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- IX -

Poesías varias


Hasta aquí hemos agrupado las diferentes composiciones, atendiendo a la semejanza de su contenido; pero hay muchas que se resisten a esta división por su índole propia y porque el autor ha expresado en ellas sus ideas o sentimientos sobre los hombres y la naturaleza, bajo muy diversos puntos de vista. A menudo se advierte esta diversidad en una misma composición, la cual está como formada de muchas partes, conteniendo cada una distinto asunto, como si fuesen varias composiciones. Esta falta de unidad resalta, por ejemplo, en la famosa qasida en elogio de Córdoba, que estaba en boca de todos los andaluces con el título de El tesoro de la fantasía. Empieza la qasida, a la manera de las antiguas poesías arábigas, hablando con pena y deseo amoroso de las enamoradas ausentes190, y en seguida, y sin transición, hace el poeta el elogio de Córdoba, su patria, lamenta el mal estado de los negocios, por lo cual tiene que privarse de muchos placeres, y dice que por todas partes le aconsejan que emigre y busque fortuna en países extraños; pero él se resuelve decididamente a no abandonar la patria querida. Toda la qasida, que no carece de interés, a pesar de lo defectuoso de su composición, dice como sigue:


   Dé muy lejos el saludo
llega a mí de mis queridas,
como suspiro del aura,
lleno de fragancia rica.
Sobre praderas de aromas
parece que se desliza,
las esencias recogiendo
de rosas y clavellinas.
Dentro de mi pecho infunde
nuevo espíritu de vida,
y mi muerto corazón
para el amor resucita.
Este espíritu suave,
que ellas de lejos me envían,
de la profunda tristeza,
de los pesares me alivia.
Mil amorosos recuerdos
pasan por el alma mía,
cual sobre arena candente
la fresca y húmeda brisa.
Como manso viento lleva
hojas del árbol caídas,
mi corazón arrebatan
las pasadas alegrías;
y me embriagan cual vino,
y todo mi ser agitan,
y despiertan esperanzas
por largo tiempo dormidas.
El perfume de tu amor,
¡oh hermosa! el alma respira,
y cuando te llora ausente,
verte otra vez imagina;
y vuela, el rastro oloroso
tomando siempre por guía,
porque el ansia de lograrte
nuevamente la domina.
De tu aérea vestidura
tocar anhelo la fimbria,
y de lágrimas y besos
enamorados cubrirla.
Arrastro sobre esta tierra
mis penas y mis fatigas,
sin tener consuelo alguno
mi negra melancolía.
Corro del valle de Akik
a la Ruzafa magnífica
(sólo al mentar estos nombres,
De repente mis mejillas
con lágrimas se humedecen);
ya mis pasos se encaminan
al prado de Addun, al claustro191,
a la fúnebre capilla,
o a la puerta de aquel hombre
poderoso, que me brinda
con su vino y su amistad,
que siempre son mi delicia.
Alá le guarde y proteja,
y me conceda la dicha
de poder verle y hablarle
todo el tiempo que yo exista.
A la puerta de Damasco
no quiero hallarme en la vida;
ir a regiones extrañas
mi pensamiento no ansía.
El que su patria abandona,
no bien ausente se mira,
arrepentido lamenta
su arrebatada partida.
¿Qué alcanza ni qué consigue
el que mucho peregrina?
Ganar tal vez con trabajo
su sustento solicita;
pero ¿qué saben los hombres
de lo que Dios determina?
Quien emigrar me aconseja,
con mayor razón podría
aconsejar a un eunuco
el ser padre de familia.
Mi salud en este mundo
y en el otro aquí se cifra;
por nada la deliciosa
Córdoba yo dejaría.
Grande es la ciudad; del río
las ondas son cristalinas;
verde espesura, jardines
y flores bordan su orilla.
Para vivir siempre en Córdoba
más que Noé viviría.
De Faraón los tesoros
déme la suerte propicia
para gastarlos en vino
y en cordobesas bonitas,
ojinegras, cariñosas,
que a dulces besos convidan.
Mas, ¡ay! que debo quejarme
de la fortuna maldita,
que con pobreza y cuidados
de continuo me atosiga.
Jamás alcanza mi mano
a donde alcanza mi vista.
Menos que yo valen otros,
y llegan a donde aspiran.
Entre desdichas tan crudas
es la más cruda desdicha
tener, como un pordiosero,
la bolsa siempre vacía,
y de caprichos de rey
la imaginación henchida.
A contemplar no me atrevo,
de Yabrin en las colinas,
a las esbeltas mujeres,
cual las anémonas lindas.
Al verme tan angustiado,
me dicen muchos: Emigra;
y yo respondo: Lo haré,
cuando no esté de la viña
colgado mi corazón;
cuando el aura matutina
con el aroma del mirto
no dé a mi pecho alegría;
cuando los cantares odie
y las redondas mejillas,
como la granada rojas,
y no exciten mi codicia
las pomas de amor fragantes,
que blandamente palpitan.
Para evitar la miseria
trabajaré noche y día;
haré esfuerzos por lograr
una suerte más benigna;
mas no pretendáis de mí
que deje la patria mía;
al caballo de viaje
no pondré jaez ni brida.
Muy sano es vuestro consejo,
mas permitid no le admita;
no puede el alma sufrir
que otros en mi casa vivan.
Quiero ser fiel a mi patria,
aunque me dio poca dicha,
aunque en ella mis deseos
y voluntad se marchitan.
En ella apenado vivo,
y con desprecio me miran;
mas no he de ver otras tierras
y gentes desconocidas.
«Viene a medrar con nosotros
este extranjero», dirían,
mis frases más amistosas
pagando con invectivas;
«lejos de aquí; sólo agradas
si de delante te quitas;
tu presencia me es odiosa
y me despierta la ira».
¡Oh amorosos ojos negros!
¡Oh mujeres peregrinas!
No es para mí vuestro amor;
me atrevo apenas la vista
a tender hacia vosotras;
tanto la inopia me humilla.
Y tú, vino del convento,
confortadora bebida,
para gustarte a menudo,
dinero se necesita.
¡Oh Tú, que con decir «sea»,
cuanto hay en el mundo crías,
ve que en Córdoba me quedo
en necesidad grandísima;
poderoso y grande Alá,
en ti mi alma confía!192



Mostraremos aún con otro ejemplo cuán poco necesario era, en concepto de los árabes, que un pensamiento claramente determinado ligase entre sí todas las partes de una composición poética. En la qasida que vamos a insertar a continuación, describe Ibn Said unas relaciones amorosas, que defiende contra toda censura, y después una noche pasada alegremente en las cercanías de Granada, a orillas del Genil. Ambas partes se enlazan tan poco, que sin dificultad pudieran formar dos composiciones en lugar de una sola:


   Mientras gimen las palomas
alárgame el vaso lleno:
venga vino, y de mi seno
ahuyente todo pesar.
Acércate, y que yo pueda,
estrechando tu cintura,
de tu boca en la frescura
mi sed ardiente calmar.
Dulce tesoro tu boca
es de perlas orientales,
es un cerco de corales,
lleno de aromas y miel,
mi vida y alma son tuyas;
más que a mí mismo te amo.
Eres cual airoso ramo
en encantado vergel.
Sobre una excelsa colina
eres cual planta lozana,
y compiten la mañana
y la noche por tu amor.
¿Cómo extrañar que tu gracia
mi corazón encadene?
Te amaré aunque me condene
tanto severo censor.
Aunque mi afecto escarnezca
y ría de mi constancia,
siempre haré con arrogancia
frente a la murmuración
más fuerte que sus calumnias
es el amor que me inspiras;
sus consejos y mentiras
no matarán mi pasión.
Dicen que por causa tuya
adquiero perversa fama;
que el mundo loco me llama
y que se burla de mí;
que tus amores quebrantan
la energía de mi vida;
que está mi hacienda perdida;
que hasta mi honra te di.
Pero yo al punto respondo
que temo más tus desdenes,
que honra, paz, salud y bienes
en un instante perder.
Ni conjuros ni razones
vencen mi amante locura:
me liga con tu hermosura
un invencible poder.
Aunque dicen que me engañas,
en tu lealtad me confío;
ir a tus brazos ansío,
y tú a mis brazos venir.
Lanzas y espadas en vano
se oponen a tu venida;
no hay densa nube que impida
que llegue el sol a lucir.
Burlas a los guardas, rompes
de tus prisiones los hierros;
no hay vigilancia ni encierros
que te detengan jamás:
para llegar amorosa
donde tu amante suspira,
¿de qué discreta mentira,
de qué medio no usarás?
Si un día de mí te burlas,
y si por otro me dejas,
no serán nunca mis quejas
porque poco te guardé.
Sé que guardar es inútil
el amor de las mujeres:
guárdate tú, si me quieres,
y consérvame tu fe.
Mas, aunque al cabo me engañes,
vivirán en mi memoria,
como recuerdos de gloria,
tus caricias y tu amor;
cuando tus labios hermosos
con los míos se estrechaban,
y en vano calmar ansiaban
su fuego devorador.
Yo nunca a Dios en mis rezos
bastantes gracias daría
por aquel dichoso día
que pasé junto al Genil,
cuando entonaban sus himnos
alondras y ruiseñores,
Siendo de aquellos cantores
los verdes ramos atril:
el sol poniente los árboles
mágicamente doraba,
y el río serpenteaba,
cual argentino riel.
Vertía amante ternura
en nuestras almas el vino,
cual topacio cristalino
y dulce como la miel.
La blanca espuma que al borde
del vaso lleno subía,
entre rosas parecía
un floreciente jazmín;
y la luz formaba un iris
en el vino penetrando,
que perlas y aromas dando,
regocijaba el festín.
Así del festín gozamos,
hasta que en el occidente
el sol su manto luciente,
al hundirse, recogió.
Para evitar las tinieblas
las lámparas encendimos;
pero el vino que bebimos
mucho más nos alumbró.
En estrella se transforma
por la noche cada vaso,
en estrella sin ocaso,
que no cesa de brillar.
La noche en estos deleites
fue pasando hora tras hora,
y al fin anunció la aurora
de las aves el cantar.
Y llegó el día, y entonces
un viajero que pasaba,
por nuestras almas rezaba,
porque muertos nos creyó,
viéndonos allí tendidos
inmóviles y beodos.
Bendito el vino, que a todos
tan grato sueño nos dio193.



Las composiciones siguientes pueden considerarse como epigramas en el sentido de los de la Antología griega194:

A UNA ESPADA


   Cual astro en las tinieblas aparece,
como tea inflamada;
entre nubes de polvo resplandece,
como el sol, esta espada.
Tiembla y huye el contrario si la mira,
que se acerque temiendo;
sólo su imagen el terror inspira
a quien la ve durmiendo.



INSCRIPCIÓN DE UN ARCO


   Cuando el polvo se levanta
sobre el lugar del combate
y marcha la destrucción
de fila en fila triunfante,
y ejército contra ejército
lucha con rudo coraje,
y sobre todo guerrero
vuela la muerte implacable,
manda para el enemigo
que de más bravo hace alarde,
de improviso, un hierro agudo,
que en el corazón se clave.
Brillo como media luna
entre revueltos celajes;
como estrellas ominosas
mis flechas cruzan el aire.



A UNA ESTATUA DE VENUS QUE SE HALLÓ EN SEVILLA EN UNA EXCAVACIÓN


   ¡Con cuántos hechizos brilla
esta imagen de mujer!
Da la luz a su mejilla
un mágico rosicler.
Un hijo tiene la hermosa,
mas nadie pensar pudiera
que una lanzada amorosa
jamás su cuerpo oprimiera.
Es de mármol, pero mira
tan dulce y lánguidamente,
que al verla, de amor suspira
el alma menos ardiente195.



A UN MANCEBO QUE HABÍA PELEADO VALEROSAMENTE EN LA BATALLA DE ZALACA


   En negro corcel, ¡oh joven!,
te vi entrar en la batalla:
cual la luna, cuando el velo
de oscuras nubes desgarra,
y luce entre las tinieblas,
que disipa amedrentadas,
tu hermoso rostro lucía
entre flechas y entre lanzas196.



Muy tiernamente sentida está la siguiente composición a un joven sevillano, cautivo en Murcia:


   Con honda pena el desdichado gime,
y nada le sosiega;
inútilmente su dolor reprime;
en lágrimas se anega.
Ten compasión del mozo que suspira,
de libertad sediento:
sólo en la huesa su reposo mira;
muerte en cada momento.
Del aire aspira con amante anhelo
la ráfaga ligera.
Porque aspirar del sevillano suelo
los aromas espera.
Que le preste sus alas, sollozando,
demanda el avecilla,
con el intento de volver volando
a su amada Sevilla197.



Estos versos son de al-Humaydi:


   Vivir de mi patria ausente
es mi costumbre hace tiempo;
otros gustan del reposo,
yo gusto del movimiento.
Innumerables amigos
en todas las tierras tengo:
he desplegado mi tienda
en mil ciudades y pueblos.
Desde el Oriente al Ocaso
recorrer el mundo quiero:
no ha de faltar un sepulcro
en que descanse mi cuerpo198.



Sirvan como muestras de poesía gnómica o sentenciosa las que siguen:


   Aunque su cuerpo perezca,
el sabio nunca perece;
el ignorante está muerto
aun antes de que le entierren199.


    Como nuestra misma sombra
son los bienes de la tierra:
huyen de quien los persigue,
persiguen a quien los deja200.


    Cálices llenos de acíbar
suelen ser todos los hombres,
y sus frases amistosas,
miel extendida en el borde.


    La dulzura del principio
a beber nos predispone,
y al fin gustamos lo amargo
que en el corazón se esconde201.


    Dos partes tiene la vida:
lo que pasó, que es un sueño;
lo restante, lo que aún
no pasó, que es un deseo202.



Ibn al-Habbad, aunque era un tierno poeta erótico, escribió estos versos en un momento de mal humor:


   Si te engaña tu querida,
sé también su engañador;
quien desdeña o quien olvida
se cura del mal de amor.
Cuando tienes un rosal
que te da rosas hermosas,
que se lleve, es natural,
el que pasa algunas rosas203.



Con ocasión de encanecerse rápidamente sus cabellos, dijo burlando el famoso médico Ibn Zuhr o Avenzohar:


   Así exclamé, sorprendido,
al mirarme en el espejo:
«¿Quién es este pobre viejo?
¿A dónde, a dónde se ha ido
aquel joven conocido
que en tu fondo yo veía?»
Y el espejo respondía:
«Sulema lo explicará,
que ya te dice ¡papá!
y ayer ¡hijo! te decía»204.



El mismo Avenzohar hizo para sí este epitafio:


   Párate y considera
esta mansión postrera,
donde todos vendrán a reposar.
Mi rostro cubre el polvo que he pisado;
a muchos de la muerte he libertado,
pero yo no me pude libertar205.



Ibn Bayya (llamado Avempace por los cristianos) dijo, al presentir su próxima muerte:


   Al ver que mi alma la muerte temía,
le dije: «La muerte dispónte a sufrir;
llamarla en las penas es gran cobardía,
mas debes tranquila mirarla venir».



Abu Amr, paseándose un día por los alrededores de Málaga, su patria, se encontró con Abd al-Wahhab, gran aficionado de la poesía, y habiéndole rogado éste que dijera algunos versos, recitó los que siguen:


   Sus mejillas al alba roban luz y frescura,
cual arbusto sabeo es su esbelta figura;
las joyas no merecen su frente circundar.
De la gacela tiene la gallarda soltura
y el ardiente mirar.
Sean, cual perlas bellas,
engarzadas estrellas
de su hermosa garganta magnífico collar.



Cuando Abd al-Wahhab, hubo oído estos versos, lanzó un grito de admiración y cayó como desmayado. Cuando volvió en sí, dijo: «¡Perdóname, amigo! Dos cosas hay que me ponen fuera de mí y me quitan todo dominio sobre mí propio: el ver una hermosa cara y el oír una buena poesía»206.

El califa Abd al-Rahman III tuvo que sangrarse a causa de una ligera indisposición. Estaba sentado en el pabellón de la gran sala, que se alzaba en el punto más elevado de al-Zahra, y ya el cirujano iba a herir su brazo con el instrumento, cuando entró volando un estornino, se paró sobre un vaso dorado, y dijo lo siguiente:


   Hiere con mucho cuidado
el brazo con la lanceta,
porque la vida del mundo
circula por esas venas.



El estornino repitió muchas veces estas palabras, y Abd al-Rahman, muy divertido y maravillado, trató de averiguar quién le había proporcionado aquella sorpresa, enseñando los versos al pájaro. Entonces supo que había sido su mujer Muryana, madre del heredero del trono al-Hakam, y recompensó su ocurrencia y el placer que le había dado con un presente muy rico207.

Un joven, empleado en la administración de la hacienda pública en Córdoba, fue conducido a la presencia del poderoso ministro al-Máncer, para responder de la malversación de ciertos fondos, por lo cual se le acusaba. Habiendo tenido que confesar su delito, al-Máncer le dijo: «Pícaro, ¿cómo te has atrevido a apoderarte de los dineros del sultán?» El mozo respondió: «El destino es más poderoso que los mejores propósitos, y la pobreza seduce a la lealtad». El ministro, muy incomodado, mandó que le llevasen a la cárcel con cadenas para darle un severo castigo. Cuando ya le llevaban, dijo el reo:


   No acierto a ponderar cómo es profundo
el infortunio mío;
no hay quien pueda salvarme en este mundo;
en la bondad de Dios sólo confío.



Al oír al-Máncer estos versos, ordenó a los esbirros que se detuviesen, y preguntó al prisionero: «¿Has recitado esos versos de memoria o los has improvisado?» El mozo respondió: «Los he improvisado», y el ministro mandó que le quitasen las cadenas. Entonces añadió el mozo:


   Como Alá, bondadoso sé que eres,
y perdonar sin agraciar no quieres.
Con el perdón no se contenta Alá;
sobre el perdón el Paraíso da.



Al-Máncer mandó que no sólo le dejasen en libertad, sino que también se desistiese de toda ulterior persecución a causa de la suma malversada208.

Ibn Hudayl refiere: «Cierto día, yendo yo a una quinta que poseo al pie de la sierra de Córdoba, en uno de los más hermosos sitios del mundo, me encontré con Ibn al-Qutiyya, que volvía precisamente de los jardines que tiene en aquel punto. Cuando me vio dirigió hacia mí su caballo, y se mostró muy contento de haberme encontrado.

Yo mismo, de muy buen humor, le dije de repente:


   Sol, que el mundo iluminas refulgente,
¿de dó vienes, varón a quien respeto?



Al oírme se sonrió, y respondió al instante:


   De donde meditar puede el creyente,
y el pecador pecar puede en secreto.



Esta respuesta me agradó tanto, que no me pude contener, y le besé la mano y pedí para él la bendición de Dios. Era además mi antiguo maestro y merecía esta muestra de alta estimación»209.

Ibn Sadih cuenta: «Había yo llegado a Toledo con mi hermano, y ambos fuimos a hacer una visita al jeque Abu Bakr. Apenas entramos donde estaba, nos preguntó de dónde veníamos. «De Córdoba», respondimos. «¿Y cuándo la dejasteis?», volvió a preguntar. «No ha mucho», volvimos a responderle. Entonces, dijo, «llegaos más cerca de mí, a fin de que yo respire el ambiente de Córdoba». Y cuando ya estuvimos junto a él, se inclinó sobre mi cabeza y dijo:


   «¡Oh ciudad de las ciudades,
Córdoba espléndida y clara!
¿Cuándo volveré a tu seno,
hermosa y querida patria?
¡Ojalá fecunda lluvia
sobre tus pensiles caiga,
mientras que el trueno repita
el eco de tus murallas!
Brillen serenas tus noches,
un cinturón de esmeraldas
te cerque y tu fértil vega
te perfume con algalia».



El poeta Ibn Suhayd recibió la noticia de que Suhayd, lugar de su nacimiento, cerca de Málaga, había sido destruido por los cristianos, y sus parientes habían sido muertos. Al punto fue allí, y al ver las ruinas de su pueblo, exclamó conmovido:


   ¿En dónde están los nobles generosos
que en tu seno vivían;
que a menudo en sus brazos amorosos
aquí me recibían?
Ni a mi voz ni a mi llanto ha respondido
ninguna voz amada;
el eco o de la tórtola el gemido
responde en la enramada.
Honda pena me causa, patria mía,
estar tus males viendo,
y no poder a la maldad impía
dar castigo tremendo210.






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- X -

Al-Mutamid


Quien ha visto a Sevilla, aunque sea de paso, tiene que admirarse de la multitud y variedad de monumentos que tantos y tan diversos pueblos y siglos han ido dejando en aquella famosa ciudad, ensalzada proverbialmente como una maravilla del mundo. Mientras que las columnas de la Alameda vieja hacen pensar en la dominación de los romanos, la elegante Lonja, el Archivo de Indias y la Torre del Oro, a orillas del Guadalquivir, a donde aportaban las flotas de la recién descubierta América, traen a la memoria el esplendor de la monarquía universal de Carlos V. Y mientras que la Giralda, graciosa a la par que majestuosa, nos transporta a los tiempos en que el almuédano hacía oír su voz desde su altura, llamando a la oración a la floreciente capital del imperio de los almohades, recuerda al lado mismo la magnífica catedral el ahora no menos decaído poder de la católica jerarquía. Pero, a par de tan importantes monumentos de lo pasado, que aún permanecen sin haberse destruido, en vano se buscan otros que debieron existir en otra edad, si no hemos de tener la historia por fábula. Han desaparecido hasta los vestigios de aquellos edificios suntuosos con que adornó su capital la brillante dinastía de los abbadidas.

El tiempo, que no ha perdonado los palacios y quintas de aquello príncipes, también ha borrado casi su recuerdo. Y sin embargo, no sólo levantaron los Banu Abbad, merced a su espíritu emprendedor y a su valor guerrero, el poder de su reino a una altura que sobresalía entre la de los otros estados contemporáneos de la península, sino que, como valedores de la ciencia y de la poesía, hicieron de su corte un centro de reunión de sabios y de poetas, con el cual apenas compite en esplendor el que hubo en Córdoba en el más glorioso período del califato. Aún hay más: un individuo de esta dinastía, al-Mutamid, ocupa un distinguidísimo lugar entre los poetas árabes, y por su extraño destino, y por la trágica caída en que arrastró a todos los suyos, aparece como un héroe digno de la poesía.

De la anarquía que siguió a la caída de los omeyas nació un gran número de pequeños estados independientes. Córdoba, Badajoz, Toledo, Granada, Almería, Málaga, Valencia, Zaragoza, Murcia y otras ciudades fueron asiento de otras tantas dinastías, que a menudo se combatían entre sí211.

Pronto descolló como la más ilustre de estas familias soberanas la casa de los abbadidas. El fundador de esta casa, Abu-l-Qasim Muhammad, había adquirido grande influjo en Sevilla, así por sus riquezas como por sus prendas personales. Impulsado después por su infatigable ambición, y aprovechando un momento favorable de la incesante lucha de los partidos, se alzó con el poder supremo. Para esto se valió de un extraño ardid. Desde la desmembración del califato, habían transcurrido veinte años en continuas revoluciones de palacio, derramamiento de sangre y combates entre diversos pretendientes a la corona. El último omeya, Hišam, había muerto de una manera tan misteriosa, que había dado ocasión a que se creyese que no era cierta su muerte, sino que había huido del vacilante trono para vivir en un seguro asilo. De repente apareció, probablemente por instigación de nuestro Abu-l-Qasim, un hombre que decía ser Hišam, haciendo un papel semejante a los de los falsos Demetrios, Sebastianes y Waldemares. Aseguraba este hombre que, huyendo del puñal de Sulayman, que se había sentado en el solio después de él, había pasado a Oriente, en donde hasta entonces había vivido, y de donde acababa de volver. Pronto se esparció el rumor de la vuelta de Hišam, y por donde quiera se contaban sus aventuras: que había llegado a Córdoba disfrazado y ganándose la vida con el trabajo de sus manos; que había recorrido todo el Oriente, durmiendo por las noches en las mezquitas; y que, por último, quería de nuevo subir al trono. Abu-l-Cusumbe hizo de modo que algunas mujeres que antes habían habitado en Córdoba asegurasen la identidad del embustero con el califa, y cuando una parte del pueblo le hubo creído, aclamó al falso Hišam como soberano, pero le tuvo encerrado con varios pretextos, en los aposentos interiores del alcázar, mientras que gobernaba en nombre suyo212.

Abu-l-Cusumbe procuró enseguida ensanchar los límites del nuevo reino de Sevilla; pero quien llevó adelante con más éxito sus planes ambiciosos fue su hijo, que subió al trono después de la muerte de Abu-l-Cusumbe, en el año 1042. Era el nuevo príncipe hombre de gran fuerza y corpulencia, de agudo entendimiento y de notable presencia de espíritu. Tenía además una esmerada educación literaria, adquirida durante la vida de su padre, por medio de asiduos estudios; pero apenas se abrió para él el camino del imperio, cuando todos sus pensamientos se enderezaron al mismo fin; al engrandecimiento de su poder. No contento de gobernar con el mero título de visir, dispuso que las plegarias se hiciesen en su, nombre, y no en el del monarca fantasma; divulgó la nueva de que Hišam había muerto de apoplejía, y tomó, como único soberano, el nombre de al-Mutadid Bilah, el que se apoya en Dios. Cualquier medio de satisfacer su ambición le parecía bueno, y a fin de extender el término de Sevilla, no había obstáculo que no allanase, o por fuerza o por astucia. Un solo ejemplo, entre muchos, dará a conocer las artes de que se valía para apoderarse de los estados de otros príncipes, confinantes con el suyo. Hallándose desavenido con el jefe de los berberiscos, Ibn Nuh, que dominaba en Arcos y Morón, recorría al-Mutadid, disfrazado, los alrededores del castillo de Arcos, cuando fue reconocido por los servidores de su contrario y hecho prisionero. Ibn Nuh, a cuya presencia le condujeron, pudo tratarle con mucha dureza, pero le acogió con la mayor bondad y le dejó al punto libre. Al-Mutadid quedó agradecido a esta acción magnánima, afirmó a Ibn Nuh en su señorío, e hizo alianza con otros caudillos berberiscos que poseían territorios alrededor del suyo. Todos los príncipes mencionados rivalizaban en acatar al más poderoso señor de Sevilla. Éste dispuso, en el año de 1043, una gran fiesta y convidó a ella a sus nuevos amigos. Con el pretexto de honrarlos más, los hizo entrar en una sala de baño, que estaba caliente. Sólo Ibn Nuh, fue conducido a otra estancia donde él se hallaba. Entonces se cerraron, por orden de al-Mutadid, las puertas y los resquicios todos de la sala de baño, y no volvieron a abrirse hasta que aquellos infelices estuvieron todos ahogados. De este modo cayeron eu su poder Ronda, Jerez y otras plazas fuertes. Ibn Nuh, a quien al-Mutadid había perdonado por gratitud, murió también poco después; y su hijo y sucesor, viéndose cada día más estrechamente cercado por las tropas del rey de Sevilla, abandonó por último sus estados213.

Al-Mutadid llevaba en sus palacios una vida de crápula, y los compañeros de sus orgías, con quienes pasaba a menudo noches enteras en la más desenfrenada disipación, solían brindar a su salud con esta frase: «¡A que puedas matar a muchos!» Hizo al-Mutadid adornar los jardines de su alcázar con las cabezas de los enemigos que había muerto, y se deleitaba con esta vista, que a los otros hombres causaba horror. No estaba menos orgulloso de una preciosa cajita, donde guardaba como un tesoro los cráneos de los príncipes que había hecho morir. Cuando más tarde, después que sucumbieron los abbadidas, cayó Sevilla en poder de sus enemigos, hallaron en el alcázar un saco, donde imaginaron que habría oro y piedras preciosas, pero que sólo contenía calaveras214.

A pesar de su índole malvada, este tirano cruel, no sólo fue amante y favorecedor de las letras, sino poeta también y autor de muchas composiciones. Sirva de ejemplo la siguiente a la ciudad de Ronda:

- I -


   La perla de mis dominios,
mi fortaleza te llamo,
desde el punto en que mi ejército,
a vencer acostumbrado,
con lanzas y con alfanjes,
te puso al fin en mi mano.
Hasta que llega a la cumbre
de la gloria peleando,
mi ejército valeroso
no se reposa en el campo.
Yo soy tu señor ahora,
tú mi defensa y amparo.
Dure mi vida, y la muerte
no evitarán mis contrarios.
Sus huestes cubrí de oprobio;
en ellas sembré el estrago,
y de cortadas cabezas
hice magnífico ornato,
que ciñe, cual gargantilla,
las puertas de mi palacio215.



Otras poesías características de al-Mutadid son:


   Ni cuando duermo me deja
mi noble anhelo de gloria,
y sueño con la ambición,
que el corazón me devora,
que no me concede paz,
que me atormenta y agobia,
si me retiene en mi estancia
enfermedad enojosa.
Cualquier enfermo, si duerme,
se tranquiliza o mejora;
mas el sueño huye de mí;
mis pensamientos le arrojan.
Apenas cierro los párpados,
grita una voz poderosa,
«¡Mutadid, piensa en tus fines!»
Y el dulce sueño me roba.
Y así despierta mi alma,
y combates y victorias
ansiando férvidamente,
ni un solo punto reposa.



- II -


   Locuaz y alegre en el trato
me suele poner el vino:
con quien más bebe en la orgía,
con quien más ríe compito.
Si al trabajo la mitad
de mi existencia dedico,
la otra mitad al reposo
quiero dar y al regocijo.
Son mis fiestas y deportes
cuando el sol hunde su disco;
cuando de nuevo amanece,
el cuidar de mis dominios.
Mas aunque a cántaros beba,
siempre en mi gloria medito:
mis hazañas y mi nombre
no ha de tragar el olvido.



En la familia de al-Mutadid ocurrió un suceso trágico, que recuerda, por circunstancias muy semejantes, las cortes de Felipe II, Cosme I de Médicis y Pedro el Grande de Rusia. Ya hacía mucho tiempo que entre el rey y su hijo mayor, Ismail, había grandes desavenencias. Un conato de rebelión del príncipe, que halla alguna disculpa en la extraordinaria dureza del padre, fue frustrado, y castigado con la muerte de los conspiradores. Entonces Ismail, temiendo para sí mismo la peor suerte e impulsado por la desesperación, penetró una noche en palacio: creía encontrar dormido a Mutadid y estaba resuelto a matarle; pero le encontró apercibido y a la cabeza de sus guerreros. Ismail emprendió la fuga, pero fue detenido y conducido nuevamente a palacio. El padre, fuera de sí de ira, hizo que le llevasen a uno de los cuartos interiores, se quedó solo con él, y con sus propias manos le dio allí mismo la muerte. Parece que al-Mutadid sintió más tarde profundos remordimientos por esta acción, que echó una negra sombra sobre lo restante de su vida. En medio de su carrera de dominador y triunfador, que siguió siempre con buen éxito, fue detenido al-Mutadid por una peligrosa dolencia. Sospechando que se acercaba el fin de sus días, mandó llamar a un cantor siciliano, para sacar un agüero de las primeras palabras con que empezase a cantar. El cantor empezó de este modo:


   Al tiempo mata, que matarte quiere;
Pronto la vida pasa, pronto muere
quien se ufanaba ayer.
El humor de las nubes cristalino
mezcla, ¡oh mi amada! con el dulce vino,
y dame de beber.



El rey consideró estos versos como un mal pronóstico. En efecto, sólo vivió cinco días más después de haberlos oído.

Su hijo al-Mutamid, que en el año 1069 le sucedió en el trono, unía a las prendas de hombre de estado de su padre una más noble manera de sentir y un talento poético incomparablemente más alto. Había pasado este príncipe una parte de su juventud en la ciudad de Silves, de la cual, así como del mágico palacio de Sarayib, donde moraba, guardó siempre un dulce recuerdo. En elogio de Silves compuso los versos siguientes:


   Saluda a Silves, amigo,
y pregúntale si guarda
recuerdo de mi cariño
en sus amenas moradas.
Y saluda, sobre todo,
de Sarayib el alcázar,
con sus leones de mármol,
con sus hermosuras cándidas.
¡Cuántas noches pasé allí
al lado de una muchacha
de esbelto y airoso talle,
de firmes caderas anchas!
¡Cuántas mujeres hirieron
allí de amores mi alma,
siendo cual flechas agudas
sus dulcísimas miradas!
¡Y cuántas noches también
pasé a la orilla del agua,
con la linda cantadora,
en la vega solitaria!
Un brazalete de oro
en su brazo fulguraba,
como en la esfera del cielo
La luna creciente y clara.
ebrio de amor me ponían,
ya sus mágicas palabras,
ya su sonrisa, ya el vino,
ya los besos que me daba.
Luego solía cantarme,
haciendo a los besos pausa,
algún cántico guerrero
al compás de mi guitarra;
y mi corazón entonces
de entusiasmo palpitaba,
como si oyese en las lides
el resonar de las armas.
Pero mi mayor deleite
era cuando desnudaba
la flotante vestidura,
y como flexible rama
de sauce, me descubría
su beldad, rosa temprana,
que rompe el broche celoso
y ostenta toda su gala.



Su carácter, más inclinado a los goces y placeres de la paz que a los afanes de la guerra, se manifestó ya en vida de su padre, cuando éste le envió mandando una expedición contra Málaga. Deleitándose en fiestas con sus compañeros de armas, se descuidó, de suerte que se dejó sorprender y arrollar por los enemigos y, habiendo perdido una gran parte de sus guerreros, sólo con dificultad pudo hallar refugio en Ronda. Hondamente enojado con esto, el padre le hizo poner en una prisión y le amenazó con el último suplicio; pero las poesías que al-Mutamid le dirigió lograron poco a poco mitigar su ira. En una de ellas se expresaba al-Mutamid de este modo:


   No ya de los vasos el son argentino,
ni el arpa, ni el canto me inspiran placer,
ni en frescas mejillas rubor purpurino,
ni ardientes miradas de hermosa mujer.
No pienses, con todo, que extingue y anula
un místico arrobo mi esfuerzo y virtud;
bullendo en mis venas, cual fuego circula
y bríos me presta viril juventud.
Mas ya las mujeres, el vino y la orgía
calmar no consiguen mi negra aflicción;
ya sólo pudiera causarme alegría
¡oh padre! tu dulce y ansiado perdón;
y luego cual rayo volar al combate,
y audaz por las filas contrarias entrar,
y como el villano espigas abate,
cabezas sin cuento en torno segar.



En otra composición trata al-Mutamid de ganarse la voluntad de su padre, alabando así sus hazañas:


   ¡Cuántas victorias, oh padre,
lograste, cuyo recuerdo
las presurosas edades
no borrarán en su vuelo!
Las caravanas difunden
por los confines extremos
de la tierra la pujanza
de tu brazo y los trofeos;
y los beduinos hablan
de tu gloria y de tus hechos,
al resplandor de la luna,
descansando en el desierto.



Así, por último, tuvo lugar la reconciliación entre padre e hijo. Éste también mostró más tarde mayor aptitud para la guerra, y cuando vino a heredar el reino, logró agrandarle con la conquista de Córdoba.

Al-Mutamid, dice un historiador arábigo, era el más liberal, hospitalario, magnánimo y poderoso entre todos los príncipes de España, y su palacio era la posada de los peregrinos, el punto de reunión de los ingenios y el centro a donde se dirigían todas las esperanzas, de suerte que a ninguna otra corte de los príncipes de aquella edad acudían tantos sabios y tantos poetas de primer orden216.

En los alcázares y quintas de al-Mubarak, al-Mukarram, al-Zuraya y al-Zahi, había, según las diferentes estaciones del año, variada y siempre encantadora vivienda, donde el rey se deleitaba y entregaba a los placeres del amor y de la poesía, al margen de primorosas fuentes, indispensable requisito de todo morisco alcázar, y arrullado por el murmullo de los surtidores, que brotaban de la boca de elefantes de plata o de marmóreos leones. Con él estaba siempre su esposa Itimad, célebre por sus altas prendas de poetisa. El modo con que el rey trabó conocimiento con ella tiene un carácter muy novelesco. Solía el rey ir de paseo, disfrazado y en compañía de su visir Ibn Ammar, a un ameno sitio que llamaban los sevillanos la pradera argentina. Una tarde, mientras los dos discurrían por la orilla del Guadalquivir, el viento agitaba y rizaba las ondas. Entonces al-Mutamid dijo a Ibn Ammar:


   El viento transforma el río
en una cota de malla.



«¡Acaba tú los versos!» El visir se disculpaba y decía que no podía acabarlos, cuando una mujer que se encontraba allí exclamó:


   Mejor cota no se halla
como la congele el frío.



Mucho se maravilló al-Mutamid de ver vencido por una mujer, en el arte de improvisar, al famoso Ibn Ammar; miró a la improvisadora, se prendó de su hermosura y se enamoró de ella.

De vuelta a su palacio, mandó a un eunuco que se la trajese. Cuando la vio de nuevo, se confirmó en su primera impresión, y cuando supo por ella que estaba soltera, la tomó por mujer. Desde entonces ella fue su fiel compañera, así en la prosperidad como en la desgracia217.

Itimad era amable, ingeniosa, discreta y muy animada en la conversación; pero estaba llena de caprichos, con lo cual dio mucho que hacer a su consorte. Cierto día vio a unas mujeres del pueblo que con los pies desnudos amasaban barro para hacer adobes, y de pronto se apoderó de ella un vivo deseo de ir donde estaban las mujeres y de hacer lo mismo. Entonces al-Mutamid hizo desmenuzar en polvo las más olorosas especies y esparcirlas sobre el pavimento de una sala, de modo que por completo le cubriesen. Después mandó verter encima agua de rosas, y, habiéndolo mezclado todo, formó una especie de barro. Y sobre aquel barro o lodo de mirra, almizcle, canela y ámbar, dijo el rey a Itimad que se descalzase e hiciese adobes. En lo sucesivo, cuando Itimad se enojaba con el rey y le decía que nunca había hecho nada extraordinario por ella, el rey solía responder: «Menos el día del barro»; con lo cual ella se avergonzaba y pedía perdón218.

El primer período del reinado de al-Mutamid, que este soberano pasó en el pleno goce de su poder y de todos los bienes de la tierra, ha dado a los historiadores de Occidente tanto asunto de anécdotas como a los de Oriente la vida de Harun al-Rašid.

Lo mismo que el califa de Bagdad, gustaba el rey de Sevilla de recorrer de noche las calles de su capital, en compañía de su visir. Una vez, pasando por la puerta de un jeque famoso por sus bufonadas y extravagancias, dijo el rey a sus acompañantes que llamasen a la puerta de aquel viejo loco, para que les diera ocasión de reír. Dicho y hecho, llamaron a la puerta. Desde dentro respondieron: «¿Quién está ahí?». Al-Mutamid replicó: «Un hombre que desea que le enciendas su lámpara.

-Por Alá, dijo el anciano, aunque el mismo al-Mutamid llamase a estas horas a mi puerta yo no le abriría.

-Bien, contestó éste; yo soy al-Mutamid.

-Pues te daré mil bofetones», exclamó el viejo.

Esta amenaza hizo reír tanto al rey, que se echó por tierra. Luego dijo al visir: «Vámonos; no sea que lo de las bofetadas llegue a ser serio. Se fueron entonces y al día siguiente envió el rey al viejo mil dirhems, mandándole a decir que era la paga de los mil bofetones de la víspera.

En los alrededores de Sevilla no había seguridad, a causa de un famoso bandido, conocido con el nombre de el halcón pardo, de cuyos robos se contaban las cosas más extraordinarias.

Era tal su habilidad, que llegó a robar aun estando enclavado en una cruz. El rey había mandado que le crucificasen en un sitio por donde solían pasar los campesinos, a fin de que le viesen. Mientras estaba pendiente de la cruz, vinieron su mujer y su hija, y lloraron por él y porque las dejaba solas y desvalidas. En esto pasó por allí un labrador, caballero en una mula, la cual iba cargada con un saco de vestidos y otros objetos. El ladrón le dijo: «Mira en qué situación me hallo; apiádate de mí y hazme una merced que a ti mismo te traerá mucho provecho». Habiéndole preguntado el labrador de qué se trataba, hubo de contestarle: «¿Ves aquel pozo allí abajo? Cuando los alguaciles me prendieron eché en él cien monedas de oro. Tú puedes fácilmente sacarlas. Mi mujer y mi hija guardarán tu mula mientras que tú desciendes al pozo». El labrador tomó una soga y se echó en el pozo en busca del dinero, del que había convenido en quedarse con la mitad. Cuando estuvo en lo hondo, cortó la soga la mujer del ladrón, tomó con su hija los vestidos y demás objetos de la mula, y huyó con ellos. El labrador empezó a gritar; pero como era la hora de la siesta y hacía mucho calor, nadie pasaba por allí, y las mujeres pudieron escaparse. Por último, acudió gente que oyó los lamentos del labrador y que le sacó del pozo. Le preguntaron qué le había sucedido, y él dijo: «Este pícaro, este tuno astuto me ha engañado, y su mujer y su hija me han robado mis vestidos y otros objetos». Al-Mutamid se maravilló mucho cuando supo esta historia, y mandó que descolgasen al ladrón de la cruz y le llevasen a su presencia. Entonces le preguntó cómo era posible que ya en el umbral de la muerte hiciese tales fechorías. El ladrón contestó: « Señor, si tuvieses idea de la inmensa alegría que causa el hurtar, dejarías tu trono para entregarte a dicho ejercicio». Al-Mutamid, le censuró, riendo, aquella propensión tan criminal, y añadió al cabo: «Si yo te perdonase y diese libertad y una buena colocación, que bastase para mantenerte, ¿te enmendarías y olvidarías tus malas mañas?

-¡Oh, señor! contestó el ladrón, ¿cómo no había yo de hacerlo cuando sólo así puedo librarme de la muerte?» Al punto el rey le indultó y le colocó entre los guardias públicos de Sevilla.

Al-Mutamid oyó un día que un cantor cantaba la siguiente copla:


   Del odre sacó la niña
el vino que se bebió;
si oro sólido pagamos,
oro líquido nos dio.



Al punto añadió el Rey, improvisando:


   Yo le dije: «Dame vino,
y te regalo esta joya»;
y ella contestó: «Mareos
si bebes, en cambio toma».



En otra ocasión daba el rey con sus amigos un paseo a caballo, para solazarse, fuera de la ciudad. Los caballos iban corriendo, y cada cual procuraba adelantarse a los otros. Al-Mutamid, que caminaba delante de todos, penetró en unas huertas y se paró junto a una higuera cubierta de higos negros maduros. Uno muy gordo llamó su atención y le dio con un palo para derribarle, pero permaneció firme en la rama. Entonces retrocedió al-Mutamid y dijo al primero de los que le seguían:


Asido está a la rama con firmeza.



El del séquito prosiguió:


Cual de un negro rebelde la cabeza.



La prontitud de esta contestación agradó mucho a al-Mutamid y la recompensó con un rico presente219.

Una vez oyó al-Mutamid recitar versos en que se afirmaba que la fidelidad era ya tan fabulosa como el cuento de aquel poeta que recibió de presente mil monedas de oro.

-¿De quién son esos versos? -preguntó. -De Abd al-Yalib -le contestaron. -¿Es posible, dijo entonces el rey, que uno de mis servidores, un excelente poeta, pueda considerar como fabuloso el presente de mil monedas de oro?- Y en seguida envió a Abd al-Yalib la mencionada suma.

Una serie de versos improvisados de al-Mutamid, que sus biógrafos reproducen y acompañan con noticia de las circunstancias en que se compusieron, nos manifiestan lo que era este rey como poeta, durante el primer período dichoso de su vida. Estos versos no carecen a menudo de gracia y de primor; pero su más alta inspiración poética la debió al-Mutamid más tarde al infortunio.

I

«En una hermosa noche de verano había al-Mutamid reunido en torno suyo, en los jardines de su palacio, a sus cortesanos y más fieles servidores y a algunas cantarinas. El aura suave acariciaba a los convidados como una poesía de amor, el resplandor de las lámparas rielaba en los arroyos cristalinos y murmuradores, y resonaba dulcemente la música de los laúdes y cítaras, mientras que los rayos de la luna se quebraban en las columnas del patio del alcázar y se diría que temblaban sobre la verdura de la enramada. El rey dijo220:


   Que brille el vino en los vasos,
y que del nocturno velo,
extendido por el cielo,
disipe la oscuridad.
Hacia Orión ya la luna
va derramando su lumbre,
cual rey que llega a la cumbre
de su gloria y majestad.
Un ejército de estrellas
cubre la extensión oscura;
la luna hermosa fulgura
y descuella en medio de él.
Incansable peregrina
por vagorosos senderos,
y los más ricos luceros
ornan su regio dosel.
Como en el cielo la luna,
así en la tierra me ostento,
cuando me cerca contento,
mi ejército vencedor,
o cuando lindas muchachas
en torno me ofrecen vino,
y con acento argentino
entonan himnos de amor.
La noche de sus caballos
de oscuridad me circunda,
y en luz el vino me inunda
que ellas me quieren brindar.
Cántame, pues, las hermosas,
y las cítaras resuenen:
las hondas copas se llenen
y bebamos sin cesar221.



II

Una risueña mañana, en el palacio de Muzayniya, el jardín competía en esplendor con las elegantes habitaciones. Ya las aves habían empezado su concierto de alegres trinos y las flores confiaban misterios de amor al céfiro que besaba sus cálices. Delante del rey estaba una doncella cuyo rostro brillaba como la luz de la aurora, y que resplandecía con tantas joyas como si las pléyades mismas le sirviesen de collar. Inclinándose con gracia, como una rama airosa, ofreció al rey un vaso de cristal lleno de vino.

El Rey improvisó:


   Bella es la dama que me ofrece vino,
refulgente licor,
oro líquido en hielo cristalino,
que exhala grato olor.



III

Refiere uno de los favoritos de al-Mutamid que en una hermosa noche de luna penetró en los jardines del alcázar. Allí vio al rey, que estaba al borde de un estanque, en cuyas claras aguas se reflejaban las estrellas, por tal arte, que parecía un pensil lleno de celestiales y luminosas flores. En el fondo de la onda pura se veía la vía láctea. Un aroma de ámbar llenaba el ambiente, los vientos de la noche movían con suavidad las enramadas de mirto, y agitando las flores, les robaban los encantadores misterios del jardín y los difundían por donde quiera. Al-Mutamid, sin embargo, permanecía con la mirada fija en la tierra, y sus suspiros daban señales del dolor de su alma. Por último, lamentándose de la ausencia de su amada, exclamó de esta suerte:


   Pronto será vencedora
la muerte de mi pasión,
si no calmas, corazón,
el dolor que me devora.
Ausente de mi señora,
mis recelos me dan guerra;
no logro paz en la tierra,
y el sueño, que invoco en vano,
con su delicada mano
nunca mis párpados cierra222.



IV

En un hermoso día se encontraban Ibn Siray y otros visires y cortesanos en al-Zahra, aquella quinta de los califas de Córdoba tan brillante en otro tiempo. Ya se deleitaban con las tempranas flores de la primavera, y ya iban de un quiosco a otro, donde se regocijaban con vino. Por último, se detuvieron en un florido jardín, regado por cristalinos arroyos y cubierto de una fresca alfombra de verdura. Junto a ella se veían muchos árboles frondosos, cuyas ramas movía el viento, y se veían asimismo las ruinas del palacio. Lo decaído de este soberbio edificio parecía burlarse de su pasada magnificencia. Los grajos graznaban en los muros. Los caprichos de la suerte habían extinguido el brillo del palacio y ennegrecido la grata sombra que en otro tiempo esparcía. Ya hacía mucho que los califas no le iluminaban con su presencia, aumentando sus vergeles y avergonzando a las nubes con la abundante lluvia de su liberalidad inagotable. La destrucción había extendido su manto sobre el palacio y echado por tierra sus cúpulas y azoteas.

Con todo, los visires y cortesanos se deleitaban allí, bebiendo vino, cuando se llegó a ellos un mensajero de al-Mutamid, y les dio una carta, que contenía estos renglones:


   A estos palacios de al-Zahra
hoy mis palacios envidian.
Porque de vuestra presencia
consiguen ellos la dicha.
Como el sol fuisteis a ellos,
apenas amanecía,
venid a mí, cual la luna,
que ya la noche principia.



En efecto, fueron al Palacio del jardín, Qasr al-Bustan, que estaba cerca de la puerta de los perfumeros, y tuvieron allí una espléndida fiesta, hermoseada con danzas y juegos y esclarecida por la presencia del rey, donde se les sirvió por muchos esclavos un agasajo suntuoso.

V

Abu-l-Asbag fue enviado a al-Mutamid como embajador del rey de Almería. En Sevilla se prepararon grandes solemnidades para recibirle. Desde el último lugar en que pernoctó antes de llegar a la corte, anunció el embajador su pronta llegada y la de su comitiva con los siguientes versos, dirigidos a al-Mutamid:


   ¡Oh señor prepotente! bajo tu regio manto
los pueblos se congregan buscando protección;
tu solo nombre llena al bárbaro de espanto;
los árabes te tienen en gran veneración.
Ya cerca de la corte do tu valor descuella,
nos sumergió la noche en honda oscuridad;
mas hacia ti nos guía, como luciente estrella,
tu imagen, que en el alma infunde claridad.



Al-Mutamid respondió al punto:


   Salud y dicha os envío,
salud y dicha os dé el cielo,
cuando yo realmente os vea
y no en imagen del sueño.
Apresurad el viaje,
romped el nocturno velo;
es vuestra alegre embajada
cual faro que os guía al puerto.
El saber, nobles varones,
mana del estilo vuestro:
regalo dais al oído
con frases y con acentos.
Instruís con vuestro trato,
sois doctos en el derecho,
y abundan vuestros escritos
en profundos pensamientos.
Oh Abu-l-Asbag, ven, que afable
a recibirte me apresto,
y ganar tu voluntad
y ser tu amigo deseo.
A cada paso que dan
los vigorosos camellos
que a mi morada os acercan,
palpita alegre mi pecho.
No reposaré esta noche,
con ansia y afán de veros,
y ya estaré, con el alba,
si llegasteis inquiriendo.



VI

El biógrafo arábigo de al-Mutamid tiene por una de sus más elegantes y graciosas gacelas la que sigue:


   Lejos de ti, penando de continuo,
infortunios recelo;
ebrio me siento, pero no de vino,
sino de triste y amoroso anhelo.
Ceñir quieren mis brazos tu cintura,
y mis labios besar tus labios rojos;
hasta gozar de nuevo tu hermosura,
han jurado mis ojos
del sueño no rendirse a la dulzura.
Vuélvete, dueño amado;
sólo volverme así la dicha puedes,
que está mi corazón aprisionado
para siempre en tus redes.



VI

A su visir Ibn al-Labbana, cuando éste le ofrecía vino en un vaso de cristal:


   Es de noche, mas el vino
esparce el fulgor del día,
puro brillando en el seno
de su cárcel cristalina:
torrente de oro fundido
dentro del vaso se agita,
y en el haz se cuaja en perlas
resplandecientes y limpias;
centellea como el cielo
que los astros iluminan,
y alza espuma como arroyo
al quebrarse entre las guijas.



VIII

A la imagen de su amada, que se le apareció en sueños, durante la noche:


   Un afán enamorado
me infunden, al verte en sueños,
las rosas de tus mejillas
y las pomas de tu pecho.
También acercarme a ellas
ansío cuando despierto,
mas entre los dos se pone
de los espacios el velo.
Sientan otros de la ausencia,
sientan el dolor acerbo;
y tú, pimpollo de palma,
tú, gacela de ojos negros,
tú, de aromáticas flores
fecundo y cerrado huerto,
a mi corazón marchito,
a mi corazón sediento
da vida con el perfume
y el rocío de tus besos:
así te colme de dichas
y bendiciones el cielo.



IX

Al visir Abu-l-Hasan Ibn al-Yasa, que le había enviado un ramillete de narcisos:


   Ya muy tarde, por la noche,
tus narcisos recibía,
y al punto quise con vino
solemnizar su venida.
En la bóveda del cielo
las estrellas relucían,
y el licor, pasto del alma,
brindaba una joven linda.
En su seno reclinado,
duplicaban mis delicias
el zumo que dan las uvas,
sus besos, que son almíbar.
Otros, tomando confites,
anhelan más la bebida;
a mí tus dulces recuerdos
de confites me servían.



La primera sombra que cayó sobre la felicidad de al-Mutamid fue la trágica muerte de su hijo Abbad, a quien, desde que se apoderó de Córdoba, tenía allí de gobernador.

Pronto tuvo éste que resistir el ataque de Ibn Uqayya, caballero cordobés, que se había puesto al servicio del rey de Toledo y que anhelaba conquistar la ciudad en su nombre. Abbad procuró reunir su ejército rápidamente, mas no logró rechazar la repentina acometida nocturna. Pereció en la batalla, y su cabeza, separada del tronco, fue enviada al rey de Toledo. El padre, que amaba a este hijo con la mayor ternura, sintió, al recibir la nueva de su muerte, un dolor desesperado.

Corrió en seguida a la venganza, reconquistó a Córdoba, e hizo clavar en una cruz a Ibn Uqayya. Aún no presentía cuántos otros casos dolorosos tendría que lamentar en adelante; pero sus infortunios se acercaban con rápidos pasos223.

En aquel tiempo, dice Ibn Jallikan, se había hecho tan poderoso Alfonso VI, rey de Castilla, que los pequeños príncipes mahometanos se vieron precisados a ajustar paces con él y a pagarle tributo. Al-Mutamid, aunque más poderoso que los otros, se hizo también tributario de Alfonso; pero éste, cuando en el año de 478 de la hégira (1085 de Cristo) conquistó a Toledo, empezó a poner la mira en los estados de al-Mutamid; no se contentó sólo con el tributo, y le envió una embajada amenazadora, pidiéndole que le entregase sus fortalezas. El rey de Sevilla se enojó de tal suerte con la embajada, que dio de golpes al embajador e hizo matar a la gente de su séquito224. Apenas supo Alfonso lo ocurrido, empezó a reunir todos los aprestos para sitiar a Sevilla.

Entre tanto se congregaron los jeques del Islam para tratar los medios con que podrían salvarse de tamaño peligro. Todos convinieron en que el poder de los mahometanos estaba perdido si los soberanos persistían, como hasta entonces, en hacerse la guerra unos a otros. Sobre el camino que debían tomar, en la desesperada situación en que se hallaban en aquel momento, hubo diversidad de pareceres. Por último, resolvieron que debían pedir auxilio contra los cristianos a Yusuf Ibn Talifin, emperador de Marruecos.

Este poderoso príncipe, jefe de los fanáticos almorávides, adelantándose desde los desiertos de África a las fructíferas comarcas de la costa, había sujetado a su dominio una gran parte del Magreb. Respecto a la suerte desgraciada que, por causa suya, tuvieron más tarde los Abbadidas, cuenta lo siguiente un historiador arábigo:

«Al-Mutamid se informaba continuamente, cuando recibía noticias de África, sobre si los bereberes se habían enseñoreado ya de las llanuras de Marruecos. Alguien le había profetizado que este pueblo había de despojar del reino y del trono a él o a su hijo. Cuando recibió, por último, la nueva de que ya se habían apoderado de la mencionada llanura, reunió a sus hijos en torno suyo y les dijo: «¿Quién puede saber si los males con que ese pueblo nos amenaza caerán sobre mí o sobre vosotros? «A lo cual respondió Abu-l-Qasim, después apellidado al-Mutamid: «¡Dios quiera tomarme por víctima en lugar tuyo y descargar sobre mi cabeza todos los infortunios que se anuncian! «Esta plegaria y ofrenda se cumplió más tarde como una profecía»225.

No debió, con todo, de infundir gran recelo lo profetizado en el ánimo de al-Mutamid, pues que no se opuso a la decisión que tomaron los jeques de Sevilla. Antes, por el contrario, en el año de 1086 se embarcó y fue a Marruecos en busca de Yusuf, a quien rogó que le socorriese con armas y caballos contra los cristianos226. Yusuf prometió al punto que cumpliría su deseo, y el rey de Sevilla volvió a Andalucía muy satisfecho. Ignoraba que él mismo daba ocasión a su ruina, y que la espada, que él creía que iba a desnudarse en su favor, se volvía contra él227. Yusuf se apercibió con grandes armamentos para su venida a Andalucía, y todos los caudillos de las tribus bereberes que pudieron, acudieron a él; de suerte que logró reunir un ejército de cerca de 7000 caballos y muchísima infantería. Con estas fuerzas se embarcó en Ceuta y desembarcó en Algeciras.

Al-Mutamid salió a recibirle con los más ilustres señores de su reino, le hizo grandes honras, y le regaló una infinidad de tesoros, tales, que Yusuf no los había visto mayores en su vida, y éstos fueron los que, por vez primera, encendieron en su alma el deseo de apoderarse de Andalucía.

Aumentado con las huestes de todos los príncipes de la Península, se dirigió hacia el Norte el ejército de los muslimes. Por la otra parte, Alfonso no había perdonado ni amenazas ni promesas para reunir bajo sus estandartes muchos guerreros. El encuentro de ambos ejércitos tuvo lugar en tierra de cristianos, no lejos de Badajoz. Allí se dio, en el año 1086, la tremenda batalla de al-Zallaqa. Al-Mutamid, cuyas tropas tuvieron que resistir lo más fuerte de la pelea, combatió con extraordinario valor y recibió muchas heridas. Largo tiempo estuvo indecisa la victoria; más por último se inclinó del lado de los muslimes, que la alcanzaron brillantísima. Con dificultad pudo escaparse el rey Don Alfonso VI. Yusuf mandó cortar las cabezas de los cristianos muertos, y cuando las amontonaron delante de él, era tal su número, que parecían una montaña. Diez mil de estas cabezas envió a Sevilla, otras tantas a Zaragoza, Murcia, Córdoba y Valencia, y cuatro mil a África, que fueron colocadas en diversas ciudades. En el Magreb y en toda la España muslímica hubo muchos regocijos públicos, se repartieron limosnas y se dio libertad a no pocos esclavos para dar gracias a Alá por haber engrandecido y afirmado la verdadera fe con un triunfo tan glorioso228.

Yusuf se volvió a África, y al-Mutamid a Sevilla. Al año siguiente volvió Yusuf a Andalucía y descubrió por vez primera sus miras, destronando al rey de Granada y apoderándose de su reino. Sin embargo, con al-Mutamid siguió conduciéndose aún como fiel aliado y amigo; pero su alma se llenaba cada vez más de admiración y codicia por la riqueza y hermosura de España. Los que más de ordinario le rodeaban empezaron entonces a representarle cuál fácil le sería apoderarse de un país tan hermoso, y trataron de enojarle contra el rey de Sevilla, poniendo en su conocimiento algunas cosas que al-Mutamid les había dicho contra él en el seno de la confianza.

Mientras que estas nubes tempestuosas se amontonaban sobre la casa de los Abbadidas, se diría que al-Mutamid no abrigaba aún ninguna sospecha. En cambio, su hijo al-Rašid no podía desechar los más tristes presentimientos. Una vez, estando de conversación con algunos amigos, se habló de los sucesos de Granada y de la toma de posesión de aquella ciudad por Yusuf. El príncipe oía silencioso, ensimismado y melancólico. Por último, dijo, pensando en la destrucción de los palacios de Granada: «De Dios venimos y a Dios volvernos», Los amigos desearon entonces perpetua duración a sus palacios y a su reino. Al-Rašid se sosegó, y mandó a Abu Bakr, de Sevilla, que cantase una antigua poesía arábiga, cuyos primeros versos son:


   ¡Mansión de maya, al pie del alto monte
abandonada yaces y en ruinas!



El rostro del príncipe volvió a cubrirse de tristeza. Al-Rašid mandó a una cantarina que cantase otra cosa. La cantarina dijo:


   ¿Quién de tan seco corazón, no llora
la ciudad asolada contemplando?



Esto aumentó su pesar. Su frente se anubló más aún. Mandó cantar a otra cantarina, y ésta dijo:


   Anhelo repartir a manos llenas
entre los desvalidos mi tesoro;
pero ¿qué han de esperar los desvalidos,
cuando yo mismo soy menesteroso?



Queriendo entonces el poeta Ibn al-Labbana borrar la mala impresión de estos versos, recitó los siguientes:


   Palacio de los palacios,
morada de la nobleza,
ojalá que siempre brilles
con los varones que albergas.
Un palacio es como otra,
más éste más gloria encierra;
pues dos príncipes ilustres
con su valor le sustentan;
Al-Rašid, que resplandece
como de Orión la estrella,
y al-Mutadd, que la fe escuda
y que es un rayo en la guerra.
Ambos, con brazos robustos,
como a corceles enfrenan
al Ocaso y al oriente,
tirándoles de la rienda.
Cual relámpago deslumbran
sus ojos en la pelea;
dones en la paz prodigan,
como el rocío a la tierra.



El Príncipe se tranquilizó bastante al oír los primeros versos de esta composición; pero en las palabras un palacio es como otro creyó ver, como los demás, que había un mal agüero, y todos se llegaron a convencer de que este mal agüero se vería cumplido229.

No tardó mucho el destino en realizar aquellos temores; Yusuf, en 1090, arrojó de repente la máscara de aliado, que había conservado hasta entonces, se apoderó de la fortaleza de Tarifa, y desde allí se hizo proclamar señor de toda Andalucía. Con el propósito de llevar a cabo su plan, largo tiempo meditado, dominaba ya previamente varias fortalezas andaluzas en los confines de los reinos cristianos. Los guerreros que estaban en ellas cayeron entonces sobre Córdoba y la sitiaron. Al-Mamun, hijo de al-Mutamid, defendió valerosamente la ciudad, pero fue muerto de una resistencia heroica, y Córdoba cayó en poder de los enemigos230.

Éstos marcharon entonces contra Sevilla y empezaron el sitio. Al-Mutamid, que se hallaba en la ciudad, mostró gran serenidad y valor, y compartió todos los peligros. Cuando ya no le quedaba ninguna esperanza, hizo muchas salidas, y se arrojó, buscando la muerte, sólo, con una túnica y sin armadura, en medio de los contrarios. Su hijo Malik murió a su lado en esta ocasión; mas él se salvó de la muerte. Por último, en septiembre de 1091 entraron los almorávides en la ciudad. Los habitantes corrían desesperada y angustiosamente por las calles. Algunos escaparon arrojándose desde los muros o nadando por el río. Los enemigos entraron a saco en las casas y robaron cuanto había en ellas. Los palacios de al-Mutamid fueron ignominiosamente devastados231.

Al-Mutamid, prisionero, se vio obligado a mandar a sus dos hijos, al-Mutadd y al-Rašid, que estaban en Ronda y Mertola, que entregasen aquellas fortalezas casi inexpugnables, pues de lo contrario él y todos los suyos perderían la vida. Los hijos no querían en un principio pasar por tal oprobio y se negaban a hacer la entrega; pero, considerando el peligro que corrían su padre y su madre, las entregaron al fin, no sin hacer antes capitulaciones honrosas. Las capitulaciones fueron violadas, y el general enemigo privó a al-Mutadd de todos sus bienes. Al-Rašid fue muerto a traición232.

Yusuf mandó que llevasen a al-Mutamid, cargado de cadenas, y en compañía de toda su familia, en un bajel a África. El día de la partida se reunió el pueblo de Sevilla, con grandes lamentos, a la orilla del Guadalquivir, y despidió con lágrimas a los desterrados.

Conducido así a Marruecos al-Mutamid con los suyos, se vio condenado a prisión por toda la vida. El lugar que se destinó para su prisión fue la ciudad de Agmat, al sudoeste de Marruecos. Allí exhaló su dolor sobre las mudanzas de la fortuna, de que él era tan lastimoso ejemplo, y lamentando sus desgracias y las de su familia, y suspirando por la hermosa y para siempre perdida patria, improvisó poesías tan llenas de verdad y profundidad de sentimiento, que nada hay comparable a ellas en toda la literatura arábiga.

«Las sentidas y conmovedoras elegías de al-Mutamid, dice Dozy, arrebatan de tal suerte al lector, que cree sentir el mismo amargo dolor que el rey poeta, y encontrarse con él y con sus hijos y demás familia en el mismo duro encierro».

La serie de estas composiciones empieza con unos versos que dijo cuando le encadenaron:


   Cadena, que cual serpiente
en torno ciñes mi cuerpo,
antes que tus eslabones
me aprieten y den tormento,
ulcerándome los pulsos
y quebrándome los huesos,
piensa en lo que he sido antes
y en que me debes respeto.
La mano que ligas hoy,
generosa en otro tiempo,
amparaba al desvalido
y premiaba a los ingenios,
y si empuñaba el alfanje
en el combate tremendo,
las puertas del paraíso
abría y las del infierno.



Cuando él, dice Ibn Jaqan, se vio arrastrado lejos de su patria, despojado de todos sus tesoros y como enterrado vivo en una mazmorra de África; cuando se vio secuestrado de todo comercio y trato con los hombres, sin poder hablar con sus amigos y conocidos, y sin poder consolar algo sus penas en amistosos coloquios, entonces suspiró y gimió de continuo, porque no le era dable concebir la menor esperanza de volver a ver su país tan querido. Los sitios donde en otra época había sido tan dichoso se presentaban a su imaginación, y se le aparecían las ciudades arruinadas y desiertas, y veía los palacios que él mismo había edificado, como hijos que lloran la pérdida de su padre y la ausencia de sus alegres y antiguos moradores. Los alcázares y jardines de Sevilla, iluminados antes por la luna llena de su magnificencia real, y animados con el murmullo de las más dulces pláticas y con el suave sonido de las fiestas nocturnas, estaban ahora oscuros y silenciosos, y huérfanos de su noble dueño, se convertían en montones de escombros.

Perdido al-Mutamid en estos pensamientos compuso lo siguiente:


   Los palacios desiertos de Sevilla
por sus príncipes gimen,
generosos y dulces en las paces,
leones en las lides.
De Zoraya el alcázar se lamenta;
sus cúpulas sublimes
no ya de mi largueza soberana
el rocío reciben.
El gran Guadalquivir mi ausencia llora;
las quintas y jardines,
que en su líquido espejo se miraban,
al oprobio se rinden.
Y yo, que del torrente de mis dones,
la dicha brotar hice,
arrastrado en torrente de infortunios,
de libia al centro vine233.



Al-Mutamid había tenido siempre en gran predilección la quinta de al-Zahi, la más hermosa y amena de todas las suyas. Allí, en la orilla del Guadalquivir, entre olivares y huertas, había pasado los mejores días de su vida. Así es que en el desierto y en la prisión nada anhelaba tanto como volver a ver su quinta, a cuyo recuerdo cantaba:


   Mientras que, de España ausente,
estoy en Magreb cautivo,
allá en mi querida patria
me llora el trono vacío;
mi fuerte lanza y mi alfanje
están de luto vestidos.
Los almimbares me lloran
por compasión y cariño.
La dicha, que a otro sonríe,
de mí para siempre ha huido.
¡Ay! que de las nobles almas
envidioso y enemigo,
me robó corona y reino
desapiadado el destino,
y lleno de amargas penas
el fondo del pecho mío.
De mi suerte deplorable
se conduele el cielo mismo.
Así, libre de cadenas,
ver de nuevo aquellos sitios
me deje, donde dichoso
y respetado he vivido;
discurrir sobre las ondas
del Guadalquivir tranquilo,
a la luz de las estrellas
en clara noche de estío;
a la sombra reposarme
de los frondosos olivos,
y oír el susurro leve
del aura mansa en los mirtos,
o entre la verde enramada
de la tórtola el gemido.
Si otra vez mis ojos vieran
los soberbios edificios
de al-Zahi y de Zoraya,
por mi amor ellos movidos,
brillar harían de gozo
los torreones magníficos;
y al-Zahi me albergaría
en su encantado recinto,
como recibe una esposa
al dulce dueño querido.
Imposible es tanta dicha;
fuera esperarla delirio,
y si en Alá no se esperase
y en su poder infinito.



En Agmat se celebró una fiesta. El rey prisionero vio desde el fondo de su calabozo al pueblo, que salía al campo en alegres grupos. Sus hijas entraron entonces en la prisión, llorando y con las vestiduras desgarradas. Estas princesas se veían ahora obligadas a ganar la vida hilando, y una de ellas servía en la casa de la hija de un antiguo servidor de al-Mutamid. Cuando el desdichado rey vio a sus hijas con los pies desnudos y enflaquecidas por el hambre y los trabajos, rompió en lastimero llanto y dijo, hablando consigo mismo:


   Cuando estabas libre,
las fiestas solían
el alma alegrarte,
que hoy gime cautiva.
Cubiertas de harapos
hoy ves a tus hijas,
que hilando afanosas
sustentan la vida.
Llorando a ti llegan,
muertas de fatiga;
sus áridos labios
tu frente acarician.
Hollaron un tiempo
regias alcatifas,
sobre ámbar y algalia
la planta ponían.
Con los pies desnudos
ora el lodo pisan,
ora la miseria
sus rostros marchita,
y lágrimas ora
surcan sus mejillas.
Bien es que lamentes
la fiesta del día.
Esclavo te hizo
del hado la envidia;
el hado, que antes
brindábate dichas.
En vano en su fuerza
los reyes confían:
el poder es sueño,
la gloria mentira.



Mientras al-Mutamid arrastraba en África tan penosa existencia, uno de sus hijos se alzó en Andalucía contra los usurpadores del reino paterno; se apoderó del castillo de Arcos, cerca de Sevilla, y se mantuvo en él durante muchos meses, esperando que también se alzasen y viniesen en su auxilio los parciales de los Abbadidas. Cuando al-Mutamid supo esta nueva, se lisonjeó por un momento con la esperanza de que el alzamiento tendría buen éxito y con que podría volver a sus estados; pero pronto tornó a caer en su primera melancolía y dijo234:


   ¿Por qué en olvido y en ocio
ya se enmohece mi espada,
aunque ardiendo en sed de guerra,
quiero siempre desnudarla?
¿Por qué se llena de herrumbre
el acero de mi lanza,
sin que en la sangre se moje
de las enemigas bandas?
Ya no cabalgaré nunca
en mi corcel de batalla,
que, el duro freno tascando,
de espuma se salpicaba.
No obedecerá a mi brida,
ni, al presentir la emboscada,
para advertirme el peligro,
se alzará sobre las ancas.
Si a nadie la lanza puede,
ni el alfanje, infundir lástima,
aunque cubiertos de oprobio,
aunque ruginosos yazgan,
tú al menos ¡oh madre tierra!
Ten piedad de mis desgracias;
dame reposo en tu seno,
sepúltame en tus entrañas.



El desesperado alzamiento de Andalucía fue sofocado pronto, y el hijo de al-Mutamid, defendiendo la fortaleza de Arcos, fue muerto de un flechazo. Después de este inútil conato para restaurar la dinastía de los Abbadidas, el encierro del rey cautivo se hizo más duro, y la más profunda tristeza que él sintió entonces la expresó en estos versos:


   En vez de las gallardas cantadoras,
me canta la cadena
rudo cantar, que el alma a todas horas
de dolor enajena.
La cadena me ciñe cual serpiente;
cual serpiente mi acero
entre los enemigos fieramente
resplandeció primero.
Hoy la cadena sin piedad maltrata
mis miembros y los hiere,
y acusa el corazón la suerte ingrata,
y morir sólo quiere.
A Dios en balde mi clamor elevo,
porque Dios no me escucha:
cáliz de acíbar y ponzoña bebo
en incesante lucha.
Los que sabéis quién soy y quién yo era
lamentad mi caída:
se marchitó cual flor de primavera
la gloria de mi vida;
música alegre, espléndidos salones
trocó el hado inseguro
en resonar de férreos eslabones
y en calabozo oscuro.



Una vez vio al-Mutamid, desde el fondo de su calabozo, una bandada de palomas torcaces que iban volando, y pensó en que no estaban aprisionadas en red alguna ni separadas de sus polluelos, sino que libres se movían por el aire y podían buscar sitio donde beber como quisiesen. Entonces le pareció que tenían doble peso sus cadenas, y sintió doble que el carcelero no diese fácil entrada en su prisión a su querida familia, y el tener que sufrir en soledad y aislamiento las penas de su alma. Pensó también en sus hijas, y en la pobreza y la miseria que las consumían; y estos pensamientos eran aún más amargos, porque se unían al recuerdo de su pasada bienandanza y grandeza. Sobre esto se expresa así:


   Pasar volando en libertad os veo,
¡oh palomas! y lágrimas derramo.
La envidia no me mueve;
muéveme el amor y muéveme el deseo
de estar unido con las prendas que amo;
de vagar libre por el aire leve,
de romper la sombría
cárcel, de ver el campo y su alegría.
Si como sois yo fuera,
la muerte de mis hijos no llorara,
y de continuo viera
cerca a mis hijas y consorte cara,
sin arrancar del alma hondo gemido
el recuerdo cruel del bien perdido.
Dichosas sois: la suerte no os separa
de los dulces hijuelos,
ni veláis entre angustias y recelos,
y en noche larga y soledad oscura,
y crujir de los goznes de la puerta,
y de la firme y gruesa cerradura
el agrio rechinar nunca os despierta.
Dios no quiera, palomas, que el milano
los hijuelos os robe, ya que en vano
llorando estoy los míos,
los que robó la muerte despiadada,
y los que fresca sombra y claros ríos
perdieron, con el nido y la enramada235.



Al-Mutamid lamentó la muerte de sus hijos en la siguiente elegía:


   Fuente que brotas perene,
de tus ondas el tesoro
menos lágrimas contiene
que amargas lágrimas lloro.
¿Por qué no me matarán
de los hijos que he perdido
los recuerdos, si un volcán
en mi pecho han encendido?
¡Ah! no me devora el fuego
de mi violenta pasión,
porque con lágrimas riego
de continuo el corazón.
Si bienes me dio el destino
en lozana juventud,
mayores males previno
para echarme al ataúd.
La muerte de Fath lloraba,
y apenas de aquella herida
la cicatriz se cerraba,
perdió mi Yazid la vida.
¡De mi amor estrechos lazos,
ya para siempre os perdí!
¡De mis entrañas pedazos,
os arrancaron de mí!
¡Oh refulgentes luceros,
vuestra luz se extinguió ya!
Hasta los días postreros
vuestro padre os llorará.
Guíeme tu luminosa
huella ¡Oh Fath! al paraíso,
ya que como mártir quiso
darte Alá muerte gloriosa.
¡Oh Yazid! no me consuelo
de tu pérdida temprana.
Ni aun creyendo que del cielo
gozas la luz soberana.
Vuestra madre, en su dolor,
la bendición os envía;
con ella va el alma mía
a los hijos de su amor.
Nuestro llanto de amargura
corre unido sin cesar.
¿Quién, de alma fría y dura,
no llora al vemos llorar?



Mientras que al-Mutamid, cargado de cadenas, sólo con gran trabajo podía arrastrarse de un lugar a otro, vino a visitarle su hijo Abu Hišan, y a la vista del desventurado padre rompió en desconsolados sollozos. Era el más mozo de los hijos de al-Mutamid, el más amado, y aquel a quien el Rey, después de la batalla de al-Zallaqa, donde sobresalió por su valentía, había dirigido estos versos:


   Pensé en un instante en la fuga,
mas firme volví a la lid,
porque al mirarte, hijo mío,
me avergonzaba de huir.



Ahora Abu Hišan, en muy diferentes circunstancias, estaba llorando delante de su padre. Éste dijo:


   ¡Ay, cuánto he padecido!
¡Tened piedad de mí, rudas cadenas!
El peso me ha rendido.
Los fuertes eslabones me han herido,
consumiendo la sangre de mis venas.
Mi Abu Hišan, el corazón llagado
y el noble rostro en lágrimas bañado,
este tormento mira.
Tened también piedad del joven bello,
que no doble al dolor su erguido cuello;
que el destino, en su ira
no le obligue a que llore
y de vosotras compasión implore.
Mover en fin vuestra piedad debían
sus hermanas pequeñas, que en el seno
maternal con la leche ya bebían
del infortunio el áspero veneno.
Una en continuas lágrimas se anega,
cuyo fervor la ciega;
otra fecundo pecho busca en vano
con los hambrientos labios y la mano.



Cuando se vio completamente aislado, sin amigo alguno con cuya conversación distraerse o consolarse, y cuando vio que su infortunio no tenía término, se lamentó de esta manera:


   ¿Por qué he de esperar que vuelvan
aquellas horas alegres,
y que sanen mis heridas
y que mis dolores cesen?
Con mi vida el infortunio
se ha ligado para siempre.
¡Oh palacio de al-Zahi!
¡Oh suntuosos banquetes,
cuando en mi mesa solían
tomar asiento los reyes!
Así el placer y el dolor,
así los males y bienes
la tela de nuestra vida
con varios colores tejen,
hasta que corta la tela
y la esperanza la muerte.



Cuando había ya padecido largo tiempo en la dura cárcel, y pasado en ella horribles noches de insomnio, dijo a la tormenta, cuyos relámpagos y truenos le parecía que anunciaban al mundo su prisión y sus males:


   Ora en todas las regiones
con su voz el trueno anuncia
que encerrado en la mazmorra
yaces como en una tumba.
Desde el ocaso al oriente
la tempestad rauda cruza
y con su voz va llenando
los corazones de angustia.
La nueva de tu infortunio,
que sus acentos divulgan,
arranca llanto a los ojos,
conmueve el alma más dura,
y con dolor compasivo
la paz y la dicha turba
de los felices espíritus
que moran en las alturas.
Éstos dicen: «¿Quién al fuerte,
al vencedor atribula?
¿Quién al primero en las lides
lanza en sima tan profunda?»
Yo respondo: «En esta sima
me lanzó la desventura;
combatí contra el destino
y fui vencido en la lucha.
Cual saquea los rebaños
de ladrones una turba,
de bienes, poder y gloria
me despojó la fortuna».



Entre los prisioneros de Agmat había algunos dotados de talento poético, los cuales suplicaron al alcaide que los dejase algunas veces entrar en el calabozo de al-Mutamid para consolar su dolor conversando. Siempre que el alcaide accedía a esta súplica, halló al-Mutamid algún alivio a sus penas, contando a los amigos su desgracia y confiándoles los secretos de su corazón; pero cuando pasaba el tiempo que para estar juntos se les había otorgado, y el rey se quedaba solo, caía de nuevo en honda melancolía. Por último, estos prisioneros fueron puestos en libertad, y él permaneció en la cárcel. Cuando vinieron a despedirse, tristes ya sólo por el rey y contentos de su ventura, al-Mutamid les dijo:


   ¿Por qué de mi llanto nunca
ha de agotarse el venero
que mis mejillas marchita,
constantemente corriendo?
Por el infeliz amigo
rogad, amigos, al cielo,
y dadle gracias porque
os libró del cautiverio.
A esperar igual ventura,
a soñarla no me atrevo.
¿Quién romperá las cadenas
que me lastiman los miembros?
Me ciñen cual negras sierpes
sus eslabones de hierro,
y cual dientes de leones
van triturando mis huesos.
Mas esta dicha presente
de mi dolor es consuelo,
vuestros corazones laten
con vivo gozo en el pecho.
Id, pues, felices y libres,
y a Dios juntos alabemos
por mi constante desdicha,
por vuestro bien y contento.



Por último, el desventurado príncipe se rindió al peso de tantos males. Murió en su calabozo de Agmat, en el año 1095. En su entierro cuenta su biógrafo, se llamó al pueblo a la última oración y se habló de él como de cualquier otro extranjero. ¡Extraño destino de un soberano en otro tiempo tan poderoso y grande! ¡Alabado sea el Ser que siempre permanece y cuyo poder y grandeza eternamente duran! En cuanto a la suerte de los suyos, sólo podemos decir que una de sus hijas fue vendida en Sevilla como esclava, y que su nieto se ganaba posteriormente la vida con el oficio de platero236.




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- XI -

Ibn Zaydun, Ibn Labbun, Ibn Ammar e Ibn al-Jatib


Al echar una mirada sobre la larga lista de poetas andaluces cuyos nombres nos han trasmitido los historiadores arábigos, es difícil dominar el sentimiento de tristeza que nos inspira lo caduco de la gloria literaria. Las obras de estos poetas, que los críticos y literatos contemporáneos ponían en las nubes con extraordinarias alabanzas, que estaban en la boca de todos, que eran el encanto de un pueblo ingenioso y culto, han desaparecido en gran parte, y aun aquellas, bastante numerosas, que se han salvado de la pérdida general en los Diwanes y Antologías, no llaman a sí cuanto deben la atención de los filólogos orientalistas, a fin de descifrarlas con trabajo.

Si el celo que recientemente se ha despertado en favor de la literatura provenzal se aplicase también a la arábigo-hispana, y se hiciesen ediciones y traducciones de las vidas y escritos de los poetas andaluces, alcanzaríamos el debido conocimiento de un memorable período de la cultura europea. No creo que me ciega una extremada predilección al asegurar que la poesía de los musulmanes españoles, a pesar de todas sus faltas, es muy superior a la poesía de los trovadores provenzales, por la ternura del sentimiento y la riqueza y el brillo de las imágenes, mientras que el valor de su contenido histórico no es menor tampoco. Sin embargo, apenas se puede esperar que este vacío en la historia general de la literatura se llene pronto cuando se nota la desidia que aqueja a los orientalistas. El presente trabajo no pasa de ser una tentativa, un conato de cumplir empresa tan grande, para la cual apenas bastaría toda la vida de un hombre.

En mi obra, por consiguiente, sólo se da al lector una ligera noticia del vasto campo inexplorado. Las biografías de los diversos poetas quedan fuera de sus límites, y sólo por excepción se habla de la vida de algunos, o bien cuando así lo requiere la inteligencia de los versos que se citan, o bien cuando los sucesos de dichas vidas vierten mucha luz sobre las circunstancias literarias de la España muslímica. Por estas razones hemos hecho el bosquejo de la vida de al-Mutamid, y por estas razones vamos a dar también una breve noticia de algunos de los innumerables poetas andaluces.

Entre los más famosos resplandece Ibn Zaydun. De él sabemos que nació en el año 1003, y que, gracias a su talento sobresaliente, alcanzó alta posición e influjo, desde su primera juventud, cerca de Ibn Yahwar, el que después de la caída del último omeya, de quien había sido guarda-sellos, fue en Córdoba presidente del Senado y supremo jefe del ejército de la república237. Durante mucho tiempo poseyó Ibn Zaydun la entera confianza del mencionado personaje, y fue enviado como embajador a muchas de las pequeñas cortes de Andalucía. Así evitó los tiros de la envidia; mas al fin le hirieron y le hicieron caer. Las circunstancias que concurrieron a su desgracia se ignoran del todo, pero es verosímil que contribuyesen a ella sus relaciones amorosas con la hermosa y discreta Wallada. Esta princesa, de la familia de los Beni-Omeyas, apasionada de la poesía y famosa asimismo por sus versos, dio la preferencia a Ibn Zaydun entre todos sus otros adoradores, y sin duda un rival despechado se vengó del favorecido con acusaciones, a que prestó fácil oído Ibn Yahwar. El antes poderoso favorito fue entonces encerrado en una cárcel, y en balde procuró ganar otra vez el favor de su señor por intercesión de un amigo. Logró, con todo, fugarse de la prisión, y después de haber estado algún tiempo escondido en Córdoba, se fue hacia la parte occidental de Andalucía. Su amor por Wallada y el deseo de vivir cerca de ella le trajeron a menudo a los ya medio desolados jardines y quinta de al-Zahra, donde esperaba ver en secreto a su querida princesa. Después anduvo vagando mucho tiempo por diversos puntos y comarcas de España, y vino, por último, a la corte de al-Mutamid, quien le acogió amistosamente, y desde entonces, honrado con la confianza de este príncipe, vivió en Sevilla. Ocurrió su muerte en el año 1071.

Los antólogos arábigos, tan inclinados por lo común a los más pomposos encomios, de los cuales no es posible hacer mucho caso, apuran en loor de la grandeza poética de Ibn Zaydun todo el tesoro de sus acostumbradas hipérboles. «Su poesía, dicen, posee una fuerza superior a la del arte mágica, y su sublimidad compite con la sublimidad de las estrellas». Aunque no debemos convenir en tales exageraciones, los versos de Ibn Zaydun, inspirados en gran parte por su amor a Wallada, nos parecen notables por el espíritu que en ellos vive y que tanto recuerda el espíritu de la moderna poesía. Generalmente se cree que aquellos arrobos de amor, aquellos ensueños melancólicos, aquellos sentimientos delicados y aquellas pinturas de la naturaleza, que tanto hermosean la poesía moderna, hallaron en Petrarca su primera expresión; pero yo me atrevo a afirmar que Ibn Zaydun debe ser considerado como predecesor del cantor de Vauclusa. Como Petrarca, «vaga triste y pensativo por el silencioso sendero, en cuya arena no hay estampada huella humana; los peñascos y el arroyo murmurador son sus confidentes, y nadie hay en torno suyo que oiga sus quejas; sólo el amor va siempre a su lado. Entre las recientes ruinas de la grandeza omeya, en los devastados mágicos jardines de al-Zahra, aumenta su constante amor a Wallada, y llama por testigos de su dolor a los astros que iluminan sus noches de insomnio. Como Childe Harold, lleva consigo de lugar en lugar el desasosiego de su espíritu, buscando la paz que a su corazón le ha sido para siempre negada.

De la época de su estancia habitual en al-Zahra son las siguientes líneas, que su biógrafo encabeza de esta suerte:

«Luego que la primavera adornó los huertos con su túnica verde, abrió lirios y rosas, dio más caudal a los arroyos, e inspiró a los ruiseñores dulces trinos, con el espíritu más sereno, solía el poeta pasar alegremente las tardes en la enramada florida y en los bosquecillos umbrosos respirando el dulce y perfumado ambiente».

Entonces sentía con viveza el deseo de volver a ver a Wallada; y no pudiendo ir a Córdoba, escribía cartas a la princesa, donde le pintaba las emociones de su corazón y le daba quejas porque no venía a visitarle, teniéndole tan cerca:


   Triste por los jardines de al-Zahra
en ti pensando voy:
ríe la tierra, y despejada y clara
la atmósfera está hoy.
Tan apacible el aura de Occidente
y tan blanca suspira,
que me parece que mis penas siente
y con piedad las mira.
Si al discurrir por floresciente suelo
brilla, del sol herido,
collar de perlas es el arroyuelo
a tu cuello ceñido.
Este día recuerda la hermosura
de otro remoto día,
cuando, en secreto, amor nos dio la ventura
y fugaz alegría.
Las flores que destilan el rocío
se diría que lloran,
que lamentan el fin del amor mío,
que mi suerte deploran.
Hoy, como entonces, la fecunda vega
se adorna de colores,
y al peso del rocío se doblega
el tallo de las flores.
Cual rosicler de la mañana vivo
la rosa resplandece,
y el loto soñador y pensativo
en el aura se mece.
Y todo cuanto siento y cuanto veo,
flor, aura, luz, perfume,
enciende, aviva más este deseo,
que el alma me consume.
Ojalá que me hubiese arrebatado
sentir y ser la muerte,
antes que me apartase de tu lado
la despiadada suerte.
Si el céfiro a tu lado me llevara
en sus alas ligeras,
en lo pálido y mustio de mi cara
mi dolor conocieras.
Mi única, mi querida, mi tormento,
a quien jamás olvido,
tus protestas de amor, tu juramento,
dime, ¿dónde se han ido?
La ingratitud del pecho te arrancaba
tan molesta memoria,
mientras guardar la fe que te juraba
era toda mi gloria.



A Wallada van también dirigidas las siguientes composiciones:

- I -


   Cuando en el centro del alma
te hablo de amor, vida mía,
el corazón me destrozan
los recuerdos de mi dicha.
Desde que ausente te lloro
mis noches pasan sombrías,
porque nunca tu belleza
con su luz las ilumina.
El que de ti me apartasen
entonces yo no temía:
hoy juzgo al verte de nuevo
dulce y soñada mentira.



- II -


Aunque de ti me alejaron
es tu morada mi pecho:
por el mundo me olvidaste,
y eres mi mundo y mi cielo.
Las dichas que te rodean
borran en tu pensamiento
del que constante te ama
hasta el más leve recuerdo.
Aún no he logrado, sin duda,
el fin que siempre pretendo
¿qué fin? dices. De mi vida
responda cada momento.



- III -


   Si tú quieres, nunca, nunca
acabará nuestro amor:
misterioso, inmaculado,
vivirá en mi corazón.
Para conquistar el tuyo,
sangre y vida diera yo.
Siendo corto el sacrificio,
comparado al galardón.
Este yugo de mi alma
nadie nunca le llevó;
mas tú le pusiste en ella;
no temas su rebelión.
¡Despréciame! he de sufrirlo;
¡ríñeme! tienes razón;
¡huye! te sigo; ¡habla! escucho;
¡ordena! tu esclavo soy.



- IV -


   Desde que dejé de verte,
las fuerzas me abandonaron,
y se descubrió el misterio
que sólo a ti he confiado.
Me han de rechinar los dientes
si me intimido y abato,
y no intento lo imposible
para vivir a tu lado.
Quiera Dios que ver de nuevo
pueda yo tu soberano
rostro, bello cual la luna,
como las estrellas claro.
Ora, en mis oscuras noches,
me lamento, recordando
las que contigo lucientes
y tan rápidas pasaron.



Durante su permanencia en el Occidente de Andalucía, compuso Ibn Zaydun unos versos, donde, con motivo de las fiestas que siguen al Ramadán, que es el mes de ayuno o la cuaresma de los muslimes, recuerda con vivo sentimiento los días felices que pasó con los amigos en la patria. En estos versos se citan varios palacios, jardines y quintas de Córdoba y sus cercanías:


   Ya no me alegran las fiestas
con que el Ramadán termina:
temprano y tarde mi pecho
lleno de dolor suspira.
Volar a Yarb al-Icab
tan sólo mi mente ansía.
O el prado que al pie del monte
extiende verde alcatifa,
o el bello alcázar persiano,
que el alma jamás olvida,
ya que por él mi deseo
arde como llama viva.
En el valle de Ruzafa
mi pensamiento se fija,
tristes memorias hallando
de breves pasadas dichas.
¡Cómo en Musannat Malik
era grande mi alegría,
ya bebiendo, ya nadando
sobre las ondas tranquilas!
En el claro y limpio lago
blandamente me mecía,
y en los espejos bruñidos
era su faz cristalina
que en los famosos salones
de Salomón relucían.
¡Oh sitios donde he gozado
de las mayores delicias,
do amor me brindó sus bienes,
do paz y contento habitan!
¡Oh mi al-Zahra, cómo anublan
las lágrimas mis pupilas,
al ver que en tu paraíso
la entrada me fue prohibida!
¡Oh, de alicatados muros,
morada de los califas,
cuyo resplandor ofusca
más que sol de mediodía!
Siempre los ojos del alma
contemplan la hermosa quinta
y las dos torres soberbias,
que como las joyas brillan.
A todos allí los hados
dones espléndidos brindan;
como en el Edén, allí
el pensamiento se hechiza;
allí, donde las palomas
del calor que las fatiga
buscan alivio, en las siestas,
bajo la enramada umbría,
el amor me dio su gloria,
me fue la suerte propicia.
Ora, en vez de los acentos
de las cantadoras lindas,
mi sueño interrumpe el búho,
que agorero y ronco grita.
Antes, al dorar los cielos
el alba con su sonrisa,
vino aromático y puro
me escanciaba mi querida;
hoy me despierta azorado
espantosa pesadilla,
y pongo mano a la lanza
para defender mi vida.
¡Ay cuán rápida pasaba
del Betis en las orillas!
Orillas del Guadiana,
¡ay, qué lenta se desliza!



En el tiempo que aún estaba el poeta escondido en Córdoba, escribió la siguiente epístola a su íntimo amigo Abu Bakr Ibn Labbana, poeta también. En ella habla de su desgracia y de su amor a Wallada, se disculpa de su fuga del calabozo, y ruega a su amigo que interceda por él cerca de Ibn Yahwar, para que desatienda las acusaciones de sus enemigos, a las que dio crédito muy ligero:


   Vivo de mis amigos separado,
por la distancia no, sí porque ahora
verlos y hablar con ellos no me es dado.
    La suerte, siempre infiel, siempre traidora,
aquel lazó rompió que nos unía,
y su crueldad mi corazón deplora.
    Desde que no los veo, cual solía,
raras veces mis párpados el sueño
con encantado bálsamo rocía.
    En balde forma el peregrino empeño,
por llegar a los puros manantiales
y ser del agua codiciada dueño.
    ¡Ay! Detienen su paso los jarales;
con espinas le hiere la maleza;
cercada está la fuente de zarzales.
    De aquella corza de sin par belleza,
a quien mi tierno pecho dio guarida,
me separa del hado la fiereza.
    ¡Cuán gentil es la vida de mi vida,
profundo el seno, estrecha la cintura,
y toda ella en juventud florida!
    El corazón, henchido de amargura,
como tiembla el zarcillo de su oreja,
me temblaba dejando su hermosura.
    Yo no logré mi enamorada queja
decir entonces, porque anuda el llanto
la lengua y libres los suspiros deja.
    ¿Cómo no ve la juventud que tanto
atrevimiento al envidioso mueve?
¿Cómo el corcel no mira con espanto
    que detenerle en su carrera debe
y sus bríos domar áspero freno,
cuando del mundo al límite se atreve?
    ¿No se mella el alfanje sarraceno?
¿No se abate la flecha voladora?
A pesar del destino, está sereno
    mi corazón indómito, y ahora
a ti se vuelve, y por tu amor confía
en recobrar lo que perdido llora.
    Noble Abu Bakr, de la vida mía
firme sostén, desde que el padre amado
cerró los ojos a la luz del día,
    sobre mí tu favor has prodigado,
como el tesoro de las aguas vierte
fecunda nube en el sediento prado;
    tú, de mi alma en el acero inerte
al tocar, produjiste la centella,
el fuego que en mi espíritu se advierte,
    mientras el que tu espíritu destella
cual sol hizo brotar las gayas flores,
y adelantó la primavera bella,
    y aromas dio y espléndidos colores
al jardín de los genios, do he podido
ramilletes tejer encantadores.
    Hoy el dolor me tiene envejecido;
dentro de mí se anida el desaliento,
y aún no está mi caballo encanecido.
    Cual huerta no regada el alma siento,
cuyo verdor lozano se marchita;
estéril, seco está mi pensamiento.
    Más que alienzo sutil que el viento agita,
más que al camello carga triplicada,
me ha quebrantado la prisión maldita.
    Como a otros, cosecha sazonada
en su pensil el mundo me ofrecía,
y me dio sólo fruta emponzoñada.
    Quizás ardiente anhelo me extravía;
pero, si mi imprudencia erró el camino,
me valdrán la constancia y la osadía.
    Me alcé como el lucero matutino,
las pléyades herir quiso mi frente,
y al suelo en fin me derribó el destino.
    Anhelado lugar; puesto eminente
el Príncipe en su gracia me otorgaba,
cuando me desechó tan duramente.
    Fue inútil luego cuanto yo pugnaba
por tornarle propicio, pues artera
la envidia su cariño me robaba.
    Yo canté la justicia con que impera,
y de Córdoba el alto señorío,
joya luciente, del saber esfera,
    que al mundo da magnífico atavío,
cinto en el medio, y en la sien corona;
pero el Príncipe oyome con desvío,
    porque la turba que feroz se encona,
la camada de sierpes, que arrastrando
al águila sus vuelos no perdona,
    me estaba en las tinieblas calumniando.
Harto ya de sufrir tanta clausura
y receloso del contrario bando,
    audaz fugueme de la cárcel dura;
mas el huir no prueba mi delito:
para evitar más honda desventura,
    inocente Moisés huyó de Egipto.
Con el dueño benigno a quien venero
a poderosa intercesión te invito.
    En ti fundar mi confianza quiero:
de su dulzura, que el error olvida,
que tu voz oiga y me perdone espero.
    Si mi súplica humilde es atendida,
¡oh Abu Bakr! tu apoyo nuevamente
el sello del honor pondrá en mi vida.
    En tu apoyo al pensar goza mi mente,
como goza el olfato, si el perfume
de almizcle y ámbar derretido siente.
    Tendrá fin el pesar que me consume,
si el ansiado perdón por ti me llega,
como mi alegre corazón presume;
    pero si injusto el Príncipe le niega,
apelo al mismo Dios, Señor del mundo,
cuya justicia la pasión no ciega,
y ve del corazón en lo profundo.



Como una de las más sobresalientes figuras entre los poetas mahometanos de España debe contarse también Ibn Labbun, noble señor andaluz, de atrevidos y elevados pensamientos. Gobernador de Murviedro, se hizo independiente de la soberanía del débil al-Kadir, pero sin tomar el título de príncipe. Cuando el Cid se apoderó de Valencia, pidió a los comandantes de todos los castillos cercanos que le suministrasen víveres para su ejército, con, la amenaza de que los tomaría por fuerza si a ello no se avenían. Esto colocó a Ibn Labbun en situación muy angustiosa. Era evidente que con sus cortísimos recursos no se podía defender contra el Cid, y que era absurdo provocar su cólera. Por otra parte, aun cediendo, estaba seguro de que el Cid había de saquear su estado. Entonces determinó dar a Murviedro y sus demás dominios a Ibn Razin, señor de Albarracín, a trueque de la renta de un año. Pronto, sin embargo, se arrepintió de lo hecho, y lamentó su pérdida grandeza, aumentando este sentimiento lo mal que Ibn Razin se condujo con él. Las más de sus composiciones poéticas están escritas con este motivo:

- I -


   Atrás. ¡Dejadme que corra
al Ocaso y al Oriente!
¡Venga el fin de mi dolor,
o venga pronto la muerte!
Un cubil y un hueso bastan
para que el can se contente;
mas el águila real
será menester que vuele.
Desde lo sumo del aire,
en que altanera se cierne,
con los penetrantes ojos
campos busca, espía reses,
o remontándose al cielo,
la tierra de vista pierde,
yo como el águila vivo,
volando, aspirando siempre.
Cuando una región me cansa,
el mejor de los corceles
me lleva cual torbellino
a otras regiones y gentes.
Los amistosos consejos
no consiguen detenerme;
espuelas doy al caballo;
voy donde nadie se atreve,
soy como el sol, que en un punto
del ancho cielo amanece,
y en la extremidad opuesta
entre las ondas se duerme.



- II -


   ¿Dónde se ocultan los soles
que cerca de mí lucieron,
mientras que el mundo envolvían
las sombras en negro velo?
¿Dó las noches que a tu lado
pasé con dulce misterio,
cuando dormía el celoso
y no espiaban sus celos?
¡Qué placer cuando tu diestra
el vaso me daba lleno
del áureo vino, encendido
cual flor del algarrobero!



- III -


   Seguidme al desierto, amigos,
para que busque en la arena,
de la mansión de mi amada
las ya derruidas piedras.
Recordar quiero las noches
que alegre pasé con ella,
y llorar el tiempo hermoso
que para siempre se aleja.
Lozano vástago verde
entonces mi vida era,
que crece en planta jugosa
y se dilata con fuerza.
Aún en paz con el destino,
dichas lograba completas:
rico vino me escanciaba,
mañana y tarde, mi bella.
Estrechándola en mi seno,
ebrio de vino y terneza,
beber pensaba en sus ojos
el fulgor de las estrellas.
El deleite sobre ambos
quiso desplegar su tienda:
allí pláticas sabrosas,
risas, cantares y tiernas
caricias, y dulces besos,
y el sonar de la vihuela,
y tener en abundancia
cuanto la mente desea,
a fin que el anhelo en goces
apenas nacido muera.
¿Quién pensará que venía
el infortunio tan cerca?
No hay que fiar ¡oh fortuna!
En tus falaces promesas.
Quien gusta licor suave,
nunca las heces sospecha.
Me embriagaste con tus dones,
trastornando mi cabeza,
y luego de hiel amarga
me diste la copa llena.
¡Cuánto dolor sobre mí
desde aquel instante pesa!
¡Ay, cuánta noche de insomnio
pasé sintiendo mis penas!
¿Cómo pensar que mis planes
en mi daño se volvieran?
¿Por qué me castiga el cielo?
¿Por qué culpa me condena?
Cuando me llamó la gloria,
no reposé hasta tenerla,
llevando en nobles arranques
a todos la delantera.
Aunque eres cruel, fortuna,
justo es que yo te agradezca
que arrancaste de mis ojos
alucinados la venda.
Antes soñando vivía;
ya tu mano me despierta,
de los hombres y del mundo
mostrándome la vileza.



- IV -


   Basta, basta; ya del mundo
para siempre me separo;
sus mentiras no me ciegan,
he roto todos sus lazos;
ya mi horizonte limita
de un pobre huerto el vallado.
En mis libros confidentes
y amigos tan sólo hallo.
Noticias me dan del mundo
y de los siglos pasados.
Y un tesoro de verdades
me ofrecen y desengaños;
mas sentiré que en la huesa
me den los hombres descanso,
sin saber qué corazón,
qué ingenio habrán sepultado.



La vida de Ibn Ammar presenta uno de los más extraordinarios ejemplos de los lances y aventuras de los errantes cantores de Andalucía. Nacido de humilde cuna y en desvalida pobreza, vagando luego de lugar en lugar como un mendigo, cantando y pordioseando su pan, amigo después y consejero de un rey, su visir prepotente y su dichoso y hábil capitán, que despojaba de sus estados a los príncipes; y, por último, elevado también a la dignidad real, aunque derrocado pronto desde tan vertiginosa altura en más hondo abismo de miserias, este poeta sería adecuado héroe de una historia en que se reflejase la España muslímica del siglo XI, como la España cristiana del XVII se refleja en el Gil Blas238. Ibn Ammar nació en una aldea cerca de Silves. En Silves recibió su primera educación literaria, de allí pasó a Córdoba a perfeccionarse. Pronto sus composiciones poéticas le dieron cierta fama, y desde entonces empleó este talento para ganarse la vida, recorriendo las ciudades y villas de Andalucía, y componiendo panegíricos a grandes y pequeños en cambio de una limosna. Así volvió a Silves, sin poseer más que una mula, a la que no tenía pienso que dar. En este apuro, acudió a un rico y presumido mercader, antiguo conocido suyo, y le compuso una qasida llena de las más estruendosas alabanzas. El mercader no se mostró insensible a tanta lisonja, y le dio en pago un costal de cebada. Ibn Ammar quedó encantado de tanta generosidad y de tan rico presente. Otra qasida, que empieza:


   Dadme el vaso; las auras matinales
se extienden sobre valles y colinas;
las pléyades se paran fatigadas
de recorrer la bóveda sombría.



Llamó la atención del rey al-Mutadid de Sevilla, el cual mandó que le presentasen al errante poeta. Éste consiguió pronto hacerse amigo del Príncipe heredero al-Mutamid. Las relaciones amistosas entre los dos, según la expresión de su biógrafo, eran más íntimas que las de un hermano con un hermano y las de un padre con su hijo. Lo que hizo que nuestro aventurero conquistase en tan alto grado el favor del Príncipe fue principalmente su talento poético. Ibn Ammar se hizo tan famoso con sus qasidas que, después de Ibn Zaydun, pasa por el mejor poeta de su siglo. Sin embargo, sus composiciones están, en nuestro sentir, muy por bajo de las de Ibn Zaydun. Rara vez hay en ellas una sola palabra que salga del corazón y que vaya al corazón, y en cambio, nos fatigan con rebuscados giros y metáforas, que causan más bien la impresión de ejercicios retóricos que de legítima poesía.

En la encantadora mansión de Silves, donde gobernaba al-Mutamid, pasaron los dos amigos muy felices días, que ambos han inmortalizado en sus versos. Con todo, Ibn Ammar tuvo desde entonces sombríos presentimientos de que su dicha y la amistad del Príncipe no habían de durar siempre. Se cuenta que una tarde le llamó al-Mutamid a la estancia, en la que sólo era permitido entrar a los más íntimos. Al-Mutamid solía hacer esto con frecuencia, pero aquella tarde estuvo más afectuoso que de costumbre, y convidó también a Ibn Ammar a que pasase allí la noche. Ya muy mediada ésta, y cuando ambos dormían, oyó Ibn Ammar una voz que le gritaba: «¡Está alerta, infeliz; porque te matará dentro de poco!» Entonces despertó, lleno de espanto, pero pronto volvió a dormirse, y oyó de nuevo el mismo grito, que le despertó otra vez. Habiendo oído el mismo grito por vez tercera, Ibn Ammar se levantó azorado, se envolvió en un cobertor y bajó precipitadamente al patio del palacio, a fin de esconderse allí y aguardar la venida de la mañana para huir hacia algún puerto y embarcarse para África.

Poco después se despertó también al-Mutamid, notó la desaparición de su amigo, y llamó a sus esclavos para que encendiesen antorchas y le buscasen. El mismo al-Mutamid iba buscándole, y pronto le descubrió en su escondrijo. Cuando le preguntó a solas la causa de su fuga, Ibn Ammar no pudo menos de confesarla. «Amigo, contestó al-Mutamid, el vino te ha trastornado la cabeza y ha producido la pesadilla. ¿Cómo había yo de matarte? Tú eres mi alma y mi propia vida. Eso sería un suicidio». Con estas cariñosas palabras volvió la calma a su espíritu; pero, como añade el biógrafo, al-Mutamid mató su propia vida.

El escepticismo de Ibn Ammar, despertado en él desde temprano, quizá por efecto de su vagabunda y desastrada vida, y que se mostraba en el pleno goce de los favores y amistad del Príncipe, haciéndole dudar de que fuesen estables, se extendió también a la religión. Un día, yendo con el Príncipe a la mezquita, y oyendo la voz del muecín que en el alminar resonaba, dijo al-Mutamid, improvisando:


   ¡Oye! En el alminar de la mezquita
el almuédano llama a la oración.



Ibn Ammar contestó:


   La suma de sus culpas infinita
así tal vez conseguirá perdón.



Al-Mutamid prosiguió:


   Bien merece el perdón y la ventura,
porque da testimonio de verdad.



Y Ibn Ammar replicó:


   Con tal que todo eso que asegura
no lo tenga por una falsedad.



No bien subió al-Mutamid al trono, Ibn Ammar, como su principal valido, obtuvo los más altos empleos. Primero fue gobernador de Silves, donde hizo su entrada con casi regia pompa, cercado de numerosos esclavos y servidores. El brillo de su nueva posición no le hizo olvidar a aquellos que le habían favorecido con algún beneficio cuando era poeta vagabundo. Habiendo sabido que vivía aún el mercader que le había dado por su qasida un costal de cebada, le envió el mismo costal lleno de monedas de plata; haciendo que le dijesen que si le hubiese enviado trigo en vez de cebada, en vez de monedas de plata hubiera recibido monedas de oro.

El joven Rey no pudo por largo tiempo sufrir la ausencia de su favorito. Le llamó a Sevilla y le nombró su visir y primer general. Ibn Ammar, que era ya temido de los príncipes andaluces a causa de lo punzante de sus sátiras, adquirió entonces tal influjo y tan alto grado de poder, que su fama se extendió por toda la Península. Era depositario de los sellos reales; mandaba con casi ilimitado poder en el ejército, y cuando caminaba con brillante séquito y banderas desplegadas, se hacían sonar las trompetas. También mostró Ibn Ammar notable habilidad para la diplomacia, y muchas veces fue enviado a la corte de Castilla para tratar importantes asuntos. En cierta ocasión, como las huestes cristianas avanzasen en gran número contra Sevilla, logró por medio de un ardid apartar el peligro que amenazaba a los mahometanos. No ignoraba la afición de Alfonso VI al juego de ajedrez, se apercibió con uno de costoso trabajo, cuyas figuras eran de ébano, sándalo y aloe. En seguida fue como negociador al campamento de Alfonso VI, y se compuso de suerte, que su juego de ajedrez llamó la atención de los cortesanos. Uno de ellos habló de él al Rey, y excitó de tal suerte su deseo de poseer el juego, que en cuanto vio a Ibn Ammar le dijo que le quería. «Bien está, contestó el astuto visir por medio del intérprete; jugaré contigo una partida, y, si me ganas, te quedarás con el ajedrez; pero, si yo te gano, has de satisfacerme una exigencia». El Rey, luego que vio el ajedrez, quedó tan encantado, que se inclinó a aceptar la condición para poseerle. Entre tanto, Ibn Ammar, que se había retirado, puso en secreto de su parte a algunos de los grandes por medio de considerables sumas de dinero. El juego de ajedrez no se apartaba del pensamiento del Rey, y no pudiendo resistir más, consultó a los grandes sobre la proposición que Ibn Ammar le había hecho. Éstos excitaron más su codicia, y Alfonso VI llamó de nuevo al árabe y aceptó la condición. Se preparó el tablero, y el Rey y el mahometano se pusieron a jugar, siendo los caballeros y grandes, allí presentes, testigos y jueces en la contienda. Ibn Ammar era un jugador de ajedrez distinguidísimo; no había en toda Andalucía quien compitiese con él. Así es que ganó la partida en presencia de todos y de un modo brillante. Entonces dijo al Rey: «Está bien: ahora puedo enunciar claramente mi petición». Alfonso le preguntó que cuál era. «Te pido, contestó, que tú y tu ejército os volváis al punto a vuestra tierra». Al oír estas palabras, el Rey frunció el entrecejo y se levantó enojado, pero pronto se repuso y dijo a los grandes: «Algo sospechaba yo de que iba a parar en esto; pero vosotros me dijisteis que su petición no podía tener importancia». Entonces mostró el propósito de no considerarse obligado por la promesa, y de llevar adelante su expedición; pero le hicieron presente que el primero de los reyes cristianos no debía faltar a su palabra. Poco a poco el Rey hubo de tranquilizarse, prometiendo que se retiraría si en aquel año se le pagaba doble tributo. Ibn Ammar, no sólo convino en esto, sino que inmediatamente puso a los pies del Rey el dinero que dicho tributo importaba. El Rey se retiró con sus huestes, y así, por aquella vez, se vieron libres los mahometanos de la invasión enemiga239:

También fue enviado Ibn Ammar para tratar asuntos diplomáticos a la corte de Raimundo Berenguer II, conde de Barcelona. A su vuelta pasó por Murcia, y concibió la idea de agrandar el reino de Sevilla con aquel estado. Después de persuadir a al-Mutamid de lo excelente de su plan, marchó con un poderoso ejército para derribar de su trono a Ibn Tahir, señor de Murcia. Con el auxilio de un traidor lo consiguió pronto, y Murcia le abrió sus puertas. Ibn Ammar quiso dulcificar la suerte del príncipe destronado, que había caído en su poder, y le envió una vestidura de honor. Ibn Tahir respondió orgullosamente al que se la trajo: «Di a tu amo que yo no quiero de él sino una larga zamarra y un gorro tosco». Cuando repitieron a Ibn Ammar tales palabras, dijo para sí: «Ya comprendo lo que significan: me recuerda el vestido que yo usaba cuando pobre y menesteroso vine a su corte y le recité mis poesías. ¡Alabado sea Aquél que, según su voluntad, da y quita, eleva y abate!» Con todo, no perdonó a Ibn Tahir la ofensa, y mandó que le redujesen a dura prisión en un castillo.

Desde entonces imperó en Murcia nuestro aventurero, en apariencia como virrey o lugarteniente de al-Mutamid, pero en realidad con ilimitada soberanía. El buen éxito de sus empresas y la deslumbradora altura de poder en que se había colocado le hicieron perder el tino. Cuando daba audiencia, aparecía con un adorno de cabeza o bonete puntiagudo, que sólo los reyes solían usar, y empezó a obrar tan inconsiderablemente, que vino a hacerse sospechoso de rebelión. A la verdad no había ningún fundamento para afirmar que tuviese propósito de sublevarse, pero su extraña conducta facilitó a sus enemigos y envidiosos el darle cierto viso y apariencia de desleal, excitando los recelos de al-Mutamid. Ibn Ammar procuró entonces apaciguar a su amo con una poesía en que apelaba a las innumerables pruebas de adhesión que le había dado, pero sus rivales no descansaron hasta que le pusieron en lucha abierta con el Rey. Versos, como de costumbre, dieron la señal para el rompimiento de las hostilidades. Ibn Tahir, el destronado príncipe de Murcia, se escapó de la cárcel en que In Ammar le tenía, y halló asilo en la corte del príncipe de Valencia. Ibn Ammar, furioso contra éste, compuso una poesía excitando a los valencianos a la rebelión. Al-Mutamid la parodió, llenando de invectivas a su antiguo privado, y éste, ardiendo en cólera, escribió una sátira, en donde, no sólo maltrató al Rey de Sevilla, sino que también insultó a su mujer. La sátira llegó a noticia de los injuriados, y la reconciliación se hizo imposible240.

De este modo se vio precisado Ibn Ammar a tomar una posición independiente. Poco después, a instigación de aquel mismo traidor que le había abierto las puertas de Murcia, se le sublevaron los soldados, pidiendo a gritos las pagas atrasadas, y amenazándole con entregarle a al-Mutamid sino les pagaba. Para huir de este peligro, Ibn Ammar se puso en precipitada fuga y se fue a la corte de Alfonso VI. No habiendo sido acogido allí como esperaba, pasó a Zaragoza y entró al servicio de al-Muqtadir. Allí también su espíritu inquieto le incitó a emprender peligrosas aventuras, una de las cuales fue causa de su perdición. Al tratar de apoderarse del castillo de Segura, cayó en manos del Señor de aquella fortaleza, quien le encerró en un calabozo, cargado de cadenas, y anunció que le vendería a aquél de sus enemigos que le diese más dinero por él. Con este motivo, compuso Ibn Ammar los siguientes versos:


   En almoneda se vende
mi cabeza; pagad caro;
que merece mi cabeza
venderse a precio muy alto.



Al-Mutamid fue el más alto postor. Envió a Segura a uno de sus hijos, para entregar la suma estipulada y traerse el prisionero. Ibn Ammar vino entonces a Córdoba, encadenado, cercado de soldados y puesto sobre un mulo entre dos haldas de paja. Así atravesó las calles de la ciudad, llenas de inmenso gentío. Al-Mutamid quiso que le viesen tanto los nobles como el pueblo, los cuales en otras ocasiones, cuando entraba en Córdoba Ibn Ammar, salían todos a recibirle, y hasta los más ilustres se estimaban dichosos si obtenían un saludo suyo o lograban besarle la mano. El infortunado visir, caído ya de su elevación y de la dignidad casi regia a que se había encumbrado, fue conducido a la presencia de al-Mutamid, quien le echó en cara los favores que le había prodigado y su negra ingratitud. Ibn Ammar bajó los ojos al suelo, y respondió por último: «No niego nada de lo que me echas en cara, oh mi señor, a quien Dios proteja; y si lo negase, las piedras hablarían para desmentirme. He faltado, he delinquido; pero perdóname». Al-Mutamid replicó: «Lo que has hecho no puede perdonarse».

Entonces Ibn Ammar fue conducido a Sevilla en una embarcación y encerrado en el calabozo de una torre que estaba al lado del palacio de al-Mutamid. A fuerza de súplicas, logró el prisionero que le diesen papel y recado de escribir, y compuso una qasida, que hizo llegar a manos del rey. Algo enternecido éste, mandó que llevasen a Ibn Ammar a su presencia. Al-Mutamid, en esta nueva entrevista con su antiguo amigo, le volvió a hablar de sus favores y de lo ingrato que había sido. El prisionero no respondió palabra al principio, pero con muchas lágrimas trató de mover a compasión el ánimo del rey. Por último, le recordó la amistad que en la mocedad los había unido y los dichosos días que entonces habían pasado juntos.

Estos recuerdos de la antigua amistad no dejaron de conmover el corazón de al-Mutamid, que, si bien no perdonó a Ibn Ammar, le dirigió algunas palabras afectuosas. De vuelta a su calabozo, no pudo éste contener el gozo dentro de sí, juzgándose ya perdonado, y escribió al punto una carta a al-Rašid, hijo de al-Mutamid, participándole sus esperanzas. Rašid recibió la carta cuando tenía en su casa convidados a algunos antiguos enemigos de Ibn Ammar, los cuales se enteraron de todo y difundieron sobre el contenido de la carta no pocas mentiras a propósito para excitar la cólera del rey. Al-Mutamid mandó a preguntar al punto al prisionero si había puesto en conocimiento de alguien la conversación que ambos habían tenido el día anterior. Ibn Ammar lo negó. El rey le mandó a preguntar entonces en qué había empleado el segundo de los pliegos de papel que le había enviado, en uno de los cuales había escrito la qasida. Ibn Ammar contestó que en escribir el borrador de los versos. Al-Mutamid pidió que le remitiese el borrador. Ibn Ammar no tuvo al fin más recurso que confesar que había escrito una carta a al-Rašid. Excitado entonces por el sentimiento de que Ibn Ammar había hecho de nuevo traición a su amistad, rayando su ira en demencia, y creyendo cuanto le habían dicho de malo sobre el contenido de la carta, tomó el rey un hacha magnífica, que Alfonso VI le había regalado, bajó a saltos la escalera, y se precipitó en el calabozo de Ibn Ammar. Anonadado éste al ver al rey ardiendo en ira, conoció que venía a matarle, y agobiado con el peso de las cadenas, se arrojó a sus pies, demandando piedad. El rey, sordo a todas las súplicas, levantó el hacha e hirió repetidas veces a Ibn Ammar hasta que le dejó muerto241.

Los árabes no seguían la opinión, hoy muy general, de que el talento poético se desenvuelve mejor en la soledad y lejos del tumulto de la vida, ni mucho menos la de que perturba, en quien le posee, la serenidad y la perspicacia que se requieren para dirigir los negocios de estado. Por el contrario, sus príncipes solían confiar los más elevados empleos a los poetas, y éstos se valían a menudo de la poesía para alcanzar más brillantes resultados en la política que por medio de notas diplomáticas. De esto da notable ejemplo la vida de Ibn al-Jatib242. Nacido a orillas del Genil, en la ciudad de Loja, en la primera mitad del siglo XIV, vino muy joven a establecerse a Granada, floreciente capital a la sazón del reino nazarita. Aunque era médico y filósofo, su predilecta inclinación le llevaba más que a nada al estudio de la literatura; así es que estudió con gran celo las obras poéticas de los antiguos árabes, y ya, desde su más temprana mocedad, se dio a conocer por sus epístolas y otras composiciones en prosa rimada, que manifestaban un raro ingenio. Una qasida que compuso en elogio del rey Abu-l-Hayyay243alcanzó extraordinaria fama y llegó a divulgarse por todo el reino y aun por los más remotos países. En premio de esta obra, le llevó el rey a su lado, y luego le dio un empleo en la cancillería de palacio. Pronto su talento le allanó el camino de más altos empleos, y desde el año de 1348 gozó de la más completa privanza, siendo primer ministro y visir de Abu-l-Hayyay. Los escritos que en nombre de su soberano dirigió a otros monarcas, excitaron la mayor admiración por la elegancia del estilo; pero a pesar del afán y del esmero con que se ocupaba en los asuntos públicos, aún tuvo que vagar para componer obras históricas sobre Granada y sobre los hombres ilustres que en dicha ciudad habían nacido, así como muchas poesías, que más tarde han sido coleccionadas en un diwan. Cuando al-Muhammad V subió al trono, después de la muerte violenta de su padre Abu-l-Hayyay244, Ibn al-Jatib tuvo que ceder una parte de su posición e influjo a Radwan, favorito del nuevo rey, pero conservó el visirato, y Muhammad V le mostró pronto la confianza que de él hacía, enviándole de embajador cerca del sultán Abu Inan, de la dinastía de los Banu Merines, para pedirle auxilio contra los cristianos. No bien el poeta fue recibido en audiencia en el palacio de aquel poderoso príncipe, pidió permiso para recitar una poesía, antes de empezar las negociaciones. El Sultán se le concedió, y el embajador, de pie delante de él, dijo como sigue:


   ¡Representante de Ala!
Que Alá tu gloria prospere,
mientras el velo nocturno
rayos de la luna argenten;
que la mano del destino
de peligros te preserve,
y haga por ti todo cuanto
humana fuerza no puede.
Tu faz disipa las sombras
cuando el pesar nos conmueve,
y tu poderosa diestra
al desvalido protege.
a echarnos de Andalucía
quizás los cristianos lleguen,
si no acudes y nos salvas
con tus valerosas huestes.
Para calmar su recelo
y vencer la adversa suerte,
sólo necesita España
que en sus costas te presentes.



Estos y algunos cuantos versos más, que dijo el embajador, agradaron sobre manera al Sultán, quien dio al punto el auxilio que se le pedía, colmando de obsequios y presentes a todos los individuos de la embajada.

Cinco años hacía ya que Ibn al-Jatib y Radwan dirigían juntos los negocios del Estado, cuando un sobrino del rey formó y llevó a cabo el plan destronarle. Durante la ausencia de Muhammad V que estaba en una quinta, penetraron los conjurados en la Alhambra asesinaron a Radwan, encerraron a Ibn al-Jatib en un calabozo, y pusieron sobre el trono a Ismail, hermano del rey, mientras que el sobrino gobernaba en su nombre. Muhammad oyó desde su quinta el estruendo de las trompas, y temeroso de una traición, se huyó a Guadix, desde donde envió una embajada, notificando lo ocurrido al Sultán de los Banu Merines Abu Salim. Éste había ya de antemano negociado con la corte de Granada para que pusiesen en libertad a Ibn al-Jatib y dejasen a Muhammad salir libremente de Andalucía. Conseguido esto, el rey destronado y su visir se embarcaron juntos para África. Cuando ya estaban cerca de Fez, salió el Sultán a recibirlos a caballo y con brillante séquito; los llevó al salón de audiencia de su palacio, donde estaban reunidos todos los magnates, e hizo que el rey de Granada se sentase en un trono al lado del suyo. Entonces se adelantó Ibn al-Jatib hacia el Sultán e improvisó, en nombre de su amo, una larga composición poética, pidiéndole auxilio para recuperar el trono de Granada. Empezaba, imitando las antiguas qasidas arábigas, con la descripción de la despedida de las mujeres amadas:


   Preguntad a mi querida
si se recuerda del valle
de Mojavera; si adornan
su suelo rosas fragantes;
si aún riega lluvia fecunda
el alcor donde yace
nuestro albergue abandonado,
sin que yo logre olvidarle;
allí del amor un día
apurábamos el cáliz;
allí como verde huerto
lucieron mis mocedades;
allí mi patria y mi nido,
donde crecieron pujantes
mis alas. ¿Quién nido, patria
y alas hoy pudiera darme?
¡Cómo los bienes humanos
caducos son y fugaces!
Me arrojó del Paraíso
el destino inexorable;
pero aquel lazo que une
a mi corazón amante
con la patria, siempre dura
sin que se rompa o desate.
Lejos de ella, largos siglos
me parecen los instantes.
¿Quién nuevamente a su seno
al punto quiere llevarme?
Cuando me apartaba de ella
fue mi amargura tan grande,
que acibaraba mi llanto
los dulces manantiales.



Hasta aquí no es un rey de Granada quien se lamenta de la pérdida de su reino, sino Yamil, el pastor errante, que habla de la separación de su querida Butayna. La poesía prosigue aún imitando los modelos antiguos, y describe la peregrinación por el desierto. Por último, la composición llega a hablar del objeto que le es propio, y muestra las esperanzas que funda el soberano destronado en el auxilio del sultán:


   Permite, tú de la estirpe
de Jacob tallo lozano,
que en tu valor soberano
cifremos nuestra salud.
Las noches del infortunio
con tu esplendor se iluminan;
las caravanas caminan
a divulgar tu virtud.
Si la mar en sí tus dones
espléndidos recibiera,
flujo y reflujo no hubiera,
llena hasta el borde la mar.
Cuando la diestra levantas
tiembla de miedo el destino;
te abre la muerte camino
cuando vas a guerrear.
Te obedece la ancha tierra
hasta el confín más distante,
hasta la cima gigante,
do nadie pone los pies;
y las estrellas confirman
tus palabras de consuelo,
reflejándose en el cielo
toda esperanza que des.
¡Rey de reyes! Suplicantes
a ti venimos al cabo:
el destino, que es tu esclavo,
nos hiere con crueldad;
pero le arredra tu nombre;
le pronunciamos y ceja:
haz justicia a nuestra queja,
impónle tu voluntad.
Dénos tu gloria un asilo
contra muerte y desventura,
y dé tu nombre frescura
de nuestro pecho el ardor.
Tu grandeza imaginamos
cruzando el mar en un leño:
ya el mar juzgamos pequeño,
al contemplarte, Señor.
Tú del poeta mereces
la más sublime alabanza;
norte de nuestra esperanza,
faro de nuestro bajel.
Si a otros príncipes acaso
alabase la poesía,
a su deberes sería
y a su propósito infiel245.
al rey sin trono concede
el favor que de ti espera;
vuelva a su patria hechicera,
vuelva a su trono por ti.
El bálsamo de tu auxilio
del pueblo sane la herida;
ve que el pueblo te convida,
ve que te llaman allí.
Con esta fácil proeza
la gloria que conquistares
más que el oro que gastares
constantemente valdrá.
Cual préstamo a corto plazo,
acaba el vivir del hombre;
pero su claro renombre
nunca, nunca acabará.
Menester ha de las armas
que tu bondad le conceda,
tu huésped, para que pueda
su pretensión conseguir.
Menester ha de corceles
que al viento en correr humillen,
y cual relámpago brillen,
avezados en la lid.
Y dromedarios de duras
ancas, de lomo eminente
y de pelo reluciente
como el oro, ha menester.
Y hombres cual leones bravos,
con turbantes y garzotas
blancos y con férreas cotas
de malla, debe tener.
De casta Banu Merines
ha de ser tropa tan fiera:
de uno sólo tu bandera
vencedora plantará,
atajando con pavura
los contrarios escuadrones,
pronto en fuga a los bribones,
yertas las crines, pondrá.
Los protectores más fuertes
son tus valientes soldados;
no hay lugares encumbrados
do no trepe su valor.
Cumpliendo toda promesa,
abaten al orgullo,
y dan al menesteroso
y al suplicante favor,
de la ignominiosa fuga
en la sangrienta pelea,
sólo concebir la idea
les parece criminal;
mas tímidos y cortados
huyen toda compañía
donde suena en boca impía
razonamiento inmoral.
Es premio de sus afanes,
es su más preciosa paga,
el elogio que embriaga
y hace el corazón latir.
En bosques de lanzas lucen
sus varoniles figuras,
como en verdes espesuras
las flores suelen lucir.
¡Oh príncipe! Sin tu amparo
se me acababa el aliento,
extinguido el pensamiento,
marchita la voluntad;
mas, como muerto que sale
del sepulcro a nueva vida,
ya la esperanza perdida
me devuelve tu bondad.
Con harta razón tu pecho
de generoso blasona;
en mis sienes la corona
de nuevo quieres poner.
No hay palabras que encarezcan
un favor tan señalado:
el bien que me has otorgado
nunca podré agradecer.



Esta composición arrancó lágrimas a todo el auditorio. El sultán prometió en seguida a su huésped que le auxiliaría para recuperar el trono, y mientras se aguardaba el momento favorable para obrar, dio un asilo en su corte a él y a su séquito, alojándolos en suntuosos y elegantes palacios. Ibn al-Jatib aprovechó este tiempo de su permanencia en África en recorrer las comarcas marroquíes y visitar sus lugares más notables.

Ya se proponía en sus peregrinaciones el conversar con piadosos ermitaños, ya el ver y admirar los edificios de antiguos reyes, ya el arrodillarse junto al sepulcro de jeques santos. Una vez tomó el camino de Agmat para ver el monumento fúnebre donde al-Mutamid, el desventurado rey de Sevilla, reposa al lado de su esposa Itimad, en la falda de un otero, coronado de corpulentos almeces. A la vista de estas tumbas, Ibn al-Jatib no pudo contener el llanto, y dijo:


   Báculo de peregrino
tomo con piadoso impulso;
vengo a Agmat, y reverente
miro y beso tu sepulcro.
Sultán magnánimo, faro
que dio clara luz al mundo,
en tus rayos, si vivieras,
me bañaría con júbilo,
y mis poesías mejores
fueran el encomio tuyo;
ora postrado de hinojos
sólo la tumba saludo.
Egregiamente descuella
entre circunstantes túmulos,
cual tú de reyes y vates
descollabas entre el vulgo.
Siglos ya sobre tu muerte
pasaron y tu infortunio;
pero guardas la corona;
no te la quita ninguno.
¡Oh rey de muertos y vivos!
Tu igual vanamente busco;
que no ha nacido tu igual,
ni nacerá en lo futuro.



En el año 1362 pudo Muhammad V subir de nuevo al trono de Granada. Su familia, que se había quedado en Fez, fue conducida por Ibn al-Jatib a Andalucía. Éste recobró al punto su antigua posición, y supo derribar a cuantos ganaron la confianza del rey. Una qasida suya, celebrando la vuelta del rey, y que se considera como de las mejores entre todas sus obras, obtuvo el honor de ser inscrita por completo en las paredes de la Alhambra. Por largo tiempo aún fue Ibn l-Jatib el consejero universal de la corona, y los negocios todos del Gobierno estaban en su mano. Alcanzar su favor era el punto de mira de todas las esperanzas, y grandes y pequeños se agolpaban a su puerta. Sin embargo, no eran pocos los envidiosos y los émulos que ponían en juego la maledicencia y la calumnia a fin de perderle. En un principio, Ibn l-Jatib se juzgó seguro, y dio por cierto que el rey cerraba los oídos a tales insinuaciones; pero al cabo notó que las intrigas de sus enemigos le amenazaban con grandes peligros, y abandonando Granada, se refugió en África, cerca del nuevo sultán Abd al-Aziz. Éste, a quien había prestado algunos importantes servicios, le recibió de la manera más honrosa, lo cual excitó más aún los celos y la envidia de los cortesanos de Granada, que procuraron por cuantos medios estaban a su alcance causar la desgracia del fugitivo. Presentaron sus más ligeros deslices como gravísmas culpas; le acusaron de difundir en sus conversaciones ideas materialistas; y consiguieron que el cadí de Granada, que examinó sus escritos, los declarase irreligiosos, y a su autor impío. Muhammad V fue bastante débil para contribuir a la pérdida de su antiguo visir y para enviar al susodicho cadí en embajada al sultán Abd al-Aziz, a fin de impetrar el castigo del refugiado con arreglo a las prescripciones del Corán. El sultán pensó con bastante nobleza que no debía hacer traición a los deberes de la hospitalidad. La respuesta que dio a semejantes pretensiones fue que, no sólo a Ibn al-Jatib, sino también a cuantos andaluces habían venido con él a África, daría cuantiosas pensiones.

Mientras que vivía en Fez en tan honroso encumbramiento, no pudo nuestro poeta desentenderse de su odio contra su antiguo amo, y estimuló al sultán a que conquistase a Andalucía. Para apartar de sí este peligro, que le amenazaba, el monarca granadino envió a Abd al-Aziz un presente de extraordinario valor, compuesto de los más hermosos productos de la industria española, y además de poderosas mulas andaluzas, muy buscadas entonces por sus grandes fuerzas, y de esclavos y esclavas cristianos. El embajador que trajo este presente pidió la extradición de Ibn al-Jatib, pero su petición fue rechazada con firmeza. Más peligrosas se hicieron las circunstancias después de la muerte de Abd al-Aziz. El nuevo sultán Abd Abbas, no reconocido al principio de todos, había prometido entregar al rey de Granada a su antiguo visir. Apenas llegó por entero al poder, lo primero que hizo fue mandar prender a In al-Jatib. Pronto vino nuevo embajador granadino reclamando el castigo del prisionero. Al punto se nombró una comisión que le juzgase. Mientras estuvo encarcelado, el infeliz Ibn al-Jatib veía constantemente la inevitable muerte delante de sí, pero aún tuvo sobrada serenidad para componer muchas elegías sobre su mala ventura. En una de ellas dice:


   Aún estoy sobre la tierra,
mas de ella júzgome lejos:
de mi fatigada vida
se acerca el último término;
sólo se mueven mis labios,
que sella ahora el silencio,
para lanzar un suspiro
cual leve, espirante rezo.
Grande fue mi poderío
y fue temible mi esfuerzo,
mas hoy de todo no guardo
sino la piel y los huesos.
Muchos a mi mesa antes
convidados acudieron;
hoy a la mesa de otros
debiera atender cual siervo.
Yo fui el sol de la gloria;
mas sus rayos se extinguieron,
y en las tinieblas derrama
llanto compasivo el cielo.



La principal acusación contra Ibn al-Jatib era que en sus obras había sostenido doctrinas heréticas. Aún tenía que sufrir sobre esto varios interrogatorios, antes que se dictase la sentencia; pero, a instigación de sus mortales enemigos, penetraron en su prisión unas turbas del populacho y le asesinaron.




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- XII -

La poesía de los árabes en Sicilia


También en el antiguo suelo de Grecia, en aquella hermosa isla, donde en los tiempos fabulosos resonaron los cantos pastorales de Dafnis, y más tarde los versos de Bión, Teócrito Y Stesícoro, fue la poesía arábiga trasplantada. ¡Singular mudanza de los tiempos! Sobre las gigantescas ruinas del teatro de Siracusa, donde el más poderoso de los trágicos griegos había conseguido tantos triunfos, se escucharon los himnos de los poetas de raza semítica, a cuyos oídos nunca llegó el nombre de Esquilo; que nunca oyeron hablar de Orestes ni de Prometeo. Donde, en otras edades, Terón de Agrigento, vencedor con la blanca cuadriga, fue celebrado en la sublime oda de Píndaro, los emires orientales se hacían encomiar en qasidas pomposas.

No es fácil hallar nada que sea menos favorable a la poesía arábiga que comparar sus producciones a las obras maestras de la musa helénica. De lo que constituye la perfección inasequible de estas obras, de lo plástico de la representación, del arte con que las ideas particulares se agrupan en torno del pensamiento fundamental, y forman un conjunto armónico, no hay rastro alguno en las composiciones de los árabes, quienes se elevan con dificultad hasta aquel punto desde el cual se descubren en su totalidad las partes de un objeto, y pueden ordenarse con un plan grande y sabio. En completa contraposición a la poesía de los antiguos, en la cual todo es figura y contorno determinado, la arábiga se difunde en mil aéreos paisajes, que, cuando parece que van a tomar una forma perceptible, se desmenuzan de nuevo en brillantes colores. Quien está acostumbrado a la noble maestría y a la firmeza de las líneas por donde se distinguen las obras de los griegos, no podrá menos de deplorar lo inseguro y vago de los contornos y dibujos en las obras de los árabes.

Sin embargo, la poesía de los trovadores y de los minnesänger no resiste tampoco la comparación con aquellos sublimes modelos de armonía y de hermosura que nos han dejado los antiguos, y no por eso se tiene por indigna de ser estudiada. De la misma manera puede la poesía arábiga reivindicar su derecho a nuestra atención. No sólo la merece históricamente, como expresión de las ideas y sentimientos de un pueblo tan importante en la historia del mundo, sino también por sus propias excelencias, las cuales, a pesar de la falta de firmeza y de precisión en el conjunto y en la forma, no pueden desconocerse, merced a la magia con que se apoderan de los sentidos. Consisten estas indisputables excelencias en la expresión, a menudo verdadera, del sentimiento que conmueve los corazones, en la gran riqueza de imágenes y de adornos, en lo vivo de las descripciones y en lo brillante y deslumbrador del colorido. Como el que conoce los maravillosos monumentos de Pericles se deja dominar por un extraño encanto en los hadados salones de los alcázares moriscos, así el admirador entusiasta de Homero y de Sófocles, reconociendo la inmensa superioridad de los griegos, puede también ser sensible al hechizo de perfume y de melodía que brota de muchas poesías orientales.

La dominación de los árabes en Sicilia no fue, ni con mucho, de tan larga duración como en España, y, no alcanzó nunca tampoco el mismo esplendor y grandeza. Los mahometanos, no bien aseguraron su señorío en el África Septentrional, pusieron la mira en la hermosa isla. Ya en el año de 704, antes de la conquista del al-Andalus, Muza había desembarcado en las Baleares, en Cerdeña y en Sicilia, y después de una incursión devastadora, había vuelto cargado de botín. Tales incursiones se repitieron a menudo en el siglo siguiente, pero siempre fueron pasajeras. Por primera vez, en el año de 827, los aglabidas de Kairuán emprendieron seriamente la conquista de la isla. Según los autores italianos la venganza personal de un traidor, como ya había ocurrido en España al sucumbir el imperio de los visigodos, abrió también en Sicilia las puertas de la dominación a los muslimes. Ya en 831 había caído Palermo en su poder y residía allí un lugarteniente de los aglabidas; pero hasta principios del siguiente siglo no abandonaron del todo la isla de los bizantinos, que habían conservado a Taormina y a Siracusa. La primera época, después de la conquista, se pasó en alborotos, rebeliones y guerras civiles. Con el siglo X comenzó un período más feliz para Sicilia, sucediendo en el poder a los aglabidas los fatimidas. Ubayd Allah, apellidado el Mahdi, o el guiado de Dios, supuesto descendiente de Alí y Fátima, había fundado esta dinastía, y edificado en una pequeña península del golfo de Túnez a Media, capital de su imperio. Con asombrosa rapidez creció el poderío de la nueva casa reinante; la mayor parte del norte de África y Sicilia se le sometió, aunque no sin largas guerras y disturbios; y por último, el Egipto cayó también en su poder, y su brillante capital El Cairo fue el punto céntrico del nuevo califato. Como lugarteniente de los fatimidas vino a Palermo, en 948, Hasan Ibn Alí, de la tribu de los kelbidas, y pronto fue la isla un emirato independiente y hereditario en su familia, calmándose las discordias interiores, que habían destrozado a Sicilia, y floreciendo en su suelo la civilización, la cual, o bien se desenvolvió con prontitud notable, o bien había germinado anteriormente, en medio de las guerras y entre el estruendo de las armas. Lo cierto es que el viajero oriental Ibn Hawqal, que visitó a Palermo a mediados del siglo X, describe la ciudad, adornada de magníficos edificios, y, habla de sus trescientas mezquitas, donde los sabios se reunían y se comunicaban sus conocimientos246, Como la huerta de Valencia y la vega de Granada, resplandecían los campos de la antigua Siracusa, las colinas de Agrigento, ricas en ruinas, y más que nada, la áurea concha de Palermo con la vegetación de Asia y de África. Las norias vertían agua abundante en los valles, que, fecundados por ellas, producían a par de la viña y el naranjo, el algodón, la mirra, el azafrán, los plátanos y la palma247. Al lado de los antiguos templos dóricos de Selino y Segeste, se alzaban los santuarios mahometanos, y los palacios en el estilo fantástico y encantador del Oriente descollaban entre los frondosos jardines. Así como la industria, la agricultura, la arquitectura y las ciencias, fue también la poesía objeto de asiduo cuidado para la dinastía de los kelbidas, y su alcázar de Palermo vino a ser, como en otro tiempo el palacio de Hierón de Siracusa, el punto de reunión de innumerables cantores. La musa arábiga se naturalizó de tal modo en el suelo de Sicilia, que aún mucho tiempo después de la caída del poder muslímico hizo oír allí su voz. Luego que Roger y sus caballeros normandos se apoderaron de la isla, destrozada de nuevo por interiores discordias, no pudieron sustraerse al influjo del pueblo vencido. Los vencedores eran pocos en número para que pudieran pensar en expulsar a los mahometanos, y así, reconocieron la necesidad de respetar, o de tolerar al menos, la religión y las costumbres de aquellos con quienes tenían que vivir en adelante. No bien los guerreros del Norte se vieron en los encantados palacios y jardines de los emires sarracenos, rodeados de todo el lujo y de toda la pompa del Oriente, cuando los atractivos del arte y de la naturaleza, la dulzura del clima y la civilización, incomparablemente superior, de los muslimes, los domeñaron de improviso. Los conquistadores adoptaron las costumbres, los usos, las artes y las ciencias de los vencidos. Los reyes de la casa de Hauteville tomaron hasta las formas del gobierno y del ceremonial de los árabes. Arábigos fueron sus diplomas y las leyendas de las monedas acuñadas por ellos, en las cuales se conservaron la fecha de la hégira y hasta las fórmulas de la creencia muslímica. Ellos consagraron, como lo atestiguan aún varias inscripciones, los palacios que edificaban, no en el nombre de Dios Trino y Uno, sino en el nombre del misericordioso y bondadoso Alá.

En suma, todo cuanto los rodeaba tenía un carácter oriental tan completo, que bien se puede decir que los conquistadores normandos de Sicilia se asemejaban más a los sultanes que se dividieron entre sí los restos del califato, que a los príncipes cristianos de Europa248. De las palabras de Falcando, el gran historiador de Sicilia, así como de las de Benjamín de Tudela, se infiere que dichos príncipes normandos tenían un harem249. El viajero Ibn al-Yubayr, de Granada, que visitó la Sicilia hacia fines del siglo XII, nos ha dejado una curiosa descripción de la corte de Guillermo el Bueno. Dice que el rey tenía gran confianza con los mahometanos y que elegía de entre ellos sus visires y camareros y los demás empleados públicos y de palacio. Al ver a estos altos personajes, prosigue Ibn al-Yubayr, se conocía el esplendor de aquel reino, porque todos ostentaban costosos vestidos e iban en fogosos caballos, y cada cual con su séquito, su servidumbre y sus clientes. El rey Guillermo poseía magníficos palacios y preciosos jardines, principalmente en la capital de su reino. En sus diversiones cortesanas imitaba a los reyes muslimes, como también en la legislación, en el modo de gobernar, en la jerarquía de sus vasallos, y en la pompa y en el fausto de su persona y casa. Leía y escribía el idioma arábigo, y según me contó uno de sus más fieles servidores, tenía por divisa: «Alabado sea Alá; justa es su alabanza». Las mancebas y concubinas que guardaba en su palacio eran todas mahometanas. De boca del va mencionado servidor, que se llamaba Yahya, y es hijo de un bordador de oro, que borda los vestidos del rey, he oído algo más pasmoso, a saber: que las cristianas francas que habitaban en el palacio real habían sido convertidas al islamismo por las muchachas mahometanas. El mismo Yahya me refirió que en la isla había habido un terremoto y que el rey idólatra, circulando, lleno de asombro, por su palacio, sólo había oído las voces de sus mujeres y servidores que se encomendaban a Alá y al Profeta. Cuando éstos vieron al rey se asustaron; pero el rey dijo: «Cada cual debe invocar al Dios que adora; quien cree en su dios tiene el espíritu tranquilo»250.

La inclinación de los príncipes normandos por los mahometanos viene también atestiguada por historiadores cristianos de aquel tiempo. El monje Eadmero dice en su crónica: «El conde Roger de Sicilia no sufría que ni por acaso se convirtiese un musulmán al cristianismo. No sé decir qué motivo tenía para esto, pero Dios le juzgará»251. Según Godofredo de Malaterra, el gobernador de Catania en nombre de Roger fue un sarraceno252. Falcando refiere que la muerte de Guillermo I causó el más vivo dolor entre los árabes; las mujeres de las principales familias, en traje de luto y con los cabellos sueltos, rodeaban el palacio y daban mil quejas al viento, mientras que sus servidoras recorrían las calles de la ciudad cantando himnos fúnebres al son de instrumentos músicos.

Del mismo modo que las costumbres muslímicas prevalecían en la corte normanda, hasta el punto de que en las iglesias cristianas se empleaban las letras del Corán, los nuevos príncipes edificaron también sus palacios y quintas en el estilo que hallaron en la isla, y dispusieron que fuesen encomiados por los poetas arábigos, en versos, que en parte se conservan aún.

Había un libro de amena lectura, La perla preciosa, que contenía versos escogidos de ciento setenta poemas253. De aquí se deduce que había sido grande el número de los poetas que la isla había producido. Y si bien esta abundancia no prueba ninguna extraordinaria difusión del talento poético verdadero, porque allí, como en Andalucía, el hacer versos fue con más frecuencia efecto del ejercicio y de la educación que de la inspiración, todavía descollaron, en medio de esta caterva de versificadores, algunos ingenios de orden superior, cuya fama se extendió hasta el Oriente.

Por desgracia, poco de sus obras ha llegado hasta nosotros o se ha descubierto hasta ahora. De los primeros tiempos no se conserva casi nada. Pero de las muestras que nos quedan aún, se infiere que la poesía de los árabes sicilianos tenía los mismos caracteres esenciales que su hermana la española. Nadie espere verla inspirada por el genio griego bajo un cielo tan clásico. Nadie espere oír sus meditaciones sobre las grandes épocas pasadas, cuyos monumentos soberbios se ofrecían a sus ojos. Los árabes estuvieron siempre encerrados en un círculo limitado de impresiones y pensamientos. Podían sentir el encanto de la bella naturaleza, que sonreía en torno de ellos, en los bosques de limoneros y en los valles del Etna, perfumados por los rosales siempre floridos; pero no poseían la facultad de penetrar la historia y la mitología de pueblos extraños. Así es que no hallamos en sus versos ni la más leve huella de todas aquellas imágenes, que el solo nombre de Sicilia hace brotar, como por encanto, en nuestra mente; ni la sagrada fuente de Aretusa, ni el valle de Etna, donde la Proserpina tejió guirnaldas de flores, ni los peñascos que lanzaba Polifemo en el mar. De todo el mundo fantástico de la Odisea nada sabían, salvo quizás aquello que han trasladado a las aventuras de Simbad el marino. Ni con una palabra mencionaron jamás los restos colosales de ciudades y de templos, mucho más numerosos y magníficos entonces que ahora, y que los rodeaban como un mundo destruido. Ni los gigantes que sostenían el techo del templo de Júpiter olímpico en Agrigento, ni las soberbias columnas de Selino, ni el teatro maravilloso de Taormina, les arrancaron una sílaba de admiración. Conviene, sin embargo, no olvidar que la poesía arábiga en Occidente fue siempre como una planta exótica, importada de remotos climas, la cual, si bien recibía su nutrimento de la nueva tierra, sólo cambió su forma exterior y nunca se modificó esencialmente. Como los poetas árabes de España, no salían nunca los de Sicilia de un círculo de imágenes que no son comunes en Occidente, y acudían para sus comparaciones a objetos que nos parecen extraños. Más a menudo que los ricos y encantadores campos de su isla nativa, les prestaba el desierto asunto e imágenes para sus canciones. Lo que es para los poetas de la moderna Europa, que más o menos se han formado en la escuela de griegos y romanos, la mitología y la poesía de la clásica antigüedad, era para ellos la antigua vida de los beduinos con sus héroes y cantores, de los cuales, y del lugar que habitaron, tomaban su fraseología. Su Arcadia es un valle desierto entre montes de arena, donde la habitación abandonada y triste de Maya yace en una ladera; en vez de hablar del céfiro, hablan del viento oriental, que trae el olor del bálsamo de las costas de Darín; en vez de cantar de Filis o de Cloe, cantan de Abla, que se ha ido con la caravana. Las gacelas y los camellos, que no se criaban en Sicilia, hacen gran papel en sus versos; la capital del Yemen, Sana, que probablemente ni en los tiempos de su mayor esplendor podría compararse a Palermo, era ensalzada como el asiento de toda bienaventuranza terrena; y las cortes de Gassán y de Hira se les presentaban como lo más sublime que puede verse en el mundo en punto a lujo y magnificencia. Por dicha, no siempre se inspiran los poetas sicilianos en las reminiscencias de las mu'allaqat o de otras poesías del Oriente, y precisamente al olvidarse de ellas es cuando empiezan a ser interesantes para nosotros. Con gran placer escuchamos cuando nos describen las quintas y palacios de su hermosa isla, los complicados arabescos y los aéreos techos de estalactitas de sus salones, los arcos, las columnas y las fuentes con leones de sus patios. Con gusto nos dejamos guiar por ellos a la espesura de sus siempre verdes jardines, donde los limones prenden de la enramada y la palma mece la gallarda copa en el tibio ambiente o a la orilla de un lago cristalino, en cuyas ondas se refleja el elegante quiosco que en su centro se levanta. También los aplaudimos cuando cantan su amor, impulsados por los sentimientos del corazón y sin disfrazarse en pastores errantes, o cuando celebran el vino de Siracusa y las noches alegres pasadas entre cantadoras y flautistas, o cuando los unos defienden al Islam que decae, contra la cristiana invasora, y los otros encomian el esplendor de la corte normanda y nos hacen ver la condición singular de una civilización medio musulmana, medio cristiana. Nosotros debemos fijar nuestra atención en estas composiciones que no nacieron del prurito de imitar, sino que fueron inspiradas por la realidad circunstante o brotaron de un impulso interior y propio. Sólo por ellas puede ser juzgada y estimada la poesía de los árabes sicilianos. Si algún rasgo característico la distingue principalmente, es una cierta blancura voluptuosa, una inclinación a los deleites del momento, un medio de la hermosa naturaleza, rasgo por el cual, a pesar de todas las diferencias de razas y de épocas, se diría que se asemejan y reconocen los compatriotas de Teócrito. Al leer estos versos arábigos se recuerdan a veces las descripciones del antiguo bucólico, cuando los pastores, bajo la copa sombría de un pino, competían cantando, mientras que las tostadas cigarras no cesaban en su música estridente, y el viento, impregnado del perfume de las silvestres flores, convidaba al sueño con sus tibios soplos. Pero, a par de estos dulces olores, debemos respirar también el aroma narcótico y embriagador del Oriente.

Como el poeta árabe más ilustre que ha producido Sicilia, puede contarse Ibn Handis, que nació en Siracusa, el año 1056. Su juventud fue muy borrascosa, y más que a las ciencias, consagrada a los combates, pasiones y deportes. En una qasida describe una orgía a que asistió en un convento de monjas. Dice que, en compañía de alegres compañeros, penetró en el convento de noche, y que, en un recinto brillantemente iluminado había bebido excelente vino, mientras que cantadoras, bailarinas y flautistas hermoseaban la fiesta254. La qasida, interesante por más de un concepto, es como sigue:


   Mi alma en los deleites se perdía,
allá en la juventud;
hoy la cana vejez al alma mía
exhorta a la virtud.
Cual planta en suelo estéril arraigada
la virtud era en mí;
fue en balde por el cielo cultivada;
ningún fruto le di.
Del alma mis pasiones se lanzaron
como pompa ligera,
y en átomos su ser desmenuzaron,
volando por do quiera.
Y hubo borrasca, confusión, combate,
do perdí los estribos:
flacos mis pensamientos al embate,
quedáronse cautivos.
El vino, el claro vino do bullía
en blanca espuma el oro,
fue mi mayor encanto, de la orgía
en el alegre coro.
Nunca la escanciadora allí faltaba,
bella, rica de amor,
que la fuerza del vino mitigaba,
refrescando su ardor.
De cuero de gacelas marroquíes,
con odre de agua henchido,
perlas iba vertiendo en los rubíes
del líquido encendido.
Ni faltaban allí nobles coperos,
cuya beldad fulgura
más que la luz de nítidos luceros
en la celeste altura.
Los vasos, como en circo los corceles,
corrían en redondo;
y vino derramaban los donceles
del cántaro más hondo.
En resplandor bañado matutino
por la noche el ambiente,
con sus rizos de espuma teje el vino
una red transparente.
Extendida en el haz, como las aves,
porque colar no puedan,
del vino los espíritus suaves
en ella presos quedan.
Al tramontar de sol, todo sediento,
yo hacia el vino volaba:
una monja la puerta del convento,
rico en vino, guardaba.
Movíame la llena candiota,
el olor del tonel,
el aroma purísimo que brota
del zumo moscatel;
aroma que se extiende y se derrama
del claustro hasta el confín,
como el preciado almizcle que embalsama
el puerto de Darín255.
del dinero al oír, hecho ya el trato,
el sonar argentino
de la balanza en el bruñido plato,
daba la monja vino.
No olvidaré que varios compañeros
cierta noche tomamos
cuatro toneles vírgenes, enteros,
que desflorar pensamos.
Desde el punto en que el mosto efervescente
hinchó su cavidad,
diez mil giros la esfera reluciente
hizo en la inmensidad.
Parecían los aros, que sujetan
las duelas encorvadas,
brazos que el talle con amor aprietan
de mujeres amadas.
Un infalible catador, experto
paladar y nariz,
eligió los toneles con acierto,
con discreción feliz.
Pronto en cada tonel reconocía,
sólo por el olor,
la calidad y el rancio que tenía
el dorado licor.
Pero ¿qué mucho? si fijaba luego,
¡tal su pericia era!
Con fecha exacta, cuando fue el trasiego
del mosto a la madera.
Después a un patio de naranjos fuimos,
con mirtos y rosales,
donde, cual astros refulgentes, vimos
muchachas ideales.
Escogimos un rey para la fiesta,
que desterró el pesar,
y en dulces tonos acordada orquesta
empezó a resonar.
Con el plectro la cítara hábilmente
linda joven hería;
otra la flauta, como en beso ardiente,
con el labio oprimía;
y otra a compás, batiendo con el dedo
el adufe sonoro,
marcaba la medida al paso ledo
de la danza y el coro.
Como columnas en extensa hilera
brillaban teas mil;
de rojas flores ondulantes era
un hadado pensil.
De la noche rasgaba con su lumbre
el fuerte oscuro velo,
y en ráfagas de luz hasta la cumbre
alzábase del cielo.
Cuando Sicilia llena mi memoria,
¡ah qué dolor el mío,
al recordar la juventud, mi gloria,
mi amante desvarío!
Allí de las huríes la belleza,
del Edén los placeres,
rebozando el ingenio y la agudeza
en hombres y mujeres.
Desde que de tu seno desterrado
me vi, patria querida,
tu gracia y tu beldad he celebrado;
nunca el alma te olvida.
Aunque amarga, no menos abundante
de mi llanto es la vena,
que las que dan su riego fecundante
a tu campiña amena,
allí mozo reí, con veinte años
y mejillas rosadas:
hoy, viejo de sesenta, desengaños
lloro y culpas pasadas.
Más no me tengan ya por tan perdido
los adustos censores:
grande es Alá; Alá siempre ha querido
perdonar pecadores256.



Los siguientes versos parecen ser de aquellos serenos años juveniles del poeta:

- I -


   ¡Sus! Que te traiga vino
la de cinto gentil moza garrida.
Ya el albor matutino
a la noche convida
a que de nuestro cielo se despida.
Acude a los placeres;
sigue del alegría la carrera,
si conseguirlos quieres;
con sandalia ligera
va buscando al deleite que te espera.
Apresúrate ahora;
pronto el licor de la ventura bebe,
antes que de la aurora
las lágrimas se lleve,
flores besando el sol cuando se eleve.



- II -


   Como del amor ansío
siempre el mágico embeleso,
en cambio de un beso mío
anoche te pedí un beso.
Y al punto la sed ardiente
de mi corazón calmó
la más pura y limpia fuente
que para el amor nació.



- III -


   El arroyo murmura,
aunque el aura le besa
y pule el haz de suerte
que el fondo transparenta.
Parece que suspira,
parece que se queja,
porque su inquieto seno
hieren agudas piedras.
Quizá infeliz amante
en él su forma trueca,
y va corriendo al lago
a sepultar su pena257.



Circunstancias que no sabemos de cierto, impulsaron a Ibn Handis a salir de su patria. En 1078 pasó a la corte de al-Mutamid de Sevilla, centro de reunión de los más egregios poetas de Occidente. El rey, al principio, no fijo en él la atención, y ya Ibn Handis, desesperado, se preparaba a partir, cuando una noche llegó a su casa un siervo de al-Mutamid con una linterna y un caballo, pidiéndole que montase en él y le siguiese a palacio. El poeta obedeció aquella orden. Ya en palacio, el rey le mandó que se sentase, y le dijo: «Abre la ventana que está junto a ti». Abrió, y vio a lo lejos un horno de vidrio en el que se acababa de trabajar. En las oscuridad se veía fuego, reluciendo a través de sus dos puertas, que ya se cerraban, ya se abrían. Una puerta del horno de vidrio estuvo largo tiempo cerrada, y abierta la otra. Mientras que Ibn Handis miraba estas cosas, el rey le dijo: «Responde a estos versos:


¿Qué brilla ardiendo entre la sombra espesa?»



El poeta respondió:


Un hambriento león que busca presa.



Al-Mutamid:


Abre los ojos y los cierra luego.



El poeta:


Como quien por dolor no halla sosiego.



Al-Mutamid:


La luz de un ojo le robó la suerte.



El poeta:


Al destino no escapa ni el más fuerte.



Al-Mutamid quedó tan satisfecho de estas respuestas improvisadas, que hizo dar al poeta un magnífico presente y le tomó a su servicio258.

Ibn Handis fue desde entonces uno de los más brillantes ornatos del círculo literario que en torno suyo había reunido aquel ingenioso príncipe. Avezado desde muy mozo en el ejercicio de las armas, Ibn Handis acompañó también a su amo a la guerra. En la batalla de Talavera, en el primer choque con los cristianos fue derribado de su corcel, pero pronto pudo recobrarse, lanzándose valerosamente por medio de los enemigos y cuidando, más que de sí mismo, de su hijo, que, si bien era muy muchacho aún, peleaba a su lado con bizarría. Cuando cayó la dinastía de los Abbadidas y el desventurado al-Mutamid fue conducido a Agmat y encerrado en un calabozo, Ibn Handis le siguió a África, donde dirigió al prisionero muchos versos elegíacos o consolatorios.

En medio de los variados sucesos de su existencia, jamás se olvidó el poeta de su amada Sicilia:


   Vivo recuerdo constante
guardo de la hermosa isla,
que en mis venas ha infundido
el espíritu de vida.
Como los lobos rabiosos
en las florestas sombrías,
los infortunios destruyen
los vergeles de Sicilia.
Era un Edén, que las ondas
enamoradas ceñían.
Do todos eran deleites,
do no me hirió la desdicha.
Allí sin recelo vino
a mí la gacela tímida;
compañero de mis juegos
fue el león en su guarida.
Allí el sol de la mañana
sobre mi frente lucía:
y hoy pienso verle tan sólo
cuando al ocaso declina.
Si, navegando, a tus costas
pudiera volver un día,
cumplido viera mi anhelo,
la suerte hallara propicia.
Así la creciente luna
en su ligera barquilla,
tierra del sol, me llevase
a tus praderas queridas259.



En otro lugar habla Ibn Handis de la tierra «donde los rayos del sol animan con una fuerza amorosa las plantas que llenan los aires de aroma; donde se respira una felicidad de la que huyen los adustos cuidados; donde se siente una alegría que borra la huella de todos los pesares»260.


   Aquellas campiñas fértiles
a menudo se presentan
ante mis ojos en sueño,
y osa mi espíritu verlas.
Con lágrimas pienso siempre
en aquella hermosa tierra,
do los huesos de mis padres
hallan descanso en la huesa.
Mi juventud, ya marchita,
tuvo allí su primavera;
siempre hablaré de mi patria,
recordándola con pena261.



Mas, a pesar de sus saudades262 de la patria, nunca quiso nuestro poeta volver a ver Sicilia, porque había caído bajo el dominio extranjero de los normandos. Así elogiaba el valor de los sicilianos guerreros:


   Tan grande horror se apodera
del que irritados les mira,
que más le asusta su ira
que las garras de una fiera.
En el combate tremendo
por la fe de sus mayores,
sus alfanjes cortadores
van como el rayo luciendo.
como a la zorra con fuerte
garra destroza el león,
sus lanzas llevan la muerte
y esparcen la destrucción.
Sus huestes a la victoria
van en pujantes navíos,
combatiendo por la gloria
y venciendo sus desvíos,
siempre salvarse desean
los cobardes con huir;
mas ellos, cuando pelean,
prontos están a morir;
porque sólo la bravura
de sus nobles adalides
halla honrosa sepultura
en el polvo de las lides263.



Pero el poeta lamenta así las discordias civiles que impidieron a los musulmanes de Sicilia oponerse juntos al enemigo:


   ¡Con pensamientos y obras,
aún a costa de mi vida,
oh cara y hermosa patria,
la libertad te daría!
Mas ¿cómo de los bandidos
librarte que te dominan?
¿Cómo sacudir el yugo
con que el infame te humilla,
si se agotaron tus bríos
en discordias fratricidas,
si devoraron las llamas
tus bosques y tus campiñas.
y si los hermanos mismos
bañaron, en lucha impía,
en sangre de los hermanos
las cimitarras y picas?264



Ibn Handis, siempre suspirando así por la patria, pasó los últimos años de su vida en las cortes de los badisíes de Media y de los hamudíes de Bugía. Un palacio suntuoso, que el príncipe al-Mansur había edificado en esta última ciudad, fue ensalzado por nuestro poeta en la siguiente qasida, que llegó a ser muy famosa. Como se ve, en ella trata la poesía de competir con la arquitectura, produciendo con la riqueza de las imágenes una impresión semejante a la que debía producir el mismo palacio con sus arabescos, brillantes azulejos y prolijos alicatados y adornos de estuco.

EL PALACIO


   ¡Espléndido es tu palacio!
Ya basta para su gloria
que brille en él un reflejo
de tu majestad heroica.
Sólo con herir los ojos
su lumbre maravillosa,
por la virtud que derrama
vista los ciegos recobran.
Revivir hace a los muertos
su ambiente, con el aroma
de las fuentes de la vida
que en el Paraíso brotan.
Quien ve morada tan rica
de su beldad se enamora,
y amor y dichas pasadas
destierra de la memoria.
Más que Javarnac se eleva,
más que Sedir ilusiona,
y al Iwan de los Cosróes
eclipsa su regia pompa265.
Jamás los antiguos persas,
que hicieron tan grandes obras,
en el arte se elevaron
aa altura tan prodigiosa.
Siglos pasaron y siglos,
pero nunca en Grecia toda
hubo alcázar más brillante,
ni vivienda más hermosa.
En sus fresquísimos patios,
en sus salas de alta bóveda,
del Edén las alegrías
cumplidamente se gozan.
Trasunto exacto de aquéllos
que la virtud galardonan,
sus encantados jardines
al creyente corroboran;
y, al verlos, el pecador
el recto camino toma,
con penitencia impetrando
de Dios la misericordia.
La luz de los siete cielos
la noble vivienda dora,
que allí de al-Mansur
el astro Como por su oriente asoma.
Me parece, cuando miro
todo el primor que atesora,
que al paraíso los sueños
en sus alas me trasportan.
Cuando sus puertas se abren,
ledos los gonces entonan
saludo de bienvenida
al que allí penetrar logra;
y los leones, que muerden
de las puertas las argollas,
para bendecir a Alá
parece que abren la boca,
o que a saltar se preparan
y a dar una muerte pronta
a quien en aquel recinto
entrar sin licencia osa.
La hermosura del palacio
a las almas aprisiona;
por él vagan, y al fin caen,
embelesadas y absortas.
Brilla en sus patios el mármol
cual bien labradas alfombras,
donde en polvo han esparcido
alcanfor y otros aromas.
Perlas difunde el rocío,
la fuente menudo aljófar,
y la tierra olor de almizcle,
que en el aire se remonta.
Al sol que se hunde en ocaso
y deja reinar las sombras,
este palacio reemplaza,
luciendo como la aurora.



LOS SURTIDORES


   Nunca leones tuvieron
tan esplendente guarida:
cual si rugiesen, murmuran
con el agua cristalina.
Sus cuerpos parecen oro,
que en lo interior se liquida,
y en raudales transparentes
por las bocas se deriva.
Dijeras que los leones,
mal refrenando la ira,
aunque ningún temerario
los ofende o los irrita,
con anhelo de dar muerte,
la crespa melena erizan,
rugen, y ya se preparan
a echarse sobre la víctima.
Estos monstruos espantosos,
cuando el sol los ilumina,
son todos como de fuego,
tienen las lenguas flamígeras;
y cual espadas candentes,
que de la fragua retiras,
con el sol fulgura el agua
que por las fauces vomitan.
Sobre el estanque, en que cae,
el aura mansa suspira,
y como cota de malla
las fugaces ondas riza.
Un árbol luce con frutos
entre tantas maravillas,
medio metal, medio planta,
de una labor exquisita.
Un resplandor nunca visto
todos los ojos hechiza,
y en el ramaje flexible,
que blandamente se cimbra.
Colúmpianse varias aves
de forma y pluma distinta,
sin querer abandonar
el sitio donde se anidan.
A un surtidor de agua clara,
que como diamantes brilla
por el sol iluminado,
de cada pico salida.
Y aunque las aves son mudas,
dulces parece que trinan,
porque del agua el murmullo
forma grata melodía.
Están las ramas del árbol
cual de brocados vestidas;
líquidos rayos arrojan
con plateadas cintas,
y en la ancha taza de jaspe
al caer las gotas limpias,
son en el fondo de esmeraldas
topacios y perlas finas.
Como blancos dientes muestra
bella dama con su risa,
muestra la fuente alba espuma
que esmaltan fúlgidas chispas.



LAS PUERTAS Y LOS TECHOS


   Bellos adornos las puertas
tienen y dibujos lindos;
en labores de ataujía
intrincado laberinto.
Los gruesos clavos redondos,
forjados con oro fino,
como los pechos resaltan
de huríes del Paraíso.
Todo lo envuelven los rayos
del sol en mágico nimbo,
y parece que en los techos
se miran, por raro hechizo,
junto a la esfera celeste
los verdes prados floridos.
Esmaltadas golondrinas
en ellos hacen el nido,
y allí también se contemplan,
con magistral artificio,
fieras que acosa en los bosques
el cazador atrevido.
La enramada y las figuras
vierten rutilante brillo,
como si en el sol mojara
sus pinceles quien las hizo.
Quien mira el jaspe y las piedras
de mil colores distintos,
piensa de los altos cielos
mirar los jardines mismos.
Hay también un cortinaje
pintado, mas descorrido
de manera, que la vista
goza de aquellos prodigios.
Rey del mundo poderoso,
a quien concede propicio
de la guerra en el tumulto
victoria tanta el destino,
muchos Príncipes tuvieron
palacios, en otros siglos,
mas el tuyo vence a todos
por más hermoso y más rico.
En él sobre el trono luces,
y a tus pies yacen rendidos,
y se arrastran en el polvo,
temblando, tus enemigos266.



Por último, Ibn Handis se quedó ciego, y, doblegado bajo el peso de la vejez y de los infortunios, se parecía a un águila que ya no puede volar y buscar la comida de sus polluelos. Murió en el año de 1133, según unos en Mallorca, y en Bugía según otros.

A principios del siglo XI floreció Ibn Tubi, famoso por sus poesías amorosas, llenas de gracia y ternura. Damos como muestra las siguientes:

- I -


   Mi vida acabe si nunca
más en mis brazos te estrecho;
en tu mirar y en tu rostro
el ser y la vida bebo.
Cuando en pura y limpia fuente
consigue beber sediento,
menos goza el peregrino
que yo si tu boca beso.



- II -


   No crea más prodigios el encanto
que su beldad y gracia;
el sano aliento de su fresca boca
huele mejor que el ámbar,
aérea y misteriosa se desliza;
ignoro donde para;
mas un rastro de luz y de perfume
su camino señala267.



- III -


   Con sus grandes ojos negros
me trastornó la cabeza;
una sabia zurcidora
fue a declararle mis penas;
y, cual absorbe una lámpara
el jugo de adormideras,
¡oh dicha! me trajo al punto
a la hermosa de la diestra268.



De Ibn Tazi, siciliano famoso por sus obras sobre gramática, por sus epístolas y poesías, poseemos una colección de epigramas, entre los cuales se cuentan éstos:

- I -


   No te enojes ni respondas
si es que te injurian los necios:
¿acaso a ladrar te pones
cuando te ladran los perros?



- II -


   No me censures que huya
toda humana compañía;
con víboras y serpientes
no quiero pasar la vida.



- III -

A un hablador


    Cien mil regalos te ofrece,
pero nunca te da nada;
no fía en su oferta el amigo,
ni en contrario en su amenaza.



- IV -

A un avaro


   Entré en su casa tan sólo
para charlar un momento:
creyó que a pedir prestado
iba, y muriose de miedo.



- V -

A un músico


   Cantando, las doce plagas
de Egipto me echas encima;
tocas el laúd, y anhelo
rompértele en las costillas.



- VI -

A un valentón


   Es el bien entre los hombres
fuente que pronto se agota;
y el mal, torrente exhausto
que por doquier se desborda269.



De otro poeta de Sicilia es esta sentencia, llena de amargura:


   Yo te sufría, esperando
que te amansasen los cielos:
te casaste, y tu bravura
ha crecido con los cuernos.



Otro siciliano, que tomó el nombre de Bellanubi, del lugar de su nacimiento, compuso a la muerte de su madre una elegía, de la que tomamos lo que sigue:


   Tu pérdida a llorar, madre querida,
con el alma me entrego,
donde tu muerte me causó una herida,
que más arde que fuego.
Más distancia que a Oriente de Occidente
me separa de ti;
pero en mi corazón estás presente:
descansa en paz ahí.
Mi llanto y de los cielos el rocío
rieguen tu tumba al par,
para que en torno de su mármol frío
flores puedan brotar.



Abu-l-Arab alcanzó también gran fama de poeta. Cuando los normandos conquistaron a Sicilia, no quiso someterse al yugo extranjero, y emigró, diciendo que no era él quien abandonaba su patria, sino su patria quien le abandonaba:


   ¿Por qué, si me burla siempre,
he de seguir la esperanza?
Seguir el recto camino
baste que el honor señala.
Mis pensamientos vacilan;
yo no sé donde me vaya;
ya me inclino al Occidente,
y ya el Oriente me agrada.
Pero lo quiere el destino;
es mi inevitable marcha
más cruel que al dromedario
los arenales de África.
No cedas, corazón mío,
al gran dolor que te embarga;
de tu compañía huésped
tan enojoso separa.
Si cautivo de cristianos
hoy mi país se rebaja,
yo me subiré en los riscos
donde se anidan las águilas.
El ser me ha dado la tierra;
¿en qué región apartada
no será el hombre mi hermano,
no será el mundo mi patria?



Al-Mutamid, rey de Sevilla, ofreció en su corte un asilo a este poeta, le envió una buena suma de dinero para el viaje, y fue siempre en lo futuro su valedor generoso. En cierta ocasión hallábase el siciliano en la cámara del rey, cuando acababan de traer de la Zeca gran cantidad de monedas de oro recién acuñadas. Al-Mutamid regaló al poeta dos talegos de aquel oro; mas no contento Abu-l-Arab con el presente, puso los ojos en varias figuras de ámbar que allí había, y singularmente en una que estaba adornada con perlas y que representaba un camello. «Pero, señor, dijo por último, para llevar esta carga necesito un camello». El rey se sonrió y le regaló la figura de ámbar.

Ibn Katta fue autor de muchas obras históricas y sobre gramática, y entre ellas, de una Historia de Sicilia. Él fue también quien coleccionó la Antología ya mencionada, que contiene composiciones de ciento setenta poetas sicilianos. Asimismo abandonó la isla cuando la conquistaron los normandos. Como muestra de sus versos pueden servir los siguientes, de los cuales se infiere, como de otras producciones por el mismo estilo, que también en la verde Sicilia se conservó la costumbre de adornar las qasidas con imágenes de la vida del desierto, y de verter lágrimas sobre el campamento abandonado de los beduinos y sobre la mansión derruida de la mujer amada:


   No pierdas en amoríos
los momentos de tu vida,
llorando el desdén de Noma
o llamando a Zaida impía.
No del campamento llores
la soledad y ruina.
Ni por la mansión de Maya
abandonada te aflijas.
Un fin busca únicamente,
sólo a un propósito aspira,
ve que sólo sobrevive
del pecado la ignominia.



No todos los poetas sicilianos siguieron a los nombrados ya en su emigración voluntaria. Aún floreció la poesía arábiga en la corte de Roger y de sus sucesores. Muchas pruebas de esto se han conservado, principalmente poesías en las cuales se celebran los palacios de los reyes normandos. De una qasida, que Ibn Omar de Butera compuso en elogio de Roger, son estos versos:


   Con los líquidos rubíes
haz que circulen los vasos,
y bebe mañana y tarde
del licor ardiente y claro.
Goza el deleite del vino,
y resuenen entre tanto
los cantares y el laúd
magistralmente pulsado.
Venzan a Mabid tus músicos,
como el vino siciliano
vence en dulzura a los otros
y en preservar de cuidados.



En esta misma poesía eran más adelante celebrados los hermosos edificios de Palermo; pero sólo se conserva aún el elogio del palacio de la Mansuriya o la Victoriosa:


   De la Victoria el palacio
reluce con sus almenas;
en él encontró el deleite
su venturosa vivienda.
Míranle todos los ojos
con agradable sorpresa;
no hay un primor ni un encanto
que Dios no le concediera.
No hay quinta más deliciosa
sobre la faz de la tierra,
con sus balsámicas plantas
y con su verde floresta.
No son más puras y limpias
las aguas que el Edén riegan
que las que aquí por las fauces
vierten leones de piedra.
Estos patios y estas salas
adorna la primavera
con vestidura tejida
de luz, de flores y perlas.
Cuando el sol al mar desciende,
y cuando del mar se eleva,
difunde olor y frescura
la brisa y el huerto orea.



Por su gracia se distingue una composición poética, en la cual Abd al-Rahmán de Trápani celebra la villa Favara, cerca de Palermo, hoy Mare dolce:


   ¡Palacio de los palacios,
cuál resplandeces, Favara,
mansión de deleites llena,
a orilla de entrambas aguas!
Nueve arroyos, que relucen
en tus prados de esmeralda,
riegan los bellos jardines
con onda fecunda y clara.
Dos surtidores se empinan
y en curva buscan la taza,
desmenuzándose en perlas
que el iris fúlgido esmalta.
En tus lagos amor bebe
elixir de bienandanza;
junto a tu raudal su tienda
tiene el placer desplegada;
quinta mejor que tu quinta
en el mundo no se halla;
nada más lindo que el lago
do se miran las dos palmas.
Sobre él los árboles doblan
las verdes y airosas ramas,
como para ver los peces
que por sus cristales nadan,
y que de carmín y oro
el líquido seno cuajan.
Mientras que encima las aves
gorjean en la enramada.
¡Oh cuán hermosa es la isla,
donde brillan las naranjas,
entre el verdor de las hojas,
como relucientes llamas,
y los pálidos limones
como en noche solitaria
un amador melancólico
que está lejos de su amada!
Las dos palmas que crecieron
sobre la misma muralla.
Allí parecen amantes
que temerosos se amparan,
o más bien, que con orgullo
su fina pasión proclaman,
y los celos desafían,
y burlan las amenazas.
Nobles palmas de Palermo
que la lluvia en abundancia
os bañe; creced frondosas
mientras duerme la desgracia;
y que florezcan en tanto
árboles, yerbas y plantas,
tálamo dando mullido
al amor y sombra opaca.



Por último, Abu Daf compuso la elegía siguiente a la muerte de un hijo de Roger:


   ¿Cómo no liquida el llanto
las mejillas por do corre,
y los continuos gemidos
no parten los corazones?
Llena de dolor la luna
su luz en nubes esconde,
y cubren toda la tierra
las tinieblas de la noche.
Ruina las firmes columnas
amenazan y los postes,
porque se eclipsó su gloria
y su poder acabóse.
¡Ay de aquel que confianza
en la infiel fortuna pone!
Es cual la luna que brilla
o apaga sus resplandores.
Bello y espléndido, ha poco,
lucía el ilustre joven;
con él robó la fortuna
brilló a la patria y amores.
Que el llanto de las doncellas
por él las mejillas moje,
como perlas en corales,
como el rocío en las flores.
Grande es el dolor; no hay pecho
que inflamado no solloce;
y fuego y agua se mezclan,
pues no hay ojos que no lloren.
Sus armas y sus palacios
conmueve tan rudo golpe,
y parece que suspiran
al relinchar sus bridones.
Laméntanle las palomas,
y tal vez lágrimas broten
de las ramas, si su muerte
llegan a saber los bosques.
¡Cuánto luto! Nos castiga
el destino con su azote.
¿Do habrá consuelo o paciencia
que le mitigue o soporte?
Día de horror fue aquel día
en que el mancebo muriose;
cano de espanto se puso
el cabello de los hombres;
así, cuando acabe el tiempo
y un ángel la trompa toque,
y la tempestad destruya
la armonía de los orbes.
Estrecha vendrá la tierra
al gran tumulto de entonces;
hombres, niños y mujeres
darán lamentos y voces.
Hoy, no sólo los vestidos,
sino los pechos se rompen;
se desolaron las almas,
gimieron los ruiseñores.
Del blanco traje de fiesta
la multitud desnudóse;
solamente negro luto
ora conviene que adopte270.





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