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- XIII -

Poesía popular y poesía narrativa


Al lado de la poesía erudita tuvieron los españoles mahometanos, sin que en ello quepa la menor duda, una poesía popular271. Aunque de ella no quedase resto alguno, su existencia estaría confirmada por el acorde testimonio de los escritores cristianos y musulmanes. Al-Qazwini cuenta que en los alrededores de la ciudad de Silves no había nadie que no compusiese versos, y que, si se pedía al gañán que iba detrás del arado que los recitase, al punto los improvisaba sobre cualquier tema que se le diera272. Populares, como éstos, debieron ser asimismo los versos a que se refiere el Arcipreste de Hita cuando habla de los cantares de danza que él mismo compuso para cantadoras judías y moriscas, y de los instrumentos que no convienen a los cantares de arábigo273. Aún mucho más tarde, cuando la lengua escrita de los árabes hacía tiempo que había caído en desuso entre los infelices moriscos, les prohibió la inquisición cantar versos arábigos, los cuales estaban, sin duda, en el dialecto del pueblo274.

Se ha de considerar además que de las innumerables obras escritas de los árabes de España, sólo una mínima parte ha llegado hasta nuestros días. Primero en las devastadoras invasiones de los almorávides y almohades, y después en las de los cristianos, fueron destruidas las bibliotecas, Y por último, los libros mahometanos que en la Península quedaban fueron entregados a las llamas por el fanático furor de los vencedores. Sólo se salvaron de la gran destrucción algunos pocos, que por una feliz casualidad pudieron ocultarse, y los que de antemano habían sido enviados a África o a Oriente. Más cruel aún que con los documentos escritos de la literatura, debió de ser el destino, que lanzaba de su antigua mansión a aquel pueblo, y que le destruía como nación, con los cantos populares, los cuales, de acuerdo con su naturaleza, pasaban de boca en boca, y rarísima vez eran conservados por escrito. No debiera, pues, parecernos extraño si totalmente hubiesen desaparecido, sin dejar vestigio alguno. Con todo, no ha sido así, por dicha, porque muchos de ellos se conservan. Por ejemplo, la siguiente poesía, que trae Maqqari, tiene un carácter enteramente popular. Para su mejor inteligencia importa saber que se compuso en los últimos tiempos del reino de Granada, cuando la ciudad y el campo padecían mucho a causa de la guerra:


    Con sus rayos el amor
aún inflama nuestros pechos;
mas ¿dónde están las amigas
y los dulces compañeros?
¿Cómo pasaron las fiestas
alegres en otro tiempo?
Los convites y manjares
¿Cómo se desvanecieron?
¿Dónde están los ricos guisos,
condimentados con queso,
que el corazón nos robaban
en la mesa apareciendo?
¿Dónde los tarros, de leche
deliciosísima llenos,
preparada con almíbar
y arroz esponjoso y tierno?
¿Do la carne que, pendiente
del hogar en un caldero,
en las brasas se cocía
con moscatel del añejo?
¿Do del añafil alegre
los melodiosos acentos,
que competían acordes
con el laúd y el pandero?
Allí cantábanse en coro
tales tonadas y versos,
que a Mabid y que a Zirjab
envidia dieran y celos.
La rienda allí se soltaba
a las burlas y a los juegos;
y rompía los cerrojos
de toda puerta el deseo.
Idos, allí se decía
a los censores severos,
si no queréis que a jirones
el vestido os arranquemos.
Sin escándalos rompía
allí cada cual el freno;
nadie censurarle osaba,
nadie vigilar sus hechos.
Exprimido de las uvas
el deleite andaba suelto,
entre la verde enramada
y entre las flores del huerto.
Alzaban allí las copas
los árboles hasta el cielo,
cual grupo de amigos fieles
y camaradas discretos.
Cuando en sus tallos lozanos
las flores se iban abriendo,
de su beldad y su gracia
se maravillaban ellos.
Eran esposas las flores,
que en aquel hermoso tiempo
de primavera venían
a celebrar su himeneo.
Y cuando la nueva fruta
los árboles daban luego,
miel el paladar gustaba,
rubíes los ojos viendo.
¡Ay! todas estas delicias
como relámpago huyeron.
Ya no las gozan los grandes;
¿qué han de esperar los pequeños?
¿Cómo vencer el destino
y derogar sus decretos?
En balde el bien que nos roba
que nos devuelva queremos275.



También debe contarse entre la poesía popular la siguiente lamentación del tiempo en que Granada estaba sitiada por los cristianos:


   El clangor de los clarines
y el son de los atabales,
turbando nuestro reposo,
asustan a cada instante.
Horror de guerra denuncian,
llamando a duros combates,
¡Señor, mis brazos se rinden;
esfuerzo y brío prestadles!
¡En tal angustia, a mi alma
dad sufrimiento bastante,
para que de él se revista
cual arnés impenetrable276.



Pertenecen además al género popular dos especies de cantares, que en España estuvieron muy en moda y que fueron cultivados con extraordinario afán: el zéjel o himno sonoro, y la muwaššaha o cantar del cinturón277. El signo característico que los distingue está en la forma. Consiste ésta en que la rima, o combinación de rimas, de la primera estrofa, es interrumpida por otras rimas; pero vuelve al fin de cada estrofa, haciendo así la terminación del todo278. Se dan también ejemplos en que falta la estrofa de introducción, mientras que la composición conserva en lo restante la misma estructura, y todas las estrofas están ligadas entre sí por las mismas rimas finales279. El orden y enlace de los pensamientos y la elección del metro quedan a gusto del poeta. Que el zéjel pertenece a la poesía del pueblo es cosa segura, porque los cantos de esta clase que se han conservado están escritos en dialecto vulgar, y por lo común no guardan en la metrificación las leyes de la cantidad, tan severamente observadas en la poesía culta o erudita, antes bien se guían por el acento. De la muwaššaha se puede afirmar lo mismo, en vista de lo que dice un escritor arábigo, de que parta semejantes poesías no hay lugar en los libros de un mérito duradero280. Se deduce también de esta sentencia que los escritores que juzgaron dignos algunos de estos cantos populares de que ellos los transcribiesen y conservasen en sus obras, escogieron precisamente aquéllos que más se aproximan al carácter de la poesía erudita. Hacer una distinción entre estos dos géneros de composiciones es harto difícil, pues ambos tienen en toda su estructura gran semejanza entre sí281.

La imitación de la forma de estas composiciones poéticas, sólo es posible traduciendo muy libremente el texto. Con esta condición, presento aquí los primeros ejemplos de un zéjel y de una muwaššaha en nuestra lengua282.

ZÉJEL


   Cercada de guardadores
y tímida y zahareña,
¿do hallarla, si me desdeña,
huyendo de mis amores?


    ¿Acaso nunca entraré
donde reposa mi amiga?
¿Cuándo será que consiga
que una respuesta me dé?
En el corazón guardé
el amor que me maltrata;
mas extraño que la ingrata,
sin piedad de mis dolores,
en lid traidora me mata,
huyendo de mis amores.


    Deja mi bien, el huir,
y ven do amor te convida;
ven a la margen florida
del claro Guadalquivir;
ven conmigo a compartir
de amor el fruto y las flores,
do en átomos voladores
esparce el agua el molino;
allí beberemos vino,
allí aprenderás amores.


    Y si otro sitio te agrada,
ven donde gira la noria,
donde Ruzafa su gloria
despliega en regia morada,
do no vienes, prenda amada,
me quema el vino y hastío,
esquivo la compañía
de los amigos mejores,
y juzgo noche sombría
del alba los resplandores.


    Ten confianza en el cielo,
valor y desenvoltura,
y no te inspiren recelo
mis caricias y ternura.
Di, ¿por qué inclinas al suelo,
toda confusa, los ojos?
Sé propicia a mis amores,
y con místicos fervores
burla sospechas y enojos
de tus necios guardadores.


    ¿Llegó el alma a delirar
con ensueños de esperanza?
¿El bien que anhela y no alcanza,
al cabo podrá lograr?
No sé; mas siento un pesar
enorme en el alma mía,
que sólo vencer ansía
tu desdén y tus rigores,
y que un imperio daría
por conseguir tus amores.



MUWAŠŠAHA



   Los vasos circulan, la fiesta ha empezado;
no dejéis de darme del licor dorado.

      Gocemos del claro vino
   en el ameno banquete;
   chispeante y espumoso
   en el hondo vaso hierve,
   y una tempestad de perlas
   y de topacios parece;
como si en el seno del vino agitado
las pléyades mismas se hubiesen prensado.

      Mil dulcísimos cantares
   hacen más vivo el deleite,
   y el ser la fiesta entre flores
   bajo la enramada verde,
   do las gotas de rocío
   entre las ramas se mece.
Frescura el rocío difunde en el prado
y exhalan las flores olor delicado.

      Recorriendo los jardines
   linda moza se divierte;
   sobre su fresca mejilla
   posé mis labios ardientes,
   y dije: ¡Bendito sea
   el punto en que logro verte!
Antes que la vida nos haya dejado,
del goce apuremos el vaso encantado.



De otros ejemplos de esta clase hablaremos más tarde, cuando examinemos la poesía de los árabes en relación con la poesía de los pueblos cristianos de Europa.

La muwaššaha fue inventada, en el siglo IX de nuestra era, por un poeta de la corte del emir Abd Allah. De él la tomó Ibn Abd Rabbih, el contemporáneo de Abd al-Rahmán III283. Posteriormente, en la primera mitad del siglo XII, se distinguieron en este género Ibn Zuhr e Ibn Baqi, muerto en 1145284. El zéjel empezó a usarse en tiempo de los almorávides285. Con esto queda rebatida la opinión de que los árabes no hubiesen usado esta forma antes de conocer los cantares españoles, y hasta de que no hubiesen poetizado en el dialecto vulgar y por semejante estilo. Dicha opinión descansaba en la errónea creencia de que pudiese existir un pueblo sin una poesía popular, la cual se ha descubierto siempre, así entre las tribus más rudas como entre las naciones de la más refinada civilización. La diferencia ha consistido sólo en la mayor perfección y difusión de esta poesía. Por lo tocante a la de los árabes españoles, sólo podremos añadir a nuestras escasas noticias, citando varias composiciones del género del zéjel, porque si no se puede asegurar decididamente su procedencia española, todavía consienten que algo nos inclinemos en favor del país donde el género tuvo origen. La primera de estas composiciones286, de la que daremos pocos versos como muestra, describe el día del juicio y sus horrores:


   Al fin habrá de cumplirse
de Dios el alto mandato,
y se quedarán vacíos
las chozas y los palacios;
y será dada la orden
de exterminar lo creado,
y dominará la muerte
sobre ciudades y campos.
No habrá hombres ni habrá duendes,
morirán fieras y pájaros,
se oscurecerá la luna,
y el sol perderá sus rayos287.



Otras dos poesías hemos de citar, que nos parecen más importantes; pues demuestran que había cantores o declamadores, semejantes a los juglares de la edad media, los cuales recitaban versos por el estilo del zéjel, en un corro de gente del pueblo que en torno suyo reunían. Algunas de estas composiciones no eran meramente líricas. En una de ellas suplica el cantor a su noble y benévolo auditorio que le preste atento oído, pues va a referir una aventura amorosa. Luego prosigue:


   Una hermosa y noble dama,
que solazándose iba,
hallé un viernes, en la calle,
de cuatro esclavas seguida.
Miróme, y quedó en sus ojos
de amor el alma cautiva.
A una esclava me dirijo;
la esclava dice con risa:
la Princesa, mi señora,
del emir Yaban es hija.
Yo replico que el emir
cuanto tiene me debía.
Luego hablé de mis tesoros
y riquezas infinitas,
de mis siervos y corceles,
de mis palacios y quintas.
La Princesa me escuchaba
y de este modo decía:
sujeto de tan buen talle
no puede decir mentira.
Alentado, le propuse
ir a hacerle una visita;
entre amorosa y turbada
ella al fin lo concedía.
Muy pronto un alma y un cuerpo
fuimos, y una sola vida;
los besos que yo le daba
con usura me volvía.
No bien cumplí mi deseo,
y logré toda mi dicha.
Ver mis inmensos tesoros
la Princesa pretendía.
Yo respondí: Soy poeta,
y tengo un alma tan rica,
que al oro, de que carezco,
aventaja mi poesía.
Aunque mis joyas y mis chales
ni te adornen ni te vistan,
mis versos harán famosa
tu hermosura peregrina.



Terminada esta narración, el poeta hace el elogio de Mahoma, declara su nombre y su patria, se jacta de haber compuesto muchas qasidas y muchos zéjeles, y concluye con estas palabras: «¡Oh pueblo de Zifta! cuando yo esté en el sepulcro, pide a Dios, siempre que te acuerdes de mí, que me perdone mis pecados».

La otra poesía, como ya lo indica su título, es también una narración, y trata igualmente de una visita nocturna a una hermosa. De un pasaje de esta composición se puede inferir que el que la recitaba pedía dinero a sus oyentes.

En las poesías mencionadas, no sólo tenemos interesantes pruebas de que existía la poesía popular entre los árabes, sino también de que se equivocaba la opinión de que entre los árabes no hubo más forma de poetizar que la lírica. Lo único, por consiguiente, que nos queda por dilucidar es hasta qué punto la poesía arábiga, singularmente la arábigo-hispana, contuvo en sí el elemento narrativo.

Como, según Tácito, los cantos de los antiguos germanos eran sus únicos documentos de los casos pasados, así, según Suyuti, los árabes anteriores al Islam no tenían más historia que sus breves poesías. «Cuando un beduino, dice, refería un suceso histórico a personas para quienes era nuevo, había regularmente la exigencia de que recitase algunos versos que viniesen en apoyo del caso narrado»288. La narración en prosa, con poesías interpoladas, que daban autoridad y crédito a la narración, mientras que la narración misma era como comentario y aclaración de ellas, fue la más antigua forma de la tradición, y aun la única, mientras no vino la escritura a servir de medio para conservar la memoria de los sucesos. Hasta después de haberse extendido el uso de la escritura duró este modo de tradición oral. Versos de carácter lírico, improvisados en un instante dado, y explicando una determinada situación, corrían de boca en boca, con una aclaración en prosa sobre las circunstancias en que se compusieron, y una clase de hombres, que ya dijimos en otra parte que se llamaban ruwah, en singular rawi, esto es, narradores o recitadores, se encargaban de difundir entre el pueblo, en esta mezcla de prosa y de poesía, los acontecimientos dignos de conmemoración. Estos narradores eran famosos por su prodigiosa memoria y afirmaban que no sólo recitaban fielmente los versos, sino también la narración prosaica, que repetían palabra por palabra, conformen la habían aprendido de ancianos jeques, y éstos de otros más ancianos. Una gran cantidad de tales tradiciones sobre las batallas y aventuras de los árabes del desierto, fue reunida por un contemporáneo de Harun al-Rašid, y nos ha sido conservada por el andaluz Ibn Abd Rabbih, poeta de la corte de Abd al-Rahmán III.

Pero, si puede creerse que este o aquel rawi fue bastante escrupuloso de conciencia para repetir los hechos sin la menor adición y con las mismas palabras que sus antecesores, también es imposible pensar que sean constantes tales escrúpulos en todos ellos y a través de tantas generaciones. No cabe duda en que muchos rawíes han de haber intentado referir los acontecimientos, no como realmente sucedieron, sino como debieron suceder, excitando así con más viveza el interés del auditorio. Semejante procedimiento ha ido creando por todas partes la epopeya, propiamente dicha, y es menos de creer que faltase en el caso de que hablamos. En otros casos, la actividad del rapsoda sólo podía emplearse sobre un contenido, firmemente encerrado ya en el metro, el cual ayudaba también a la memoria, y sin embargo, esta actividad, cambiando la forma y la estructura, ponía mano en la poesía. Entre los árabes, por el contrario, siendo dificilísimo conservar la prosa en la memoria, era no sólo más fácil, sino también más ventajoso para el narrador el enriquecer y adornar los hechos tradicionales con la propia fantasía, en vez de atenerse a recitar meramente lo aprendido. De esta suerte no podía dejar de ocurrir la transformación de la historia en la leyenda, y de que en efecto la hubo es claro testimonio y ejemplo, en la historia literaria de los árabes, el libro de los hechos de Antara. La gran colección de leyendas sobre dicho héroe y poeta tiene por esencial fundamento hechos históricos, conocidos y conservados en el libro de los cantares y en el comentario de las mu'allaqat. El modo de narrar es el ya descrito: una noticia sobre las hazañas del héroe, con versos interpolados, que él pronunció en esta o en esta otra circunstancia. Es de presumir que, en un principio, se conservaron fielmente las palabras del primer narrador; pero, mientras que los versos, que se guardaban con facilidad en la memoria y que a causa de su forma artística no se podían cambiar sin trabajo, permanecieron en gran parte los mismos, la parte prosaica de la narración hubo de sufrir notables mudanzas al ir pasando de boca en boca. No sólo tomó en muchos pasajes cierta estructura rítmica y se adornó con rimas, sino que recibió en su contenido multitud de adiciones y cambios. Los narradores procuraron prestar un nuevo encanto a lo ya conocido, y hacer más interesante el asunto, añadiendo con la propia inventiva aventuras por el orden de las primeras. Por último, aquel de quien este conjunto de tradiciones recibió la forma que tiene hoy, aquel que pasa comúnmente por el autor de la obra, sólo puede colocarse al final de una serie de antecesores, cuyo trabajo, que había durado siglos, él terminó y perfeccionó, reuniendo y ordenando con diestra mano los trozos esparcidos. Así, en la narración de las hazañas de Antara, la historia, pasando de generación en generación, ha venido a convertirse en poesía, y la misma manera de nacer han tenido otros monumentos importantes de la poesía épica, aun cuando les haya faltado, para ser una epopeya en todo el sentido de la palabra, la unidad y el conjunto armonioso289.

También en España, durante los primeros siglos de la dominación arábiga, apenas si la noticia de los sucesos se transmitía de otro modo que por los labios y los oídos del pueblo. La necesidad de escribir la historia casi no se hacia sentir cuando diariamente se contaba en los campamentos, en los palacios y en las plazas de las ciudades. Así es que más tarde apelaban los historiadores al testimonio de los narradores o rawíes, al referir los sucesos de los primeros siglos después de la conquista290. Los guerreros sabían recitar versos y aventuras de los antiguos tiempos291, y hasta los reyes eran encomiados porque guardaban en la memoria los versos y las hazañas de los árabes, así como los anales de los califas, y porque eran buenos recitadores de versos292. El visir Muza, principal miembro de la sociedad que el emir Abd Allah solía reunir en torno suyo para conversar discretamente, no sólo era famoso como improvisador y como poeta, sino también como buen narrador y muy versado en la historia de los Banu omeyas293. En el palacio, en aquella especie de tertulias literarias, se recitaban poesías que narraban los combates de los antiguos árabes y otras historias guerreras, y que ensalzaban las gloriosas hazañas294. Esto recuerda un pasaje de Cicerón, idéntico casi, así en el sentido como en las expresiones, en el que se dice que era costumbre entre los antiguos romanos cantar en los festines las alabanzas de los ilustres varones295. Así como de estas palabras se ha venido a deducir la existencia de cantares narrativos entre los romanos, podemos también nosotros sacar la consecuencia de que entre los árabes españoles había tradiciones épicas. No se quebranta nunca la ley según la cual la historia, cuando pasa oralmente de individuo a individuo y de lugar a lugar, se convierte en poesía. Y no es objeción que el tiempo de que aquí se habla era ya demasiado histórico para que en él se llegase a crear una tradición épica. Aun durante las cruzadas, cuando en el ejército de los cruzados mismos había cronistas, han empezado a formarse semejantes tradiciones. Desde que se hizo el importante descubrimiento de que la historia de los primeros tiempos de Roma, escrita por Tito Livio, no sólo se funda en una poesía heroica ya perdida, sino de que además esta poesía ha entrado en parte en la historia mencionada, se ha observado tan a menudo el mismo fenómeno en tantas supuestas obras históricas de los más diversos pueblos, que un nuevo caso de lo mismo no debe ya maravillar a nadie. La primitiva Historia de Armenia, por Moisés de Chorene, está ya demostrado hasta la evidencia que se funda sobre antiguos cantares. Las sagas escandinavas, tomadas de los propios labios de los scaldas, constituyen la mayor parte del asunto que Saxo Grammatico ha tratado en prosa latina. De góticas poesías heroicas nace la obra de Jornandes, y longobárdicos cantares, aunque con diversas palabras, ha entretejido Paulo Diácono para formar la suya. Una multitud de romances, que desaparecieron ya, se han conservado, al menos en los contornos, en la Crónica general de D. Alfonso X. Nadie duda ya que Gonfried de Monmouth, en su Historia de los reyes bretones, ha intercalado cantares gaélicos del cielo épico del gran rey Arturo. Y no es maravilla que antiguos historiadores procediesen así; pero ¿hasta qué extremo llegaría esta transformación de la poesía en historia, cuando todavía historiadores de estos últimos siglos han seguido involuntariamente las huellas de Turpin, el cual compuso su historia de Carlos Magno y de Roldán con poesías románicas, traducidas en prosa latina? Esto ha sucedido, sin embargo: Mariana cuenta de buena fe una historia de las bodas de los Condes de Carrión con las hijas del Cid, que lleva tan claramente el sello de la poesía popular como cualquiera otra de la Crónica general. Mariana siguió en esto a un cronista; pero el cronista había, sin duda, tomado por garante a un compositor de romances. Por último, Hume ha introducido en su Historia de Inglaterra dos narraciones sobre los amores de Edgardo, sacadas de Guillermo de Malmesbury, el cual, a su vez, las había compuesto siguiendo unas antiguas baladas.

Si abrimos ahora los libros arábigos que tratan la antigua historia de Andalucía, reconoceremos al punto que hay mucho de fabuloso y poético en las noticias allí contenidas. Sirva de ejemplo lo siguiente: Ibn al-Qutiyya, que casi exclusivamente ha bebido en la tradición oral296, refiere como Musa, el conquistador de España volvió en triunfo a Siria. Iban en su séquito cuatrocientos hijos de príncipes godos, adornados con coronas y cinturones de oro. Cuando ya se acercaba a Damasco, supo que el califa al-Walid estaba enfermo de muerte, y recibió una embajada de Sulayman, el inmediato sucesor al trono, exigiéndole que dilatase su llegada, a fin de que el nuevo califa pudiese solemnizar el principio de su reinado con la entrada del conquistador de España. Musa, no obstante, contestó al mensajero: «Mi deber me ordena ir adelante sin detenerme. Si el destino llama a mi bienhechor a otra vida antes de mi llegada, suceda lo que está escrito». Musa, en efecto, prosiguió su viaje e hizo aún su entrada en Damasco antes de la muerte del anciano califa. El enojo de Sulayman le amenazó desde entonces. Apenas Sulayman subió al trono, cargó de cadenas a Musa, extendió su venganza sobre su hijo Abd al-Aziz, y envió mensajeros a Andalucía para que le trajesen su cabeza. Abd al-Aziz, casado con la viuda del último rey godo, residía en Sevilla como gobernador, y recibió a los enviados sin el menor recelo. La mañana después de su llegada fue a hacer su oración a la mezquita, y estaba leyendo en el mihrab la sura297 de la apertura cuando los que le cercaban desnudaron de pronto los alfanjes y le cortaron la cabeza, la cual fue enviada a Damasco al califa. Éste tuvo la crueldad de hacer venir al padre del asesinado y de presentarle en un plato la cabeza de su hijo. Al verla prorrumpió el infeliz anciano en estas palabras: «Por Alá, tú le has asesinado mientras hacía su oración como un buen muslim; pero tú mismo, Sulayman, no tendrás otra suerte, durante tu reinado, que la que has hecho sufrir a Musa298.

Otro ejemplo es éste: En Córdoba se había encendido una rebelión espantosa. Multitud de pueblo, ardiente en ira, recorría la ciudad, y se dirigía de todas partes contra el alcázar para entrar en él por asalto. El rey al-Hakan veía desde la azotea las turbas que se agitaban en siempre creciente número, y oía sus amenazas y feroces gritos, que se mezclaban con el resonar de las armas. Entonces llamó a su paje Jacinto y le mandó que le trajese un pomo de bálsamo. Jacinto creyó que había entendido mal la orden, y vacilaba antes de cumplirla. Al- Hakan exclamó impaciente: «Ve, hijo de un incircunciso, y traéme pronto lo que deseo». El esclavo se dio prisa, y al volver con el pomo, el Rey se ungió con el bálsamo las barbas y el cabello. Maravillado el paje, se atrevió a preguntar: «Señor, ¿es éste tiempo a propósito para aromas? ¿No ves el peligro en que estamos?» «-Calla, miserable», replicó al-Hakan; «¿cómo podrán aquellos en cuyas manos caiga, distinguir de los demás la cabeza de al-Hakan, cuando la encuentren separada del tronco y no ungida?» Dicho esto, se vistió el arnés, repartió las armas entre los suyos y se lanzó en la pelea299.

Es tan innegable el carácter poético-popular de estos fragmentos, que parecen romances desligados e interpolados en la prosa. Tampoco faltan prodigios. Cuando Tariq se dio a la vela, en la costa de África, para la conquista de España, vio en sueños al Profeta, rodeado de sus primeros prosélitos: todos llevaban espadas en las manos y arcos en la espalda, y Mahoma caminaba delante del bajel, hacia la orilla española, y decía a Tariq: «Ve a tu destino». Después de sus conquistas en el norte de España, vio Musa un ídolo, en cuyo pecho estaban escritas estas palabras: «¡Oh hijos de Ismael! hasta aquí habéis llegado con buen éxito; pero, si queréis saber de la vuelta, os diré que habrá entre vosotros discordias y combates, y que los unos a los otros os cortaréis la cabeza»300.

Sobre las aventuras de Abd al-Rahman I, y sobre la fundación del imperio omiada en Córdoba, se conservan los restos de una grande epopeya tradicional, esparcidos en diversos historiadores. Citaremos lo más sustancial301. En tiempo en que los abasidas ejercían una sangrienta persecución sobre la derribada dinastía y familia de los Banu omeyas, el joven Abd al-Rahmán estuvo a punto de asistir al traidor convite del gobernador de Damasco, donde le aguardaba el mismo fin que en él hallaron los otros omiadas. En el camino se encontró con un hombre que le debía muchos favores. Éste se llegó a él, dando muestras de la más viva emoción, y le dijo: «Atrás, atrás; huye hacia el Occidente, donde un reino te espera; todo esto es traición de Abd al-Abbas, que desea librarse de los omiadas con un solo golpe». Abd al-Rahman contestó: «¿Cómo puede ser eso, cuando el gobernador ha recibido orden de convidarnos, de restituirnos nuestros bienes, y aun de hacernos ricos presentes?- No te dejes alucinar por tales ofrecimientos, replicó el hombre; porque, créeme, los abasidas no se juzgarán nunca seguros en el poder mientras los omiadas tengan abiertos los ojos.- Si yo sigo tus consejos, preguntó Abd al-Rahman, ¿qué habrá de sucederme?» El de los avisos contestó: «Desnuda tus espadas y déjame ver tus hombros; porque si no me equivoco, tú eres el hombre a quien el destino promete el imperio de Andalucía». Abd al-Rahman desnudó sus hombros, y el hombre vio en uno de ellos el lunar negro que había visto mencionado en el libro de las profecías. Entonces repitió las palabras: «Atrás, atrás; huye hacia el Occidente»; y añadió: «Yo te acompañaré una parte del camino y te daré veinte mil dineros. No bien los recibas debes partir». Abd al-Rahman preguntó quien le daba aquella suma, y exclamó maravillado, cuando supo que su tío Maslama: «¡Por alá, hombre, tú dices la verdad! Ahora recuerdo que cuando yo era niño todavía, mi tío Maslama, en cuya casa me crié desde la muerte de mi padre, descubrió un día sobre mi hombro el lunar de que hablas, y al verle prorrumpió en llanto. Mi abuelo el califa Hišam, que estaba allí, preguntó a mi tío la causa de su repentina emoción, y Maslama dijo: «¡Oh príncipe de los creyentes! este niño huérfano ha de sobrevivir a la caída de nuestro imperio en Oriente y ha de ser rey en Occidente!» Mi abuelo preguntó de nuevo que cuál era el motivo del llanto en lo que acababa de decir, y mi tío replicó: «Yo no lloro por él; lo que me arranca lágrimas es la suerte de las mujeres y de los niños de la estirpe omiada, cuyos collares de plata y de oro han de convertirse en cadenas de hierro, y cuyos dulces aromas y olorosos ungüentos han de convertirse en hediondez y podredumbre. ¡Pero Dios está sobre todo! A la prosperidad y a la gloria siguen la decadencia y el infortunio».

En virtud de estos avisos, Abd al-Rahman se abstuvo de ir al convite. Pronto recibió la nueva del asesinato de los omiadas, del cual pocos de sus parientes lograron salvarse. Los esbirros de los abasidas le buscaron luego; hallaron a su hermano Yahya y le dieron muerte. Abd al-Rahman huyó con uno de sus más cercanos parientes, durante la oscuridad de la noche, hasta que llegó a una aldea, oculta entre árboles y cañaverales, a orillas del Éufrates. Allí esperó esconderse y aguardar una ocasión favorable para fugarse a África. Estando así escondido y descansando en un cuarto oscuro, porque estaba enfermo de los ojos, vio que su hijo Sulayman, que sólo contaba cuatro años y que estaba jugando a la puerta de la casa, entró de pronto en la habitación y se echó en sus brazos como si buscase asilo. Como el príncipe no comprendía lo que aquello podría significar, rechazó al niño; pero éste se asió a él más fuertemente aún, y con gestos de violenta angustia empezó a lamentarse. Abd al-Rahman salió entonces de la estancia para averiguar la causa de aquel espanto, y vio los negros estandartes de los abasidas, que ondeaban al viento muy cerca ya de la aldea. Apresuradamente tomó consigo algún dinero y emprendió la fuga con su hermano menor, dejando a su hijo pequeño bajo la custodia de sus hermanas. A éstas y a su liberto Badr los informó del camino que emprendía, y les indicó un lugar donde volverían a encontrarse. Así pudo escapar de sus perseguidores, y vino a ocultarse de nuevo, con su hermano, a corta distancia de la aldea. La casa, no bien ellos la dejaron, fue circundada por una tropa de gente de a caballo y registrada escrupulosamente. Entre tanto llegó Badr donde estaban los fugitivos; pero mientras éstos enviaron al dicho Badr y a las otras personas de confianza a comprar caballos y otras cosas conducentes a continuar la fuga, un esclavo traidor descubrió a los enemigos el sitio en que se escondían. Otra vez oyeron a poco el estruendo de los jinetes que se aproximaban, y huyeron precipitadamente hacia el Éufrates. Antes de que los de a caballo llegasen a la orilla, la alcanzaron ellos y se echaron al agua para pasar el río a nado. Los perseguidores, habiendo tocado la orilla poco después, les gritaban: «Volved; no os haremos ningún daño». Abd al-Rahman no se fió de aquellas traidoras palabras y siguió nadando sin cesar. Cuando estuvo en medio del río, vio que su hermano, no tan buen nadador como él y desconfiando de sus fuerzas, retrocedía para volver a la orilla de que había partido. Abd al-Rahman procuró animarle para que siguiese, pero el temor de morir ahogado, y las mentidas promesas que le hacían los jinetes de que respetarían su vida, le decidieron a volver, falto de aliento. Abd al-Rahman le gritaba: «¡Adelante, hermano, a mí, a mí!»; pero en balde. Abd al-Rahman llegó solo a la opuesta margen del Éufrates. Uno de los de a caballo pareció inclinarse por breves instantes a lanzarse en el río y nadar detrás de él, pero sus camaradas le disuadieron, y cesó la persecución. Apenas Abd al-Rahman puso pie en tierra, buscó con los ojos a su hermano, y le vio con angustia entre las manos de los soldados, los cuales, sin tener compasión de aquel mancebo de trece años, que se les había entregado bajo la fe de su palabra, le degollaron, y partieron, llevando en triunfo su cabeza.

Después de este horrible momento, el príncipe continuó sin descanso su fuga, hasta que logró internarse y esconderse en un espeso bosque. Cuando se creyó más seguro de ulteriores persecuciones, salió del escondite y prosiguió su viaje hacia el Occidente.

Poco después aparece Abd al-Rahman en Palestina, donde vuelve a encontrar a su fiel Badr; más tarde le vemos buscar un asilo en África. Un judío, que había estado primero al servicio del tío de Abd al-Rahman, había profetizado al gobernador de aquella provincia que un quraysita de la familia de los Banu omeya, a quien era fácil reconocer por dos rizos en la frente, y que se llamaba Abd al-Rahman, había de apoderarse del imperio en Andalucía. Ocurrió que el gobernador vio por acaso al príncipe, y habiendo observado los dos rizos en su cabeza, dijo al judío: «Ése es aquel de quien me hablaste; mandaré que le maten». El judío respondió: «Si no es aquél, nada te importe; y si es aquél, no podrás matarle»302.

Abd al-Rahman prosiguió su fuga, y acordándose de la primera predicción, trató de ir hacia Andalucía. Errante de lugar en lugar, y de una tribu de beduinos en otra tribu, corrió mil aventuras y se expuso a mil peligros entre los bárbaros habitantes del norte de África. Durante algún tiempo le tuvieron oculto los parientes de su madre. También un caudillo bereber le hospedó amistosamente en Maghila. Cierto día, hallándose en la tienda del mencionado caudillo, aparecieron los espías del gobernador, que le perseguía siempre, y registraron, buscándole, todos los rincones; pero la mujer del caudillo le escondió bajo sus ropas y así le salvó de sus perseguidores. Abd al-Rahman no olvidó en toda su vida aquel servicio; y cuando fue soberano de Andalucía, convidó al caudillo y a su mujer a que fuesen a Córdoba, los recibió entre las personas que le eran más familiares, y los colmó de honores y distinciones.

En España, destrozada por las guerras de los diferentes generales, siempre enemigos, se habían formado una parcialidad, que abrigaba la idea de que solo un jefe independiente de los califas orientales podía curar las heridas que los golpes de la guerra civil habían abierto en la ensangrentada patria. Cuando Abel al-Rahman oyó hablar de este partido, compuesto en gran parte de partidarios de los omiadas, se despertaron con brío sus antiguas esperanzas y planes, alimentados con predicciones; y su fiel Badr, comisionado por él, desembarcó en las playas andaluzas para preparar la realización de dichos planes. Los parciales de los Banu omeyas recibieron bien al embajador, y luego le enviaron de nuevo a África, en compañía de dos de los suyos, para que invitase al fugitivo a pasar a la península. Abd al-Rahman siguió la voz que le llamaba, atravesó el estrecho, pisó el suelo español, y pronto se vio rodeado de un numeroso ejército, que de día en día, conforme avanzaba en su marcha, se iba engrosando. En Archidona, el emir del distrito le condujo a la mezquita el día en que termina el ayuno, y no bien el imán subió al mimbar, le dijo de repente con voz sonora: «Anuncia la destitución de Yusuf, y di la oración en nombre de Abd al-Rahman, hijo de Muawiya, porque él es nuestro soberano y el hijo de nuestro soberano». Volviendo luego a la gente allí congregada, le preguntó su opinión, y en seguida le respondieron: «Nuestra opinión es la tuya «Poco tiempo después ya había Abd al-Rahman sujetado a su dominio todo el occidente de Andalucía, e hizo su entrada en Sevilla. Aún tenía en contra, como poderoso contrario, a Yusuf, el lugarteniente del califa, quien también pretendía para sí la independencia del poder supremo. Para combatirle, marchó Abd al-Rahman sobre Córdoba, y dio orden a sus soldados de prepararse para una marcha nocturna, a fin de hallarse delante de los muros de la ciudad al romper el alba. «Si dejamos, dijo, que nos siga a pie la infantería, no será posible que avance al mismo paso que nosotros. Tome, pues, cada jinete un peón a la grupa de su caballo». Y al punto, para dar ejemplo, llamó a un joven guerrero que por acaso se ofreció a su vista, y le preguntó su nombre. «Mi nombre, respondió, es Sabik, hijo de Malik, hijo de Yazid.- Bien está, replicó Abd al-Rahman, haciendo un juego de palabras con el significado de los nombres; Sabik, ponte al frente de mi ejército; Malik, guíale; Yazid, cumple nuestros deseos. Dame la mano y salta en las ancas de mi caballo». La descendencia de este mancebo conservó como recuerdo los nombres de Banu Sabik-r-Radif: esto es, hijo de Sabik, el que iba en la grupa.

El ejército marchó con gran prisa durante la noche, y se halló al amanecer a orillas del Guadalquivir, enfrente de Córdoba. Difícil era vadear el río, que entonces no tenía puente; pero un soldado se echó resueltamente al agua, y siguiendo su ejemplo, se aventuraron todos los demás; de suerte que en breves instantes había pasado a la otra orilla todo el ejército, caballeros y peones.

Un combate de pocas horas aniquiló el partido de Yusuf. Éste emprendió la fuga, y Abd al-Rahman entró como vencedor en Córdoba, donde en la solemne oración del viernes asistió a la mezquita, y prometió con juramento velar por el bien de sus súbditos.

Aún tuvo que luchar el joven príncipe omiada con otro peligroso competidor. El califa al-Mansur envió a al-Alá, empleado en la España occidental, un diploma dándole la lugartenencia de Andalucía, con la condición de que destruyese el poder del nuevo dominador. Al-Alá acudió al punto a las armas, y reunió un numeroso ejército bajo sus banderas. Abd al-Rahman salió contra él con un corto número de sus leales, y se fortificó en Carmona, bajo cuyos muros acampaba el enemigo. Dos meses había ya pasado Abd al-Rahman en aquel encierro, cuando el desorden que notó en el ejército contrario le animó a hacer una salida, a pesar de la enorme inferioridad de sus fuerzas. Hizo encender una hoguera en la puerta de Sevilla y ordenó a sus compañeros de armas que arrojasen en ella las vainas de sus alfanjes. Luego todos ellos, y Abd al-Rahman a la cabeza, salieron de la fortaleza con los alfanjes desnudos, y aunque sólo eran setecientos, pusieron en fuga a los sitiadores. La cabeza de al-Alá, a quien encontraron muerto sobre el campo de batalla, fue separada del tronco por mandato del vencedor, embalsamada con alcanfor, y colocada en la misma caja en que al-Alá había recibido el diploma de lugarteniente y el estandarte de los abasidas. Un piadoso habitante de Córdoba, que hizo la peregrinación a la Meca, recibió el encargo de llevar consigo la caja, a fin de que fuese conservada como trofeo de Abd al-Rahman en aquel santuario del mundo mahometano.

Ocurrió que en la misma época el califa al-Mansur también cumplía el deber de todo creyente, de visitar el templo de la Caaba, y que vio la caja que contenía la cabeza. A su vista se conmovió profundamente, y dijo: «¡Desgraciado! ¡le hemos condenado a muerte sin pensar! ¡Alabado sea Alá, que me separa por medio de los anchos mares de un contrario como Abd al-Rahman!303»

Inmediatamente comprenderá cualquiera que estas noticias de las maravillosas aventuras de Abd al-Rahman no contienen una historia en el más severo sentido, sino que los acontecimientos reales están va algo transformados y propenden a cambiarse en leyenda al pasar por el espíritu y la boca del pueblo. Aun prescindiendo de pormenores aislados, que llevan el sello evidente de su origen poético-popular, hasta el conjunto tiene en sí un carácter que manifiesta la tradición poética, y que, a pesar de su fundamento histórico, que sin duda existe, se diferencia esencialmente de la historia. No por eso se afirma aquí que los árabes españoles hayan poseído una verdadera poesía heroico-épica. Es de creer que la leyenda heroica sólo tomó la forma de narración en prosa o de la ya mencionada mezcla de prosa y verso, que desde antiguo era propia de los árabes, y en la cual aún se nos muestra la historia de Antar. No es, sin embargo, infundada la conjetura de que fueron celebrados en cantares muchos memorables acontecimientos y hazañas. El tono fundamental de estos cantares habrá sido lírico sin duda, pero en la intercalación de la parte narrativa deben de haber traspasado los límites del lirismo puro. Algunas veces, como pronto haremos ver, falla la regla de que la poesía erudita de los árabes españoles haya sido siempre extraña a la narrativa, y en lo tocante a la poesía popular, es inconcebible que precisamente desechase lo que está más cerca de ella, y que los cantores públicos, que sin duda hubo, no se hubiesen nunca apoderado de las historias y tradiciones304. La desaparición de estos cantos populares, que jamás se escribieron, no nos debe maravillar; mayor maravilla hubiera sido que se hubiesen conservado, a pesar de la suerte que tuvieron los árabes españoles. ¿Dónde están hoy los cantos épicos de los longobardos, de cuya primera existencia nos persuade Paula Diácono? ¿Dónde los de los godos, de que se valió Jornandes? A pesar de la invención de la imprenta, hasta las antiguas poesías populares de muchas naciones de Europa han estado a punto de perderse para siempre, si la curiosidad erudita no se hubiese consagrado a reunirlas y salvarlas desde fines del siglo pasado; y con todo, se han perdido muchas de ellas.

Tal, con notable extensión, ha sido el caso en Portugal. Casi nadie sospechaba que este país, así como España, poseía romances caballerescos; los más habían caído en olvido, cuando, pocos años ha, un hombre de mérito, el señor Almeida Garrett, reunió los que quedaban, cuya hermosura hace que lamentemos doblemente la pérdida de los otros305. Del mismo modo han desaparecido en gran parte las narraciones de los provenzales, y sólo de la imitaciones de los franceses del Norte se infiere que las hubo.

Viene en apoyo de nuestras conjeturas lo que el general Daumas, uno de los más distinguidos conocedores de la moderna Argelia y de sus habitantes, dice sobre los cantares que allí corren entre el vulgo. Para que el peso de este testimonio sea valedero en la cuestión presente, se ha de considerar que, no sólo las tribus árabes de África del Norte pertenecen a la misma familia que las que habitaban entonces en España, sino que también entre Andalucía y África hubo, durante la dominación mahometana, el comercio más activo. Toda la extensión de tierra del otro lado del estrecho de Gibraltar se surtió de instrumentos músicos que iban de España306, y aún en el día de hoy son muchos de los más usuales, como laúd, rabel, gaita y adufe, los mismos que los españoles, hasta con los nombres, tomaron en otro tiempo de sus compatriotas muslimes307. Cuando las armas cristianas se volvieron a enseñorear poco a poco de la Península, el África del Norte fue el asilo donde los árabes vencidos se refugiaron con los restos de su cultura308; y, por último, después de la caída del postrer trono mahometano, la población del reino de Granada emigró en gran parte a la Argelia309; de modo que se puede afirmar que circula sangre española en las venas de los actuales argelinos. Como éstos muestran notable predilección por los cantares lírico-épicos, es de presumir que sus antepasados de Andalucía sintiesen la misma predilección. El general Daumas dice: «La historia vive para el pueblo árabe casi exclusivamente en las narraciones y cantos populares, prestando en ellos su espíritu entusiasta duración a los sucesos, en los que cree ver el dedo de Dios. Sus libros mismos son leyendas escritas, y de todo esto, así como de los recuerdos de los ancianos, pueden la política y la erudición sacar una interminable multitud de noticias, hechos y estudios de costumbres. Desde que entramos en Argelia, no se ha conquistado una ciudad, ni se ha dado una batalla, ni ha ocurrido acontecimiento alguno importante, que no haya sido cantado por un poeta árabe». El general Daumas ha publicado muchos de estos cantos, y entre ellos, uno a la conquista de Argel, donde, en medio de líricas lamentaciones, están pintadas con viveza la lucha de los naturales contra los franceses, y la toma de la ciudad por éstos últimos310.

Tampoco la poesía erudita, si bien predominaba la narración como fuera de su jurisdicción y dominio311. Sirva de ejemplo de esta clase épico-lírica la composición siguiente a la victoria del emir Muhammad sobre los cristianos y los renegados, a orillas del Wadi-Salit o Guadalete:


   Con variados colores
con gritería confusa,
en hileras apretadas
los guerreros se apresuran,
y hacia los hondos barrancos
bajan en revuelta turba,
como rasgando las nubes,
brillan en la noche oscura
el relámpago y el rayo,
las cimitarras deslumbran.
Moviéndose a un lado y otro
los estandartes ondulan,
como al golpe de los remos
barca que las ondas surca.
El poder de la batalla,
que a los contrarios tritura,
es cual rueda de molino
que el agua a girar empuja;
y es el eje de la rueda
del rey la mente profunda;
del rey, que en virtud y gloria
sobre los reyes despunta,
y su nombre, el del Profeta,
con mil hazañas ilustra.
Loor al Profeta demos,
que el triunfo nos asegura,
cuando, sacudiendo el alba
el cendal que la circunda,
la verde yerba y las flores
cubre de perlas menudas,
de Wadi-Salit los cerros
lloran la mala ventura,
que de los incircuncisos
y renegados son tumba,
pues el destino allí quiere
que su pérdida se cumpla.
Cual enjambre de langostas
acudieron a la lucha;
pero las huestes reales
pronto los ponen en fuga.
Cayeron nuestros valientes
sobre la medrosa chusma,
como balcones que destrozan
una bandada de grullas,
o cual persiguen y matan
las bravas sierpes astutas
a los escuerzos cobardes,
que en vano esconderse buscan.
Huyendo, dice Ibn Yulis
estas palabras a Musa:
«¡La muerte! ¡Do quier la muerte!
no hay esperanza ninguna».
Murieron miles y miles,
murieron en lid tan ruda,
al filo de los alfanjes,
de las lanzas en la punta,
o en la corriente del río
encontrando sepultura,
o rodando por las peñas
o rompiéndose la nuca312.



Ibn al-Qutiyya, como él mismo declara, ha tomado, en parte, las noticias que da en su historia, de una composición en verso sobre la conquista de España, escrita por Tamman, visir de Abd al-Rahman II313. Yahya Ibn Hakan escribió una historia o crónica, todo en verso y lo mismo se cuenta de Abu Talib de Alcira314. De Ibn Sawwan, de Lisboa, se conserva aún una poesía, en la cual se refiere cómo estuvo cautivo entre los cristianos de Coria, y cómo fue rescatado315. Sobre estas citas podrán, sin duda, hacerse otras, cuando el tesoro que aún nos queda de la literatura arábigo-hispana esté más al alcance de todos316. Esperamos la pronta publicación del poema, en el cual Ibn Abd Rabbih ha cantado las hazañas de Abd al-Rahman III, y donde podremos tener un modelo cumplido de la poesía narrativa de los poetas árabes cortesanos. Entre tanto servirá aquí para este fin otra composición que celebra la expedición de los Banu merines a España, y de la cual traduciremos un par de fragmentos. Empieza con las alabanzas de Dios:



   Alabando al Señor empiece el canto,
de poesía y de bien rico venero;
entrar, por obra de su auxilio santo,
en el recinto del Edén espero,
luz en mi mente, y en mi ingenio encanto,
y verdad en los casos que refiero
piden la voz y el corazón ahora
al Rey eterno que en los cielos mora.

    Su palabra sacó, con decir «sea»,
a todo ser del polvo, de la nada:
es vida, amor, poder, fuerza e idea;
toda la existencia en él está cifrada,
no impiden las tinieblas que no vea
del más ruin viviente la pisada.
No evita el trueno, ni la mar bramando,
que oiga la voz de quien le está llamando.

    No comprende el humano pensamiento,
por más que se dilate su grandeza;
el da a los siete cielos movimiento,
y al sol su resplandor y su belleza;
y en su trono, en el alto firmamento,
mira de nuestro mundo la bajeza,
y cuenta, a par de estrellas a millares,
cada grano de arena de los mares.



Después de esta introducción o invocación, que se extiende mucho más, entra el poeta en su asunto propio:



   Desembarcó el ejército en Tarifa;
llenó el rumor el pueblo y la montaña:
Abu Jacub, espléndido califa,
desplegó allí su tienda de campaña:
sobre una hermosa pérsica alcatifa
su trono alzó para domar a España,
y tomó asiento en él, rico y luciente,
como el dorado sol en el Oriente.

    Luego cayó sobre Arcos, y asolada
dejó toda la tierra circunstante:
por el fuego y el filo de la espada
de los infieles se miró triunfante:
después pasó a Jerez, la celebrada,
y de sus puertas acampó delante:
circundan la ciudad prados y huertas
y hazas de rica mies todas cubiertas.

    Mil aldeas y lindos caseríos
al campo daban esplendor y adorno;
pero de Abu Jacub los duros bríos
difunden el terror por los contornos:
los lugares quedando van vacíos,
y la desolación se esparce en torno:
huyen los campesinos aterrados
del ímpetu y furor de los soldados.

    Abu Jacub después con los ligeros
corceles a Sevilla se encamina;
y sujetan la tierra sus guerreros,
y la llenan de escombros y ruina;
y haciendo mil cristianos prisioneros,
los lleva do su hueste predomina,
como lobos con buitres peleando
y a los cristianos por do quier domando.

    Abu al-Mushafi y su hermano llegan,
célebres ambos por heroicos hechos;
a Arús los de Carmona ya se entregan,
a donde sus soldados van derechos;
los enemigos que con él refriegan
quedan muertos o en fuga van deshechos,
siendo tanto el botín en aquel día
que estrecho el campamento parecía317.






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- XIV -

La poesía de los árabes en relación con la poesía de los pueblos cristianos de Europa


Hubo un tiempo, no muy remoto aún, en que se ponderaba sin medida el influjo del Oriente en la civilización europea. Todo aquello que tenía algo de análogo en el Oriente se suponía que nos había venido de allí. Se decía que la Tabla Redonda del rey Arturo era un remedo del ciclo caballeresco de Kai Cosroes o Nuchirwan, y que el Santo Grial procedía de la copa de Yamsid, rey de los genios. La rima fue tenida por una invención que los musulmanes nos habían transmitido, y en suma, apenas quedó arte o disciplina que no hubiésemos aprendido de ellos.

Por el contrario, en nuestros días hay una propensión decidida a empequeñecer el influjo de los árabes en la cultura cristiana, y hasta a negar su acción en la poesía de los pueblos neo-latinos.

Creo que este punto, tocado superficialmente por muchos, pero nunca bien estudiado, merece que nos detengamos un rato a considerarle. Desde luego no podemos menos de notar el hondo abismo que separa a cristianos y musulmanes en cuanto a las creencias religiosas, y que debía hacer muy difícil todo contacto entre una y otra civilización. Cuando leemos los autores cristianos de la Edad Media, siempre nos asombra la grosera ignorancia que muestran al hablar de los árabes, así de su religión como de sus costumbres. Al pueblo que proclamaba la unidad de Dios como fundamento capital de su fe, le distinguían con el apodo de pagano, y representaban a Mahoma como un ídolo, a quien era costumbre inmolar víctimas humanas. En el antiguo libro francés, Le roman de Mahomet318, aparece el Profeta como un barón, rodeado de sus vasallos, y que (en las yermas cercanías de la Meca) posee bosques, praderas, ríos y huertas. Turpín habla de un ídolo de Mahoma, todo de oro, que se adoraba en Cádiz, y que estaba custodiado por una legión de diablos, y algo parecido se lee también en la antigua canción francesa de Rolando. La España mahometana era para los escritores de la edad media una tierra de misterios y maravillas. En un manuscrito pagano, esto es, arábigo, que Kiot, escudero de Wolfram, halló en Toledo, Flegetanis, pagano por parte de padre, y gran conocedor del curso de las estrellas y de su influjo en el destino de los hombres, había escrito por primera vez la historia del Santo Grial319. Gerbert, que fue después papa con el nombre Silvestre II, se dijo que había estudiado en Sevilla las ciencias de los árabes, y vino a ser el héroe de multitud de leyendas fabulosas. De los musulmanes aprendió la significación del canto y del vuelo de las aves, la evocación de los muertos, y otras artes ocultas. Pronto se adelantó Gerbert a todos los mágicos de su tiempo, excepto a uno, que poseía un libro de conjuros, donde se ocultaba un tesoro de sabiduría sobrehumana; pero Gerbert, auxiliado por la hija del mágico, se apoderó de esta joya y huyó con ella. De allí en adelante todo le salía a medida de su gusto. Bajo el influjo de determinadas constelaciones fundió una cabeza de metal, que le revelaba los casos por venir. Nombrado arzobispo, y más tarde papa, se elevó al primer puesto de la cristiandad; pero aún siendo vicario de Dios sobre la tierra, no dejó de ejercer las artes diabólicas, que había aprendido en los árabes. En cierta ocasión descubrió en Roma una estatua de bronce que tenía la mano derecha extendida, con esta inscripción: ¡Cava ahí! Gerbert señaló el punto en que caía la sombra de la mano, y con una luz y acompañado de un paje, acudió de noche a aquel sitio. Entonces formuló un conjuro y se abrió la tierra. El Papa bajó a aquella profundidad y descubrió un palacio de oro, en cuyo centro resplandecía un carbunclo, que lo iluminaba todo con luz deslumbradora. Alrededor, en los salones, había estatuas y columnas, todo de oro, etc., etc. En suma, algo parecido, si no idéntico, al cuento de Aladino320.

No se debe extrañar que en la mayor parte de Europa prevaleciesen ideas tan fantásticas y tan notable ignorancia de la España de los árabes. Los musulmanes, a la verdad, habían dominado, desde el siglo VIII al siglo X, en una parte del mediodía de Francia, y desde allí se habían extendido en sucesivas excursiones por Saboya, Suiza y el Piamonte, llegando hasta San Gall, y poseyendo aún, en el año 960, las alturas del monte San Bernardo321; pero, distantes ya de la patria, endurecidos por la guerra, y en perpetua lucha con los cristianos, de quienes eran mortalmente aborrecidos, no podían rectificar aquellas ideas erróneas. El comercio de los árabes españoles era principalmente con Levante, África y los bizantinos, y sus relaciones con Francia, Alemania e Italia se limitaron por lo común a varias embajadas que enviaron y recibieron322. El conocimiento de algunos hechos, como, por ejemplo, el del martirio de San Pelagio en Córdoba, referido a la monja Hroswitha por un testigo ocular, no basta a hacernos creer en más frecuentes relaciones. No es posible dar fe a lo que muchos escritos aseguran de que las escuelas arábigas de España, eran frecuentadas por gran multitud de franceses, ingleses, alemanes e italianos. Hasta el mismo ya mencionado Gerbert es muy dudoso que estuviese entre los árabes. Sólo se sabe de cierto que en el año de 967 residía Gerbert en Barcelona, donde había adquirido los conocimientos matemáticos y astronómicos, que hicieron de él un tan pasmoso personaje323; pero Barcelona estaba ya entonces en poder de los cristianos. Lo propio se puede decir de los jóvenes suevos y bávaros, que, según cuenta Cesario de Hesiterbarch, habían estudiado la nigromancia en Toledo324. Si hemos de creer lo que este autor asegura, dichos jóvenes estudiaron en Toledo, después del año 1085, en que la ciudad fue reconquistada por los cristianos.

De otro modo debían de ser las relaciones entre moros y cristianos en el país mismo en que, durante muchos siglos, vivieron juntos. Sin embargo, estaban tan divididos por las creencias religiosas, que no es de extrañar que se lean en autores españoles de todas las épocas juicios sobre las cosas del Islam, que dan testimonio de la ignorancia más crasa. También entre estos autores se había divulgado la opinión de que los árabes eran hechiceros y brujos, y todavía un escritor español de tiempos muy posteriores asegura con toda formalidad que en Toledo, Sevilla y Salamanca, se enseñaban públicamente las artes diabólicas, y que él mismo había visto en esta última ciudad una cueva, en la cual solían iniciarse los curiosos en los misterios más ocultos de la brujería325. Pero, a pesar de esta oposición de ambas religiones, y a pesar de las preocupaciones todas que de ello se originaban, no llegaron a evitarse las relaciones entre moros y cristianos.

En todas las comarcas de España había innumerables mozárabes, que, si bien eran maltratados a veces por los musulmanes, eran tratados con dulzura por el Gobierno, y alcanzaban completa libertad en el ejercicio de su religión. Muchos de ellos servían en el ejército de los califas, y otros desempeñaban empleos importantes y lucrativos en las cortes de los príncipes y en los palacios y casas de los más ilustres muslimes. De esta suerte adquirieron pronto la brillante cultura arábiga. Los más instruidos despreciaban su dialecto vulgar, el latín corrompido e inútil para todo propósito literario, y se apropiaban con empeño el idioma de los vencedores. Las quejas del obispo Álvaro de Córdoba prueban cuán temprano y con cuánta extensión sucedió esto. «Muchos de mis correligionarios, escribe dicho obispo, a mediados del siglo IX, leen las poesías y los cuentos de los árabes y estudian los escritos de los teólogos y filósofos mahometanos, no para refutarlos, sino para aprender cómo han de expresarse en lengua arábiga con más corrección y elegancia. ¿Dónde se hallará hoy un lego que sepa leer los comentarios latinos sobre las Santas Escrituras? ¿Quién entre ellos estudia los evangelios, los profetas y los apóstoles? ¡Ay! Todos los jóvenes cristianos que se hacen notables por su talento, sólo saben la lengua y la literatura de los árabes, leen y estudian celosamente los libros arábigos, a costa de enormes sumas forman de ellos grandes bibliotecas, y por donde quiera proclaman en alta voz que es digna de admiración esta literatura. Si se les habla de libros cristianos, responden con desprecio que no merecen su atención dichos libros. ¡Oh dolor! Los cristianos han olvidado hasta su lengua, y apenas se encuentra uno, entre mil, que acierte a escribir a un amigo una carta latina pasable. En cambio, son infinitos los que saben expresarse en arábigo del modo más elegante, y hacen versos en dicho idioma con mayor primor y artificio que los árabes mismos326». Muchos cristianos de aquella época, que se distinguieron por sus conocimientos en la lengua arábiga, son citados nominalmente327. Aún se conservan algunos versos de un poeta cristiano del siglo XI, natural de Sevilla, los cuales atestiguan que el autor conocía magistralmente el habla y la métrica arábigas328. El latín cayó poco a poco tan en desuso entre una parte de los habitantes de Andalucía, que, a fin de ilustrar a los fieles y hacerse entender de ellos, el presbítero Daniel tradujo al árabe los antiguos Cánones de la Iglesia española329, y Juan, arzobispo de Sevilla, tradujo la Biblia. No debemos, con todo, conjeturar, en vista de estos hechos, que el idioma latino o neo-latino desapareció por completo de todas las regiones de la península dominadas por los mahometanos. Mucha parte de la población cristiana debió arabizarse del todo, pero siempre el latín, o mejor dicho el romance, quedó en general como idioma del vulgo, y hasta había entre los árabes quienes le hablaban o lo entendían330, si bien con más frecuencia, por el conocimiento de ambas lenguas, latina y arábiga, solían servirse los mahometanos de los cristianos como intérpretes y negociadores con los francos.

El comercio intelectual de los árabes con éstos y con los leoneses, navarros y otros pueblos independientes del norte de España, no pudo tener lugar de un modo extenso y permanente en los primeros tiempos de la dominación del Islam en la Península. Poseídos de un aborrecimiento fanático contra los infieles, se mostraban los cristianos no menos enemigos de aquella civilización extraña. Poco a poco, sin embargo, se les fueron ofreciendo ocasiones de conocerla más de cerca y de estimarla; por ejemplo, cuando como cautivos o rehenes eran llevados a la corte de los califas; cuando Sancho, Príncipe de León, fue a Córdoba en el año de 960, a consultar a los médicos; o cuando Alfonso el Magno, rey de Asturias, hizo venir a su corte a dos sabios árabes para que educasen a su hijo331. Con todo, el trato establecido de esta suerte no fue bastante a comunicar la ciencia y la cultura del pueblo, entonces, más civilizado, a sus vecinos, tan distantes de él por el habla, la raza y la manera de sentir. Si Gobmar, obispo de Gerona, sabía bastante árabe para escribir en esta lengua una historia de los francos, dedicada a Hakan II, cuando éste era aún el príncipe heredero, el caso debe mirarse como enteramente excepcional332.

Desde el siglo XI en adelante debieron ser más íntimas y duraderas las relaciones entre los muslimes y los cristianos del Norte, que eran como el germen de la futura nación española. Desde aquella época la bandera de la cruz iba penetrando más y más hacia el Mediodía, y la cultura arábiga quedaba como implantada sobre las mezquitas de las grandes ciudades, trasformadas en iglesias. Aunque muchos de los vencidos se retiraban a las provincias del Sur, todavía se quedaba una numerosa población muslímica en los antiguos lugares de su nacimiento, y además los mozárabes, esto es, los cristianos que habían estado sometidos al dominio musulmán, vivían desde entonces en medio de sus correligionarios. La existencia de los mozárabes se debe tener presente, ante todo, para conocer por qué arte y hasta qué punto la cultura oriental penetró entre los pueblos europeos. Familiarizados los mozárabes con la lengua arábiga y con los estudios literarios y científicos del pueblo, en medio del cual tan largo tiempo habían vivido, debieron extender entre los nuevos conquistadores aquella cultura, llena de elementos orientales. No menos útiles para este fin fueron los judíos que desde muy antiguo se habían difundido en gran número por la España musulmana. Entre ellos, como es sabido, se había desenvuelto una rica vida intelectual, fecunda, tanto en producciones poéticas cuanto filosóficas, astronómicas y filológicas. En sus escritos empleaban con más frecuencia que la lengua hebraica, la lengua arábiga, su hermana, que poseían magistralmente hasta el extremo de no tener competencia con los más famosos retores del Oriente. Asimismo solían saber los judíos el latín y el romance. No es, pues, de extrañar que, no bien cayeron bajo el poder de los nuevos dominadores, obrasen poderosamente para infundir la civilización muslímica en la cristiana.

El lugar en que más temprano se enlazaron el Occidente y el Oriente, fue la brillante ciudad de Toledo, fúlgido centro de la ciencia y del arte arábigo. Poco después de que esta antigua capital de la España gótica abriese sus puertas a las huestes cruzadas de Alfonso VI, vemos penetrar por sus muros a los hombres de Occidente, sedientos de saber, a fin de descubrir los secretos de la sabiduría arábiga, por medio de los doctos mozárabes y judíos. En los sombríos claustros del Norte, esta sed de ciencia de ciertos espíritus más adelantados fue mirada como una pecaminosa aspiración al fruto del árbol prohibido. Así es que Toledo aparece a los ojos de los cristianos de los siglos XI y XII como la capital de la hechicería y de la nigromancia. Allí se encuentran los mejores maestros de mágica negra. Un mágico de allí envió hasta el Weser y el Hunt una bandada de brujas a buscar a Conrado de Marburgo; y allí, según Cesario de Heisterbach, estudiaron la brujería algunos jóvenes alemanes. Lo cierto es que el deseo de estudiar las obras científicas y filosóficas de los árabes, y sobre todo sus interpretaciones de los autores griegos, fue lo que movió a no pocos curiosos a visitar la ciudad del Tajo. Allí encontramos a Gerardo de Cremona, a Miguel Scotto, al alemán Hermann y a muchos otros, empleados en el estudio de Avicena, Averroes y Aristóteles arabizado. Allí también, y bajo la presidencia del mismo arzobispo, se fundó a mediados del siglo XII, una escuela de traductores, en la que principalmente trabajaban los judíos333. Esta actividad no se limitó a Toledo. También la rica y floreciente Valencia se apoderó de los tesoros intelectuales de los vencidos, después de la reconquista, y sus sabios judíos y cristianos trasportaron estos tesoros a la corte de D. Jaime de Aragón, y a la cercana Provenza. Por último, cuando después de las grandes guerras del rey San Fernando, las capitales de Andalucía, Córdoba y Sevilla, sucumbieron, Alfonso el Sabio, en aquellos asientos predilectos de los omiadas y abadidas, tan amantes de las artes, trató de aprovecharse de la literatura arábiga en beneficio de la vida intelectual de su nación. Su palacio fue el centro de los sabios muslimes y judíos, y con su auxilio redactó las llamadas Tablas Alfonsinas; compuso la Crónica general de España, sacada en gran parte de fuentes arábigas, y tradujo del árabe una multitud de obras filosóficas, matemáticas y médicas334. Asimismo fundó en Sevilla una escuela de lengua arábiga335.

Es inverosímil que, en tales circunstancias, la poesía arábiga quedase enteramente desconocida para los cristianos españoles. ¿Podían aquellos cristianos, que se habían criado entre los árabes y que hasta habían hecho versos en su lengua, sometidos ya a un gobierno cristiano y viviendo entre sus correligionarios, no hacerlos participantes del rico tesoro de la poesía oriental? ¿No se escaparían involuntariamente de sus labios fragmentos poéticos y proverbios, como solían emplearlos a cada momento los orientales? A esto se puede objetar que faltaba la inteligencia de esta poesía; que la lengua arábiga es la más difícil de todas las lenguas; que hasta quien la sabe bien para comprender los prosistas, necesita aún de un año de estudio para poder leer de corrido los poetas; y que no se debe pensar, ni hay tampoco nadie que lo atestigüe, que los españoles de entonces se dedicaran a semejante tarea. A estas objeciones responden algunos hechos; verbigracia, cuando el famoso poeta judío Ibrahim Ibn al-Fajjar elogió al rey D. Alfonso, en cuyo servicio estaba empleado en una poesía arábiga que se conserva aún. Indudablemente, no se explicaría que el poeta hubiese escrito estos versos si el Rey y su corte no lo hubiesen entendido. Por otra parte, aquí no se trata de si entendían o no los cristianos españoles aquel idioma extraño, sino sólo de la comunicación que entre las gentes que hablaban o el uno o el otro idioma establecían los mozárabes. Para éstos era el árabe como el idioma nativo, y asimismo entendían correctamente el romance o castellano, en el cual, mientras más le iban usando en el trato con los otros cristianos, vertían pensamientos, máximas a imágenes de la poesía arábiga.

Los cristianos que habían pasado la juventud entre los árabes, y que, según la costumbre general, habían compuesto versos en lengua arábiga, procuraron entonces poetizar en aquella lengua que hablaban diariamente con sus victoriosos correligionarios, y como era natural, en el nuevo modo de expresión que habían adoptado, hicieron pasar sin duda no poco del espíritu y de las formas orientales. Como ejemplos de poetas arábigos mozárabes, citaremos a Ibn al-Margari, de Sevilla, que al regalar al rey al-Mutamid un perro de caza, le acompañó con una elegante qasida336, y el mestizo Aurelio, hijo de un muslín y de una cristiana, que fue doctísimo en la literatura muslímica337.

Hombres como éstos, viviendo ya en una sociedad donde se hablaba el romance, no pudieron menos de dar a conocer la poesía con que estaban familiarizados desde la niñez. Mayor influencia ejercieron los judíos, los cuales dominaban tan hábilmente los diversos idiomas que ya imitaban todos los primores de Hariri en las maqamas, ya mezclaban versos castellanos con sus poesías hebraicas338, ya llegaban a mezclar hasta siete lenguas339. Así es que los judíos fueron, desde el siglo XI, como los jefes y directores de este movimiento literario, en particular transmitiéndonos las obras de matemáticas, filosofía y física del Oriente. Asimismo pusieron al alcance de los pueblos de Occidente las fábulas y los cuentos de los árabes, y no pocas de sus poesías. Pedro Alfonso, judío, bautizado en el palacio del rey D. Alfonso VI, dice terminantemente que ha sacado de fábulas, sentencias y proverbios arábigos su colección de proverbios y narraciones, venero abundante y primordial de la posterior literatura novelesca340. Mayor aún hubo de ser el influjo de los judíos por medio de la conversación. ¿Cómo no habían de citar con frecuencia versos y máximas de poetas orientales, traduciéndolos y explicándolos luego en el menos perfeccionado idioma? Además, los que ya habían mezclado versos castellanos en sus poesías arábigas y hebraicas, no pudieron menos de escribir más tarde otras poesías del todo en castellano. Del célebre Judá Ha Levi se sabe de cierto que poseía las lenguas arábiga y castellana, y que en ambas había poetizado341; y como toda la escuela poética neo-hebraica española se había formado sobre modelos arábigos, tanto sus versos castellanos como sus versos orientales debían de contener no poco de dichos modelos342.

Por último, tampoco se puede negar que muchos cristianos, aun sin el auxilio de los mozárabes y de los judíos, entendían las poesías arábigas. Poco importa que esta inteligencia se extendiese a todos los primores y sutilezas, o se limitase al sentido de los pensamientos principales. Sin duda sería ridículo suponer que poetas y caballeros españoles, los cuales, a menudo, ni leer sabían, hubiesen estudiado la poesía arábiga; pero no pocos de ellos pudieron adquirir de otro modo un conocimiento superficial de dicha poesía. Por enormes que sean las dificultades de esta poesía artística, no se ha de suponer que sólo la han entendido, entre los mismos árabes, ciertas personas ilustradas. De seguro que el vulgo más bajo la entendería tan mal o peor que un campesino zuavo o de la baja Alemania entiende las elegías romanas de Goethe; pero las personas medianamente educadas debían estar desde la primera juventud preparadas para entenderla. Al-Rumaykiyya, aunque era de baja clase, compuso unos versos tan correctos y elegantes, así en el metro como en las frases, que el rey al-Mutamid, con ser tan delicado de gusto, se prendó tanto de ellos, que dio en pago su mano a la autora. Los libros históricos de los árabes están llenos de poesías, escritas por estilo clásico que hombres y mujeres de toda laya improvisaban en distintas ocasiones. De todo esto nos es lícito conjeturar que también los cristianos, los cuales estaban a menudo en contacto con los musulmanes, habían llegado hasta cierto punto a comprender el sentido de estas poesías. El caso aislado que refiere Maqqari, de un conde francés y de un judío que no entendieron un cantar arábigo, nada prueba en general. Casi todas las crónicas españolas hablan a menudo de infantes castellanos o aragoneses, de ricos hombres y caballeros, los cuales, o bien por enojo con sus soberanos o señores, o bien impulsados del afán de buscar aventuras, se fueron a vivir a tierra de moros, permanecieron allí largo tiempo, y a veces volvieron las armas contra sus correligionarios en pro de los muslimes343. Durante todo el siglo IX, y aún más tarde, una gran parte del ejército del rey de Zaragoza era de cristianos344. El mismo Cid había pasado muchos años de su vida entre los infieles; y si, como ya queda dicho anteriormente, se hacía leer las historias de las proezas de los árabes y las escuchaba con encanto, es más que probable que así como entendía la prosa, entendiese también los versos, que van constantemente mezclados a las historias susodichas. Ya hemos apuntado además que según una antigua costumbre arábiga, los valientes guerreros provocaban a pelear a sus contrarios por medio de breves composiciones improvisadas. Al Cid, de acuerdo con esta costumbre, le habían apellidado Barráz, esto es, campeador o provocador345. Es verosímil, por consiguiente, que el Cid, que no sólo había peludo en las guerras entre cristianos y musulmanes, sino que también había intervenido con las armas en las discordias particulares de éstos, improvisase versos de dicha clase, los cuales no exigían mucha corrección y atildamiento. Importa asimismo recordar aquí que los árabes, como nunca debió ponerse en duda, y como ya está plenamente probado por documentos justificativos, tuvieron, a más de la poesía erudita, una poesía popular que no estaba sujeta a las reglas severísimas de la gramática y de la prosodia clásicas. Esta poesía, según es natural y según consta de irrefragables testimonios, era comprendida por los cristianos que sabían la lengua de sus enemigos.

Lo que cuentan Lucas de Tuy y Mariana de un pescador del Guadalquivir, que después de la batalla de Calatañazor, en que al-Mansur fue vencido, recitó ciertos versos, ya en arábigo, ya en romance, no merece por cierto mucho crédito, pero prueba, con todo, que no parecía cosa extraña oír de una misma boca versos en ambas lenguas. La poesía del Arcipreste de Hita muestra con evidencia, no sólo que este poeta entendía los cantos populares arábigos, y los componía él mismo, sino que la poesía popular española creció en íntima relación y contacto con la arábiga. El Arcipreste cuenta (v. 1482 y siguientes) sus amoríos con una mora, con la cual hablaba en arábigo, y a la cual envió versos amorosos por medio de una tercera. Después cuenta que ha compuesto muchos cantares de danzas y troteras para cantadoras moriscas (sin duda en la lengua de ellas), y habla de los instrumentos que no convienen a los cantares arábigos, y cita uno de éstos por las palabras con que empiezan346.

La ocasión de tratar directamente con los árabes y de oír y entender su poesía duró para los cristianos hasta la conquista de Granada, y aún algún tiempo después, hasta que el insano fanatismo de los vencedores hizo un crimen en los vencidos aún el uso del propio idioma. Hasta entonces vivieron esparcidos por toda España, y no perturbados en el ejercicio de su religión; muchos muslimes, en parte mezclados con los cristianos, en parte en ciertas comarcas, que se reservaron casi exclusivamente347.

Contribuía principalmente a llenar el abismo de la diversidad de creencias y a hacer más frecuentes las relaciones entre moros y cristianos, la hermosura de las moriscas, que ejercían un gran poder de seducción sobre los jóvenes hidalgos españoles. «Celebrar el novenario con una mora» vino a ser un modo de hablar proverbial, y se compusieron no pocas poesías amorosas de caballeros cristianos a las seductoras hijas de Ismael. Estos muslimes que vivían esparcidos por toda la España cristiana aprendieron poco el castellano y compusieron versos en este idioma, de los cuales, algunos, escritos con letras arábigas, se conservan todavía348. Posible es que estos o aquellos moriscos, bajo el influjo de circunstancias especiales, olvidasen su propia lengua; pero, en general, puede tenerse por cierto que, hasta después de la conquista de Granada, estuvo muy extendido el uso de la lengua arábiga en el centro y en el mediodía de la Península. Dan testimonio de esto los numerosos documentos expedidos en dicha lengua por cristianos y hasta por clérigos349, la inscripción sepulcral arábiga de San Fernando en Toledo350, y las leyendas arábigas de las monedas acuñadas en los siglos XII y XIII por los reyes de Castilla351. Y aún cuando los moriscos o mudéjares, que así se llamaban los muslimes que estaban bajo el dominio cristiano, se hubiesen españolizado más de lo que creemos, todavía el elemento arábigo obró poderosamente desde Granada sobre el resto de la Península; porque, no sólo durante las guerras entre fronterizos notamos que hay relaciones entre castellanos y granadinos, sino que también en tiempo de paz fue visitada la corte de los nazaritas por caballeros cristianos352, de los cuales, unos buscaban allí un asilo contra las persecuciones, y otros iban por mera curiosidad, a lo que parece. Ejemplo de estos últimos fue el caballero y poeta Oswaldo de Wolkenstein, el cual estuvo en Granada, en el año de 1412, en la corte del rey Bermejo, quien llevaba, como todos los nazaritas, el sobrenombre de Ibn al-Ahmar, hijo del Bermejo. Allí fue recibido muy benévolamente el caballero Oswaldo, quien después se jactaba de que había aprendido la lengua arábiga353.

En vista de lo susodicho, bien se puede conjeturar que la poesía española lleva en sí las señales de haber crecido cerca de la arábiga y en contacto con ella. Las razones que se han alegado en contra de esto no tienen valor alguno. A la afirmación de que los españoles no pudieron de ningún modo conocer la poesía de los que fueron durante siglos sus compatriotas, hay mucho que oponer. Pudieron conocerla, en primer lugar, por todos aquellos que se educaron entre los muslimes y vivieron luego entre los cristianos, y que hablaban igualmente los idiomas de ambos pueblos; y en segundo lugar, por el conocimiento que solían tener los cristianos de la lengua arábiga; conocimiento que distaba mucho, sin duda, de ser filológico y fundamental, pero que, si no era bastante para entender muchos versos difíciles, bastaba para apoderarse de algunas imágenes y de algunos pensamientos. Y a la verdad no era necesario más que esto para que la poesía española pudiera enriquecerse así. A más de esto, conviene considerar que las influencias literarias, no sólo se hacen patentes en una directa imitación, sino que más por lo común van por ocultos caminos, y pasan, por la tradición popular, de espíritu en espíritu y de boca en boca, y se muestran a menudo en una literatura, de repente y cuando menos se piensa. Nadie sostiene ya que la poesía arábiga fue exclusivamente lírica y erudita, y la española, por el contrario, narrativa y popular. Mas aun cuando sostuviésemos esto a pesar de las razones que hemos aducido en contra, todavía pudiera responderse que también la poesía narrativa y popular puede recibir la influencia de la lírica y erudita. Por otra parte, este último género de poesía, el lírico, no se ha desenvuelto menos lozanamente que el épico-popular en la España cristiana, y según los restos que quedan, ha sido poco anterior este género al otro. Se añade además que los árabes españoles imitaban demasiado los antiguos modelos, por donde sus poesías se hacían ininteligibles a los extraños, a causa de la multitud de imágenes de la vida del desierto. La verdad es que en cierta clase de composiciones harto cultivada se atuvieron a dicha imitación; pero a más de esto, compusieron cantares báquicos y amorosos, elegías y sátiras; celebraron en sus versos los frutos y las flores, los corceles y las espadas, los encantos de Andalucía y sus ciudades, jardines y palacios; ensalzaron las fiestas y los paseos nocturnos al resplandor de la luna; difundieron todos sus sentimientos en sus cantares; y procuraron prestar duración con la poesía a todos los casos dignos de memoria. Tales composiciones nada tenían de común con el desierto y con la vida de los beduinos; acaso de vez en cuando se hallaba en ellas alguna imagen extraña, pero su contenido, en lo sustancial, era para los extraños del todo inteligible.

Si, por un lado, no se puede afirmar que la poesía arábiga no ha ejercido ningún influjo en la española, sería también, por otro lado, un error el atribuir a aquella un influjo muy profundo en ésta, hasta el extremo de trastocar su ser. La poesía de los españoles ha nacido de lo íntimo de la vida de la nación, y si ciertas abstracciones fuesen lícitas, bien se podría afirmar que su espíritu y su sustancia se hubieran desenvuelto como son en el día, aunque nunca los castellanos hubieran sabido nada de la poesía de otros pueblos. Pero, de la misma suerte que en los accidentes, y guardando en su pureza el carácter fundamental que penetra todas sus creaciones, la poesía castellana se ha apropiado mucho de las de otros pueblos, como algunas formas de versos imitadas del italiano, y en los cancioneros no poco de los poetas de Provenza; así también ha guardado en sí algunas señales de la poesía arábiga, como recuerdo de la época en que el Oriente y el Occidente se tocaban en el suelo en que ha nacido.

La falta de los que primero hablaron de orientalismo en las literaturas neo-latinas, consistió en apoyar sus afirmaciones sobre generalidades, sin corroborarlas con ningún ejemplo; de modo que pudiera sospecharse que ninguno de ellos conocía siquiera un verso de un poeta arábigo-hispano. Aunque el plan y propósito del presente escrito no consiste hacer muy larga digresión sobre este asunto, todavía quiero, para no incurrir en la misma falta, citar algunos casos en que la poesía española, ya en el contenido, ya en la forma, ha conservado alguna impresión de la arábiga. En estas cuestiones sobre influencias literarias es difícil, a la verdad, obtener una seguridad absoluta; porque el que quiere negar la influencia, siempre puede asegurar que la nación o el autor ha concebido en sí mismo los pensamientos que se suponen imitación, siendo sólo mera coincidencia. Sin embargo, algunos de los ejemplos siguientes dan tan inequívoco testimonio de la rectitud de mi afirmación, que sólo podría rechazar su validez quien, por ejemplo, se hallase resuelto a negar que el hexámetro alemán ha sido tomado de los antiguos, y le considerase como una invención alemana.

Un antiguo romance popular español, impreso en el Romancero de 1550, y también en otros más antiguos, sin fecha, nos presenta al rey D. Juan, a la vista de Granada, tomando informes del moro Ibn Ammar sobre los hermosos edificios de la ciudad. Luego continua:


   Allí habla el rey don Juan;
bien veréis lo que decía:
«Granada, si tú quisieses,
contigo me casaría:
daréte en arras y dote
a Córdoba y a Sevilla
y a Jerez de la Frontera,
que cabe sí la tenía.
Granada, si más quisieses,
mucho más yo te daría».
Allí hablara Granada,
al buen Rey le respondía:
-Casada so, el rey don Juan;
casada, que no viuda;
el moro que a mí me tiene,
bien defenderme querría».



El que una ciudad, de que un conquistador anhela apoderarse, se presente como una novia cuya mano se aspira, es una imagen poco común y bastante extraña, y mucho más en un romance de carácter enteramente popular. Difícil sería hallar esta imagen en cualquiera otra composición poética del Occidente, durante la Edad Media, y si se hallara, yo le daría un origen oriental. Por el contrario, en el Oriente y entre los árabes españoles la imagen es muy usada. Una poesía arábiga a Granada dice así:


   Entre las tierras del mundo,
Granada no tiene igual.
¿Qué valen, junto a Granada,
Egipto, Siria e Irak?
Luce cual hermosa novia
con vestidura nupcial:
aquellas otras regiones
todas su dote serán354.



Ibn Batuta llama a Granada la novia o la recién desposada entre las ciudades de Andalucía355, y al-Mutamid cantó, después que hubo conquistado a Córdoba:


   Mira a Córdoba la bella,
la cual con lanzas y alfanjes
desdeñosa rechazaba
de su seno a los amantes,
como la mano de esposa
al cabo promete darme.
Antes sin ornato estaba;
ya viste ropas nupciales,
de galas, al recibirme.
Y joyas haciendo alarde.
Hoy es mi esposa: en su alcázar
la boda va a celebrarse;
mueran de envidia, entre tanto,
y de celos, mis rivales356.



También Muhammad, hijo de Abd al-Rahman II, en cierta poesía que compuso al volver de una expedición guerrera, presenta a su capital bajo la figura de una mujer amada:


    Que yo junto a ti me llegue
permite, Córdoba mía;
no huyas; deja a mis ojos
que se gocen con tu vista357.



También de Sevilla se dice en otra composición:


    Es una novia Sevilla;
es su novio Ibn Abbad,
su corona el Ajarafe,
Guadalquivir su collar358.



El historiador persa Mirchondo, cuando quiere decir que un príncipe abandona su corte o residencia, lo expresa en estas palabras, según su ampuloso estilo: «prendió a la regia esposa un triple divorcio en la orla de su velo»359.

¿Quién puede, pues, dudar de la procedencia oriental del romance citado? Ya se entiende que no afirmo que el romance español está traducido del árabe o que todo su contenido esté tomado de dicho idioma; pero sí creo, y debe creerse con seguridad, que el autor del romance había oído una poesía arábiga, que tal vez no había entendido por completo, pero de la cual entendió la notable comparación referida, y la trasladó a sus versos.

Ya hemos hablado varias veces de un género de composiciones populares de que los árabes gustaban mucho: la muwaššaha y el zéjel. La primera se usaba ya en el siglo IX, la segunda en el XI, en tiempo de los almorávides360. Se debe también hacer valer aquí que el poeta cristiano Margari, que vivió en Sevilla reinando al-Mutamid, era muy celebrado como autor de muwaššaha361. Lo característico de ambas formas, tan semejantes entre sí, que no hallo modo de distinguirlas bien, consiste en que unas rimas, o una combinación de rimas, que se presentan en la estrofa que sirve de introducción, son interrumpidas por otras, y luego al fin de cada estrofa vuelven a repetirse. Pondremos aquí un zéjel, en el que imitamos enteramente la combinación de los consonantes, traduciéndole libremente del árabe en cuanto al sentido, pues la forma es ahora lo más importante.


   Gloria al creador eternal,
que da el bien y envía el mal.
Formó las varias regiones,
y las pobló de naciones;
de Ad y de los Faraones
hundió el orgullo infernal.
Fue el mundo su pensamiento,
y le creó con su aliento.
E hizo con agua y con viento
tierra y cielo de cristal; etc., etc.362.



Ibn Jaldun trae otro zéjel precisamente de la misma estructura. Refiere que Ibn Quzman, natural de Córdoba, pero que a menudo residía en Sevilla, paseaba en cierta ocasión por el Guadalquivir con muchos amigos. Éstos se deleitaban pescando. En la barca había una hermosa muchacha. Uno de la compañía propuso a los demás que todos improvisasen un zéjel sobre su situación. Él mismo empezó con el tema y la primera estrofa, y cada uno de los otros fue añadiendo otra estrofa nueva. No traduciré esta poesía literalmente, sino que con mucha libertad, conservando, empero, su estructura, que es de lo que aquí se trata:


   En balde es tanto afanar,
amigos, para pescar.
En las redes bien quisiera
prender la trucha ligera;
mas esta niña hechicera
es quien nos debe pescar.
Los peces tienen recelos
y burlan redes y anzuelos,
pero en sus dulces ojuelos
van nuestras almas a dar; etc.



Tomemos ahora una de las más antiguas canciones que se conservan de la literatura española y veremos que la combinación de las consonantes es la misma. Es una canción de los estudiantes que iban pidiendo limosna:


   Sennores, dat al escolar,
que vos vien demandar,
dat limosna o racion,
faré por vos oracion,
que Dios vos dé salvacion,
quered por Dios a mi dar.
El bien que por Dios fisierdes,
la limosna que por él dierdes,
cuando de este mundo salierdes,
esto vos habrá de ayudar363.



Éste es también, como a primera vista aparece, un zéjel en lengua española, y tanto menos se puede poner en duda en esta ocasión la procedencia arábiga de la forma, cuanto que el autor es el Arcipreste de Hita, quien, como ya hemos dicho, tenía bastantes conocimientos sobre los cantares arábigos.

De Alfonso Álvarez de Villasandino, poeta castellano de la segunda mitad del siglo XIV, es la siguiente cancioncilla, que concuerda con la anterior en la estructura:


   Algunos profaçarán
después que esto oirán.
No será el alto ungido
rey de España esclarecido,
mas algún loco atrevido
rabiará como mal can.
No serán los muy privados
del rey e sus allegados,
mas algunos mal fadados
sin porque me maldirán; etc., etc.364.



Éste es también un zéjel español. El poeta vivía, como declaran algunos de los versos que de él se conservan, todos también en forma de zéjel o de muwaššaha, en íntimas relaciones con una hermosa morisca, por quien pudo instruirse en la manera de versificar arábigo, si ya ésta no hubiese estado trasplantada en la literatura española.

Ya hemos dicho también en otro lugar que a veces el estribillo o estrofa de introducción del zéjel se omitía por los árabes. Entonces tenía la composición la forma de las estrofas siguientes, que son el principio de un zéjel, destinado a que le recitasen en público:


   De Dios sea el nombre alabada,
y sea el Profeta ensalzado;
permitid que a vuestro lado
hoy pueda yo reposar.
Vuestro soy, nobles señores;
oíd mis culpas, mis errores,
y una aventura de amores
que me propongo contar365.



Es digno de notarse que esta forma, que rara vez aparece en la literatura española posterior, y que es sin duda de procedencia arábiga, se recordaba aún en tiempo de Calderón. En su drama Amar después de la muerte, donde pinta la sublevación de los moriscos en las Alpujarras, pone en boca de éstos, cuando celebran a puertas cerradas sus fiestas religiosas, el cantar siguiente366:

UNO
   Aunque en triste cautiverio,
de Alá por justo misterio, 30
llore el africano imperio
su mísera suerte esquiva.
TODOS
¡Su ley viva!
UNO
    Viva la memoria extraña
de aquella gloriosa hazaña 35
que en la libertad de España
a España tuvo cautiva.
TODOS
¡Su ley viva!


Ahora voy a traducir aquí una muwaššaha arábiga, siguiendo con toda exactitud la combinación de las consonantes en el texto original:


   Huye del amor,
tirano traidor;
mas no, que si huyes,
mueres de dolor.
    El amor es fuego,
que abrasa y halaga;
es mar sin sosiego,
que las almas traga.
Pierde el sueño luego
quien de amor se paga.
Amarga los días,
mas luz y alegrías
difunde en las noches
benéfico amor.
    La niña hechicera
mi alma ha robado.
¡Cuanta pena fiera
su amor me ha costado!
No quiera quien quiera
vivir sin cuidado;
pues si te engolfares
de amor por las mares,
podrás, naufragando,
morir de dolor367.



Al lado de este cantar pondré otro antiguo español, cuyas consonantes están casi en el mismo orden:


   Cerca de Tablada,
la sierra pasada,
falléme en Aldara
a la madrugada.
    Encima del puerto
coydé ser muerto
de nieve e de frío
e dese rosío
e de gran elada.
A la decida,
di una corrida,
fallé una serrana,
fermosa, lozana
e bien colorada, etc., etc.368.



Aquí tenemos una muwaššaha española, y por cierto del Arcipreste de Hita, que, según él mismo afirma, había compuesto muchos cantares para cantadoras moriscas y judías.

A fin de prevenir toda objeción, vuelvo a declarar aquí que esta clase de composiciones no se distinguen, ni por el metro, ni por el número y el orden de sus consonantes en lo interior del cantar, sino sólo por la repetición de uno o demás consonantes, los cuales aparecen en la estrofa que sirve de introducción, y se repiten siempre al fin de las siguientes estrofas. Y no es esto un estribillo, o la repetición de la misma palabra o de un verso entero, como se nota a menudo en las canciones provenzales. Canciones que en su estructura sean como éstas de que hablamos, no he llegado a verlas ni en los trovadores ni en los antiguos poetas franceses. Con todo, si se hallasen entre sus obras canciones parecidas, yo afirmaría que habrían tomado su forma de donde los españoles la han tomado. Nadie ignora cuánto comercio había entre la Francia meridional y las comarcas españolas cercanas a los Pirineos, y cuántos poetas y juglares de Provenza anduvieron, no sólo por Aragón, sino también por Castilla, y cuánto han imitado de éstos los del norte de Francia. Este género de composiciones, tan predilecto entre los musulmanes de España, pudo tanto más fácilmente ser conocido de los provenzales, cuanto que también los judíos hicieron versos en forma de zéjel y de muwaššaha, y se sabe, por el Itinerario de Benjamín de Tudela, las muchas y frecuentes relaciones que había entre los israelitas de España y los del sur de Francia369.

Aun más claro se ve el camino por donde este modo de versificar pudo venir de los árabes a los españoles, en la vida y los cantares de Garci Ferranz, poeta castellano del tiempo de D. Juan I. Habiéndose enamorado este poeta de una juglaresa, morisca bautizada, o creyendo, más bien, que era muy rica, obtuvo del rey el permiso para casarse con ella. Como, después de la boda, no encontrase los esperados tesoros, y se juzgase deshonrado por un enlace tan desigual, abandonó la corte, se fue a hacer vida de ermitaño y compuso en el yermo muchos cantares penitentes. Sin embargo, su ánimo intranquilo no le dejó descansar allí. Pronto, con el intento de ir en peregrinación a Jerusalén, se embarcó con su mujer para Málaga, que aún era tierra de moros; allí se detuvo algún tiempo, y al cabo fue a establecerse en Granada, con su mujer y sus hijos. Ya en aquella capital del Islam, se hizo musulmán, se enamoró de una hermana de su mujer, y se casó también con ella, siguiendo la costumbre de su religión nueva. Trece años más tarde, pobre y con muchos hijos, se volvió a Castilla, donde se hizo de nuevo cristiano. Un poeta español, que estuvo casado con una cantadora arábiga, y que vivió tantos años entre los moros, no es de admirar que llegara a familiarizarse con la poesía arábiga y que la imitara en sus obras. Así es que se encuentran entre ellas muchas muwaššahas, una de las cuales ofrece la extraña circunstancia de ser un canto cristiano de devoción370.

El Cancionero de Baena, las obras del Marqués de Santillana, en suma, todas las colecciones de los antiguos poetas de Castilla están llenas de composiciones semejantes en su estructura a las ya mencionadas del Arcipreste de Hita y de Garci Ferranz, denotando que son como las muwaššahas arábigas. También las imitaron los españoles por aquella otra manera, según la cual, no ya una sola rima se repite, sino toda una combinación de rimas. Presentaremos un ejemplo. De Abu-l-Hasan es esta muwaššaha arábiga:


   Cabe arroyo cristalino,
bajo una verde enramada,
con música, amor y vino,
el censor me importa nada.
Mientras la juventud dura,
del placer sigo el sendero:
con aquel que me censura
justificarme no quiero.
Vino en el vaso fulgura,
y ya en el cercano otero
mueve el viento matutino
la viña de uvas cargada,
que promete dulce vino,
pronto en sazón vendimiada.
No debiera el tiempo huir,
que estoy con mi niña bella;
o cerca de ella vivir,
o suspirando por ella;
quiéranos de nuevo unir,
propicia al amor, mi estrella.
Vago color purpurino
deja la huella estampada
en su rostro peregrino,
de mi beso y mi mirada371.



Véase ahora una serranilla del Marqués de Santillana, que se parece en la combinación de los consonantes a la anterior muwaššaha:


   Mozuela de Bores,
allá de la Lama
pusom'en amores.
   Dijo: Caballero,
tiratvos afuera,
dejat la vaquera
pasar al otero;
ca dos labradores
me piden de Frama,
entrambos pastores.
   «Señora, pastor
seré si queredes:
mandarme podedes
como a servidor.
Mayores dulçores
será a mí la brama
que oír ruiseñores».
    Así concluimos
el nueso proceso,
sin facer exceso,
e nos avenimos:
e fueron las flores
de cabe Espinama
los encombridores372.



Por último, debemos decir aquí que poseemos un zéjel en castellano, recientemente publicado, en cuyo epígrafe se declara terminantemente que está traducido del árabe. Forma parte de las poesías moriscas y es en elogio del Profeta373.

Donde se trata de la relación entre la poesía oriental y la occidental, no es posible dejar de hablar de la Historia de las guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita. Que esta obra dista mucho de ser una traducción, y menos aún una traducción literal del árabe, es cosa evidente. La alusión a los cronistas cristianos, el empleo de la mitología de los antiguos, a que los árabes fueron siempre extraños, y otras varias señales lo denotan. Con todo, me atrevo a contradecir la opinión, tan a menudo anunciada, que supone que esta obra es una invención literaria, una novela de un autor cristiano, cuyo contenido es de mera fantasía. No sólo sostengo que lo esencial de esta obra está fundado sobre hechos históricos, que se han trasformado en leyenda al pasar por la boca del vulgo, sino también que el autor ha traducido o imitado en parte originales arábigos, aunque muy libremente.

Expondremos aquí primero los principales rasgos de esta famosa narración, celebrada por los poetas de todos los países, según se encuentra en Pérez de Hita, que es la versión más antigua. En la corte del rey Boabdil (así y aún peor se había adulterado el nombre de Abu Abd Allah) había enemistad entre las dos ilustres familias de los abencerrajes y los zegríes. Un torneo en la plaza de Bivarrambla, en el cual aquellos vencieron a éstos, encendió más los celos entre unos y otros, e hizo imaginar a los vencidos una traición para vengarse de sus rivales. Un zegrí acusó a los abencerrajes de estar en inteligencia con los cristianos, y a un caballero de aquella estirpe, llamado Ibn al-Hamat, de tener relaciones amorosas con la reina. Con motivo de esta calumnia, Boabdil atrajo a los abencerrajes a la Alhambra por medio de una astucia, y allí, en una sala que está junto al patio de los Leones, los hizo decapitar a todos, salvo algunos, que lograron fugarse. La reina fue condenada a morir en una hoguera. En el día designado para el cumplimiento de esta sentencia aparecieron cuatro caballeros cristianos como campeones de la calumniada, cuya inocencia demostraron en solemne combate contra los traidores zegríes.

En toda esta historia debe presumirse que el combate de los caballeros cristianos por el honor de la reina es una invención del autor español; pero en lo demás se reconoce un fondo de verdad histórica, si bien envuelto en el velo de la leyenda. Hubo sucesos, no en la corte de Boabdil, sino en la de su padre Abu-l-Hasan, que sirvieron de base a la narración susodicha. Según el historiador Mármol Carvajal (que era natural de Granada, que escribió antes de Pérez de Hita374, y que a menudo se apoya en dichos y noticias de moriscos ancianos) enamorado el viejo rey Abu-l-Hasan de una renegada, a quien los árabes llaman Zoraya, esto es, la constelación de las siete estrellas o pléyades, y los cronistas españoles doña Isabel de Solís, se separó de su mujer Aixa, e hizo degollar a los hijos de ésta en una taza de mármol de la sala que está junto al patio de los leones, a fin de asegurar la sucesión del trono a los hijos de Zoraya. Aixa procuró la fuga de su hijo primogénito Abu Abd Allah, haciendo una como soga de vestido de mujer, atados unos a otros, por donde se desprendió su hijo desde la torre de Comares. Desde allí fue el fugitivo a salvarse en Guadix, escoltado por muchos caballeros de la estirpe de los abencerrajes, los cuales aborrecían al rey, porque el rey había hecho matar a algunos de su familia. El pretexto que tuvo Abu-l-Hasan para cometer este crimen fue que una de sus hermanas fue seducida por un abencerraje. Estos sucesos excitaron en los habitantes de Granada tal odio contra el rey, que llamaron de Guadix a su hijo primogénito, allí refugiado, y le aclamaron rey. En todas estas circunstancias Mármol conviene sustancialmente con la narración histórica de Maqqari. El historiador arábigo da también noticia del amor de Abu-l-Hasan por Zoraya, de la fuga de sus hijos, y de los partidos que se levantaron entre sus súbditos, siguiendo unos a los hijos de su esposa legítima, y otros favoreciendo a los de Zoraya. Asimismo refiere Maqqari que Abu-l-Hasan había hecho matar a algunos de los más notables capitanes de su ejército375.

Puede inferirse de aquí que dos crímenes sangrientos del viejo Abu-l-Hasan se han juntado en uno solo, que Pérez de Hita atribuye a Boabdil, y que una aventura amorosa de la hermana de Abu-l-Hasan se supone ocurrida a la mujer del hijo.

La historia del asesinato de los abencerrajes tiene, pues, por fundamento un hecho histórico, si bien en sus pormenores ha tomado un carácter fabuloso. El hecho de que los caballeros fueron llamados uno a uno al palacio y degollados, recuerda mucho una antigua historia o tradición oriental sobre la degollación de la tribu de Temin por un rey de Persia376. Ya en España se había localizado esta leyenda, pues los historiadores arábigos refieren un caso idéntico, ocurrido en Toledo, en el siglo XI, bajo el reinado de al-Hakan. Mucho tiempo hacia, dice la narración, que los habitantes de la mencionada ciudad se mostraban rebeldes a los mandatos del príncipe. Para domar esta resistencia apeló al-Hakan a una espantosa astucia. Su hijo Abd al-Rahman fue mandado por él a Toledo, donde, después de haberse ganado la confianza de los habitantes con afabilidad y buenos modos, convidó a una fiesta a los más notables de la ciudad. En gran número se presentaron los convidados a la puerta del palacio, a la hora convenida; pero no a la vez, sino uno en pos de otro, se les permitió la entrada. Conforme iban entrando por la puerta principal, los caballos en que habían venido eran conducidos a otra puerta, que daba a la espalda del palacio, para que, como se dijo, aguardasen allí a sus dueños. Pero en el patio del palacio, al borde de un hoyo o zanja, estaban los verdugos, que cortaban la cabeza a cada uno de los que entraban377. Este horrible degüello duró lo bastante para que cinco mil y trescientas víctimas perdiesen allí la vida. Cuando pasaron algunas horas, advirtió un toledano que ninguno de los convidados salía por la puerta de atrás, y comunicó a otros sus sospechas. Entonces, mirando hacia lo alto, vio el vapor de la sangre derramada, que se alzaba sobre el edificio, y exclamó: «¡Ay! ese vapor, me atrevo a jurarlo, no proviene de los husmeantes manjares del festín, sino de la sangre de nuestros asesinados hermanos». Los circunstantes retrocedieron, llenos de terror, y Toledo, desde aquel punto, consagró una obediencia sin límites a los soberanos mandatos de los califas.

Como todas las circunstancias de esta narración concuerdan con las de la otra sobre la destrucción de la tribu Temin, y luego aparecen de nuevo en la del asesinato de los abencerrajes, bien se puede conjeturar que la antigua leyenda oriental se ha trasplantado por la tradición, primero a Toledo, y después a Granada, apoyándola sin duda en hechos históricos, a la manera que la antigua leyenda escandinava del tiro de la manzana se ha aplicado a la guerra de la independencia de Suiza.

La forma del libro de Pérez de Hita es enteramente la de las novelas o historias heroicas de los orientales. Así como, en los antiquísimos tiempos, los árabes tenían la costumbre de citar alguna poesía para testimonio de la verdad de cualquiera suceso que contaban378, y de este modo intercalaron muchos versos en la prosa, ya en la historia de Antar, ya en la de Du-l-Hima, ya en otras, así también el autor español entretejió en su narración gran número de romances y cantares, en parte como adorno, en parte para que viniesen en apoyo de la certidumbre de sus noticias. En algunas particularidades se reconocen fácilmente los modelos orientales. Un par de ejemplos lo demostrará.

Véase el principio de una lamentación en prosa rimada, en la cual el poeta arábigo Ibn al-Abbar deplora la suerte de Valencia: «¿Dónde está Valencia, con su laberinto de casas, con el arrullo y los besos de sus palomas, con el adorno de su Ruzafa y de sus puentes, con sus tesoros y el esplendor de sus victorias? ¿Dónde está al botín que hacía en la guerra, y su sol, que se alzaba resplandeciendo de los mares? ¿Dónde sus corrientes arroyos, orlados de guirnaldas de árboles frutales? ¿Dónde sus jardines, llenos de aroma y brillo? De su cuello, hoy sin ornato, se desprende la cadena de flores; su luz refulgente reposa ya en el seno de los mares379». Compárese ahora con el siguiente pasaje del capítulo XIV de las Guerras civiles de Pérez de Hita: «¡Oh Granada! ¿qué desgracia te ha ocurrido? ¿Qué ha sido de tu elevación? ¿Qué de tu riqueza? ¿Qué de tus deleites, y tu pompa, combates, torneos y juegos de sortija? ¿Dónde están ahora tus regocijos y fiestas de San Juan, tus músicas acordadas y tus zambras? ¿Cómo se desvanecieron tus espléndidos y pomposos juegos de cañas, y los cantares sonoros, que se oían de mañana en los jardines del Generalife? ¿Qué fue de aquellos trajes guerreros y brillantes de los valerosos abencerrajes? ¿Qué de las ingeniosas invenciones de los gazules? ¿Qué de la bizarría y destreza de los alabeses? ¿Qué de las lujosas vestiduras de los zegríes, gomeles y mazas? ¿Qué fue, por último, de tu nobleza toda? ¡Todo lo veo trocado en tristes lamentos, en dolorosos suspiros, en cruda guerra civil, y en un mar de sangre, que corre por tus calles y plazas». Puede tenerse por seguro que a este texto español ha servido de modelo otro arábigo, aunque su colorido oriental está algo empañado.

Del mismo modo se piensa en un original arábigo al leer el capítulo XVI, cuando Hita describe por vez primera el combate en las calles de Granada, y luego prosigue: «Al terminar aquella tempestad y civil contienda, un alfaquí o morabito hizo un largo razonamiento en la plaza Nueva, razonamiento que por haber salido de los labios de un varón tan respetado entre los de su secta, quiso el cronista arábigo poner aquí». El razonamiento o discurso, que después inserta el autor, está en verso y tomado sin duda de un modelo arábigo, si bien modificado al gusto de los españoles, suavizando un poco su carácter extraño. Tales improvisaciones son muy frecuentes entre los árabes; pero no se explica cómo un español que desconociese los escritos orientales acertaría a componerlas por el estilo380.

Los muchos romances entretejidos por Pérez de Hita en su narración son, por la mayor parte, de autores cristianos, y ya se encuentran casi todos en las más antiguas colecciones de romances. Es más: el autor mismo sostiene que, fuera del argumento general, no es su libro de origen arábigo. Sólo de uno de aquellos romances, del que habla del paseo del rey moro por las calles de su capital, cuando le trajeron nuevas de la pérdida de la Alhama, dice expresamente lo que sigue: «Este romance fue escrito en arábigo con ocasión de la pérdida de la Alhama, y era tan lastimero y triste en aquel idioma, que fue prohibido en Granada, porque cada vez que se cantaba, movía a gran dolor y tristeza». Los que tienen por imposible que la poesía española haya tomado nada de la arábiga, consideran como una invención este dicho de Pérez de Hita. Pero, ¿con qué proposito había de haber afirmado tal cosa de esta poesía, y sólo de esta poesía, si en realidad no hubiese tenido presente un cantar arábigo? Ni la afirmación de que los árabes fueron siempre extraños a la poesía narrativa podría aducirse aquí en contra del origen oriental, porque en el romance hay una viva pintura de la situación, donde el lirismo con que el dolor se expresa, deja por completo en la sombra la parte narrativa. Sin duda que el poeta español no ha traducido literalmente el cantar arábigo (esto lo demuestra la mención de Marte, aunque Marte tenía entonces en verso castellano el mismo significado que guerra); pero el haber traducido en un romance el cantar no es razón en contra, pues poseemos otro romance que indudablemente está traducido. Hablo del que en el Romancero del Cid empieza Apretada está Valencia. Es una traducción de la elegía arábiga, que ya hemos traducido en páginas anteriores381, como Dozy lo advirtió antes que nadie. El romance dice:


   ¡Oh Valencia! ¡Oh Valencia,
digna de siempre reinar!
Si Dios de ti no se duele
tu honra se va a apocar,
y con ella las holganzas
que nos suelen deleitar.
Las cuatro piedras caudales
do fuieste el muro a sentar,
para llorar, si pudiesen,
se querrían ayuntar.
Tus muros tan preeminentes,
que fuertes sobre ella están,
de mucho ser combatidos,
todos los veo temblar;
las torres, que las tus gentes
de lejos suelen mirar,
que su alteza ilustre y clara
las solía consolar,
poco a poco se derriban,
sin podellas reparar;
y las tus blancas almenas,
que lucen como el cristal,
su lealtad han perdido,
y todo su bel mirar.
Tu río tan caudaloso,
tu río Guadalaviar,
con las otras aguas tuyas,
de madre salido ha; etc.



Del mismo modo que este romance está tomado de la traducción antigua castellana que del texto arábigo se conserva, pudo Pérez de Hita, en aquella historia sobre los últimos tiempos de Granada, compuesta en castellano por un judío, y a la que apela y se refiere382, haber hallado en prosa la lamentación poética de los granadinos sobre la pérdida de Alhama, y haberla puesto en verso. Parece también que la otra versión que da de la misma poesía, así como la ya contenida en el Cancionero de romances, son sólo diferentes arreglos del mismo cantar elegíaco de los árabes383.

El original ha desaparecido; pero de que existían cantares populares arábigos de esta clase, acerca de la desgracia de Granada, y de que se conservaban entre la población muslímica de dicha ciudad, da testimonio un cantar que Argote de Molina oyó a los moriscos, y que cita en el texto arábigo vulgar. A fin de poner claro de qué modo es probable que los traductores o arregladores españoles refundiesen los cantares arábigos, voy a trasladar aquí dicho cantar en forma de romance. No me tomo, al traducirle, más libertad que aquella que es permitida generalmente en toda traducción poética384:


   Alhambra amorosa, lloran tus castillos,
¡oh Muley Vuabdeli! que se ven perdidos.
Dadme mi caballo y mi blanca adarga
para pelear y ganar la Alhambra.
Dadme mi caballo y mi adarga azul
para pelear y librar mis hijos.
Guadix tiene mis hijos,
Gibraltar mi mujer,
señora Malfata, hicísteme perder.
En Guadix mis hijos, y yo en Gibraltar,
señora Malfata, hicísteme errar385.



Estos versos son sin duda de origen arábigo. Quizás un examen más detenido demostraría la verosimilitud de que muchos otros romances moriscos, así de los que van incluidos en las obras de Ginés Pérez de Hita como de los que hay en colecciones generales, proceden, en parte o en todo, de fuentes arábigas. Así, por ejemplo, el de la muerte de los abencerrajes, que empieza:


   En las torres del Alhambra
sonaba gran vocería,
y en la ciudad de Granada
grande llanto se hacía,
porque sin razón el rey
hizo degollar un día
treinta y seis abencerrajes
nobles y de gran valía.



Lo mismo puede afirmarse de los lamentos de Boabdil por la pérdida de su reino, en un romance de Sepúlveda, que manifiesta ser refundición de otro más antiguo:


   ¡Oh mi ciudad de Granada,
sola en el mundo y sin par,
donde toda la morisma
se solía contigo honrar! etc.



Lo cierto es que apenas se concibe que los cristianos españoles, que debían estar llenos de orgullo y de alegría por las victorias conseguidas sobre los infieles, se hiciesen eco, de una manera tan sentida, de los lamentos del pueblo vencido y despojado. De aquí se puede inferir que las poetas españolas poseían, por medio de los moriscos, cantos populares arábigos, y que con más o menos libertad, los trasformaron en romances.

Aún poseemos, de Alonso del Castillo, mahometano convertido, muchas traducciones españolas de poesías arábigas, como, v. gr., una elegía al rey Abu-l-Hayyan de Granada, y una lamentación sobre los infortunios de los muslimes. Estas traducciones en prosa son las que Mármol Carvajal ha publicado; y sin duda que otras por el estilo, o bien interpretaciones orales, pueden haber sido puestas en romances por los españoles. Por otra parte, como los moriscos compusieron muchos versos en lengua española, según lo demuestra un considerable número de ellos que se conservan aún, no es de extrañar que no sólo en árabe, sino también en castellano, compusiesen o reprodujesen cantares sobre los sucesos de Granada.

Pero ya debo terminar esta cuestión, que me ha llevado por largo espacio más allá de los límites de este escrito, mas no sin advertir antes lo siguiente, a fin de evitar toda equivocación, Yo no afirmo en manera alguna que la forma del romance sea de origen arábigo; antes entiendo que es exclusivamente castellana. El mayor número de los romances españoles está del todo exento de influjo oriental. Mi afirmación se limita sólo a sostener que algunos de dichos romances, pongo por caso aquel en que se pinta a Granada como una novia pretendida por varios amantes, son refundiciones de cantares arábigos, y otros parece en extremo verosímil que lo sean. Por último, a los que sostienen que la poesía arábiga es esencialmente lírica, y que, por lo tanto, no tiene afinidad alguna con los romances, les debo recordar lo dicho en el capítulo anterior acerca de la poesía popular y narrativa de los árabes. Conviene notar asimismo que si los romances son poesía épico-lírica, a menudo el carácter lírico prevalece en ellos. Haré notar, en fin, que algunos versos de una composición de poesía erudita arábiga, la ya citada a la batalla del Wadi Salit, o Guadalete, no distan tanto de la manera de los romances, que no puedan compararse con ellos. Es curioso comparar dicha composición con un antiguo romance español que describe un caso parecido. Aunque el romance español, es, por lo menos, seis siglos posterior a la poesía arábiga, la cual pertenece al siglo IX, no parece inverosímil que el romance tenga en sí alguna reminiscencia de origen oriental:


   ¡Río-verde, Río-verde!
¡Cuánto cuerpo en ti se baña
de cristianos y de moros
muertos por la dura espada!
Y tus ondas cristalinas
de roja sangre se esmaltan;
que entre moros y cristianos
se trabó muy gran batalla,
murieron duques y condes,
grandes señores de salva;
murió gente de valía
de la nobleza de España; etc.



Del mismo modo que en España, se mezcló en Sicilia la cultura cristiana con la muslímica. Ya hemos mencionado cómo los reyes normandos sostenían su palacio y corte de Palermo al uso de los príncipes orientales, cómo se rodeaban de mahometanos, y cómo adoptaron el idioma arábigo para lengua oficial. A fines del siglo XII, Ricardo de Inglaterra y Felipe Augusto hallaron a Mesina en gran parte poblada aún por sarracenos, quienes tenían en sus manos toda la riqueza386. Cuando de resultas del enlace de la princesa Constanza, de la casa de Hauteville, cayó la isla en poder de los Hohenstaufen, y Enrique VI vino a Sicilia a tomar posesión de su nuevo reino, era tan grande la población muslímica, que Falcando, el acérrimo enemigo de los alemanes, pudo decir: «¡Ojalá que los caudillos de cristianos y sarracenos se concertasen entre sí, olvidasen por un momento sus rivalidades y odios, y se eligiesen un rey, bajo cuyo cetro aunasen sus fuerzas! Entonces los alemanes, arrojados por el pueblo todo, pronto se verían forzados a volverse a sus selváticas comarcas del Norte»387. En Palermo, en medio de una población aún casi mahometana, en los salones de los alcázares normando-sarracenos, se crió nuestro grande emperador Federico II. La lengua arábiga le era familiar desde la niñez. Su grande espíritu volaba con predilección, desde la estrechez y limitación monástica de su época, a los claros reinos del Oriente, de cuya elevada cultura científica le hacia digno aquella gran libertad de pensar que entonces sólo se hallaba entre los mahometanos. Un árabe de Sicilia, que le había enseñado la dialéctica, le acompañó en su peregrinación a Jerusalén, y él se deleitó, durante su permanencia en la ciudad santa, con notable escándalo de las personas piadosas, en discusiones filosóficas con los sabios mahometanos y con el embajador de Saladino388. Más tarde dirigió Federico II a un filósofo arábigo-hispano, llamado Ibn Sabin, una serie de preguntas metafísicas sobre el ser de la Divinidad, las categorías, la naturaleza del alma, la existencia del mundo desde la eternidad o su creación, etc, etc. El filósofo respondió en un tratado, que se conserva aún, lleno de tanta escolástica sutileza, y de tal dificultad, así por la forma como por el contenido, que se requiere para entenderle el más profundo conocimiento de la lengua arábiga389.

Hasta en la corte del Emperador se mostraba esta predilección por el Oriente. En sus palacios se veían astrólogos de Bagdad con luengas barbas y rozagantes vestiduras390, judíos que percibían crecidos sueldos por traducir obras arábigas391, bailarines y bailarinas sarracenos, y moros que, en las fiestas solemnes, hacían resonar trompetas y añafiles de plata. Jóvenes a quienes Federico, así para fines científicos como para que llevasen su correspondencia, había hecho aprender las lenguas de Oriente, conversaban con facilidad con los orientales en sus propios idiomas392. Y árabes que el Emperador había sacado de Sicilia y de Apulia, donde principalmente tenían por residencia las ciudades de Lucera y Nocera, formaban en gran parte su ejército en su guerra contra la Santa Sede. Esta inclinación a los muslimes fue el principal punto de acusación contra él en el concilio de León de Francia, y el Papa le declaró pagano; que no edificaba monasterios, sino ciudades mahometanas; que respetaba los usos y costumbres de los infieles y que tenía trato íntimo con mujeres sarracenas.

En todo siguió las huellas de su padre el valeroso y amable Manfredo, a quien sus enemigos llamaban el sultán de Nocera. Para su uso escribió el sabio árabe Yamal al-Din un manual de lógica. Este mismo Yamal al-Din, que vino a su corte como enviado del Sultán de Egipto, hace una pasmosa pintura del carácter completamente oriental de cuanto al joven príncipe rodeaba. Recuerda primero que el mismo príncipe era hijo del emperador Federico, que había sido tan íntimo amigo del sultán Malik al-Karnil. Después pinta a Manfredo, que tan honrosamente le había recibido, como muy entendido, discreto y apasionado por las ciencias, y asegura que sabía de memoria los diez libros de Euclides. Su séquito, añade, se componía en su mayor parte de mahometanos, y en su campamento se oían en las horas prescritas las voces llamando a la oración, según la costumbre muslímica. La ciudad donde le había recibido Manfredo, cuando vino de embajador, estaba a cinco jornadas de Roma, y no lejos de ella había otra ciudad, llamada Lucera, cuyos habitantes, todos muslimes, tenían el libre uso de su religión y culto. Este Manfredo, a causa de su predilección por los mahometanos, estaba perseguido y descomulgado por el Papa, que era el califa de los francos, y la misma suerte había cabido ya a su hermano Conrado y a su padre Federico, en castigo de su inclinación al Islam393.

Tanto Federico cuanto Manfredo eran grandes amigos de la poesía. En los palacios napolitanos y sicilianos del primero había muchos cantores, trovadores y judíos394, y en Palermo reunía en torno suyo un círculo de poetas, cuyas obras se leían bajo su presidencia y eran premiadas según su mérito395. Del mismo modo, la corte de Manfredo era el punto de reunión de innumerables cantores, músicos y poetas, y el joven príncipe, según refiere Mateo Spinello, recorría a menudo de noche las calles de Barletta, cantando canciones y estrambotes. En esto lo acompañaban dos músicos sicilianos, que eran grandes romanzatori396. Si se tiene en cuenta, además, que ambos, padre e hijo, según el autor antes citado, sin duda poseían por completo la lengua arábiga, que lo mismo se puede afirmar de la mayor parte de los italianos de su séquito, que se habían educado, como ellos, entre las ruinas de la civilización mahometana en Sicilia, y que, por último, gran parte de este séquito estaba compuesto de sarracenos, se debe tener por imposible que la poesía arábiga fuese enteramente desconocida de ellos y de su corte. La poesía está íntimamente enlazada con toda la vida de los árabes, de suerte que quien vive largo tiempo con ellos y entiende su lengua, por necesidad debe saber de su poesía. Los cronistas que sólo de paso dan tales noticias, no dicen a la verdad claramente a que nación pertenecían los cantores de la corte de los Hohenstaufen en Palermo y en Nápoles, pero todo induce a pensar que, a más de italianos, alemanes y provenzales, los había sarracenos. De que se oían cantares arábigos en el palacio imperial de la casa de Suavia, da además testimonio un pasaje de Mateo de París, donde se cuenta la visita que Ricardo de Cornwall hizo hizo a Nápoles a su cuñado Federico II. Ricardo encontró en una sala del palacio a dos muchachas sarracenas, que bailaban y cantaban tocando el adufe397.

La corte semiarábiga de Federico II, en Palermo, tuvo la gloria, universalmente reconocida, de haber sido la cuna de la poesía italiana. El mismo gran Emperador, sus dos ilustres hijos Manfredo y Enzio, su canciller Pedro de la Viña, y los cantores sicilianos que en torno de ellos se reunían, fueron los primeros que poetizaron en el dialecto del pueblo. Dante dice además, en su escrito De vulgari eloquentia, que todo lo que los italianos produjeron en verso se llamaba siciliano, y Petrarca asegura que la rima había pasado de Sicilia a Italia398. Los primeros cultivadores de este arte, como ya queda dicho, tuvieron muchas ocasiones de oír a los cantores arábigos, y como entendían bien su lengua, bien puede conjeturarse de tales indicios que la poesía italiana tuvo en sus origenes relaciones con la oriental. El trato entre ambos pueblos, que en España duró siglos, se rompió, a la verdad, más temprano en Sicilia; pero consta de una carta del Petrarca que aún en su tiempo se oían los versos arábigos en su país. Este poeta, que por lo demás parece que no entendía el árabe, aunque juzgaba harto desfavorablemente la poesía arábiga, escribe a su amigo el médico Juan Dondi: «Te ruego que no me hables tanto de tus árabes: a todos juntos los detesto. Sé que entre los griegos han vivido muy doctos y elocuentes varones. Muchos filósofos y poetas, grandes oradores y egregios matemáticos han nacido entre ellos, y aun los primeros padres de la medicina. Pero tú debes saber de qué género son los médicos de los árabes. Lo que yo sé es cómo son sus poetas. Nada puede imaginarse más muelle, más enervado, más inmoral ni más lascivo. Apenas puedo persuadirme de que algo bueno nos haya venido de los árabes, aunque vosotros, los eruditos y sabios, los llenáis de grandes y, a mi ver, inmerecidas alabanzas399».

Si hojeamos ahora las colecciones de antiguos poetas italianos, se ha de confesar que difícilmente hallaremos en ellas imágenes o pensamientos que revelen un indudable origen arábigo, pero en cambio encontraremos muchas poesías que tienen la forma del zéjel y de la muwaššaha. Principalmente sorprende notar en los cantos espirituales del contemporáneo del Dante, del piadoso Jacopone da Todi, la misma forma de versos que usaban los mahometanos para cantar las alabanzas de Alá y los terrores del día del juicio400. Una pequeña poesía, donde declara Jacopone su resolución de abandonar el mundo, y que tiene la forma de un zéjel, le abrió las puertas del convento de los franciscanos:


   Oíd el nuevo desatino
que allá en la mente imagino,
porque mal la vida empleo,
tan sólo morir deseo,
y el mundano devaneo
dejar por mejor camino.



Otro cantar de la misma forma empieza así:


   En la paz del cielo mora
quien la pobreza enamora.
va por la segura senda
sin envidia ni contienda;
no teme que nadie venda
o robe lo que atesora; etc.



También entre las obras de Ser Noffo, de Dante de Majano y de otros líricos de Italia en el sigloXIII, se hallan poesías, con el título de canzone, que empiezan con una estrofa corta y donde terminan siempre con el mismo consonante las demás estrofas más largas401. Esta estructura tienen casi todas las canzoni a ballo de Lorenzo de Médicis402. Lo mismo se advierte en la gran colección de antiguos cantares carnavalescos403.

En la señal de que la rima del tema vuelve siempre al fin de cada estrofa concuerda asimismo la ballata de los italianos con los dos ya tan a menudo citados géneros de poesía popular arábiga. Las poesías provenzales que llevan el mismo nombre no tienen dicha forma404. Casi todos los poetas de los dos primeros siglos de la literatura italiana, como Lapo Gianni, Guido Cavalcanti, Dante, Petrarca y Boccaccio, han compuesto semejantes ballate.

En todos estos casos es indudable, a mi ver, la imitación por los italianos de aquella forma oriental, la que debió de llegar a ellos por tradición de los cantores sicilianos, quienes inmediatamente la tomaron de los árabes. El que no aparezca tal forma en los pocos cantos que aún se conservan de la corte de Hohenstauifen no es objeción suficiente. Pero aunque esta objeción se pusiera, todavía se señalaría otro camino por donde dicha forma hubiese podido venir de África o de España a Italia. Las relaciones entre los judíos andaluces y los italianos tenían además no pocas ocasiones de tratar directamente con los muslimes. Ya en el siglo IX se habían establecido numerosos muslimes en los pricipados de Benavento y de Salermi, y habían en parte abrazado el cristianismo405. Otros como el sabio Constantino Africano, que fue monje de Salerno, y un príncipe de la casa soberana de Bujía, arrojados de su patria, desde el siglo X al XII, por las discordias civiles que desolaron las tierras muslímicas, buscaron un refugio en Italia406; y otros, por último, en mayor número, vinieron por negocios de comercio a los puertos de Italia, y aun se establecieron allí. Así en los anales de Pisa y de Génova aparecen muchos nombres de familias arábigas, y en Pisa hubo un barrio entero habitado por mahometanos407. También, por medio de las factorías que Venecia, Pisa, Amalfi y Génova poseían, no sólo en Siria y en Egipto, sino en otros países sujetos al Islam, se mantuvo con los árabes un comercio constante. Por todos estos canales pudo muy bien confluir en Italia el conocimiento de la forma de la muwaššaha, que después imitó.

Sé que esta última afirmación, así como la primera respecto a España, puede ser vivamente combatida. Se puede alegar que la misma forma se halla en alguna que otra poesía de la lengua d'Oc y aun de la lengua d'Oil, y tal vez en algún fragmeno latino de la Edad Media. Pero a esto respondo lo antes ya dicho. Aun en el caso referido, sería sólo valedera y firme la opinión de que se había tomado de los árabes la muwaššaha, entre quienes estaba en uso desde el siglo IX. No se disputa la posibilidad de que los italianos y los españoles, en vez de tomar esta forma de otros pueblos, la hubiesen inventado; pero esta forma tiene un carácter tan marcado, que si se negase que las naciones cristianas la han tomado de los árabes, entre los cuales es tan antigua y tan propia, suponiendo que la han hallado por sí, no se podría afirmar tampoco ninguna otra transmisión literaria de pueblo a pueblo, ni se podría impugnar a los que sostuvieron que, en vez de haber los italianos trasmitido el soneto a las otras naciones, cada uno halló por sí el soneto.




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- XV -

Del arte, y especialmente de la arquitectura de los árabes españoles hasta el siglo XIII


En todas las historias del arte se halla la afirmación de que la escultura y la pintura han sido siempre extrañas a los árabes; de que la prohibición de las imágenes, hechas por Mahoma, secó en germen dichas artes, y entre las del dibujo no dejó más que la arquitectura a los pueblos del Islam. Pero por muy universalmente difundida que pueda estar esta opinión, siempre parece infundada a quien ha estudiado un poco la literatura y la historia del Oriente. Por lo tocante a la supuesta prohibición, no puede citarse y alegarse otro pasaje del Corán que el siguiente de la sura V: «¡Oh creyentes, en verdad que el vino, las estatuas y los juegos de azar son abominables!» Sobre el sentido de esta sentencia han prevalecido muy diversas opiniones entre los comentadores, y las más de las veces se han entendido sólo que se trataba de los ídolos. Es cierto que se cuentan entre los dichos del Profeta, los cuales se han transmitido por la tradición oral, y nunca han alcanzado una autoridad completa, muchos otros que desaprueban la representación de seres vivos; pero nunca ha subsistido semejante precepto religioso; nunca han sido terminantemente prohibidas las imágenes, ni aun de la misma figura humana, como, por ejemplo, lo ha sido el beber vino. Y ¿qué ha ocurrido con esta última prescripción, tan reiteradamente inculcada en el Corán? Ya los poetas cortesanos de los omiadas de Damasco hicieron del vino el asunto principal de sus cantares; y aun cuando siempre se encontraban rigoristas que huían de este deleite, bien puede afirmarse que, en general, los mahometanos de todos los países mostraron desde el principio una predilección disoluta por este licor y se dieron a él sin recelo. También las canciones, la música y la danza están condenadas por el Corán y por las sentencias orales del profeta408, y sin embargo, los tocadores de cítara, los cantores y las bailarinas, desde antes que terminase el primer siglo de la Égira, llenaban los palacios de los Califas, y ni en las cortes ni entre el vulgo había fiesta donde ellos no asistiesen. Lo cierto es que los muslimes, desde los primeros tiempos, sólo han observado estrictamente aquellos preceptos de su religión que se avenían cómodamente y estaban en consonancia con sus inclinaciones. Nunca pasó por un artículo de fe que debieran abstenerse los muslimes del uso de imágenes, y si bien había contra ellas cierta preocupación entre los más rígidos creyentes, esto no impidió que se usasen desde el comienzo del Islam. Los califas omiadas Muawiya y Abd al-Malik hicieron acuñar monedas, en las cuales están representados de cuerpo entero y con la espada ceñida409. Chomarujah adornó una sala suntuosa, toda cubierta de oro y azul, de su palacio en el Cairo, con su propia efigie en estatua y con las de sus mujeres y cantarinas. Estas figuras eran de madera, muy esmeradamente esculpidas, y pintadas con vistosos colores: en las cabezas tenían coronas de oro purísimo y turbantes que resplandecían con piedras preciosas410. Era muy común hermosear con figuras los tapices, cuyo uso estaba muy extendido por todo el Oriente. Los fatimitas los poseían con retratos de reyes, de varones célebres y aún de dinastías enteras411; en las paredes de sus tiendas se veían figuras de hombres y de animales412 y en sus tesoros se guardaban vasos de porcelana, que se sostenían sobre piernas de animales, artísticamente formadas413, y otros donde brillaban esmaltadas imágenes de seres vivos de toda laya414, como caballeros con yelmos y espadas. Las estatuas que se hacían en la fábrica del Cairo representaban gacelas, leones, elefantes o jirafas. En los festines se presentaban estas figuras con los manjares, y sólo el primero de los cadíes y los jueces se abstenían de este adorno de la mesa a fin de no dar, escándalo contra la ortodoxia415. Un celoso protector de las artes del dibujo fue el visir Bazuri o Jasuri, el cual vivió a mediados del siglo IX de nuestra era, en la corte del califa Mustazhi. Jasuri tenía grande afición a las pinturas y a los libros con miniaturas. Entre los artistas que atrajo a su lado y empleó en su servicio fueron los más famosos los pintores Kaszhir e Ibn Abd al-Aziz. Éste había venido del Irak al Cairo; pero Kaszhir era egipcio, aunque tan superior en mérito a los demás pintores compatriotas suyos, que se hacia pagar un precio enorme por cada una de sus obras. Entre los dos era natural que hubiese, y había en efecto, gran rivalidad. Una vez, encontrándose ambos con otros convidados en los salones del visir, ofreció Ibn Abd al-Aziz pintar una figura que apareciese como saliendo fuera de la pared, y Kaszhir, por el contrario, se comprometió a pintar otra, en competencia, que hiciese el efecto de ir internándose por la pared. Todos los presentes declararon que lo último era una obra de arte más difícil, y ambos pintores, requeridos por el visir, empeñaron su palabra para hacer lo prometido. Kaszhir pintó en un lienzo de pared una bailarina con vestidura blanca, la cual parecía que penetraba en el muro a través de un arco negro. Ibn Abd al-Aziz, en competencia, pintó otra bailarina con vestidura encarnada, que producía la ilusión de salir fuera del muro a través de un arco amarillo. Contentó de tal suerte al visir la perfección con que ambas pinturas fueron terminadas, que regaló a ambos artistas sendos trajes de honor y una considerable suma de dinero416. El califa Ibn Hakan Allah hizo edificar un mirador y pintar en él retratos de poetas. Sobre cada retrato se escribieron versos del poeta a quien representaba417. En el Dar al-Numan, en el Cairo, había una pintura del artista al-Kutama, que representaba a Josef en el pozo. Era de maravillar la viveza de colorido con que el cuerpo desnudo sobresalía en el fondo oscuro del pozo. Como los ejemplos aducidos hasta ahora son, en su mayor parte, de Egipto, en tiempo de los fatimitas, tal vez pueda alguien creer que sólo bajo aquella dinastía herética faltaron tan descaradamente los mahometanos a las prescripciones del Islam; pero ¿no hemos visto ya que un príncipe de la antigua dinastía de los tulonitas mandó hacer estatuas icónicas de él y de sus mujeres? Puede añadirse que en el palacio de Ahmad Ibn Tulun había una puerta, llamada de los Leones, porque delante de ella había dos figuras de leones418. Pero no sólo de Egipto, sino de muchos otros países, puede afirmarse lo mismo. En un vaso, fabricado en Mesopotamia en el siglo XIII, están representados cazadores a caballo, con halcones en la mano, toda clase de fieras, y músicos, cantores y bailarines419. El pintor Ibn Abd al-Aziz, como ya hemos mencionado, fue llamado del Irak a Egipto. En uno de los cuentos de Las mil y una noche se dice de una casa de Bagdad: «En medio del jardín había un muro, pintado con todo género de imágenes, como, por ejemplo, con las de dos reyes que peleaban; y además había otras muchas pinturas, como hombres a pie y a caballo y pájaros dorados»420. Al-Maqrizi cita una obra suya, que probablemente se ha perdido, sobre las clases o escuelas de pintores421. Ibn Battuta vio en el palacio de un príncipe del Asia Menor, una fuente que descansaba sobre leones de bronce que echaban agua422. Refiere el mismo autor que en África Oriental había un rey mahometano, el cual, siempre que iba a la mezquita, hacía que llevasen sobre su cabeza cuatro baldaquines o palios, cada uno de los cuales estaba adornado con la imagen dorada de un pájaro423. Por último, los manuscritos arábigos suelen contener con frecuencia miniaturas donde se pintan las más varias situaciones de la vida.

Así es el manuscrito Sentencias políticas del siciliano Ibn Zafir, perteneciente a la biblioteca del Escorial, el cual está adornado con pinturas, ya de reyes, generales y jurisconsultos, ya de reinas con corona y pomposas galas, descansando sobre orientales alcatifas, ya de monjes con sus hábitos, y ya de obispos en toda la pompa sacerdotal, con mitra y con cruz. También no pocos ejemplares de las Sesiones del Hariri tienen que lucir muchas pinturas, las cuales ilustran los diversos capítulos de la novela, ora representando una recepción en la corte del califa, ora un mercado de esclavos, ora el descanso de una caravana en el desierto, ora una asamblea de sabios424.

Ningún obstáculo exterior se oponía tampoco al desenvolvimiento de la pintura y de la escultura. Si ambas artes, a pesar de todo, permanecieron en un grado inferior de florecimiento, el motivo debe buscarse en otra razón. Tal vez dependa ésta, menos de la abstracta naturaleza del Islam y de su monoteísmo desnudo de toda imagen, que de aquella falta intrínseca en el espíritu de los árabes, la cual, a pesar de todas sus brillantes dotes, les ha impedido también llegar a un más alto desarrollo en aquellas formas de la poesía que describen y representan figuras. Las creencias del Corán, así como la historia del Profeta y de sus primeros prosélitos, hubieran podido prestar lucidos asuntos para la pintura. Imagínese, por ejemplo, la felicidad de los elegidos en el paraíso entre los brazos de las huríes oji-negras, representada por el pincel de un Tiziano muslim, o las penas de los condenados, representadas por un Rembrandt. Pero los árabes se diría que no ven los objetos del mundo exterior con claros y determinados contornos, sino envueltos en una niebla luminosa, que desvanece y esfuma las líneas, haciendo que ni se sienta el deseo de darles forma consistente. Cuando los árabes quieren describir escenas de la naturaleza o de la vida humana, muestran mucho más la impresión que de ellas han recibido que lo que han visto realmente; por lo que sus descripciones carecen tanto de seguridad y firmeza en los perfiles, cuanto se distinguen por un brillante colorido. La aptitud para comprender y reproducir la fisonomía propia de cada objeto es un requisito capital para cualquiera que anhele representarle con el pincel o con el cincel. Se ha menester asimismo el don de comprender un objeto en su conjunto, y todas sus partes en relación con él; y en este punto no están los árabes dichosamente organizados, prevaleciendo en ellos la inclinación a fijarse en particularidades, cuya relación y armonía desatienden. En todo esto están los árabes y los demás pueblos semíticos en marcadísima contraposición con los griegos. Así como a éstos les fue concedida en alto grado la virtud plasmante, y pudieron dar forma sensible a cada uno de los sueños de una fantasía con claridad, firmeza, perfecta y arreglada medida y sujeción armónica de las partes al todo, calidades que resplandecen en sus obras de arte o de poesía, así los árabes, comprendiendo el mundo exterior de un modo subjetivo, no tuvieron la inteligencia de los contornos y líneas, de las superficies y del conjunto, por lo que nunca lograron elevarse más allá de los principios, ni en pintura, ni en escultura, ni en poesía épica ni dramática.

La misma condición natural de la mente no consintió que los árabes compitiesen en arquitectura con los pueblos que han creado las más altas formas de aquel arte. En la traza de un gran plan, en la sujeción de todas sus partes a un pensamiento dominante, quedaron muy por bajo, así de los autores de los antiguos teatros, templos, hipódromos y termas, como de los artífices que hicieron las catedrales góticas. Sin embargo, como la arquitectura no exige la penetración de extrañas individualidades, ni la inteligencia y la reproducción perceptible de determinados fenómenos de la vida, este arte abrió a las facultades de los árabes un campo más apropiado. Si bien sus fuerzas no les suministraban los medios conducentes a crear un conjunto armónico, todavía en este arte lograron mostrar su propensión y su talento a la primorosa ejecución de los pormenores. Los árabes han creado obras de arquitectura que, si bien en el todo no contienen un plan extenso y perfecto ejercen un poderoso encanto por la graciosa maestría, la armoniosa forma y la exuberante riqueza de los detalles.

Es problemático hasta qué punto la arquitectura de los árabes ante-islámicos ha influido en la de las épocas posteriores. Entre las tribus nómadas que, yendo de lugar en lugar, llevaban consigo sus móviles tiendas; ninguna arquitectura podía desenvolverse. Pero lo contrario sucedía en ciertas fértiles regiones. Allí había florecientes ciudades y residencias de reyes, cuyo maravilloso lujo ha llegado a ser proverbial, como se lee de los palacios de Javarnak y de Sedir, y de otros alcázares y castillos de los reyes de Hira425. Sin embargo, en parte alguna queda la menor indicación sobre el estilo de estos edificios. No es posible, por lo tanto, seguir los pasos al desenvolvimiento de la arquitectura arábiga antes del principio del Islam426. En este principio hubo de ser muy poco su progreso a causa de la agitación de las guerras de conquista, de la severidad de costumbres y de la sencillez de los primeros califas. La necesidad de edificios que tuviesen por objeto el culto divino, hubo de ser satisfecha a poca costa. Del mismo modo que los cristianos de los primeros tiempos dedicaban a su culto los templos y las basílicas de los romanos gentiles, los muslimes victoriosos adaptaban a las necesidades de sus ritos y ceremonias los monumentos religiosos de los países que sometían. Más tarde, cuando el imperio de los sasánidas conquistado y las subyugadas provincias del imperio bizantino infundieron su cultura a los vencedores, y aquel pueblo errante desechó su vida intranquila y adoptó viviendas fijas, se desenvolvió también en él el gusto a las artes que hermosean la vida427. La afición al lujo que empezó a manifestarse, así en las cortes de los califas como entre los ricos habitantes de las ciudades sirias, procuró satisfacerse construyendo suntuosos palacios y casas; y la religión asimismo anheló más espacioso y elegante local para sus propósitos piadosos. Los árabes hallaron en las comarcas conquistadas del Asia Menor muchos monumentos griegos y romanos; en Persia los brillantes palacios de los sasánidas, y por todas partes arquitectos que seguían trabajando, como antes, según su manera y estilo de construir y adornar, por donde mucho de esto pasó a la arquitectura arábiga. La necesidad de edificar hizo que se aprovechasen de varios modos las ruinas de las destruidas ciudades, y no pocos arquitectos bizantinos ayudaron a levantar las mezquitas del islamismo428; pero las creencias y las costumbres de los conquistadores eran bastante poderosas para subordinar aquella extraña cooperación a sus propias necesidades, y para hacer que concurriese al plan y al intento de sus nuevas construcciones.

La forma que se nos ofrece primero es la de un espacio cuadrilongo con columnas, rodeado de un muro, y con un patio en el centro. Esta forma puede considerarse como el punto de partida de las ulteriores creaciones arquitectónicas de los árabes. Tal era el fundamento, como circunstanciadamente diremos después, de la construcción de sus casas y palacios, formando el patio, con su pórtico en torno, el centro de las salas y columnas que a los lados se agrupaban. De aquí dimanó también la estructura de la mezquita, la cual no contenía las más veces sino dicho pórtico, que extendiéndose por un lado en muchas hileras de columnas, formaba el sitio propio para el culto.

Con frecuencia se ha sostenido que la forma de la mezquita es una imitación de la antigua basílica cristiana; y por cierto no puede negarse que ésta última ha ejercido algún influjo sobre el templo muslímico; pero este influjo ha sido sólo en los pormenores, porque la mezquita y la basílica son esencialmente diversas en cuanto a la forma fundamental. En la basílica forma el pórtico de columnas un atrio, el cual, en relación con lo principal del edificio, tiene menos extensión, y desde el cual se pasa al templo por alguna puerta. Por el contrario, la mezquita arábiga es, en su forma primordial, y aun a veces en la más perfeccionada, un atrio circundado de pórticos, uno de los cuales suele dilatarse por un lado en más profundas naves. Así, por ejemplo, la mezquita de Tulun, en el Cairo (obra del siglo IX) tiene por tres lados una doble hilera de columnas, y por el cuarto lado cinco: en medio está el atrio. El origen de esta forma se aclara sencillamente por la que tiene y tuvo desde muy antiguo la mezquita de la Meca, la más santa entre todos los templos mahometanos. El segundo sucesor del Profeta, el califa Omar, hizo circundar de un muro el lugar en que está la Caaba. En el año 66 de la Égira, Ibn al-Yubair puso un peristilo a lo largo del muro429. Y en esta forma, salvo pequeñas modificaciones y aditamentos, ha permanecido hasta el día siendo un recinto abierto entre pórticos, en cuyo centro están la Caaba y la Fuente Zemzen. Es evidente que este venerado santuario de los muslimes, el cual debe ser visitado por cada creyente al menos una vez en la vida, hubo de presentarse a los ojos como modelo de los otros templos. Pero como está prescrito que se dirija la mirada a la Meca cuando se ore, y esta misma dirección, la kibla (véase el Corán, sura X, 87) está señalada en un lugar, el mihrab (Corán, sura III, 33), la afluencia de los fieles en aquella parte del edificio es tan grande que ha obligado a ensanchar aquel espacio y a extender las hileras de columnas. Parece a propósito ofrecer aquí una corta descripción de las partes principales de una mezquita grande o djami (las pequeñas se llaman mesdjid), destinada al culto divino los viernes. Cualquiera de estas mezquitas es el punto céntrico de varios establecimientos de beneficencia y de enseñanza. En torno suyo se agrupan el hospital, el caravanserail para los peregrinos, el hospicio para los pobres, la casa de baños, la escuela de los muchachos y la escuela superior, o madraza. La misma mezquita, la casa de Dios, se divide en atrio, sahn, y en santuario o djami en sentido estricto. Desde el centro del atrio o patio, donde suele haber fuentes, cubiertas de un techo en forma de cúpula para las purificaciones prescritas, siguiendo la dirección de la Meca, y entrando en el santuario, se ve al extremo de las hileras de columnas el mihrab, primorosamente adornado, el cual es un nicho o pequeña capilla, en su parte superior por lo común en forma de concha, y que tal vez es una imitación del ábside en las basílicas cristianas430. Detrás del mihrab está a veces la raudha o sepulcro del fundador. A la derecha del que ora, el cual se dirige al mihrab, se halla el púlpito o almimbar, donde todos los viernes se pronuncia la Jutba, o dígase la oración por el príncipe supremo de los creyentes, va se llame califa, como en lo antiguo, va sultán, como ahora. En frente del mihrab, en la línea anterior del atrio, hay, sostenido sobre cuatro columnas, un balcón (dahfil o mikkeh); de un lado y otro están dos sillas para lectores, con atriles para sostener el Corán. Hasta más tarde no fue parte esencial de una mezquita el alminar, desde cuya altura, en horas señaladas, debía llamar a la oración el almuédano. Las mezquitas principales solían tener muchas de estas torres, así como también el mihrab se multiplicaba. Además del almimbar para la plegaria del viernes, había otro púlpito para predicaciones, llamado kursi. Sobre la parte más santa de la galería de columnas se levantaba una cúpula, según las reglas.

Inútil es decir que aquí sólo se habla del estilo arquitectónico de aquellas mezquitas que han sido edificadas por los árabes mismos, y no de otros edificios para los cuales han sido aprovechadas o puntualmente imitadas las obras de otras naciones. A este género pertenecen, por ejemplo, casi todas las mezquitas turcas, incluso la de Omar, en Jerusalén, que se cuenta entre las más antiguas.

Entre los monumentos más notables que la arquitectura arábiga ha ido levantando en su camino hacia Europa, están las mezquitas de Medina, Damasco y Cairvan. La primera es, sin duda, la más antigua, ya que su fundación se atribuye al mismo Mahoma. El Profeta, en efecto, hubo de fundar, durante su permanencia en Medina, un templo del género más sencillo, en el cual trabajó en parte con sus propias manos. Para columnas de este templo servían troncos de palmas, y la techumbre estaba sostenida sobre ramos. Posteriormente vino a ser este edificio, merced a que allí reposaba el cuerpo de su fundador, uno de los más santos lugares del Islam. Los sucesores de Mahoma le edificaron de materiales más sólidos y le dieron la forma, que conserva aún, de un recinto cuadrado descubierto, cercado de un pórtico, el cual se prolonga considerablemente hacia la parte del Sur, donde están lo sepulcros de Mahoma y de los primeros califas431. Quien concluyó la obra fue Walid I, uno de los más notables edificadores, el cual reinó del año 705 al 715 de Cristo y mandó edificar también el templo de Damasco, el más celebrado del Islam. Aquí se sirvieron los mahometanos por vez primera para su culto de la mitad de la iglesia de San Juan; pero cuando Walid dispuso que en el mismo lugar se edificase una magnífica mezquita, tomó a los cristianos la otra mitad también y mandó derribar el antiguo edificio. La soberbia fábrica nueva, que se levantó sobre aquel solar, consta de tres grandes naves en dirección de Occidente a Oriente. Delante está el atrio, cercado de un pórtico por los otros tres lados. Obreros de Constantinopla, que el Califa hizo venir por medio de una embajada al Emperador bizantino, y asimismo otros obreros que, según Abu-l-Fida, vinieron de otras tierras del Islam, se emplearon en la construcción del edificio. Extraordinariamente rico es el adorno de lo interior; el pavimento es todo de mosaico, y la parte inferior de los muros está revestida de mármol, sobre el cual serpentea una vid dorada, y más alto hay aquel género de mosaico que llaman fesifiza, con el cual, por medio de pequeños pedazos de vidrio, ya dorados, ya de colores, se ven figuradas imágenes de árboles, ciudades y otros objetos. La techumbre está incrustada de oro y azul celeste, y aún con más ricos adornos resplandece el mihrab principal. Sobre él se levanta la gallarda y poderosa cúpula. Setenta y cuatro ventanas de vidrio dan luz al edificio. Los escritores arábigos no saben poner término en sus descripciones del maravilloso esplendor de esta mezquita. Los creyentes del Oriente y del Ocaso la consideran como uno de los más grandes santuarios del Islam. Semejante a una ciudad, tiene sus habitantes propios, quienes jamás traspasan los umbrales de sus puertas, y alaban a Dios de continuo. Una oración en aquel templo equivale a treinta mil oraciones en otro templo cualquiera, y, según la tradición testifica, después del fin del mundo, Alá ha de ser adorado allí por espacio de cuarenta años432.

La historia de la arquitectura se convierte en leyenda cuando refiere la fundación de la mezquita de Cairvan. Luego que el gran guerrero Okba hubo conquistado con rápida victoria toda el África septentrional, determinó fundar una ciudad que fuese, hasta el día del juicio, como la fortaleza y el baluarte del Islam. A este fin eligió un bosque, y ordenó, en nombre de Dios, que se alejase de él a las fieras y serpientes que le habitaban. Éstas huyeron al punto, y entonces el primer cuidado de Okba fue edificar una mezquita. Sólo le quedaba duda sobre el lugar de la Kibla. Considerando el piadoso guerrero que todas las otras casas de Dios, en África, habrían de construirse según el modelo de aquélla, tomó grande pesar de la incertidumbre en que se hallaba, y rogó a Alá que le diese a conocer el santo lugar. Entonces vio, en sueños, una figura que le dijo: «¡Oh favorito del Señor de los mundos! En cuanto amanezca tomarás el estandarte y te lo echarás al hombro; en seguida oirás una voz que dirá: Alah akbar; y de nadie sino de ti será la voz oída. En el sitio donde la voz resuene, edificarás el mihrab y la kibla». Okba obedeció el mandato, y clavando en tierra su estandarte en el lugar designado, gritó: «Éste es vuestro mihrab»433. La mezquita así edificada de la naciente capital del norte de África, constaba en un principio de cuatro naves, un patio pequeño y un alminar bajo; pero, en el año 836 de Cristo, fue renovada por completo, y vino a ser un soberbio edificio de diez y siete naves, cuya techumbre estaba sostenida por cuatrocientas catorce columnas. Su mihrab era de mármol blanco, prolijamente labrado y cubierto de esculturas, arabescos e inscripciones. Mil setecientas lámparas iluminaban aquel recinto durante la fiesta del Ramadhan434.

Los monumentos arquitectónicos de Bagdad no pertenecen a los que antecedieron a los monumentos andaluces, pues al mismo tiempo que los abasidas empezaron a hermosear con templos y palacios aquella capital de su imperio, los omiadas, habiéndose hecho independientes, desplegaron en Occidente la misma actividad. Desde su primera invasión en España hallaron los mahometanos multitud de brillantes edificios de los romanos y de los visigodos. Sus historiadores dan testimonio de los admirables monumentos, puentes, palacios e iglesias, cuya vista llenó de pasmo a los conquistadores435. Sin embargo, estos monumentos, que prestaron muchos materiales para las obras arquitectónicas de los árabes, raras veces les sirvieron de modelo. Bastante tiempo transcurrió antes de que los árabes pensasen en tales empresas de alguna importancia. Sin duda que el Islam, así en Andalucía como por donde quiera, había marcado su irrupción erigiendo mezquitas, las cuales solían ellos plantar a par de sus banderas en el suelo conquistado; pero estas mezquitas fueron, sin disputa en su mayor parte, iglesias cristianas, adaptadas por una parcial transformación al culto de los vencedores436. Las turbaciones, que inmediatamente siguieron a la conquista de la tierra extraña, no consiguieron que se erigiese por lo pronto ningún edifico de consideración. Antes de que empezase Andalucía a gozar de cierta quietud bajo el dominio del primer omiada, no se pudo pensar en grandes construcciones artísticas. Gracias a la inmigración de muchos partidarios de la dinastía derribada en Oriente, la población de Córdoba creció de tal suerte que las mezquitas de allí no bastaban a la concurrencia de los fieles. Hasta entonces habían conservado los cristianos la catedral de aquella ciudad mientras que las demás iglesias habían sido destruidas; pero los árabes sirios propusieron que se les quitase, como se había hecho en Damasco, la mitad del edificio, para trasformarla en mezquita. Abd al-Rahman aceptó la proposición; la realizó, y pronto deseó también la otra mitad del edificio, la cual obtuvo de los cristianos a trueque de cierta suma de dinero y dándoles permiso de reedificar las otras iglesias. Después de derribada la catedral toda, se comenzó en el mismo sitio, en el año 785 ó 786, la construcción de una gran mezquita. Natural era que se aprovecharan para esto las piedras y otros materiales de más antiguos edificios. Sirvieron especialmente las columnas de diversos órdenes, y cuando unas de acá y otras de acullá fueron empleadas, las que faltaban aún se hicieron según los mismos modelos, a fin de guardar cierta simetría. La falta de conocimiento, o quizás la precipitación de los arquitectos, fue causa de que sobre las columnas se pusiesen a menudo capiteles que no correspondían a todos los fustes. Después que esta mezquita, en el breve término de un año estuvo terminada, por decirlo así, de un modo preliminar y provisorio, la ensancharon y la hermosearon casi todos los califas posteriores. Hišan, hijo de Abd al-Rahman, le añadió un alminar, y obligó a los cristianos a traer no pocos restos de los muros de la ciudad de Narbona, por él conquistada, hasta las puertas de su palacio en Córdoba, donde los empleó en otras construcciones de la mezquita437. Abd al-Rahman II agrandó aún más el edificio. Su hijo Muhammad le hermoseó con ricos ornamentos en lo interior y erigió una maksura, o dígase circundó con una balaustrada la parte más santa de la mezquita. El emir Abd Allah hizo un camino cubierto, por el cual se iba desde el palacio a la mencionada maksura. Por Abd al-Rahman III, que mereció bien el sobrenombre de Grande, fue edificado un nuevo suntuoso alminar, en el lugar del antiguo, que fue echado por tierra438. Al lado de este alminar se construyó asimismo una habitación para los almuédanos o muecines. Un más importante engrandecimiento y trasformación tuvo todo el edificio en el tiempo de Hakan II. Este califa extendió las once largas naves, que halló construidas, con ciento cinco toesas más de fábrica hacia el Sur, para donde se convino en edificar un nuevo mihrab439 y una nueva makshura440. A esta construcción hacia el Sur se, añadió, por último, otra hacia el Oriente por el gran regente al-Mansur, el cual construyó, a más de las once naves ya existentes, otras ocho de la misma extensión441. El material en esto empleado consistía en restos de las iglesias destruidas por al-Mansur en el norte de España, los cuales fueron traídos a Córdoba en hombros de los cristianos cautivos442.

La obra completa, tal como vino a terminarse en más de un siglo por el esfuerzo de muchos príncipes, formaba un paralelogramo que se extendía de Norte a Sur. Una alta muralla almenada le rodeaba como a la fortaleza de la Fe. Veinte puertas, revestidas de planchas de bronce de un trabajo admirablemente hermoso, daban entrada al amurallado recinto. Por el lado del Norte descollaba el alminar de Abd al-Rahman, en cuya cumbre, sobre el pabellón de almuédano, brillaban más que el resplandor del sol de Andalucía tres granadas, dos de oro puro, y de plata la tercera. Cerca de este alminar estaba la principal entrada al patio, circundado por tres lados de columnatas, y donde, entre umbríos naranjos, se veía la fuente para abluciones. A lo largo del cuarto costado del patio, que era el del Sur, se extendía la parte techada del templo con sus innumerables calles de columnas no como puede creerse, según su estado actual, cerradas por un muro, sino según el uso primitivo, como en las más de las mezquitas de Oriente, abierto todo hacia el patio, de suerte que la vista podía penetrar desde la claridad del día en la santa oscuridad de los arcos y bóvedas443. Avanzando más se cree uno como perdido en un primitivo bosque de piedra que por todos lados parece extenderse hasta lo infinito. Más de mil cuatrocientas columnas, reposando sobre pedestales de mármol, tomadas de antiguos edificios y notables por la variedad de los capiteles, sustentaban sobre pilares cuadrados la primorosa techumbre ricamente esmaltada y cubierta de escultura444. Esta escultura estaba hecha en una clase de pino, peculiar de Berbería y muy duradero y resistente. A lo largo del muro había ventanas, y placas de mármol, prolijamente esculpidas, revestían el muro hasta el techo445. De una columna a otra se extiende un arco de herradura, y por encima, yendo de pilar a pilar, se alza un segundo arco redondo. Andando por este laberinto de diez y nueve largas naves, que otras treinta y tres atraviesan, se llegaba a un muro ricamente pintado y adornado de pequeñas almenas, tal vez calado como una verja, el cual circundaba la parte más santa de la mezquita. Este muro estaba al Sur, en lo edificado por Hakan II, y abrazaba las cinco naves del medio, de las once que en un principio formaban el edificio, de modo que de un lado y de otro quedaban tres largas naves. El espacio cercado así contenía ciento y nueve columnas, y se extendía de Occidente a Oriente setenta y cinco toesas, y desde el Norte hasta el muro del Sur de la mezquita, veintidós. Esto era la maksura446.

El califa llegaba hasta ella desde su palacio por un camino cubierto y una puerta que se hallaba en la muralla del Sur. En medio de la maksura tenía el califa su asiento447. Mientras tanto, estaba sin duda alguna para el pueblo también la entrada libre. Tres preciosísimas puertas conducían desde lo restante del templo a lo interior de la maksura. Las miradas de quien las atravesaba eran limitadas al punto por la muralla del Sur de la mezquita y deslumbradas por la rica pompa de mosaicos y de mármol dorado, de que estaba cubierta. Allí se veía, si es lícito valernos de esta expresión, el Sancta Sanctorum, consistente en tres capillas contiguas con arcos de herradura dentellados, de una labor maravillosamente rica. Estas capillas estaban, principalmente en el muro del Sur, cubiertas de refulgentes y preciosos mosaicos, hechos con piedrecillas o pedazos de vidrio dorados o de colores, donde había, ya sentencias del Corán u otras inscripciones en letras cúficas, ya lazos de flores y otros encantadores arabescos de esplendente colorido sobre fondo de oro. La mayor y más deslumbradora de estas capillas era la del medio, techada por una grande cúpula de mármol blanco, de la cual pendía una enorme lámpara. Al lado del Sur se hallaba el mihrab principal448. Era éste un nicho que tenía por base un octógono y que por encima terminaba en una gigantesca concha de mármol; todo lo cual reflejaba en torno los resplandores de sus adornos de mosaico. La nave que desde la puerta del Norte conducía a este santuario supremo era más ancha que las otras y se distinguía por una más rica ornamentación en los arcos y en los capiteles de las columnas. A la derecha del mihrab se veía el almimbar o púlpito, suntuoso y bello por su artística labor y por las preciosas maderas de que estaba formado. Enfrente del mihrab, algo hacia el Norte, había una tribuna o balcón, sostenido en columnas, llamado mahfil o dikke, con dos atriles a los lados449. Innumerables lámparas, unas de plata pura, otras de bronce fundido de las iglesias cristianas, colgaban de las bóvedas. Pródigamente estaban difundidos el mármol de diversos colores, el oro y los mosaicos por todo el edificio.

Ni faltaban tampoco figuras esculpidas o pintadas. En dos columnas rojas se veían representaciones o imágenes de la Sagrada Escritura, y de las tradiciones mahometanas. En otros puntos estaban figurados los siete Durmientes de Efeso y el cuervo de Noé. Esto daba claro testimonio de que el Islam no prohíbe en absoluto la representación de seres vivos, ya que las había en aquella mezquita, por cierto una de las más santas del mundo muslímico450.

No se puede desconocer que el edificio, así en su conjunto como en los pormenores, muestra muchos defectos y lleva el sello de un arte poco adelantado. No se nota aquí aquella armonía nacida del más alto sentimiento de la belleza, e iluminada por la divina serenidad del templo griego, que por todos lados manifiesta la perfección en la arquitectura; ni se advierte tampoco la creación maravillosa de la catedral gótica, levantada sobre colosales pilares de piedra, la cual arrebata la mente hacia los cielos con rapto poderoso, porque de todas sus partes traspira una vida arcana, y todas concurren a formar como un gran símbolo de la fe, propio y adecuado centro de la piedad y de las profundas meditaciones, lleno de severas imágenes de mármol y de flotantes figuras luminosas en las ventanas, a través de las cuales se difunde sobre los fieles que oran un resplandor místico; algo como un rayo de la gloria divina. Pero si bien la mezquita de Córdoba no compite en perfección artística ni con el Partenón ni con la catedral de Strasburgo, siempre debe ser tenida por una de las obras más admirables de las manos del hombre; fábrica imponente, así por su majestad, magnitud y vigor, como por el brillo con que deslumbra y por el espíritu fantástico que la anima, discurriendo por su seno cual por las suras del Corán, y ejerciendo un encanto irresistible. Es digno de admiración el que con materiales en gran parte extraños, con antiguas columnas de diversos órdenes y con mosaicos bizantinos, se haya erigido el Islam un santuario que retrata y patentiza su más propio e íntimo ser. Así como los árabes, anhelantes de sombra y de bebida, habían fantaseado su paraíso como un lugar de delicias, lleno de frescura y de fuentes murmuradoras, así también quisieron hacer de este templo de Alá un trasunto de aquel Edén, dotándole de cuantos bienes y excelencias ha prometido Mahoma a los bienaventurados. Por esto hay en el patio, a la sombra de árboles frondosos, sonoras fuentes, semejantes a aquellas en cuya orilla han de reposar los elegidos; y por esto el que entra bajo la techumbre del santuario siente una impresión parecida a la del que penetra en la oscuridad de una selva sagrada; acá y acullá rayos de luz que atraviesan el ambiente difunden un suave crepúsculo, y luego vuelve la profunda oscuridad del bosque. Como troncos de árboles se levantan las columnas; como las ramas entrelazan los arcos y forman la umbría techumbre, al modo del tooba, árbol maravilloso del paraíso, el cual pulula de la misma suerte que el sicomoro índico, cada una de cuyas ramas, no bien penetra en el suelo, se convierte en un nuevo tronco. Adornan además los muros, en pintados arabescos y caprichosos laberintos, plantas enredaderas, flores y frutas, que, trepando por las paredes, serpentean a lo largo de la techumbre, y se diría que están pendientes sobre las cabezas de los fieles451.

Un pueblo, de muy diversas creencias y costumbres, ha consagrado ya a su culto este santuario del Islam, al cual peregrinaban en otro tiempo muslimes como a una segunda Caaba. Las puertas, conservadas antes como trofeo en la mezquita y que fueron traídas a Córdoba en hombros de los cristianos, volvieron a su antiguo lugar por mandato del rey San Fernando, llevadas a hombros de los esclavos muslimes. Sólo rara vez, y como un extranjero extraviado, penetra hoy un muslim en aquel recinto, bajo cuyas bóvedas tan a menudo oraron sus padres; y si este muslim hubiera visto la mezquita en su prístino estado, apenas la reconocería. Desfigurada y despojada de sus adornos, sólo débilmente deja conjeturar ahora lo que en el principio era. El cornisamento está afeado por bóvedas que no se avienen con el estilo del todo; y los preciosos mosaicos del pavimento se han trocado en rudos ladrillos, que en parte elevan el piso, y cubren los basamentos de las columnas; y por último, el coro, edificado en el centro de la mezquita interrumpe la extensión de las largas naves. Sólo en la hora del crepúsculo, cuando las sombras se extienden sobre los sitios más ruinosos y ocultan la obra de la destrucción, logra la fantasía reedificar el maravilloso edificio en su pompa primera y llenarle con la vida que antes le animaba. Entonces se le ve en las noches del Ramadá, cuando las luces de millares de candelabros y de lámparas, semejantes a un sistema solar, iluminaban las interminables calles de columnas, y el resplandor, reflejándose y quebrándose en las columnas, arcos y muros, formaba un encantado juego de colores y destellos, haciendo fulgurar los mosaicos de vidrio y el lapislázuli, como otras tantas piedras preciosas. Ya nos imaginamos el templo en el Viernes Santo452. A uno y otro lado del almimbar ondean sendos estandartes, como signos de que el Islam ha triunfado del Judaísmo y del Cristianismo, y el Corán ha vencido al Antiguo y al Nuevo Testamento. Los almuédanos suben a la galería del alto alminar y entonan el selam o salutación al Profeta. Entonces se llenan las naves de la mezquita de creyentes, los cuales, con vestiduras blancas y festivo continente, acuden a la oración. A poco rato, sólo descubren los ojos personas arrodilladas por toda la extensión del edificio. Por el camino oculto, que une el templo con el alcázar, sale el Califa y va a sentarse a su elevado lugar. Un lector del Corán recita una sura en el atril que está en la tribuna. La voz del muecim resuena nuevamente y excita a las plegarias del mediodía. Todos los fieles se alzan y murmuran sus rezos, haciendo reverencias. Un servidor de la mezquita, o murakki, abre las puertas del almimbar y empuña una espada, con la cual, volviéndose hacia la Meca, induce y amonesta a que se alabe a Mahoma, mientras que ya desde la tribuna o mahfil le celebran cantando los mubaliges. Luego sube el predicador o jatib al almimbar, tomando de mano del murakki la espada, que recuerda y simboliza la sujeción de España al poder del Islam y la difusión de éste por fuerza de armas. Es el día en que debe proclamarse el Djihad o la guerra santa, el llamamiento de todos los hombres capaces de ir a la guerra, para que salgan al campo en contra de los cristianos. Con devoción silenciosa escucha la multitud el discurso que, entretejido casi todo de textos del Corán, empieza de esta manera: «Alabado sea Alá, que ha ensalzado la gloria del Islam, gracias a la espada del campeón de la fe, y que en su santo libro ha prometido al creyente el auxilio y victoria. Así difunde sus beneficios sobre los mundos. Si no impulsara a los hombres a ir en armas contra los hombres, la tierra se perdería. Alá ha ordenado combatir contra los pueblos hasta que conozcan que no hay más que un Dios. La llama de la guerra no se extinguirá hasta el fin del mundo. La bendición divina caerá sobre los crines del corcel guerrero hasta el día del juicio. ¡Completamente armados, o armados a la ligera, alzaos, marchad! ¡Oh creyentes! ¿qué será de vosotros si, cuando se os llama a la pelea, permanecéis con el rostro inclinado hacia el suelo? ¿Preferiréis la vida de este mundo a la vida futura? Creedme, las puertas del paraíso están a la sombra de las espadas. El que muere en la lid por la causa de Dios, lava todas las manchas de sus pecados con la sangre que derrama. Su cuerpo no será lavado como otros cadáveres, porque sus heridas olerán como el almizcle, el día del juicio. Cuando llamen después los guerreros a las puertas del paraíso, una voz exclamará desde dentro: «¿Dónde está la cuenta de vuestra vida?» Y ellos responderán: «¿No hemos blandido la espada en la lid por la causa de Dios?» Las puertas eternas se abrirán entonces y los guerreros entrarán cuarenta años antes que los otros. Sus, pues, creyentes; abandonad mujeres, hijos, hermanos y bienes, y salid a la guerra santa! ¡Y Tú, oh Dios, Señor del mundo presente y del venidero, combate por los ejércitos de los que reconocen tu unidad! ¡Aterra a los incrédulos, a los idólatras, a los enemigos de tu santa fe! ¡Oh Dios, derriba sus estandartes, y entrégalos, con cuanto poseen, como botín, a los muslimes!» El jatib, apenas terminaba su plática, exclamaba, dirigiéndose a la congregación: «¡pedid a Dios!», y oraba en silencio. Todos los fieles, con la frente tocando en el suelo, seguían su ejemplo. Los mubaliges cantaban: «¡Amén! ¡Amén! ¡Oh Señor de todos los seres!» Ardiente como el calor que precede a la tempestad que va a desencadenarse, el entusiasmo de la multitud, contenido en un silencio maravilloso, rompía luego en sordos murmullos, los cuales, alzándose como las olas y desbordándose por todo el templo, hacían resonar al fin las calles de columnas, las capillas y las bóvedas, con el eco de mil voces que gritaban: «¡No hay más Dios que Alá!»

Antes de que abandonemos la más famosa obra de arquitectura que por mano de los árabes se ha llevado a cabo en España, conviene tocar dos puntos muy importantes de la historia de dicho arte. Así como los materiales de esta mezquita fueron tomados en parte de antiguos edificios, y las columnas de orden corintio sirvieron para sustentar la techumbre del templo de Alá, así también tomaron los árabes algo, en su modo de construir, de la arquitectura de los romanos, si bien trasformándolo todo, según estilo propio de ellos. Como lo primitivamente arábigo y tan original que da a todo lo restante un carácter distinto, debe notarse en primer lugar la posición de las columnas en forma de cuadro y de cruz, de suerte que se ven en líneas oblicuas y más espesas que lo están en realidad, y asimismo el enlace de las columnas por dobles arcos y la forma peculiar que en los arcos predomina. Esta peculiaridad consiste en parte en que los arcos están picados o recordados en una serie de semicírculos, y en parte en que tienen la forma de herradura, de manera que en sus extremos inferiores se acercan de nuevo, y propenden a formar el círculo. Por lo que toca a los adornos, principalmente en los tan pródigamente esparcidos en toda la parte edificada por Hakan II, no es difícil de reconocer un origen bizantino. La fesifisa, esto es, el mosaico, labrado con piedrecillas y pedazos de vidrio del mihrab, es enteramente obra griega, como se halla en las iglesias de Rávena, y aun se dice explícitamente que la fesifisa que hemos citado fue un regalo del Emperador de Constantinopla453. Por lo demás, este adorno de mosaico hubo de acomodarse singularmente al gusto de los árabes; y, después de haberle empleado en la mezquita de Damasco y en otras de sus más antiguas casas de Dios, extendiéndose su uso a objetos muy distintos, hasta llegar a hacer con él pavimentos454. En Andalucía hubo fábricas de fesifisa455, y el arte de representar en ella lazos, grecas, flores y plantas trepadoras, llegó allí a su más alta perfección. Propio por completo de los árabes es el uso de la escritura como ornamentación, poniendo a lo largo de las paredes sentencias del Corán, proverbios y poesías en letras de oro sobre un fondo de color vivo, azul por lo común. En los tiempos más antiguos se servían para esto de las severas letras cúficas; pero más tarde se usó también la escritura cursiva, entretejiéndola a menudo con arabescos, y extendiéndola por paredes, arcos, ventanas y columnas, a guisa de guirnalda.

No es éste el lugar de entrar en pormenores técnicos sobre el modo de edificar de los árabes, que Ibn Jaldun tan cuidadosamente ha especificado456. Basta hacer notar que ya se servían de pedernal y otras piedras trituradas y mezcladas en un mortero, como material para los muros, ya de una composición, hecha principalmente de tierra y cal, que formaba una argamasa de extraordinaria resistencia457. El primer material se empleaba generalmente en las fortalezas y templos; el segundo en los palacios y demás viviendas458.

Fuera de la mezquita, que, como monumento de una edad remota, aún subsiste en la nuestra son pocos los edificios arábigos de Córdoba y sus cercanías que el tiempo y las guerras destructoras han perdonado. Del palacio de los califas (Qasr en lengua arábiga, de donde alcázar en español) sólo se ha conservado una masa informe, no lejos del Guadalquivir y al oeste de la mezquita. Era éste el antiguo palacio de los reyes godos. Elegido por los omiadas para su residencia, fue agrandado con nuevas construcciones y jardines, adornado lujosamente, y sin duda alguna trasformado en su interior según lo requerían las costumbres de sus nuevos moradores. Más que un todo dotado de cierta unidad, debe considerarse como un conjunto de edificios, patios y jardines, cada una de cuyas partes, según habían sido edificadas por diversos califas, tenían también diversos nombres, llamándose, por ejemplo, el palacio del Jardín, el palacio del Favorito, el de la Corona, el de la Alegría, etc., etc.459. Eran principalmente ensalzados los juegos de aguas del palacio. Traídas por medio de un acueducto desde la montaña, corrían las aguas en todos los patios, cayendo en estanques, pilones y tazas de mármol griego, y manando de estatuas o figuras de oro, de plata y de bronce. Muy de lamentar es que el abad Juan de Gorz, que tuvo ocasión, como embajador de Otón el Grande en la corte de Abd al-Rahman III, de ver de cerca las maravillas de Córdoba, no haya puesto en su historia de la embajada ninguna noticia sobre estas cosas. Del alcázar, donde parece que tuvo lugar la audiencia que le dio el califa, sólo cuenta que ya desde el patio exterior encontró extendidas las más costosas alfombras, y que el salón separado, donde el califa con las piernas cruzadas estaba en un lecho de reposo, estaba cubierto, así el pavimento como las paredes, de preciosísimos tapices460.

Casi todos los soberanos omiadas procuraban dar lustre a su reinado por medio de brillantes monumentos de arquitectura; pero quien más edificó entre todos fue Abd al-Rahman III, bajo cuyo dominio floreció con mayor prosperidad que nunca el imperio andaluz. En unos versos, que se conservan aún, el mismo califa expone de qué modo consideraba él sus numerosas empresas de esta clase:


   El rey que busca la gloria,
monumentos edifica
que hasta después de su muerte
dan de su poder noticia.
Mil y mil reyes pasaron
ignorándose su vida,
y yertas, inquebrantables,
aún las Pirámides miras.
Sobre su sólida base
un gran edificio afirma
que su grande fundador
grandes ideas tenía461.



Como la más notable de todas las obras de arquitectura llevadas a cabo por Abd al-Rahman III, y también, como la más bella, es encomiada Medina Azahara, o dígase la ciudad floreciente, que se parecía cerca de Córdoba. Cuando se leen las elocuentes descripciones de las maravillas de dicha ciudad, y singularmente de la quinta-palacio que en ella había, se cree uno transportado al reino de los ensueños por la extravagante fantasía de un poeta. La ocasión de que todo aquello se edificase, fue como sigue. Una esclava favorita de Abd al-Rahman dejó a su muerte una gran fortuna, y el rey mandó que se empleara en el rescate de muslimes cautivos. En consecuencia, se buscaron cautivos en las tierras de los francos, pero ninguno se halló. El rey dio gracias a Alá por esta noticia, y entonces su favorita Azahara, a quien él amaba extraordinariamente, le propuso edificar con aquella suma una ciudad que llevase su nombre. En el año de 936 hizo el califa Ichar los cimientos, a la falda del monte Alarus, la Novia, unas tres millas al norte de Córdoba. Durante veinte y cinco años se emplearon en la construcción diez mil obreros y mil quinientas acémilas. El mismo califa inspeccionaba la hábil y artística ejecución de las obras. Sobre la gran puerta se colocó la estatua de su querida Azahara462. La ciudad, extendiéndose por grados en la ladera de una montaña, estaba dividida en tres partes. En la parte inferior había un huerto, rico en los más hermosos árboles frutales, donde en grandes jaulas y en sitios cercados de verjas había pájaros y raros cuadrúpedos; la parte del medio estaba destinada a las habitaciones de los empleados de palacio, y en la parte superior, desde donde se gozaba una espléndida vista de los jardines, se ostentaba el alcázar de los califas463. Ibn Baškuwal califica este alcázar de uno de los edificios más famosos, brillantes y grandes que han sido jamás edificados por manos humanas464; y otro escritor arábigo dice que el alcázar de Azahara es de tal esplendor y magnificencia, que, después de terminado, unánimemente declaraban cuantos le veían que desde la difusión del Islam por el mundo no se había construido fábrica igual en ninguna parte. Los viajeros de las más diversas y apartadas regiones, cuando visitaban el palacio, concordaban todos en afirmar que nunca habían visto ni oído cosa semejante, y que ni siquiera habían podido presentir ni soñar la existencia de tamaña grandeza. La solidez y el orden artístico del edificio, la suntuosidad de sus adornos de mármol y oro, sus lagos artificiales, estanques y fuentes, sus estatuas y demás labores de escultura, todo se adelantaba a cuanto puede crear la fantasía. En lo más alto del palacio había una azotea que daba al jardín, encomiada como una de las maravillas del mundo, y en el centro de la azotea se alzaba un gran salón, llamado el del Califato465, que sobresalía entre todos por su exorbitante riqueza. Su techo era de oro y de bruñidos mármoles de colores varios; las paredes eran del mismo material. En medio del salón estaba colocada una gruesa perla, que León, emperador de Constantinopla, había regalado al califa. Allí se hallaba, un poco más distante, un estanque lleno de azogue, y a un lado y otro ocho puertas en arcos, hechas de marfil y de ébano, cubiertas de joyas, y descansando sobre pilares de mármol de colores y de limpio cristal. Siempre que el sol penetraba por estas puertas y vertía sus rayos sobre el techo y las paredes del salón, el resplandor cegaba la vista; y si el azogue se ponía en movimiento, causaba vértigos466. Según Ibn Hayyan, ni en los tiempos del paganismo, ni nunca después, se había edificado nada comparable a este salón. Casi tan famosas eran, en la parte oriental del palacio, la sala de Almunia y la alcoba del califa. Allí se hallaba una taza o pila para una fuente, adornada con figuras humanas de piedra verde, la cual era de un valor imponderable, y, según unos, había sido traída de Siria, y, según otros, de Constantinopla. Sobre esta pila había Abd al-Rahman hecho erigir doce estatuas de oro, las cuales, fabricadas por artífices cordobeses, representaban un león, una gacela, un cocodrilo, un águila, un elefante, una serpiente, una paloma, un halcón, un pavo real, un gallo, una gallina y un buitre. Todos estos animales eran de oro, como ya hemos dicho; estaban adornados con ricas incrustaciones de piedras preciosas, y vertían agua por las fauces467. La longitud del alcázar de Este a Oeste era de dos mil setecientas toesas, y de mil quinientas su anchura de Norte a Sur468.

El número de las puertas pasaba de mil quinientas, y todas ellas estaban guarnecidas con hierro o con cobre dorados. Las columnas, de las cuales se contaban cuatro mil y trescientas en el palacio, unas habían venido de África, otras del país de los francos, otras habían salido de las canteras de Andalucía, y otras, por último, eran regalo del Emperador de Grecia. El mármol jaspeado de varios colores vino de Rajali, o provincia de Málaga, el blanco de otros puntos, el color de rosa y el verde de la iglesia de Isfakus, en África469. A fin de ponderar la magnificencia y desmedida suntuosidad del palacio y de los jardines que le rodeaban, mencionan los escritores árabes el precio de cada uno de los materiales y lo que costó el traerlos de todas las regiones del mundo. Para la manutención de los peces que vivían en los artísticos estanques se gastaban diariamente ocho mil bodigos o panecillos. El número de los criados en el alcázar llegaba a trece mil setecientos cincuenta esclavos, que eran la guardia del califa. El harén contenía seis mil trescientas mujeres470.

La gallarda Azahara, concluido ya el maravilloso edificio, del cual podía considerarse como fundadora, dijo al califa, mirando cierto día desde su estancia de Córdoba la blanca y refulgente ciudad nueva, edificada en medio de un monte sombrío: «Señor, ¿no ves la gentil y amable doncella que descansa en el seno de un negro?» Abd al-Rahman ordenó al punto que allanasen el monte, pero uno de la comitiva exclamó: «¡Por los santos cielos, oh Príncipe de los creyentes, no pienses siquiera en semejante propósito; pues sólo de oírlo, se estremece cualquiera! ¡Aunque todos los hombres del mundo se aunasen para ello, no lograrían demoler ese monte, por más que excavaran y minaran! ¡Eso puede hacerlo sólo el mismo que le crió!» Entonces se limitó el califa a desmontar el terreno y a plantar en el monte higueras y almendros, lo cual hubo de proporcionar desde la ciudad, colocada en la llanura, una vista incomparablemente hermosa, sobre todo en la época de florecimiento, cuando los capullos se abren471.

Por la realización de este paraíso encantado, y por el buen éxito que coronó casi todas sus empresas durante un reinado de cincuenta años, fue Abd al-Rahman ensalzado como el más dichoso de los mortales; más, a pesar de todo, se halló, después de su muerte, un escrito de su puño, donde declaraba que él, entre todos los soberanos de su tiempo el más poderoso, brillante y querido, durante una tan larga vida sólo había disfrutado catorce días de un contento no turbado. «¡Alabado sea, añade aquí su biógrafo, Aquél cuyo señorío eternamente dura!»472

La hechicera Medina Azahara no fue sólo un monumento de la grandeza omiada y del esplendor pasmoso del califato de Occidente, sino un ejemplo también de lo efímero y caduco de todas las cosas terrenales. Setenta y cuatro años después de colocada la primera piedra de sus cimientos, Medina Azahara fue devastada por salvajes hordas berberiscas, entregada a las llamas y reducida en su mayor parte a un montón de escombros.

A las ruinas de Medina Azahara ha compuesto un, árabe los siguientes versos:


   La ciudad que antes brillaba
por su lujo y sus delicias,
ya con muros derribados,
y ya desierta se mira.
Alzan las aves en torno
melancólica armonía,
y ora enmudecen cansadas
ora de nuevo principian.
A la que más se lamenta,
y del corazón envía
quejas a mi corazón,
abriendo profunda herida,
le pregunto: «¿Qué te apena?
Y me responde: «La impía
fuga del tiempo que nunca
vuelve, y matando camina»473.



Aún existían, con todo, en la segunda mitad del siglo XI, algunas partes de este palacio474. Al presente toda aquella fábrica maravillosa ha desaparecido como un ensueño475. Sólo algunos montones de escombros, a cosa de una legua al Norte de Córdoba, en la pendiente de la sierra, en un sitio que llaman Córdoba la Vieja, indican el lugar que Medina Azahara ocupó un día. Recientemente se han encontrado allí fragmentos de mármol y pedazos de mosaico y de fesifisa, pero las empezadas excavaciones no han continuado, por desgracia.

Más corta fue aún la duración de la ciudad de Zahira, que el poderoso al-Mansur, gobernador del reino, edificó al oriente de Córdoba, a orilla del Guadalquivir476, y adornó con un gran palacio, con deleitosos jardines y maravillosos juegos de aguas. A una de aquellas fuentes compuso el poeta Said lo siguiente:


   ¡Oh Príncipe del Yemen, cuya gloria
tanto triunfo alimenta;
cuyos claros blasones la victoria
sin cesar acrecienta!
    Tú, que infundes terror en el combate
al idólatra fiero,
cuando de lanzas mil siega y abate
la espesa mies tu acero!
    Mira en taza de mármol esa fuente
que brota y que murmura,
circundando su seno transparente
con zona de verdura.
    Como tú entre enemigos sobresales,
¡oh señor poderoso!
Se alza sobre sus líquidos cristales
un pabellón airoso477.
    Y cual lanzando flechas a porfía,
armígero escuadrón,
el agua bulle y salta, y se diría
que ataca el pabellón.
   Plácida sombra sobre el agua pura
de la espesa enramada,
y es de esmeralda y plata la verdura
y la fruta dorada.
   Fuente, bosque y jardín del paraíso
las maravillas son;
del onda mansa el murmurar sumiso
convida a la oración.
   Genio será, por mucho que se esmere,
en la futura edad,
quien como el tuyo otro jardín hiciere
amena soledad478.



En cierta ocasión, según se cuenta, estaba al-Mansur sentado en medio de sus jardines de al-Zahira, respirando el aroma de las flores que le cercaban y oyendo el canto de los pájaros. Tendía la vista con gran complacencia sobre los mil encantos y el lujo de aquellas maravillas que él mismo había creado, cuando de pronto se llenaron sus ojos de lágrimas, y exclamó: «¡Ay de ti, Zahira mía! Si al menos supiese yo por manos de qué traidor has de ser devastada...» Uno de los familiares del príncipe le preguntó la causa de aquel presentimiento y trató de desvanecer aquellas tristes ideas; pero al-Mansur replicó: «Por cierto que vosotros habréis de ver cumplido mi vaticinio. Para mí es como si viera ya a la gala de Zahira derribada por tierra, hasta su rastro borrado, caídos y destrozados sus edificio!, saqueados sus tesoros y sus patios asolados por el fuego de la devastación». No mucho después de haber pronunciado estas palabras murió al-Mansur y el cumplimiento de la profecía siguió pronto a su muerte. Zahira fue entrada a sangre y fuego por una cuadrilla de rebeldes, que la transformaron en un montón de ruinas479.

Otra residencia de al-Mansur, la quinta del emir o la Almunia, ha sido celebrada singularmente por los poetas a causa del encanto de sus jardines480. Amr Ibn al-Habbab improvisó estos versos cuando entró en dicha quinta a visitar a al-Mansur:


   En tus jardines y arboleda umbría,
rica en fuentes sonoras,
dejándonos con calma y alegría,
van pasando las horas.
    Cuando la tempestad brama por fuera,
sólo el céfiro leve
dentro de esta morada placentera
hojas y flores mueve.
    Contémplalas el sol enamorado,
ya su luz posa en ellas:
parece el cielo aquí más azulado
y más lleno de estrellas481.



Said celebró la misma quinta en estos versos:


   Como serpiente el arroyo
entre flores se desliza,
y a Dios ensalzan las aves
con sus dulces melodías.
Mil enramadas frondosas
mansamente el aura agita,
como si por ser tan bellas
se irguiesen envanecidas.
Contempla, amante, el narciso,
las anémonas altivas,
y aromas esparce el viento
que en bosque de mirtos gira.
Goza en paz, señor ilustre,
goza en paz tanta delicia,
y el cielo, porque la goces,
dilate tu noble vida482.



También en los alrededores de Valencia poseía al-Mansur un palacio rodeado de preciosos jardines. Un escritor árabe que más tarde le visitó, cuando ya estaba en gran decadencia, dice de él en estilo florido: «Cierto día recibí un convite en la Almunia de al-Mansur, en Valencia, la cual es de la más perfecta hermosura, y en cuyos encantos los vientos del Norte y del Oriente se embriagan, aunque el edificio está medio arruinado, y el infortunio hace tiempo ha violentado las puertas y ha entrado en aquella vivienda deleitosa. Cuando yo penetré en ella acababa el alba de revestirla con sus velos de luz, y la belleza ponía en ella su poder todo. Había en el centro una sala cuyas puertas doradas daban al jardín, donde se veía un arroyo como una espada desnuda, que iba serpenteando, y en cuyas frescas márgenes había muchos árboles plantados. La sala resplandecía como una novia que es conducida a su esposo, y en su alabanza uno de los mejores poetas de Valencia, hallándose allí con algunos visires, hizo los siguientes versos:


   ¡Hola! Escanciadme vino
mientras que los jardines
se coronan de perlas
y de flores se visten.
En esta sala hermosa
que en resplandor compite
con el sereno cielo,
rico vino servidme.
En él los lindos ojos
de mi dueño se fijen,
y cual rayo de luna
suaves le iluminen.
El sol, que va naciendo,
en el aire deslíe
oro, púrpura y nácar,
porque las flores brillen;
y quebrando sus rayos
en el rocío, finge
sobre la verde yerba
diamantes y rubíes.
Cual la que muestra el cielo
en noches apacibles,
fúlgida y blanca senda
el arroyo describe;
y al borde del arroyo,
en años juveniles
mancebos como estrellas
alegran el convite.



En esta sala hallé una multitud de jóvenes, gallardos como mancebos del paraíso, que llevaban una vida dichosa, como en los jardines del Edén. Allí detuve yo mi camello de viaje, y me pareció, con la satisfacción de todos mis deseos, estar adornado como con un collar. Durante el día entero gozamos la dicha de aquella mansión, y cuando ya anochecía, nos defendimos contra la invasión del sueño. Así es que pasamos una noche tan bella como si la aurora fuese de ella formada. Las ramas de los árboles se alzaban acá y acullá como esbeltas figuras de lindas mujeres, la vía láctea asemejaba un claro río, las estrellas del cielo se diría que eran flores, las Pléyades eran como una mano que nos hacía señas, y Utarid (mercurio) nos enviaba en sus rayos blanda alegría. Al día siguiente visité yo al rais Abu Abd al-Rahman, y en el discurso de nuestra conversación mencioné las delicias de la última noche. Entonces él respondió: «¿Qué han de valer los encantos de un lugar cuyos habitantes han desaparecido, cuya hermosura ha destruido la suerte, y del que sólo quedan ya algunos restos? Yo he conocido esa quinta cuando aún estaban completos todos sus edificios. Cierto día en que el sol se había ya alzado hasta el cénit y la tierra se adornaba con su oro, recibí un convite de al-Mansur para ir allí. Aceptándole, vi yo en aquel lugar árboles cimbreantes y airosos, y flores cuya hermosura quedaba avergonzada por la de aquellas personas que en guirnaldas las entretejían. El vino circulaba allí como un sol, y los más nobles linajes de Arabia componían la sociedad. Espiaban la más ligera insinuación de al-Mansur cien esclavos, de los cuales, exceptuando a cuatro, ninguno pasaba de diez años. Estos escanciaban el vino, el cual brillaba en los vasos como perlas y rubíes. Nosotros nos solazábamos allí como en el cielo, mientras que los pabilitos de las estrellas nos acariciaban. Al-Mansur repartió en aquel día más de veinte mil presentes, y dio asimismo bienes en feudo». Así habló Abu Abd al-Rahman; luego rompió en lamentos al recordar aquel tiempo, y mostró toda la pena de su corazón»483.

Estaba, además, el valle del Guadalquivir, en torno de Córdoba, sembrado de multitud de palacios, quintas de recreo de los califas y de los grandes, jardines públicos y deleitosas huertas. Aún viven muchos de aquellos sitios agradables en los cantos de los poetas y en las descripciones encomiásticas de los historiadores. Así pueden citarse el palacio de Damasco, el palacio del Persa, la quinta de Ruzafa, edificada por Abd al-Rahman I y circundada de jardines llenos de plantas exóticas, la casa de la Noria, obra de Abd al-Rahman III, el alcázar de Abu Yahya, que descansaba en arcos sobre el Guadalquivir, la quinta de Zubayr484 y otras muchas485.

No se conservan descripciones contemporáneas de las obras de arquitectura últimamente mencionadas, y las muchas noticias que hay sobre Azahara, aunque entran en pormenores, nada dicen claramente sobre el estilo que se empleaba en los edificios de lujo del tiempo de los omiadas. Con todo, confrontando los pasajes dispersos de diversos escritores arábigos, se puede hacer con bastante seguridad una afirmación sobre esta materia. Es indudable que en ciertas particularidades de dichas fábricas se dejaba sentir el influjo bizantino. Se confirma esto con la misma historia de la construcción de Azahara y con la noticia de que Abd al-Rahman III tenía empleados en las obras de sus palacios arquitectos venidos de Constantinopla486. Este influjo se limitaba, no obstante, en lo esencial; al decorado, al empleo o imitación de las columnas antiguas, a los adornos de mosaicos, etc.; mientras que la traza fundamental y la forma arquitectónica eran determinadas por las exigencias de las costumbres orientales. Se debe calcular por mil motivos que los árabes españoles se sintieron desde muy temprano inspirados, así por aquellas necesidades como por la inclinación propia de su fantasía, para inventar y construir aquella clase de edificios, de los cuales nos queda aún en la Alhambra el más perfecto modelo. El rasgo característico de esta clase de edificios consiste en los patios, rodeados de galerías, que dan entrada a salas y habitaciones, y así como en el variado empleo del agua, que ya forma pequeños lagos o estanques en medio de los patios, ya brota en surtidores y se derrama en tazas de mármol que adornan los salones. Bajo el cielo casi tropical de Andalucía los árabes ansiaban tener viviendas que les brindasen un refugio en umbrías mansiones contra los ardores del sol, y que al mismo tiempo dejasen libre entrada al tibio soplo de las auras; y patios descubiertos donde reposar en las horas más frescas del día, oyendo el murmullo de los surtidores y mirándose en el espejo de las aguas cristalinas. Que los palacios de la época de los omiadas respondían ya a estas exigencias se deduce de la descripción del alcázar de Córdoba, al cual habían sido traídas, para todos los patios, aguas que se repartían en cisternas, estanques y tazas de mármol487. Así como los árabes reprodujeron de esta suerte un recuerdo vivo de su primera vida en el desierto, dotando sus tiendas fijas de Occidente con las fuentes deseadas, todavía eternizaron en sus palacios otra reminiscencia del mismo género. Salta a los ojos de cualquiera que discurre por el recinto de los palacios arábigo-hispanos que aún se conservan, cuanto sus corredores y estancias imitan en la forma las tiendas. Aunque en el día no queda ningún testimonio evidente de que esta particularidad debe atribuirse a los más antiguos edificios, parece probable que así fuese, si se considera que cuando los nómadas cambiaron sus movibles viviendas por moradas fijas, tomaron las primeras como modelo de estas últimas.

Corrobora también la idea de la semejanza entre los palacios omiadas y los que existen aún, la mención de las torres, que hace pensar enseguida a la de Comares, en la Alhambra, y la mención de la kubba o sala con cúpula o techo abovedado, como el de la sala de las Dos Hermanas. De ambas cosas habla Ibn Zaydun cuando describe Azahara488. La kubba parece haber sido generalmente destinada a la sala de audiencia. Cuando los príncipes, según el uso oriental, oían las quejas de sus súbditos y daban sus sentencias, tomaban asiento en dicha sala, rodeados de sus cortesanos. La kubba estaba cerrada por una verja o cancela, delante de la cual aguardaba el pueblo, o se esparcía, mientras llegaba la audiencia, por los circunstantes corredores, patios y jardines489.

Acerca de los ornamentos empleados, parte tan esencial de la arquitectura arábiga, sólo muy poco puede decirse con completa seguridad. Que el mosaico de pequeños cubos de piedra y vidrio de colores formaba la parte principal de dichos ornamentos, puede deducirse en vista de los pedazos de fesifisa que se han encontrado entre las ruinas de Azahara. De la mención que hace Ibn Jayyan de una gran cantidad de yeso empleado en el edificio490, se conjetura que verosímilmente este yeso sirvió del modo que más tarde en la Alhambra para adornos y estucados del mismo género que los que describe Ibn Jaldun cuando dice que se adornaban las paredes con figuras de yeso, el cual, cuando estaba aún húmedo y blando, se modelaba con instrumentos de hierro, dándole diversos formas491. Podemos, pues, representarnos las paredes, los techos y los arcos de los palacios, en la época de los omiadas, como ricamente cubiertos de mosaico de fesifisa. Estrellas, ramos, hojas y otros dibujos, prolijamente entrelazados y combinados con inscripciones del Corán, o con poesías, ornaban alrededor toda la pared con brillantes colores, mientras que el yeso, dado de diversos colores, o bien dorado, en las bóvedas de las galerías de columnas, en las cúpulas y en las salas y patios, imitaba los tapices bordados y las telas de seda de las tiendas de los príncipes. No nos atrevemos a asegurar que los azulejos492 se usasen ya en aquellos primeros tiempos, como se usaron más tarde, para ornato de las paredes, principalmente en la parte inferior. En la mezquita de Córdoba se ven ya azulejos en la capilla de Villaviciosa, donde forman, como se advierte en la Alhambra, con sus variados colores y dibujos, merced a una artística combinación, estrellas, hexágonos y otras vistosas figuras geométricas; pero es harto difícil señalar con exactitud la época en que fue adornada esta capilla; sólo puede tenerse como probable que pertenece al período de la dominación del grande al-Mansur (hacia el fin del siglo X), ya que los autores arábigos, que tan detenidamente dan cuenta de todos los cambios y mejoras de la mezquita, no dan noticia de ninguna obra posterior.

Una desgracia sin ejemplo ha cabido en suerte a los monumentos de la época de los omiadas, y parece como milagroso que hayan desaparecido sin dejar huellas tantos edificios magníficos, a cuya existencia en otras edades nos obligan a dar crédito los testimonios concordes de los historiadores, de los libros de viajes y de la numismática493. Tal vez se ha querido suponer que la falta de solidez de los materiales y los defectos en la construcción han hecho más fácil la ruina; pero la consideración de la enorme fortaleza de los muros que rodean la mezquita de Córdoba, con sus refuerzos salientes, invalida la suposición mencionada; y no puede alegarse que los palacios no estaban fabricados como las mezquitas con piedras y ladrillos, sino de una mezcla de cal y arena, llamada tapia, pues los muros de la Alhambra tienen una firmeza de hierro, que debe atribuirse a dicha mezcla. Es menester, por lo tanto, atribuir la destrucción a la mano asoladora del hombre y a las huestes guerreras de conquistadores africanos y cristianos. En Córdoba, por ejemplo, quedaron reducidos muchos edificios a un montón de escombros después de la conquista de dicha ciudad por los berberiscos, en 1013. Los más bellos palacios fueron devorados por las llamas. «Recientemente he sabido, dice Ibn Hazm, qué ha sido de mi suntuoso palacio en Balat-Mugit. Alguien, que venía de Córdoba, me contó que nada quedaba de él sino un montón de escombros. ¡Ah! También sé lo que ha sido de mis mujeres; unas reposan en el sepulcro; otras llevan una vida errante en comarcas remotas»494. El alcázar de los califas parece asimismo que era ya una ruina mucho antes de la toma de la ciudad por los cristianos, pues sabemos que el poeta Abu-l-Aziz Galib, estando un día en un banquete, en las orillas del Guadalquivir, improvisó los versos siguientes:


   ¡Oh alcázar! ¡Cuánta grandeza
has encerrado en tu seno!
En escombros y ruinas
tu fábrica se ha deshecho.
Muchos reyes te habitaron:
hoy la bóveda del cielo
gira sobre sus cabezas,
rotos y hundidos tus pechos
¿qué más queréis? Gozad ora
de los deleites terrenos,
ya que al cabo todo pasa
y se acaba con el tiempo495.



También la multitud de palacios y quintas en los alrededores de Córdoba eran ya ruinas en su mayor parte, en el siglo XI, como lo demuestra este pasaje del Comentario a las poesías de Ibn Zaydun: «En estos deliciosos lugares, refieren, pasaron los omiadas días y noches felices: en Šarq al-Uqab se reposaban en días tempestuosos, viendo los relámpagos que atravesaban las nubes; en el valle de Ruzafa llevaban una vida tan alegre como una eterna fiesta de boda; en Mahbas Nasih cerraban los oídos a los anuncios amenazadores de la desgracia; y en Azahara se cegaban con el lujo resplandeciente de que se veían cercados, y eran sordos a las advertencias de cualquier peligro cercano, hasta que al fin los arrebataba la muerte, y en vez de las delicias de aquellas mansiones, les daba las aromáticas esencias, con las que se bañaban los cadáveres. Ahora están desolados aquellos hermosos sitios; sólo los visitan, al anochecer, las aves nocturnas; los búhos y los lobos hacen allí su nido y su guarida, y entre sus ruinas se oyen las voces de los espíritus malos; de modo que el valiente, lo mismo que el miedoso, apresura, aterrado, el paso para alejarse de allí. Tan deleznables son las obras todas de la mano del hombre. Quien se confía en las cosas terrenas pone su esperanza en una niebla matutina o en una imagen vana»496.

A pesar de todas estas devastaciones de los primeros tiempos, la capital de los califas debió poseer aún muchas obras notables de arquitectura arábiga cuando la conquistó San Fernando497.

Quien transita hoy por las calles desoladas de la empobrecida Córdoba, ve sin duda allá y acullá un montón de escombros, un baño derruido498, un adorno de muralla del tiempo de los árabes499; pero en vano pregunta dónde ha desaparecido aquella inmensa ciudad, que se extendía en otro tiempo por las orillas del Guadalquivir, conteniendo 130000 casas, 3000 mezquitas, 300 casas de baños y 28 arrabales500; y en vano busca los mil esbeltos alminares, con sus balcones redondos, sobresaliendo por encima de un mar de casas, y los palacios, las azoteas y los patios llenos de palmas y de cipreses gallardos, y las quintas y alquerías que se alzaban entre los olivares y los viñedos. Los campos de alrededor, poblados en otro tiempo de 3000 aldeas501, y que eran un jardín de la vegetación más lozana, se han transformado casi en un yermo, donde sólo de vez en cuando alguna noria que extrae agua para los sedientos campos recuerda la actividad de los árabes.

Más raros aún que en la capital del imperio de los califas son los monumentos de la época de los omiadas que en el resto de España se han conservado. Ni rastro queda de los suntuosos palacios que, a mediados del siglo IX, sirvieron de morada en el sur de Andalucía a poderosas familias, casi independiente del califato. Así, por ejemplo, los palacios de Ibn al-Yahya, de los cuales dijo un poeta: «Los palacios de nuestro dueño han sido construidos según la traza y modelo de los palacios del Paraíso, y encierran en sí todos los deleites: en ellos se ven salas que no descansan sobre pilar alguno, salas cuyos mármoles están engarzados en oro502. Una famosa fábrica era la gran mezquita que Abd al-Rahman II había edificado en Sevilla, hacia la mitad del siglo IX. No bien estuvo terminada, cuentan los árabes, soñó Abd al-Rahman que entró en el santo edificio y que en la alquibla encontró al Profeta muerto y envuelto en un sudario. Lleno, al despertar, de tristeza, preguntó a los adivinos sobre la significación de su sueño, y éstos le contestaron que las fiestas del culto divino cesarían pronto en aquella mezquita. Poco después tomaron los normandos a Sevilla, y se cumplió la significación del sueño; pero aquellos feroces conquistadores quisieron además destruir la mezquita, arrojaron dardos inflamados en su techo y amontonaron combustibles en una de las naves. Entonces, cuando ya todo iba a arder, vino un ángel por el lado del mihrab, en figura de un mancebo de peregrina hermosura, y lanzó de allí a los incendiarios. Así se salvó la mezquita, y los normandos abandonaron la ciudad en breve503. Quizás estuvo este edificio en el mismo lugar en que más tarde levantaron una gran mezquita los m^ahidas y donde también fue construida la catedral, y así pueden verse aún restos de la mezquita primera en los muros del atrio, donde sin duda se han conservado, pues en parte manifiestan ser de arábiga arquitectura.

Probablemente pertenecen también a la época de los omiadas algunos antiguos baños de Valencia, Barcelona, Murcia y Granada. Los últimos, aunque muy derruidos, dan aún una idea clara de la construcción de un baño árabe. Había un patio a la entrada, circundado de pequeñas estancias, que servían para desnudarse, y de ellas se pasaba a varias salas donde había estanques, y por cuyo techo, abovedado, penetraba una luz crepuscular por medio de pequeñas aberturas. Si los pesados capiteles de las columnas de estas salas acreditan que son de los primeros tiempos del arte arábigo, lo mismo demuestran los no menos pesados arcos de herradura y las columnas de antigua forma de la ermita del Cristo de la luz en la ciudad de Toledo, la cual ermita parece una reproducción en miniatura de la mezquita504 de Córdoba. Del mismo modo debe pertenecer a los primeros tiempos la antigua puerta de Visagra, por la cual entraron los cristianos cuando conquistaron dicha ciudad505. Aún se conserva en la catedral de Tarragona un nicho con rico adorno de arabescos, anterior al año de 960, época de su fundación. Es probable que este nicho fuese el mihrab de la mezquita.

Casi con mayor ímpetu ha echado por tierra la devastación los numerosos edificios de los magníficos y generosos príncipes que después de la caída de los omiadas dominaron en España. En Sevilla, sobre todo, es donde más se ha perdido. Mientras que la capital de los califas iba decayendo cada vez más, Sevilla se levantaba hasta llegar a ser la más brillante ciudad de Andalucía. De la hermosura de sus alrededores hablan los árabes con entusiasmo. En una extensión de veinte y cuatro millas arábigas se podía navegar por el río, animado por barquillas elegantes y botes de pescadores, y que merecía ser comparado al Tigris, al Éufrates y al Nilo, siempre a la sombra de las alamedas y de los árboles frutales, que resonaban con el canto de las aves506. No menos que los alrededores era ensalzada la ciudad misma en tiempo de los árabes por sus variados encantos. Diez paransangas a lo largo del Guadalquivir se veía en ambas orillas una no interrumpida multitud de edificios, lujosas quintas y elevadas torres507. Las casas de lo interior de Sevilla eran famosas por la solidez de su construcción y elegancia de su traza: casi todas tenían fuentes en sus patios, naranjos y limoneros508. Muchas de estas casas, que se conservan hasta el día en bastante buen estado, pueden dar una idea de la antigua casa árabe, la cual en el orden de sus partes tiene gran semejanza con las modernas. Primero un recinto, ustuwan509en árabe, zaguán en español, y luego un patio interior, en árabe saha510, en cuyo centro se halla una fuente de mármol con un surtidor, rodeada de árboles siempre verdes, y por cuyos corredores, ánditos o galería de columnas, que están en torno, se pasa a las diversas habitaciones, son las condiciones peculiares de estas casas. En las más grandes suele haber muchos de estos patios.

Un extraordinario florecimiento alcanzó Sevilla bajo el dominio de la dinastía de Abbad y singularmente, según testimonio de un escritor arábigo, en el reinado del noble rey al-Mutamid, que hizo de ella la más hermosa de las ciudades511. En la vida y en las poesías de este príncipe están descritos con encantados colores los palacios de los Abadidas; y todavía pensaba en ellos con saudades melancólicas, en su sombrío calabozo de Agmat, aquel destronado monarca. Entre estos palacios deben contarse el de al-Zahi, en medio de alamedas y olivares, a la orilla del río; el de al-Zahir también en la ribera, y el de al-Mubarak, en medio de la ciudad, y tal vez en el mismo sitio donde hoy se ve el Alcázar, en el cual pueden haberse conservado partes de aquel antiguo edificio. Más lejos de Sevilla estaban los palacios llamados al-Tay, al-Wahid, al-Zoraya y al-Muzayniya. Sobre la fundación de todos estos palacios no cabe en general la menor duda, según las indicaciones anteriormente hechas. Por lo que se refiere de fuentes cerca de las cuales el rey descansaba, de torres en cuyas estancias vivía y de la kubba o pabellón con cúpula512, se puede conjeturar que había patios con largos corredores, por los cuales se iba a torres con habitaciones regias y a salas con techos abovedados. La mención de jardines cerca de las habitaciones513, demuestra que la naturaleza había quedado en cierta libertad, como se advierte aún en el Generalife. La imaginación se finge estos jardines llenos de aroma y de verdura, con enramadas de arrayán, jazmines, rosales, naranjos y granados, en medio de los cuales había claros y sonoros surtidores y tazas de mármol, en cuyas puras ondas se reflejaba todo aquel esplendor. En torno de los patios lucían los arcos de las galerías, los techos y los primorosos capiteles de las columnas, todo cubierto de los más ricos arabescos, rojos, azules y dorados, de figuras poligónicas, entrelazadas en caprichosos laberintos, de flores y de hojas verdes. El suelo resplandecía con azulejos o con losas de mármol; y los pórticos, los arcos, los ángulos de las salas y los techos estaban revestidos de variados adornos de estuco, que a veces pendían como estalactitas. Sobre un fondo azul brillaban en el muro, escritos con letras de oro, los versos de los más ilustres poetas. Aún conservamos una de estas inscripciones. Es una poesía de Ibn Handis el siciliano, que adornaba un palacio de al-Mutamid, y dice de esta manera:


   ¡Yo te saludo, oh palacio!
Por Alá dispuesto estaba
que tu beldad con los años
creciera y se renovara.
El mismo Moisés, que pudo
mirar a Dios cara a cara,
no entraría en tu recinto
sin descalzarse las plantas.
En ti mora un rev, a quien
cuantos por el mundo vagan
buscando mejor fortuna,
afable y propicio hallan,
y ante él de sus dromedarios
deponen luego la carga.
Cuando tus puertas resuenan,
abriéndoles franca entrada,
dicen: «¡Bienvenidos sean
peregrinos a esta casa!»
Se diría que el artista
con las calidades raras
que al alto Príncipe adornan
construyó tan bella fábrica.
De su fuerte y ancho pecho
hizo la exterior muralla,
la luz que dora el recinto
de la luz de su mirada,
el eminente almenaje
de sus hechos con la fama,
y los sólidos cimientos
con su largueza magnánima,
que a tantos sostener sabe
y en la que tantos descansan.
A la gran sala de audiencia,
que la bóveda estrellada
hacer olvidar pretende
con la cúpula gallarda,
dio, por último, el artista
la elevación de su alma.
Los alcázares de Persia,
donde Cosroes moraba,
oscurece con su brillo
este portentoso alcázar.
Para alzarle y terminarle
con perfección soberana,
cual Salomón, nuestro rey
ha recurrido a la magia,
de los duendes y los gnomos
sin esquivar la alianza.
Así liquidado el sol,
sus rayos puso en las tazas
y dio tinta a los pinceles
que pintaron estas salas.
Vida y movimiento tienen
sus mil imágenes varias.
Inclina, pues, a la tierra
la vista ya fatigada,
que en la dulce luz amiga
del Príncipe se restaura514.



Como se deduce de la última parte de la anterior composición, las pinturas que representaban seres vivos eran un adorno no extraño de los palacios. Ibn Jaldun dice que en su tiempo los mahometanos de Andalucía, de resultas de su constante trato y comercio con los cristianos, habían contraído la costumbre de adornar con pinturas las paredes de sus casas y palacios515. Sin embargo, aunque se conceda que por imitación del pueblo vecino tomase crecimiento entre los árabes españoles la afición a esta clase de adornos, es menester convenir en que desde muy temprano se había perdido entre ellos todo escrúpulo religioso respecto a las imágenes. A mediados del siglo IX se erigió una estatua en una puerta de Toledo516. En la mezquita de Córdoba, en la llamada capilla de Villaviciosa, se ven aún las figuras de dos leones echados, que sirven de sostén al arco, y sobre cuyo origen arábigo no cabe la menor duda. Ya hemos mencionado, además, que en esta santa y antigua mezquita se veían las imágenes de los Siete Durmientes de Efeso y del cuervo de Noé517; que Abd al-Rahman III adornó su quinta de Azahara con los retratos de sus queridas; y que en una taza de una fuente que allí había, hizo poner doce figuras de animales esculpidas en Córdoba misma. Una bandera descubierta recientemente en San Esteban de Gormaz518, y que lleva en una inscripción el nombre de Hišan II, está adornada con las imágenes de un hombre y de una mujer, y asimismo con figuras de cuadrúpedos y de aves. En su palacio, al oeste de Córdoba, se halló un maravilloso león de oro, en quien resplandecían en vez de ojos dos piedras preciosas519, y entre las ruinas de Azahara se ha descubierto un ciervo de bronce, que hoy se conserva en el museo de Córdoba. Las figuras de fieras, que vertían agua por la boca, son mencionadas con tanta frecuencia, que casi deben considerarse como imprescindible requisito de los palacios. En una poesía de Ibn Razman se habla de un león que vierte agua por la boca520. Uno de los palacios de al-Mutamid tenía un elefante de plata al borde de un estanque521, y en el palacio de al-Sarayib, en Silves, se veían estatuas de caballos522, leones y hermosas mujeres523. También las otras muchas dinastías, que en el siglo XI se repartieron el desmembrado califato, así como los grandes señores de los respectivos reinos, poseían palacios y quintas que competían en lujo y magnificencia con los de los abadidas. Entre estos palacios deben contarse el que al-Mutasim, rey de Almería, construyó en su capital, entonces una de las más florecientes y populosas ciudades de España524; la Almunia, o quinta de Ibn Abd al-Aziz, en Valencia, que los árabes describen como uno de los sitios más encantadores del mundo, y que fue largo tiempo la vivienda del Cid525; la casa de la Alegría, Dar al-Surur, en Zaragoza526; y finalmente, el maravilloso edificio, el palacio levantado con enormes gastos por al-Mamun, último rey de Toledo. En medio de un estanque que estaba en un patio de este edificio, construyó al-Mamun un pabellón. Merced a una ingeniosa maquinaria se hacia subir el agua de suerte que al caer se derramaba por todos los lados del quiosco. En este pabellón solía reposar al-Mamun, rodeado de las aguas, y sin mojarse. Se podían asimismo encender luces debajo de las aguas. En cierta ocasión sorprendió al Rey el sueño en aquel lugar, cuando oyó una voz que recitaba los siguientes versos:


   ¿Por qué construyes sólida vivienda,
si tu vida fugaz hizo el destino?
Una movible tienda
le basta al fatigado peregrino.
El arbusto de Irak sombra bastante
al que ignora concede,
si mañana dormir un solo instante
bajo sus ramas puede.



Poco después perdió el Rey su reino, y la ciudad de Toledo fue conquistada por los cristianos527.

No solamente los príncipes, sino también muchos particulares erigieron suntuosos palacios, gastando enormes sumas, como, por ejemplo, la consumida en Valencia por un particular, evaluada en cien mil monedas de oro. Un lujo notable había asimismo en las puertas, que a veces estaban revestidas de oro528.

Ha sido muy usual llamar estilo morisco al de la arquitectura del período que empieza con la conquista de Andalucía por los almorávides y termina con la conquista de Granada por los Reyes Católicos; pero está mal empleada. El nombre de moros fue dado por los cristianos españoles, que vivían en una ignorancia completa de sus contrarios en creencias, a todos los muslimes, sin distinguir la nación a que pertenecían, y con el mismo significado pasó dicho nombre a las demás lenguas europeas. Pero cuando se habla de una arquitectura morisca, debe entenderse que se trata de distinguirla de la arábiga y que se designa aquélla que emplearon los mauritanos y berberiscos. Es indudable que la población mahometana de España fue muy mezclada desde el principio, y que ya entre los primeros conquistadores había numerosas tribus y castas del África del Norte; que más adelante vivieron éstas, en gran número, junto a los árabes, en toda la Península; y que entre las pequeñas dinastías del siglo XI no pocas eran de estirpe berberisca. No obstante, así en los campos como en las ciudades, prevalecía por toda España la civilización arábiga. Los príncipes berberiscos, que presumían de cultos, como los aftasidas de Badajoz y el rey de Granada se arabizaban y se avergonzaban de su origen529. Lo que se producía en literatura o en arte procedía de los árabes. Jamás se dio una actividad de este género que fuese propia y original de los bereberes, los cuales tenían fama de bárbaros; y si los moros han de ocupar un puesto en la historia del arte, deben tomar sólo el de asoladores de Córdoba y saqueadores y destructores de Azahara. Las empresas arquitectónicas de algunos príncipes de dicha casta son siempre en el estilo y según el modelo de los edificios arábigos, y verosímilmente llevadas a cabo también por artífices árabes. Con las invasiones y el dominio de los almorávides vino a España un nuevo aluvión de gente mauritana; pero en el mencionado modo de ser artístico no hubo cambio alguno. Los flamantes conquistadores, por razón de su barbarie, no trajeron arte alguno, y tuvieron que valerse, cuando quisieron edificar, de los antiguos habitantes del país, los cuales permanecieron naturalmente fieles a sus pasados usos y procedimientos. Lo mismo sucedió después de la conquista de España por los almohades. Éstos, y particularmente los grandes príncipes Abd al-Mumin y Yusuf, se hicieron, además, al instante los más celosos amigos y protectores de la cultura arábiga, y no hay el más leve indicio para que pueda sospecharse con fundamento que hicieron construir sus edificios por rudos africanos, y no por los ilustrados arquitectos de Andalucía, cuyo crédito y gloria tantos habían levantado y sostenido530. Mucho menos aún puede calificarse de morisco el período artístico que empieza con el reinado de los nazaritas de Granada. Esta familia real era de antiquísima estirpe arábiga. Su fundador Ibn al-Ahmar contaba entre sus antepasados a uno de los compañeros del Profeta531. Los sucesores de Ibn al-Ahmar hicieron de Granada el asiento de la cultura arábiga; y si bien en la ciudad no faltaban habitantes africanos, todavía no puede atribuirse a éstos más parte en la construcción de la Alhambra que la de meros peones. Los mismos historiadores orientales distan tanto de atribuir a dicho edificio un origen africano, que siempre que hablan de algún palacio parecido al de la Alhambra y edificado en África, dicen que es un palacio por el estilo andaluz532.

Las calidades propias del llamado estilo morisco, que se supone introducido poco antes de empezar el siglo XII, consisten en la riqueza de la ornamentación, en el empleo de los azulejos y del estuco, y en la caprichosa y variada forma de los arcos, los cuales no eran sólo de herradura, sino también puntiagudos por el centro, recortados y dentellados. Sin embargo, los adornos de estuco aparecen ya sobre las puertas de aquella parte de la mezquita de Córdoba que edificó al-Mansur: el yeso o espejuelo en enormes masas fue empleado para la construcción de Azahara, y se debe presumir que hizo un papel muy principal en la ornamentación de dicho palacio; y por último, los mismos estucos, así como los azulejos, se hallan en abundancia en el rico decorado de la Capilla de Villaviciosa, que no puede suponerse muy anterior al fin del siglo X. Por lo tocante a los arcos, ya los hay dentellados y con multitud de recortes en la parte de la susodicha mezquita edificada por Hakan II. No hay, pues, motivo para hablar de una variación fundamental en el carácter de la arquitectura arábiga del siglo XII en adelante: más bien debe afirmarse que, vencedora del influjo bizantino, fijó los rasgos esenciales de su carácter en la segunda mitad del siglo X. Es verdad que después, con el transcurso del tiempo, hubo cambios y mejoras en la ligereza de los arcos, en el primor, en la elegancia, en ciertas singularidades del gusto y en algunas modificaciones que en los detalles se fueron introduciendo; pero estos cambios y mejoras estaban en la misma naturaleza de las cosas. Nada puede objetarse, sin embargo, a los que hablan de las diversas fases del estilo arquitectónico arábigo; pero es lo cierto que no es dable seguir con certeza la historia de estas variaciones, al menos en sus pormenores, ya que sólo nos quedan en España tres monumentos importantes y bien conservados del arte arábigo, sobre la época de cuya fundación no cabe duda: una mezquita de la primera época, un alminar de la segunda y un palacio de la tercera.

La más notable empresa arquitectónica del siglo XII, de que tenemos noticia, fue la construcción de una gran mezquita, con un alto alminar, en Sevilla, para Yacub al-Mansur, el Muwahida. Un historiador arábigo refiere: «En el año 593 (1196-97 de Cristo) volvió a Sevilla el príncipe de los creyentes, y terminó allí la construcción de la mezquita y del alminar, cuyos cimientos había echado tres años antes, adornando la cima del alminar con muy hermosas bolas, en forma de frutos. De la magnitud de estas bolas se tiene idea con decir que la de tamaño mediano no pudo entrar por la puerta del muecim hasta que se ensanchó la parte inferior de dicha puerta, arrancando algunas piedras. El artista que fabricó estas bolas y las elevó y colocó en su sitio fue Abu Lais el siciliano: el dorarlas costó cien mil dineros de oro533. En consonancia con esto habla Maqqari del alminar de Sevilla, que construyó Yacub al-Mansur, y dice que en todo el Islam no había otro que le sobrepujase en altura y magnificencia534. La Crónica del Santo rey D. Fernando describe el alminar tal como le encontró el conquistador. «La torre, dice, es por muy sutil y maravilloso arte labrada. Tiene en anchura sesenta brazas, e doscientas e cuarenta en altura. Tiene otra gran excelencia, que tiene la escalera por donde suben a ella muy ancha, e tan llana e tan compasada, que todos los reyes e reinas y grandes señores que a ella quieren subir a mula o a caballo, pueden muy bien subir hasta encima. Y encima de la torre está otra que tiene ocho brazas en alto, hecha por maravilloso arte, y encima de ella están cuatro manzanas, una sobre otra, tan grandes y de tan grande obra y hermosura, que no creo que se hallen otras tales en todo el mundo. La que está sobre todas es la menor. Y luego la segunda es mayor, e la tercera es muy mayor. De la cuarta no se puede decir su grandeza ni su extraña obra, que es cosa increíble a quien no la vido. Ésta es labrada por muy gentil arte. Tiene doce canales, cada uno de ellos de cinco palmos en ancho, y cuando la metieron en la ciudad no pudo caber por la puerta, y fue menester que quitasen las puertas y que ensanchasen la entrada para metella. Cuando el sol da en estas manzanas, resplandecen tanto, que se ven de más lejos que una jornada»535.

Este alminar se conserva, y es hoy la célebre Giralda, torre cuadrada que ha perdido ya su primitivo adorno de las bolas, y que ha sido algo desfigurada por un nuevo capitel o remate. La parte inferior de esta torre es de piedra de cantería, la del medio de ladrillo y la superior de tapia. Para ornamento de la parte exterior hay muchos elegantes ajimeces, cuyos arcos variados y recortados descansan sobre pequeñas columnas de mármol, entre las cuales, pulidos ladrillos o azulejos forman en el muro un rico tejido de varias y primorosas labores. La descripción de la gran torre de la mezquita de Córdoba, que construyó Abd al-Rahman III, y que era asimismo cuadrada y tenía muchos arcos en las ventanas, sostenidos por columnas de jaspe, sin que faltasen las bolas en el extremo superior, hace ver que era muy semejante a la Giralda, y nos deja conjeturar que dicha Giralda en su parte inferior y legítima nos ofrece la forma exacta del alminar que desde el principio estuvo en uso en España.

Los arcos de los ajimeces en la torre de Sevilla se elevan un poco hacia la clave, formando punta; manera que más tarde aparece con frecuencia; pero que no fue extraña en las épocas anteriores, según se nota en los costados de la interesante antigua puerta de Visagra, en Toledo, Estos arcos apuntados se usaron ya en el siglo IX en la mezquita de Tulun en el Cairo, y desde entonces, si no antes, según parece, fueron propiedad común del arte mahometano. Los árabes fabricaban a menudo los arcos como mero ornato, y los formaban de una masa de estuco que colocaban entre los pilares verticales o jambas. De aquí debió pronto y fácilmente nacer el deseo de dar al arco variedad y diversas formas, y sería ciertamente de extrañar que no se hubiese ocurrido el cambiar y alterar la forma redonda con la del arco apuntado. Sin embargo, nunca el arco apuntado se empleó por ningún pueblo mahometano como parte esencial de un sistema arquitectónico, y, si bien afirma, su importancia en la arquitectura la aplicación frecuente que de él se hizo, sería caer en error dejándose llevar de las apariencias, el atribuir a su aparición entre los árabes más importante significado y el poner esto en relación con el origen del estilo gótico.

La gran mezquita de Sevilla, de la cual aún se conservan algunos restos en la parte inferior de los muros de la catedral, y que sirvió para el culto cristiano hasta el siglo XV, estaba por fuera coronada de soberbias almenas y revestida en lo interior de blancas placas. Su techo, muy artísticamente adornado., descansaba, como el de la mezquita de Córdoba, sobre antiguas columnas de mármol, por donde se podía inferir que aquel edificio había sido también construido en los primeros tiempos de la dominación muslímica, y por Yacub al-Mansur sólo restaurada536.

En muchos lugares esparcidos por toda la Península Ibérica se encuentran aún edificios o ruinas que en su estructura o adornos revelan la mano o el influjo de los árabes; más raras veces hay datos seguros por donde se pueda averiguar la época de su fundación. En las regiones que fueron arrebatadas a los mahometanos se conservó aún largo tiempo la antigua manera de edificar. No sólo los moriscos edificaban y adornaban sus casas al uso de sus padres, sino que también los cristianos se complacían en la comodidad de tales viviendas y hacían construir las suyas según el mismo estilo y traza. Todavía en el siglo XVI eran proverbiales entre los españoles el lujo encantador y el atractivo con que los palacios arábigos robaban los sentidos; y el ascético Fray Luis de León los encomia al considerarse dichoso de hallarse tan apercibido contra las seducciones del mundo, que:


   Ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio moro, en jaspe sustentado.



A menudo estas obras de los tiempos posteriores a la reconquista son difíciles de distinguir de las que construyeron antes de la dominación cristiana. Ni las mismas inscripciones del Corán prueban otra cosa, sino que los moriscos, mientras se les permitió el libre ejercicio de su religión y el uso de su lengua nativa, siempre adornaban las paredes de sus moradas con piadosas sentencias. La distinción es aún más difícil de hacer cuando los nuevos edificios se han levantado sobre el solar de otros más antiguos y aprovechando sus materiales. A este género pertenece el alcázar de Sevilla, que en su estado actual es un laberinto de patios, salas, corredores y estancias, en donde la traza en general, y no pequeña parte de los adornos y detalles, revelan el gusto y la manera arábigos. La inscripción de la fachada principal dice que el rey D. Pedro ha construido aquel alcázar, pero es evidente que su obra no es ninguna construcción fundamentalmente nueva, sino sólo una restauración de muchas partes antiguas con la adición de otras537. Ya, según parece, los omiadas tuvieron un palacio en Sevilla538; también hemos hablado de los diversos palacios de los abadidas, y por último, entre las construcciones de los muwahidas, se menciona una fortaleza con palacios y kubba539; pero de ninguno de estos edificios se puede afirmar con certidumbre que estuvo en el mismo sitio que el alcázar actual, Después de la conquista de Sevilla fijó el rey San Fernando su residencia en el alcázar540, y parece indudable que este alcázar es el mismo que D. Pedro restauró y renovó.

La ciudad de Toledo es asimismo riquísima en restos de arquitectura arábiga541; pero ni los mejor conservados, como la hermosa puerta del Sol y la antigua sinagoga de Santa María la Blanca, consienten que se diga con seguridad que pertenecen a épocas anteriores a la reconquista542. En el cerro más alto que domina la ciudad, y donde ahora está: el alcázar, había ya sido edificado en el siglo VIII un fuerte castillo543; con ocasión de la reconquista de Toledo, se habla también de un castillo que dominaba todos los contornos544; pero en las hoy destrozadas ruinas del palacio de Carlos V apenas se advierten ya partes de muros arábigos. Del mismo modo ha desaparecido la obra maravillosa de las dos cisternas545, las cuales se iban regularmente llenando de agua conforme crecía la luna, y se iban quedando vacías cuando la luna menguaba, señalando así el número y la hora de cada día del mes546. Las ruinas cerca del Tajo, que llevan el nombre de Palacios de Galiana, son más interesantes por las románticas tradiciones con ellas enlazadas, que por sus adornos y arcos recortados547. En balde sebusca hoy algún rastro del alcázar, del arsenal, de las torres, mezquitas y casas de municiones que había en Gibraltar, obras todas que aún a mediados del siglo XIV llenaban de admiración y de orgullo a los creyentes cuando visitaban aquel baluarte del Islam548. En los alcázares de Segovia y de Cintra quedan aún algunos restos de su primitiva arquitectura; y Alcalá de Guadaira, cerca de Sevilla, puede jactarse de su castillo arábigo, bien conservado aún.

Entre las más importantes ciudades, singularmente en los últimos tiempos de la dominación mahometana, se contaba la fuerte y poderosa Málaga, puerto principal del reino granadino. Los escritores cristianos que la visitaron en tiempo de los muslimes, o inmediatamente después de la reconquista, hablan con admiración de sus edificios y fortificaciones y del encanto de sus alrededores. Cercaba la ciudad una muralla con muchas fuertes torres, cuyos parapetos estaban coronados de muchas almenas. Fuera de la ciudad y en la falda de un monte se veía la Alacazaba, que era un fuerte castillo, cercado de dobles muros y de treinta y dos gigantescas torres. Más alto aún, en la cumbre del monte, estaba el castillo de Gibralfaro, que se tenía por inexpugnable. En la parte llana de la ciudad había otra notable fortaleza con seis altas torres, que se llamaba el castillo de los Genoveses, y además, más cerca de la playa, otro gran edificio, igualmente con torres, que era el arsenal o atarazana (Dat al-Saana). «Y las muchas torres y los grandes edificios, dice Hernando del Pulgar, que están hechos en los adarves, y estas cuatro fortalezas, muestran ser obra de varones magnánimos, en muchos y antiguos tiempos edificados, para guarda de sus moradores. Y allende de la fermosura que le da la mar y los edificios, representa a la vista una imagen de mayor fermosura con las muchas palmas y cidros y naranjos, y otros árboles, y huertas, que tiene en gran abundancia dentro de la ciudad y en los arrabales, y en todo el campo que es en su circuito»549.

Los restos que en Málaga se conservarc aún de la época arábiga, se reducen a las atarazanas, en cuyo costado del mediodía se halla un elegante arco de herradura con la inscripción Solo Dios es vencedor; las ruinas de la Alcazaba y de Gibralfaro o monte del faro, y la torre de la iglesia de Santiago, que fue una mezquita. De la mezquita principal, cuyo patio era célebre por su hermosura y estaba lleno de naranjos de extraordinaria altura550, no queda el menor resto, como se nota al visitar la catedral, que ocupa hoy el lugar mismo. Interesantes restos de un castillo, fundado encima de una escarpada peña, tal vez del mismo castillo en que los hijos de al-Mutamid se defendieron tan valerosamente, se hallan aún en Ronda, «aquella egregia y encumbrada ciudad, a quien las nubes sirven de turbante, y de talabarte los torrentes»551.

En varias ciudades de España se han conservado algunos alminares convertidos en campanarios; así en Carmona el de Santa María, y en Sevilla los de Santa Catalina y San Marcos. En la iglesia de San Salvador se ve una losa de mármol, empotrada en los muros de lo interior de la torre, con una inscripción que dice que el rey al-Mutamid hizo reedificar, en el año 472, la parte superior de aquel alminar que un terremoto había derribado. En las iglesias de San Andrés y de San Lorenzo, también en la misma ciudad, parecen ser restos de mihrabs las pequeñas construcciones con cúpula que están al mediodía. Por último, San Juan de la Palma, en Sevilla, fue primitivamente una mezquita, cuyo alminar hizo construir una de las mujeres de al-Mutamid, como lo declara una inscripción cúfica que se halla en el muro exterior552. Además de este recuerdo de la época, brillante de la ciudad bajo el dominio de los Abadidas, despierta esta iglesia otro recuerdo de los días más terribles de la Inquisición. Cuenta la leyenda que un cadáver depositado en aquella iglesia se alzó del sepulcro para acusar a un rico judío a quien oyó negar la Inmaculada Concepción de la Virgen: la Inquisición se apoderó del pecador y le quemó vivo.



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