecho su deseo:


   ¡Oh tú, que el más oculto sentimiento
sabes del corazón!
¡Oh tú, que en los trabajos das aliento,
y alivio en la aflición;
a quien se vuelve lleno de esperanza
el corazón contrito;
por quien el pecador tan sólo alcanza
expiar su delito!
Tú, que viertes de gracias un tesoro,
«Así sea», al decir:
Escúchame, Dios mío, yo te imploro;
mi voz dígnate oír.
Que mi propia humildad por mí interceda,
¡oh mi dulce sostén!
Eres el solo apoyo que me queda,
eres mi único bien.
En mi abandono, en tu bondad confío;
a tu puerta he llamado;
si no me abres, el dolor impío
me hará caer postrado.
Tú, cuyo nombre invoco reverente,
si no das lo que anhela
tu pobre siervo en oración ferviente,
señor, su afán consuela.
Haz que no desespere en tanta cuita
el débil pecador.
Pues tu misericordia es infinita
e inexhausto tu amor186.



Ésta otra plegaria es de Ibn al-Faradi:


   Cautivo y lleno de culpas
estoy, Señor, a tu puerta,
temiendo que me castigues,
aguardando mi sentencia.
De mis pecados el cúmulo
con tu mirada penetras;
por ti me angustia el temor,
y la esperanza me alienta.
Pues ¿de quién, sino de ti,
el alma teme o espera?
Es inevitable el fallo
de tu justicia tremenda.
Cuando a abrir llegues el libro
donde escribistes mis deudas,
la suma de mis maldades
temo escuchar con vergüenza.
Ilumíname y consuélame,
del sepulcro en las tinieblas,
donde yaceré olvidado
de mis más queridas prendas;
y que el perdón de mis culpas
tu gran bondad me conceda.
Pues tendré, sin tu perdón,
una eternidad de penas187.



Abu-l-Salt Omeya compuso los siguientes versos en la hora de su muerte, y mandó que los grabasen en su sepulcro:


   Mientras que me arrastraba
del mundo la corriente fugitiva,
yo jamás olvidaba
que hacia la muerte caminando iba.
Hoy la muerte no temo,
cuando me siento próximo a morir,
sino del Juez supremo
el fallo inevitable que he de oír.
¿Qué destino me espera?
De mis culpas el número es crecido.
¡Cuán justo el Señor fuera
castigando a quien tanto le ha ofendido!
Pero el alma confía
en su misericordia y su perdón,
para gozar del día
venturoso y eterno en su mansión188.



De Ibn Sara:


   ¿Por qué tan dócil oído
sueles prestar todavía
a la dulce voz de aquéllos
que a las fiestas te convidan?
¿No te anuncian ya tus canas
que la muerte se aproxima?
¿Para qué te ha dado Dios
entendimiento, si evitas
escuchar las advertencias
que tu destino te avisan?
Sordo y ciego debe estar
todo aquél que no las siga.
Lo pasado y lo presente
el porvenir garantizan.
Al cabo, de las esferas
se romperá la armonía,
y se apagarán la luna
y el sol que las ilumina.
No ha de durar siempre el mundo;
cuantos en la tierra habitan,
ya bajo tiendas movibles,
ya en las ciudades y villas,
deben al cabo perder
la existencia fugitiva189.





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