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Literatura y pensamiento hispánico de fin de siglo: Clarín y Rodó

Alfonso García Morales




ArribaAbajoIntroducción: Clarín, maestro de Rodó en la crisis del naturalismo y el positivismo

Entre los apuntes que José Enrique Rodó dejó inéditos a su muerte, se encuentra uno sobre la facultad específica del crítico, a la que define como «la sensibilidad y la inteligencia del contemplador», la «superioridad de ver»1. Así se concebía él a sí mismo: un testigo excepcional de su tiempo, un hombre que percibía los cambios históricos, sabía definirlos y, por tanto, podía orientar a los demás. En todo lo que hizo se advierte su voluntad de convertirse en un «guía intelectual», capaz de influir sobre la opinión. Es importante, pues, aclarar cuál fue exactamente la visión que tuvo de su propio mundo histórico, del mundo de fin de siglo, y cómo accedió a ella.

En 1895, a los veinticuatro años, Rodó fundó junto a Víctor Pérez Petit y otros jóvenes de Montevideo, una publicación quincenal: la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, que duró dos años y en la que se dio a conocer como crítico de la actualidad literaria española y americana2. En el primer número comentó el libro del español Federico Balart, Dolores, cuyas poesías sentimentales y religiosas, dice, «halas relacionado la crítica con las manifestaciones, ya resonantes y cuantiosas, que pueden tenerse por expresión o indicio de una nueva e inesperada tendencia de los espíritus en este ocaso de siglo tan lleno de incertidumbres morales, tan angustiado por extrañas vacilaciones; tendencia de reacción espiritual o idealista -en el sentido más amplio e indeterminado»3. Es su primera referencia a la «reacción espiritual o idealista», a la que pronto identificó como la corriente verdaderamente definidora de la época. Sin embargo, advierte que el libro de Balart es sólo una excepción dentro de la literatura española, pues la nueva tendencia no se manifiesta allí en la poesía, sino fundamentalmente en la prosa. En la novela, de la que da dos ejemplos: La fe, de Armando Palacio Valdés y Ángel Guerra, de Benito Pérez Galdós; y también en la crítica: concretamente en Leopoldo Alas «Clarín», el mejor y más influyente crítico español del último cuarto del siglo XIX, de quien en realidad toma todas estas noticias y sobre el que conviene que dirijamos directamente nuestra atención.

A mediados de 1895 Rodó publicó en la Revista Nacional un estudio titulado «La crítica de "Clarín"», cuya amplitud y profundidad despertó enseguida la atención del mismo. Desde entonces y hasta su muerte, seis años después, Clarín le dedicó a Rodó varios artículos y cartas llenas de simpatía y aliento, pero también de consejos. Emir Rodríguez Monegal editó y comentó el epistolario entre ambos escritores4; J. L. Pérez de Castro sacó a la luz alguna carta más y señaló la influencia inicial de Clarín sobre los jóvenes de la Revista Nacional5. Recientemente Adolfo Sotelo Vázquez ha vuelto a destacar la vigencia del estudio de Rodó, que considera como la mejor aproximación de aquel tiempo a este aspecto del escritor6. Aunque se conocen los datos externos fundamentales de esta relación, falta todavía esclarecer su verdadero sentido y alcance mediante el estudio conjunto de la obra de ambos. Es lo que trato de hacer a continuación, para demostrar que Rodó no sólo conoció, sino que siguió muy de cerca las orientaciones de Clarín sobre la literatura y el pensamiento de su época. No fue, desde luego, la única influencia que recibió, pero sí una de las más tempranas y decisivas. Como él mismo le dice a Clarín en 1896: «He dedicado a Vd. uno de mis trabajos de iniciación literaria porque a la lectura de sus obras y a la enseñanza de su crítica atribuyo una de las influencias más benéficas y poderosas en la corrección de mi espíritu»7. Y aunque no siempre lo reconoció tan abiertamente, Clarín siguió siendo para él una influencia central, a través de la cual se explican otras muchas. Un centro que le sirvió para tomar postura entre diversas tendencias críticas y orientarse en medio del complejo de ideas del fin de siglo.

La extensa producción crítica de Leopoldo Alas apareció fundamentalmente en publicaciones periódicas españolas; sólo una parte pasó a colecciones de artículos o se publicó en folletos independientes. Estos, al menos, llegaron a tener, según informa J. L. Pérez de Castro, un excelente mercado en Montevideo y aún se conservan ejemplares de casi todos ellos en las bibliotecas particulares de Rodó y Pérez Petit8. Rodó se interesó por Clarín como crítico, no como narrador, un crítico de actualidad, preocupado casi exclusivamente por la literatura de su propia época; por la española en primer término, aunque considerada siempre sobre el fondo más amplio de la europea9. Y concretamente, lo que más le interesó fueron sus últimas obras: Mezclilla (1889), Ensayos y Revistas (1892) o el folleto literario Un discurso (1891). Lo primero que el lector de Clarín percibe en ellas, dice Rodó, es un positivo cambio de actitud respecto a los libros anteriores:

«En las campañas de crítica esencialmente militante que manifiestan las colecciones anteriores a la aparición de Mezclilla puede apreciarse, ante todo, la faz del humorista original, del fustigador despiadado, en la personalidad literaria de Clarín, pero sus obras últimas interesan muy particularmente por la revelación del crítico pensador»10.



Aunque no puede hablarse de modos y etapas bien definidas, es cierto que en las obras de sus últimos años Clarín aminoró la crítica satírica, menuda, higiénica o policiaca, por la que era fundamentalmente conocido11. Por encima del crítico militante, Rodó poma al crítico pensador, que trataba de analizar y enjuiciar la obra literaria con equilibrio, profundidad y amplitud, en sí misma y en relación con el contexto en que había sido escrita.

A pesar de su insistencia en la necesidad de realizar una crítica exclusivamente literaria, centrada en la obra en sí y limitada al juicio estético, Clarín rebasaba continuamente este límite, siguiendo, según Rodó, «la tendencia de la época, que hace del crítico literario, apartándole de su tradicional función de juez, ya un historiador, ya un poeta, ya un psicólogo»12. Su crítica era pragmática y ecléctica, no partía de ningún concepto preestablecido y utilizaba métodos diferentes en función de la obra que examinaba. «Según el asunto, según la época de que se trate -dice Clarín- predominará la pura reflexión artística, otras la filosofía propiamente dicha, otras el elemento psicológico será el más atendido, en ocasiones el sociológico, a veces el histórico, muchas veces el aspecto moral, o el puramente sentimental»13. Rodó defendió y practicó siempre este tipo de crítica, cuya amplitud veía como su mayor virtud:

«[...] muy lejos de limitarse a una descamada manifestación del juicio, es el más vasto y complejo de los géneros literarios; rico museo de la inteligencia y la sensibilidad, donde, a favor de la amplitud ilimitada de que no disponen los géneros sujetos a una arquitectura retórica, se confunden el arte del historiador, la observación del psicólogo, la doctrina del sabio, la imaginación del novelista, el subjetivismo del poeta»14.



En el «crítico pensador» predominan, pues, según Rodó, «el juicio amplio y las condiciones que podemos llamar positivas del espíritu crítico»15. Éstas se resumen en una sola palabra: tolerancia. Iremos viendo que a lo largo de toda su vida, y con insistencia, Rodó presentó la tolerancia como la culminación de cualquier actividad o proceso intelectual: los hombres más sabios, los pueblos más adelantados o las épocas más fecundas son las más tolerantes; pero donde primero aplicó este criterio fue a la crítica literaria. ¿En qué sentido?

En 1897 le escribió a su amigo Juan Francisco Piquet: «Yo estoy rumiando un estudio que se intitulará, si es que llega a nacer, De la tolerancia en la crítica, y quiero que sea algo así como una profesión de fe literaria»16. Aunque no llegó a realizarlo, en sus obras se encuentran constantes alusiones sobre el tema. Ya en el artículo «Notas sobre crítica», de 1896, adelantaba lo que podía ser la idea central del estudio: «Sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto. Sin cierta amplitud tolerante del criterio, no hay crítica literaria que pueda aspirar a ser algo superior al eco transitorio de una escuela y merezca la atención de la más cercana posteridad»17. Y añadía: «Leopoldo Alas traduce acertadamente en máxima de crítica la frase famosa de Terencio: "No me es ajeno nada de lo que es humano". El mejor crítico será aquel que haya dado pruebas de comprender ideales, épocas y gustos más opuestos»18. Para Clarín, Rodó y otros muchos críticos decimonónicos, la tolerancia era la amplitud del gusto, la disposición para entender obras creadas incluso sobre principios distintos de los propios. Es una consecuencia de la reacción romántica contra el dogmatismo de la crítica clasicista, que valoraba la obra según un canon de belleza inmutable, y en último extremo, de la sensibilidad histórica que predominó a lo largo de todo el siglo, por la que el hombre y la cultura son vistos como algo dinámico y relativo19. Los hombres del XIX, que habían visto caer el Antiguo Régimen, tuvieron conciencia de pertenecer a la era moderna, sintieron su siglo como el siglo de la «crítica» en el más amplio sentido, de la continua discusión de valores, de la problematización del presente. Para Hippolyte Taine el espíritu histórico es un espíritu de universal tolerancia; su Philosophie de l'art comienza señalando la diferencia entre la antigua y la nueva estética:

«[...] la notre est moderne, et différe de l'ancienne en ce qu'elle est historique et non dogmatique, c'est-à-dire en ce qu'elle n'impose pas de préceptes, mais qu'elle constate des lois. L'ancienne esthétique donnait d'abord la définition du beau [...], puis, partant de là comme d'un article de code, elle absolvait, condamnait, admonestait et guidait»20.



La nueva crítica artística manifiesta «des sympathies pour toutes les formes de l'art et pour toutes les écoles, même pour celles qui semblent le plus opposées; elle les accepte comme autant de manifestations de l'esprit humain»21. Para Rodó la tolerancia en la crítica va estrechamente unida o es simplemente sinónimo de simpatía: la capacidad para penetrar en una obra de arte. El temperamento del crítico, dice, es como «el alma multiforme del cómico»22, dotada de «infinita elasticidad, fácilmente adaptable a las más opuestas manifestaciones del pensar y del sentir»23. Clarín había escrito que «no hay crítica verdadera, si uno no es capaz de ese acto de abnegación que consiste en prescindir de sí mismo, en procurar hasta donde quepa, infiltrarse en el alma del poeta, ponerse en su lugar»24. La facultad de la tolerancia se articula en Clarín con el concepto de oportunidad literaria La oportunidad de una obra es su conformidad con la época en que se escribe: «Cada tiempo -dice Clarín- necesita una manera propia, suya, exclusiva de literatura»25; «hay progreso cuando a una época las formas de escribir que usa le vienen estrechas, no le bastan, no expresan todo el fondo de su vida»26 Como señala Sergio Beser, la idea de oportunidad es el resultado de la visión historicista, pero al mismo tiempo utilitaria de la literatura que tenía Clarín27 Para éste, una obra es «oportuna» y, por tanto, «moderna» no sólo cuando expresa la realidad de su tiempo, sino cuando ayuda también a mejorarla, cuando contribuye, en suma, al progreso. Rodó supo advertir el valor decisivo de la oportunidad en la crítica de Clarín, y lo que es más importante: la aceptó y le dio, como veremos, un uso frecuente.

Clarín se sirvió del concepto de «oportunidad» para juzgar los distintos movimientos literarios del último tercio del siglo XIX, entre ellos el naturalismo, cuya introducción en España hacia 1880 provocó una encendida polémica. Aunque no aceptó la doctrina de Zola en todos sus extremos, Clarín defendió el naturalismo porque veía en él la tendencia más «oportuna» de aquel tiempo. Como tal, el naturalismo debía extenderse a todos los géneros, pero en la práctica donde triunfó realmente fue en la novela, «la forma adecuada de la idea artística contemporánea»28. Como consecuencia de su concepción de la oportunidad, Clarín sostuvo también el carácter relativo de las formas literarias: cada época tiene un género literario privilegiado, a través del cual se expresa plenamente29.

Su posición ante la novela naturalista descansa, como bien dice Rodó, sobre estos dos puntos: en primer lugar, en una «concepción esencialmente tolerante y relativa de la nueva escuela, en el sentido de considerarla como un "oportunismo literario" que no necesitaba negar estéticamente la legitimidad de escuelas diversas o antagónicas, pues le bastaba con que se reconociera su condición de género literario adecuado a las tendencias generales de la época en que se inició»30; en segundo lugar, su rechazo de todo dogmatismo, de los preceptos que Zola impuso «al naturalismo batallador e intolerante de lo que podríamos llamar sus "tiempos heroicos"»31, y concretamente, su rechazo del «experimentalismo exclusivista, insuficiente en cuanto método de arte, que proscribía toda aspiración psicológica»32. Esta postura de Clarín ante el naturalismo -defensa de la oportunidad y negación del exclusivismo- explica su disposición a aceptar las nuevas corrientes novelísticas que al final de la década de 1880 revelaron la crisis de este movimiento y que, por lo general, coincidían en dar mayor importancia a lo psicológico. El crítico debe ser tolerante, reconocer y estar abierto a las tendencias oportunas en cada nueva situación espiritual. De ahí que lo realmente importante de las últimas obras críticas de Clarín es, como recalca Rodó, la revelación de un «nuevo espíritu»33.

La crisis del naturalismo fue sentida por los intelectuales de la época como una manifestación de la crisis de la concepción positivista del mundo, como un síntoma más de la aparición de una nueva tendencia histórica general: lo que se llamó, con un término muy decimonónico, un espíritu nuevo, al que empezó a caracterizarse como reacción, restauración o renacimiento idealista o espiritualista. En 1896 Ferdinand Brunetière, director la influyente Revue des Deux Mondes, pronunció en Besançon la conferencia La Renaissance de l'Idéalisme, uno de los más famosos diagnósticos de este cambio de rumbo34. Durante la segunda mitad del siglo XIX, dice, había predominado una concepción materialista de la vida, que se expresó en filosofía con el nombre de positivismo, y en la literatura y el arte, con el de realismo o naturalismo. Frente a ella comenzaba a levantarse una nueva concepción caracterizada por el Idealismo. Brunetière advierte desde el comienzo que él no emplea esta palabra en el sentido técnico que le dan los filósofos:

«Ce que j'appelle du nom d'Idéalisme, c'est donc, Messieurs, la doctrine, ou plutôt -car il y en a plusieurs-, ce sont les doctrines qui, sans méconnaître l'incontastable autorité des faits, des événements de l'histoire ou des phénomenes de la nature, estiment qu'ils ne s'éclairent ni les uns ni les autres de leur propre lumière; et qu'ils relèvent de quelque chose d'ultérieur, de supérieur, et d'antérieur à eux-mêmes. L'Idéalisme, c'est encore la conviction que, si la science ou la connaissance rationnelle est une des fonctions de l'esprit, elle n'est ni la seule, ni peut-être la plus importante [...]? Et l'Idealisme c'est, en fin, Messieurs, la persuasion, l'intime persuasion, la croyance indestructible que derrière la toile, au delà de la scène où se jouent le drame de l'histoire et le spectacle de la nature, une cause invisible, un mystérieux auteur se cache -Deus absconditus-, qui en a réglé d'avance la succession et les péripéties»35.



Idealismo, pues, como reconocimiento de la existencia del espíritu y de las necesidades espirituales, como concepción general de la vida, como «Zeitgeist», y no como una doctrina filosófica concreta. Si bien añade:

«[...] nous risquierons de n'être pas compris si notre définition de l'Idealisme était incompatible avec celle qu'en donnent les philosophes ou les métaphysiciens. Rappelons done qu'en philosophie -depuis Parménide jusqu'à Hegel, et si l'on le veut jusqu'à M. de Hartmann-, l'Idealisme consiste à ne reconnaitre pour vrai, et même pour existant réellement, que ce qui existe d'une manière permanente et durable»36.



Desde 1886 al menos, dice Brunetière, «je vois o je crois voir, si je regarde autour de moi, des symptômes non douteux d'une reaction, ou, si vous l'aimez mieux, d'une renaissance prochaine»37. Síntomas entre los que señala la creciente inquietud religiosa, que se expresa a menudo en formas extrañas: espiritismo, ocultismo, magia, neobudismo o neocristianismo; la sustitución de la poesía parnasiana por la simbolista; la aparición de la música de Wagner o de la pintura de Puvis de Chavannes. Todos son pruebas de la incapacidad de la ciencia moderna para responder a las preguntas capitales del hombre, «une intime protestation de l'ame contemporaine contre la brutale domination du fait»38; manifestaciones del nacimiento de un mundo más espiritual y humano.

Brunetière termina significativamente aludiendo a la necesidad de que este renacimiento idealista se refleje también en la política, trayendo una mayor justicia y concordia social. No oculta el temor real de la burguesía decimonónica ante el poder creciente del socialismo, al que propone combatir con sus mismas armas: «La vrai force du socialisme, qui la rend redoutable, et dont nous ne saurions triompher qu'en lui opposant une force de la même nature, c'est d'être un idéalisme»39.

Clarín fue de los primeros intelectuales españoles en tener conciencia y sentirse identificado con este cambio, con la aparición un espíritu nuevo caracterizado por el renacimiento del idealismo en el arte, la filosofía, la política y en los demás ámbitos de la vida humana. Pero decir que el espiritualismo de sus últimos años coincidía con la orientación general de la época no basta: era también personal y matizado, respondía a «un impulso interior más hondo y más complejo», como dice Rodó40. Y no hay que olvidar este carácter. Por lo pronto, y el propio Clarín insiste continuamente en ello, su posición no era nueva ni improvisada, sino el resultado de una evolución continuada y coherente. Así lo demuestra el conocimiento bastante exacto que tenemos hoy de su trayectoria intelectual, de la que es necesario apuntar, para entender lo que sigue, algunos momentos y aspectos41. Muy simplificadamente, pues Clarín vivió, con los matices de una fuerte personalidad intelectual, y desde la situación concreta de España entre 1868 y 1898, la compleja dialéctica de la cultura decimonónica europea entre tradicionalismo y liberalismo, idealismo y positivismo, romanticismo y realismo.

Desde la revolución española del 68 Clarín se adhirió definitivamente al liberalismo, lo que le hizo rechazar el catolicismo oficial, pero no el sentimiento de religiosidad esencial en que se había educado. Su reformismo y su permanente aspiración religiosa encontraron un nuevo apoyo cuando en 1871 entró en contacto con los profesores krausistas de la Universidad de Madrid, en especial con Francisco Giner de los Ríos. La influencia del krausismo sobre gran parte de los intelectuales liberales españoles de la época, fue tan difusa como determinante. El armonismo, fundamento primero de esta filosofía, arraigó en Clarín como método de conocimiento y como doctrina social: fue un racionalista, pero no exclusivo, sino abierto a todas las facultades cognoscitivas del espíritu; un reformista, que creyó en la evolución social a través de la transformación interior del hombre. Y estas convicciones se exteriorizaron en algunas actitudes básicas: el profundo sentido ético y patriótico, el espíritu científico y la pasión por la educación, que caracterizaron el «estilo de vida» krausista.

Hacia 1875 comenzaron a discutirse en España las teorías positivistas y de inmediato Clarín manifestó por ellas tanto interés como reserva. Su posición ecléctica cabe entenderla dentro de lo que se llamó el «krausopositivismo». Aceptó las aportaciones concretas del positivismo al desarrollo de la ciencia experimental, imprescindible para superar el atraso español, pero rechazó el positivismo como sistema, su reduccionismo, su negación de las aspiraciones religiosas y filosóficas del hombre42. Digamos que le otorgó el mismo valor de «oportunidad» que al naturalismo, pero sin abrazarlo en todos sus términos. Y esto fue lo que le permitió reconocer naturalmente como suyas las aspiraciones esenciales del «renacimiento idealista». Finalmente, hay que dejar apuntado que hacia 1890 se acentuó en Clarín la conciencia del problema obrero. Rechazó tajantemente el anarquismo; hacia el socialismo tuvo una mayor comprensión y simpatía, aunque, en último extremo, su liberalismo individualista y espiritualista era incompatible con el materialismo y el colectivismo marxista.

«[...] en lo fundamental -resume con exactitud Lissorgues-, Clarín permaneció fiel durante toda su vida al ideal liberal, o mejor dicho a la ética liberal vivificada en España por el krausismo. Si hay una evolución hay que buscarla en una profundización y en un enriquecimiento en sentido espiritualista de dicho ideal. Al respecto, es de notar que las grandes tendencias del 'renacimiento' espiritualista de la filosofía europea que influyen en Clarín a partir de 1890 se injertan casi naturalmente con el idealismo de procedencia krausista y hasta permiten una 'reconciliación' de éste con la esencia -no con la historia- del catolicismo hispánico. Excusado es decir que esta filosofía espiritualista, a la que llega Clarín en los últimos años de su vida, no modifica en nada su ideal social. Al contrario, la dimensión espiritual parece un argumento más en la lucha de ese ideal contra las ideologías anarquista y socialista»43.



Así pues, cuando sobrevino la crisis y arreciaron las críticas, nunca acalladas, contra el positivismo, Clarín vio confirmada su postura anterior. Se volvía de mil formas a la metafísica y a la religión, necesidades que él había sentido siempre y cada día con mayor urgencia. Saludó la nueva época con entusiasmo y, sin embargo, no podía apartar de sí un serio temor, que fue lo que, a mi juicio, condicionó buena parte de su actitud posterior y lo que explica muchas de sus vacilaciones ante la literatura finisecular. Temía que la vuelta al espiritualismo fuera o se utilizara para justificar una «reacción» ideológica general, una vuelta atrás en literatura, filosofía y política, un retroceso puro y simple en todos los órdenes. Algo especialmente grave en el taso de España, donde el arraigo de la mentalidad progresista era tan débil44. La atracción y el rechazo que, desde el romanticismo, muestran el pensamiento y el arte hacia la idea de progreso (ese nudo de contradicciones que Octavio Paz ha definido gráficamente como «una reacción frente, hacia y contra la modernidad»45) se complican aún más en países como los hispánicos, donde la modernidad es sentida precisamente como excepción o carencia.

Cabe sostener de manera general que los intelectuales progresistas de la segunda mitad del XIX, los creyentes en el progreso, cifraban su credo en términos como la democracia liberal, la ciencia positiva y el realismo artístico. Al final de siglo reconocían que estos habían traído una disminución de los valores espirituales y estéticos. Pese a ello y con todo, eran conquistas definitivas; lo que sí cabía era perfeccionarlas, superarlas. Para ellos el nuevo idealismo surgido en el fin de siglo sólo es aceptable si no niega estas conquistas, si no supone una reacción, si es realmente nuevo y no un retroceso a la mentalidad idealista o romántica anterior. Clarín volvió a encontrar en su arraigado armonismo la respuesta a sus temores, la solución al conflicto entre sus convicciones progresistas y sus aspiraciones idealistas. En principio se mostró abierto a las nuevas corrientes literarias de fin de siglo, siempre que no fueran contra los logros del realismo, sino contra sus limitaciones. De la misma forma, se interesó por aquellas tendencias de la filosofía espiritualista europea que no fueran una negación radical del positivismo, sino «una expansión espiritual al movimiento científico contemporáneo»46, no una vuelta al idealismo anterior, sino un «idealismo renovado o depurado»47. El idealismo surgido en el fin de siglo, después de las experiencias romántica y positivista, habría de ser la síntesis definitiva. Al «espíritu nuevo» le corresponde un «idealismo nuevo», que habría de manifestarse en todos los órdenes. En 1891 escribió:

«En filosofía hay un movimiento que no suprime el positivismo, sino que lo disuelve en más alta y profunda concepción; y es natural que en la literatura se observe tendencia análoga. Se habla, con mayor o menor prudencia y parsimonia, de la futura metafísica, que no será una reacción, sino otra cosa que es lógico que no podamos, hoy por hoy, encerrar en una fórmula; pues es natural que en el arte se columbre una reforma que pueda llamarse futuro idealismo»48.



En los capítulos que siguen veremos cómo Rodó se sintió siempre adscrito a esta corriente espiritualista, a cuya luz hay que interpretar sus opiniones sobre literatura, política o filosofía. Clarín influyó especialmente en su labor juvenil como crítico de literatura moderna, que culmina en 1899 con un estudio sobre Rubén Darío. Su declaración final, tan a menudo citada, es casi idéntica a las palabras anteriores:

«Yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución del pensamiento en las postrimerías de este siglo; a la reacción que, partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin desvirtuarlo en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas»49.



Pero la lección de Clarín sobre Rodó no termina aquí. Está también presente en su conocidísima obra de madurez, Ariel, de 1900, en la que anima a los jóvenes americanos a edificar los «idealismos futuros»50, aquellos que han de predominar en el nuevo siglo. Y continúa hasta el final de su trayectoria intelectual, en el ensayo «Rumbos nuevos», de 1911, en el que proclama: «Somos los neoidealistas»51, su credo y el de quienes, después de la publicación de Ariel, eran considerados sus discípulos.






ArribaAbajoClarín, Rodó y la nueva novela

A mediados de 1897, poco antes de la suspensión de la Revista Nacional, Rodó comenzó a publicar una serie de opúsculos literarios bajo el título común de La Vida Nueva. En el primero reunió dos artículos, «El que vendrá» y «La novela nueva», aparecidos en la revista el año anterior. El segundo, Rubén Darío. Su personalidad literaria. Su última obra, salió en 1899. El tercero y último, Ariel, en 1900. Al frente de La Vida Nueva (I) estampó el «Propósito» y el «Lema» de la colección. Su propósito era ofrecer exclusivamente folletos críticos de actualidad, entendiendo por crítica «no sólo la expresión segura y ordenada de un juicio, sino una amplia forma literaria»52, capaz de contener cualquier opinión o impresión suya sobre las manifestaciones literarias del espíritu nuevo, de la vida nueva. En el «Lema» volvió a repetir sus «Notas de crítica» sobre la tolerancia: «Sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto. Sin cierta amplitud tolerante del criterio, no hay crítica literaria [...]»53. Sólo añadía unas líneas en las que insistía: «Hagamos del amor que comunica fuerza y gracia a cuanto inspira, y engendra en el pensamiento la noble virtud de comprenderlo todo, el gran principio de nuestra filosofía literaria. Comprender es casi siempre tolerar, "tolerar es fecundar la vida"»54. Aunque, como casi siempre, Rodó no señala el autor ni la procedencia de la cita, ésta pertenece al folleto de Clarín Apolo en Pafos, en el que el dios de la poesía da a las musas una lección de «tolerancia, de espíritu expansivo»55: «amad y comprenderéis, amad e inspiraréis, tolerar es fecundar la vida»56. Es muy probable que al emprender La Vida Nueva, Rodó tomase en cuenta el plan de los Folletos literarios que Clarín venía publicando desde 1886. Éste los concebía como su propia revista, en la que exponer libremente y sin compromisos periódicos, su opinión sobre asuntos de actualidad: «la variedad y la oportunidad -había dicho- son bases de esta publicación»57; en ellos la crítica iría «envuelta muchas veces en formas muy variadas»58.

Rodó eligió para abrir la colección el artículo «El que vendrá», el que más pronta fama le había dado, su primer y más extremo ejemplo de prosa artística. Pero su misma fama y su lenguaje trabajoso, en ocasiones críptico, han contribuido a que no se haya interpretado detenidamente y es más supuesta que realmente conocido59. Se trata, desde luego, de una de tantas manifestaciones literarias del complejo estado de alma del fin de siglo, pero ¿qué está diciendo realmente Rodó en «El que vendrá»?, ¿qué quiso expresar con esta figura?

Antes que nada, trató de ofrecer una explicación de la «reacción» espiritual o idealista que se manifestaba en la literatura finisecular, tanto en la prosa como en la poesía. Aunque no habla de reacción sino de Némesis, término que seguramente tomó del escritor y crítico francés Paul Bourget. La Némesis de los griegos, originariamente la fuerza divina que compensaba los excesos y mantenía el equilibrio en el mundo, acabó identificándose con la diosa de la venganza. Bourget habló de la «loi de la Nemesis» que actuaba contra las valoraciones injustas y acababa dando a cada artista su verdadero lugar en la historia del arte60. Para Rodó, la Némesis había venido a actuar en la literatura finisecular para contrarrestar las intolerancias y exclusivismos del naturalismo.

«La Némesis compensadora e inflexible que restablece fatalmente en las cosas del Arte, el equilibrio violado por el engaño, la intolerancia o la pasión, se ha aproximado a la escuela que fue traída [...] hace seis lustros para cerrar con las puertas de ébano de la realidad la era dorada de los sueños, y ha descubierto ante nuestros ojos sus flaquezas, y nos ha revelado su incapacidad frente a las actuales necesidades del espíritu que avanza y columbra nuevas e ignoradas regiones»61.



He aquí, según Rodó, la razón del agotamiento del naturalismo: su intolerancia e incapacidad para expresar las necesidades espirituales del hombre. El misterio, la intimidad, el ensueño volvían a reclamar un sitio en el arte.

En la poesía ocurrió algo parecido. Según Rodó, la objetividad naturalista en la prosa tuvo su reflejo poético en la impasibilidad parnasiana. El parnasianismo quiso proscribir las dudas e inquietudes profundas del hombre, nada hubo en él que recordase «la palpitación y el grito de la vida»62. Su culto excesivo a la forma, su olvido de las ideas y del sentimiento, provocó la Némesis o reacción esperable: fue condenado «por los dioses del Arte que no consienten el vacío más que los dioses de la Naturaleza»63.

El parnasianismo fue seguido por una multitud de escuelas poéticas sin más unidad que la común tendencia al individualismo. Rodó no las diferencia con exactitud ni les da un nombre preciso. Habla de los que buscaron la fe perdida entre las ruinas del cristianismo y las religiones de Oriente, de los rebeldes que «hicieron coro a las letanías de Satán»64, aludiendo a los conocidos generalmente como decadentistas, y de aquellos que «se prosternaron ante el Símbolo»65, sin duda los simbolistas. Esta confusión es propia de una época de transición. Rodó ve el ambiente espiritual lleno de presagios y pone su esperanza en un profeta que dé respuesta definitiva a las ansiedades e inquietudes de su tiempo: «El que vendrá».

«El que vendrá» es, antes que nada, el escritor representativo de la nueva época, el Revelador, como lo llama Rodó, del espíritu nuevo. Su figura es una transposición del héroe y, más concretamente, del héroe como hombre de letras de que habla Thomas Carlyle.

Carlyle dejó una considerable huella sobre la concepción de la historia de muchos intelectuales del XIX. Rodó debió conocerlo en la traducción española de Los héroes, aparecida en 1893 con un importante prólogo de Clarín, que, como veremos, tendrá gran influencia en Ariel. Y también a través de las páginas que le dedicó Taine en su Historia de la literatura inglesa. Carlyle, explica Taine, «considera al poeta, al escritor, al artista, "como un intérprete de la idea divina que late en el fondo de toda apariencia, como un revelador de lo infinito", como un representante de su siglo, de su nación, de su edad; reconoceréis aquí todas las fórmulas germánicas. Esas fórmulas significan que el artista discierne y expresa mejor que nadie los rasgos salientes y durables del mundo que le rodea; de modo que puede extraerse de su obra una teoría del hombre y de la naturaleza, al par que una pintura de su raza y de su tiempo. Ese descubrimiento ha renovado la crítica»66. El héroe de Carlyle, dice Clarín en pocas palabras, es «el grande hombre revelador [...]; el hombre lleno de realidad y sinceridad que tiene algo que revelar al mundo»67.

Hacia 1890 había comenzado a discutirse en Francia el magisterio de Zola, el representante de la etapa inmediatamente anterior, el «escritor guía» que había revelado el credo naturalista y al que muchos habían seguido. Pero nadie, cualquiera que fuese su opinión sobre él, era capaz de nombrar a su sustituto, de señalar, en medio de la confusión de las nuevas tendencias literarias, una figura que las resumiese y codificase. La gran fama alcanzada en ese momento por Tolstoy o por el menos perdurable Paul Bourget nunca llegó a ser comparable con la del maestro del naturalismo68. En «El que vendrá» Rodó presenta a Zola sin nombrarlo, mediante una tortuosa perífrasis, como el profeta, el Moisés que anunció y guió la literatura naturalista, al que deben respeto las huevas generaciones, aunque sus preceptos ya no les sean válidos:

«Allá, sobre una cumbre que señorea, en la cadena del Pensamiento todas las cumbres, descuella, como ayer, la personalidad del iniciador que asombró con el eco lejano de sus luchas, nuestra infancia; del maestro taciturno y atlético. Suya es todavía nuestra suprema admiración; pero al alzar hacia él la frente, en medio de nuestras ansias y nuestras inquietudes, nosotros hemos visto rotas las tablas de la ley entre sus manos; y separando entonces de entre las muchas cosas caducas de su credo una luz de verdad, que se ha incorporado definitivamente a nuestro espíritu, hemos deslindado definitivamente también, en el campo donde él sembró su palabra, la doctrina y la obra, la fórmula y el genio»69.



Veremos enseguida que ésta fue la postura esencial de Rodó ante el naturalismo: respeto de sus conquistas definitivas y rechazo de sus dogmas de escuela. «El que vendrá» termina con una larga invocación al profeta que, ocupando el lugar de Zola, exprese las inquietudes de la nueva época: «¡Revelador! ¡Profeta a quien temen los empecinados de las fórmulas caducas y las almas nostálgicas esperan! ¿Cuándo llegará a nosotros el eco de tu voz dominando el murmullo de los que se esfuerzan por engañar la soledad de sus ansias con el monólogo de su corazón dolorido?...»70. Rodó lo imagina como un niño, acaso un adolescente, dotado de todas las gracias del genio, entre cuyas ideas alienta «la que ha de transfigurarse en el credo», entre cuyas obras «ha de surgir la obra genial»71: la doctrina y la obra representativa del espíritu nuevo, en las que los hombres de fin de siglo pudieran reconocerse. Lógicamente, Rodó nada concreto puede decirnos de ellas. Lo único cierto es que «el Revelador» ha de responder a la aspiración idealista general en la época:

«Asistiremos, guiados por la estrella de Betlem de tu palabra, a la aurora nueva, al renacer del Ideal -del perdido Ideal que en vano buscamos, viajadores sin rumbo, en las profundidades de la noche glacial por donde vamos»72.



A lo largo del ensayo, especialmente en la última parte, hay una constante confusión entre términos artísticos y religiosos. La figura de «El que vendrá» adquiere dimensiones casi sobrenaturales, el revelador parece convertirse en un redentor, en un salvador. Esta sacralización del escritor es de origen romántica y también está en Carlyle: sus héroes son hombres que viven en contacto con lo infinito, con lo misterioso, con lo sagrado. Además, «El que vendrá» puede relacionarse con el fenómeno surgido durante la crisis de fin de siglo, que Hans Hinterhäuser denomina «el retorno de Cristo»: todas las literaturas occidentales vuelven a tratar la figura del Hijo de Dios o, en su lugar, figuras de hombres superiores, santos, idealistas puros (Nazarín, Il Santo, antes el príncipe Myschkin, «Nuestro Señor Don Quijote»...), en las que se encarnan la sed de espiritualidad y el ansia de salvación y orientación de la época73. Frecuentemente el doble de Cristo, es el artista, el escritor: él mantiene viva la poesía en medio de un mundo prosaico. Esta es su misión, su privilegio y también su cruz. Así pues, el tono de lirismo exaltado, casi religioso, que emplea Rodó, no debe hacemos perder de vista significado primero: «El que vendrá» es una invocación al escritor representativo, al héroe literario, en el sentido de Carlyle, de la nueva época. De ahí que Rodó lo escogiese para abrir la colección La Vida Nueva. Posteriormente, volvió a servirse de este concepto de héroe en algunos de sus principales ensayos, literarios o no: Montalvo74 o, como veremos, Ariel y Motivos de Proteo.

El segundo artículo del folleto, «La novela nueva», fue escrito en 1896, con motivo de la publicación ese mismo año de Primitivo, primera de la serie de novelas cortas que el escritor uruguayo Carlos Reyles publicó bajo el título de Académicas. En el prólogo, Reyles definía su obra como «tanteos o ensayos de arte, de un arte que no permanezca indiferente a los estremecimientos e inquietudes de la sensibilidad fin de siglo, tan refinada y compleja»75. Y añadía: en Francia, en Italia, en Alemania, se hacen continuas tentativas en este sentido, tentativas «para encontrar la fórmula preciosa de arte del porvenir. En España no»76. La novela española seguía viviendo en el exteriorismo, ajena a las tendencias novelísticas surgidas de la descomposición del naturalismo, que venían a dar nueva importancia a lo íntimo y psicológico.

Más que juzgar la obra en sí, Rodó quería defender «la oportunidad del propósito» con el que había sido escrito77. El intento de introducir nuevas corrientes narrativas tendría que enfrentarse, según él, con la incomprensión de tres grupos: los que rechazaban cualquier tipo de literatura elevada, que fuera algo más que mero entretenimiento; quienes seguían empecinados en las intolerancias del naturalismo, y aquéllos que sólo admitían una novela basada en lo nacional, no cosmopolita. Pero los que viven la vida de su época, los auténticamente modernos, sí lo comprenderán.

«[...] comprenderán -dice- la oportunidad suprema del intento, su fecundidad virtual; y lo recibirán como se recibe el grito que, lanzado de entre la multitud impaciente y anhelosa, hace sensible la aspiración que unificaba todos los deseos, el impulso que estaba en todas las voluntades»78.



Ante la nueva novela, Rodó sigue muy de cerca a Clarín. En primer lugar, reconoce su oportunidad, provocada por un estado de alma diferente a la que había hecho posible el naturalismo:

«La situación de los espíritus es hoy distinta de los tiempos en que la novela de la desnuda realidad, de la experimentación, de la negación psicológica, se presentaba como fórmula capaz de satisfacer todas las exigencias oportunas y actuales de la vida»79.



Una época regida por la ciencia experimental dio como resultado el naturalismo: una literatura de la observación y de la experimentación. Pero no existe una fórmula artística inmóvil, «la fórmula más alta para llegar a la verdad será más bien la que imponga cada generación humana [...], hay en el tiempo, para cada modalidad del espíritu, una Poesía, una Hermosura»80. Lo que en un momento supone un avance, en otro puede quedar, si no negado, sí superado: «No ha de decir el innovador literario: "Ésta es la verdad", sino tan sólo "La oportunidad es ésta"»81.

Rodó adopta, en consecuencia, la misma posición ecléctica de Clarín ante la pugna entre el naturalismo y las nuevas corrientes novelísticas. Para Clarín, la finalidad del arte es expresar lo más ampliamente posible la realidad del momento, y, además, actuar indirectamente sobre ésta, contribuyendo a su progreso. La novela es el género más adecuado para ello, y el naturalismo, la corriente que más lejos había ido en este sentido. Acepta las nuevas orientaciones siempre que supongan un avance, no una negación, sino una profundización en lo anterior, un reflejo de realidades desatendidas antes: el misterio, la intimidad psicológica, la poesía. Volver a ellas, dice, no iba «contra lo que el naturalismo afirmó y reformó, sino contra sus negaciones, contra sus límites arbitrarios»82. De la misma forma, Rodó, que en 1898 afirmará «yo creo que la narración [...] no ha perdido ni lleva trazas de perder todavía, entre los géneros de literatura, la superioridad jerárquica que, por su mejor adaptación a las oportunidades del espíritu contemporáneo, fue conquistada para ella en las épicas jornadas del naturalismo»83, se pregunta en «La novela nueva»:

«¿Necesitamos, los que tenemos la sed de una nueva fuente espiritual para nuestro corazón y nuestro pensamiento, desandar el camino andado, volver la espalda a aquellas fuentes que brotaron ayer de los senos de la Realidad? Antes bien, la obra de los que nos han precedido es una indispensable condición de la que presenciamos; y la Realidad -la que responde a una concepción amplia y armónica, la que comprende lo mismo el vasto cuadro de la vida exterior que la infinita complejidad del mundo interno-, una Musa inmortal de la que ya nadie podrá apartar impunemente los ojos [...] Viene, pues, el espíritu nuevo a fecundar, a ensanchar, no a destruir [...]? Y de la escuela de la naturaleza quedarán la audacia generosa y la sinceridad brava y ruda, el respeto de la realidad, el sentimiento intenso de la vida; pero no quedarán ni las intolerancias, ni las limitaciones»84.



Rodó siguió a Clarín en su intento de no romper con el pasado inmediato y atendió, como él, a autores españoles que habían realizado su obra de madurez durante el realismo y que ahora trataban de integrar las nuevas preocupaciones espirituales. De ahí que en «La novela nueva» corrigiese a Carlos Reyles por no haber visto en el realismo español más que exteriorismo. Las últimas obras de Palacio Valdés, del mismo Clarín y, sobre todo, de Galdós, eran «un reflejo de nuevos anhelos e inquietudes, de dilatar el espectáculo de lo real con la visión del hombre interno»85. Precisamente en España, donde se manifestaba el espíritu nuevo era en la novela, no en la poesía, de la que Rodó sólo da, también siguiendo a Clarín, el ejemplo de Balart86. En su último artículo para la Revista Nacional, Rodó insistió en las razones de la actualidad de Galdós:

«Porque es realista de la realidad inmortal y porque nunca vinculó su arte con lo que en el naturalismo de escuela hubo de exclusivo, falso y transitorio [...], nada tiene que temer el arte de Galdós de las oportunidades nuevas, de las reacciones justicieras e inevitables del criterio, el sentimiento y el gusto; y puede ahora conciliar perfectamente con la consecuencia de su firme tradición de realismo, el "espíritu nuevo" que penetra todas sus últimas creaciones y les comunica una alta significación ideal»87.



En principio Clarín parece, pues, abierto a las nuevas tendencias novelísticas y confiado en que no vengan a negar el realismo, como demuestran las obras de algunos reputados autores realistas, a los que conocía bien. Pero, como señala Sergio Beser, no es difícil notar en sus últimos artículos cierta falta de seguridad y entusiasmo, que se tornó en total desorientación y desconfianza ante los escritores nuevos, a quienes se empezaba a conocer como modernistas. Y muy especialmente ante el modernismo en poesía, género que siempre le resultó algo ajeno y para el que no tuvo criterios claros.




ArribaAbajoClarín y Rodó ante la poesía modernista. Rubén Darío

Aunque a menudo había proclamado la necesidad de una renovación en la poesía española, cuando llegó el modernismo Clarín adoptó una posición defensiva u hostil88. Había en ello diferencias ideológicas de fondo, pero también otras cosas, no tan justificables. Como veremos, por estos años él había perdido mucho interés por la literatura, dedicándole más atención a la filosofía, y no estudió profunda y detenidamente el nuevo movimiento. Del modernismo hispanoamericano apenas sabía nada de primera mano; del español es cierto que no alcanzó a ver algunos de sus mejores frutos. A varios de sus representantes los juzgó con evidente ligereza, fiándolo todo a la sátira. Algo especialmente triste en el caso de Rubén Darío, contra el que enseguida se predispuso en público y, luego, como que tuvo que seguir manteniendo una absurda guerra.

Rodó, aunque siempre compartió las reservas de fondo de Clarín, tuvo una actitud más positiva y responsable. Bastaría para explicarla su contacto directo con la realidad literaria americana. Con la difusión y el canje de la Revista Nacional, empezó a leer a los nuevos escritores que, aquí y allá, iban conformando lo que ya se conocía como modernismo. Especialmente al grupo modernista de la vecina Buenos Aires, que, en ese momento, por sus condiciones socio-culturales y por la presencia de Darío, se había convertido en el más numeroso, consciente y activo del mundo hispánico. Aunque, como dice José Enrique Etcheverry, la Revista Nacional «en ningún momento aspiró a una militancia modernista», aunque no fue «en sí, una revista modernista»89, a los pocos meses de vida empezó a dar cada vez mayor cabida a los poetas de Buenos Aires. En febrero de 1896 publica en ella Leopoldo Díaz; en agosto, Leopoldo Lugones y Carlos Ortiz; en septiembre, Rubén Darío, a quien Daniel Martínez Vigil, uno de los fundadores de la revista, presenta así: «La modernísima literatura americana lo reconoce como su primogénito [...]. Es el mayor, el jefe de la familia, el abanderado de la joven guardia, el caudillo de la milicia que batalla en defensa del ideal»90. Siguen Ricardo Jaimes Freyre, Luis Berisso y otros. Rodó no manifiesta abiertamente su opinión sobre el modernismo hasta 1897, cuando el tema ya está en boca de todos y sus compañeros de redacción, especialmente su íntimo Pérez Petit, han mostrado un creciente entusiasmo por él. Es una actitud constante en Rodó: tratar sólo de asuntos importantes, con repercusión en el mundo intelectual, de los que se han ocupado muchos antes que él, para formular la última palabra, el juicio definitivo, en el que suelen conciliarse todas las posiciones. De ahí el carácter precozmente maduro, cuidadosamente planeado que muchos han notado a lo largo de su carrera. Dentro del ambiente literario presidido por el modernismo, quiso cumplir la misma función que, según él, tuvo su admirado Juan María Gutiérrez en el Romanticismo: ser «un girondino de esa revolución»91, esto es, la voz crítica moderada y prudente, que advirtiese de los extremos, siempre peligrosos, y distinguiese lo falso de lo perdurable. Para ello recurrió a los conceptos de oportunidad literaria y tolerancia, y trató de lograr un difícil equilibrio entre su reconocimiento del principio de la libertad artística y su creencia en la responsabilidad social del escritor.

La primera referencia explícita de Rodó a la poesía modernista está en un artículo de 1897 sobre Leopoldo Díaz: «¡Cuánto elemento gárrulo y vacío, cuántas viejas cosas mal restauradas, cuánta ingenuidad pueril en este movimiento modernista que hoy hace vibrar [...] el verso americano!... Pero también ¡cuántas halagadoras promesas!»92. Inmediatamente posterior es la afirmación, mucho más concreta, contenida en el artículo «Un poeta de Caracas», sobre Andrés A. Mata:

«Muy avenido a que la poesía americana abra su espíritu a las modernísimas corrientes del pensamiento y la emoción, se inicie en los nuevos ritos del arte, acepte los procedimientos con que una plástica sutil ha profundizado en los secretos de la forma, no me avengo igualmente a que extremando y sacando de su cauce el dogma, bueno en sí, de la independencia y el desinterés artísticos, rompa toda solidaridad y relación con las palpitantes oportunidades de la vida y los altos intereses de la realidad. Veo en esta ausencia de contenido humano, duradero y profundo, el peligro inminente con que se ha de luchar en el rumbo marcado por nuestra actual orientación literaria. Al modernismo americano le matará la falta de vida psíquica. Se piensa poco en él, se siente poco»93.



Rodó se muestra de acuerdo con el modernismo en sus intentos de renovación formal, pero teme que olvide «las palpitantes oportunidades de la vida y los altos intereses de la realidad». Para Clarín, a pesar de sus exigencias propiamente artísticas, «la literatura se relaciona con otros muchos intereses de la vida»94, «debe ponerse al servicio de los grandes intereses de la vida moderna»95, tiene, en suma, que contribuir al progreso. Aun con sus limitaciones, el realismo naturalista había tratado de servir seriamente a esta causa: al adelanto de los pueblos y de la cultura. Frente a él, el modernismo, al que identificaba sin más con el decadentismo, representaba un retroceso. Por más amplia y adaptable a las circunstancias que fuese, la concepción realista de la literatura que tenía Clarín, se basaba en unos principios inalterables. «Todo el "realismo" de Clarín -dice Beser- es una insistencia sobre el contenido, y representa una actitud paralela, dentro del campo literario, a su lucha por una cultura humanista y mayoritaria»96. Principios opuestos a los que condenaba en el modernismo: formalismo, impasibilidad y esoterismo.

También para Rodó el peligro del modernismo estaba en su exclusivo interés artístico, en su desinterés por lo demás, en su falta de contenido: «se siente poco en él, se piensa poco». Pensamiento y emoción, ideas y sentimientos, constituyen lo que Clarín llama «el elemento substancial» de la poesía, frente al «poema» o forma97. Y aunque ambos están estrechamente relacionados, ésta debe supeditarse a aquél. En sus artículos Rodó insiste una y otra vez sobre lo mismo: «Alaben otros, ¡oh poeta!, la perfección de tus ánforas cinceladas. Yo prefiero decirte que tu verso sabe hacer pensar y hacer sentir; que tu poesía tiene un ala que se llama emoción y otra ala que se llama pensamiento»98.

Es, pues, la concepción responsable, ética de la literatura que compartían Rodó y Clarín lo que les separaba en principio del modernismo. Pero en sus sátiras contra los nuevos escritores, Clarín utilizó, además, otros argumentos: imputaciones de afrancesamiento, desconocimiento de la gramática y de la tradición literaria española, gongorismo, colorismo, confusión entre las artes, desvarío, inmoralidad..., que fueron coreados en España por la crítica antimodernista más demoledora y regocijada, carente de fundamentos intelectuales sólidos, cuyo medio favorito de expresión fue la sátira y la parodia99. Imputaciones así puede que valiesen para algún escritor menor de éste o de cualquier momento, pero no para el modernismo en general ni para sus principales representantes, sobre todo Darío.

Desde 1890 Clarín comenzó a lanzar descalificaciones contra éste, pero nunca le dedicó un estudio serio, pues en realidad no conocía su obra sino de oídas. En 1894 uno de sus injustificados ataques provocó la indignación en los círculos literarios de Buenos Aires y una medida, pero contundente respuesta del propio Darío:

«Yo no soy jefe de escuela ni aconsejo que me imiten [...], no he de ir a hacer prédicas de decadentismo ni a aplaudir extravagancias y dislocaciones literarias. A Rubén Darío le revientan más que a Clarín todos los afrancesados cursis, los imitadores desgarbados, los coloretistas, etcétera»100.



Rodó no podía seguir a Clarín por este camino. A pesar de sus reservas, se muestra mucho más prudente. En «Un poeta de Caracas» termina eximiendo del cargo de escapismo a Darío, al qué reconoce como escritor excepcional, y condenando a sus imitadores:

«A Rubén Darío le está permitido emanciparse de la obligación humana de la lucha, refugiarse en el Oriente o en Grecia, madrigalizar con los abates galantes, hacer la corte a las marquesas de Watteau naturalizándose en el "país" donoso de los abanicos. Una individualidad literaria poderosa tiene, como el verdadero poeta según Heine, el atributo regio de la irresponsabilidad. Sobre los imitadores debe caer el castigo»101.



El año anterior Darío había publicado Prosas profanas. Es el libro representativo del modernismo, al menos del primer modernismo. Por el virtuosismo técnico y por los motivos de sus poemas: Grecia, Oriente, la Francia dieciochesca..., a los que alude Rodó. Aunque la mayor parte de los poemas ya se conocían por la prensa, la aparición del libro provocó numerosas reacciones críticas102. Pocos pudieron negar seriamente la maestría de Darío, pero tampoco dejaron de oírse insatisfacciones y reparos. Uno de los más frecuentes fue el de su falta de americanismo: Darío olvidaba los temas americanos, la lucha por la civilización de América, con la que habían estado comprometidos los escritores más representativos desde la Independencia. Rodó, que hizo del americanismo literario un tema constante de sus escritos, trató de publicar en 1897 una edición montevideana de Prosas profanas, que no cuajó, y empezó a preparar un ambicioso estudio: Rubén Darío. Su personalidad literaria. Su última obra, tercer folleto de La Vida Nueva, que salió dos años después. Comenzaba con una afirmación que iba a hacerse famosa: «-No es el poeta de América, oí decir una vez [...]. Indudablemente, Rubén Darío no es el poeta de América»103. Tan famosa que hizo olvidar a muchos todo lo demás que se decía en él.

En el folleto sobre Darío y Prosas profanas, Rodó adoptó el planteamiento utilizado por Clarín en su famoso estudio sobre Baudelaire y Les fleurs du mal. Rodó consideraba que éste era un ejemplo de «crítica esclarecedora de las profundidades de la idea y el sentimiento del artista, de determinación del más íntimo espíritu de la obra y concreción de sus más vagos efluvios ideales» y de «descripción de los procedimientos técnicos del poeta»104; un modelo, en suma, de crítica seria, tan superior a la satírica, que Clarín no quiso o no supo hacer con los modernistas y a la que él aspiraba. Clarín comenzaba distanciándose de Baudelaire: «ni su estilo, ni sus ideas, ni la estructura de sus versos siquiera, me son simpáticos..., pero veo su mérito»105. Su estudio es un ejercicio de «tolerancia crítica», pues reconoce el valor de Les fleurs du mal, a pesar de estar basado en principios ideológicos y estéticos diferentes a los suyos. Y pone a prueba la flexibilidad de su espíritu:

«[...] en poesía no hay crítico verdadero, si no es capaz de ese acto de abnegación que consiste en prescindir de sí mismo, en procurar hasta donde quepa, infiltrarse en el alma del poeta, ponerse en su lugar»106.



Actitud idéntica a la que Rodó adopta en el estudio sobre Darío y Prosas profanas, su mejor expresión de tolerancia y simpatía, de amplitud y penetración crítica.

En la primera parte del estudio, Rodó trata de caracterizar la personalidad literaria de Darío a través de lo que Taine llamaba «la facultad maestra» de un escritor: el elemento dominante de su espíritu, el resorte de su estructura psíquica, a partir del cual es posible explicar toda su obra107. En el caso de Darío, es su pasión exclusiva por lo exquisito.

«Toda la complejidad de la psicología de este poeta puede reducirse a una suprema unidad, todas las antinomias de su mente se resuelven en una síntesis perfectamente lógica y clara, si se las mira a la luz de esta absoluta pasión por lo selecto y hermoso, que es el único quicio inconmovible de su espíritu»108.



Esta pasión por lo exquisito hace de él un escritor extraño (podría añadirse que digno de figurar en su propia galería de Los raros, una obra que sin duda Rodó tuvo que tener en cuenta). De ella se deriva su atracción por lo artificial, no por la belleza actual de la vida y la naturaleza, sino de la historia y el arte; su preferencia por lo exótico y lo lujoso; su desprecio por lo sentimental y su desinterés por los problemas morales y sociales; su superficialidad, en suma. Rodó lo reconoce como «un gran poeta exquisito»109, aunque manifiesta su desacuerdo con esta formula de literatura.

En la segunda parte entra a analizar Prosas profanas, haciendo esmeradas glosas de cada uno de los poemas. Estas son un homenaje casi involuntario a Darío, nacidas de la admiración por su poesía, escritas ellas mismas en una exigente prosa artística, que es el signo distintivo de la prosa modernista. Hay un momento en que, consciente de estar dejándose llevar por el entusiasmo hasta la «crítica creadora», se detiene a preguntarse:

«¿Tocar así la obra del poeta para describirla, como un cuadro, con arreglo a un procedimiento en que intervenga cierta actividad refleja de la imaginación, es un procedimiento legítimo de crítica? Sólo puede no serlo por la incapacidad del que lo haga»110.



En su ensayo sobre Baudelaire, Clarín también se muestra abierto a la crítica artística o «sugestiva», tal como por entonces la practicaban Paul Bourget y Jules Lemaître:

«Sí: hay un modo de crítica (podría decirse un modo de arte) que el "espectador" sensible e inteligente puede ejercer, y consiste en una especie de producción refleja; el espectador es como una placa sonora, como un eco [...] La crítica de este modo -que no es la única legítima, ni siquiera la más necesaria-, hay que tomarla como lo que es; no hay que atribuirle pretensiones dogmáticas que no tiene, y con esta advertencia puede dejársele ser subjetiva, personalísima, cuasi-lírica, que no por eso dejará de ser útil»111.



La poesía de Darío, dice Rodó, «no sería encomiable como modelo de una escuela, pero es perfectamente tolerable como signo de una elegida individualidad»112. El estudio termina absolviendo de nuevo a Darío y condenando a los que, sin su talento, le imitan (el mismo discrimen hace Clarín entre Baudelaire y la turbamulta de simbolistas113). Después de la declaración citada: «Yo soy un modernista también; yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución del pensamiento en las postrimerías de este siglo; a la reacción que partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conducen, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas»114; añade: «La obra de Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones, a ese sentido superior; es en el arte una de las formas personales de nuestro anárquico idealismo contemporáneo, aunque no lo sea porque no tiene intensidad para ser nada serio- la obra frívola de los que lo imitan»115.

El folleto consagró definitivamente a Rodó como crítico y contribuyó a difundir aún más la obra de Darío, que por entonces ya se encontraba en España, convertido en el maestro de los poetas jóvenes. Puede que gracias a él Clarín se decidiera realmente a leerlo, pues desde 1899 se percibe en sus artículos una como disimulada admiración: «[...] el Sr. Rubén Darío, mozo listo si los hay, y que escribe perfectamente cuando quiere»116.

También Darío, escritor enormemente consciente, reconoció la seriedad del estudio, no superado durante años, y tomó buena nota de las objeciones que se le hacían: falta de americanismo, falta de contenido humano. Lo que podríamos llamar «la respuesta de Rubén Darío a José Enrique Rodó» comienza con un incidente poco claro, en el que parece que algo tuvieron que ver el resentimiento y la mala voluntad: Darío pidió permiso a Rodó para incluir su estudio como prólogo a la segunda edición de Prosas profanas. Se incluyó, pero sin firma. Algunos aseguraron que era una burla de Darío. Rodó se ofendió...117. Más que los detalles, interesa considerar «la respuesta de Darío» dentro de la historia general de su propia evolución y de sus relaciones con la crítica. Una historia compleja y relativamente bien conocida, que terminamos recordando a muy grandes rasgos.

Darío es, desde luego, mucho más que el «rubendarismo» de Prosas profanas. Como representante del verdadero modernismo no se acomodó a ninguna fórmula, conservó lo esencial del movimiento: la libertad y el rigor, precisamente para seguir avanzando. Desde aquellos días se ha venido repitiendo con razón que el americanismo es sobre todo cuestión de sensibilidad, y aunque en Prosas profanas Darío no toca temas americanos, su afán de universalismo, su ultrarrefinamiento, su capacidad de asimilación, son muestras de la sensibilidad americana del momento118. Pero, además, después de 1898, ante la experiencia del Desastre español y del cada vez más agresivo expansionismo norteamericano, su poesía se abre a los motivos hispanoamericanistas. Paralelamente, ahonda en una dirección reflexiva e intimista. La evolución, que no el cambio, se observa en la segunda edición de Prosas profanas, de 1901, y culmina cuatro años después con Cantos de vida y esperanza, su obra cumbre. Poco antes de publicarla le anuncia a Juan Ramón Jiménez: «Voy a mandarle pronto muy pronto los versos. V. verá. Hay de todo. Más por primera vez se ve lo que Rodó no encontró en Prosas Profanas, el hombre que siente. Será que cuando escribía entonces, aunque sufría, estaba en mi primavera y esto me consolaba y me daba alientos y alegría»119. La primera sección del libro, la que le da título, está dedicada precisamente a Rodó. Su magnífico poema prólogo: «Yo soy aquel que ayer no más decía / el verso azul y la canción profana [...]»120, es, en primer lugar, un balance de su etapa poética y vital anterior, un autorretrato literario y personal, también una respuesta a los críticos, personalizados en Rodó. Una respuesta a los ataques o simples observaciones sobre la frivolidad, frialdad e impersonalidad, sobre la ausencia de sentimiento, vida y sinceridad en su primera poesía: «En mi jardín se vio una estatua bella; / se juzgó mármol y era carne viva [...]»121. El amaneramiento de que hablaba Rodó, viene a decir Darío, no es despersonalización, sino estilización: la conversión en poesía de su experiencia real, tantas veces dolorosa, y en especial de su pasión erótica. En segundo lugar, «Yo soy aquel...» es una formulación de su concepción del arte como un camino de perfección y salvación, una búsqueda de lo absoluto a través de la belleza. Ese fue su intento, termina Darío; lo que justifica su vida y lo compensa de las miserias y las incomprensiones: «con el fuego interior todo se abrasa; / se triunfa del rencor y de la muerte»122. Sin embargo, sabemos que, por su especial carácter, las críticas le afectaron mucho y que siempre sintió que ni Clarín, ni después Rodó o Unamuno, por citar tres de las voces más escuchadas de su tiempo, fueron justos con él.




ArribaAbajo¿Otro modernismo?

En junio de 1897, poco antes de comenzar a publicar la serie de folletos de La Vida Nueva, Rodó le escribió a Clarín una carta en la que exponía su postura ante el modernismo, y que conviene citar por extenso:

«Otro de los puntos sobre los que yo quisiera hablar detenidamente a Vd. es el de mi modo de pensar en presencia de las corrientes que dominan nuestra nueva literatura americana. Me parece haberlo afirmado alguna vez: nuestra reacción antinaturalista es hoy muy cierta, pero muy candorosa; nuestro modernismo apenas ha pasado de la superficialidad. En América, con los nombres de decadentismo y modernismo, se disfraza a menudo una abominable escuela de trivialidad y frivolidad literarias: una tendencia que debe repugnar a todo espíritu que busque ante todo, en literatura, motivos para sentir y pensar. Los que hemos nacido a la vida literaria después de pasados los tiempos heroicos del naturalismo, no aceptamos de su legado sino lo que nos parece una conquista definitiva; los que vemos en la inquietud contemporánea, en la actual renovación de las ideas y de los espíritus algo más, mucho más, que ese prurito enteramente pueril de retorcer la frase y de jugar con las palabras, a que parece querer limitarse gran parte de nuestro decadentismo americano, tenemos interés en difundir un concepto totalmente distinto de modernismo como manifestación de anhelos, necesidades y oportunidades de nuestro tiempo, muy superiores a la diversión candorosa de los que se satisfacen con los logogrifos del decadentismo gongórico y las ingenuidades del decadentismo azul»123.



Con el propósito de orientar el modernismo más allá del simple decadentismo, añade, iba a iniciar la publicación de La Vida Nueva. Rodó le decía a Clarín exactamente lo que éste quería oír. Incluso emplea expresiones -«gongórico», «azul»- de sus «Paliques». En ese momento la coincidencia entre ambos parecía total. En agosto Clarín le contestó animándole a seguir con estas ideas. No debía desviarse. Aunque en general la Revista Nacional se había mantenido incontaminada de modernismo, en sus últimos números podía notarse le decía- «demasiado azul»124.

Efectivamente, sabemos que desde el año anterior la Revista Literaria se mostraba cada vez más proclive a dar cabida y apoyo a los jóvenes modernistas. Esto era fundamentalmente influencia de Víctor Pérez Petit, quien había comenzado a estudiar a los representantes de las nuevas tendencias y a sus maestros europeos. Uno de sus artículos más entusiastas estuvo dedicado a Enrique Gómez Carrillo, prototipo de cronista modernista125. Precisamente Clarín accedió por entonces a escribir un prólogo para la obra de Gómez Carrillo Almas y cerebros, que se publicó en París en 1898. Con la franqueza de que gustaba hacer gala, se mostró en desacuerdo con el modernismo del libro. Como ejemplo del peligro que éste entrañaba para la juventud, ahí estaba, decía, la crítica que de sus obras «ha escrito poco ha un muchacho de Montevideo, me parece, en la excelente Revista Nacional»126. En su carta Clarín se anticipó a explicarles a Rodó y Pérez Petit esta pequeña alusión. Deseaba que cuando saliera el libro y la leyesen, no se la tuvieran a mal y, sobre todo, que atendiesen al fondo del prólogo127. En él exponía su posición espiritual, las tendencias que por entonces dominaban sus ideas y preferencias intelectuales.

Éstas le hacían el escritor menos a propósito para prologar un libro como Almas y cerebros, dedicado a las novedades literarias parisinas. Decía haberse dejado de interesar por los cambios literarios dictados desde París: «Me ha aburrido la poca formalidad, y me he cansado de esperar cosas de mucha substancia que no llegan»128. Pero añadía:

«También ahora estudio con toda atención el modernismo y me intereso por los jóvenes maestros; pero son otros maestros jóvenes, otras novedades. A mi ver, en Francia, como en Alemania, y acaso en otras naciones adelantadas, la juventud que vale y las novedades verdaderas y de enjundia no hay que buscarlas en la amena literatura, que está pasando un mal rato, sino en la ciencia y en la filosofía»129.



Y esperaba que entre la juventud culta de América, vuelta a las novedades literarias europeas, hubiera quien siguiese su misma orientación.

«Yo quiero suponer, aunque sea exagerando el valor de ciertos indicios, que gran parte de los jóvenes de talento de América saben ya otro género de novedades europeas, no casi exclusivamente francesas o pasadas por matiz francés; novedades más serias, más profundas y más compatibles con el carácter nacional, por lo mismo que se refieren esas novedades a la pura indagación de la verdad, ya filosófica, ya de lo que se llama hoy por antonomasia, científico»130.



Al hablar de los jóvenes americanos de talento, Clarín estaba pensando en los redactores de la Revista Nacional, especialmente en Rodó. Así se lo confirma en su carta: «A Vds. principalmente aludo cuando espero que haya una parte de la juventud de la América española que muestre el generoso cosmopolitismo más que en el arte [...], en la religión, en la filosofía, en lo que se llama ciencia»131. ¿Cuáles eran estas corrientes religiosas, filosóficas y científicas en las que Clarín veía el auténtico modernismo? ¿Hasta qué punto las conocían los jóvenes cultos americanos, entre ellos Rodó?

En julio de 1897, Clarín recibió una invitación de Segismundo Moret, presidente del Ateneo de Madrid, para que dictase en él un curso sobre «crítica literaria». Le contestó diciendo que ésta apenas le interesaba ya y le propuso hablar sobre el «movimiento de filosofía modernísima en sus tendencias de renacimiento metafísico y de alto sentido religioso»132. Se aceptó el cambio y en noviembre Clarín dio en el Ateneo el curso «Teorías religiosas de la filosofía novísima», que pensaba publicar más tarde en un libro de ensayos. No lo hizo así y sólo se conservan referencias en algunos de sus artículos y varias reseñas de la prensa madrileña, recientemente exhumadas por Yvan Lissorgues133. Aunque incompletas y muy defectuosas, dado lo complejo del tema, dan una idea de lo que pudo ser el curso, en el que Clarín intentó sistematizar las preocupaciones intelectuales de sus últimos años.

Según la transcripción de un periodista de El Globo, Clarín dijo en su primera lección:

«El fin que me propongo es referirme en estas lecciones a la juventud literaria que, menos en España, y más entre los hispanoamericanos, sigue con anhelo el movimiento literario francés, cosmopolita...

En España, donde comienza esto a asomar, conviene, lo mismo que en todas partes, para evitar decadentismos y extravagancias, que esa juventud vaya a la Filosofía, que por moda era despreciada hace veinte años [...]. Hoy, la más escogida juventud francesa va prefiriendo los estudios filosóficos, no sin erudición... Yo quisiera que la juventud española trabajase también en este sentido. Hay renacimiento idealista en la literatura y en otros órdenes; pero sólo hay razones para él en la Filosofía»134.



El espíritu nuevo, caracterizado por el idealismo y la religiosidad, venía a contrarrestar el positivismo estrecho y el egoísmo generalizado del mundo moderno. Ese espíritu se había manifestado primero en la literatura. Bastaba citar algunos nombres: en Inglaterra, a Rossetti, Ruskin y, sobre todo, a Carlyle; en Rusia, a Tolstoi; en el norte de Europa, a Ibsen; en Italia, a Carducci o Fogazzaro; en España, a Galdós o Baralt. Y en Francia, a Bourget o Rod, sin olvidar al maestro Renan135. Pero todos ellos, dice Clarín, son «como las cigüeñas de las que hablaba de Vogüe, que no entran en el templo, pero hacen su nido en la torre...»136. Son los adelantados del espíritu nuevo, sus precursores. Los verdaderos modernistas son otros: los filósofos que sin negar los resultados de la ciencia, afirmaban que existían problemas imposibles de captar mediante los métodos científicos; y oponían a estos la intuición, el sentimiento y la conciencia religiosa. Y cita especialmente a los espiritualistas Jules Lachelier, Émile Boutroux, Alfred Fouillée y Henri Bergson. Éstos eran los nuevos representantes oficiales de la filosofía francesa; se habían iniciado como profesores en la parisina École Normale y publicaban en la Revue de Métaphisique et de Morale, fundada en 1893, a través de la cual creo que Clarín llegó a conocerlos137. Ellos iban a influir, como quería

Clarín, en la juventud intelectual americana. Pero un poco más tarde, no en este momento.

Por entonces Rodó conocía a los «precursores» Renan o Carlyle, pero no a los «novísimos» Boutroux o Bergson. Se nota ahora entre él y Clarín cierto desajuste. Los dos tienen el mismo concepto amplio de «crítica literaria», pero a Clarín le preocupa cada vez más la filosofía y la religión. Rodó sigue intelectualmente centrado en la literatura. Por la filosofía se interesó más tarde; por la religión, casi nunca. En 1897 la correspondencia entre ambos se interrumpe. Rodó entra en la Parlamento y en la Universidad uruguayas. Durante los tres años siguientes sólo publica su estudio sobre Darío. En él muestra una comprensión mucho mayor del modernismo literario, su misma prosa es ya para siempre modernista, pero sigue insatisfecho con lo que juzga y con lo que hace, tratando de definir y desarrollar «otro concepto de modernismo».

«Después del éxito obtenido con su Rubén Darío -dice Pérez Petit-, le entró la fiebre del trabajo. Varias veces me habló misteriosamente de que estaba preparando "algo". Eso sí, una tarde [...], me dijo: "Todo eso del modernismo está concluido; hay que hacer otra cosa. Están perdiendo el tiempo los que se empeñan en seguir la ruta de Rubén y sólo cantan las rosas rojas y los abates galantes y los parques versallescos. Hay que buscar otro rumbo". Después, más tarde, volvió a repetirme: "Lo de Rubén es una manera de escribir que no me va: lo hice así, hipnotizado por el poeta, y por probarme la mano, como quien dice; pero yo siento y escribo de otro modo"»138.



La historia de la palabra «modernismo» es tan compleja como la del período mismo que acabó designando y ha sido y será objeto de consideración reiterada, necesaria desde luego, pero siempre matizable. Términos como «moderno» y «modernista» se han entendido de muchas maneras y han sido ostentados por personalidades muy diferentes. Darío y los escritores nuevos los aceptaron como un desafío y supieron aprovecharse de ellos: llamándose así se presentaban como la avanzada artística e intelectual de su tiempo139. Y esto, para ciertos intelectuales que estaban total o parcialmente en desacuerdo con ellos, resultaba inaceptable. Ni Clarín, ni Rodó, ni ningún intelectual progresista del siglo XIX hubiera admitido nunca que él no era moderno, que no estaba en cada momento a la vanguardia del progreso, en consonancia con los ideales de su época. Junto con los ataques y las apropiaciones, comenzaron también los distingos. Para Clarín, poco interesado en ese momento por la literatura, los conocidos comúnmente como «modernistas» eran simples retrógrados y el verdadero «modernismo», con el que él se identificaba, estaba representado por los filósofos espiritualistas franceses. Rodó acababa su estudio sobre Darío declarando «yo soy un modernista también...», al tiempo que buscaba «otro modernismo», «algo» diferente al modernismo superficial. Iba a encontrarlo en lo que llamó «literatura de ideas», cuya primera y más famosa realización fue Ariel.




ArribaAbajoAriel: Un sermón laico a la juventud

Ariel, el tercer folleto de La Vida Nueva, publicado en 1900 con la dedicatoria «A la juventud de América», alcanzó de inmediato una enorme resonancia y desde entonces ha sido repetidamente glosado. Pero creo que no es inútil volver sobre él y que aún pueden esclarecerse bastantes de sus aspectos interpretándolo en el contexto en el que fue creado: como un «sermón laico» y a la luz del «renacimiento idealista» finisecular.

Con Ariel, Rodó se apartó de la crítica amplia, pero fundamentalmente literaria, que había predominado en su primera etapa, hasta la publicación del folleto Rubén Darío. Según algunos documentos de su archivo estudiados por Emir Rodríguez Monegal, hacia 1898 planeaba realizar una ambiciosa obra titulada Cartas a..., en la que expondría sus ideas sobre las más diversas materias: literatura, pero también filosofía, moral o política; y que fue el germen de sus dos obras más importantes: Ariel y Motivos de Proteo (1909)140. A partir de entonces Rodó aludió en bastantes ocasiones, aunque de forma vaga, a este tipo de literatura, a la que llamó literatura de ideas. En ella vio el cauce para su concepción del «modernismo», el mejor medio de expresión propia e incluso -según la idea de oportunidad y relatividad de las formas literarias- el género más adecuado a su tiempo.

Rodó concebía al intelectual como conciencia de la época y guía de la opinión. No admiraba a los especialistas en determinados ramos del saber, sino a los que conocían y contribuían a dirigir las principales corrientes de cada momento, a los que llamaba «los pensadores, los removedores de ideas»141. La literatura de ideas era el mejor instrumento para este tipo de intelectual, pues le permitía exponer sin restricciones lo que pensaba sobre problemas actuales e importantes, sobre sociología, política o educación, arte, filosofía o religión. Y además, hacerlo literaria, atractivamente, lo que aumentaba su influencia142.

Rodó estaba convencido de las posibilidades de este tipo de literatura, tan abundante, a la que sólo más tarde, con ocasión de Motivos de Proteo, se refirió con el término de «ensayo»143. Y también de lo poco que se la valoraba, precisamente por su carácter híbrido y su difícil clasificación. En 1908 escribió:

«[...] en esas dilatadas fronteras de la ciencia y el arte, donde se entrelazan de mil modos verdad y belleza, el pensamiento moderno ha suscitado riquísimos modelos de obras intermedias, singularmente adecuadas a nuestro gusto y nuestras necesidades espirituales; obras que, como las de Quinet, como las de Guyau, como los Diálogos de Renan, como cien otras, anticipan acaso las formas que tendrán preferencia en la literatura del porvenir...; pero el retórico no se sentirá tentado a penetrar en este campo inmenso y florentísimo, y se excusará de ello, señalando el oscuro rincón que dedicará en su tratado a hablar de las obras didácticas y doctrinales concebidas a la antigua manera»144.



Varias veces volvió a insistir en la diferencia de estructura y estilo entre el tratado doctrinal y este tipo de literatura, donde las ideas eran expuestas de forma no sistemática y con cuidado artístico. En 1877, Clarín había notado que en la civilizada Francia «un libro de filosofía de Renan puede hacerse tan popular como una novela de Dumas en su tiempo»145; y en muchas ocasiones, alabó la crítica amplia y de «estructura libre» que practicaban Renan, Bourget o Lemaître146. Él mismo trató de llevarla a cabo en sus Folletos literarios, posible modelo de serie La Vida Nueva, de Rodó. Después de ellos, poco antes de morir, comenzó a trabajar en unas «Cartas a Hamlet. Revista de ideas», de las que sólo pudo publicar dos. Su asunto iba a ser «lo que se ha llamado espíritu nuevo, y también de reacción idealista»147. Puede que también influyeran en el primitivo proyecto de Rodó: Cartas a... A partir de él, Rodó trabajó hasta encontrar las fórmulas adecuadas para Ariel y Motivos de Proteo, sus dos obras más significativas como «pensador», ejemplos de literatura de ideas.

En Ariel acabó adoptando la forma de discurso; muy posiblemente después de descartar la forma dialogada. El libro presenta a un maestro llamado Próspero, dando la última lección a sus discípulos, proponiéndoles una serie de ideales con los que enfrentarse a la vida. Se trata, pues, de un discurso «pedagógico». Veremos que muchos de sus contemporáneos se refirieron a él como a un «sermón laico». Críticos posteriores lo hicieron ocasionalmente: Clemente Pereda lo califica como «un sermón laico», «un enquiridión»148. Recientemente Carlos Real de Azúa volvió a adoptar el término, más adecuado y expresivo que el genérico de «ensayo». Ariel, dice, debe relacionarse con las «oraciones rectorales de colación de grados y otras piezas de elocuencia académica que las diversas circunstancias del trámite universitario suelen reclamar»149, con el «sermon laïque» o los «discours aux jeunes gens» propios de la Universidad decimonónica, especialmente la francesa150. Convendría seguir desarrollando y perfilando estas afirmaciones. A continuación apunto brevemente los que me parecen dos presupuestos básicos de cualquier sermón laico, sobre los que Rodó construyó su Ariel: la moral laica y el concepto de «juventud» surgido en el siglo XIX.

Es sabido que la lucha que se desarrolló en el siglo XIX entre las concepciones religiosa y laica de la educación estuvo marcada por fuertes tensiones, y que los liberales fueron, por lo general, hombres comprometidos en la defensa de la escuela laica, muchos incluso por encima de sus propias creencias religiosas. Lo que interesa recordar aquí es que en esta defensa utilizaron una retórica que también cabría calificar de religiosa. Ferdinand Buisson, uno de los más activos promotores de la educación obligatoria, gratuita y laica en Francia, resumió la fuerza de sus convicciones con la expresión «la foi laïque»151. Consideraban a la escuela como el templo de la Humanidad y al maestro como el sacerdote de la ciencia y la democracia. ¿Qué está detrás de todo esto? La fe en el Progreso, la nueva religión del mundo moderno, lo que José Luis Romero llamó la trascendencia profana152. Los sermones laicos son expresiones de la moral laica, una moral independiente de cualquier confesión religiosa, basada en los principios de la dignidad de la persona, la razón y la tolerancia; piezas oratorias destinada a educar moralmente a los jóvenes de los centros de enseñanza no religiosa, difundiendo entre ellos los grandes ideales humanos y cívicos. Los impulsores más señalados de la educación liberal en los países hispánicos: Francisco Giner de los Ríos en España, Eugenio María de Hostos en Santo Domingo o Justo Sierra en México, «apóstoles laicos» venerados por varias generaciones de discípulos, dejaron sermones, prédicas u oraciones laicas, que consideraban como parte fundamental de su labor educativa153.

Aunque siempre ha habido jóvenes, el reconocimiento de «la juventud» como fuerza social y su identificación con el desarrollo histórico es relativamente reciente. «Sólo desde el Romanticismo -dice Arnold Hauser- se acostumbra a considerar a "los jóvenes" como representantes naturales del progreso»154. Con el romanticismo empieza a considerarse al hombre y la cultura históricamente. Se siente al mismo tiempo la nostalgia del pasado y la exaltación del futuro, y se ve a cada generación como dueña de su destino, responsable de su propia época. A partir de 1830 surgen, aquí y allá, grupos de jóvenes que se presentan como la vanguardia de sus respectivos países: la «Joven Francia», la «Joven Italia», la «Joven Argentina». Nace cultural y políticamente el siglo XIX y con él un empleo cada vez más extendido de la retórica generacional. De una parte, los jóvenes hacen valer sus derechos en nombre del futuro; de otra, se les intenta atraer para las más diversas causas. De ahí que, como dice Robert Wohl, «in 1900 there was a ready made language of political and cultural combat that predisposed Europeans intellectuals to think in generational terms. The young generation had become a tradition»155. Será después de la Primera Guerra Mundial cuando esta vaga conciencia se formalice en distintas teorías generacionales, entre ellas la de Ortega y Gasset.

Por entonces José Enrique Rodó también pensaba y se expresaba en términos generacionales. Se había formado en la tradición liberal rioplatense. Los escritos de la «generación argentina del 37», la de los jóvenes y entusiastas opositores de Rosas, reunidos en la biblioteca de su padre, fueron sus primeras lecturas y, pronto, tema continuo de su obra156. Desde 1897, respaldado por cierta reputación de escritor, entró a participar en la vida pública uruguaya. Como representante de las juventudes del Partido Colorado, empleó las mismas expresiones halagadoras hacia las nuevas generaciones que aparecen en Ariel157: como diputado especialmente preocupado en los asuntos culturales y como catedrático de Literatura en la Universidad, debió oír o leer en revistas y boletines, muchos de los discursos y de las ideas educativas que conformaron la estructura y el contenido de su libro158. Pocos meses después de publicado éste, le escribió a Miguel de Unamuno, recién nombrado Rector de la Universidad de Salamanca:

«Ha pocos días recibí también el primer número de la Unión Escolar, donde aparece una elocuentísima alocución de usted a los estudiantes españoles. Bien sabe usted cuan de mi gusto es este género de sermones laicos en que se habla a la juventud. He leído y meditado el suyo, y lo guardo en recorte junto con el Discurso universitario que usted publicó en folleto y que tuvo la bondad de mandarme. A ambos estoy seguro de recurrir en frecuentes consultas.

Si algo me separa fundamentalmente de la mayor parte de mis colegas literarios de América es mi afición, cada vez más intensa, a lo que llamaré literatura de ideas, ya que llamarla docente o trascendental no la definiría bien. Por desgracia, el modernismo infantil, trivialísimo, que aquí priva, me ofrece muy pocas ocasiones de satisfacer esa afición con la lectura de la producción indígena. Necesitamos gente de pluma que sienta y piense, y lo que abundan son miserables buhoneros literarios, vendedores de novedades frágiles y vistosas»159.



Los sermones laicos podían ocupar un lugar dentro del amplio campo de la literatura de ideas y ésta, ofrecer una alternativa al modernismo insustancial que predominaba en Hispanoamérica.



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