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Formas del aristotelismo ético-político en la Castilla del siglo XV 1

Juan Miguel Valero Moreno

Orígenes: omnia iam vulgata

«Natural cosa es de cobdiciar los omnes saber...»
«Omnes homines natura scire desiderant».


En la patria de Domingo de Gundisalvo y Juan Hispano cabía esperar que las obras de Aristóteles y sus tradiciones textuales no fueran por completo desconocidas a los hombres de letras de un siglo más tarde. En consecuencia no resulta insólito, pero sí singular, que el texto que será modelo y ejemplo de virtudes de la prosa castellana, se inicie con una cita de la apertura de la Metafísica. La composición de la General estoria, donde aparece, se inició hacia 1270 y se prolongó aproximadamente hasta la muerte, en 1284, del rey Alfonso X, que ordenó su escritura. Este texto, para el que no se puede reclamar prioridad cronológica desde el punto de vista de la historia de la lengua, es sin embargo el primer monumento de la prosa artística castellana, y también, en su concepción, la más ambiciosa historia general europea en lengua vernácula. Es su carácter de capostipite de una estirpe cultural lo que hace singular el arranque aristotélico de la General estoria, así como el modo en que una sentencia vulgata, como la que toma por bandera, aparezca plenamente recontextualizada2. Las condiciones de esta recontextualización y su vigencia en la fundación de una cultura romance obligan a estas consideraciones preliminares, sin las cuales no se entenderán correctamente las formas del aristotelismo ético y político castellano en su contexto europeo y su singularidad hispánica.

Esta aparición inaugural de Aristóteles no puede desligarse de lo que Bezzola llamó les origines et la formation de la littérature courtoise, en cuyo cauce general cobra sentido. Esto es, de su incardinación en un modo de expresión, la fabula, que desactiva en buena medida el dispositivo epistemológico que el escolasticismo creó para la difusión del pensamiento aristotélico en aras de una eficacia de la idea en el marco del relato.

Desde el inicio de Calila e Dimna, que absorbe y adapta una tradición oriental con semejante apertura aristotélica3, a los tratados de tipo sentencioso, a los regimientos o espejos de príncipes, a los compendios enciclopédicos, a la ficción caballeresca y desde luego la historiografía, el modelo aristotélico del saber se vertebra en una pragmática del discurso de innegable atracción ética y política y, por lo tanto, fundamentalmente orientado a la vida práctica de las comunidades en convivencia o en conflicto, antes que a su vida especulativa o teórica que, siendo crucial (y no pudiendo borrarse su huella en todo caso) discurrirá por caminos paralelos.

Muestra indudable de la fuerza de ley que construye la frase inicial de la General estoria, de su genio, es la derivación del inicio de la Metafísica a una escueta física. La sentencia no se aplica a una esencia, como discutirán los maestros latinos en sus comentarios, o a una cuestión de divisione philosophiae4. De hecho crea un espacio teórico a un discurso marginal en esa divisio, el de la historia; pero la historia como una forma de fabula (término que se encuentra marcado unos párrafos más adelante en la propia Metafísica)5. El hombre, simplemente, se distingue de la vida nuda por su capacidad para tomar conciencia de sí mismo. Para ello debe romper la barrera del presente, proyectarse en las tres dimensiones del tiempo y dar razón o causa de este sucederse que se manifiesta en un relato. Es un razonamiento que se calca sobre el inicio de la Metafísica, pero que se doblega a la intención de la historia regia. El rey, como el sabio, sabe conocer y dirigir el destino de su pueblo y dicta el sentido del relato al que este se proyecta en una forma última que en la práctica (como en los prólogos de las obras legales) deviene en una escatología. De este modo la historia se reintegra, de una manera muy peculiar, por elevación, a una nueva metafísica. Queda roto así el cerco de la ética y la política propiamente aristotélica, donde casi todo lo que ocurre al hombre en su relación con otros hombres queda circunscrito al negocio de la convivencia.

El modelo alfonsí, en su versión más a pie de tierra, se atiene a la seriedad del proyecto ciceroniano para la historia, maestra de la vida, a través de la auscultación de los tres tiempos cuya fusión cognoscitiva fundamenta la prudencia con el concurso de la memoria. En ella se asienta el sentido fuerte de exemplum, de lo modélico. En su versión más aérea, por otro lado, el modelo alfonsí se eleva a nuevos dominios de conocimiento (como los perseguidos por Alejandro, por ejemplo, en su precedente, el Libro de Alexandre), y en ellos el «rey faze un libro», no porque lo escriba con sus manos, sino porque, como el sabio de la Metafísica, el rey se constituye, en virtud del discurso que emana de su poder, como architecto de la humanidad, rex conditor de la civilización. Y, en consecuencia, en espejo de lo divino entre los hombres.

Desde la General estoria y durante más de un siglo, la ética y la política aristotélica se verán mediadas, en el campo romance, por distintas modalidades de la fabula. De este modo los realia aristotélicos (piénsese en un texto de la concreción de las Constituciones atenienses) y sus sistemas de organización pudieron obviarse, al tiempo que la doctrina esencial sobre el hombre pudo adaptarse a los nuevos contextos vitales con la mayor eficacia. La translatio filosófica no fue pasiva.

Por otro lado, si la referencia aristotélica de la General estoria puede ser interpretada en relación exclusiva con el sentido de lo que se dice en la Metafísica, no es posible, sin embargo, dejar de situarla, siquiera someramente, en su marco sincrónico. Los años en los que se compone la General estoria son los mismos en que Tomás de Aquino compone su comentario a la Metafísica (1268-1272), que se superponen en parte con la redacción del comentario a la Ética (1270-12716).

Como he sugerido, la sentencia inicial de la Metafísica es en realidad un paso hacia la ética (histórica, en tanto que uso y costumbre), objeto o espejo de una razón política. Ambos discursos se encuentran íntimamente conectados. Por ello resulta irrenunciable el vínculo de este proyecto con otros coetáneos, como la adaptación de la Ética en el libro II, 1-49 del Trésor de Brunetto Latini (1260-1266), que resulta ser una versión oitanica de la conocida como Summa Alexandrinorum a través de su primera disposición en el texto italiano que de ella extrajo el médico Taddeo Alderotti.

No hay espacio aquí para desarrollar esta vibrante historia intelectual (para la que me atengo al brillante estudio de S. Gentili)7. Baste recordar un hecho bien conocido, la presencia de Brunetto Latini como embajador en Castilla ante Alfonso X, la mención elogiosa que de este último se hace en el Tesoretto y el programa compartido de inmersión en el conocimiento que el Trésor, en su conjunto, comparte con el proyecto cultural alfonsí (véase el primer libro sobre los orígenes del hombre y de la civilización y la importancia de esa historia)8. Por no mencionar, poco más adelante, el uso de la sentencia de apertura de la Metafísica en el inicio del Convivio de Dante, el más famoso discípulo de Brunetto Latini. No se trata de casualidades, ni de coincidencias más o menos forzadas, sino de una condensación ambiental que vincula, de manera muy especial, los orígenes de la prosa artística castellana e italiana en un mismo desideratum: «tutti li uomini naturalmente desiderano di sapere»9.

Resulta difícil desligar lo que en fechas muy próximas Dante expresaba a través del Convivio, torso imponente de la primera tratadística de altos vuelos en romance, y la fabula de la Commedia, cuyo Infierno es una sucesión de historias ejemplares. Resulta llamativo también este camino de la historia desde los subterráneos de la humanidad ad astra, que en Castilla es una propuesta activa en otro tipo de texto, este de carácter doctrinal, pero con un componente ético muy importante, como es el Libro infinido de don Juan Manuel (sobrino del rey Alfonso X)10. Y en otro tratado, de carácter caballeresco, destaca la voluntad y el propósito (no cumplido, que se sepa) de que aquello que ha sido compuesto en manera de fabliella, como dicen en Castilla, se revista de la dignidad del latín por obra y gracia de un personaje tan insignificante como el Arzobispo de Toledo. Dice don Juan Manuel que el Livro del cavallero et del escudero fue «conpuesto en una manera que dizen en Castiella fabliella, et envialo al infante don Iohan, arçobispo de Toledo, et ruegal que tenga por bien de trasladar este dicho su libro de romançe en latin»; «Por ende dizen todos los sabios que la mejor cosa del mundo es el saber...»11. Se trataba entonces de un mundo intencional muy distinto, pero de una intención práctica no tan distinta a la que fue posible para la generación siguiente al Cid y Alfonso VI: que la versión vulgariter del De anima de Avicena, por ejemplo, se convirtiese, en el mismo espacio de Toledo y en el mismo círculo virtuoso, del vernáculo al latín12.

Aristóteles, como ya sucediera desde época helenística, fue objeto de un complejo sincretismo que permitió la convivencia de formas de impregnación heterogéneas. Al mismo tiempo que sedimentaba el Aristoteles latinus como corpus textual sólido y que este desencadenaba en el ámbito del studium una creciente de comentarios y glosas, una tradición ya no indirecta, sino más bien ficticia (pero anudada al tronco aristotélico en singular simbiosis), se manifestaba a través de sentencias y relatos de conocimiento que en Castilla se mostraron particularmente atractivos y resistentes en el tiempo. Fuera de la presencia de Aristóteles como maestro de Alejandro en el Libro de Alexandre, aglutinador de tradiciones europeas y mediterráneas en sentido lato, la figura histórica del educador es parte esencial de textos de origen oriental como el Libro de los buenos proverbios (ca. 1250), Poridat de las poridades (ca. 1250) o Bocados de oro (ca. 1260-1280), que contiene una significativa biografía de Aristóteles como parte de su estructura narrativa. Estas colecciones de enseñanzas no pudieron ser ignoradas por el taller alfonsí y, de hecho, como género, prolongaron su vigencia a la muerte del rey, así en los Castigos e documentos (1293) y, desde luego, en el Libro del consejo y del consejero (ca. 1293), atribuido a un gran señor eclesiástico, Pedro Gómez Barroso, lo que hace que la solicitud de traducción al latín del Livro del caballero et del escudero, de construcción sintáctica tan similar, resulte más enfocada. En el Libro del consejo y del consejero aparecerá, en el mismo párrafo, la unión entre la sentencia de apertura de la Metafísica y su deriva hacia la ética en la que he insistido: «Onde dize el sabio Aristótiles que todos los omes desean natural mente el saber [...]. Otrosí dize el sabio Aristótiles en el libro de las Éticas que...» (ed. Rey, 1962: 20).

La literatura sentenciosa, por su propia contextura fragmentaria (o tendencialmente fragmentaria) perduró activa a través de copias y reformulaciones hasta el siglo XV y por ella fluyó este Aristóteles un tanto subterráneo, pero el nuevo corpus textual aristotélico se afianzó en moldes de carácter más orgánico y en textos de compleja articulación conceptual y textual. Probablemente su modelo teórico más relevante, desde el punto de vista de su consustancialidad con la producción de ideas políticas en Europa, fue el De regimine principum de Egidio Romano, probable discípulo, pero no siempre seguidor, de Tomás de Aquino. El tratado de Egidio, compuesto (entre 1277 y 1279) para el rey Felipe el Hermoso, parecía abrir un nuevo paréntesis ético y político justo en las postrimerías del reinado de Alfonso X en Castilla. La fortuna de este tratado fue grande, y su influencia decisiva para la formación de un pensamiento político secular de corte aristotélico13. En francés se vehicularon diversas traducciones que amoldaron el texto a sus contextos más inmediatos de recepción, tal y como ha estudiado Perret14. En Castilla, la llamada Glosa castellana al Regimiento de príncipes (ca. 1344) del fraile Juan García de Castrojeriz dará lugar al texto de prosa política más importante del siglo XIV en Castilla15. No es extraño que don Juan Manuel, al que ya hemos visto interesado por Aristóteles, mencione su importancia en el Libro infinido (ca. 1334-1337; quizás hasta 1340)16.

Transición

En un siglo difícil (quizás el más arcano de la literatura medieval castellana) abocado a la ficción y la historiografía, el Aristóteles castellano afloró como telón de fondo discursivo, aunque en asuntos de importancia mayor, como la definición de la amistad o la construcción del ideario caballeresco en torno a la virtud pública. Pero un Aristóteles más entero y contextuado estaba todavía por llegar17.

No será, en verdad, hasta la década de los 30 del siglo XV cuando podamos referirnos con mayor propiedad, y hasta por primera vez, a un Aristotele fatto volgare en la Península Ibérica que lo sea o por tradición directa (de la tradición ya secundaria latina) o por vía indirecta, como sumario o exégesis de las versiones conocidas de los libros del Estagirita18.

Una advertencia preliminar, aunque cursiva: la presencia de la cultura alfonsí (de su modelo) en buena parte del siglo XV, atestiguada tanto por lecturas como por el elevado número de copias manuscritas y luego impresas de sus obras, será determinante: Alfonso X ha regresado al futuro. Sin la perspectiva de este risorgimento, que puede parecer lateral (pero no lo es) al tema que nos ocupa, el aristotelismo castellano del siglo XV pudiera ser erróneamente comprendido como una sucursal (aunque sea en magnífico mármol) del aristotelismo italiano.

Hacia mediados de la década de los 30 Juan Alfonso de Baena, funcionario al servicio de Juan II, culmina la compilación del cancionero más antiguo conservado en lengua castellana, el Cancionero de Baena. Este cancionero es, en parte, una historia de la poesía castellana desde el último cuarto del siglo XIV hasta sus días. Juan Alfonso de Baena antepuso a los poemas propiamente dichos un Prologus que, en sintonía con lo expresado en los textos inaugurales de la General estoria y la Estoria de España sitúa la poesía, en su dimensión histórica, como forma de conocimiento en el ámbito específicamente cortés y caballeresco. De nuevo, la sentencia de la Metafísica de Aristóteles (ampliada más allá de donde lo hacía la General estoria alfonsí) es crucial a la hora de revestir a la poesía de un aura científica: «E aun otrosí, porque la pereza es contraria e enemiga del saber, e açerca desto el gran filósofo Aristótiles dize que por quanto todo omne de su propia naturaleza desea saber todas las cosas...»19.

El Cancionero de Baena incluye un extenso dezir (un tipo de poema narrativo de carácter doctrinal) del mismo Juan Alfonso dedicado a Juan II de Castilla (el rey en torno al cual va a girar el aristotelismo cortesano de este siglo) donde el secretario-poeta confiesa: «Yo leí en Los Morales / de Aristótiles el sabio; / las Tablas del estrolabio, / e de Oclides e Natales, / e leí los Purismales / que relata Juan Bocaçio, / de Macrobio e de Oraçio / sus libros filosofales»20. El despliegue de esta cultura científica en el ámbito de lo que Boase llamó el resurgimiento de los trovadores se limita a las observaciones que Lawrance (1980-1981) especificó y que han sido matizadas en el marco más amplio del llamado humanismo vernáculo castellano por el propio Lawrance en una serie de estudios bien conocidos. Pero me interesa ahora citar este dezir de Baena por la coincidencia cronológica entre la supuesta lectura de Los Morales y la lectura en Salamanca, a través del sobrino de un hombre relevante de Castilla21, de un ejemplar de la versión de la Ética de Leonardo Bruni ante Alonso de Cartagena: 1432.

Es en torno a esta fecha (desde unos diez años antes, en realidad), y a partir de ella, que las formas del aristotelismo vernáculo en Castilla, junto a las latinas, rebrotan con una fuerza inusual. No habría podido alcanzar una difusión semejante (quizás la más potente de Europa en cuanto a formatos) sin el territorio abonado por los siglos precedentes.

Aristóteles redivivo: versiones en contraste (Bruni y Cartagena)

Avistotele poi. La posición secundaria en que Petrarca sitúa a Aristóteles con respecto a Platón en su Triumphus fame III (v. 7), que en verdad no se consagraría hasta la generación de Landino, Ficino o Varchi (limitada en inicio a determinados círculos y patrocinadores, como la Academia florentina, fundada en 1459 por Cósme de Médicis), contrasta como la luz con la sombra que ocupó el pensamiento platónico en la cultura castellana del Cuatrocientos (cfr. Round, 1978)22, para la que se puede decir que Aristóteles en todas sus formas y formatos, vulgata y científica, fue omnipresente23.

España (Hispania), que se había considerado en la primera mitad del siglo XIII la madre de Aristóteles, y cuya maternidad reclamaba todavía hacia 1439 el cordobés Juan de Mena, el poeta más respetado del Cuatrocientos castellano, cronista y secretario de cartas latinas del rey Juan II, adoptaba entonces a un niño nacido en otra cuna, Italia24.

El padre de esta criatura textual, que es el aristóteles latino y vernáculo que separó las aguas de la ética en la Península Ibérica desde al menos 1435, fue un hombre nacido en Arezzo, Leonardo Bruni (1370/1375-1444).

Sería una falta de tacto imperdonable tratar de justificar, ante lectores eruditos, la importancia de Bruni para la emergencia de la ética aristotélica en el Cuatrocientos italiano25. Sin embargo, como memorandum para su reflejo en el caso hispánico conviene anotar, esquemáticamente, las fechas de composición de las versiones de Bruni de parte del corpus ético de Aristóteles26:

  • Etica, 1416-1417, dedicada al Papa Martín V (1417-1431)
  • Ps. Económicos, 1419-1420, traducción y comentario, dedicados a Cósme de Médicis
  • Isagogicon moralis philosophiae (entre 1421-1424; o bien 1424-1426), a Galeotto Ricasoli
  • Vita Aristotelis, finales 1429, principio 1430
  • Politica, 1438, dedicada al Papa Eugenio IV (1431-1447)

La traducción de la Etica, directamente del griego al latín, que conculcaba las versiones anteriores por bárbaras («ut barbari magis quam Latini», «pueriliter... indocte»; I, 178)27, como la de Roberto de Groseteste, la más prolífica en el periodo escolástico, levantó una auténtica polvareda crítica. Más allá de sus detractores o de quienes la acogieron con los brazos abiertos, la traducción de Bruni significaba en sí misma una especie de cisma filosófico en tanto que proponía una vuelta al texto de Aristóteles limpio de la exégesis y las orientaciones acumuladas tras siglos de lecturas e interpretaciones. Su propuesta era leer a Aristóteles con ojos nuevos: una Wiederbelebung o resurrección, por emplear la notoria expresión de Georg Voigt. La ruptura con el vocabulario convencional del aristotelismo medieval no fue solo, como se ha dicho, una concesión al estilo ciceroniano, sino que, en realidad, propiciaba un cortocircuito conceptual, en cuanto los términos viejos dejaban de ser equivalentes a los nuevos28.

La resistencia del más famoso de sus opositores, Alonso de Cartagena (1385-1456), el hombre de letras más relevante de la Castilla de mediados de siglo, apunta a esta dirección: esto es, la fractura con la tradición fundamentalmente tomista y un vocabulario ya adquirido, generacionalmente, por linaje, podría decirse, para expresar un modo de verdad29.

Porque, en efecto, ¿qué sentido tenía la ethica nova de Bruni en un contexto político y una forma mentis como la castellana de entonces? Los primeros apuntes de lo que se ha llamado humanismo vernáculo en Castilla resultaban, por otro lado, extravagantes fuera de la Península Ibérica, pues en la Itálica se había apostado fundamentalmente por el modelo latino30.

Esta disparidad de culturas, no enfrentadas, pero sí paralelas, explica en parte las razones de la fuerza de Aristóteles en la lengua materna de los castellanos, complementaria a la latina en que continua su estudio en la schola (habiendo sido, no en vano, España, en el siglo XII, uno de los puentes de acceso privilegiado al Aristoteles latinus).

En cierto modo, España vivió la formación de la rediviva tradición ética aristotélica como un caso de doble personalidad (o al menos de ventriloquía), al hablar el Filósofo tanto en latín como en castellano.

El nuevo Aristóteles castellano se acuña por vez primera en la vieja patria del gran aristotélico Pedro Hispano, Lusitania. A raíz de una embajada a Portugal, Alonso de Cartagena compondrá para el príncipe don Duarte, de la casa de Avis, un resumen de la Ética basado en los libros III-VII del Estagirita: el Memoriale virtutum. La mayor parte de los críticos han propuesto los años 1421-1422 (con tendencia clara hacia este último) de esta primera obra original de Cartagena cuyo carácter auxiliar (propedéutico si se quiere) es, sin embargo, evidente. En su último libro sobre Cartagena, Fernández Gallardo propone 1425 como terminus post quem. De modo que, según Gallardo, «apenas cinco años separan el Memoriale virtutum, la primera obra original de Alonso de Cartagena, de la siguiente, las Declamationes»31, esto es, el tratado-epístola [aunque no debería llamarse Declamationes, ni, quizás, Declinationes] en que Cartagena establece la polémica sobre la traducción de la Ética por Bruni.

En 1422, y a petición de Juan Alfonso de Zamora, un noble de su compañía, Cartagena había traducido una obra de Cicerón, De officiis así como el tratado De senectute (versión fechada el 10 de enero de 1422), en cuyo prólogo se fija la apertura varias veces mencionada: «Todo omne segund dize Aristótiles ha de su naturaleza desear saber»32.

Es decir, con alguna posible variación en las fechas, entre 1420-1425 Cartagena dispondrá de forma paralela, en su orden mental y su escritorio, las obras de Aristóteles y Cicerón, precisamente aquellas que, en buena medida, Bruni trató de conciliar a través de un valor común a ambas, la elocuencia. Así lo explica Bruni en el proemio a su traducción de la Ética: «Atqui studiosum eloquentiae fuisse Aristotelem et dicendi artem cum sapientia coniunxisse et Cicero ipse multis in locis testatur...» («Aristóteles fue amante de la elocuencia [...] conjugó el arte de hablar con la sabiduría [...] acredita el propio Cicerón en muchos pasajes...»33. La «pasión por la elocuencia» («studio luculentissime»; ibid.) uniría, así, a los dos grandes modelos que Bruni propondría para la vida activa y que por él quedan retratados en el Cicero novus (desde 1412 hasta 1415) y en su Vita Aristotelis (1429-1430).

Esta proyección elocutiva, extramuros de la ciencia propia de los scholastici viri a los que Cartagena alude en varias ocasiones, es precisamente el punto de fractura entre el Aristóteles de Cartagena y el de Bruni. Cartagena se hallaba dispuesto a reconocer el genio de Bruni. Más allá del carácter laico de su formación, su independencia de los centros universitarios convencionales y su función decisiva en la vida cívica, el canciller de Florencia es reconocido por Cartagena no solo «doctissimus» (II, 196) sino también como «novellus [...] Cicero» (II, 198), un elogio que daba en la diana de las aspiraciones de Bruni y de cuya lisonja no pudo sustraerse este último ni siquiera cuando lo empleó para combatir a su adversario. Cartagena había envuelto la penitencia en el halago.

Cartagena, que reconocía desde el principio su ignorancia del griego, poco era lo que podía aportar desde el punto de vista traductológico, de ahí que se limite a comentar algunos de los términos ya señalados por Bruni en su proemio, como este recordará a cada ocasión. Para Cartagena la cuestión central no era un asunto de equivalencias léxicas más o menos acertadas, sino cómo la reformulación del léxico filosófico empeñaba un giro en el modelo mismo del conocimiento. Y, en este sentido, en qué forma debía transmitirse el conocimiento, ser controlado y difundido34.

Un estudio correcto del debate entre Bruni y Cartagena deberá alejarse de los caminos más trillados de nuestras preconcepciones sobre el humanismo italiano (a la florentina) y acoger la investigación de nuevas claves. Una de ellas debería investigar cómo la tradición hebrea de la que procede la familia de Cartagena invita a plantear la relación entre el texto base aristotélico y sus comentarios como paralelo al vínculo de dependencia que existe entre la Torá y el Talmud, así como al corpus exegético preciso de la Midrash o explicación de la Torá. No se trata de judaizar el pensamiento de Cartagena, sino de superponer dos modelos tangentes, el escolástico y el rabínico, y subrayar una decisiva porosidad y transversalidad entre ambos cuyo origen se sitúa, como mínimo, en el siglo XI35.

Si no yerro por completo en esta orientación, este sentido de las palabras de Cartagena no fue comprendido por Bruni (que procede de otro mundo espiritual, político y cultural). A Cartagena, al que en algunos casos se ha acusado de reaccionario o conservador (no sin parte de razón) no le resultaba molesta la convivencia entre el conocimiento de los antiguos y el de los modernos. A los antiguos correspondía un pensamiento arqueológico, más próximo al principio de las cosas (que ese doble sentido puede disfrutar la expresión «antiqua ingenia»; II, 200). De los modernos, a quienes correspondía el surplus (en término que se atribuye a Marie de France), alababa su «subtilitas» (II, 200), esto es, la agudeza para considerar e interpretar el significado de los «antiqua».

Para ello ha de entenderse que, en sentido lato, los antiqua proporcionan scripta, sobre los que se desencadena, al modo de la tradición talmúdica y escolástica, pero también académica o peripatética, una interpretación oral que, en su forma triunfante, como síntesis de un debate (cuya máxima expresión fue quizás el método tomista), desembocará en una tradición. Desde esta perspectiva (no filológica) lo tradicional es la exégesis, no el texto sobre el que versa la exégesis. De ahí que una nueva traducción de Aristóteles, tal y como la plantea Bruni (pero no así en el sentido de las translationes anteriores) suponga una ruptura de la tradición: no solo la anula, sino que exige la creación ex novo de una tradición nueva al reformular los puntos exegéticos sobre los que esta se articulaba.

Pudiera pensarse que la coincidencia entre Cartagena y Pier Candido Decembrio (el recopilador de los documentos del debate sobre la nueva traducción de Bruni) al alinearse frente a Bruni y su manera ciceroniana de trasladar a Aristóteles o Platón tiene por base una questione della lingua típicamente humanista. No pongo en duda que sea así en el caso de Decembrio. Pero me temo que el hecho de que ambos, el milanés y el castellano, defiendan la permanencia de los términos democracia, oligarquía o monarquía (cfr. V, 366-369), frente a las perífrasis de Bruni (que no triunfaron con el paso del tiempo, como es obvio hoy día) no pueda derivar en una consonancia de sentido. A Decembrio le interesaba la propiedad de las palabras, su valor conceptual y sintético, mientras que Cartagena, que no era ajeno a estos encantos, se decantaba más bien por su supervivencia.

Variar el textus receptus aristotélico, por muy inestable que fuera, suponía despedazar la tradición que este había generado. En el mismo sentido podría proponerse una versión de la Biblia ex novo. Pero es sabido que la filología bíblica se contentó con enmiendas parciales y no a la totalidad, como la que propuso Bruni respecto de la Ética. La imagen de Cartagena de la ethica vetus acosada por los perros de la modernidad recuerda a la de Acteón devorado por su propia jauría como venganza de Diana: «canes translationis nostrae» (II, 202), donde nostra es la vetus (lato sensu) en relación con la de Bruni.

«Nova traductio» (ibid.) es así un obstat, antes que una aceptación. Del mismo modo en que la Biblia se había vertido al latín, como lengua común de entendimiento de la nueva comunidad, los autores antiguos podrían trasladarse a las lenguas vernáculas, así como también ser traducidas completas y de forma irreprochable por primera vez al latín (de donde se generaría una nueva tradición), como en el caso de la República de Platón de Decembrio hijo. Pero, una vez establecido el texto común de trabajo, el escolástico debería mantenerse en los límites del debate oral, la adaptación o la interpretación.

La situación en la que Cartagena presenta su conocimiento de la Ética de Bruni parece que pudo ser histórica. Transcurridos casi cuatro años de su última misión diplomática en Portugal: «Cum vero quadriennio fere post elapso in illam eandem urbem pridie cum nostro principe veniremus, quae in Hispania parens studiorum est, quando suberat otium, cum viris interdum scholasticis loquebamur» («al llegar la víspera con nuestro príncipe a aquella misma ciudad que en España es la madre de la Universidad, cuando había sosiego, hablábamos a veces con los profesores»; II, 198-199).

Naturalmente, Cartagena se refería a Juan II de Castilla y a la Universidad de Salamanca, donde él mismo había sido alumno en su juventud. Allí, cuando el sosiego lo propiciaba, se habló de «diversis scientiarum opusculi» (II, 200) tanto de los antiguos como de los modernos. Fue gala de la conversación el que se discutiera de las últimas novedades. No lo era en verdad tanto la de la Ética de Bruni, cuya difusión desde 1417 fue relevante, y que centró los razonamientos de esa noche tan oportuna. Si el texto de Cartagena hubiese sido redactado en 1432 habrían pasado 15 años. También habrían transcurrido 10 años desde la implantación de los nuevos Estatutos de la Universidad de Salamanca (Roma, 20 de febrero de 1422) promulgados por Martín V, que sustituían a los del Papa Benedicto XIII.

Se ha asumido36 que el título XVI de las Constituciones forzaba el estudio de la ética aristotélica (con la conjugación de los Económicos y de la Política), que debería ser enseñada según el nuevo texto de Leonardo Bruni, que había dedicado su versión de la Ética justamente a Martín V. Suponiendo que fuera así, por fechas, para la Ética y de los Económicos, no era posible que en 1422 se enseñara también la Política según la translación de Bruni37.

¿Era posible, sin embargo, que Cartagena se fingiera más bien extraño a una Ética que afectaba a los studia de la Universidad en la que se había formado y que se habrían impuesto a través de unos Estatutos, los de Martín V, que no cabía que ignorase?38. Cartagena compuso su escena así: «una noctium de moralibus sermo ingessisset, ingeniosus adolescens nepos tuus novam quandam Ethicorum translationem in medium produxit, quam Leonardum noviter scripsisse tradebat» (II, 200).

Es decir, una noche en la que se trataba de asuntos de moral apareció un adolescente, sobrino de uno de los amigos de Cartagena, y posiblemente estudiante de la Universidad de Salamanca, que aportó la nueva traducción de la Ética según la versión de Leonardo (y no ya de Leonardum Aretinum; esto es mencionado familiarmente por el nombre de pila). Aunque nada se dice de ello sospecho que Cartagena, por las fechas en que sitúa aquella academia de los nocturnos, asume el debate que en el contexto universitario supuso la transición de la ética tradicional a la ética nueva de Bruni, que será la que ya en el último cuarto de siglo glose el catedrático Fernando de Roa, o que interese al propio Antonio de Nebrija39.

El paso de las posiciones de Cartagena a las de un Nebrija, frente a los barbari que detestaba Bruni, no será inmediato sino progresivo. Su éxito dependerá tanto del cambio textual de la Universidad como de la inmersión vernácula no ya solo de la ética de Aristóteles, sino de la aclimatación de una parte significativa del corpus bruniano, como punta de lanza a la que siguen las versiones de otros humanistas italianos como Decembrio, Poggio Bracciolini, Enea Silvio Piccolomini o Giannozzo Manetti40.

Pero, en el 1432 de la epístola (a dos años de la muerte de Enrique de Villena), ¿hasta dónde transigía Cartagena? Apenas cedía terreno a su contrincante41. La labor de comprensión de Bruni habría estado mejor empleada en las glosas o apostillas, o en una compilación, no en una nueva traducción: «si Leonardus ut apostillam vel glossulam quandam hanc nobis compilationem tradere voluisset» (II, 200)42. Una cosa era sumarse a la tradición, otra romper sus cadenas desde un punto de vista, además, que Cartagena consideraba incorrecto.

Antes de profundizar en este punto sería oportuno replantearse las recomendaciones de Cartagena con respecto a su cronología. ¿Se refiere Cartagena con el término «compilatio» a la traducción de la Ética? No parece lógico, a pesar de la traducción de González Rolán y sus colegas, pues poco más adelante Cartagena dice que si Bruni hubiese tratado simplemente de 'añadir' o 'acumular' su «nova traductio»43 a la ya existente, no habría nada que reprochar, salvo que lo que Bruni pretende es, precisamente, sustituirla, según se desprende de su proemio. Si la 'compilación' no es la 'traducción', Cartagena solo podría referirse a una labor como la suya propia en el Memoriale virtutum. Y esto es algo que, en dirección parcialmente opuesta a Cartagena, Bruni había realizado más o menos en las fechas en que compuso su Isagogicon moralis disciplinae.

En fin, la epístola de Cartagena sobre la traducción de Bruni se fecha en 1430 o, mejor, en 1432, según la situación que propone en sus preliminares pero, dado que su difusión europea no se certifica hasta 1436, habría que poner en suspenso la credibilidad de la redacción de 1432, diferenciando al Cartagena representado en la epístola del Cartagena autor de la epístola.

Esta ficción permitiría a Cartagena distanciarse, como si fuese de agua pasada, de un conflicto de intereses (intelectuales) que se planteó en 1435, fecha en la que Bruni enviaba a Juan II (11 de diciembre) una epístola por la cual se haría entrega al rey de Castilla de un ejemplar de su Isagogicon, junto a otros opúsculos suyos44.

Cartagena, que en su epístola se mostraba conocedor de textos menos notorios en la Península Ibérica, como sus versiones de los discursos de Esquines y Demóstenes, no podía desconocer esta compilación en forma de diálogo. En este panorama no parece del todo casual, o al menos entra en él como elemento de juicio, el que el Isagogicon de Bruni fuese traducido al castellano ya en 1435 o fecha posterior próxima, si se atiende a la versión que de él se contiene en el manuscrito 10212 de la Biblioteca Nacional de Madrid. Esta compilación entraba en competición con la de Cartagena, y variaba el rumbo que para ella había decidido.

El Memoriale de Cartagena se presentaba como la puesta por escrito de las conversaciones filosóficas mantenidas de viva voz entre Alonso de Cartagena y el heredero de la corona portuguesa, Duarte de Avis. En la redacción de esta obra, que se realizó en un plazo muy breve, según advierte su autor, Aristóteles queda difuminado por una imposición de referencias literales a los comentarios de Tomás de Aquino, In decem libros, así como abundantes referencias a textos contenidos en las Decretales. La orientación teológica y jurídica, pues, domina sobre la lectura de la Etica desnuda.

Este compendio, concebido primero como «cédula» y luego extendido a «librillo» «en dos partes»45 tendría una transmisión directa limitada a 5 manuscritos latinos46, y una tradición indirecta menor pero de mayor interés: por un lado fue traducido al castellano y dedicado a Isabel de Portugal, madre de Isabel la Católica, en 1474 (muchos años después de su composición original y muerto ya su autor); por otro lado, el Memoriale virtutum fue la causa eficiente de que Don Duarte decidiera poner por escrito una serie de anotaciones de carácter moral y político en un tratado conocido como Leal conselheiro (ca. 1435, precisamente), pieza clave de la literatura portuguesa del periodo47.

Una de las excusas de modestia de Cartagena en el prólogo al Memorial es precursora de la figura del compilador o glosador que reclama como oficio para Bruni (y que, en efecto, ocupa el grueso de la producción de Cartagena): «non commo de actor, mas mi offiçio commo de péñola demandavas»48, donde reclama la «dignidad de los escrivientes»: «los sabios escriven porque saben; los otros, por que sepan. Aquellos fallan; estos usan de las cosas falladas de buen talante»49. Y, algo más adelante, rechaza toda autoría más allá del aparejar, ayuntar o ensamblar de unas y otras sentencias o dichos: «todo lo que sin actor escripto aquí leyeres, al Filósopho e a los glosadores d'él (señaladamente a Thomás) atribuye las palabras»50.

Reclama por último Cartagena alejarse de «alta manera de fablar» incluso si el original se encontraba expuesto «alto grado de eloquençia»51. Su objeto queda así declarado: «Aquí trata de fundamento de las enseñanças de la virtud moral, porque al presente, non fermosura de fablas, mas firmeza de conclusiones buscamos»52.

Son razones semejantes a las que se oponen a Bruni en la fase de difusión de la epístola de Cartagena sobre la Ética del Aretino, donde considera que cometen un error «qui putant sententiam moralem eloquentiae subiugandum» («quienes creen que el juicio moral debe subordinarse a la elocuencia»53 y más aún: «qui scientiarum districtissimas conclusiones eloquentiae regulis subdere vult, non sapit, cum verba addere ac detrahere ad persuasionis dulcedinem pertinet, quod scientiae rigor abhorret» («el que quiere someter las conclusiones extremadamente rigurosas de las ciencias a las reglas de la elocuencia, no es juicioso, puesto que requiere añadir o suprimir palabras en aras del encanto de la persuasión, cosa que el rigor de la ciencia aborrece»54; y de nuevo: «Saepe enim elegantia sermonum, si non stricto iudicio dirigitur, simplicitatem rerum confundit, quod maxime rectum scientiae intellectum perturbat» («frecuentemente la elegancia de los discursos, si no se orienta con un criterio muy riguroso, distorsiona la pureza de los objetos, cosa que trastorna seriamente la comprensión cabal de la ciencia»55.

Lo que para Cartagena era una cuestión de scientia para Bruni era una contienda de litteris studiisque56, según escribe en su primera respuesta a Cartagena: una causa comprometida no con los intereses del prelado, sino con los studia nostra, que para Bruni son, esencialmente, los nuevos saberes, los que competen al estudio de «los filósofos, los poetas, los oradores y los historiadores» («philosophis et poetis et oratoribus et historicis»57. Esto es, los que atañen a un conjunto de saberes que todavía hoy reconocemos como característicos de los studia humanitatis, y cuya formulación contrasta con la parcelación del saber definitoria de la schola tradicional.

Esta separación de los ámbitos del conocimiento (que Cartagena es capaz de apreciar tanto en su campo como en el contrario) es la que explica el reflejo de Cartagena cuando al referirse a su conocimiento de la Ética le viene a la memoria como ejemplo más inmediato un código legal, las Partidas, «in quibus nonnullos textus Ethicorum insertos legamus» («en las que leemos algunos pasajes intercalados de la Ética»)58. Claro que las Partidas eran mucho más que un código legal al uso: en el texto impulsado por Alfonso X el Sabio se formulaba un mundo posible cuyo modelo cautivó a Cartagena: ese mundo no solo trataba de la enseñanza universitaria en uno de sus múltiples apartados; también, por ejemplo, de la función del rey y la nobleza, núcleo de un importante tratado de Cartagena con título de evidentes reminiscencias jurídicas, el Doctrinal de los cavalleros (ca. 1444), en que las Partidas ocupan un puesto central.

En tanto Cartagena remitía sus posiciones a un núcleo duro tradicional (y a la traditio hispánica propiamente dicha, en que el pueblo se unifica «so un rey»59, mientras los venecianos, florentinos y semejantes lo harían a manera de «comunidad» (identificación que difícilmente podría aceptar Bruni, por cierto)60, Bruni, al que el «libellum»61 de Cartagena había hecho reír (como las prédicas de San Pablo a los filósofos griegos, podría decirse), comparaba las críticas del obispo de Burgos y las de otros supuestos reaccionarios como «si in picturam Giotti quis faecem proiceret»62: como si alguien arrojara excrementos sobre una pintura de Giotto, un pintor moderno cuyas poderosas imágenes se asimilaron al poder de persuasión de la oratoria63.

La arrogancia de Bruni con respecto a su opositor hispano, apoyada en principio en opiniones favorables a su postura, como las de Poggio Bracciolini o Pier Candido Decembrio, no pudo desembarazarse de la terquedad de Cartagena tras la primera torna. El prelado español había contraatacado, como escribe Poggio: «Rescribit ille epistolae tuae perstans in sententia. Candidus [...] suscipit defensionem tuam illumque acriter arguit» («Aquél contesta a tu carta obstinándose en su postura. Candido [...] adopta el papel de tu defensa y le replica con dureza»; IV, 286-287). Es probable que Bruni no pensara que tendría que regresar al campo de batalla. Enfrente tenía a un litigante profesional, un experto en derecho (como lo considera Bruni) que se atiene a las formas judiciales («iudicii formam»; V, 288)64. En esta contienda Bruni se dirige a Francesco Pizzolpaso (obispo de Milán e intermediario de su colega mitrado, Cartagena) como juez de la epístola de Alonso: De interpretatione (V, 288).

Bruni captó en parte la tradición sobre la que Cartagena basaba su defensa, y lo acusó de ser tan experto y docto en asuntos de derecho como ignorante en las disciplinas que realmente conforman al hombre («disciplinae et artes, quae doctum et eloquentem faciunt hominem»; V, 290). Aunque no conocemos la segunda epístola de Cartagena, ni tampoco su respuesta a esta última defensa formal de Bruni, el combate («gladiatorio ludo»; VI, 330), comparado también a los «certamina litterarum» (VI, 330), «non ferro sed ingenio» (VI, 330) se dirimió en tablas, firmándose entre ambos disputatores un pacto de amistad: «inter nos amicitia vera» (VI, 332). Cartagena debió aceptar el genio que daría fama a Bruni «in posterum» (VI, 332) y se acordó compartir todo como buenos amigos, «Amicorum enim communia omnia» (VI, 332). Los desplantes iniciales de Bruni se transformaron en elogios extremados al hombre que ahora considera conocedor de las litterae, depósito de «mirabili sapientia et optimorum copia verborum» (VI, 330). De este modo (y con el ambiguo sintagma «copia verborum»), Bruni procura atraer a Cartagena a su terreno.

Pero, ¿se trata de una verdadera amistad, de una cortesía realmente pacífica? El epistolario entre Bruni Cartagena se acaba aquí (mientras no afloren nuevos documentos). Y el final de la epístola de Bruni no puede ser más desasosegante. Bruni, que había propuesto a Cartagena compartir todo como buenos amigos, le informa de que no hacía mucho había enviado al rey de Hispania algunos opúsculos suyos, que el rey mismo le había pedido a través de cartas oficiales, y que entre ellos se encontraba uno cuyo título era Isagogicon moralis philosophiae (VI, 334).

¿Cómo debía encajar Cartagena esta noticia?, ¿podía ignorar el principal interlocutor cultural castellano de Juan II la existencia de esas cartas y de los títulos recibidos por el rey? Pienso que no, y pienso que Bruni lo sabía y de forma sutil y elegante mostraba a Cartagena la preferencia y curiosidad del rey por sus obras. Así como, al no reconocer otras en la actividad de Cartagena, ignoraba de facto o de intento, la enorme tarea cultural del prelado desarrollada hasta entonces, entre la cual figuraba ya un imponente volumen que contenía el corpus Senecanum traducido y glosado parcialmente por Cartagena a instancias de Juan II.

Las ideas y los caprichos de los hombres y del tiempo reservan siempre sorpresas. A partir de un incunable zaragozano de 1496 y luego de la impresión toledana de Pedro Hagembach (1502), de Las epístolas de Séneca, esta traducción (y no la de Cartagena) vendría acompañada en varias ediciones posteriores de la Summa de philosophía moral (esto es, el Isagogicon de Bruni, como complemento)65.

Pero antes de que la imprenta impusiera esta compañía, hacia 1435, Alonso de Cartagena, en misión diplomática en el Concilio de Basilea, y Leonardo Bruni, en sus negotia, entraron en competencia por un territorio cultural que en ese momento ninguno de los dos pisaba: Castilla. La versión vernácula del Isagogicon llegaba para imponerse al texto latino del Memoriale en cuya «Distinción general de toda la moral philosophía»66 se establecía un «cuerpo»67 de doctrina aristotélica que afectaba al regimiento de la persona, la casa y la ciudad (o cualquier comunidad constituida por un cierto consenso). Sin necesidad aparente de Bruni, Cartagena había delimitado ese cuerpo en los diez libros De las Éthicas (al que se le puede anejar un «librete» De buena fortuna), un libro de Ichonómica, ocho libros De las Políticas y, en conexión con la elocuencia como parte de la ciencia civil que Cartagena había bebido en Cicerón, los tres libros De la Rethórica. Cartagena advierte que en estos cinco libros «está toda la Filosophía Moral», la misma, aproximadamente, que se podía estudiar en Salamanca, y que el resto de la «muchedumbre de libros»68, esto es, «glosas», «comentos», «summas», «tratados diversos», «enseñança e regimientos de prínçipes» o «epístolas» son accesorios y no fundamento del cuerpo principal, a semejanza de los libros del Derecho:

E así commo en el Derecho, aunque sea escripta grande muchedunbre de libros, enpero los testos del Derecho en çiertos e determinados libros se contienen, los quales son nonbrados cuerpo: los canonistas quatro libros solamente cuerpo del Derecho Canónico, los legistas, çinco libros cuerpo del Derecho Çivil llaman.

(Ibid.)



¿Podía imaginar Cartagena cuando componía el Memoriale que el cuerpo aristotélico que él fijaba y que había aprendido en su adolescencia69 acabaría siendo estudiado en su Universidad según el texto Bruni? ¿Que en Castilla se difundiría la summa de Bruni entre los nobles, así como la Vida de Aristóteles del Aretino?70

Por el momento las posiciones aristotélicas de Cartagena estaban siendo barridas por la avanzada bruniana, que se extendía a otros frentes que no eran el puramente aristotélico. Íñigo López de Mendoza, el famoso Marqués de Santillana, el promotor cultural más importante de la nobleza castellana, acopiaba textos de Bruni y de otros italianos en su magnífica biblioteca. El interés por un texto de Bruni, De militia, se traducirá en el contrapeso de una Qüestión (1444) de Cartagena sobre la caballería a petición del magnate, que se extiende en esas mismas fechas al Doctrinal de los cavalleros, compuesto a instancias de Diego Gómez de Sandoval, conde de Castro, donde el prelado hará gala de su extenso dominio jurídico. En la Qüestión Cartagena llama a Bruni «discreto orador, mi muy espeçial amigo, con quien por epístolas ove dulçe comerçio...»71.

Pero, si bien he de dejar claro que no pretendo sugerir una especie de paranoia intelectual de Cartagena, la «amistad sincera» de la que González Rolán y sus colegas hablan debe matizarse con las reticencias e imperfecciones que el obispo de Burgos señala siempre en la obra de su viejo (y pocos días ha fallecido) contrincante. Así, en la respuesta a Santillana, tal y como citan González Rolán et alii, Cartagena aclara: «Dezides, señor muy amado, que en un libro que Leonardo de Areçio conpuso para demostrar dónde el ofiçio de la cavallería aya proçedido e avido comienço, entre otras militares doctrinas faze mençión de çierto juramento que los cavalleros fazían, e non lo declaró tanto commo vos quisiérades, e lo que él dexó de dezir querríades vos de mi lo saber. E yo para esto quisiera ver aquel su tratado...». Así pues Cartagena se muestra, por boca de Santillana, como la persona con autoridad suficiente como para resolver una cuestión oscura (y de importancia fundamental en aquellos años de intenso debate sobre la caballería, como explicó J. Rodríguez Velasco)72. Y, de nuevo, insiste en desconocer una obra de Bruni redactada en 1421 y que figuraba ya traducida al castellano en el famoso compendio bruniano que se contiene en el manuscrito 10212 de la Biblioteca Nacional (y que perteneció a la Biblioteca de Santillana), espejo vernáculo del códice latino, también con obras de Bruni, de El Escorial, g.IV.3, cuya primera obra era el Isagogicon y a la que precedía, justamente, De militia. En el ms. 10212, por otro lado, la versión castellana del De militia abría la compilación, y a este tratado seguían dos epístolas de Bruni a Juan II, una de las cuales es el prólogo a la traducción del Isagogicon, que Cartagena, a esas alturas, no podía desconocer.

Poco antes, en relación a los modelos pedagógicos en liza, la traducción al castellano del tratado de Basilio Magno sobre la educación de los jóvenes tendrá su contrapartida en una epístola latina al Conde de Haro (el otro gran amante de los libros de la nobleza castellana) sobre los estudios literarios (1440 Lawrance; 1442 Gallardo), donde Cartagena sugerirá restricciones a la formación cultural de las élites nobiliarias (sobre todo en lo que atañe a la literatura de ficción)73.

En otro frente, la versión del Fedro platónico según la versión de Bruni por Pero Díaz de Toledo tendrá su contrapeso en el empeño de Cartagena por traer a España la primera versión completa directa del griego por obra de Pier Candido Decembrio, del cual se alza como intermediador cultural y cuasi agente literario en Castilla74.

La historia de esta mediación platónica es el paso adelante de Cartagena para situarse en la vanguardia del pensamiento de su tiempo y será uno de sus intereses principales desde 1438 y hasta su muerte en 1456, fecha en la que Decembrio dará cuenta, en una de sus epístolas, de la compilación de los textos que vertebraron la disputa con Bruni a mediados de los treinta, y donde se reconoce la victoria, ciertamente pírrica, de Cartagena.

Si del 36 al 39 tuvo lugar la guerra fratricida, plusquam civilis, que enfrentó a los dos Aristóteles en el escenario internacional (abstracto) del Concilio de Basilea, el armisticio, con el retorno de Cartagena a su patria, dará a este la oportunidad de poner orden en su propia casa, donde el tiempo de su ausencia no había pasado en balde.

En 1438 los Estatutos de la Universidad de Salamanca promulgados por Martín V habían sido confirmados. Los textos de Bruni habían tomado posiciones en Castilla que no abandonarían. Pero Cartagena no estaba dispuesto a abandonar tampoco las suyas, ni en el studium ni en la curia. Mientras multiplicaba sus textos vernáculos, cada vez más orientados a establecer una doctrina del conocimiento entre la nobleza castellana, no descuidaba sus antiguos baluartes latinos, pero ahora los defendía como conductor de las tropas de asalto. Su alianza platónica con Decembrio generó un movimiento en pinza muy particular. Por un lado, el disenso entre Decembrio y Bruni le permitía neutralizar el empuje del segundo; por otro lado, sin renunciar al modelo tradicional que había defendido ante Bruni, pudo acogerse al campo de los «humanitatis studia»75 y pudo actualizar con pérdidas mínimas, las posiciones que había cimentado en la década de los 20 y hasta el 34, aproximadamente.

Cartagena actuó con prudencia y astucia. En su primera epístola indica a Decembrio que se ha enterado a través de la carta dirigida a Pizzolpaso, de que en fechas recientes había traducido del griego al latín el libro quinto de la República (o Politia Platonis; AC-PCD: I, 355). Inmediatamente le asegura que no desea entrar en una nueva polémica y que, en efecto, si no había entrado antes «in palestram scholasticam» (expresión que Decembrio recogerá con agudeza en la epístola sucesiva, donde tilda a Cartagena de «humanissimus»; PCD-AC: II, 356), era solo porque las muchas ocupaciones derivadas de la política conciliar se lo impedían. Más adelante, en la sexta epístola que conservamos, Cartagena plantea la correspondencia en términos de un «scholasticus [...] sermo», esto es, un debate científico, apto solo para hombres de su formación, en donde ellos habrán de dirimir las orientaciones futuras de la filosofía moral. Dicha estrategia consistía en recuperar la obra de Platón como correlativa (no inferior) a la de Aristóteles: «inter duos hos summos philosphiae principes aliquid perfunctorie determinandum est» («entre estos dos insignes maestros de la filosofía no hay que establecer diferenciación alguna de manera superficial»; VI, 374-375). La traducción completa de la Politia de Platón permitiría una comparación completa con la Política de Aristóteles, cuyo objetivo último habría de consistir en asentar «nuestra doctrina y para fundamentar las costumbres de nuestros ciudadanos» («nostram doctrinam componendosque mores civitatum nostrarum»; XV, 415-414).

Esta propuesta iba mucho más allá de una traducción al latín de Platón. La actitud de Cartagena no fue en ningún caso pasiva, no se limitó a esperar una copia de la Politia de Decembrio o a regalarse con la efímera posteridad de la dedicatoria del libro VI76. Muy al contrario, Cartagena introduce tímidamente el pie entre la puerta y la jamba, «cum Platonis in libris nullam familiaritatem hucusque acquisivi» (VIII, 380); «tu mihi familiarizas Platonem» (VIII, 382), para luego entrar en la oficina de Decembrio a instalar su enciclopedia.

De repente el Cartagena ignorante de Platón recuerda que el padre de Pier Candido, Uberto, había llevado a cabo una traslación de esos mismos libros de Platón, y que él mismo había visto esa traducción. Pero, ¿dónde?; «inquirens ergo bibliotheculam meam reperii librum quemdam, qui per sex libellos distinguitur et De republica Platonis intitulatur, in cuius subscriptione talis annotatio iacebat: 'Explicit Platonis liber sextus et ultimus De republica sive Iustitia, quem Ubertus December cum superioribus libris opere Emanuelis Crisolorae fideliter a graeca lingua transtulit in latinam'» («rebuscando en mi biblioteca encontré una obra que está formada por seis libros y se titula Sobre la República de Platón, cuya suscripción rezaba así: "Concluye el sexto y último libro Sobre la República o la justicia que, junto con los libros anteriores, Uberto Decembrio tradujo fielmente del griego al latín en colaboración con Emmanuel Crisoloras"»; VIII, 384-385). ¿Podía haber olvidado en algún momento Cartagena que en su importante pero limitada biblioteca privada figuraba ese volumen? ¿Se podía pedir más detallada información de una suscripción, de otro lado? Enseguida Cartagena achaca a esa versión, en todo caso incompleta, que su texto «estaba tan corrompido por defecto de los copistas que en muchos pasajes resultaba prácticamente ininteligible» («quod liber ille adeo corruptissimus vitio scriptorum erat, quod plerisque in locis fere intelligibilis redebatur»; VIII, 385-384).

Esta será la excusa perfecta para una colaboración con Decembrio en la que, de nuevo, el obispo de Burgos, podrá eludir su desconocimiento del griego. La intervención de Cartagena se extiende a dos campos: el más relevante es el léxico. Cartagena refuerza e impulsa las opiniones de Decembrio sobre la traducción que coinciden con las suyas, y que habían sido fundamento tanto de su Memoriale virtutum como de la controversia con Bruni (al que así refuta de nuevo, implícitamente). El segundo, solo secundario en apariencia, afecta a la ordinatio del texto y su mise en page. Las propuestas sobre el modelo de presentación, rúbricas, argumentos y demás corolarios característicos de la cultura escolástica serán aceptados por Decembrio, no solo para la Politia, sino también para la organización de las Declamationes, para las que Cartagena solicita argumentos y palabras clave que permitan un mejor acceso a los textos de la polémica.

Se ofrece también para la presentación y difusión asistida de la obra de Decembrio ante Juan II y en Castilla, así como a hacer de anfitrión si Decembrio decide visitar Castilla. Y, también, designa al arcediano de Treviño, Rodrigo Sánchez de Arévalo (1404-1470), discípulo suyo y hombre fuerte en Roma, como intermediario entre ambos77.

Será este Rodrigo Sánchez de Arévalo, ya en tiempos de Enrique IV, uno de los adalides del escolasticismo vernáculo (o escolástica vernácula) que Cartagena propuso como modelo78. En la Suma de la política de Sánchez de Arévalo (1454-1455) domina el razonamiento de corte aristotélico, pero ya las opiniones de Platón afloran a cada paso completándose las unas con las otras. Sin embargo, lejos de la postura que hoy se considera como la más típicamente humanística, la confraternización de Aristóteles y Platón puede considerarse espuria. No solo su pensamiento aparece diluido en un esquema en buena medida ajeno al de sus obras originales, plagado de matices y hendíadis que un humanista stricto sensu habría repudiado, sino que Tomás de Aquino y Alberto Magno, a través de sus respectivos comentarios y tratados, matizan en todo momento el alcance de las propuestas de los Antiguos79. Las fuentes de Sánchez de Arévalo son más ricas y se han adaptado a los tiempos en relación con el Memoriale de Cartagena, pero la vía abierta por el maestro había sido recorrida de nuevo por su discípulo.

Las Questiones aristotélicas de Alfonso Martínez de Madrigal (El Tostado)

Esta vía escolástica era semejante (aunque no idéntica) a aquella que siguió Alfonso Martínez de Madrigal, apodado «El Tostado» (1401-1455), stupor mundi por su inmensa producción científica, su memoria fuera de toda medida y su habilidad para trabar los más diversos argumentos y cuestiones.

No es factible, con los datos de que disponemos, saber si en la convenida noche de autos de marzo de 1432, el Tostado fue uno de los interlocutores, reales o ficticios, de Cartagena, ni cuál pudo ser su relación entonces, si es que hubo alguna entre ellos. El Tostado no era todavía el hombre de fama que sería enseguida, pero ya ostentaba el cargo de magister en Artes en el año 1426; en el año 1432 era alumno del célebre Colegio de San Bartolomé, del que sería rector en los años 1437-1438, poco después de alcanzar el grado de magister en Teología. Durante un lustro, en todo caso, había enseñado Filosofía Moral (1425-1430) y se le podía considerar perfectamente versado en esta disciplina, que le interesó hasta las postrimerías de su vida: en el año 1453 se datan sus Cuestiones de filosofía moral, una exégesis vernácula parcial de la ética aristotélica desde la perspectiva teológica que dominó sus amplísimas exégesis bíblicas80.

Sin embargo, el tratado moral que ahora reclama nuestra atención es más temprano, y coincide con intereses paralelos a los de Cartagena. Su título no puede ser más significativo, De optima politia. Ha sido datado por parte de la crítica en el año 1436, fecha que se apoya en su proximidad con otro opúsculo, De statu animarum, pero que no es definitiva. Soy del parecer de mi colega E. Fernández Vallina cuando considera que el núcleo de esta obra podría antedatarse a los años 1425-1430 (periodo de su enseñanza en Filosofía Moral)81. En efecto, las razones que se contienen en las ediciones del opúsculo permiten conjeturar que el texto que hoy leemos es la extensión de una repetitio académica anterior a una redacción de hacia 1436. De este modo podría entenderse el De optima politia como un tratado desarrollado en la atmósfera teórica sobre las distintas formas de gobierno que rodeó al Concilio de Basilea, al que también fue enviado el Tostado, junto a Juan de Segovia, como legado de la Universidad de Salamanca en Siena (1443) y Roma, por ejemplo, donde presentaría su Defensorium trium conclusionum en el que se discuten los límites del poder Pontificio. En fin, en tanto que consejero del rey Juan II la figura y la obra del Tostado no pudieron ser ignoradas por completo por Cartagena, cuyos movimientos resultaban en ocasiones coincidentes con los del futuro obispo de Ávila82.

El De optima politia es un tratado muy notable, vivo y original en su especie, que se alinea con otras preocupaciones específicas del Tostado sobre el amor desde la perspectiva aristotélica y también platónica, como es su tratado Breviloquio de amor e amiçiçia (y, en su caso, la obrita atribuida Tractado de cómo al ome es neçesario amar)83. Y que, a su vez, forma parte, por extensión, de su tarea de revisión historiográfica y mitográfica, de sumo interés. En la práctica supone la inmersión del Tostado en tres campos característicos de los studia humanitatis, la filosofía moral, la historia y la poesía (representada por los mitos paganos).

La ciencia del Tostado se aplicó a ejercer sobre los grandes temas del humanismo un rigor flexible cuyo término era el sincretismo de los estudios humanos (y paganos) en el marco de la tradición cristiana más acendrada. De este modo la lectura del mundo clásico venía siempre reconducida a los espacios familiares que la tradición escolástica produjo para su digestión y control. En este sentido, la apabullante obra de conocimiento que significa la composición del Comento sobre Eusebio (esto es sobre los Cánones Crónicos de Eusebio de Cesarea-Jerónimo) resultaba repugnante a la sensibilidad de un Petrarca respecto al texto de Tito Livio (pero no lo habría sido tanto al Petrarca del De otio religioso). O dicho de otro modo: una empresa editorial de la magnitud que adquirió la impresión de las obras completas del Tostado, entre las que se encontraba este Comento, era la exacta contrapartida de los desvelos de un Aldo Manuzio por los textos clásicos limpios de polvo y paja.

En esta dirección, los cuidados del editor de 1529 ofrecían un introito disuasorio a un texto que poco tiene que ver con esa descripción restrictiva y que es, si nos olvidamos de los prejuicios humanísticos, una auténtica delicia. Dice ese paratexto que en la obra titulada De optima politia: «In qua Platonis et Socratis aliorumque priscorum philosophantium respublica tanquam erronea ac bonis moribus repugnans excluditur» («En ella se rechaza, como errónea y opuesta a las buenas costumbres, la república de Platón y de Sócrates y de otros filósofos antiguos»)84.

Pero este aparente olor a rancio se disipa de inmediato con la lectura del prólogo de Alfonso Polo a Fernando de Valdés, el Inquisidor. Nada más ajeno a la virtud que debe imperar en la república de las letras, piensa Polo, «depravare scilitet studia et recognitiones aliorum, litteras ventilare, calumniari in syllabas totidemque exactis vigiliis detrahere» («cual menospreciar los estudios y conocimientos de los demás, vilipendiar las letras, criticar sin razón los poemas y denigrar tantas vigilias trabajadas»)85. Por ello tampoco habrá de menoscabarse su empeño en editar esta singular obra del Tostado, «cum iam eius nominis fama totum pene discurrit in orbem usque adeo ut in odorem operum eius passim currant scholastici disputatores ac divini declamatores eloquii» («cuando ya la fama de su nombre se extendió por casi todo el orbe hasta el punto de que los disertantes escolásticos y los expositores de la divina palabra corren por doquier tras la fragancia de sus obras»)86.

Esta obra de suave doctrina, como la considera Polo, merece ser conocida, a pesar de que faltan varias de sus partes para que esté completa, y de que debiese cotejar varios ejemplares en orden a reconstruir con algo de fiabilidad el texto primero. Para Polo incluso un torso, unos fragmentos de la obra del Tostado, merecían su empeño y fatigas como editor. Así es, ciertamente, porque los pasajes que sobrevivieron de este tratado bien valen la pena. El estilo del Tostado en sus preliminares es florido y fascinante: abre con una introducción mitológica en la que él mismo persigue a las musas para que alumbren su camino. En ella se aprecia una convivencia estrecha y una comprensión profunda de la cultura pagana, sin sombra de rechazo: «Quia ego Platoni meo vehementer assentior, qui in niminis quoque rebus dixit divinum auxilium invocamdum» («yo estoy firmemente de acuerdo con mi Platón, quien dijo que también en las cosas más pequeñas ha de invocarse el auxilio divino»)87.

La presentación del curso sobre los sistemas políticos de la Antigüedad (basada fundamentalmente en Aristóteles) rezuma amenidad tan pronto como atravesamos su pórtico metodológico: «Secundum operis partitionem priori pertransita incoemus, et paragraphus super quem repetitionis huius tota fundatur intentio ab Aristotele, lib. II, Politicorum id est, circa principium collocatur. Circa quam considerationem tria facere destinavi: primo, paragraphum commentari; secundo, conclusiones circa materiam eius declarare; tertio, argumentorum violentiam propulsare» («al principio se pone el texto de esta repetición sobre el que se fundamenta todo el ejercicio; pertenece al libro II de la Política de Aristóteles. Acerca de esta reflexión me he propuesto hacer tres cosas; primero, comentar el texto; segundo, exponer las conclusiones sobre su sentido; y, tercero, rechazar la fuerza de los argumentos»)88. No se tratará, en realidad, de una refutación de cada uno de los postulados aristotélicos, sino más bien del examen de las opiniones de los antiguos sobre los temas tratados, su variedad y las relaciones que pueden establecerse entre ellas.

El modo de exposición es similar al que plantea en las llamadas Cuestiones de filosofía moral, que es en buena medida de raigambre tomista: 1) presentación del asunto, división de sus partes y solución preliminar; 2) presentación de la antítesis, división de sus partes e introducción a la sección final; 3) resumen de lo tratado, propuestas de solución a cada uno de los puntos anteriores con sus argumentos y conclusión. Se trata de una disposición dramática, en esencia dinámica, del conocimiento: planteamiento, nudo y desenlace. Y esta forma dramática está relacionada directamente con un modelo de persuasión menos mecánico de lo que aparenta; es decir, de carácter retórico, constructivo, en el que los matices y las sorpresas intelectuales deben estar bien equilibradas a lo largo de toda la representación mental que se propone al oyente (o, en su defecto, al lector). Esta espectacularización de lo especulativo es fundamental si queremos entender en su contexto de difusión y transmisión la fuerza argumentativa del método escolástico.

Dos son las cuestiones más estrechamente vinculadas con la filosofía moral de Aristóteles. Una de ellas trata acerca de cuál de las virtudes morales es superior. Más allá del dominio que el Tostado muestra a propósito de la Ética aristotélica, de su capacidad para concordar pasajes en la argumentación o para la síntesis brillante, el pensamiento del Tostado se caracteriza por su genuino espíritu de provocación y el ingenio en absoluto mecánico que despliega en sus demostraciones.

Ninguna sorpresa supone, de inicio, que considere las virtudes teológicas superiores a las morales, que separe de entre las morales aquellas que en la tradición cristiana son calificadas como cardinales, a saber, justicia, fortaleza, templanza y prudencia; que considere superior a la prudencia por formar parte de los hábitos especulativos o intelectuales, que detrás de esta vaya la justicia, y luego las dos virtudes del ámbito de lo sensitivo: la fortaleza (relacionada con lo irascible) y finalmente la templanza (relacionada con lo concupiscible).

El Tostado considera estas virtudes cardinales, que usualmente se adquieren por costumbre y uso, regidas por la razón: «las virtudes han acatamiento a la razón, la cual es raíz de todo el bien humanal»89. Y, sin embargo, este hombre moral cuyo criterio de actuación es la razón se ve ampliamente desbordado por la aparición de Dios en escena, por la gratuidad con que Dios es capaz de entregar la virtud al hombre, y con el carácter excepcional que bajo su manto la virtud adquiere en el mundo. El bautismo o la contrición, por ejemplo, restablecen en el hombre la virtud de manera excepcional, situando al hombre en su punto de partida de perfección moral (del que le ha apartado la concupiscencia, ligada al imperio de los sentidos). En el nacer o renacer al mundo moral del bautismo el hombre regresa a su condición original de ser para el bien cuya garantía última solo puede ser Dios. «Empero los filósofos no supieron cosa de esto; ca no entendieron que algunos hábitos morales o intelectuales se podían haber por infusión divinal, mas todos eran por adquisición intelectual o prática»90. Y poco más adelante: «Nos, empero, que sabemos la verdad...»91. La verdad revelada, asumida en un complejo consenso teológico, frente a la verdad adquirida por la razón, que muestra para el Tostado el esplendor del hombre, pero también sus límites y su contingencia.

La cuestión sobre si la filosofía natural es más útil que la filosofía moral es correlativa a la anterior, en tanto que complementaria. Trata sobre cuál de las dos es mejor y más útil, al menos en apariencia; formalmente se define como una cuestión de retórica demostrativa. Sin embargo, el tema principal, o de fondo, se resume así: «mejor es ser bueno que sabio»92. De inicio se diría que la filosofía natural, que comprende a las ciencias matemáticas, es más alta que la moral, pues sus demostraciones son necesarias según razón, mientras que el principio de certidumbre de la filosofía moral, centrada en la discusión sobre los vicios y las virtudes, es con mucho más débil que el de las naturalidades. El sabio podrá estar en lo cierto, pero si no obra conforme a virtud, nunca podrá ser considerado un filósofo moral: «la filosofía moral más consiste en obrar que en saber, más creen los hombres los fechos que las palabras». Este saber podrá orientarse hacia la vida «plática o cevil», que orienta la felicidad hacia la vida activa, como indica el propio Aristóteles, o hacia la «verdadera felicidad», que reside en la vida «contemplativa».

En cualquier caso, una u otra se desprenden de una práctica, no de una teoría, de un obrar y no de un decir, lo cual ilumina un camino claramente distinto al del humanismo oratorio o elocuente. Los ejemplos que el Tostado extrae de las Actas de los Apóstoles y del prólogo de Jerónimo a la epístola primera a los Corintios son preciosos en este sentido. Los estoicos y los epicúreos discutían con Pablo y lo llamaban «seminator verborum» porque no creían en lo que no veían, la Resurrección de Jesús. Pero Jerónimo contraataca tachando a los filósofos y la filosofía, justamente, de «verbosa eloquentia»93. La filosofía o razón natural no puede comprender las razones que la exceden, la ratio divina, y por ello «la filosofía natural delante de Dios es de poco loor, y aprovecha poco o ninguna cosa para merescer el paraíso, mas antes estorba a muchos la natural; y no es así de la moral, cuyas obras aprovechan para la salvación y son necesarias...» concluye el Tostado.

El Tostado ha desandado el camino que lleva a Petrarca a acusar a Cicerón para concluir con el padre del humanismo (y frente a posiciones más próximas a Bruni, o burckhardtianas, si se quiere ver de otro modo), que todo el conocimiento que el hombre pueda alcanzar con el solo auxilio de su razón, su brillo y su esplendor en el mundo, es algo efímero ante esa otra razón que suspende la razón. Se entra aquí en el terreno de las «cosas escuras» y de una materia que, aunque el discurso se extendiera, no sería posible contener en todas sus implicaciones. Esta materia, compuesta por los sueños de la razón (y aligerada en parte de la grava teológica), es la materia de la más absoluta modernidad filosófica y una de las claves para comprender la vigencia del pensamiento aristotélico en sí mismo y a partir de sus transformaciones.

Un compendio atribuido a Nuño de Guzmán: la moral texedura

Una de las claves de este pensamiento fue la difusión de las Cuestiones del Tostado fuera de su ámbito original de creación, la universidad, y su extensión al dominio vernáculo. Las Cuestiones del Tostado no solo reproponen a la esfera pública argumentos característicos a un núcleo de especialistas, sino que llevan al espacio romance el germen de una pedagogía extramuros del studium94. Es el espacio en el que se sitúa un peculiar compendio de la Ética. La estructura de este compendio, que cuenta con una tradición manuscrita relativamente extensa (10 testimonios) y difusión impresa (dos ediciones incunables)95, es sencilla. Consta de una introducción, una tabla general de capítulos, correspondientes a los diez libros de la Ética, con atención particular a cada una de sus subdivisiones y una paráfrasis, libro por libro y apartado por apartado de la Ética. En el impreso sevillano de 1493, por ejemplo, el texto lleva por título escueto Éthicas de Aristóteles, que confirma su colofón: «Fenescen las Éthicas de Aristóteles».

Este compendio sigue siendo, en gran medida, una incógnita. Su cronología es dudosa: se basa en la datación de los testimonios supervivientes y, en particular, en el manuscrito datado de fecha más antigua, el ms. Span d.1 de la Bodleian Library (Oxford), donde figura un texto preliminar que no se encuentra en otros testimonios y en el que es posible identificar a Nuño de Guzmán como el autor eficiente de la copia transferida del Compendio. Este manuscrito, que data la composición del texto que porta en 146796, marcaría el inicio de la difusión conocida del compendio, siendo 1493 la fecha del impreso más tardío del que se tiene noticia. Aunque en otros manuscritos figura la adscripción del texto a Alonso de Cartagena, a Alfonso de la Torre o a Diego de Belmonte, ninguna de estas autorías ha contado con el beneplácito de la crítica, rechazándose la de Cartagena, por ejemplo, con el argumento cronológico (no determinante, de 1467). En efecto, la más reciente investigación textual sobre el conjunto de los testimonios de este compendio retrasa la composición del mismo a los años 1463-146497, con argumentos circunstanciales pero razonables. Niega también la posibilidad de que Cartagena fuera autor del Compendio, por motivos tanto cronológicos como intelectuales, y señala su origen en el ámbito escolar, didascálico, del levante catalano-aragonés, lo que desplaza a Nuño de Guzmán a la posición de transmisor del Compendio, aunque sea en una veste muy singular98.

Kristeller, sin embargo, estuvo convencido de que la autoría fijada en el ms. Ottoboniano lat. 2054 de la Biblioteca Apostólica Vaticana era cierta. Hoy en día no es fácil aceptar esta autoría, pero todos los datos deben revisarse con prudencia: existe al menos una conexión temática y formal con el Memorial de virtudes, de un lado, y con el digest que supone, asimismo, pero con respecto a Séneca, la adaptación de la Tabulatio de Luca Mannelli que tradujo Cartagena. En todo caso, son tres los manuscritos que afirman la autoría del obispo de Burgos, dato importante no tanto para la conclusión de la efectiva autoría de Alonso de Cartagena como por sugerir que quienes copiaron estos manuscritos y su público consideraban natural la conexión de un texto de estas características con la figura y la obra de Cartagena99.

Parece interesante, por otro lado, detenerse un momento en las relaciones entre los nombres que se barajan en los manuscritos. En particular en la relación entre Alonso de Cartagena y Nuño de Guzmán.

El 29 de julio de 1456 (el año de su muerte) se rubrica una importante epístola de Cartagena a Decembrio donde, según se indica en su inicio, se da respuesta a una misiva del italiano datada en Milán a 16 de octubre de 1445 (pero que no conservamos). Este ciceroniano silencio de más de diez años es, sin duda, sorprendente. El caso es que habría sido más extenso, declara Cartagena, si no fuera porque enviado un pariente suyo a Córdoba para negociar la compra de unos caballos «ginetos» (esto es, para ser montados a la jineta), el tal pariente fue reconocido por Nuño de Guzmán, el cual le hizo entrega entonces de la carta de Decembrio y del libro llamado Declamationes, donde se recogía la controversia entre Bruni y Cartagena (entre otros documentos relacionados). Si a Nuño de Guzmán se le entregaron carta y «liber» para ser transferidos a Cartagena, en original o en copia, Nuño de Guzmán los atesoró para sí y no tuvo prisa alguna en cumplir con su cometido100. Y también es cierto que podría no haberlo cometido nunca, de haber hecho ojos ciegos al pariente de Cartagena.

No conocemos excesivos detalles de la biografía de Nuño de Guzmán, pero unos pocos datos son significativos: en 1430 o 1431 deja la Península Ibérica, viaja a Tierra Santa y recorre Europa, deteniéndose durante años decisivos en la corte de Felipe el Bueno, Duque de Borgoña. Regresa a Andalucía varios años después, pero sale de su tierra al poco tiempo para viajar hasta Florencia, donde se encuentra desde la primavera de 1439 hasta su regreso a Córdoba, algunos meses después, en 1440. En estos años es relevante su trato con Bruni y, sobre todo, con Decembrio, que le hará dedicatario de algunas de sus obras. No es fácil imaginar que Nuño de Guzmán no conociera de primera mano la disputa en torno al nuevo Aristóteles, en especial por su estrecho contacto con Decembrio. Precisamente, hacia 1440, se fecha un importante manuscrito que habría encargado, en su función de mecenas, Guzmán, esto es la Ethica d’Aristotele «tradotta in volgare in Firenze ad petitione di messere Nugnio Gusmano spagniolo» (New Haven, Yale University Library, ms. 151)101.

En buena lógica, el compendio de la Ética podría muy bien haberse basado en la versión vernácula de Bruni, de haber sido Guzmán su autor, pero no es así. De hecho sigue sin ser clara la relación de este compendio con su fuente, que tampoco se corresponde con la ethica vetus, como señalaron Russell y Padgen102, apuntando hacia el Super libros ethicorum de Walter de Burley. Ha sido Sonia Gentili quien, aceptando en principio la atribución a Cartagena, ha abierto el camino hacia una investigación mejor orientada con respecto a su fuente, que habría sido «non la Nicomachea latina del Bruni, ma la Summa Alexandrinorum, forse attraverso l’Etica volgare dell’Alderotti»103. Se impone, pues, una investigación exhaustiva en esta dirección, que habrá de tener en cuenta, además, el compendio del ms. 296 de la Biblioteca de Catalunya (Barcelona), en catalán, en cuya tradición perdida estaría basada la versión castellana104.

Con estos datos sobre la mesa, y otros que se pueden alegar, resulta difícil justificar la composición de este Compendio por parte de Nuño de Guzmán. En primer lugar, ¿cuándo lo concibió y cuándo lo compuso (entre 1440 y 1464, por ejemplo)?; ¿por qué un hombre acostumbrado a las novedades bibliográficas, destinatario de algunas de ellas incluso, conocedor de los textos de Cartagena y, sobre todo, de Bruni, habría de decidirse por un texto de fondo tradicional como la Summa Alexandrinorum? Quizás la respuesta esté en el argumento fundamental del libro de Gentili: siendo Guzmán un hombre de naturaleza tan proclive a la cultura vernácula, habría percibido en un texto así su rastro histórico, su capacidad fundante de una literatura y un pensamiento en lengua vernácula. Lo cierto es que un importante público laico, entre el que se contaba a cardinales miembros de la nobleza hispana, incorporó este compendio a su educación básica.

La creación de un corpus de textos romances cuyo entramado pudiera ser capaz de reflejar las aspiraciones de la nobleza, partiendo de sus propios integrantes y necesidades, es la base del vaivén cultural de la Castilla de la segunda mitad del siglo XV105.

La primera traducción castellana de la Ética y un tratado alegórico sobre el conocimiento, la Visión deleytable

Precisamente uno de los nombres aparentemente vinculados con el Compendio, Alfonso de la Torre, colegial de San Bartolomé en Salamanca, como el Tostado, será uno de los acicates principales de tales aspiraciones. Hacia 1450 compone la Visión deleytable, una obra de corte paidético (de vertebración alegórica) dirigida a Juan de Beaumont, el ayo o preceptor de un príncipe ibérico, Carlos de Viana (1421-1461).

A Carlos de Viana se debe la primera traducción castellana de la Ética de Aristóteles. El texto de Viana, compuesto entre los años 1457-1458, se basa en la versión de Bruni, respecto a la cual Viana no se supedita, sino que pretende mejorarla allí donde estima que resulta deficitaria para la traslación de determinados conceptos. Esta traducción se abordó, además, como la base de una importante labor hermenéutica, por medio de la cual Viana inundó los márgenes de su texto de glosas, cuyo protagonismo resulta prioritario considerar. Por otro lado, la presentación del texto en los impresos (que testimonian una difusión tardía del trabajo de Viana) se encara desde una perspectiva escolar similar a la propuesta por Cartagena para la República de Decembrio o la tabulatio del Compendio que se acaba de examinar. La traducción y las glosas de Viana responden a un proyecto de calado mayor, expuesto en una epístola programática, donde se plantea la institución de un corpus aristotélico completo en lengua vulgar. Los deseos de Viana serán cumplidos por la imprenta donde, en efecto, un único volumen aúna la traducción de la Ética, la de la Política y la de los Económicos, ofreciendo así, en continuidad, los textos que se ocupaban del regimiento del hombre individual, el vínculo de este con la vida doméstica y su círculo más próximo y, finalmente, su puesto, derechos y obligaciones para con la comunidad en que vive inserto. En definitiva, aquellos tres regímenes nocionales que el Compendio, al tratar de las «sciencias prácticas» de las operaciones humanas, resumía así:

E aquestas se consideran en tres maneras. Primeramente es considerando el ombre cómo ha de mejorarse en la parte intelectual, e cómo ha de moderar los apetitos e passiones, e cómo alcançará los hábitos medios, que son llamados virtudes, e aquesta es la éthica. Segundamente porque el ombre, después de ser racional es un animal coniugal, es la sciencia que enseña cómo se ha de regir con su muger, e cómo ha de dar criança a sus fijos, e cómo ha de governar sus esclavos, e cómo ha de ganar de comer para ellos, e esta es llamada yconómica. Terceramente por quanto el ombre es animal civil e político conviene saber que después de ser racional e coniugal es dicho animal sociable, que quiere decir dispuesto a convenir e star con otros e haver práctica e amistad e compañía de gentes, e la sciencia que ordena la tal vivienda es dicha política...

(1493, f. aiijr-v)



Por encima de la fundación y conservación de las ciudades, del «fazer leyes», de las dignidades y oficios y de los estados la ética, según el compendio, apunta a un final más alto que el del ajetreo cívico, que es el medio en que el hombre se desarrolla, pero no su fin: «E este libro de éthica el qual tenemos de presente entre las manos es libro apartado que solamente consiera la final bienaventurança del ombre quier sea en esta siquier después de aquella e cerca del humano fin» (1493, fol. aiijv).

No otro es el fin al que está consagrada la hermosa e ingeniosa miscelánea de conocimientos de que está compuesta la Visión deleytable de Alfonso de la Torre, que así responde, en su dedicatoria, a la solicitud de Juan de Beaumont:

queríades por mí vos fuese fecho un breve compendio del fin de cada çiençia, que quasi proemialmente conteniese la esençia de aquello que en las çiençias era tractado. E por eso mismo vos plazería mucho saber, si posible era, qué entendieron los naturales e qué podían alcançar por razón del fin postrimero del omne, e qué dixeron los tales de la bien aventurança...106

La Visión está planteada, pues, como un Isagogicon o conjunto de prolegómenos a las ciencias en forma de compendio. Su arquitectura es tan miscelánea como su contenido: es a la vez Traumnovelle (un relato soñado) y Bildungsroman (un viaje iniciático en el conocimiento)107. Su primera parte dedica espacio principal a un recorrido alegórico por las siete artes liberales (gramática, lógica, retórica; aritmética, geometría, música, astrología), con mayor desarrollo para las triviales. Siguen varios temas, el más destacado de los cuales es la fortuna y el hado, que ya había gozado de sobresaliente éxito entre los intelectuales que rodearon a Juan II y en un contexto netamente aristotélico. Es destacable cómo algunos de los temas que se tratan se introducen como cuestiones, pues tal y como se muestra en el epílogo de la Visión, buena parte de su contenido responde (como ya ocurrió entre Alonso de Cartagena y Don Duarte) a las preguntas de Juan de Beaumont.

La forma alegórica en que De la Torre inicia su tratado, además de entroncar con autores tan diversos como Boecio, Marciano Capella, Prudencio o Alain de Lille, permite a su autor un distanciamiento de la lengua más común. Esto es, la expresión del conocimiento a través de una prosa científica (en la estela de Enrique de Villena) por la cuál fuera posible, como se dice en el apartado dedicado a la retórica, «el fablar secrestado e apartado del vulgo» y «paliar e encobrir» los secretos de la ciencia «con fiçión e diversos géneros de fablas e figuras»108. El saber debe ser comunicable, pues como se dice a propósito de la lógica, «la casa de la Razón [...] es el fin de los omnes»109. Por lo tanto, ningún hombre abocado al conocimiento debiera ser apartado de este a causa de la incomprensión no de las razones, sino de la lengua. Tal y como se asegura en la sección dedicada a la gramática, «una lengua no es al omne más natural que otra...»110, posición que justifica, como ya en Dante, que el volgare, si bien solo en su registro illustre, podría ser, en igualdad de condiciones al latín, pórtico de la Casa de la Razón, uno de cuyos «fabricadores»111 había sido (junto a Porfirio o Boecio) el propio Aristóteles.

En esta vena, la segunda parte de la Visión estará dedicada, casi en su integridad, al desarrollo de la ética. Esta sección se encuentra plagada de cuestiones particulares, según el modelo pedagógico que se transparentaba también en el Tostado, pero con desarrollos más breves y menos cargados de razonamientos, para acabar luego con una secuencia tradicional donde se trata de las virtudes necesarias, en orden de mayor a menor importancia: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Siguen luego un par de capítulos, suficientes para la exposición, pero no demasiado extensos, sobre economía y política, y a partir de ahí ya el libro se encamina a su final, declarando su amparo a la fe católica y al fin último del hombre, la visión de Dios. Un final, por tanto, que en unión a algunas de las secciones de la primera parte, sitúa en retrospectiva la sed de conocimiento del hombre sub specie aeternitatis. Era el modo de reconducir un libro heterodoxo, por su singularidad, en la estela ortodoxa que el mismo Cartagena habría aprobado y que, una vez muerto, confirma como personaje de ficción en otro peculiar libro que afecta a la cultura vernácula, el De vita beata de Juan de Lucena.

Si no era descabellado en aquellos tiempos pensar en un Aristóteles cristiano, o al menos cautivo de Cristo, la posición que Alfonso de la Torre concede a la ética respecto a una historia de la salvación no es ajena a la que invita Carlos de Viana en su Carta exhortatoria, un manifiesto por el establecimiento de un Aristóteles vernáculo bajo el signo de la cruz.

Esta peculiar epístola, de difusión póstuma, que iniciaría su secretario Fernando Abarca de Bolea y Galloz en 1480, según asumen quienes de ella han tratado, es un resumen acelerado de los puntos claves de los temas y términos de la filosofía aristotélica. En ella se expresa el desarrollo de una doctrina civil orientada en tres direcciones, la ética moral o de las virtudes, la económica y la política, así como la proyección de estos tres niveles en una sociedad trifuncional o tripartita: dando por descontado el rey, sacerdotes, caballeros y artesanos/labradores. Estos tres órdenes subvienen, respectivamente, al servicio divino, la defensa de la república y el mantenimiento de la misma112. Dicho orden se integra por la suma de las tres disciplinas peripatéticas, ética, económica y política, que ya conocieron los antiguos y que, sin embargo, tal como el propio Aristóteles, «por ser privado de aquella lumbre de fe»113, se vieron privados también del auténtico término de la bienaventuranza, a saber, «la visión de Dios, donde todos los bienes terminan e fuelgan»114.

Este es el propósito de la epístola, que recoge en términos generales el pensamiento y los deseos de Carlos de Viana (pero que podría muy bien ser apócrifa)115. En ella la instancia epistolar «Viana», en forma harto extravagante, declara: «considerado el cansancio de nuestro espíritu e persona en la traducción de las Éthicas, deliberamos quedar de tomar un tan escesivo trabajo»116, por lo que una vez propuesta la idea pide que la misma se difunda por toda España para que el testigo sea recogido por unos voluntariosos e inconcretos «valientes letrados»117.

Una de las singularidades de esta epístola es que pone en suspenso parcial la labor desarrollada con tanto cansancio, una traducción de la Ética que habría dado lugar a Carlos de Viana a comprender hasta qué punto podían ser erróneos los juicios de los antiguos, y cómo era imperativo, entonces, fundar una ética en el principio rector de la fe como virtud suprema y con el objeto de combatir toda herejía que fuera obstáculo a alcanzar el bien soberano.

Extraña esta posición ultramontana. No por su principio básico, archiconocido ya en aquellos años, de una ética aristotélica more christiano demonstrata, sino por lo que el rigor de ese pensamiento llevado a su extremo suponía en cuanto negación y soterramiento de la filosofía pagana.

Cuadra poco, en mi opinión, con el ambiente cultivado, de refinamiento humanístico, que Carlos de Viana frecuentó precisamente en los años en que, presuntamente, lleva a cabo la traducción, glosas y composición de su libro de la Ética a partir del texto de Leonardo Bruni. En efecto, Carlos de Viana pasó en la corte napolitana de su tío Alfonso V meses decisivos entre principios de 1457 hasta poco después de la muerte del Magnánimo en junio de 1458. Como puso de relieve Cabré118, aquella era la corte donde circulaban los más prestigiosos letrados de Italia, que agasajaron sin rubor (incluido Valla) a tan generoso mecenas de las artes. El Magnánimo era promovido a ejemplo de humanidad, como sugiere el De dignitate et excellentia hominis de Manetti (el amigo de Nuño de Guzmán), dedicado al rey Alfonso en 1452. Y no es posible olvidar que el propio Bruni había intitulado su versión de la Política al mismo Alfonso119.

No puede demostrarse por su obra conocida que Carlos de Viana atesorara la sofisticación de algunos de sus colegas italianos, pero tampoco parece que, ni por conocimientos ni por linaje, se sintiera achicado ante ellos. Para el componedor del prólogo anónimo que figura como delantal de la primera edición impresa de la Ética de Viana (Zaragoza, Jorge Coci, 1509), todo entusiasmo era poco. Al compararlo muy sagazmente con un pasaje del libro VII de la Ética donde se menciona a Héctor como precursor de su estirpe, nos dice (indirectamente) «que más parescía hijo de dios que de hombre mortal» (Prólogo, 1509), para luego aseverar (directamente), que «paresció su hecho más divino que humano» (ibid.), que era fama que poseía el don de la profecía, que era asombro de su tío por la gravedad de su sabiduría y que, por supuesto, había corregido tanto a Aristóteles como a Bruni. Y aunque es cierto que al señalar sus correcciones se limita a señalar que Carlos de Viana ideó una perfecta ordinatio de la materia y que mejoró en la lengua castellana aquello que no llegaron a decir sus predecesores con tanta propiedad, el efecto de este prólogo en el lector no podía ser otro que el de elevar al príncipe de Viana al rango de hombre legendario.

Un pellizco al menos de estrategia editorial se le debe atribuir a este prologuista. El 22 de septiembre de 1492 Pablo Hurus había impreso en la misma ciudad de Zaragoza la «traductio nova Ethicorum Aristotelis» de Leonardo Bruni, tal y como se indica en el colofón. Hurus se había tomado en serio su tarea y ensalzaba al lector la utilidad de esta impresión, donde encontraría resúmenes de cada una de las partes y orientaciones que le facilitarían la colecta de sentencias, para lo cual se había diseñado también una tabula. Además, el texto había sido diligentemente corregido y enmendado a la vista de varios ejemplares120.

No cabe duda de que Jorge Coci, a la vista del impreso de Pablo Hurus, estimó que sería oportuno, dado el éxito de la Ética de Bruni en contextos como el universitario, proveer a sus lectores de un texto como el de Carlos de Viana, que podía satisfacer a aquel público, pero también al de los letrados romances que seguían su estela. La portada idéntica de ambos exige reconocer en esta operación una continuidad mental entre ética latina y ética romance. El texto de Carlos de Viana contaba con no pocos beneficios: había sido dirigido a uno de los reyes más famosos de Europa, Alfonso V, por un gran príncipe; había competido en propiedad y elegancia con Aristóteles y Bruni, respetando, sin embargo, los preliminares de Bruni (dedicatoria a Martín V y prólogo), ofrecía un amplio aparato de notas (algunas de ellas vagamente personales, y muchas de ellas en las que traducía, casi literalmente, a la gran autoridad hermenéutica, Tomás de Aquino121; presentaba un texto bien distinguido, donde era fácil a través de su ordinatio y de una red de remisiones internas, orientarse en el terreno siempre complejo de la filosofía del Estagirita (cuyo proceso original de composición y/o transmisión, como ha desvelado la filología moderna, es a menudo asistemático)122; por si fuera poco, adicionaba la traducción de la Ética con dos versiones anónimas (pero de similar utilidad para el lector) de los Económicos y la Política basadas en los textos de Bruni.

La obra de Carlos de Viana, que gozó de una esplendorosa pero breve tradición manuscrita123, se mostró, en sí misma y en la edición de Jorge Coci, a la altura de las expectativas de sus contemporáneos, y de aquellos que a final de siglo, en la Universidad de Salamanca, daban la última vuelta de tuerca a la filosofía moral aristotélica.

Pedro de Osma y Nebrija: Bruni triunfante

Con Pedro Martínez de Osma (ca. 1427-1480) regresamos, de nuevo, al espacio de las aulas. Post Tostatum, aseguraba Nebrija, discípulo suyo, no cupo imaginar en su época a hombre de mayor ingenio y erudición «in omni genere doctrinae»124. Como algunos de sus antecesores en el estudio de la filosofía moral ingresó en el Colegio de San Bartolomé (1444). Algunos años más tarde ocupaba ya la cátedra de Filosofía Moral (1457) en la Universidad de Salamanca y, poco después (1463), se haría cargo de la de Prima Teología125. Este hombre de saberes inabarcables y de contextura original acabaría sus días minado en su ya débil salud por un proceso inquisitorial (cuyo árbitro sería nada menos que Carrillo, el arzobispo de Toledo) contra una de sus obras de carácter doctrinal a propósito del sacramento de la confesión. Pedro de Osma venteó pronto en España las corrientes espirituales que desembocarían en la Reforma y que cambiarían la faz de Europa drásticamente. La retractatio de Osma en sus últimos días, aceptando los dictados del proceso (que incluían como precaución la quema de sus libros), fue sincera, como de hombre de ciencia. A Pedro de Osma no le importaba tanto tener razón como las razones que conducían a la razón.

En los tiempos en que gobernaba su cátedra de filosofía moral compuso dos importantes comentarios a la obra de Aristóteles, más uno inacabado que llevaría a término sus discípulo y continuador, Fernando de Roa. Algo anterior a 1457, según la cronología expuesta por su moderno editor, Labajos, el Compendium super six libris Methaphisicae Aristotelis se interna en la exposición y análisis de los libros VII-XII de la obra clave del Estagirita durante la Edad Media. Labajos llegó a censar tres manuscritos, y esta escasez testimonial será característica de sus otras obras de especialidad, las que más nos importan ahora. El extenso comentario Super sex libros Ethicorum Aristotelis ad Nicomachum commentaria se conserva en un manuscrito de la Biblioteca de la Catedral de Toledo, plut. 37, n.º 2, pero por su interés fue también uno de los tempranos impresos salmantinos (1496)126. Labajos apunta como fecha más propicia para su composición ca. 1460. En todo caso, como se comprueba por referencias externas e internas, es anterior a su Summa super libros politicorum Aristotelis (de la que se conservan dos manuscritos en dos recensiones diferentes) y que sería la obra que acabara de componer Fernando de Roa.

Con independencia de su publicación, los tres grandes comentarios aristotélicos de Pedro de Osma tienen por primera función la propedéutica, esto es, son el destilado de la preparación y realización de sus lectiones universitarias en filosofía moral127. Si otras versiones o comentarios tenían como destino o propuesta la fundamentación de la actividad regia (así en la intención del Memoriale virtutum de Cartagena, o en la dedicatoria de Carlos de Viana a Alfonso V), el debate intelectual entre humanistas y escolásticos o la extensión de la moral peripatética entre los laicos (nobles y/o burgueses), los textos de Osma son específicamente escolares.

Al contrario que otros textos (en principio también escolares) como las questiones del Tostado, apenas si traspasaron el ámbito del studium, donde la interpretación de los tratados aristotélicos fue, en esencia, oral. Por ello mismo Osma sabe de la importancia de perpetuar el conocimiento (y por qué no, la propia memoria) también a través de la escritura, como cuando se refiere a la común utilidad del trabajo de Bruni:

Tales, sine dubio, sunt homines qui suam aliis doctrinam communicant; et magis quidem hoc faciunt qui scriptura docent quam illi qui verbo, cum scripture ad plures homines quam verba pervenire queant; pluri quoque tempore cum non solum in vita, sed etiam magis ac cum maiori autoritate post mortem auctorum hoc fiat; quos ego penitus mori non credo; quod Aretinus sentiens, utrumque sibi comparavit128.

Poco o nada se sabe cierto, en todo caso, de la recepción e influencia de los comentarios de Pedro de Osma, cuyo alcance cultural hubo de ser, sin embargo, decisivo. El tribunal que juzgó su tratado sobre la confesión estaba muy preocupado porque la fama y autoridad de Pedro de Osma pudiera ser un golpe mortal a los dogmas establecidos. Temió, ciertamente, que sus ideas prendiesen en toda la Península como la pólvora. La estatura que el tribunal concede a Pedro de Osma no es imaginaria, sino que, realmente, está a la altura de su figura como intelectual. Pese a la edición de Labajos y, por tanto, a su disponibilidad, sus comentarios a Aristóteles han sido poco estudiados (mucho menos de lo que merecen por su interés, profundidad y carácter renovador). Pero una lectura detenida (que ahora no es posible) hará aflorar la vitalidad del humanismo escolástico español (si tal centauro puede concebirse). Quienes todavía piensen en Nebrija como una figura aislada en el Renacimiento español encontrarán en la lectura de Pedro de Osma varias de las razones de ser de Nebrija y otros colegas contemporáneos suyos: por la perspicacia, el método y la confianza en sus propios saberes y tradiciones culturales.

Pedro de Osma, que muy bien podría haber continuado la tónica tomista de la explicación de la moral de Aristóteles, no duda en desprenderse de su autoridad casi opresiva, así como de la tradición textual anterior a Bruni, que desde luego conoce, pero que reorienta al tomar como base la versión bruniana129. Con tal de fundamentar dicha autoridad Osma no se limita al texto de la traducción (esto es, al texto de Aristóteles) sino que comenta por igual, a través de lemas, la carta nuncupatoria de Bruni a Martín V y el prólogo de Bruni a su traducción. Como material complementario, pero cuya intención es crucial, añade un breve excurso sobre questiones de gramática y lengua en su relación con la naturaleza y el uso, así como una introducción propia a su comentario. En ella plantea una estructura similar a la conocida en el accessus ad auctorem (título, género, materia, fin, partes...) para luego romper las expectativas, pues la continuación del prólogo se aleja de todo formulismo. En realidad, la pedagogía convencional de Osma se limita a respetar las divisiones tradicionales que permitirán a los alumnos situarse con relativa facilidad en el texto: «Hic iam libri incipiunt quos explicare properamus; quos ordine hoc prosequimur: libros in partes principales dividemus, quas tractatus nominabimus, tractatus vero in capitula, et capitula in partes minutas quas dicemus paragraphos»130.

Osma fue muy capaz de humillar el esplendor a la pedagogía. Los aspectos filológicos del comentario de Pedro de Osma no se desvelan en un único discurso brillante, o en un tratado particular capaz de doblegar las convenciones acumuladas, como las Elegantiae de Valla, sino que se manifiestan en la multitud de detalles y atención a los textos que estudia, desde minúsculas cuestiones ortográficas a las dudas que plantea, por ejemplo, acerca de la veracidad de la atribución de los Económicos a Aristóteles, o en su forma y agilidad para concordar pensamientos entre los distintos libros del mismo Aristóteles y aquellos otros, sustancialmente clásicos, sobre los que sustenta sus interpretaciones.

Pedro de Osma llega a Salamanca en un momento en que todavía resuena el eco de la Controversia entre Bruni y Cartagena pero, en verdad, desarrolla su pensamiento clave en cuanto a la filosofía moral aristotélica ya durante la primera parte del reinado de Enrique IV, sentando las bases de una nueva evolución del modelo cultural castellano que desembocará en la época de los Reyes Católicos. En ese sentido, el desprendimiento de Pedro de Osma de Alonso de Cartagena, esto es, de quien había sido el guía y guardián cultural en el reinado de Juan II, no debería subestimarse.

Después de Bruni, y antes que Nebrija, puede considerarse a Osma como un intermediario debelador de la barbarie131. Todavía en los tiempos en que explicaba en su curso la Ética y que componía sus comentarios, no eran pocos los defensores de las viejas versiones medievales: «hodie non pauci dicunt quod ille, etsi in lingua non fuerit tam elegans tamque suavis [...] sola veritate, etiam si non sit colorum pictura ornata, contentatur. Itaque in philosophia, dicunt, non elegantia verborum ornatus, sed rerum veritas profunda quaerit»132.

El desembarazo y la actitud práctica con que Osma resuelve esa questione della lingua, que afecta a la traducción y a los términos que esta transpone, es ejemplar. Comentando los últimos párrafos de la introducción de Bruni, en la que el florentino defiende sus opciones léxicas con el auxilio de Cicerón y justifica su versión como la primera que merece el nombre de latina, Pedro de Osma recuerda la posición de Cartagena en este debate, aludiéndolo de manera todavía indirecta (y no sin cierta suficiencia): «de nostris hispanis fuit unus episcopus, dicens Aretini dicta praesertim hoc non esse magnae eficatiae, tum quia nomina sunt rebus ad placitum posita...»133. ¿Es posible o no es posible nombrar las cosas a voluntad del traductor? La respuesta es un tajo al nudo gordiano de la controversia:

Ad illorum objecta dicimus: ad primum, quod nomina sunt ad placitum non quorumque, sed primorum instituentium aut eorum in quorum usum primo venerunt; non tamen posterorum qui astringuntur nominibus uti secundum priorum usum in ea lingua probatorum. Et quantum ad hoc nihil difert talem linguam esse latinam, graecam aut quamvis aliam.

(Ibid.)



De los primeros, primera es la especulación, podría decirse con un argumento convencional. Pero lo que interesa a Pedro de Osma es desencajar la función de la moral de su obediencia y anclaje a los intérpretes (ya sean estos meros traductores o comentaristas, como él mismo). Pedro de Osma entiende las lenguas como organismos vivos y de uso, en una perspectiva claramente pragmática que conecta con la retórica en tanto que ciencia de la palabra civil. No existen mejores o peores lenguas, perfectas e imperfectas, sino usos adecuados o no de las mismas. En la lengua, como en la moral, existe cierta dimensión natural («est enim nobis a natura sermo dato, primo Politica»134; puesto que el hombre es un ser viviente que se caracteriza por el uso de una expresividad plenamente comunicativa y compleja (pues la lengua «tota sit ex hominum usu»)135. Desde el punto de vista de la gramática ciertos elementos, como la expresión de la temporalidad, pueden considerarse naturales, pero otros, como la existencia de la voz pasiva en forma sintética en latín frente a su expresión analítica en castellano son una cuestión histórica, de uso, y no de necesidad ni excelencia. Ello se muestra particularmente en el léxico. En latín son pocos los vocablos «in specie equorum»136, (mientras que en la «lingua hispanica» (y lo mismo vale en otros aspectos para la «italica», «gallica», etc.) su abundancia es excepcional. De modo que unas veces el traductor podrá verter el texto de una lengua original «paribus paria» (ibid.), pero otras veces tendrá que conformarse con la «circuitionem» o paráfrasis. La diversidad de las lenguas y la diversidad de los usos de las mismas, incluido el uso de distintos registros que manifiestan una adquisición distinta de la significación de la realidad, como en la oposición de una especie de diglosia mental entre los «urbana et liberalia» y los «rustica et servilia»137, cortocircuitan la idea de una traducción perfecta y de una vez para siempre. Se propone, al contrario, la actitud más prudente de hacerse cargo de la historicidad del lenguaje, correlativa a la del pensamiento. El hombre de letras ha de encauzar estas energías a las transformaciones decisivas de la realidad, de modo que sea posible una convivencia pacífica y productiva entre el pasado y el presente sobre la que edificar un futuro.

En este camino la filosofía moral, enfocada sobre todo desde su perspectiva práctica o activa («scientia non speculativa, sed practica»138, antes que en la especulativa y/o teologizante, se vincula a la estructura científica de las ciencias de la comunicación, preferentemente a las discursivas (gramática y retórica: «rethorica vero et grammatica sub civili»139; que a la pura raciocinante, la dialéctica («sub philosophia speculativa»)140. Ello no supone una renuncia a que la oratio coincida, en lo posible, con la ratio, pero sí implica un subterráneo adiós a la idea de una verdad única, universal e incorruptible. En definitiva, la filosofía moral se formula como la conjugación entre el «recte dicendi/loquendi» de la gramática y el «bene dicendi/loquendi» de la retórica en un «bene agere, recte ac secundum rationem vivere» el cual es «finis quem intendit civilis scientia»141. El carácter radical de esta convivencia entre lengua y comportamiento en la sociedad humana despeja el zarzal en que se había quedado atrapado el lenguaje en la gramática especulativa, su vida nocturna (das Nachtleben), y lo devuelve a la palpitante realidad de su día soleado (die Sonne scheint). Este fue el abono mental sobre el que, para bien o para mal, la lengua «fue compañera del imperio»142.