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Clarín ante el canon: hacia una teoría del «oportunismo» literario

Laureano BONET


Universitat de Barcelona

La noción de «oportunismo» literario -o variantes tales como la «oportunidad» de una obra artística y la índole «oportuna» de una tendencia estética- ha sido recogida por la crítica como palabra-clave en el pensamiento de L. Alas y uno de sus núcleos de mayor condensación ideológica. Nuestro autor fue consciente de ello e incluso se mostró orgulloso, si no de su paternidad en el sentido más estricto de la palabra, sí del énfasis doctrinario depositado en tal concepto según confiesa en «La novela novelesca» donde reprocha a E. Pardo Bazán haberlo poco menos que plagiado al tiempo que agradece a Luis Vidart, por destacar en un artículo del año 1884, la impronta clariniana en un término que hasta entonces tenía intencionalidad sobre todo política171. (Entre 1879 y 1895 cuajó por ejemplo en Francia con el reformismo de Léon Gambetta quien postulaba una «politique avisée» en detrimento del «esprit de violence», mientras en España, y hacia los primeros ochenta, la prensa integrista arremetería contra el «mesticismo u oportunismo católico» alentado por un Alejandro   -82-   Pidal)172. La presente comunicación intentará avistar las posibles raíces hegelianas que pudieron avivar en Alas la plasmación de dicha voz en sus dimensiones más literarias, aun cuando no desdeñe algún fugaz asedio a textos de otros autores en los que bulle asimismo tal construcción ideológica.

Voz tan entrañable para Clarín no debió, reiterémoslo, brotar solitaria de su pluma: bien pudo ocurrir que la acuñación de un concepto tan útil fuera inducido por el arraigo en la élite cultural y sus media de un fraguado léxico donde palabras como «oportunidad», «oportunismo», «lo oportuno», existieran ya o circularan por aquel tiempo -las alusiones arriba transcritas de Pidal y Gambetta así parecen atestiguarlo, al lado de algún comentario del propio L. Vidart en su artículo antes mencionado173-. Y no se trataría sólo de un término poco más que feliz sino probable secuela de diversas especulaciones filosóficas, jurídicas, políticas e incluso científicas: apuntar al vuelo alguno de tales orígenes será otro de los objetivos de esta comunicación. Valga decir, sin embargo, que las presentes cuartillas evitarán toda tentación por invocar influencias abiertas, directas, en la configuración de dicha palabra (y de sus posos doctrinarios) por parte de Alas. Hablaremos al contrario -un poco a la manera bajtiana- de «vecindad» entre términos, entre construcciones ideológicas existentes a lo largo del XIX y que pudieron lateralmente concitar en el autor de La Regenta un anhelo por hacer suyo tal concepto, otorgándole plena voluntad estética.

En 1968 Sergio Beser hizo ya alusión en Leopoldo Alas, crítico literario a la presencia (y persistencia) de esa voz en el pensamiento estético de nuestro   -83-   autor174. No mencionó sin embargo que doce años antes G. Torrente Ballester había dedicado amplios párrafos a dicho concepto, sustentados a su vez en la selección de un par de textos clarinianos ciertamente cruciales: párrafos muy esclarecedores que por desgracia -y tras 1968- la crítica al parecer tampoco ha tenido en cuenta. Precisión y entusiasmo, cabe repetirlo, fruto quizá de un cierto parentesco intelectual entre el escritor asturiano y el novelista gallego. Parentesco que surgiría del hecho que ambos ejemplifican la figura del novelista que logra desdoblarse en reflexionador de su propio trabajo, mediante el anudamiento entre la praxis y la theoria que facilita la floración de una serie de reflexiones en una escritura por ello afortunadamente poco espontánea: como avisara Clarín, «El poeta que no sabe lo que se hace, no es artista»175... Sólo así podría entenderse la sutil interpretación que Torrente Ballester desarrolla a propósito del concepto de «lo oportuno»: tal anudamiento hace sin duda posible la cristalización de una crítica fecundada por la experiencia creadora, libre de las tentaciones «totalizadoras» del preceptista que apuesta por la rigidez de los cánones -según denunciaron ya, con mayor o menor intensidad, Galdós o el mismo Alas176 -.

Torrente abre su interpretación de la «oportunidad literaria» señalando que el autor de La Regenta dispuso «de una teoría -no explícita, naturalmente, pero no por ello menos evidente- que le proporciona la justificación dialéctica requerida»177. (Alas haría referencia en 1891, sugiriendo el alcance de tal término, a un «calificativo» que conlleva su «teoría correspondiente»)178. Para luego anotar que, en el prólogo a La cuestión palpitante, «Clarín habla de la oportunidad de la referida escuela. No   -84-   es -advierte- un concepto lanzado impensadamente, porque años después [...] vuelve a él y lo explica: 'Me importa consignar que originalmente he calificado, hace diez o doce años, de oportuna, no de exclusiva, la tendencia naturalista, y que esto me autoriza para afirmar ahora que puede haber otra oportunidad nueva para otra cosa nueva, sin que demuestre esto contradicción ni ligereza por mi parte'»179. Cruciales matizaciones vertidas también a la altura de 1891 y en el ya mencionado artículo «La novela novelesca» en uno de cuyos párrafos censura, por cierto, Alas el tan «exclusivista» y «falso concepto» zolaesco por enlazar naturalismo y positivismo180.

Mas Torrente no se detiene aquí, tras glosar uno de los textos ciertamente decisivos de Clarín donde juega éste con la adjetivación de dicha voz -«oportuna»- asignándola al movimiento naturalista y, a la par, su sustantivación -«oportunidad», ahora-, la cual destilaría una objetividad temporalizadora que envuelve al arte y le incita a responder con nuevas formas: el dialectismo entre un momento histórico, con sus expectativas morales, y la respuesta por parte del hecho literario es bien visible aun cuando cabe preguntarse si esa combinación de acciones y reacciones es rígida o encierra quizá zonas de sombra propicias para la más íntima sensibilidad del artista... Subraya por el contrario Torrente el rasgo capital que late dentro de la noción de «oportunidad»: su historicismo, según se desprende ya de la anterior cita. Efectivamente, en el concepto de «oportunismo literario» anidaría «la convicción de que los [...] modos literarios son históricos y relativos, así como los valores que los informan». Por ello -resalta el autor gallego- Clarín «proclama la temporalidad de la obra de arte, su vinculación profunda a la época en que se realiza»181.

Pero pormenoriza aún más Torrente esa temporalización del texto poético que subyace en la idea de «oportunismo» manejando, a ese fin, otra prosa no menos incisiva de Alas. Indica así que en el autor ovetense «Esta temporalidad artística supone una evolución, un movimiento, los cuales, a la vez, implican un progreso, entendido, sin embargo, no como transición y ascenso hacia realizaciones superiores en calidad, sino como adaptación a la estructura espiritual del tiempo correlativo». Para en efecto, y por último, rematar dicha interpretación con las siguientes palabras del propio Clarín: «En cuanto cada tiempo necesita de una manera propia,   -85-   suya, exclusiva de literatura, es progreso el movimiento de las letras que las hace adaptarse a las nuevas ideas, costumbres, gustos y necesidades»182.

Hasta aquí, y en breve síntesis, la tan sagaz interpretación de la idea de «oportunismo literario» que Torrente realizara en 1956. De estos textos (e igualmente de todas las citas clarinianas) brotan diversas partículas semánticas que convendría destacar pues desprenden un relente expresivo de cariz temporalizador, relativista, que delimita el pensamiento crítico que Alas desarrolló en numerosos trabajos. Dichas partículas son adjetivaciones como «relativos», «históricos», o sustantivos del fuste de «temporalidad», «evolución», «movimiento», «progreso»... Diacronía del discurso artístico que, como tal, no está suspenso en el vacío, sino que -observa Torrente con frase certera- se adapta a «la estructura espiritual del tiempo correlativo». El progreso no sería pues un «ascenso» en la paulatina perfección de la literatura -un «ir a más»- sino al contrario, el «movimiento» de las sucesivas adecuaciones de aquélla a muy particulares etapas en el fluir de la historia. Una propuesta por así decir rítmica, no lejana del evolucionismo literario que proponía Zola y que tanto contrasta -en el terreno político- con las censuras del joven Alas tanto hacia el «oportunismo jurídico» de un Rodolf von Ihering como el «oportunismo» posibilista defendido por Castelar (un gradualismo filosófico-histórico que entiende F. Giner, inspirándose en H. Ahrens, debiera encaminarse «oportunamente» sobre lo «qué ha de hacerse en cada época en vista del ideal que le corresponde» y siempre según las «circunstancias», siendo por ello los hombres de Estado gestores del «arte político» o, acaso, «artistas de la política»)183.

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En la década de 1950 interpretó pues Torrente con gran perspicacia uno de los conceptos capitales de Alas y en cuyo seno, no se olvide, late una teoría que su autor nunca pretendió exteriorizar por completo. Es de notar sin embargo que, en el último tercio del XIX, algunos críticos prestaron ya atención a esa idea-fuerza, matizándola con nuevas perspectivas: así Vidart en el antes mencionado artículo de 1884 -a la luz de La cuestión palpitante y de una polémica con el también krausista, amén de hegeliano, Francisco de Paula Canalejas- y Rafael Altamira cinco años más tarde en «El realismo y la literatura contemporánea»184. Este último trabajo contempla el concepto de «oportunidad» desde un ángulo abiertamente positivista, emplazando la mimesis en el terreno una vez más historicista de la novela como género privilegiado de la época que (si pretende justificarse como forma artística) debiera ante todo remedar sus valores, sus conflictos morales, sus querencias: capturar, en fin -y dicho sea con términos clarinianos- las «aspiraciones» de su «espíritu».

Sin duda este uso del texto como «imagen» de una encrucijada histórica -alude en parte R. Altamira a la complejidad del caso español, debatiéndose entre tradición y modernidad- resulta hoy muy mecanicista, sobre todo tras las clásicas reflexiones de un Lukács (la teoría clariniana es muchísimo más rica en sugerencias) pero tiene la virtud de destacar la dimensión contextualizadora, la objetividad epocal a que responde una obra: en palabra, recuérdese, de Alas la «oportunidad» que un acontecer brinda al texto novelesco para que éste cuaje ya. Una vez más, por consiguiente,   -87-   resplandecen los flujos y reflujos entre el discurrir de la vida, sus acontecimientos, por un lado y, por otro, las respuestas, la justificación, de un drama o relato... Proceso de acciones y reacciones en el cual, repitámoslo, no resulta difícil percibir alguna resonancia hegeliana, krausista o incluso positivista (¿la ley del «instante»?) como se observará más adelante al analizar la primera de tales huellas. Dice en fin Altamira que

Hoy la literatura, viviendo en y de una época de crisis, de transición, en que luchan dos estados sociales (el tradicional y el nuevo) y riñen cruda lucha las más opuestas influencias filosóficas [...], tiende forzosamente a reflejar esa misma duda, esa misma impaciencia de que es presa igualmente el artista, como hombre de época; y así se producen las obras de Zola, especialmente su Germinal, las novelas de Pérez Galdós, El Evangelista de Daudet, La Regenta de Clarín [...]185.



Por insuficiente que parezca -reiterémoslo- la observación del autor sobre la calidad refleja de la literatura, tales líneas permiten olfatear alguna de esas dimensiones secretas que encierra la noción clariniana de la «oportunidad»: el énfasis deíctico de las preposiciones «en» y «de» con las que Altamira emplaza el hecho artístico como elemento que participa en una fase del vivir social y, a la par, se nutre de ella. La literatura, por tanto, «sería» historia y «derivaría» asimismo de la historia siendo reflejo, sin duda, pero algo más que vislumbre pasivo de un mundo que se escurre en el tiempo, alcanzando gran complejidad al compás de sucesivas crisis... De ahí, añade Altamira, aludiendo a Clarín sin nombrarlo -y desvelando ahora el corazón del problema- que el naturalismo sea «sencillamente oportunismo literario», como «algunos sostienen». Para acto seguido volver a insistir en esas interacciones entre el arte y su entorno histórico: «El género novelesco, el dramático [...] se han penetrado del espíritu del siglo y lo expresan admirablemente». Y agregar, ahondando ya mucho más en el tópico del «oportunismo estético» -en plena sintonía con Alas- que

hacen bien los que defienden [...] nuestra literatura de hoy contra las ya infructuosas literaturas del ayer, sin que esto presuponga que sea ésta, la última y mejor manifestación literaria, sino la mejor que tenemos a mano. Defendiéndola, defienden su época, sus ideas, el espíritu de lucha, lo que forma la atmósfera intelectual [...] de nuestro cuarto de siglo186.



Pero será en un nuevo párrafo donde el crítico alicantino declare (como Clarín) que el «oportunismo literario» constituye la materialización de una temporalidad más evolutiva que progresista. Dicho de otra manera -y Altamira no está lejos de la   -88-   futura tesis de un Torrente Ballester, según se ha visto ya: el propio caminar de la historia hace que las sucesivas propuestas estéticas sean pasajeras por ser, todas ellas, fruto de su particularísimo momento y del mundo de creencias, conflictos, encerrados en éste... En sus mismas palabras: «si en el fondo nuestra literatura es hija de su tiempo, y los tiempos cambian, ¿cómo no ha de cambiar también aquel fondo? Viendo las cosas desde esta altura, ¿qué manifestación literaria hay que no pase?»187. Alas por su parte había manifestado en 1881 -poniendo el acento en la finitud de las formas artísticas que se deslizan por la piel del devenir cronológico- que el naturalismo «tiene también elementos puramente históricos que desaparecerán con las circunstancias que los trajeron [...]».188

La historia, pues, como la perenne tensión entre contrarios que conlleva una cadena de formas (y visiones) literarias finitas, fluidas a su vez, nada atemporales o rígidas. Por ello -no lo señala Altamira aun cuando lo había ya sugerido Clarín- si puede hablarse de un canon naturalista tal canon sería provisional, transitorio, nunca coagulado en recetas: un oxímoron, sin duda... Por ahí podría adivinarse una cierta resistencia por parte de los naturalistas en definirse como escuela (¿la «institucionalización» pública del canon?) considerándose, al contrario, tendencia o movimiento: así lo había advertido Alas en 1881 al rechazar del naturalismo lo que hace de él una escuela «de dogma cerrado» habida cuenta -vale reiterarlo- que sus ingredientes historicistas lo imantan a una particular etapa del transcurrir de un pueblo y cuando emergen nuevas situaciones tales ingredientes se volatilizan en el seno de una temporalidad nerviosa y voraz, creadora y destructiva189. Algo semejante, en suma, a lo que Jan Mukarovsky ha definido -en jugosa modernidad- como las sucesivas, y conscientes, «violaciones» de las normas establecidas: unas violaciones que cuestionan toda codificación estética por inerte, o conservadora, y depuran el arte en su más sutil «proceso de formación»190.

He aludido ya a las posibles reminiscencias germánicas en la acuñación por Alas de dicha idea del «oportunismo literario»: no se olvide que el autor asturiano forma parte de una última hornada krausista que concilia el idealismo con un cientificismo siempre prudente, elástico... La presencia al respecto de pensadores como Hegel y Krause es indudable: había dicho por ejemplo el segundo que «la humanidad se educa con su historia»191. Una sensibilidad historicista en Clarín está amigada   -89-   con la conciencia de progreso, un progreso que irá configurándose en el propio moverse de la historia, aun cuando (lo hemos sugerido ya) en el caso del arte modere un tanto ese progresismo visto como objetivación de los anhelos del hombre por purificarse a través del racionalismo eticista. Ahora bien, nuestro autor reconoce sin ambages que el progreso artístico surgirá forzosamente cuando determinadas formas no logren -por impropias- capturar la entraña de una época: entonces se hacen urgentes nuevas soluciones o experiencias literarias, lo cual representaría ya una clarísima ruptura estética. Señala a ese propósito -en texto colmado de matices y apuntes dialécticos- que

En absoluto, no hay progreso en literatura, si en cada tiempo se ha cultivado la propia de entonces; pero sí hay progreso cuando a una época las formas de escribir que usa le vienen estrechas, no le bastan, no expresan todo el fondo de su vida192.



Mito del progreso ante todo decimonónico y que, al hilo de diversas catástrofes políticas, sociales y ecológicas ha ido desangrándose estos últimos cien años y, con él, la conciencia de modernidad. Una modernidad tan hermanada en Alas con su idea de la oportunidad del texto literario, o, en palabra todavía más noble, su dignidad fruto de la acomodación al Espíritu de la época (el Zeitgeist hegeliano) en que se halla inmerso aquél193. Puede a ese fin resultar útil transcribir unas palabras de Edgar Morin que recalcan dicha conciencia ochocentista de un tiempo histórico nada yerto, madurando más y más hasta alcanzar calidad de mito. Dicen así:

L'idée d'un progrès certain, nécessaire, irrésistible [...] fut en fait un mythe et suscita une foi. Mais elle se présenta comme l'idée la plus rationnelle qui soit, d'une part parce que'elle s'inscrivait dans une conception de l'évolution s'élevant de l'inférieur au supérieur, d'autre part parce que les développements de la science et de la technique propulsaient d'eux-mêmes le progrès de la civilisation. Ainsi le progrès était identifié à la marche même de l'histoire moderne194.



Conocida es la confesión que Alas deslizó en una carta a Menéndez Pelayo -con fecha 12 de marzo de 1888- sobre su atenta lectura de las Vorlesungen über die Aesthetik hegelianas: «Participo del entusiasmo de Vd. por Hegel, por su Estética, que yo he leído en francés hace muchos años, y después, otra vez en francés, en una reedición   -90-   en dos tomos»195. Hace referencia Clarín a la traducción de la Estética que hizo Charles Bénard entre 1840 y 1851, en cuatro tomos, y refundida más tarde por este mismo erudito en dos volúmenes en 1875: libro de cabecera para nuestro escritor, sobre todo en sus años juveniles de mayor engolosinamiento ideológico. La presencia de la Estética es bien palpable en la década de 1870, conforme atestiguan los artículos de Alas recogidos por J. F. Botrel y la selección de algunos otros textos realizada por el propio autor en Solos, libro sin duda «germánico», dadas las frecuentes alusiones a Jean Paul, Goethe, Hegel o Schopenhauer. Una huella hegeliana en el «primer» Alas poderosa, firme, pero desbordante a su vez en matices -incluso distancias- como bien ha advertido Eduardo Casar196.

Casi resulta ocioso recordarlo, pero el dialectismo hegeliano -eje vertebrador de la Estética- contiene una aproximación dinámica del arte como confirman, en el terreno lingüístico, una serie de lexías que parecen apuntar a esa futura idea de la «oportunidad». Tal ocurre con voces como «posibilidad», «adecuación», «conveniencia» que se derraman en reveladora isotopía por las páginas de la Estética. Asimismo, y vale subrayarlo pues es otro elemento decisivo en dicho concepto clariniano, la movilidad dialéctica que delata el devenir del Espíritu (Geist) en la Historia, encarnándose en el arte, la religión y la filosofía es lentamente progresiva, siendo la tensión entre contrarios enfrentamiento mas también asunción mutua de valores, una asunción o «movimiento cualitativo» que absorbe lo contrario, lo pretérito, lo ya no conforme en vista a futuras adecuaciones. Por ambas lindes pudo depositar Hegel un fermento inspirador en la mente de Clarín, al hilo de diversas lecturas juveniles por parte de éste y que, a la postre, tomarían cuerpo en su teoría de «lo oportuno».

Veamos alguna ráfaga léxica procedente de la Estética, con vistas a resaltar ese dialectismo gradualista, o incluso conciliador -tan en la línea del futuro Alas-, nada violento pues: que se caracteriza por el énfasis puesto en los estados intermedios o las sucesivas reconciliaciones entre contrarios, dado que Natura non facit saltus según reza el viejo aforismo que Darwin incrustará también en su Origen of the Species197.   -91-   En efecto, esos matices semánticos que aluden a la temporalización del Espíritu en el seno de una historia siempre bullente, la acomodación del arte a una época; los conceptos, en fin, de posibilidad o adaptación aparecen en un amplio número de páginas de la Estética si nos atenemos, por supuesto, a la versión francesa realizada por Ch. Bénard. En primer lugar es bien visible en ella el maridaje entre las nociones de movimiento, diacronía y adecuación: L'esprit -escribe por ejemplo Hegel- perce [...] à travers les oeuvres de l'art, revelándose así d'une manière adéquate y, con ello, suministra al propio arte son type le plus pur»198. O, en segundo lugar, esa otra glosa que parece ya apuntar a la oportunidad de lo artístico ante una particularísima etapa histórica -su «situación» y «misión»-: «Quand l'art [...] a parcouru le cercle entier des sujets qui leur appartiennent, sa mission, par rapport à chaque peuple, à chaque moment de l'histoire, à chaque croyance déterminée, est finie»199. Conveniencia, conformidad del arte con «su» tiempo que resplandece aún más en esta nueva cita: «L'idée de chaque époque trouve toujours sa forme convenable et adéquate; et c'est là ce que nous appelons les formes particulières de l'art»200. (Alas se referirá en 1881 al naturalismo como la manera adecuada a nuestra vida y nuestra cultura presente: la proximidad léxica, ¿conceptual?, parece pues bastante llamativa)201.

O ahora un apunte sobre el vivir del arte en la entraña de la historia por medio de la paulatina sucesión de construcciones formales: entiende Hegel que «Une première division particulière [de mi Estética] doit retracer les différences essentielles que renferme en elle-même l'idée de l'art, et la série progressive des formes sous lesquelles elle s'est développée dans l'histoire»202. Y, por último, el afán del escritor por atrapar en su obra el meollo más auténtico de una época, en alianza de necesidades autorales y querencias históricas que, con rigor admirable, Hegel resume con el término «afinidad» (mucho más rico que «fidelidad» o «reflejo» al sugerir una recóndita empatía entre ambas partes y que, cuando logra sustanciarse, alcanza ya plenitud una «forma» literaria). En efecto,

Il est nécessaire que le poëte [...] sente [...] le besoin d'ajouter la pensée poétique et la forme de l'art à des choses qui sont encore la substance intime de son époque [...]. Si, au contraire,   -92-   cette affinité entre l'esprit de son temps et les évenements qu'il décrit n'existe pas, son poëme sera nécessairement contradictoire et disparate203.



Según ha hecho notar José María Valverde, con Hegel, y «por primera vez», el arte «es visto como esencialmente histórico, es decir, implicando en su misma esencia un devenir en épocas»204: indicio, repitámoslo, de una obsesión muy del siglo XIX y, a la par, síntoma de aquella modernidad que calaría en la conciencia de muchos literatos, entre ellos nuestro Clarín. Esta temporalidad del hecho artístico (encarnándose en rasgos tan genuinos como la «fidelidad», la «adecuación», la «progresividad» de una respuesta poética ante una muy concreta fase histórica) se desprende de todas las anteriores citas de la Estética. Pero dichas ilaciones dialécticas, a la par tenaces y sutilísimas, son por su parte deudoras de la teoría hegeliana de la dialéctica como proceso ontológico que cristalizar en La fenomenología del espíritu y La ciencia de la lógica.

En la primera de ambas obras ofrece cabalmente Hegel una bella exégesis de dicha dialéctica -la jornada del Espíritu a través de la Historia- con el símil del «capullo y la flor», imagen que realza ese movimiento cualitativo, nada neutro o impasible, que hace y deshace, conforma y deforma, y perceptible por cierto en un conocido episodio erótico de La Regenta (no quisiera dejarme atrapar aquí por la siempre fácil tentación de las «influencias», amistad más que peligrosa para el crítico: se trata de un tópico muy extendido en el XIX, lo que reforzaría su calidad de indicio de esa conciencia temporalista tan poderosa entonces). En sus mismos términos:

El capullo desaparece cuando brota la flor, y pudiera decirse que aquél está refutado por ésta; análogamente, la flor queda declarada por el fruto como una falsa existencia de la planta, y en lugar de aquélla se presenta éste como verdad suya. Estas formas no solamente se distinguen, sino que se desalojan mutuamente como incompatibles entre sí. Pero su naturaleza fluyente hace de ellas, al mismo tiempo, momentos de la unidad orgánica, en la cual no solamente no pugnan, sino que la una es tan necesaria como la otra; y esta misma necesidad es sólo lo que constituye la vida del todo205.



A manera ya de justificación quisiera subrayar el carácter provisional de estas páginas, un carnet de notas enteramente abierto y, por supuesto, susceptible de futuras correcciones (los trasuntos hegelianos aquí sugeridos debieran acogerse con cierta prudencia y con la voluntad, siempre, de ahondar mucho más en ellos). Por otro lado, y entre los flecos sueltos, sería sin duda utilísimo analizar el contagio léxico que Clarín -desde los últimos 1870- pudo sufrir por la reiteración en la prensa de las voces «oportunismo», «oportunista», «lo oportuno», aplicadas a políticos como los antes mencionados L. Gambetta o A. Pidal. Abundan los testimonios de tal   -93-   «ruido» semiológico en diversos periódicos, entre ellos La Vanguardia y Diario de Barcelona donde por ejemplo se lee: Gambetta, «el jefe del oportunismo»; «[...] se le ha silbado [...] gritando: ¡Abajo Gambetta! ¡Abajo el oportunismo!»; «[...] la violenta polémica entre oportunistas e intransigentes [...]», etc.206 O, según se ha apuntado también, la existencia de tales calificativos en la prosa jurídica de Arhens -traducida y comentada por F. Giner207-. Sin olvidar el análisis diacrónico de la aparición y dilatación semántica de estos vocablos en Alas: unos vocablos que empiezan a menudear hacia 1876 en sus colaboraciones en El Solfeo y La Unión, en algún caso a la luz del propio Giner quien en sus Estudios de literatura y arte formularía que, por «la índole de la edad presente», es decir, por «necesidad» histórica, la lírica aparece como la poesía «más adecuada» para el siglo XIX, y en detrimento ello de las viejas formas208. Ante lo cual dirá nuestro autor con palabra respetuosa -y emparejando significativamente los conceptos de «adecuación» y «oportunidad»- que «Estudiando los caracteres de la sociedad actual y las condiciones de los diferentes géneros poéticos, el Sr. Giner reconoce, en uno de los mejores artículos [del libro] que en nuestros tiempos es la más oportuna [...] la poesía lírica»209. Pero todas estas cuestiones semiológicas y especulativas exigirían un tratamiento monográfico amplio, minucioso, que supera con mucho los límites de la presente comunicación.

Hemos esbozado sólo un asedio a las raíces de un pequeño, e intenso, constructo estético cual es la «oportunidad literaria»: asedio al hilo de una retrospección «desde» unos admirables párrafos de Torrente Ballester para, luego, situarnos en otra página de R. Altamira, manejando a la par alguna cita del autor de La Regenta en la que brillan precisiones sobre tal abreviatura doctrinaria. Pero prosiguiendo con esa retrospección hemos indagado también posibles gérmenes inspiradores del «oportunismo» en la Estética de Hegel, la cual -a manera de un majestuoso «reloj» metafísico- ordena el tiempo de la historia, ajustando con sus manecillas la hora en que un poema o un relato son afines al vivir de un pueblo. Y ahí, por cierto, radicaría una clave que, años después, propiciará la plasmación de la doctrina -más implícita que manifiesta- de Clarín: el juego de acomodaciones mutuas entre época (siempre deslizándose) y respuesta artística, respuesta por ello provisional, nunca petrificada en códigos inamovibles y que en «La novela novelesca» quedará justamente metaforizada,   -94-   haciendo referencia al naturalismo, como «algo que venía a su hora»210... En contraste con términos más pobres como «reflejo», «copia» -típicos de un cierto canon realista- la noción hegeliana de «afinidad» supone en verdad un engarce dinámico entre obra literaria e instante histórico: engarce intenso a la vez que, en mayor o menor medida, perecedero. Vectores atrayéndose mutuamente y que conforman, en el plano teórico, el concepto clariniano de la «oportunidad»: una indudable empatía pues entre ambas partes, según se apuntó ya.

Mas Alas socializa, por así decirlo, el idealismo hegeliano, materializándolo en el fluir «carnal» de la historia (merced, no se olvide, al tamiz naturalista): es muy revelador que en 1882 escriba que «las fuerzas sociales [...] piden en cada época modo adecuado de arte»211. Con ello el juego de acciones y reacciones entre las exigencias del cronotopo histórico-sociológico y las respuestas del arte resulta ya muy elocuente: lo que antaño era simple «reflejo» se colma ahora de tensión dialéctica. Y en dicha tensión anidaría el nervio más delicado de la mimesis, una mimesis en absoluto pasiva dado que la «oportunidad» permite atisbar la doble faz del hecho literario: fruto de la cosmovisión del mundo que una sociedad va forjándose no sin dolor y, como tal fruto, réplica objetiva -enteramente consciente ya- de dicha cosmovisión. Descubrir la entraña del «oportunismo» clariniano significa, pues, traspasar los límites de las preceptivas y hacer camino al calor de la historia: modelar, mejor dicho, una preceptiva prudente, elástica, relativista, nada «quieta» y con la mira puesta en una mayor penetración por una realidad entendida en su doble filo espiritual (metafísico) y sociológico212. No se olvide a ese respecto que, en su sentido originario, opportunus significaba «el viento que conduce al puerto»... Quizá, por decirlo de otro modo, una «táctica» literaria en caso de aclimatar un vocablo aplicado entonces a los posibilismos políticos o incluso un «arte» -según calificativo con el que, recordémoslo, Giner, basándose en Ahrens, ennoblecía la labor del estadista tendente a materializar su «ideal absoluto» a través del «ideal propio de cada época»213. Se alcanza a entender ahora, y en su plenitud, una conocidísima página de Clarín- testamentaria casi- que aproxima, ensambla búsquedas artísticas alejadas entre sí por medio de comparaciones con fuerte sesgo temporal. En ella confiesa efectivamente que

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tuve el honor de ser el primero, allá en mi juventud, casi adolescente, que defendió las novelas de Zola [...], y hasta su teoría naturalista, con reservas, como un oportunismo [...]. Era yo entonces, sin embargo, tan idealista como ahora, así como soy ahora tan naturalista como entonces214.





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El teatro romántico juzgado por los románticos. (Itinerario del canon en el Semanario Pintoresco Español)

Ermanno CALDERA


Università di Genova

Hojeando las páginas relativas al teatro en los primeros 7 tomos del Semanario Pintoresco Español (1836-1842), podemos asistir a la gradual formulación de un canon de la dramaturgia romántica española. Se empieza con genéricas consideraciones acerca del romanticismo, se pasa luego al examen de obras que pertenecen al movimiento -algunas se admiten, otras se rechazan- hasta que, cuando se cree que el romanticismo ha agotado sus fuerzas, se traza un balance definitivo que supone la existencia de una verdadera escuela y conduce a la elaboración de un canon muy articulado de obras ejemplares y de caracteres específicos.

En el primer número, que salió a la luz el 3 de abril de 1836, bajo la rúbrica Teatros, en que se anuncian las próximas reseñas, se hace una alusión algo genérica al movimiento romántico; después de indicar las diversas escuelas literarias que se alternaron en la escena española, concluye el periodista:

[...] por último apareció hace muy poco tiempo la que despertando antiguos recuerdos y amalgamando lo extraordinario y horroroso de las leyendas entretenidas de la época de la resurrección de las letras, con la cultura y filosofismo de la edad presente, forma la que se distingue en la actualidad con el nombre de romanticismo215.


(p. 16)                


Donde ya sin embargo apuntaba una de las exigencias que a menudo se irán rematando: la de esa «unión de lo pasado con lo presente» que ocho años antes defendiera Durán en su célebre Discurso.

Al año siguiente, el 7 de mayo (n.º 58, pp. 141-142), aprovechando la oportunidad de una reseña de Muérete y ¡verás!, el gran éxito de Bretón de los Herreros, el anónimo autor se detenía en mayores y más pormenorizadas características (reales o auspiciadas) de la dramaturgia romántica. En primer lugar, señalaba la libertad de las reglas: «[...] la nueva secta literaria, que negando la autoridad de las trabas   -98-   impuestas al genio establece que éste no puede estar limitado más que por sí mismo, y que por lo tanto es libre de volar hasta la altura que le permitan sus alas».

El argumento siguiente, destinado a convertirse en un tópico en todas las disquisiciones sobre el teatro romántico español, es el de las exageraciones e inmoralidad del romanticismo francés, al cual se acompaña constantemente la exaltación de los tonos moderados como exigencia propia del teatro español. «Los apellidados románticos de la escuela francesa», afirma el periodista, han caído en tantas exageraciones que ya se puede definir la tal escuela como «falsa e inmoral». Al contrario, para los dramaturgos españoles, como justamente ha demostrado Bretón en su comedia: «Ha llegado sin embargo el caso de usar moderadamente de la libertad en las formas literarias del nuevo teatro moderno».

Con lo cual queda asentada la teoría de la moderación, alias del «justo medio», y Bretón entra a formar parte de un canon del teatro nacional que se va desdibujando.

La siguiente reseña (n.º 61 del 28 de mayo, pp. 165-166) se refiere al Paje de García Gutiérrez, que el autor no aprueba totalmente por faltarle ese «pensamiento moral», que juzga, «[...] tan indispensable, que sin ello renunciaría la escena a su primera y principal misión que es la de instruir y aleccionar al pueblo».

Que es otra forma de caracterizar al drama español respecto al francés.

Sin embargo lo que quizás más despierte nuestro interés en este artículo sea el reconocimiento del ingreso triunfal en el certamen dramático de una «escogida porción de jóvenes escritores», entre los cuales, a pesar del juicio no del todo favorable, incluye, en un lugar destacado, a García Gutiérrez (es el único que cita): «[...] pocos -afirma- podrán gloriarse de haber excitado la pública simpatía desde los primeros pasos en esta carrera, como el autor del drama que hoy va a ocuparnos».

Que así entra también a formar parte del canon.

Por fin, el 30 de julio, en el n.º 70, sale una reseña dedicada a Doña María de Molina de Mariano Roca de Togores, en la cual aparece por primera vez una explícita y extensa lista canónica.

El exordio contiene ya el abierto reconocimiento de la existencia de una escuela dramática nacional, y, al reanudarse a afirmaciones del artículo anterior, hace más pormenorizada y explícita la alusión a la «escogida porción de jóvenes escritores»: «Al fin el teatro moderno nacional, dignamente representado por una corta, pero escogida porción de jóvenes poetas, toma en mano de éstos aquel carácter original filosófico y profundo que conviene al gusto del país, y a la exigencia verdaderamente grande de la moderna escena».

Los rasgos que caracterizan este teatro se acentúan en los renglones siguientes gracias a una neta contraposición entre la producción romántica francesa y la española, siendo ésta, por el influjo de una tradición dramática fuertemente arraigada, más moral, y por lo tanto más adecuada a la sensibilidad de un pueblo que, según la fórmula duraniana, reconocía en ella «la expresión de sus ideas, de su civilización y de su poesía».

Los nuevos autores, añade el crítico, «[...] vieron, pues, que les precisaba, para cumplir con la justa exigencia del público, al par que con el verdadero objeto de la   -99-   escena, envolver entre la gala de sus producciones, un pensamiento moral, un hecho histórico, una verdad política de que el pueblo pudiese aprovechar».

Es, precisa, el camino recorrido por El Trovador, Los Amantes de Teruel, Muérete y ¡verás!, La Corte del Buen Retiro («drama histórico, poético, original, sucesor fiel de la escena de Lope y Calderón») y por último por esa Doña María de Molina que es el objeto de la reseña, del cual drama se ponen de relieve varios aspectos positivos, entre los cuales descuella ese respeto de la verdad histórica, que se convertirá en una de las exigencias fundamentales de la dramaturgia romántica.

La lista canónica comprende pues a García Gutiérrez, Hartzenbusch, Bretón, Escosura y Roca de Togores. No forman parte de ella los padres del teatro romántico español: ni Martínez de la Rosa, ni Larra, ni el Duque de Rivas; y aunque la afirmación no sea tan explícita como en una reseña aparecida en la Gaceta de Madrid del 7 de junio de 1837 (donde se afirma rotundamente: «Nosotros tenemos ya también una escuela peculiar nuestra, que el Trovador fundó») es evidente que, citando El Trovador por primero, se considera a García Gutiérrez como el iniciador de la nueva escuela.

Pero quizás valga la pena también recordar que Doña María de Molina le resulta modélica al recensor sea por la fidelidad a la historia de esa edad media «tan horrendamente desfigurada en manos de imberbes autorcillos», sea «en cuanto a la severidad del pensamiento, en cuanto a la discreta economía de los medios, en cuanto a la gala y valentía de la dicción».

No se puede negar que, después de esta reseña, ya resulte bastante definido el canon de la dramaturgia romántica.

Las que siguen a lo largo del mismo año 1837 poco añaden a no ser por los juicios negativos que envuelven a dos dramas (Fray Luis de León de Castro y Orozco y Carlos II el hechizado de Gil y Zárate) y a la valoración positiva de Bárbara Blomberg de Escosura, que tienen en común la insistencia sobre la exigencia de la fidelidad a la historia.

Las dos primeras obras en efecto despiertan la indignación del recensor que, por lo que atañe a Fray Luis de León -obra que realmente desfiguraba de forma absurda la realidad histórica del personaje- se pregunta: «¿Tiene tan amplias facultades un autor dramático que le sea lícito dar a un personaje histórico una vida fabulosa?» (N.º 74 del 27 de agosto, p. 270.)

También se le reprochan las abiertas violaciones de la verdad histórica a Carlos II que por lo tanto no puede pertenecer a la escuela nacional, sino a la tan aborrecida escuela francesa: «Por descontado el drama pertenece entera y completamente a la moderna escuela y de tal suerte, que hay quien le supone escrito para rivalizar con las más exageradas obras de Víctor Hugo y Alejandro Dumas». (N.º 88 del 3 de diciembre, p. 381.)

Si es pues evidente que las dos obras no pertenecen al canon dramatúrgico español, muy canónica en cambio es Bárbara Blomberg que posee todas las cualidades idóneas para lograr un juicio muy positivo: «Se ve pues -afirma el periodista- [...] que la acción es interesante, que la verdad histórica no está alterada, que hay situaciones   -100-   dramáticas, caracteres contrapuestos y bien sostenidos, conocimiento del corazón humano y bella versificación». (N.º 89 del 30 de diciembre, p. 389.)

Podemos sin embargo afirmar que el aspecto que más le satisface al autor (se firma S. el E.) es el respeto de la verdad histórica, ya que en la palabras de introducción había declarado explícitamente: «nosotros preferiremos siempre aquellas composiciones, que ajustándose en lo esencial a la verdad de la historia, sólo concedan al arte la facultad de embellecer y adornar el asunto principal». (Ibídem, p. 387.)

El problema de la verdad, tan importante en la cosmovisión romántica, aunque sólo sea en la perspectiva de la verdad histórica, entraba así a formar parte del canon como elemento discriminatorio entre lo que se interpretaba como romanticismo bueno (es decir español) y el que Durán definirá romanticismo malo, obviamente de marca francesa216.

Después de tan comprometidas reseñas del año 37, hay como un claro por lo que se refiere al teatro, que ocupa todo el 38 y parte del 39, y que un artículo publicado el 27 de octubre de 1839 (en el n.º 43, pp. 342-343) se ocupa de explicar. Motivo de tan largo silencio ha sido, confiesa el articulista, Enrique Gil, «[...] la amarga necesidad de aparecer severos, y de lamentarnos [...] del torcido giro y errada dirección que en nuestros días hemos visto dar al teatro».

El «torcido giro» es, como siempre, la exageración de abolengo francés, ya que muy pronto se estigmatiza el que los autores hayan convertido «en licencia la racional libertad por tan legítimos medios conquistada».

El concepto reaparece rematado y ampliado en la continuación que se publica en el n.º 44 el 3 de noviembre (pp. 348-349), donde se reprocha a los autores españoles que se hayan dirigido «con desvío y tibieza» al teatro antiguo, que representaba la tabla de salvación para conseguir un auténtico teatro nacional. En cambio, han introducido en la escena «creaciones desnudas muchas veces de verdad, hijas legítimas del teatro francés»: nuevamente la verdad aparece como la ineludible piedra de toque.

No todo sin embargo le resulta negativo a Enrique Gil, ya que encuentra consuelo en evocar al Don Álvaro, por fin reconocido como «primero de la moderna escuela», en el cual «todo es verdadero, palpitante» y a Doña Mencía, que «no ostenta quizá las mismas galas y los mismos rasgos de imaginación que Don Álvaro, pero le excede en profundidad, en verdad217 y buen concierto».

A esta lista muy limitada y curiosa por la elección de una obra seguramente no de primer orden como Doña Mencía (con omisiones imperdonables, como El Trovador) el escritor añade en fin también Cada cual con su razón con que Zorrilla   -101-   hacía su ingreso en las tablas: obra que el mismo reconoce «endeble», que empero inserta en la lista seguramente por la ocasión de estrenarse en aquellos días.

Los dos artículos atestiguan un cambio de atmósfera, ya mucho menos favorable al teatro romántico, que quizás se anunciara ya en el número 13 (31 de marzo, pp. 103-104), donde aparece el célebre ensayo de Lista titulado «De lo que hoy se llama romanticismo», que empieza con las palabras tan significativas: «Nada es más opuesto al espíritu, a los sentimientos y a las costumbres de una sociedad monárquica y cristiana, que lo que ahora se llama romanticismo, a lo menos en la parte dramática»218.

Llegados a estas alturas, no hay pues que extrañar que en los tomos inmediatos (1840 y 1841) ya se hable del romanticismo teatral como de un ciclo terminado y se intente trazar un balance final.

Un claro índice del cambio de rumbo nos lo proporciona José María Quadrado que por primera vez se atreve a reivindicar la grandeza de Víctor Hugo, que considera el maestro de las nuevas generaciones literarias contra los que ven una neta contraposición entre él y los dramaturgos españoles («Víctor Hugo y su escuela literaria», 2.ª serie, t. II, n.º 24, pp. 189-192): «[...] quisiéramos [-protesta-] que [...] no asquearan tanto los horribles dramas del autor francés, los que aplaudían Don Álvaro o La fuerza del sino, y se extasiaban ante el Rey monje o ante Carlos II el hechizado».

Ni tampoco duda en burlarse de los secuaces de cierto «[...] maniqueísmo literario del día, según el que se atribuye al poeta francés cuanto hay de malo y deforme, y cuanto de bueno y perfecto existe se hace proceder de Calderón».

En cambio, de él procede el teatro moderno español «Cinco años ha que nuestra aletargada poesía [...] despertó por primera vez al nombre y a la voz de Víctor Hugo» y la Conjuración de Venecia y Don Álvaro fueron «los primeros que adoptaron las modernas formas».

El carácter de balance conclusivo que posee el ensayo de Quadrado reaparece más explícitamente en dos artículos, más ingenuos pero no por eso menos interesantes, compuestos por Diego Coello y Quesada y titulados «Consideraciones generales sobre el teatro y el influjo en él ejercido por el romanticismo» (2.ª serie, t. 2; n.º 25, pp. 198-200 y n.º 27, pp. 213-215), que empiezan por una constatación más amarga y desilusionada que las del tomo anterior: «El teatro va decayendo por instantes».

Después de atribuir al romanticismo la tarea de la valorización de la edad media y de la religión, y a Hugo la de haber extendido al teatro «la tendencia de la nueva escuela», Coello reconoce a Martínez de la Rosa la función de iniciador de la nueva dramaturgia española: «[...]conoció que una nueva era había llegado para el drama, y bajo el influjo de ese sentimiento escribió la Conjuración de Venecia.

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Por último, se pregunta: «¿Qué vino a hacer el romanticismo en la forma dramática?»

La contestación es: «[...] lo mismo que ha dos siglos ejecutó Lope de Vega: romper las ligaduras [...], dar más lasitud, más expansión, más vida y variedad de colorido al cuadro dramático, hacer en fin el drama más novelesco».

Como es fácil de notar, ha desaparecido el compromiso que inspiraba las críticas anteriores y el romanticismo se reduce a cuestiones esencialmente formales. Es que ya no se cree en la distinción de las escuelas y los movimientos: «Tiempo es ya de que abandonemos todas esas niñerías de escuelas, y todos esos sofismas brillantes, y que aprendamos a colocar en una misma línea a Calderón y a Corneille, a Molière y a Moreto».

¿Es una renuncia al teatro nacional tan obsesivamente perseguido en los años anteriores? Parece que no: sencillamente se postula una dimensión nueva, el famoso eclecticismo, que en realidad no significa nada más que una sustancial ineptitud a un serio compromiso: «Unamos, sí, las bellezas de nuestro rico teatro antiguo con las del teatro clásico; no desdeñemos las relevantes dotes del drama moderno creando así un teatro español, nacional, digno del siglo XIX, y que cual hermoso ramillete reúna las bellas y esparcidas flores».

Desde luego, en ese momento de desencanto y desorientación, ha desaparecido, por decirlo mejor, se ha interrumpido, todo intento de formulación de un canon dramático romántico. Las reseñas de obras nuevas se detienen sí en la nómina de sus bellezas o de sus defectos pero las varias consideraciones prescinden de las referencias al romanticismo o a cualquier escuela literaria219.

A los tomos de 1841 y 1842 les estaba destinada la tarea de escribir la conclusión. Por supuesto, nosotros sabemos que el romanticismo continuaría su vida azarosa a lo largo de toda la década de los cuarenta, a veces llevando a la escena auténticas obras maestras como el Don Juan Tenorio y Traidor, inconfeso y mártir; pero a la sazón se tenía la impresión de que el movimiento había acabado realmente: «El exagerado drama romántico ha sido una llamarada que sólo ha brillado por un momento», proclamaba, justamente en 1841, Juan del Peral220.

Por esto, es decir porque lo sienten como un momento de la historia pasada, los críticos pueden nuevamente intentar la formulación de un canon.

Lo hace primero Revilla («Revista teatral», 2.ª serie, t. III, n.º 1 del 3 de enero de 1841, pp. 2-4), que, al constatar el abandono en que yacen los teatros, evoca, aunque con algún reparo, los tiempos del florecimiento: «Los nombres de los Sres Bretón, Gil y Zárate, Hartzenbusch, Gutiérrez, Rubí, y otros varios aunque avasallados en   -103-   parte algunos de ellos por una escuela nueva que salió del carril del buen gusto, forman una de las páginas brillantes de nuestra moderna literatura».

Al año siguiente, Mesonero Romanos publica una serie de cinco artículos bajo el título de «Rápida ojeada sobre la historia del teatro español»; el último, aparecido en el n.º 50 del 11 de diciembre, lleva el título de «Época actual» y abarca el período que corre desde el principio del siglo a fines de 1842; de manera que también los sucesos teatrales de los últimos años aparecen como momentos definidos de una historia literaria.

Lo que impresiona en la parte dedicada a la escuela romántica es la modernidad de los juicios que podrían ser compartidos por cualquier historiador de la literatura de hoy día. Empieza por afirmar que Abén Humeya y La Conjuración de Venecia fueron las primeras composiciones «que inocularon al público español el gusto dominante», en tanto que el Don Álvaro «fue el primero propiamente de la escuela romántica». Señala luego el triunfo del Trovador y de Los Amantes de Teruel, obra caracterizada por «la razón y el buen gusto». Recuerda después «las tumultuosas pasiones» y el «osado colorido» de Carlos II el hechizado y una larga hilera de jóvenes autores, cuyos nombres van seguidos por la indicación de las obras suyas más significativas, acompañadas por sintéticos y valiosos juicios que el tiempo nos obliga a dejar a un lado: Roca de Togores (Doña María de Molina), Escosura (La Corte del Buen Retiro, Bárbara Blomberg), García Gutiérrez (El rey monje), Maldonado (Antonio Pérez y Felipe II), Castro y Orozco (Fray Luis de León), Navarrete (Don Rodrigo Calderón), Díaz (Baltasar Cozza), Romero (Garcilaso de la Vega), Bretón (Don Fernando el emplazado), Gil y Zárate (Un monarca y su privado, Don Álvaro de Luna).

Añade luego una breve lista de autores cuyos dramas «parecen aproximarse a la comedia antigua» nuevamente Rivas (Solaces de un prisionero) y Gil y Zárate (Rosmunda, Matilde), y por último Zorrilla (El zapatero y el rey, Los dos virreyes «y otras varias, que pudieran decirse de la escuela de Rojas y Calderón»).

Sin embargo, a pesar de las alabanzas que acompañan la larga lista, no está satisfecho Mesonero y propone una nueva escuela cuyas características indica como sigue:

«Estudiar las pasiones dominantes, seguir al hombre a la plaza pública, ver allí la lucha de las pasiones desencadenadas, de los recuerdos que se disipan, de las ilusiones que desaparecen; mirar cómo se truecan las antiguas costumbres, los añejos vicios, por otros nuevos [...]; arrancar en fin esta nueva máscara del ser humano, y ofrecerle en la escena el eterno espejo de la verdad [...] esto es lo que [...] cumple hoy más que nunca al escritor dramático».


Con su fina sensibilidad, Mesonero siente pues cumplida la misión del dramaturgo romántico y le indica con una exactitud increíble la nueva senda que efectivamente recorrerán los escritores de la época siguiente: la de la alta comedia.



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Recepción crítica en el momento de su aparición de El señorito Octavio (1881), ópera prima de Armando Palacio Valdés

José Luis CAMPAL FERNÁNDEZ


Real Instituto de Estudios Asturianos (Oviedo)

Cuando Armando Palacio Valdés da a las prensas en los primeros meses de 1881 El señorito Octavio221, su primera novela, aún tardarían varios años en conocerse los tratados narratológicos que, enmascarados como prólogos o confidencias preliminares, el escritor asturiano inserta en la antesala de algunas de sus novelas, como son los famosos casos de La Hermana San Sulpicio (1889) y Los majos de Cádiz (1896); y supongo que, en 1881, no se le había cruzado a Palacio Valdés por la imaginación ingresar en la RAE, lo que haría veinticinco años más tarde con un discurso en el que homenajeó al montañés José María de Pereda y que versó sobre «¿qué es un literato?» y «¿qué papel representa, cuál es el que debe representar en nuestra sociedad?». Y tampoco, por supuesto, habían sido concebidos por nuestro autor los trabajos de recapitulación o las especulaciones teóricas que, andando el tiempo, conformarían capítulos de libros rememorativos en los que, entre otras preocupaciones, reflexiona sobre el arte de escribir; títulos como, por ejemplo, Testamento literario (1929), obra de pre-senectud, o Álbum de un viejo (1940), aportación póstuma pero compuesto alrededor de 1936 con esquemáticas meditaciones acerca de asuntos varios. Pero no recurriré a ninguna de estas aportaciones configuradoras de una Ars poética palaciovaldesianas, al ser cronológicamente posteriores a los momentos iniciales que ahora trazo.

Cuando Palacio Valdés hace en 1881 su debut como novelista con ESO todavía no habían consumado, «Clarín» y él, el famoso repaso conjunto a las novedades librescas de ese año precisamente en La literatura de 1881 (1882), un volumen que se abría con la provocadora dedicatoria de «A los escritores que no queden satisfechos». Sabemos, en virtud de su correspondencia con Galdós, que ESO debió concluirse, aproximadamente, sobre la segunda quincena del mes de noviembre de 1880. La obra la había ido escribiendo Palacio Valdés entre su aldea natal de Entrialgo, en el caserón solariego donde solía veranear en su juventud, su domicilio   -106-   familiar de Oviedo y la antigua sede de la calle de la Montera, n.º 22, del Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid, institución de dilatada trayectoria y acendrado prestigio en la que el incipiente novelista había ingresado alrededor de 1873, cuando sus estudios universitarios estaban todavía por concluirse.

Los desvelos reseñistas del joven Palacio se ceñían fundamentalmente al trabajo desempeñado en la Revista Europea que editaban Luis Navarro y Eduardo Medina, y de cuyos escritos analíticos se valdrá el autor asturiano para ir componiendo sus recolecciones de críticas de matiz filosófico-religioso-literario, y sus retratos o siluetas de políticos, pensadores y escritores; compendios sucesivos que darán cuerpo a sus tres primeros libros, a saber: Los oradores del Ateneo (1878), Los novelistas españoles (1878) y Nuevo viaje al Parnaso (1879). Avistamos en estos escritos, unas reseñas cargadas de donosura satírica y una agudeza muy original y amena capaz de lanzar terribles andanadas que, al estar pasadas por el tamiz de una ingeniosidad humorística poco aversa, apenas podían pasar por unas intimidatorias salvas cuando en verdad se trataba de cañonazos en toda regla. Palacio Valdés se ocupa de autores mayores y menores, encara su estudio sin amilanarse ante la estatura del objeto de su análisis, y lo hace mezclando las diatribas con las recomendaciones, y sin que en las sentencias del crítico se aprecie que se hayan insuflado las absoluciones conmiserativas, pues su ironía resulta bastante dura e implacable.

A esta treintena de artículos o detenciones en asuntos científico-literarios, habría que sumar los que, aparecidos previamente en la prensa, luego fueron desechados por el propio Palacio cuando organizó sus series en formato de libro; habría que añadir, igualmente, las crónicas que, alternándose con Leopoldo Alas, iba enviando, desde la capital y bajo el epígrafe de «Correspondencia de Madrid» o «Correo de Madrid», a la ovetense Revista de Asturias, en cuya fundación había intervenido activamente su hermano Atanasio, y donde él había publicado un interesante artículo titulado «Cualidades de la crítica». Eso ocurría en el número del 15 de septiembre de 1880, es decir, sólo unos meses antes de la aparición de ESO, y a buen seguro que con la redacción de su ópera prima muy adelantada o ya en fase de revisión.

El conocimiento, pues, que hacia 1881 tiene el joven Palacio del aparato crítico no era ni escaso ni inocente; al contrario, podría decirse que el período más intenso y reconcentrado de su labor crítica estaba prácticamente lacrado. Con sus respectivas series, Palacio Valdés pasará revista a pensadores, poetas, y novelistas; cuando haga lo propio entre diciembre de 1880 y abril de 1881 con los dramaturgos, dará por recorrido y cubierto el amplio abanico de nuestra cultura literaria hispana. No es correcto, por lo tanto, afirmar que con ESO decía adiós Palacio Valdés al género crítico. No debía rezumar mucha firmeza la resolución que en 1880 comunicaba en carta a su amigo ovetense Pío Rubín, relativa a que «escribiendo de crítica no estoy completamente en mi cuerda», ya que inmediatamente después de conseguir un editor que le imprimiera ESO, emprende una nueva tanda de recensiones críticas en el periódico liberal El Día, acabante de nacer.

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La experiencia previa de Palacio Valdés no se restringía al espectro crítico, ya que se había estrenado en la prosa de ficción con dos cuentos titulados: Crotalus horridus y El sueño de un reo de muerte, piezas ambas difundidas en 1878 y 1880 por la prensa asturiana y madrileña.

¿Qué pensaba el joven Armando, en el umbral de la década de los 80, de la crítica y la novela coetáneas? Sus opiniones en torno al mundo de la crítica son bien claras y están meridianamente expuestas en el prólogo de Nuevo viaje al Parnaso y en el mencionado artículo «Cualidades de la crítica», textos ambos reproducidos por Revista de Asturias en el transcurso de 1880.

En las páginas del prólogo aludido, el novelista agrupa a los críticos en tres bloques: los que encuentran la belleza en «la simetría», los que la encuentran «en lo extraordinario, en lo desordenado» y aquéllos que buscan en la obra literaria «un reflejo, mejor dicho, una repetición fiel y minuciosa de la vida». Formula el joven crítico dos proposiciones: primero, que «nunca hizo falta la crítica para que apareciesen grandes artistas»; y segundo, que «la crítica ha empequeñecido el arte», pues, entre otras deficiencias, le achaca la de «fijarse con harta frecuencia en lo menos importante».

Está persuadido Palacio Valdés de que el crítico, a pesar de que «influye positivamente en la opinión del público», no se encuentra por encima ni al mismo nivel del creador, ya que su función no es, para el autor, «escudriñar las manchas», sino «aclarar, difundir, popularizar las bellezas de las obras artísticas, llamar la perezosa atención del público hacia ellas, colocarlas sobre las alas del entusiasmo para que lleguen a todos los espíritus». Él mismo se declara más satisfecho con sus comentarios positivos que con los recriminatorios, aunque tal punto admitiría muy bien el interrogante, conociendo el talante batallador y ácido del Palacio Valdés crítico.

La virtud inexcusable que, en consonancia con tal misión, debe poseer el crítico es, para el joven Armando, «el gusto», ya que, si no, «la debilidad del sentimiento [...] da por resultado el que no pueda apreciar, ni mucho menos gustar, los rasgos más brillantes y las empresas más atrevidas de la imaginación». Piensa también Palacio Valdés que el ejercicio escrito de la crítica no les exime a sus cultivadores de una composición cuidada: «Tanto más vale una crítica cuanto más bella forma reviste», dice al final de su artículo «Cualidades de la crítica».

Hacia 1881, Palacio Valdés, a través de las reflexiones realizadas en sus comentarios y glosas, se había ido forjando unas opiniones sobre el papel del escritor y del canon literario decimonónico, y particularmente en lo que atañe al ejercicio de la novela. La exposición del ideario estético palaciovaldesiano en este género aparece, por entonces, diríase que sintetizado en el prólogo de Los novelistas españoles. Tras denunciar que «la novela, en nuestra patria, no es otra cosa, por ahora, que un campo vasto e inculto donde [...] crecen en abundancia las plantas de forraje», demanda en esas páginas preliminares una novela de sabor, color y olor regionalistas en la que se apresen las «antiguas y originalísimas costumbres [...] que van desapareciendo y ofrecen [...] el interés punzante y melancólico de todo lo que ha sido y dejará pronto de ser».

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El 5 de marzo de 1881, el periódico madrileño La Iberia, que se rotulaba Diario progresista, informa a sus lectores que ya se ha puesto a la venta ESO; y seis días después, el 11 de marzo, reproduce el comienzo de la novela incorporando una leyenda previa que rezaba así: «Con mucho gusto publicamos un fragmento de la última producción del reputado escritor Sr. Palacio Valdés». El 11 de diciembre del año anterior, otro rotativo, La Correspondencia de España (Diario noticiero), declaraba que el librero-editor Fernando Fe había adquirido la propiedad de la novela para su explotación comercial, después de unas tribulaciones del joven Armando buscándole editor y la infructuosa solicitud de un prólogo a Benito Pérez Galdós, quien animó a Palacio Valdés a escribir la novela y llegó incluso a ofrecerse para publicarla.

En ESO, el narrador lavianés cuenta una historia de adulterio e infidelidades por partida triple en un marco rural donde salen a relucir, en medio de una naturaleza palpitante de vida, las deficiencias y fealdades de las mentalidades acomodadas: deshonestidades e hipocresía social, ensoñaciones exaltadas, contubernios políticos, alianzas del clero y la vieja nobleza con fines espurios, delaciones y lavado del honor por vías brutales, etc.

Hay que tener muy presente que las valoraciones que vayan a emitirse de ESO las semanas siguientes a su publicación toman como punto referencial una primitiva primera edición de 370 páginas en octavo que se puso a la venta al precio de tres pesetas; edición que dista bastante de la que actualmente se maneja, y que reproduce la versión que el propio novelista preparó en 1896 del manuscrito para el primero de los tomos de sus Obras Completas, y en la que fueron eliminadas casi un centenar de páginas.

El día 8 de marzo, «Clarín» nos informa, en un «Palique» de El Mundo Moderno, de la comparecencia en las librerías de la novela de Palacio; en unas breves ráfagas, porque tiene intención de detenerse más concienzudamente en el libro, manifiesta Alas que se trata de una obra «original [...], bella, que revela dotes excepcionales en su autor», y que pertenece «a un género aquí apenas cultivado», en alusión a su proximidad con la escuela naturalista.

El 14 de marzo de 1881 aparecen dos de las reseñas de ESO que he localizado como más madrugadoras: una sin firma, presumiblemente debida a José Ortega Munilla, en El Imparcial y otra de Fernanflor en El Liberal. En los dos artículos mencionados ya se sopesa con disparidad de criterios la pieza palaciovaldesiana, además de ser dos aproximaciones atractivas, dos ópticas sugestivas por cuanto que abordan cuestiones distintas.

El comentarista anónimo de El Imparcial empieza aludiendo a la escasa atención que se le dispensa en España a las novedades editoriales: «Salir una novela es como salir el sol. Nadie le da importancia, excepto su autor y unos cuantos admiradores platónicos de las letras españolas». Luego nos pone el corriente de que la primera edición del libro «en poco más de ocho días se ha agotado».

La valoración que se hace le es, en líneas generales, muy propicia al novelista principiante: se inscribe la obra, un tanto displicentemente, en la estela de un Balzac   -109-   o un Flaubert; se habla de «preciosa muestra de su talento analítico y de su perspicaz observación» y concluye augurándosele a Palacio Valdés un brillante porvenir: «Mucho puede esperar de él el arte», afirma el reseñista de El Imparcial. En la aplicada observación de tipos y conductas radica, para el comentarista, la notoriedad literaria del producto; la «observación moral y física [...], la concordancia del examen exterior e interior» despuntan en un «estudio fisiológico y psicológico tan detenido, concienzudo y acertado». La capacidad observadora se trasluce en los aciertos que consigna el comentarista: «Amenas descripciones llenas de color» y «vivos diálogos impregnados del penetrante y honrado perfume de la verdad», lo cual nos remitiría al afán del joven Palacio por capturar la verosimilitud artística, al margen de la veracidad de los hechos novelados. En lo tocante a defectos en ESO, el colaborador de El Imparcial circunscribe éstos, y de pasada, aduciendo falta de espacio, a «descuidos de estilo, incorrecciones y provincialismos», aunque ni se detiene ni los ejemplifica.

Menos uniforme en su criterio se muestra Fernanflor, pseudónimo utilizado en El Liberal por el escritor y periodista madrileño Isidoro Fernández Flórez (1840-1902). Inicia éste su crítica encuadrando al narrador lavianés entre «los que cultivan el arte por el arte, sin proponerse otro fin que el descubrimiento, exhibición y glorificación de la belleza», lo que constituiría, al decir del comentarista, la explicación del porqué del subtítulo Novela sin pensamiento trascendental, subtítulo que Palacio Valdés suprimirá en las siguientes reediciones de la obra. Para su dictamen, Fernanflor alienta a «considerar la novela [...] separadamente: en su fondo y en su forma»; lo uno es, para Fernanflor, débil, mientras que en la otra le parece que el joven narrador se desenvuelve con más gracia.

El fondo es inexistente para el crítico ya que se reducen a «los amores no correspondidos» del personaje de Octavio, un protagonista en cuya horma advierte la huella de Juan Valera, autor que no debía satisfacer las exigencias de Fernanflor, ya que señala con rotundidad que el del autor de Pepita Jiménez es «uno de los estilos que no deben ser imitados», pues su brillantez se basa sólo en «su dominio absoluto de la palabra [y] su espíritu volteriano». El aspecto formal, sin embargo, concita los parabienes del enjuiciador: «Su valor, su interés y su importancia está en la forma», declara, en sintonía con lo que el desconocido reseñista de El Imparcial anotaba ese mismo día 14. Fernanflor cree que «el Sr. Palacio es un buen pintor de interiores y de paisajes», ofreciendo, en consecuencia, «pinturas de la vida de pueblo que son cuadros fidelísimos por su dibujo y su color», con lo que seguiría la senda enunciada por Fernán Caballero, pese a las suspicacias con que el joven Palacio Valdés había retratado a Cecilia Böhl de Faber en sus semblanzas de literatos.

Fernanflor menciona como indudable acierto de ESO su estilo: «sencillo y pintoresco, correcto y castizo: algunas veces epigramático, otras sentimental: natural y fluido». Entre los fallos señala la errática orientación en el desarrollo argumental: «Lo esencial está tratado incidentalmente, y lo incidental con grande extensión»; así como el Naturalismo que la novela de Palacio Valdés toma por bandolera estética. El articulista supone que el narrador «abusa», que «no debió preocuparse [...] en   -110-   hacer las novelas a la moda» y que «el error principal es haber querido conciliar la novela dramática y la divagación humorística».

Las opiniones de Fernanflor suscitarán una larga crítica de «Clarín» en El Mundo Moderno222 (números del 19, 20 y 25 de marzo), en la que se extiende sobre la novela de Palacio Valdés a la vez que le rebate al periodista sus aseveraciones. El criterio de Alas motivará, a su vez, que un joven escritor vaya a contradecirle desde Madrid Cómico.

Abre «Clarín» su intervención analizando el marco en el que surge la oferta palaciovaldesiana, y lo hace vertiendo duras apreciaciones sobre la crítica y la situación de la literatura. Acerca de la primera declara que «la crítica seria, profesional, competente, yace muda y en su lugar toman la palabra [...] gacetilleros de probada ignorancia, de ninguna aprensión y de todas las pretensiones del mundo». Su visión del estado actual de la literatura, en el que se confunden las excelencias con la quincalla, no es más halagüeña: «No cabe hoy en literatura considerar florecientes aquellas letras que no aprovechan a los más, sino a muy pocos, mientras la mayoría [...] estima las obras del necio al igual de las del maestro».

«Clarín» le refuta a Fernanflor las posibles analogías de la novela de Palacio con Valera y sí que las advierte entre ESO y la obra maestra de Gustave Flaubert, al escribir: «Sin que pueda hablarse de imitación servil, se nota la influencia legítima del genio de Flaubert»; y lo concreta con un ejemplo: «Hay un capítulo entero [...] de gran interés, de mucha intención, de observación exactísima y profunda que recuerda mucho otro capítulo de Madame Bovary; me refiero a aquel en que Octavio busca el auxilio espiritual del cura de la Segada».

La adscripción naturalista de la novela palaciovaldesiana es, para «Clarín» insoslayable, convencido como está de lo que él llama «fría imparcialidad» del colega, cuando afirma que «la hace [a la novela] impersonal, si vale la impresión, no deja que ni por comentarios, ni de otra suerte lo subjetivo venga a influir en el curso de los sucesos, ni en el ánimo de los lectores»; y por si se albergaran dudas, sentencia: «Sigue la regla indicada por Zola; los hechos solos, el comentario sobra, nada de tesis». La tesis está desechada porque, al decir de Alas: «una tesis mata la novela, porque le quita toda realidad; las lecciones del mundo deja que las dé el mundo mismo y para esto no hace más que copiarlas».

Se detiene «Clarín» en su crítica en dos aspectos importantes para la configuración del producto novelesco decimonónico: el paisaje y los personajes. El paisaje es «el mérito principal de la novela», y más cuando Palacio Valdés se ajusta a la pintura del medio que conoce, que no es otro que el del valle de Laviana. La transcendencia del paisaje en ESO es de tal envergadura porque éste se fusiona e identifica con el estado anímico que afecta a los personajes; así lo manifiesta «Clarín»: «Las descripciones de la luz, de los prados, de las nieblas del lago, de las sombras del bosque,   -111-   son parte del elemento espiritual de la obra porque son reflejo, son señales de lo que poseen las almas».

«Clarín», como era de prever, concede prioridad al análisis de los personajes protagonistas de uno de los vértices del conflicto amoroso de la novela: Octavio y Laura. La transcendencia de los personajes alcanza, según «Clarín», hasta los secundarios: «Todas las figuras secundarias que toman parte en la acción están tomadas del natural y recuerdan análogos personajes [...] de Balzac, de Flaubert y de Zola». Del señorito remarca su pasividad: «Laura y Pedro y el Conde y miss Florencia influyen en el destino de Octavio de manera decisiva, pero él no influye en el de ellos ni más ni menos, y hasta en el momento en que se decide al sacrificio y se sacrifica, es meramente pasivo». Laura, por su parte, es ya el primer gran carácter femenino de Palacio Valdés; dice «Clarín»: «Es una hermosísima figura [...], más original, más compleja, más correcta y que revela mejor que el protagonista [Octavio] la intensidad de la observación psicológica del autor y su habilidad para las medias tintas y el dibujo delicado y gracioso».

Como demérito del conjunto, ve «Clarín» «la desproporción del desarrollo», que ejemplifica en la precipitación con que son abordados los amores de la condesa y su mayordomo, cuyas «escenas -indica 'Clarín'- son lo mejor del libro».

El dramaturgo en ciernes Aniceto Valdivia acudió desde las columnas del semanario Madrid Cómico, y por tres veces (los días 27 de marzo y 3 y 10 de abril), a impugnar los juicios de «Clarín». En el escrito de Valdivia, más que un análisis sereno de la novela criticada, parecen pesar las malquerencias hacia «Clarín», quien le dedica un «Palique» inmediatamente después de aparecer el primero de los artículos de Valdivia. «Clarín» define a Valdivia como «unos cuantos pies cuadrados de escritor sin construir», y éste, seguramente herido en su amor propio, llega, en sus airadas réplicas, a negarle el pan y la sal, aduciendo incluso su desconocimiento del idioma francés y acusándole de favoritismo hacia Palacio Valdés por su condición de asturiano. No escatima, tampoco, sus venablos contra el recién bautizado novelista trayendo a colación su pasado como crítico: «El Sr. Valdés, tan exigente con sus hermanos en literatura, crítico severo, de los que aplastan con una mirada cuanto traspasa la línea inflexible que se han trazado». La obra, al decir de Valdivia, satisfaría la vanidad herida de todos aquéllos que habían sido enviados al cadalso por el Palacio Valdés crítico. Sería una revanchista compensación a sus sufrimientos de autores dolidos; así lo leemos al final de la primera entrega del artículo de Valdivia: «¡Cuántos poetas, cuántos novelistas injustamente tratados por Vd. saborearán hoy la ruidosa caída que a pesar de Clarín y comparsa ha dado El señorito Octavio

Su impresión lectora no puede ser más negativa. De ESO afirma Valdivia que «carece en absoluto de transcendencia», que es un «desgraciado engendro» y que «es una novela mala [porque] está mal escrita y porque carece de original». Lo primero lo ejemplifica Valdivia transcribiendo párrafos, la mayor parte pertenecientes al primer capítulo, a los que, o no añade comentario o corrección alguna, o a los que apostilla con ocurrencias o chascarrillos poco convincentes. Esos fragmentos seleccionados, según él, «están llenos de vulgaridad unos y de faltas gramaticales otros», extremo   -112-   éste que no dilucida, y sobre el que «Clarín» manifiesta lo siguiente: «Copia Vd., con letra bastardilla, varios párrafos de El señorito Octavio, y resulta que Vd. mismo no sabe qué es lo que pretende corregir, porque si hay allí qué corregir, ni Vd. lo corrige».

La falta de originalidad de ESO la establece Valdivia en las deudas contraídas por el joven Palacio con la novela de Feuillet Mr. de Camors, ligazón que, al entender del crítico, sobrepasa lo estipulado para una simple coincidencia o afinidad temática, y que se situarían en los antípodas de la «influencia legítima» a que aludía «Clarín». Dice Valdivia lo que sigue: «Desde la página 310 hasta la 318 [...] es igual o por lo menos muy parecido al episodio narrado por Octave Feuillet en Mr. de Camors». Otras secuencias de otros dos capítulos -la del anónimo y «la de la magnolia en el capítulo IV (La pomarada)»-, tienen para Valdivia la misma filiación.

La crítica adversa y un punto insidiosa de Valdivia molestó a Palacio Valdés, quien le aconsejó al firmante de la misma -en un artículo donde le discutía planteamientos dramatúrgicos al sainetero Ricardo de la Vega- que ocupara sus horas en tareas manuales más productivas, como arar los campos. Valdivia contraatacó desde Madrid Cómico con una escueta nota en la que el novelista asturiano se vio motejado de «bestia»; entonces, Palacio Valdés le exigió a Valdivia una reparación manuscrita, a lo que éste accedió pensando que se trataba de una rectificación privada. Cuando, para sorpresa de Valdivia, Palacio Valdés la hizo pública en las mismas páginas de Madrid Cómico, Valdivia se desdijo de sus palabras. Desconozco si la polémica tuvo mayores consecuencias.

El 22 de marzo de 1881, La Ilustración Española y Americana se hacía eco del debut novelístico del joven Armando dentro de la sección de libros recibidos, resaltando en tan breve reseña el «sencillo y bien conducido argumento», las «bellas descripciones y diálogos interesantes», y lo «escabroso» del asunto que se aborda en la novela.

El 28 de marzo, otro compañero de fatigas literarias del escritor lavianés, el malogrado periodista ovetense Tomás Tuero, se ocupaba de la obra de Palacio en las páginas de La Iberia. Comienza su artículo con una cita de Émile Zola a propósito de la superioridad artística de la novela sobre el teatro, para poner de relieve la consideración social a la inversa que se da en España entre ambos géneros y denunciar el absentismo crítico, lo cual le lleva a afirmar que «el cetro de la crítica está [...] en medio del arroyo». La comparación novela versus teatro le sirve a Tuero para escribir que si Palacio Valdés «en vez de una novela hubiese hecho un drama con iguales notas, con las mismas calidades que caracterizan al Señorito Octavio en su género», entonces su autor «saldría a las tablas seis o siete veces».

Encuentra Tuero concomitancias con la omnipresente Madame Bovary flaubertiana en el trazado psicológico del endémico señorito Octavio, «soñador provinciano, fantaseando grandezas cortesanas y consumiéndose en la impotencia de sus sueños», en acertada definición del periodista. Subraya la «verdad» que se aprecia en «su descripción y en sus personajes... Documentos naturales y documentos humanos, que diría el autor de La novela experimental». Por contra, el destino mortal que   -113-   el narrador le otorga al protagonista masculino le parece «un fin demasiado terrible... Su inocente ilusión no merecía tan tremendo choque».

La recepción de la novela inaugural de Palacio Valdés asumió, en ocasiones, formatos curiosos como es el caso del epistolar. El 9 de abril un desconocido de nombre Luis, que se autoproclama «antiguo amigo y compañero», publica en la sección «Bibliografía» del rotativo ovetense El Carbayón un comentario acerca de ESO. En él, se afirma que la obra no es «un cuadro de costumbres», sino «de vicios de las costumbres». Le brinda al autor un elogio y una objeción. El primero es no haberse limitado a hacer «fotografías del paisaje y de los personajes. El movimiento, el ambiente, los tonos, la vida que faltan en las fotografías los hay en esos preciosos cuadros a la pluma que llenan las páginas de tu libro». El reparo se fundamentaría en la «ausencia de la belleza moral, que no se trata con ninguno de los personajes», y que, a juicio del comentarista, le resta «verdad al cuadro», ya que «le priva de un elemento muy principal [...]. Hablo del contraste».

La última recensión de la que voy a ocuparme se la debemos al inquieto erudito y polígrafo asturiano, rector de la Universidad de Oviedo, Félix de Aramburu y Zuloaga, quien consagró a la novela de Palacio Valdés dos prolijos artículos los días 15 y 30 de abril desde las páginas de Revista de Asturias (Científico-Literaria), que él mismo dirigía desde su fundación. Su posición era, en cierto modo privilegiada, pues asistió, gracias a su calidad de íntimo del autor, al proceso de composición de ESO, tal y como nos asegura: «Armando Palacio es mi amigo efectivo, y tan amable amigo, que a medida que iba escribiendo los capítulos [...] me agasajaba con su lectura». Galdós, faro en el que Palacio Valdés se confiaba, fue otro de los primeros destinatarios del contenido de la obra antes de editarse ésta. Piensa Aramburu que ESO es una pieza realista de «observación perspicaz», en la que «el novelista prepara las situaciones con singular talento». El mejor de los capítulos es para Aramburu el titulado «A media noche».

Sin embargo, no se atiene Aramburu a una reseña literaria al uso, señalando virtudes y defectos, sino que se sirve de la novela para recrear el argumento de ella y glosar caracteres, secuencias, motivaciones y conductas de los personajes; y lo hace en un estilo literaturizante y lírico que no vacila en trasladarnos dilatados pormenores.

Centra Aramburu su objetivo en la reconstrucción de las etopeyas de los dos personajes para él capitales: Octavio y Laura, pues quiere rellenar con su texto lo que Palacio Valdés se calla, ya que el ensayista computa como un innegable acierto del narrador el que no adobe «los hechos con comentarios, apostillas y moralejas». Octavio es, para Aramburu, prototipo de señorito cursi y para ello el novelista «concentra [...] tonos que andan dispersos y diseminados en temperamentos semejantes». En Laura, apunta Aramburu que Palacio nos presenta «un interesante caso de 'atavismo moral'». Su predilección, como en el caso de «Clarín», se decanta del lado de la condesa de Trevía, al decir que en su retrato y desarrollo hay «precisión y delicadeza de dibujo,[...] colorido [...], centelleo de ingenio [...] insinuante y sostenido».

  -114-  

En lo concerniente a las influencias o la transtextualidad de ESO, tan del gusto de sus contrincantes, Aramburu le resta importancia y anota irónicamente «parecidos» con, por ejemplo, Orlando el furioso, de L. Ariosto; La petite comtesse; la Confesión de un hijo del siglo, de Alfred de Musset; la perediana De tal palo tal astilla, o El asno muerto. Y finaliza proclamando que, en definitiva, la ópera prima de Palacio Valdés se parece «a todas las novelas, en que hay acción; y a todos los libros, en que tiene hojas».

Al amparo de los juicios examinados, y relativos únicamente al momento, todavía caliente, de aparición en las librerías de ESO, podemos establecer, a mano alzada, algunos de los criterios sobre los que se fundamentaba, para el caso concreto de la ópera prima de Palacio Valdés, el hipotético patrón novelístico reinante durante los últimos decenios del siglo pasado en la literatura española.

En no pocas de las reseñas se detecta una escasa consideración de la sociedad por las novedades, así como una mayor estimación del medio teatral que el novelístico. Por lo que respecta a la crítica, a tenor de los juicios que en algunos de estos escritos se vierten, su credibilidad se asentaba sobre un páramo.

De los textos analizados se desprende que son tomados como aciertos la observación atemperada y el estudio psicológico de los personajes, unos caracteres delineados en un estilo sencillo y preciso, tomados del natural; de buen tono es catalogado el hecho de agrupar en un solo personaje señas que en la vida real se encuentran dispersos en varias personas. Bien recibidos son asimismo el colorismo y frescura de las descripciones del medio rural y la viveza y verosimilitud artística de los diálogos; se hace hincapié en la importancia adquirida por un paisaje cambiante, directamente relacionado con el devenir psicológico de los protagonistas. Los comentaristas hacen notar el objetivismo de la técnica narrativa, la negación de que sea una novela de tesis, su adscripción naturalista o la comunión de ideario estético con Flaubert, Zola o Balzac. Resulta, igualmente, unánime la apreciación de que el personaje mejor acabado es el de Laura, habiendo disparidad de criterios a la hora de seleccionar un capítulo modélico: para unos recensionistas es el titulado «Buscando salvación»; para otros los titulados «A medianoche» o «La pomarada».

Como defectos se registran la existencia de imperfecciones gramaticales, la aparatosidad melodramática, la vulgaridad que preside algunas manifestaciones estilísticas, la escabrosidad del argumento o el desenlace trágico que se le depara al protagonista masculino. Se le reprocha también cierto volterianismo; la falta de contenido; la ausencia de contraste; la desproporción en el tratamiento que se da a algunas partes en correlación con otras en las que el autor no repara en medios; o la excesiva coincidencia temática con autores franceses.



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Esvero y Almedora: fidelidad y desvío del canon épico

Luis F. DÍAZ LARIOS


Universitat de Barcelona


   Glorieux, mais jaloux de votre renommée,
Rempli de vos accords, dans notre langue aimée,
Aux succés que l'on rêve aspirant à mon tour,
J'ai chanté l'amitié, la vaillance et l'amour.


Estos versos de Juan María Maury, que pertenecen a la dedicatoria de su Espagne poétique a sus «anciens amis» Quintana y Arriaza, contienen la primera alusión a Esvero y Almedora, citado en nota al pie como «Poéme inédit en douze chants»223. Siete años después, Alcalá Galiano anteponía cuatro versos del «Canto cuarto» al Prólogo de El moro expósito y, casi al tiempo que redactaba ese famoso proemio para la «leyenda» con que su amigo Ángel de Saavedra inauguraba «un género nuevo de la poesía castellana», escribía una serie de artículos sobre literatura española contemporánea para The Atheneum224. Llama la atención que reseñe de Maury el primerizo y ya lejano ensayo épico La agresión británica (1806) junto a la justamente elogiada antología, y olvide en cambio el poema cuyos versos transcribía en el susodicho Prólogo. Como explicación más plausible de tan clamorosa omisión, tengo para mí que don Antonio eludió comentar el extenso «poema novelesco» en su nota bibliográfica sobre Maury porque sabía cuán lejos estaba aún su autor -a quien había visitado meses antes- de ponerle punto final. Pero en sus preliminares a El moro expósito lo citaba interesadamente con independencia de su estado de elaboración, porque proclamaba la libertad creadora del poeta sobre la que hacía girar gran parte de su discurso.

En efecto, el texto no debió de quedar ultimado hasta el verano del año de su publicación, según parece deducirse de la primera octava del «Canto duodécimo», en la que el poeta alude a la bonanza de un excepcional mes de mayo parisino que le ha animado a continuar su obra:

  -116-  

   Del año apenas en la quinta casa
Entrado el sol, ¿cómo es que tal sublima
Fogoso el paso, y penetrante abrasa
Del frío Sena el nebuloso clima?
Su luz, que darnos suele tan escasa,
Y a la imaginación la desanima,
Ya inspiradora en rayos me rodea,
Iluminando mi anhelante idea.


(p. 412)225                


Lo que gana en claridad y precisión traducido a prosa llana en la nota correspondiente: «No se crea imaginación poética, esta primavera de París de 1840, con admiración de las gentes, no le debe nada a un bello verano de Andalucía; pero acaso en junio retoñará el invierno» (p. 507).

Estas puntualizaciones cronológicas delatan un lentísimo proceso de composición que empieza antes de 1826 y termina catorce años después226. Ello significa que Maury escribió Esvero y Almedora en el período que coincide exactamente con el viraje de la «épica clásica» hacia la «leyenda romántica» en medio de un debate -al que no es ajeno el desarrollo de la novela- en que participaban teóricos y creadores227.

No sería razonable, por tanto, obviar la incidencia de ese marco de creación y crítica en la obra más ambiciosa de un autor residente en París y viajero por Inglaterra e Italia, formado en el clasicismo y muy atento a la revolución romántica, como   -117-   tendremos enseguida ocasión de comprobar228. Esvero y Almedora es contemporáneo de las primeras novelas históricas españolas -Los bandos de Castilla (1830) de López Soler, El doncel de don Enrique el Doliente (1834) de Larra, Sancho Saldaña (1834) de Espronceda, Ni rey ni roque (1835) de Escosura, El golpe en vago (1835) de García Villalta- y también de los poemas más significativos de esos «años decisivos» y de «plenitud romántica»229. Si pudo nacer bajo la sugestión de El paso honroso de Saavedra (Poesías, 1820 en su versión definitiva), con quien comparte protagonista, fue componiéndose a la vez que Florinda (1824-1826) y El moro expósito (1829-1833), publicados ambos en el mismo volumen en 1834; a la vez también que el joven Espronceda, instigado por su maestro Lista, empezaba y abandonaba el Pelayo tras una década infructuosa (1825-1835); y que José Joaquín de Mora escribía Don Opas durante su peregrinar americano, para incluirlo entre sus Leyendas españolas (Londres, 1840) el año en que Isidro Boix editaba las entregas de El diablo mundo en Madrid, mientras en París la Librería Hispano-Americana, como antes había hecho con la leyenda de Rivas, imprimía el poema de Maury230. Paralelamente, aparecían Arte de hablar en prosa y verso (Madrid, 1829) de Gómez Hermosilla, Poética (París, 1830) de Martínez de la Rosa, Musa Épica (Madrid, 1833) de Quintana con una importante «Introducción» sobre la historia del género en España, Emancipación Literaria. Didáctica (Barcelona, 1837) de Antonio Ribot, y el artículo «De la epopeya» de Lista (1839), recogido en sus Ensayos literarios y críticos (Sevilla, 1844)231.

No quisiera aburrir con un impertinente registro de fechas y títulos, que desde luego podría ampliar. Sólo pretendo constatar -y en la medida en que aquí brevemente pueda hacerlo- cómo esos tratadistas, con la excepción de Ribot232, se desentendieron   -118-   de lo que ocurría a su alrededor: la pujante irrupción de una clase de novela -sobre todo la «histórica»- que se legitimaba como heredera de la épica a la par que en ésta se experimentaban sintomáticas estrategias de aproximación a aquélla.

Maury, ante los ajustados corsés de algunos de sus paisanos, se implicó en el debate sobre la épica con un talante enraizado en la crítica inglesa y francesa menos clasicista del siglo XVIII, al que tampoco fueron ajenos otros españoles, para llevar a cabo una propuesta de poema narrativo que, manteniéndose fiel a los principios canónicos del epos virgiliano y ariostesco, aspiraba a enriquecerlos con recursos propios de los novelistas y poetas modernos que habían innovado con tanto éxito el relato en prosa y verso. Nada más lejos de una solución a medias, de un limitado y tímido producto ecléctico. Todo lo contrario: Esvero y Almedora era el resultado de una consciente y cuidadosa síntesis de los modelos clásicos «heroicos» y «caballerescos», con la «temporalidad» de Scott y la «ironía melancólica» de Byron -ingredientes estos últimos, por cierto, que caracterizan la novela romántica española, según ha advertido Sebold233-; es decir, la expresión conciliadora de «una época de transición» tras «una crisis», tras «una reacción natural», dicho con las mismas palabras del autor que recuerdan conceptos expuestos por Víctor Hugo en algunos de sus combativos prólogos.

En efecto, en las «Notas e ilustraciones» que Maury añade al final del poema -y supongo redactadas después de compuesto aquel- queda insinuada, cuando no explícitamente referida, una teoría poética que, por lo que respecta a la epopeya, acusa la herencia de principios formulados por tratadistas y poetas del Setecientos que seguirían vigentes hasta mediados del siglo XIX234. A propósito de los límites entre épica y novela, por ejemplo, el autor comparte los distingos de Voltaire en el Essai sur la poésie épique:

  -119-  

El poema épico-heroico no es más que una especie del género. Al fin, el autor de la Henriade le dio al Orlando el título de poema épico, mientras se lo negó al Telémaco resuelta y constantemente. Ya se ve: ¿cómo dejar de tener la versificación por parte esencial de la poesía?


(p. 454)                


La influencia del ilustre pensador me parece notoria en los juicios sobre Homero, Tasso y Milton (pp. 451, 453-454, 461, 478), a los que antepone Virgilio (pp. 451, 459, 461, 465) -predilección compartida, por cierto, con Víctor Hugo235-; y Ariosto (pp. 453 y 492), sus autores favoritos sobre héroes épicos (pp. 460-461), hasta el punto de colocar a Enrique IV de Francia a la altura de Eneas como ejemplos de «personajes eminentes que hayan sido objeto real y positivo de un poema épico» (p. 461); y se apoya en su autoridad para desechar las «invenciones absurdas, consignadas por los frailes en los diccionarios, archivos alfabéticos de la mentira» (p. 504).

El reconocimiento del maestro del Dictionnaire philosophique -cuyo artículo sobre el término «Epopeya» igualmente debió de consultar236- va acompañado a veces de matizaciones propias o apropiadas. No es difícil encontrar referencias a la autoridad de Hume (p. 464), Dryden (p. 472) y Gibbon (p. 504). Y es probable que en sus comentarios sobre las relaciones entre las artes (p. 455) haya un recuerdo de Batteux. Tampoco nombra a Blair, quizá por su desinterés sobre la novela en sus Lectures on Rhetoric and Belles Lettres, asunto que, en cambio, tanto preocupaba a nuestro autor, como demuestran los novelistas traídos a colación por la coincidencia de sus principios estéticos y los que animan su poema (Cervantes, p. 454; Fénelon, ibíd.; Ch. De Laclos, p. 484; Scott, p. 461; Dumas, p. 470). Quizá deba entenderse como una concesión ambiental más que al influjo de Blair el ocasional regusto ossiánico del texto:


[...] cuando con lúgubres querellas
El caledonio bardo, en voz potente,
Nocturno hendía un cielo sin estrellas.


(p. 360)                


Sin duda tuvo presentes las Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia (Burdeos, 1820) de Marchena, siquiera fuera para disentir de sus objeciones sobre la tendencia a confundir épica y novela, que era justamente lo que Maury pretendía237. Y   -120-   en estas interesantísimas «ilustraciones» ¿cómo no encontrar a Aristóteles -léase el principio de la cita de la n. 237-, Horacio y Luzán? Pero no para someterse a sus preceptos, sino para distanciarse de ellos, arremetiendo al sesgo contra aquella tríada intocable para los más ortodoxos238. A propósito del héroe de la moderna épica -insistiré enseguida sobre este punto-, se cruza con este desplante:

Celebre en buen hora el que lo quiera y pueda hechos de reyes y hazañas de capitanes, como hizo Homero y recuerda Horacio; aunque no se dirija, como nuestro Luzán pretende ser opinión general, al limitado fin de que el canto sirva de enseñanza a los monarcas y generales de ejército


(pp. 459-460).                


No creo necesario aportar más ejemplos del desenfado con que Maury se desenvuelve entre los preceptistas. Con actitud de verdadero artista, desconfía de «intérpretes y glosas» atento a las voces más que a los ecos. Son el «venerable Homero» (p. 451), la «sublime Eneida», Lucano, los «dos portentos literarios» del Orlando y la Jerusalén (p. 453), Ercilla (p. 451), Milton (p. 478), Spenser (p. 461) y el «enérgico Byron» (p. 461) los autores y obras que constituyen el canon épico de Maury. Igualmente, trae a colación los versos líricos de Propercio (p. 452), Secundus (p. 508), Luis de León (p. 488), Pope (p. 506), Dryden (p. 472). Y junto al género y la dicción, la autoridad de Cervantes para mezclar lo sublime y lo grotesco (pp. 454-455); la de Shakespeare como creador de personajes de dimensiones humanas (p. 460); la de W. Scott, «el admirable artista» cuyos protagonistas ficticios se alzan sobre los históricos, dejándolos «correr con tanta soltura por los campos del mundo y de la vida» (p. 461). Desde la proposición hasta el final no hay una vez que construya una frase o un verso llamativos, ahonde en los sentimientos humanos o corrija la verdad histórica con la poética, que no remita a sus modelos; pero no por buscar soluciones calcadas de ellos en una servil «imitación» según el desprestigiado concepto clasicista, sino porque en sus autores favoritos encuentra la justificación para ser «original» superando escuelas, géneros y estilos. Como Víctor Hugo, como Larra en su famosa y no siempre bien entendida «Profesión de fe», Maury propugnaba la «libertad en literatura», pero con matices y distingos que lo sitúan en un punto equidistante entre estos y los herederos del Setecientos invocando como principio poético la libertad variable de la naturaleza239.

Las diez octavas de la «Entrada: el Arte y la Crítica, disertación» del «Canto cuarto», entre las que se encuentran los versos que tanto le gustaban a Alcalá Galiano, constituyen un auténtico manifiesto, una proclama sobre la libertad creadora del   -121-   poeta que, como la naturaleza, sólo ha de ajustarse a sus propias reglas, no a las que le impongan los críticos:


   Riendas al genio, al corazón, á el alma;
Lindes en su carrera indefinida
Al poeta poner; brindar la palma
Á quien mas arreglado el paso mida;
Medirnos quiere enfin, con docta calma,
La crítica de leyes revestida,
Y acaso afeará que demos gusto,
Diciendo hallarle donde no era justo.


(p. 113)                


Hábilmente compara en la siguiente estrofa las «[...] forzadas líneas» que siguió «el orbe» trazadas por «el pincel bizarro» con las del ferrocarril, sin que ninguno pueda salir de sus vías «so pena/ de hacerse piezas, como frágil barro». Es lo que ha sucedido al arte actual, que se ha liberado de las reglas igual que el «potente vapor» estalla por exceso de presión: «Y de una sujecion rígida, vemos/ lanzado el arte á súbitos estremos» (p. 114). Pero si aquel está sometido a las leyes físicas,


[...] de esas [...] en que estar la nuestra
Pretenden, ¿dónde el testo encontraria?
¿Qué soberano código lo muestra?
O ¿qué segura tradición las fia?
Abre tu libro eterno, alta maestra,
Naturaleza, sírveme de guia,
Dejándome sus páginas hermosas
Libre leer de intérpretes y glosas.


(p. 114)                


Nadie se engañe, sin embargo. Este conocido apóstrofe no es una declaración de «romanticismo», sino de «liberalismo literario», como se advierte tanto en la argumentación de las estrofas siguientes de esta «disertación» como en las «notas e ilustraciones» que acompañan el poema240. Dentro de su variedad, la Naturaleza tiene   -122-   sus propias leyes, «un gran diseño, un vasto plan», «arcano universal» que «la mente no lo sabe» (p. 115) ni se las impone, sino que se limita a descubrirlas:


   Y si, cuan libre, ó grande, ó caprichosa,
Dispuso y adornó sus obras bellas,
Igualmente ajustada y rigurosa,
Se sujeta al volver de las estrellas;
Cúmplale a Néuton que esas leyes osa
Promulgar, conformarse al orden de ellas;
Cumpla á cuantos severa y siempre fija,
Por sus ministros la verdad elija.


(p. 116)                


Es, pues, el capricho, dentro del arcano orden, lo que rige la Naturaleza y al que Maury invita a los poetas a seguir:


   Al capricho también soltad la rienda
Tal vez; rumbo tentád poco trillado,
Y de censores que lo estraño ofenda,
No tanto os dé la desazon cuidado,
Como que el arte descubierto os venda
Y desierte el placer desengañado.
Filósofos! Razon y estilo terso;
Poëtas! Poësía á más del verso.


(p. 116)                


Parece claro que Maury identifica la apariencia caprichosa de la Naturaleza con la imaginación y la originalidad como elementos imprescindibles de la creación poética. Parece también que su actitud es resultado de quien ha asistido con interesada expectación al cambio de un período cultural por otro, intentando comprenderlo y asumir sus consecuencias para encontrar el equilibrio entre los excesos producidos por las posturas extremas de ambos. La nota que glosa la primera estrofa del «Canto cuarto» no deja lugar a dudas:

La revolucion literaria que hemos presenciado, con sus desbarros y todo (hablando de tejas abajo, y no metiéndonos á predicadores), merece más atencion que vituperio. Asistimos   -123-   á una época de transición: se ha visto una crisis, no una decadencia; una calentura, al contrario, que avivó el poder muscular. La furia francese, proverbial en las guerras de Italia, pasó ahora de la espada a la pluma. Por lo que mira á los escesos ¿quién no ha visto en ellos una reaccion natural? Sabida era la nimia sujecion á que alude el testo, y que desde su gran siglo, habia estado esclavizando á la literatura francesa. Pero, de traspasar los límites resulta haber llegado hasta donde se estendian; y del mal un bien.

Celebró el público ver ensancharse el campo de las obras de ingenio, bien como príncipe naturalmente codicioso de territorio y vasallos. La nueva escuela sacó de las variedades humanas mayor número de combinaciones, animándolas con una gran valentía de pincel, al paso que llevaba á todo cabo la investigacion. Pero, cómo? Dirian, hablando en su estilo, que se abalanzó á la garganta del hombre para hacerle arrojar lo que tenia dentro, como pudiera un ladron para que le suelten la bolsa. En resolucion: dando á las figuras mayor tamaño y realze, y á las imágenes un colorido estraordinario; metiendo, digámoslo así, mas adentro la tienta en el alma, y obrando bajo el influjo del númen del terror, levantaron una literatura deslumbrante, gigantesca, tiránica, satánica; fenómeno descomunal, que si pudiera convertirse en ente animado, seria adecuado protagonista de la epopeya de otro Milton.


(pp. 477-478)                


Es evidente el recuerdo del «Préface» de 1824 a las Odes et ballades en donde Hugo acuña y subraya el concepto de révolution littéraire asociándolo, más que con la révolution politique, con el afán de expresar la verdad de la literatura moderna. En el de 1826, dará un paso más y afirmará «qu'en littérature comme en politique l'ordre se concilie merveilleusement avec la liberté». Y terminará casi con las mismas palabras que repetirá Maury: «Le poéte ne doit avoir qu'un modèle, la nature; qu'un guide, la verité. Il ne doit pas écrire avec ce qui a été écrit, mais avec son âme et son coeur»241.

Pues bien, las convicciones teóricas del autor expuestas hasta aquí, las veremos confirmadas en el texto de Esvero y Almedora tras un breve repaso de sus rasgos más característicos.

Si el verso es la forma esencial de la poesía -ya lo hemos leído antes-, la estrofa caracteriza el género. Y Maury no duda en la elección de la octava, fiel tanto a la larga tradición de la épica culta, prestigiada por la «bella ordenanza de la [...] arióstica, [que] no la mejorará modificación ninguna» (p. 492), como a la moderna brillantez de la de Byron, quien se «mueve [por ella] como si los grillos fuesen alas» (p. 461). La «más noble y más difícil combinación métrica» -sentencia J. N. Gallego, tan reticente con la obra del autor en todo lo que no sean galas del estilo242- es manejada con «destreza [...] dando mayor variedad a su ritmo por medio de los cortes del gusto moderno, sin perder de vista las pausas fundamentales de la armonía».

  -124-  

Las estrofas se agrupan en los doce cantos que articulan el poema. Nada establecen los preceptistas sobre su número, pero frente a la desmesura de los romanzi italianos y de los que siguen su rastro,243 Maury se atiene al mismo número de la Eneida, procurando ajustar también la cantidad de versos por canto, igual que hizo el divino mantuano: sólo hay una diferencia de catorce octavas entre las 93 del «Canto primero», el más breve, y las 107 del «duodécimo», el más extenso; el resto se acerca aún más a las cien estrofas.

En la estela del virgiliano «Arma uirumque cano» compusieron sus primeros versos Ariosto («Le donne, i cavallier, l'arme, gli amori,/ le cortesie, l'audaci imprese io canto»), Tasso («Canto l'arme pietose e'l capitano/ che'l gran sepolcro liberò di Cristo») y nuestro Ercilla, distanciándose del juego cortesano («No las damas, amor, no gentilezas/ de caballeros canto enamorados»). Maury también abre su poema incardinándolo en ese estupendo tópico del exordio:


   Yo las damas, Amor, yo gentilezas
Diré de un caballero enamorado.


(I, p. 3)                


Se advierte enseguida que el verso de La Araucana recupera aquí el sentido afirmativo de los romances italianos, pero sustituyendo el verbo «cantar» por «decir» y destacando en el sujeto el estado emocional en que se encuentra. Ello significa un importante cambio semántico en el papel del «poeta» que pasa a «narrador» de una «acción individual y anecdótica».

Y ese es el principal desafío de Maury. A la aristotélica definición de la fábula épica -«imitación de un hecho ilustre y grande, sucedido a un héroe real o esclarecido, que admire, agrade e instruya a los gobernantes para estimular su virtud y buenas costumbres»- Esvero y Almedora opone la acción episódica de un protagonista más que un héroe: «Nada en la acción de extraordinario: ama/ y es amado un mancebo» (II, p. 38). Es decir, un Suero de Quiñones que tiene algo de Orlando, Ivanhoe y Childe Harold, pero muy poco de Eneas, Goffredo y Bernardo. Comenta Maury los versos anteriores:

En otra cosa consiste apartarse esencialmente de lo estraordinario la presente composición: en haberse su autor propuesto por objeto la naturaleza social; esto es: el hombre modificado por la sociedad, cual le vemos, y diverso del tipo preternatural, generalmente adoptado por la musa épica. Con lo cual, han podido sus personajes eminentes bajar de la esfera heróica ideal á escenas de la vida verdadera, y dar facilmente la mano á clases inferiores, y campo á la familiaridad.


(p. 459)                


  -125-  

No es sólo que difieran de los héroes de la épica, es que se acercan a los personajes de la novela. El triángulo sentimental Esvero-Rosalinda-Almedora sobre el que descansa toda la trama es del más puro estilo novelesco. Sin remontarnos a los antecedentes de la novela bizantina y de los libros de caballerías, lo había usado Scott y Stael y lo repetían sus seguidores -por ejemplo, la relación Caballero del Cisne-Blanca-Matilde de Los bandos de castilla-, como bien arguye el autor a las objeciones de Gallego244.

También es propio de las estrategias narrativas contemporáneas, en verso y en prosa, el juego de ocultamientos y revelaciones de la identidad de los personajes para mantener la expectación del lector hasta el final. Maury interrumpe el hilo principal en el «Canto primero» y no sugiere el desenlace hasta el «décimo» -el reconocimiento de Almedora como Palmira, la hermana aparentemente muerta de Rosalinda y su rival por el amor de Esvero, aclara las intrigas de aquella para impedir la unión de los enamorados-, que se resuelve en el «duodécimo», cuando el supuesto conde de Altano, al caer del caballo y desprenderse del yelmo tras su duelo con el protagonista, derrama su dorada cabellera por el suelo y es identificado como Almedora-Palmira, detalle efectista que vincula el poema con los romanzi.

Y líneas más arriba he señalado el cambio introducido en la voz del narrador, tan dado a interrumpir el relato con digresiones, evocaciones históricas y alusiones a la actualidad. A subjetivar, en definitiva, su punto de vista ante los hechos que cuenta.

Si la epopeya se entronca con el mito, la narrativa que de ella deriva tiende a incluir la ficción en la historia. Esvero y Almedora no es, desde luego, una epopeya: carece de lo que Ortega llamaba «perspectiva épica» porque no se sitúa en un «tiempo arcaico», en un «pasado ideal», sino que las «aventuras» o «caballerías» de los protagonistas se confunden con el episodio real del «paso honroso» sucedido cuando reinaba Juan II de Castilla; es decir, el marco, la «naturaleza social» en donde el narrador inserta su «ficción libre», constituye el «pasado histórico» del narratario.

Si por el concepto no es épica, tampoco es novela histórica por la forma. Ya hemos visto antes cómo el mismo Maury pone el verso de parhilera entre ambas conforme al distingo aceptado por teóricos y creadores.

La unitaria gravedad estilística defendida por los poetólogos desaparece en los poemas de Rivas y, sobre todo, de Byron y Espronceda, caracterizados por su polimorfismo y pluralidad de tonos, a la vez que las digresiones y perspectivas irónicas subrayan su distanciamiento de lo que se cuenta. Maury combina muy hábilmente la rigidez estrófica con las modulaciones de su voz y las de sus personajes,   -126-   cortesanos o campesinos, y pasa sin transición de un comentario a la fábula, del pasado al presente, de la ficción a la historia, de la gravedad a la ironía, de lo culto a lo popular. Es decir, se aleja de la monodia épica en la medida en que ensaya la polifonía romancesca, característica en que la «leyenda» o «poema romántico» se encuentra con la novela.

Como tantos escritores de su tiempo, Maury creía en el género. Pero se había producido un curioso fenómeno: la épica culta mantenía intacto su prestigio en orden inverso al número de sus lectores245. Urgía la necesidad de una renovación acorde con la nueva teoría literaria, con el desarrollo de nuevos géneros que, si pregonaban su filiación épica, eran en realidad otra cosa, y con las preferencias de un público que no era ya erudito y refinado y apuntaba otra sensibilidad. Maury se desvió del canon para mantenerse fiel a su esencia. Es certero el comentario de Peers:

La lástima es que estos versos no vieran la luz hasta después de aceptados con carácter general lo principios que exponían. Era ya demasiado tarde para causar sensación poniendo en el diccionario español el gorro frigio de Víctor Hugo, o defendiendo la mezcolanza de estilos y declarando que no había por qué recurrir a literaturas extranjeras para justificarla.246


Como El moro expósito, aunque con menos fortuna de lectores y crítica, Esvero y Almedora culmina el proceso de transición entre el clasicismo y el romanticismo en la poesía narrativa. La «leyenda» de Rivas y el «poema» de Maury son dos creaciones singulares sobre un tema medieval, aunque con distinta perspectiva ante el género, lo que determina resultados diferentes. Desde luego, si para concluir tuviera que emitir juicio, me sumaría al de Ángel Crespo, quien no dudaba en incluir Esvero y Almedora entre «las joyas de la épica castellana»247.



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El discurso crítico de la novela regional

Toni DORCA


Macalester College

Una ideología regionalista apegada a las virtudes del pasado recorre la narrativa decimonónica, desde sus orígenes en Fernán Caballero hasta finales de la centuria, con Pereda de máximo exponente. Como es sabido, tal narrativa ha perdido buena parte de su vigencia debido a los diferentes valores que rigen hoy en las sociedades occidentales. Menos justificable resulta, con todo, el escaso respeto de la crítica por autores que en su momento afianzaron un modo de novelar alternativo al Realismo moderno, y que en las aulas universitarias son despachados rápidamente aludiendo a su estrechez de miras o su poco recomendable filiación política. Cierto es que las instituciones autonómicas han relanzado en los últimos años el interés por aquellos escritores que encarnan lo autóctono de una comunidad. Lo es igualmente que a dicha iniciativa se debe la reedición de alguno de ellos, en ocasiones incluso la publicación de obras completas, como en el caso ejemplar de Pereda. Sin embargo, no me atrevería a asegurar que esta labor haya redundado en una amplia difusión ni alterado el canon novelístico del XIX, bien pertrechado por figuras de la talla de Galdós, Clarín o Pardo Bazán.

Tal vez el único modo de sacar del olvido a los integrantes del Realismo castizo pase por su inserción en el actualísimo debate acerca del nacionalismo248. Existe, en efecto, una línea de continuidad que va desde la identificación de poesía y pueblo en los primeros años del Romanticismo, de la que luego se apropiará el costumbrismo, hasta la formulación de los principios del regionalismo en los años ochenta y la culminación en los nacionalismos hispánicos en el siglo XX. Que la literatura y las demás artes participaron activamente en el reconocimiento de nuestra pluralidad no creo que pueda ponerse en duda, así como tampoco el destacado papel que en este viraje ejercieron los escritores menos afines al credo liberal. En las siguientes páginas quisiera centrarme en la elaboración de un discurso crítico que legitimó una nueva poética de la narración, la regional castiza, consignando a vuelo de pájaro dos   -128-   momentos claves en el asentamiento de esta tendencia a la que iban a adherirse no pocos artistas de la periferia. Por razones de espacio voy a circunscribirme a Fernán Caballero y Pereda, pionera y artífice respectivamente del regionalismo en nuestra narrativa.


Fernán Caballero y la «novela de costumbres»

La personalidad de Cecilia Böhl de Faber se forjó en gran medida bajo el estímulo intelectual de los padres, de los que heredó sus preferencias por un Romanticismo de raíz schlegeliana y herderiana. La convicción de que el genio reside en la naturaleza y no en la imitación de modelos literarios explica su concepción de la novela como observación, recolección y traslado de la realidad al texto, previa idealización poética en aras de un didacticismo consustancial al arte249. Al negarle a sus relatos toda pretensión de artificiosidad, doña Cecilia impugnaba la labor creadora del autor y lo cifraba todo en su capacidad mimética. Quedaba así bosquejado un primer esbozo de Realismo, si bien descoyuntado ideológicamente de lo que cabrá entender por tal en la segunda mitad de siglo.

No menos relevante en la educación estética de Fernán Caballero fue la reacción contra las letras de su tiempo, en concreto los estragos que a su juicio hacía la novela del país vecino en la sensibilidad de sus compatriotas. En efecto, el plan regeneracionista de la hispanogermana pasaba por un rechazo frontal del folletín de inspiración francesa, a causa de su espíritu socialista y la desmedida acumulación de sucesos «romancescos» de que hacía gala. Coincidía nuestra autora en hincar sus ficciones en el presente, pero entre sus objetivos no podía entrar nunca el de divulgar doctrinas opuestas al orden y, por ende, importadas. Por el contrario, su afán se dirigía a preservar el espíritu nacional que subsistía en aquellos rincones de su Andalucía adoptiva que se habían librado del contagio de la modernidad250. La nostalgia de un mundo rural en trance de extinción fue general en la Europa del XIX, como lo testimonia el roman champêtre de George Sand, cuya novelita La mare au diable (1846) salió a la luz tres años antes que La Gaviota. Sin embargo, el que la revolución liberal no tuviera mucha repercusión en España explica la mayor fecundidad   -129-   y permanencia de lo castizo entre nosotros, con la creciente intensificación de su carga política a partir de las reivindicaciones nacionalistas.

Queda por aclarar una última cuestión referente a la terminología, siempre tan vaga e inestable en el ochocientos. Me refiero a la llamada «novela de costumbres contemporáneas», que ya a finales de los treinta agrupaba un conjunto de obras de temática realista y marco urbano entre las que destacan El diablo las carga (1840) de Ros de Olano, El poeta y el banquero (1842) de Pedro Mata o El dios del siglo (1848) de Jacinto Salas y Quiroga. En la década siguiente el marbete se emplearía indistintamente para designar a éstas y a las de Fernán Caballero, tan distintas entre sí en su concepción y finalidad251. No debería perderse de vista esta doble acepción del término, a fin y efecto de calibrar mejor la novedad que supuso la irrupción de nuestra autora en el panorama cultural del medio siglo.

La poética de Fernán Caballero tiene su más notoria manifestación en un pasaje del capítulo cuarto de la segunda parte de La Gaviota. La autora transcribe allí un sabroso diálogo de unos aristócratas sevillanos que conversan sobre el tipo de novela que convendría cultivar en España.252 Después de tachar de inmorales o inadecuados al temperamento de sus paisanos «los folletines que escriben los franceses»253, la novela fantástica254 y la novela «heroica o lúgubre»255, el joven Rafael resuelve la disyuntiva entre las dos categorías aceptables: «la novela histórica, que dejaremos a los escritores sabios, y la novela de costumbres, que es justamente la que nos peta a las medias cucharas, como nosotros»256. A continuación entona un panegírico del género costumbrista, exhortando a que se componga «con exactitud y con verdadero espíritu de observación» para que contribuya al «estudio de la humanidad, de la historia, de la moral práctica» y «el conocimiento de las localidades y de las épocas». De dichas novelas habría que escribir una «en cada provincia, sin dejar nada por referir y analizar»257.

La escena trae a colación el relativismo histórico en materia de gustos que nuestra autora aprendió en las doctrinas del grupo de Jena. Cualquier tentativa en el campo artístico había de estar inscrita en su particular momento y contexto, derivándose   -130-   de ello una diversidad de formas que reflejara la índole de cada comunidad. La insistencia en la verdad de lo observado suponía igualmente un antídoto a la desbocada imaginación de los novelistas de acción, así como una disminución del papel del artista como creador de mundos ficcionales autónomos. La calidad y espontaneidad del sentimiento, más que el esfuerzo y la razón, eran los que en última instancia garantizaban la ideal fusión de la naturaleza en la obra. Cabe destacar asimismo la función pedagógico-moral de esta «novela de costumbres», que enseñaba al lector a reconocerse en su idiosincrasia y le mostraba pautas de conducta a seguir. No se le escapaba a la autora la dificultad que sus obras tendrían a la hora de gozar del favor del público, careciendo como lo hacían de una trama repleta de incidentes. A tal limitación oponía su férreo convencimiento de que su estimación se acrecentaría en el porvenir, una vez extintos los modos de vida en ellas descritos: «Sé que el tiempo -escribía a José Joaquín de Mora- les dará valor porque cuanto he pintado desaparecerá como el humo dentro de poco, pues usted sabe cuál desaparecen las nacionalidades, y más en un país que tan poco aprecia la suya»258. Tenía depositada su fe doña Cecilia en las generaciones venideras, las cuales sabrían apreciar el esfuerzo de salvaguardar estos vestigios de historia ya borrados de los anales. La conciencia de su legado al futuro le resarcía, en parte, del dolor ante la muerte del mundo antiguo a manos del nuevo.




Pereda y la «novela regional»

Fue Menéndez Pelayo quien primero acertó a relacionar la obra de su paisano Pereda con el precedente que había sentado Fernán Caballero en las décadas anteriores259. Unidos andaluza y cántabro por su conservadurismo y pasión por la tradición, e igualmente reticentes a la literatura en boga en su época (el folletín en un caso, el Naturalismo en el otro), no debe sorprender el vínculo existente entre ambos. Si bien Pereda no comulgaba con las tesis románticas de su antecesora, ni menos aún con la subordinación de la novela a un fin didáctico desde El sabor de la tierruca (1882), el entronque costumbrista es en los dos tan hondo que llega a permear todas y cada una de sus páginas. De Montesinos en adelante se ha argumentado que el crudo realismo del Pereda autor de cuadros y escenas va cediendo paso paulatinamente al idilio novelesco, razón de más para corroborar la semejanza de propósitos apuntada por el polígrafo santanderino.

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Pereda adujo numerosas declaraciones en favor de su concepción del género narrativo, de las que sobresalen el prólogo a Sotileza (1885), el «Palique» de Nubes de estío (1891) y el discurso de ingreso en la Real Academia Española del 21 de febrero de 1897, con réplica de su amigo Galdós. El primero es sin duda el más citado, y a él volveré en la parte final del trabajo. El capítulo de Nubes de estío, por su parte, se justifica si atendemos al ajuste de cuentas de Pereda con la crítica madrileña a propósito de los ataques dispensados a La Montálvez (1888) pues no cumple de hecho ninguna función en la trama de la novela. A lo largo de catorce páginas tiene lugar una acalorada discusión sobre el mérito de los novelistas no afincados en Madrid. Al escaso entusiasmo que despiertan en un periodista de la capital las obras impregnadas de «espíritu de región», responde el local Juan Fernández que lo mismo da que el escenario esté localizado en «estos mares infinitos o aquellos montes abruptos» que en «los árboles y los coches en hileras de la Fuente Castellana»260. Más adelante lleva a cabo el propio Juan Fernández un encendido panegírico de la literatura catalana, «entera y verdadera, lozana, vigorosa y floreciente», con velados elogios a Verdaguer y Guimerà261. Imperdonable le parece que en Madrid no pasen de «media docena de literatos» los que tienen noticia del resurgimiento de las letras catalanas, y que nunca se haga mención de él «en los periódicos de la capital de las Españas»262.

Mejor articulado que los pasajes metaficticios del «Palique» está el discurso de 1897, impresionante justificación de una estética a la que se mantuvo fiel el autor desde el principio. El texto fija de manera definitiva la «novela regional», denominación que emplea Pereda para aludir a la especie «más acomodada a la extensión de mis alcances»263. La define como «aquélla cuyo asunto se desenvuelve en una comarca o lugar que tiene vida, caracteres y color propios y distintivos, los cuales entran en la obra como parte principalísima de ella»264. Nota después que esta novela tiene más raíces en lo perdurable que en lo circunstancial, llegando incluso a atisbar un modernismo en ciernes con su proclamación de que «importa más lo 'de adentro' que lo exterior»265. Para componerla es preciso un temperamento singular, «llevar en la masa de la sangre el jugo de los componentes»,266de ahí que no esté al alcance de los que no poseen este sentimiento de amor al terruño natal. Tiene sin embargo cabida en ella el espacio urbano, siempre y cuando -pensemos en Sotileza- allí «respire todavía [...] algo de la masa pintoresca del pueblo original y castizo»267.

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El tono del discurso no se aparta de las ideas de Fernán Caballero sobre la «novela de costumbres», coincidiendo ambos en dos puntos centrales que remachan la poética del regionalismo literario en el XIX: un exaltado patriotismo y la confianza en el juicio favorable de la posteridad. Del primero daba fe Pereda al sugerir que el Realismo-Naturalismo carecía en España de rasgos distintivos, siendo como era imitación de un modelo extranjero. Según él, la calificación de «castizamente española» debía reservarse a «la novela regional contemporánea»268, tal como Fernán Caballero había propuesto cuando opuso la suya al folletín melodramático de los Dumas y compañía. En cuanto al segundo aspecto, se encuentran en el santanderino idéntica conciencia de estar al margen de las modas y conformidad ante la fortuna de sus tentativas: «conozco lo mísero del precio que estas minucias de la vida sencilla, obscura y semipatriarcal, alcanzan en el mercado en que tan alto se avaloran los llamados «grandes intereses» de la vida moderna»269. A pesar de estar navegando contra corriente, o precisamente a causa de ello, los dos novelistas exhibían una orgullosa certidumbre en los designios del futuro. Entonces, y sólo entonces, iba a encarecerse en toda su dimensión la labor de preservación que habían llevado a cabo. Con esta confianza concluía Pereda su discurso, satisfecho de proporcionar a sus lectores de mañana «el refugio del arte de estos tiempos, como fiel archivo de las olvidadas costumbres nacionales, donde hallen los desesperados algo en que poner los ojos del espíritu y emplear las fibras del corazón aterido y ocioso»270.

No quisiera terminar esta exposición sin mencionar un tercer punto de contacto, que enlaza con uno de los campos más prometedores de la teoría literaria de nuestros días. Me refiero a los estudios sobre el lector, cuya inserción en el marco del Realismo castizo me parece oportuna. Sabemos hoy por testimonios biográficos que tanto doña Cecilia como don José María se mostraron siempre muy sensibles -por no decir paranoicos- al éxito editorial y crítico. Creo que se trata de algo más que una coincidencia de temperamentos, dada su situación de outsiders en los debates artísticos en que tomaban parte sus contemporáneos. Lo que podría denominarse una ansiedad de la recepción estaría justificada, así, por el empeño de no someter su ficción al canon dominante, moral y estéticamente incompatible con el que ellos defendían. La correspondencia de Fernán Caballero abunda en testimonios de las alianzas que buscaba entre sus amistades para que la defendieran de la mala voluntad de algunos críticos. Pereda, por su lado, se amparó en la inquebrantable amistad con Menéndez Pelayo y Galdós, sin cuya ayuda se hubiera probablemente secado su espíritu creador como le sucedió a Alarcón. No se me escapa la contradicción entre la obsesión por triunfar y lo apuntado en el párrafo anterior acerca de la sumisión pasiva a los dictados del porvenir. Quizás habría que considerar que esta renuncia no constituía, en el fondo, sino una estrategia retórica con la que prevenirse ante una acogida desfavorable de sus obras.

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Parecida discordancia se observa al examinar el público concreto para el que componían sus relatos. Fernán Caballero se complacía en pintar a los campesinos andaluces en todo su gracejo y elegancia, mas nunca se le ocurrió por supuesto escribir para ellos271. Ella tenía en mente un lector culto, a menudo foráneo272, al que enseñaría a apreciar lo que encerraba de poético la vida patriarcal del campo. En cuanto al mencionado prólogo de Sotileza, suele citarse como prueba de la independencia de criterio de Pereda. En él declara que su narración la dedicaba a los contemporáneos de Santander que aún viven, por ser estos lectores ideales o implícitos los únicos que podían apreciarla: «Así Dios me salve como no he pensado en otros lectores como vosotros al escribir este libro»273. A la vez que afirma eso, no obstante, se cuida de incorporar en el apéndice un glosario de voces marineras que presumiblemente ninguna falta haría a estos conocedores del Santander precapitalista. Dicho glosario viene encabezado por la siguiente nota, en la que se identifica a un segundo tipo de destinatario poco versado en el léxico de los pescadores: «significación de algunas voces técnicas y locales usadas en este libro, para inteligencia de los lectores profanos»274. Que Pereda se complaciera íntimamente en los elogios que mereció Sotileza dentro y fuera de Santander, confirma su preferencia por una recepción más allá del entorno provinciano.

El regionalismo carece de lugar preeminente en la narrativa decimonónica porque no supo ajustarse al dinamismo de una sociedad que había iniciado un proceso de transformación irreversible. No es menos cierto, sin embargo, que su discurso crítico revela una conexión entre sus cultivadores a la que no se ha prestado atención suficiente. Al mismo tiempo, su incidencia en la configuración del nacionalismo la dota de una actualidad que se le ha venido negando. A la novela regional, por último, le ha tocado lidiar con una crítica reticente, más apegada a veces a condicionantes de orden personalista que poetológicos o históricos. Para el futuro cabe desear que se le dé cabida en este proceso constante de reelaboración del canon, juzgándosela por lo que realmente fue, una respetable alternativa al Realismo de los grandes maestros.





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La canonización de Larra en el siglo XIX

José ESCOBAR


Glendon College, York University

Puestos a reflexionar sobre La elaboración del canon en la literatura española del siglo XIX a que se nos convoca en el presente coloquio, me parece obligado que hagamos algunas consideraciones sobre la canonización de Larra. No creo que nadie dude en incluir el nombre de Mariano José de Larra en la lista canónica de los autores más descollantes de la literatura española del siglo XIX. Basta abrir cualquier historia de la literatura, consultar panoramas críticos o programas de estudio para comprobar que Larra es de los autores de aquel siglo que merecen capítulo aparte. No hay colección de clásicos, ni ediciones escolares, ni libros de bolsillo en que falte una selección de sus artículos. A lo largo de los dos últimos siglos se percibe la presencia constante del escritor consagrado por la opinión de los lectores en el canon español de la cultura general. Desde el siglo XIX, Larra es reconocido como autor popular.

Su canonización popular y ensayística en los medios culturales precede a lo que podríamos llamar su canonización filológica. En los medios académicos, el estudio de su obra no se inicia hasta ya bien entrado el siglo XX, entre los decenios de 1920 y 1930. Es el resultado de la labor investigadora de los profesores F. Courtney Tarr, Aristide Rumeau, vinculados al hispanismo universitario de los Estados Unidos y Francia, respectivamente, y, en España, del profesor de la Universidad de Oviedo José R. Lomba y Pedraja. También por entonces, fuera del ámbito universitario, fue un avance fundamental en los estudios eruditos larrianos la biografía del escritor publicada en 1934 por Ismael Sánchez Estevan, funcionario del Ministerio de Hacienda, si no definitiva, bien documentada y todavía no superada. La continuación de estos trabajos hasta nuestros días podría ser el objeto de un estado de la cuestión de los estudios larrianos que nos permitiría situar su obra, con todas las garantías metodológicas de la investigación, en lo que podríamos llamar el canon filológico. Pero no es de esto de lo que voy a hablar hoy.


La fama de Larra en el siglo XIX

De lo que voy a tratar aquí es de la imagen del escritor en el ámbito de la cultura decimonónica. Me propongo ofrecer algunas muestras como indicios del proceso   -136-   de la formación de la imagen del autor en los lectores de sus artículos durante el siglo XIX. Los juicios favorables y desfavorables de sus lectores testimonian su notoriedad desde los comienzos de su actividad literaria. La imagen de Fígaro va cuajando en vida. Algunos curiosos testimonios contemporáneos nos muestran cómo se va dando a conocer como escritor de periódicos, haciendo famoso su pseudónimo Fígaro. Por ejemplo, el 25 de agosto de 1833, Ángel Iznady, colaborador por entonces del Correo literario y mercantil y redactor del Boletín Oficial de Madrid, le informa a su corresponsal cubano Domingo del Monte: «El Br. Munguio (sic) es D. Mariano José de Larra que firma con el pseudónimo Fígaro algunos artículos de la Revista: paréceme que este joven escritor tiene más mordacidad y facilidad para traducir del francés que ingenio y verdadero chiste» (II, 31)275. En noviembre de 1835, a un espectador que ha visto el Macías en el teratro Diorama de La Habana le parece que en el drama de Larra «la elección del asunto es malo (sic), el fin siniestro, las máximas perniciosas» (ibíd., p. 181). En cambio tenemos la reacción admirativa de un lector que acaba de leer el artículo «El día de difuntos» el mismo día de su publicación: A. de Arango le comenta a del Monte: «busque usted y lea un artículo de Fígaro inserto en el Español de hoy 2 de Noviembre [...], tiene dicho artículo pinceladas maestras» (ibíd., III, p. 57). Son muestras -impresiones espontáneas- de lectores contemporáneos que me salen al paso.

Aunque Larra va adquiriendo renombre durante su corta vida de actividad profesional, el punto de partida de su controvertida canonización es el suicidio. A partir de ahí, su figura se acerca a los linderos de la mitología. La manifestación del entierro se continúa en los artículos necrológicos que glorifican su suicidio hasta lo sublime, suscitando inmediatamente la reacción adversa de los que condenan esta exaltación del suicida como un abuso del romanticismo. Para Jacinto de Salas y Quiroga, según leemos en su artículo del 16 de febrero de 1837 de la Revista Nacional, la existencia de Larra «ha forjado el tejido de un drama sublime cuyo desenlace... está encerrado en la tumba: esa flor no pudo arraigarse en un mundo corrompido». En El Español del 15 de febrero, Mariano Roca de Togores ve «a ese hombre que nada amaba, pagar con su felicidad, con su vida, con su honra quizá, un ser ideal que no ha sabido encontrar». Estas exaltaciones del suicida, principalmente la de Roca de Togores, provocan, en nombre de la moral pública, la aversión condenatoria de un colaborador del Eco del Comercio (19 de febrero), en un artículo firmado con las iniciales P. S., que comienza con estas significativas reflexiones suscitadas por el suicidio del joven literato: «Notable es el abuso que se ha llegado a hacer del romanticismo, alterando los principios de la sana moral, presentando a la imitación del pueblo horrores de cuya posibilidad casi debía dudar, trastornando las cabezas o exaltando las pasiones en términos de originar desgracias o catástrofes». En seguida, unos y otros lo consagran como héroe víctima de un romanticismo bien o mal entendido.

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Desde su entierro (manifestación laica, «como primera protesta a las viejas preocupaciones que venía a derrocar la revolución», según Zorrilla276), hasta el presente, Larra es el mártir de la sociedad. A Larra -se dijo- lo ha matado la sociedad: «cada uno de esos artículos que el público lee con carcajadas eran otros tantos gemidos de desesperación que lanzaba a una sociedad corrompida y estúpida que no sabía comprenderle» escribe Mariano Roca de Togores en la necrológica citada, y Salas y Quiroga en la suya, habla, como hemos visto, de «un mundo corrompido» en que no podía arraigar la flor de la existencia del escritor. Recientemente, Eduardo Haro Tecglen, en una de sus columnas diarias de El País (23 de marzo de 1999), decía: «En La detonación, Buero Vallejo hacía que la pistola de Larra fuera empuñada por diversas manos [...] y era una manera de decir lo que en literatura siempre se expresa con una frase: le mató la sociedad de su tiempo. Es posible que la muerte siempre venga de fuera a dentro: la mano propia puede ser una más de entre todas como dan la muerte». Para el dramaturgo Francisco Nieva, autor de una «representación alucinada» como subtituló su Sombra y quimera de Larra277, estrenada en 1976, Larra es una víctima existencial: «la razón de su suicidio, está como en todos los suicidios, en la imposibilidad de ver una salida hacia la salvación»278.

Sí, víctima romántica de la sociedad y también del amor. Para la creación de la figura existencial del héroe romántico, lo social y lo amoroso se imbrican en la motivación del suicidio como aspectos esenciales. Larra es la encarnación del héroe romántico, la enfermedad que lo lleva a la tumba es el «mal del siglo». En su canonización mitológica, como Macías, Fígaro va a ser un mártir del amor. Tarr percibe que «por lo menos para algunos de sus contemporáneos, Larra era una como una mezcla de Werther y Chatterton» (p. 98, n. 98). Inmediatamente después de su muerte, José María Díaz escribe un drama, Un poeta y una mujer279, basado en el amor y suicidio de Larra. En el lenguaje coloquial del siglo XIX, el joven que se suicida por amor es «un Larra», como se diría que alguien que muere por amor es «un Macías». En un diálogo de la novela de Salas y Quiroga, El dios del siglo, vemos atestiguada la antonomasia coloquial: uno de los invitados a una elegante fiesta madrileña de sociedad aconseja que no se tomen en cuenta las supuestas amenazas epistolares de suicidio por amor del protagonista, diciendo «que Montelirio escribe lo que no es capaz de hacer, que no es un Larra»280.

Desde los versos de Zorrilla sobre la tumba y el drama de Díaz que lo proclaman héroe romántico, llega la figura del suicida como personaje literario hasta   -138-   nuestros días: En 1977, Buero Vallejo estrena La detonación, y recientemente, veinte años después, Juan Eduardo Zúñiga publica su novela Flores de plomo281.




Condena

Frente a la manifestación ideológica y política que significa el entierro, narrado en las cartas de Luis de Sanclemente y Montesa a su hermano, el marqués de Montesa282 y en una inventada, que escribe Miguel de los Santos Álvarez en las de la ficción histórica La estafeta romántica, de la tercera serie de los Episodios galdosianos, Alberto Lista, como P. S. del Eco, no cree «que el suicidio procedió de la contemplación de los males de la patria» y condena sin misericordia: «El suicidio de Larra procedió de pasiones que no reconocían freno ni en esta vida ni en la otra.» Para Ferrer del Río, «Larra, con su índole viciosa, su obstinado escepticismo, y sin saborear nunca la inefable satisfacción que resulta de las buenas acciones, no cabía en el mundo»283. Según Rubén Benítez, «Hasta fines del siglo XIX se persiste en subrayar el carácter malévolo de la personalidad de Larra (recordemos los lamentables versos de Zorrilla), la falta de sentido moral en su conducta amorosa, la filiación francesa de su ideología y de su lengua, la irreligiosidad de su espíritu y lo sombrío y negativo de su visión del mundo; la teatralidad supuestamente inauténtica de sus gestos, aun de su suicidio»284.




La popularidad de Larra en el siglo XIX

En contraste con esta figura de «carácter malévolo» entre los literatos decimonónicos, comprobamos la persistencia de una devoción popular por la figura de Larra. Queremos aquí resaltar la imagen del «articulista popular tan amado del público», según testimonio de Juan Valera, en 1882285. Durante el siglo XIX, además de Valera, escritores como el argentino Domingo Faustino Sarmiento en 1841, el   -139-   poeta Gustavo Adolfo Bécquer en 1863 o el crítico José Yxart en 1885 atestiguan la popularidad de Larra. Sarmiento afirma que la colección de artículos de Fígaro «forma hoy día el libro más popular que pueda ofrecerse a los lectores que hablan la lengua castellana»286; Bécquer cree que es obligado aplicar el adjetivo «popular» al nombre de Fígaro287; y según Yxart, tres años después que Valera: «Sería absurdo decir que el público español no hizo justicia al talento de Larra. Larra es un escritor popular, que no deja de la mano el último aficionado a la lectura, ni olvida nunca en la lista de los primeros escritores contemporáneos el más ignorante crítico»288. ¿No es el canon la lista a que se refiere Yxart? Como indica F. C. Tarr289, las numerosas ediciones decimonónicas de las obras de Larra muestran la constante popularidad del escritor durante todo el siglo.

Como ejemplo de esa opinión general, de esa popularidad señalada coincidentemente por los escritores citados, entre 1841 y 1885, con intervalos de unos veintitantos años, presento un testimonio sintomático, ya mediado el siglo, de un escritor, o escribidor fuera del canon, nacido en 1832, cuatro años antes que Bécquer. Se trata de un tal Javier de Ramírez, un autor más de comedias y de artículos que, en 1862, en un libro titulado La caja de Pandora290, recogió una serie de trabajos suyos («estudios filosóficos, político-satíricos, literarios, artísticos, de costumbres y de viajes», según la propia clasificación del autor). Ramírez, con tono melodramático, nos cuenta cómo nació su amor por Larra en su infancia al sentir cómo sus padres recibían la noticia de la muerte del escritor cuando él sólo tenía cinco años. Como vemos, la imagen popular de Larra va unida a su suicidio. Dedica el libro «A la memoria de Mariano José de Larra (Fígaro)» y en la dedicatoria refiere:

No lejos de Sierra Nevada, al pie de las vertientes del monte Jabalcol, en el fondo de un valle, y a orillas del Segura, existe una granja, que fue un día convento de frailes jerónimos: en un salón de esa granja, y una noche del mes de Febrero de 1837, leía mi madre al amor de la lumbre los periódicos de Madrid. -¡Fígaro ha muerto! exclamó de repente, alargando el periódico a mi padre; yo estaba sobre sus rodillas, y al oirle decir -¡Qué lástima! ¡A los 28 años!, sin darme cuenta de los pensamientos que se agruparon a mi frente, rompí a llorar arrojándome en los brazos de mi madre. Yo entonces apenas contaba cinco años, y me extremecí de dolor, como me extremezco siempre que recuerdo aquel instante solemne de mi vida; aquel instante en que sentí las primeras ideas de admiración, de entusiasmo, de amor al arte y a la patria agruparse súbita y confusamente en mi cabeza, arrancando lágrimas de mi corazón de niño.


(p. VII)                


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El recuerdo que nos trasmite Javier de Ramírez del efecto que la noticia de Larra traída por periódicos madrileños produjo en un apartado rincón de Sierra Nevada, y la huella en el escritor adulto del estremecimiento que produjo en el niño de cinco años al percibir la angustia de sus padres, creo que es una manifestación representativa de la imagen de Larra en la percepción popular de los lectores, suscitando «ideas de admiración, de entusiasmo, de amor al arte y a la patria». Larra se fija en la imaginación del niño antes de que pudiera leerlo. Creo que es un buen ejemplo de la veneración popular que Valera puede percibir entre el público de su tiempo: «el articulista popular tan amado por el público».




Larra, crítico literario

En nuestro mostrario de textos que muestran la idea que se tuvo de Larra en la cultura general del siglo XIX, no vamos a repetir aquí las opiniones que de Larra expresan los que lo conocieron -Cayetano Cortés, Mesonero Romanos, Nicomedes Pastor Díaz, Ferrer del Río, Mariano Roca de Togores- o los de las generaciones siguientes -Menéndez Pelayo, Clarín, el P. Blanco García, el Larra de los Episodios Nacionales-. Vamos a ofrecer el homenaje de dos escritores de generaciones sucesivas, Juan Martínez Villergas y Gustavo Adolfo Bécquer, que no se suelen citar entre los que contribuyen a la fama de Larra. Coinciden los dos en afirmar su preeminencia como crítico literario.




Martínez Villergas

El primero, que publica en 1854 su Juicio crítico de los poetas españoles contemporáneos291, afirma que «lo cierto es que la crítica literaria puede decirse que murió en España con el ilustre Fígaro» (pp. 1-2), aunque le reprocha parcialidad en sus juicios en contraste con la «verdadera crítica [que] no ha sido conocida entre nosotros desde que el gran Quintana publicó el brillante prólogo de su célebre colección de poetas españoles» (p. 2). Y añade:

No quiero decir con esto que el memorable Larra, cuyas obras durarán tanto como la lengua que tan felizmente supo manejar, no tuviese la aptitud necesaria para ejercer la crítica; pero niego, sin embargo, que en la época de disensiones y rivalidades en que floreció, pudiera tener la imparcialidad que le habría sido indispensable para elevarse a la esfera de su misión. Así, en este eminente escritor, al lado de las graciosas y oportuna observaciones de que están esmaltadas sus críticas, se ven descollar alguna vez las personalidades, y con mucha frecuencia la expresión mal embozada de sus iras o de sus afecciones.



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Martínez Villergas, contraponiendo a Larra con el egregio Quintana de las Poesías selectas castellanas (1807), nos está dando la imagen del crítico periodista romántico, un intelectual comprometido que no se instala en la serena imparcialidad olímpica de la crítica erudita, sino que se sitúa entre las «disensiones y rivalidades» de su época, tomando partido mediante una crítica que se nutre de la actividad política y social de su tiempo, como exigencia de la misión del escritor en el Romanticismo. Recordemos que Larra había exigido una literatura «apostólica y de propaganda». Aparece la imagen del escritor rebelde que, como veremos, van a homenajear algunos intelectuales de izquierda a finales de siglo, dirigidos por el joven periodista anarquista José Martínez Ruiz.

El autor del Juicio crítico de los poetas españoles contemporáneos, a pesar de la parcialidad de la crítica de Larra que, como hemos visto, atribuye a las contiendas de la época en que floreció y al desbordamiento subjetivo («expresión mal embozada de sus iras o de sus afecciones») propio de la personalidad de entonces («defecto en que todos, y yo el primero, hemos incurrido») reconoce en él al «crítico profundo» que asumió la misión de ilustrar la opinión pública:

mientras Larra vivió, la España tuvo un crítico profundo que ilustrase la opinión pública, y los ingenios contemporáneos un rígido censor cuyas observaciones podían servirles a la vez de lección y de estímulo, porque tal es la importancia de la crítica cuando está desempeñada por hombres de gusto, instrucción y talento. Así, los ingenios adocenados que ávidos de gloria invaden la arena literaria con más vanidad que inspiración, lo mismo que los malos cómicos de que por desgracia ha sido harto pródiga la capital de España, tuvieron un verdadero placer el día que Fígaro concibió la imperdonable locura de cortar el hilo de la existencia, al paso que aquellos mismos a quienes justa o injustamente había criticado, pero que, dotados de buen juicio, tenían el inmenso talento que el hombre necesita para apreciar el mérito ajeno, sintieron profundamente la muerte de Larra que dejaba en la república de un vacío tan grande como en su desgraciada familia. Murió, pues, Fígaro, y sobre su tumba se levantó Zorrilla, como si la naturaleza hubiera querido suplir el genio ordenado que acababa de devorar con el genio más desordenado que abrigaba en sus entrañas.



Martínez Villergas termina su juicio a Larra como crítico literario manifestando que «la pérdida de un eminente crítico a quien no tuve el gusto de conocer» no la consideró compensada con «el hallazgo de un poeta, con cuya amistad me honro», lo cual ofrece como prueba de su propia imparcialidad (pp. 2-3).




Bécquer

Nueve años después encontramos confirmado el reconocimiento popular del nombre de Fígaro por uno de los escritores de la generación siguiente, Gustavo Adolfo Bécquer, también indispensable en el canon literario decimonónico. En un artículo titulado «La crítica», firmado por Adolfo García, pseudónimo que Gustavo Adolfo Bécquer y Luis García Luna habían utilizado en sus colaboraciones teatrales,   -142-   el poeta destaca la ejemplaridad del escritor como crítico. «La crítica» se publicó a finales de 1863, en dos números de una efímera revista madrileña, los número 2.° (14 de noviembre) y 6.° (14 de diciembre) del semanario El Espíritu. Semanario científico-literario. Rica Brown, en su biografía de 1963292, llamó la atención de los estudiosos sobre este artículo que hasta entonces había pasado inadvertido en los estudios sobre Bécquer, «aunque en su texto se destacan varios aspectos de su carácter y personalidad» (p. 227). También merece que se tenga en cuenta en el estudio de la canonización larriana, en cuanto que uno de los aspectos más importantes que destacan es el homenaje del poeta al crítico en los pasajes del texto firmado por los dos jóvenes en que Rica Brown cree percibir la voz individual de Gustavo Adolfo. «El artículo es una declaración de fe en los calores literarios, en la buena crítica como sierva fiel de la literatura y en Larra como ejemplo perfecto de esta crítica» (ibíd.). Con una significativa alusión a la sátira de Cadalso, contiene una descripción de una tertulia de críticos de café que suscita la referencia implícita a un costumbrismo satírico de intención larriana:

Al rededor de la mesa de un café veis sentados a varios jóvenes generalmente de aquellos a quienes Cadalso llamaba eruditos a la violeta, que con la mayor osadía y creyéndose severos Aristarcos, lo mismo censuran y vituperan de la manera más enfática un pobre romance de un poetastro, que la más acabada obra de un autor de reputación universal.

Allí los veis, no inclinados a buscar bellezas en la producción que es entonces objeto de pasatiempo, no siquiera imparciales al juzgarlas; sino antes con afán de hallar defectos y vociferarlos entre sarcasmos y burlas, lenguaje que sienta bien a la ignorancia; sin considerar que si la obra es de esas que tienen el fallo favorable de los siglos, ellos, críticos imberbes, deben callar y respetarla, porque son demasiado pequeños para llegar a su altura; y si, por el contrario, es producto de las vigilias de algún joven principiante, también deben mirarla con respeto, nunca con burla, pues ellos se encuentran en el mismo caso, y tal vez si cogieran la pluma no serían capaces de producir otra cosa semejante si no antes peor que aquella que vituperan; y de seguro pondrían el grito en el cielo al saber que otra personas hacían con ellos lo mismo que ellos hacen respecto de los demás.


(Núm. 2, pp. 9-10)                


Al referirse a la crítica de los periódicos es cuando hace el homenaje explícito a Larra. Según el articulista de El Espíritu, sería perder el tiempo tratar de esta crítica «que desde el tiempo de Larra no ha alcanzado la altura a que este inmortal crítico la colocara» (núm. 6, p. 41). Recordemos que para Martínez Villergas la crítica había muerto con Larra.

Como luego hará José Martínez Ruiz en su primera publicación aparte, el folleto titulado La crítica literaria en España, de 1895, en que, siguiendo el magisterio   -143-   de Larra, divide la crítica literaria de actualidad en satírica y seria293, Bécquer también invoca a Larra cuando divide la crítica en dos clases:

Hay dos clases de crítica; la crítica satírica que hace reir, especie de arma de dos filos, que hiere con la razón y con el ridículo a la vez; y la crítica seria concienzuda, que no aspira a divertir al lector, sino a enseñarle; que no busca sino la verdad, amarga siempre, siempre dolorosa, para el que la escucha y que tiene la peculiaridad de dejar tranquila la conciencia del que la dice.

Cierto, muy cierto es que Larra debe sus más bellos laureles a la sátira; pero muy lejos estuvo siempre de emplearla, cuando de examinar alguna obra literaria se trataba. Véanse, si no, sus célebres críticas del drama Antony, la del Trovador, Los amantes de Teruel, Margarita de Borgoña, Las Memorias del Príncipe de la Paz, y otras mil (que para enumerar las obras buenas de este escritor es preciso presentar el catálogo completo de todas ellas), y se verá que él, tan aficionado a lucir aquellas dotes satíricas de que el cielo le hizo poseedor, dejaba la burla a la puerta cuando se trataba de penetrar en el santuario de la crítica literaria. Exento del defecto que aquí atacamos, le ridiculizó con mano maestra en su artículo La polémica literaria, que es sin disputa uno de los que más ha contribuido a su fama.


(Núm. 6, pp. 41-42)                


La referencia a Larra en este artículo termina insistiendo en su ejemplaridad que disculpa la digresión: «El ejemplo del escritor citado, nos ha distraído de nuestro propósito; distracción al cabo disculpable, porque es imposible no sacar a luz el popular nombre de Fígaro cuando de crítica se trata», dice el autor del artículo que luego vuelve a la idea general del artículo. Este texto de Bécquer, según la autora de la biografía citada, viene «a ser una parte esencial de su obra», en cuanto que en él aparece unida «la expresión de su propio ideal de la crítica» con «una gran pasión por la figura de Larra» (p. 229).




La perspectiva posromántica: el Larra de J. Yxart (1885)

La máxima valoración de la figura de Larra en todo el siglo XIX, antes de la generación del 98, es la del gran crítico catalán J. Yxart. En la sustanciosa introducción a su ya citada Colección de artículos escogidos de Mariano José de Larra lo considera «un talento excepcional y superior» (p. XIV). Yxart ve retrospectivamente en Larra la representación auténtica del héroe romántico, víctima como ya sabemos, de la sociedad, pero no en un contexto meramente local, sino europeo: empuñando «una pistola, no como un romántico de mentirijillas, sino como un héroe de Balzac de carne y hueso. Esto fue Larra: una víctima real de la fiebre que devoraba las entrañas y el cerebro de Europa» (p. VIII). En pleno realismo literario, el romanticismo   -144-   ya lejos pero todavía con rescoldos posrománticos, Larra permanece engrandeciendo su imagen: «Mucho, muchísimo ha perecido de aquel período romántico: Larra queda en pie y su figura se agranda cuanto más nos alejamos de él» (p. XIV). Aparece aquí ya anunciado el genio escéptico y pesimista con que se van a edificar los jóvenes que veneran su memoria en La voluntad, de José Martínez Ruiz. Según el propio testimonio de Azorín294, este libro del crítico catalán fue la guía que en su juventud lo acercó a Larra.

Yxart nos trasmite además lo que era la imagen de Larra en la opinión general frente al carácter malévolo que muchos le atribuían:

Sería absurdo decir que el público español no hizo justicia al talento de Larra. Larra es un escritor popular, que no deja de la mano el último aficionado a la lectura, ni olvida nunca en la lista de los primeros escritores contemporáneos el más ignorante crítico. Pero aun siendo esto así, opino que no se le otorgó el puesto que en realidad le corresponde. Hallo siempre, en cuantos han hablado de él, como el inconsciente designio de colocarle en segunda fila o de juzgarle desde un punto de vista inferior a su importancia, no basta para mí en llamarle el primer crítico español, si va envuelto en el calificativo la idea de ponerle por debajo de los criticados famosos. No basta hacerle compañero de Estébanez y Mesonero Romanos como articulista de costumbres, si no se quiere reconocer cuán superior fue a ambos en la intención. Ni tenerle por ingeniosísimo y chistoso, penetrante y cáustico, pero siempre considerándole como un simple articulista, es hacer plena justicia a Larra. Fue mucho más, a mi juicio; fue un escritor originalísimo, un observador profundo y osado a quien es difícil igualar, cuánto más aventajar.






Larra, figura simbólica

A pesar de esta popularidad, piensa Tarr (p. 90) que no fue hasta comienzos del siglo XX cuando se empezó a considerar a Larra con seriedad y comprensión; sólo cuando en la crisis española de fin de siglo una «generación autocrítica» identificó sus propias inquietudes con los problemas personales y nacionales que, simbólicamente, sintió representados en la vida y la obra de aquel escritor. Según Benítez (p. 13), «Larra surge más como símbolo que como realidad, en los años fervientes de renovación ideológica, crítica y artística, que rodean la decisiva fecha de 1898». Ya sabemos cómo ante la tumba de Larra, en un cementerio abandonado, en el Madrid de comienzos de siglo, Antonio Azorín, el protagonista de La voluntad, y los compañeros de generación que lo acompañan -«jóvenes y artistas»-, se sienten «atormentados por las mismas ansias y sentidores de los propios anhelos» (O. C., t. 1, 522a) que el joven escritor romántico a quien han ido a homenajear como a un santo laico. Con actitud litúrgica lo proclaman símbolo de su generación: «Y Larra, indeciso,   -145-   irresoluto, escéptico, es la primera encarnación y la primera víctima de estas redivivas y angustiosas perplejidades. El constante e inexpugnable «muro» de que Fígaro habla es el misterio eterno de las cosas. ¿Dónde está la vida y dónde está la muerte?» (ibíd.). Como he señalado en otro lugar295, en La voluntad, Antonio Azorín se mira en Larra como en un espejo, dos entes de ficción en la novela de Martínez Ruiz que se confunden entre sí como representación simbólica generacional.




Primera visita a la tumba de Larra: 13 de febrero de 1898

Pero, como indiqué en el Congreso Internacional sobre «Azorín y la literatura (Conmemoración del 98)»296, en noviembre de 1998, no fue el homenaje a la memoria de Larra, el 13 de febrero de 1901, narrado en La voluntad, la primera visita colectiva organizada por el autor de esta novela a la tumba de Larra en el abandonado cementerio de San Nicolás, cerca de la madrileña Puerta de Atocha. El primer homenaje en el ruinoso cementerio es de tres años antes, en 1898, el 13 de febrero, aniversario de la muerte del homenajeado, hacía sesenta y un año. En nombre de los dos periódicos, El Progreso, de Madrid, y La Crónica, de París, en que ahora escribe el que va a ser luego, en cuatro años, autor de La voluntad, se depositan coronas en la tumba de Larra para honrar la memoria de uno de «los escritores ilustres que han luchado por la libertad».

Aporto ahora estos datos con más detalle como conclusión de este repaso de algunos aspectos que nos muestran cómo se forma la figura de Larra en el canon cultural del siglo XIX español. En enero de 1898, el joven periodista José Martínez Ruiz, desde El Progreso, periódico en el que colabora habitualmente por entonces, trata de organizar un homenaje a Larra en el teatro Lara de Madrid que no se llegó celebrar. Martínez Ruiz le escribe al director del teatro, Francisco Flores García, proponiéndole la organización del homenaje. Conocemos la respuesta negativa de Flores García que el joven periodista de El Progreso inserta en una de sus crónicas, la del 18 de enero, titulada «Homenaje a Larra». El director del teatro Lara le contesta en estos términos:

Larra, el gran Fígaro, el primero sin duda de los críticos españoles, no se distinguió ciertamente como autor dramático -tal vez porque no se dedicó de lleno a esta rama de la literatura- en la proporción y medida que como escritor satírico, crítico y de costumbres. Ante todo y sobre todo fue periodista.

Sus obras dramáticas son muy estimables, como suya, pero no son lo mejor de Fígaro.

Y si esto es así, no es en un teatro donde deba rendirse homenaje a la memoria del insigne escritor.

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Mariano de Larra, nieto de Fígaro, opina exactamente lo mismo que yo en este asunto.

Creo como usted que debe honrarse la memoria de nuestro escritor, gloria legítima de las letras españolas, pero en sitio adecuado a tal objeto, en la Asociación de la Prensa, en la Academia de la Lengua o en el Ateneo.



A lo que Martínez Ruiz replica:

Después de esto no me queda nada que decir. Yo no pedía una solemnidad artística, o cosa por el estilo, pues que no se trata de un centenario; pedía un sencillo recuerdo, análogo al que todos los años dedica la Comedia Francesa a ciertos literatos franceses. Que Fígaro sea esto o lo otro no me importa. Me dirigí al Sr. Flores García y a los distinguidos actores de Lara por la circunstancia que apuntada queda.

Ahora, a la Asociación de la Prensa o a la Sociedad de Escritores y Artistas toca decidir lo que se ha de hacer, si es que deciden algo. De todos modos, creo que ni Flores García, que es un escritor culto y de probado talento, ni Mariano de Larra, que es un actor notable, negarían su concurso a lo que se haga.

Yo, por mi parte, persisto en lo dicho.

La redacción de El Progreso, que sabe celebrar la memoria de los escritores ilustres que han luchado por la libertad, llevará el día 13 de Febrero una corona a la tumba de Fígaro. Y el representante de La Campaña, en nombre de su redactor jefe, Luis Bonafoux, y en nombre de todos los que allí escribimos, llevará otra. Así demostraremos que sabemos honrar la memoria del más valiente de los periodistas españoles.



Las palabras de Martínez Ruiz, que acabo de citar en bastardilla añadida por mí, anunciando que la redacción de El Progreso y el representante de La Campaña llevarán coronas a la tumba de Larra el día de su próximo aniversario para celebrar «la memoria de los escritores ilustres que han luchado por la libertad» y «honrar la memoria del más valiente de los periodistas españoles», las utiliza Luis Bonafoux, suprimiendo su propio nombre del texto original, para iniciar, también en bastardilla, pero sin indicar su procedencia, una «Crónica» que el redactor en jefe del semanario parisino publica en el número 4 del 25 de enero de 1898. No podemos menos de reconocer las líneas originales del periodista de El Progreso leyendo el texto de La Campaña reproducido por Christian Manso en un trabajo sobre el semanario parisino de Luis Bonafoux297. Al azorinista francés, el párrafo inicial de la «Crónica» de Bonafoux le parece un «epígrafe escrito en bastardilla» (p. 174), pero no señala que en realidad el texto subrayado por el redactor en jefe de La Campaña es una cita sin referencia -quizá esté implícita- del «Homenaje a Larra» publicado unos días antes por José Martínez Ruiz en El Progreso. El acto de homenaje al que asiste Martínez Ruiz como representante oficial del semanario de Bonafoux en Madrid y en   -147-   nombre del redactor en jefe «se puede asimilar -según el profesor Manso- a lo que conviene llamar un gesto arquetípico -y fundador por supuesto» (ibíd.). De esta ceremonia de 1898 hemos restablecido cien años después su memoria, utilizando dos diferentes fuentes periodística, una francesa y otra española, pero coincidentes. Ceremonia que, como advierte Manso, «ha sido borrada de la memoria, ha sido sepultada en provecho de la del 13 de febrero de 1901». Al evocarla, reconoce en el Larra que Bonafoux presenta en su «Crónica» citada, «rasgos distintivos del espíritu noventayochista».

Para ejemplificar la imagen de Larra que surge en el canon cultural como símbolo a finales del XIX, alrededor de la fecha de 1898, conviene que copiemos el texto de Bonafoux sobre Larra tal como que nos lo ofrece, fragmentariamente, el profesor Manso. A continuación de las inspiradoras palabras epigrafiadas en bastadilla al comienzo del artículo, que, como sabemos son una alusión al «Homenaje a Larra» de Martínez Ruiz, el redactor en jefe de La Crónica afirma que Fígaro:

no sólo es el único genio literario, sino también el primer patriota español del siglo en que nos arrastramos miserablemente, defendió a los trabajadores hambrientos, fustigó a los fanáticos descendientes de Carlos Quinto, a los voluntarios de la integridad de los monopolios, a las devotas histéricas [...] Vivió escribiendo amarguísimas verdades del medio social donde le tocó nacer [...]. Fígaro, en fin, fue un revolucionario en la patria de Felipe II y Torquemada, y en una época de atraso bestial, casi tan grande como el de ahora.



Para los periodistas ácratas, Larra es uno de los suyos. En este primer homenaje noventayochista, la imagen de Larra es la de un luchador revolucionario: «el más valiente de los periodistas españoles», luchador por la libertad, moderno revolucionario en contra del oscurantismo inquisitorial de la España antigua, defensor de los trabajadores hambrientos. Es un símbolo para los intelectuales de izquierda a finales de siglo. No va a ser así, como hemos visto, el Fígaro más contemplativo de La voluntad. Repitamos las palabras de Antonio Azorín que ya hemos oído: «Larra, indeciso, irresoluto, escéptico, es la primera encarnación y la primera víctima de estas redivivas y angustiosas perplejidades.»

Una canonización que empezó junto a la tumba de Larra en el cementerio de Fuencarral, el 15 de febrero de 1837, un cementerio todavía relativamente nuevo, culmina el 13 de febrero de 1898 y de 1901, en la tumba del mismo escritor, en otro cementerio, el de San Nicolás, un cementerio viejo, ya abandonado. En 1837 sus contemporáneos exaltan al liberal; en 1898 los anarquistas, al revolucionario; en 1901 los noventayochistas, al escéptico.





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